Un grito en el corazón de la noche  
Chester Swann
de "Cuentos para no dormir"

            El nuevo alcalde policial del pueblo escuchó el relato del   tahachí (agente soldado) con una sonrisa de incredulidad.   No era el típico contratado de las Delegaciones de Gobierno rurales, de bajo nivel cultural y sórdido pasado; ni el clásico patán uniformado de los que solían pulular por las comisarías (alcaldías, decían antes), por lo general con varios homicidios de gatillo fácil en su haber.   Más bien era alguien que, por razones no del todo claras, abandonó la capital para pasar una temporada en el interior del país a cambio de la mísera pitanza pagada por la Delegación de Gobierno del IX Departamento de Paraguarí.

El   conscripto, entre mate y mate a la vera del humoso   fogón, relató al nuevo jefe de la comisaría acerca de los extraños sucesos que tenían lugar en ese lejana Compañía (distrito) rural del pueblo de Roque González, llamada Simbrón, una aldehuela de mil doscientos habitantes, incluidos el idiota y el borracho del pueblo que no podían faltar en el censo demográfico.

Así es   mi comisario... —dijo el recluta entre sorbo y sorbo del caliente mate—.   El bicho ése, enviado del infierno, ya atacó a varios peones y dicen que mató a tres.   Destroza a los animales   vacunos y desangra a las ovejas. Nadie pudo verle en la oscuridad.   Creen que es un ser peludo y baja   pero con una fuerza de veinte hombres. Todo el mundo anda asustado y al caer   el sol se trancan en sus el maldición.

¿Y qué pasó después? —preguntó el alcalde al conscripto. — ¿Desde cuándo apareció el monstruo aquél de que me estás hablando?

—Tengo miedo, che comí — dijo el azorado recluta—. Cuando hay luna llena, los pobladores trancan sus ranchos con cinco alcayatas.   Y si hay luna nueva le rezan diez avemarías y siete credos a san Onofre y a san Lamuerte, con ocho velas y dos vasos de guaripola, por si acaso.   Dicen algunos que es una maldición enviada por el finado Recalde Pukú,   quien fuera asesinado por orden del coronel Bento de la guarnición militar de Paraguarí .  

A ver, contame ese caso, reclutón —pidió el nuevo alcalde al número   de guardia que cebaba el mate—.   ¿Qué tiene que ver el coronel ése con el bicho que se zampa a los animales de los ganaderos?

Hace como diez años que apareció el coronel Bento por   esta   zona y   comenzó a perseguir a algunos pobladores para comerles sus capueras y estancias.   Dicen que el coronel es de confianza del general Stroessner   desde el año cuarentisiete, y, a pesar de ser   un coronel de reserva de infantería, manda más que el mismo comandante de la guarnición, que es general de división.   El caso es que algunos abandonaron sus ranchos ante la prepotencia del coronel,   pero Recalde Pukú le hizo frente y se le retobó y hasta le desafió en el boliche del pueblo a pelear   de hombre a hombre.   Recalde a los pocos días amaneció malherido a puñaladas.   Antes de morir,   acusó al coronel de haberlo emboscado y le echó una maldición.   Todos tienen miedo,   pero no tanto del bicho, sino del coronel.   Dicen que es muy fiero y no perdona.    Ha de ser cierto nomás, que mató a Recalde o lo hizo matar, pero no le cuente a nadie lo que le dije.

La noche íbase apoderando del pueblito y de sus habitantes. Simbrón, envuelto por los misterios de la oscuridad y la fría llovizna que castigaba la zona, no tenía sueño.   El alcalde Brizuela no creía en bultos ni aparecidos.   Era medio impermeable a las leyendas pueblerinas de fogón y media voz. Era en suma, un tipo leído y hasta sabía tocar la guitarra, cuyos sones ahuyentaban espíritus en pena y sombras de finados, que medraban, dizque, por los rincones de las capueras y montes. Pero lo de la prepotencia de los militares podía creerlo sin hesitar.   Eran tiempos de injusticias y despojos, sin duda, y podría atestiguarlo, de tener la certeza de ser escuchado.   Estaba seguro de que ahí nadie mentía.   Es más;   conocía al coronel Bento personalmente.   Lo vio en el cuartel de Paraguarí, pegado como garrapata al comandante de la guarnición; más como celoso vigilante que no como escolta.   Alto y flaco como pescado seco, de pelo ralo y canoso, con su inseparable revólver, "Smith & Wesson" del treinta y ocho niquelado al cinto.   La mayoría de sus colegas usaban   pistolas automáticas, pero Bento no formaba parte de la oficialidad "de carrera".   Su carácter hosco y frío no admitía réplicas ni súplicas. Sabíase perro de presa del general y estaba orgulloso de ello.

El alcalde, tras media docena de mates y largo silencio meditativo, despidió al agente conscripto y encendió una lámpara de simple queroseno en la piecita del rancho doble culata que fungía de despacho y "oficina":   allá, cerca del ventanuco una mesa mugrosa de grasa y polvo con un cuaderno medio deshojado que ejercía de "libro de novedades", un bolígrafo casi sin carga y un desvencijado catre de trama de cuero, probablemente lleno de chinches y otras sabandijas, que le serviría para echar sus fatigas al mundo de los sueños, sin perecer en el intento.

Pero, ¿ podría entregarse al reposo luego de escuchar cuanto le relatara el soldado agente, con el candor propio de los pilas del campo? ¿Soportaría su conciencia el vil despojo a que era sometida la gleba, víctima más que nada de su ignorancia de las leyes y otras trampas creadas justamente para la especulación? ¿Se atrevería a indagar los entretelones del caso?

Tantas preguntas se agolpaban en su mente como estafados en bancos quebrados, que casi no pudo conciliar el sueño y acabó nuevamente tomando mate al filo de la aurora,   sin apenas pegar el ojo una media hora o menos.

¡Buen día   mi acarte ! saludó el locuaz y servicial tahachí .   ¡Tené' cara de no dormir,   che komí!       

  ¡Buen día m'hijo! —replicó, más que saludó el nuevo titular—.   ¡Acercate al fogón que hay mate espumoso! Seguíme contando lo del coronel ese que me dijiste ayer.   ¿Hay más gentes en pleito con Bento   o ya no queda ninguno?

La verdá, che komí, tengo un poco de miedo de ese coronel. Pero por ser a vos,   te voy a contar.    Tomó un sorbo de mate y se hizo dar un buen resuello como para cantar a viva voz, pero luego reanudó con voz queda y medio asordinada: Ya no quedan contrincantes. Cinco se fueron abandonando sus ranchos y hasta sus aperos. Creo que a Posadas o a Buenos Aires, no recuerdo. Los otros dos desaparecieron en manos de la policía de Asunción. Lo de Recalde Pukú usté ya conoce.   Pero por favor, no hable con nadie de esta' cosa del diablo, que de otro no ha de ser, señor... comisario.   Me va a mandar matar el coronel o su' hijo' kuéra (forma paraguaya de pluralizar   vocablos) .   Eso’ tipo’   no perdonan una .  

Tras asegurarle discreción, el alcalde Brizuela, desconocedor aún de las ocultas y penosas realidades de tierra adentro,   más que nada, por ser un guacho de plaza, o sea, un engendro del asfalto. Se repantigó en el viejo apyká   (banco rústico de costanera), disponiéndose a ser todo orejas. ¡Por fin estaría en contacto directo con cosas que se contaban en voz baja en la capital pero los diarios callaban sistemáticamente!

Años hacía que el gringo Stroessner, apodado "el rubio" por el populacho que lo entronizó, cual nefasto y oprobioso ídolo de adulones, manejaba el país como feudo familiar.   Pero éste, contaba con sus apologistas y censores que silenciaban cualquier información no alineada debidamente   en el riel oficial.   Muchos jóvenes nacidos a mediados de la década del cincuenta o de los sesenta han olvidado los días de sádica crueldad y fueron domesticados a imagen y semejanza del déspota y su   entorno. La falaz "seguridad" y "el orden", eran preferidos a la libertad y a la responsabilidad. Moloch y Marte, contra Venus y Minerva.

Fue así como nació la llamada "tierna podredumbre". Una generación banal, domesticada, acrítica y prepotente, al amparo de las universidades nacionales.   En suma, untuosa: repugnante y falaz.

Desde la muerte de Recalde Pukú, es que apareció esa cosa fea y peluda   —prosiguió el soldado . —¿No tiene forma de gente, de cristiano?   —interrumpió Brizuela—   ¿o parece animal de otro mundo como esos dibujos de las revistas de Superman y otros parecidos? ¿Alguno de por   aquí lo vio alguna vez?

Ni uno ni otro che komí.   Esa cosa no tiene nombre ni forma. Ni siquiera ko' estamo' seguro si existe.    Nadie le vio de cerca, y como usté' sabe, en la oscuridá' todo' lo' gatos son pardo. ¿No?

El recluta sorbió otro trago de escaldante infusión de mateína, antes de proseguir su casi fantástico relato de almas en pena y sombras. Los arrieros que fueron atacados por eso; perdone pero no sé cómo le puedo llamar, no dijeron demasiado.   Apena' vimos lo que hizo y sus resultados: peones heridos y el ganado muerto. También soldaditos verde’ó   (del ejército) del coronel fueron atacados por... eso.   Y ha de ser nomás la maldición.   Digo yo .

Se sirvió otro sorbo de mate, como para enganchar pensamientos y memorias, desde alguna torva dimensión desconocida.

El coronel mandó traer una Compañía de Comando de la unidad   de Paraguarí, para dar   caza a... ¡bah! la cosa, que atacaba a sus capanga' kuéra.   Y hasta ahorita mismo no pudieron hacerle nada. Como si eso se burlase de ellos.   Y justamente el coronel Teófilo Bento pidió por usté al señor   delegado de gobierno.   El coronel tampoco es zonzo y cree que un tipo de la ciudad es menos miedoso que los de la campaña, porque lee mucha' cosa'. ¿Cierto pa, che komí?

No del todo, agente. Simplemente nuestros miedos son diferentes a los de ustedes respondió el alcalde entrante. La gente de la ciudad le tiene más miedo a los vivos que a los muertos. Y más pánico a la luz que a las sombras.   Los de la capital buscan la oscuridad y huyen de la luz.   Especialmente los que mandan.   

Una llamita estalló en el fogón campesino de una alcaldía policial remota, perdida entre los cerros del IX Departamento, como queriendo dar una señal al cosmos de más allá del barroso camino vecinal de una   aldea llamada Simbrón. En   ese instante, un súbito estremecimiento cortó el gélido aire de esa madrugada húmeda y fría; como si el aire   y el silencio en su aterradora majestad imperasen de pronto enmudeciéndolo todo, enrareciéndolo todo, hasta las conciencias, con su mordaza de cobardía.

Por fin, tras agotarse lentamente el tibio rescoldo y enfriarse el agua del mate, la Palabra hace su entrada   en   el aposento mísero del rancho destinado a comisaría policial del valle. Desenmudeció el recluta Centú y recobró el habla, pero ya arrepintiéndose un poco de sus confidencias   que podrían convertirse en infidencias.   El tipo éste, que llegaba allí, estaba hecho de otra madera y otro cuero. Tal vez hasta otras sangres y desconocía las crudas e inexorables leyes que rigen las rígidas creencias populares.   Y eso, podría desatar   las iras de ciertos entes que anidaban en las gargantas de la noche.

El soldadito pensó un instante en lo que le haría el coronel si se enteraba de sus tímidas indiscreciones. El código impuesto en   el interior del país debía ser respetado. La muerte violenta era la recompensa a los que osaban enfrentar a la podredumbre que, poco a poco se apoderaba del país corrompiéndolo todo a su paso.   Recordó el soldadito que su madre le hablaba de los tiempos de antes ,   es decir,   hacía nueve o diez años.   Hablaba de una palabra hogaño desconocida: "solidaridad", que hacía que un vecino asistiese a otros en apuros, o salvase al animal ajeno sin recompensa alguna.   Ahora, en plena "segunda reconstrucción", la mutua desconfianza y la animadversión mantenían a familias en enconados roces entre sí, como si el propio Añá (Satán) gobernase una sucursal del averno, implantada en un país torturado   por dos guerras internacionales, un   hato sucesivo de tiranuelos y gerenciado por contrabandistas de medio pelo.   Y encima usando cizaña a guisa de cetro, como si todos fueran malos y egoístas sin dios ni ley.   Como si una perversa entidad, invisible pero tangible, controlase todo el país    con esa omnisciencia y omnipresencia opresiva, corruptamente administrativa y gerencial.

Se   despabiló definitivamente el dueto, brebaje mediante, pero la hosquedad posterior disipó su cómplice comunicación.   El soldado calló definitivamente y ya no hubo caso de persuadirlo a que cuente cuanto insistía en silenciar. El alcalde decidió postergar   sus rudas investigaciones sobre el misterioso ente que atacaba a capangas y   soldados del coronel.   Le parecía increíble todo el ambiente de temor y desconfianza que imperaba en el pueblo, pero cuando un río suena... algo arrastra su corriente.                     

A media mañana, resolvió dar una vuelta a caballo por las calles de la aldea.   No portaba uniforme. Apenas un pantalón de vaquero, botas tejanas , camisa a cuadros, impermeable y sombrero de fieltro negro y aludo, más un viejo "colt" al cinto, como salido de una vieja película.   Una escueta tarjeta con su foto y la firma del delegado de gobierno de Paraguarí, lo acreditaba como una suerte de sheriff del subdesarrollo.   Tras ensillar un rosillo medio perezoso y mancarrón, el único que tenía la alcaldía para patrullar   ciento cincuenta leguas cuadradas, se dirigió al primer lugar que se le ocurrió: el almacén del pueblo, propiedad del turco, don Yaluv Elías (en realidad era libanés y cristiano maronita).

Recordó que los animales enemigos hacen tregua tácita en las aguadas del monte o del desierto. Raras veces el tigre ataca a un ciervo en la aguada. Y el boliche del pueblo era la aguada del lugar, donde los rencores se posponían para luego;   en   el camino estrecho de una emboscada, o en el duelo cara a cara a puños o puñales. Algunos paisanos se liaron a cuchillo, machete, balazos, puños   o incluso   a palabrazo limpio en el boliche de don Elías, rompiendo las reglas de tregua, pero siempre se cortaban los encuentros a primera sangre. Sólo que a veces la primera era la última por   exceso de derrame   y   los contrincantes pasaban al otro lado.   Antes no habían tantos pleitos porque la gente hacía honor a su palabra.   La palabra era un documento intangible pero inapelable e inviolable. Ahora, por   aquí y por   allá aparecían mentirosos, vividores y logreros, como salidos de alguna picaresca cervantina.       

El vocablo pókãre   (Mano torcida),   que adjetivaba esto último, era de reciente data   y una palabra pisoteada o borrada con el codo era actualmente moneda corriente. Y falsa de yapa. Brizuela entró al boliche y tras dar los buenos días al paisanaje se presentó como el reemplazante del titular de la alcaldía   ausente con permiso. Se rumoreaba que por orden de algún caudillo del entorno.   Intercambió pareceres y tragos con los presentes para hacerlos entrar en confianza. Mas cuando inició la conversación acerca del misterioso "bulto peludo" que hacía la vida imposible al personal del coronel, el silencio pareció rodearle completamente cual amorfa materia aislante.   Los presentes se despidieron presurosamente, alegando tareas urgentes y tomaron la puerta por delante.

El turco Elías lo encaró de nuevo. ¿Vino a enderezar las cosas o a proteger al coronel y su gente del bicho ése?   Si es para lo primero, le aviso que todos tienen más miedo al coronel que al fantasma o lo que sea que mandó Dios   contra su gente.   Si intenta descubrir quién es ese...no sé como llamarle, le digo que nadie le dirá lo que sabe o cree saber.   El miedo no es zonzo, alcalde. Ni una palabra,   o peor, ni media palabra   partida por la mitad.   ¿Me explico? Alguien dijo por ahí, que escuchó en Paraguarí al coronel   Bento pidiéndole al delegado que cambie al alcalde Torres por otro que sea de la capital. Uno que no se deje macanear por   fantasmas o bultos que se menean en la noche.   Dijo, o mejor dicho, ordenó al delegado que enviase algún zorro de ciudad y termine con el asunto, porque no podía manejar sus estancias de acá y su personal está cagado de miedo por   causa   del... qué-sé-yo-qué-cosa. ¡Bueno! El bicho.

  No supe eso —replicó Brizuela—.   Sólo me ordenaron que cubriera a Torres que iría de permiso a la capital.    Vio la mirada dubitativa del turco y continuó—.   Usted sabe que a nosotros nos dan la orden y listo. No explican nada y ni siquiera me dijeron lo del bicho ése.   Me enteré por   gente del lugar. Créame.

Le creo    don —respondió don Elías. Pero debe hacer   que le crean todos.   Los viejos lugareños no simpatizan con el coronel Bento y sus hijos, pichones de cuervo y mbóichiní (víbora cascabel).   Usté'   tiene cara de inocente, cosa rara en las autoridades de la zona, y creo que no tiene la mínima idea de lo que le espera en este lugar abandonado de la mano de Dios y en proceso de traspaso de propiedad al Diablo.

El nuevo alcalde de la compañía Simbrón   se asombró de la sinceridad del turco Elías, y decidió que había llegado el momento de tomar una decisión, para bien o para mal.   Pero acaso ¿existía una mínima posibilidad de justicia?   Agradeció al turco sus consejos y se despidió.   Ya tenía un hilo para agarrarse.   Era seguro que la bestia ésa o como se llamase, tiraba contra el coronel.

Brizuela prosiguió visitando a los vecinos expectables en cierto orden:   la señora directora de la escuela, el presidente del club de fútbol local, el encargado del Registro Civil, que simulaba hacer de juez de paz   y   el seccionalero en especial, pues "mandaba" más que todos.   Tuvo a bien cuidar   de decir lo que sospechaba.   Más bien trató de estirar la lengua de sus anfitriones.   La directora fue la única que dejó entrever algo raro.   Su presencia en el pueblo se debía a influencias de seccionaleros asuncenos y no conocía al tal coronel, pero estaba al tanto de lo que se comentaba a sotto voce .   El nuevo alcalde tal vez le cayó bien por ser capitalino como ella y traer noticias frescas de la lejana Asunción.   No tuvo la docente   pelos en la lengua, para soltar su opinión sobre las crudas exacciones de tierra de los lugareños.

Mire,   no vaya a andar diciendo lo que le dije por ahí. Algunas gentes son malas y me pueden hacer   echar por hacerle la contra a ese Bento. Pero debe usted saber que lo que se dice por acá es ciertoité   (enfático).   Pocos quedan ya de los parientes de quienes fueran estafados y perjudicados por   el coronel.   Si quiere, le puedo citar a ellos para que hablen con usted mismo.   Tal vez sepan algo del monstruíto que dicen que ataca a las vacas y ovejas del coronel, y a los capangas y soldados que trabajan en sus estancias .    Brizuela escuchaba atento el relato. — Curiosamente, el bicho ése emboscó a un grupo de peones de Bento,   justo cuando robaban vacas ajenas de don Víctor, el que tiene un tambito lechero al sur del pueblo.   Dicen que fueron sacudidos por esa cosa, y quedaron tumbados   y de a pie.   Lo cierto es que las vacas robadas regresaron solitas a lo de don Víctor, misteriosamente.   Uno de los peones murió después de los mordiscos que le dio la cosa esa, mientras estaba tirado en el suelo como colchón de preso .  

Este detalle hizo pensar al alcalde policial que habría alguna explicación lógica.   Cinco rufianes de armas tomar   son muchos,   aún para un Pombero , como llaman los simples campesinos paraguayos a bultos inexplicables.   La cosa, debía tener algún medio para dejar fuera de combate a grupos enteros sin ser percibida por los atacados. Nadie la había visto de cerca. Eso estaba comprobado.   Habría que conocer a la mala sombra en persona por que de seguro, habría alguien que personificase al bulto... o a los bultos.

¡Qué cosa más extraña — pensó para sí el alcalde interino — Teófilo   en griego   significa "el que ama a Dios". Es un nombre algo absurdo para quien no ama ni siquiera a su prójimo.   Dicen que es un ex sargento de infantería, elevado al rango de oficial por el presidente, en pago de "servicios leales" y fidelidad perruna al general.   ¡Menudo dolor de cabeza me espera!   Por lo que sé y me consta, es que el tipo es frío como navaja, cruel como un SS y ambicioso como Onassis .  

Esa noche, un grito desde el corazón de la oscuridad lo sacó de sus cavilaciones.   Saltó de su humilde catre de tramas y despanzurrado colchón, ajustándose el cinto con un viejo Colt Frontier del cuarenta y cinco.   Despertó a su asistente para que le ensillara el lerdo rosillo.   Trataría de   seguir el juego de los fantasmas, pero iría solo. No valdría la pena arriesgar a sus conscriptos sin estar seguro de la sobrenaturalidad del ente que aterrorizaba a la comarca.   Especialmente a los sicarios y peones del coronel Teófilo Bento, el temido y cruel mandón feudal de la zona. Al paso de su remolón y estólido caballo, llegó   al camino principal que pasaba por frente a una de las fincas del coronel, las cuales iban engrosando su patrimonio poco a poco.   Trató de ir lo más silenciosamente posible.   Si bien llevaba su linterna de tres elementos prefirió no encenderla, dejando que el instinto de su jamelgo lo orientara.   Este tomó un camino vecinal poco frecuentado por su pésimo estado y que apenas permitía bueyes y caballos a causa del lodazal de esa lluviosa época, fría como finado de ayer.   El fuerte viento de los cerros de Acahay ahogaba los ya cansinos pasos del flete del alcalde, o dicho mejor de la alcaldía.   La llovizna pertinaz cedió su tozuda persistencia hasta el punto de garúa mansa, mientras el rosillo arrocinado íbase fatigando a mayor velocidad que sus torpes patas abotagadas por el sobrepeso.

Una lejana luz— de linterna tal vez, o farol “petromax”—, horadó las penumbras del entorno. Por si acaso, Brizuela descendió de su cabalgadura y tras amarrar las riendas a un cocotero, emprendió marcha hacia la fuente del aún débil resplandor. Debería ser extremadamente sigiloso, cual furtivo amante de solitarias "kuñakaraí" de caliginosos vientres,   turgencias voluptuosas y cachondas confrontaciones.   Como era de esperarse, iba a tientas y sin utilizar su linterna para no ser pillado, lo que dio varias veces con sus huesos en la blanda pero fría barrosidad del lugar.   El sibilante sur invernal seguía calando huesos y refrigerando el alma del alcalde que apenas se guarecía tras sotos y vallados. Debió sortear además varias alambradas, algunas de espinos, lo que le produjo no pocos cortes y rasgaduras de sus veteranos jeans .   Pero no cejó en llegar hasta el venero de luz.   Algo debía cocinarse para que a tales horas hubiese luces en movimiento.   Los pobladores dormían con sus gallinas y recién a las cuatro y media bostezaban ante el pozo y la palangana.   Si fuesen   los hombres del coronel   habrían serios problemas, pero si fuera el famoso bulto peludo de la luz mala...mucho peor.  

Casi a inicios de la hora primera pudo escuchar algunas voces.   Redobló su furtivo accionar buscando acercarse lo bastante para ver sin ser visto y escuchar sin ser oído.   A los pocos metros, reconoció la voz de uno de los capataces del coronel Bento.   Una débil y oculta fogata bajo un quincho de empajado y barroso aguaráruguái   (“cola de zorro”, paja usada en techumbres), proporcionaba una débil luz y le permitiría acercarse al máximo. ¡Ojalá no tuvieran perros! Por suerte, tenía viento frontal y no podrían olfatearlo. En el poste central del quincho, un hombre bastante vapuleado se hallaba atado de pies y manos.   Sus tumefactas facciones tenían huellas de golpes y sangre semiseca.   El capataz y tres hombres lo estaban "interrogando" al estilo de los cuerpos de élite del presidente.   Esto es, con la saña y vesanía que en forma usual los caracterizaba.   Primero golpes, luego las preguntas.

  —¡Decime nde añámemby! ¿quiénes son esos que se animan a molestar a nuestra gente y nuestros animales? ¡Seguro que fantasmas no son, y vos sos   hijo   de tu papá, el comunista Recalde,   que nos culpó a nosotros de lo que le hizo algún marido celoso para vengar cuernos!

Brizuela crispó los puños.   No tenía más que dos balas en su viejo colt que portaba, más con fines disuasivos que defensivos.   Un peón joven le cruzó al hombre el rostro con un revés de su curtida mano. ¡Hablá pué' nde tipo!   —graznó en etílico acento.   El capataz se le acercó y tras dar una pitada a su   cigarrito de tabaco liado, lo restregó en la frente del prisionero quien, con ojos vidriosos y ausentes, apenas pestañeó para acusar dolor.   De pronto, surgieron de la nada veloces manchas oscuras que, en medio de ladridos frenéticos atacaron al capataz y sus hombres.   Eran bestias sin duda, y feroces.   Uno de ellos intentó huir de esa cosa peluda y sanguinaria, pero en veloz carrera eso   lo alcanzó y tras derribarlo, le dejó la yugular como carne picada para so'ó josopy   (Sopa de carne molida al mortero).   Los otros corrieron igual ventura.   Ni tiempo tuvieron de esgrimir sus machetes y revólveres, cuando ya entregaban sus negras almas al averno.

El alcalde permaneció en su escondite. No estaba en condiciones de hacer frente a las cuatro fieras, cuyas indefinidas formas lo llevaron a dudar. Tras el mortuorio silencio posterior a la masacre recién concluida, un silbido reunió a los cuatro seres en torno al poste en que se hallaba aún el hijo de Recalde Pukú.   Una figura de negro poncho, aludo chambergo del mismo color y ágil porte se acercó al torturado y con certeros golpes de puñal yvapará (cachaspintas) liberó de sus ligaduras al hombre torturado, que se desplomó inconsciente.   Luego de acostar al herido sobre un apyká    de basta costanera, llamó a cada uno de los monstruitos silenciosos que lo rodeaban expectantes y les quitó una suerte de pelliza de piel de oveja descubriendo a cuatro robustos perros negros de raza dobermann   vestidos de    malasombra .   Pieles de ovejas merino teñidas de negro daban el disfraz justo, pero ¿quién sería el recién llegado?   ¿Debería arrestarlo por los cuatro muertos con las gargantas trituradas por   los colmillos de las fieras?   Lo cierto es que se lo merecían por otra parte.   Apenas respiraba para no ser olisqueado ni oído por los perros. Decidió finalmente seguir esperando. El recién llegado, alzó al exánime cuerpo del prisionero a la grupa de un zaino y se alejó lentamente por un desconocido sendero, seguido de sus cuatro malasombras , dejando los fiambres de los que, en vida, fueran capangas de Bento, en el lugar, tirados como nivel de vida.   El alcalde no hizo intento de seguirlo, temiendo por la integridad de su garganta.

Cuando se hubieron alejado lo bastante, Brizuela se aproximó al sitio, comprobando que ninguno estaba como para atestiguar nada.         

Se hizo justicia de todos modos . —pensó el agente de la ley.   Recordó que antes del ataque le pareció oir como un silbido muy suave y casi inaudible. Tal vez se trataría de esos silbatos ultrasónicos con que se manejan perros de presa y de guarda bien entrenados.

Tras aguardar un tiempo prudencial tomó el sendero de regreso.   Al día siguiente por la tarde, visitó a un pariente político del viejo Recalde. Se le hacía que el hijo de aquél, que la noche anterior había estado en tan incómoda posición entre los capangas del coronel, estaría guardando reposo en algún rancho del pueblo.   El capitalino intuyó una tácita conspiración entre algunos pobladores antiguos del lugar y los misteriosos malasombras .   Y deseaba   no errar el tiro esta vez.   Tras algunos titubeos y despistes, como si no supiese nada, el viejo Polí (Policarpo quizá) condujo al alcalde junto al herido.   Este parecía duro como lapacho centenario y se reponía velozmente de la paliza infligida, pero debería escayolarse el antebrazo.   Se lo habían roto o rajado en un intento de hacerle cantar acerca de los misterios circundantes. Tras solicitar que los dejen solos, Brizuela se dirigió en tono muy sordo al herido:

He visto lo que le ocurrió anoche en los linderos de la estancia de Bento.   Llegué un poco tarde, y ya lo tenían estaqueado en el quincho. Cuando los perros disfrazados de espíritus malos atacaron a los capangas debí quedarme quieto como agua de tajamar para no ser destrozado por esos perros dobermann entrenados.   ¿Desean ustedes vengar al viejo Recalde o asustar al coronel para que despeje el área?  

El hijo del aludido, sorprendido ante las revelaciones del alcalde, respondió en un hilo de voz:   —Piense lo que quiera.   Si está Ud. de parte del coronel puede hacerme apresar, torturar y asesinar ahora mismo. Bento no perdona a sus contrincantes, aunque sus hijos son algo menos crueles, pero no espere de mi ninguna información acerca del caso.   

¡Sólo quiero que se haga justicia, señor...  

Recalde. Porfirio Recalde, servidor. El herido hizo esfuerzos para hablar, pero se reprimió.

Como le decía, sólo deseo que se haga justicia aquí   —prosiguió Brizuela—, y necesito más detalles para incriminar a los Bento.   He venido de Asunción, por expresa orden del Inspector Bachem y del   ministro del Interior, el Dr. Insfrán.   Como Ud. sabrá,   los Bento son leales al presidente y en el partido de gobierno late un   proyecto civilista, con el Dr. Insfrán a la cabeza.   Y tengo carta blanca para que, quienes siembran el terror entre el campesinado sean castigados como fuese.   Aún por sobre   la ley, si ésta es injusta.

  ¡Ah! ¿Era eso entonces?   —exclamó sorprendido Recalde—.   Yo lo creía de parte de ese... hijo de yryvu   (buitre).   Entonces, si estuvo ahí anoche lo habrá visto al hijo del turco .    Calló de pronto como si hubiese hablado de más. El salvador no se había quitado su negro poncho y sombrero, por lo que no pudo ser reconocido por el alcalde;   pero a lo hecho, pecho. Brizuela tomó la iniciativa.

Lo supuse. No es común ver perros dobermann por la campaña.   Tengo entendido que el hijo de don Elías estudió veterinaria en Asunción.   Debe ser un experto en domar esos perros y hacerse obedecer.   El caso es que, si para hacer justicia hay que saltar por encima del derecho... del más fuerte, voy a tener   que hacerlo nomás .   El convaleciente lanzó un prolongado suspiro de alivio intentando, tal vez, convencerse de la sinceridad del nuevo alcalde policial. Los tiempos eran duros en el noveno Departamento.   Entre la corrupta claque militar del entorno presidencial y los tejemanejes del presidente del Instituto de Bienestar Rural se repartían cuantas tierras fiscales o privadas podían, a los caciques civiles   y militares del régimen.           

  —Va a tener que contarme cómo empezó todo este embrollo y después debemos calcular   cómo terminará   prosiguió el alcalde—.    No omita nada que no haya olvidado.

Hace pocos años, uno de nuestros compueblanos acosado por deudas de usura, tuvo que hipotecar su capuera. El coronel Bento, animado por el Dr. Frutos compró la deuda y ejecutó con ayuda de jueces la propiedad.   Luego, a la señora del coronel le gustó el lugar y decidieron comprar, es un decir, toda la tierra que pudiesen, al precio que ellos imponían.   Algunos, como los Ramírez y los Yaharí, no se hicieron rogar mucho. No tenían títulos y vendieron así nomás y se largaron.   Otros, como los Rojas y los Recalde, nos negamos a vender nuestra heredad y esa fue nuestra desgracia.   Mi padre tuvo cierto día la ocurrencia de desafiar al coronel a un mano a mano, en el boliche de don Elías.   Tal vez impulsado por el espíritu de la guaripola (aguardiente).   El coronel se le achicó, pero a los pocos días lo emboscaron en un tape po'í   (sendero estrecho, en argot campesino) y lo dejaron por muerto. No contaban con que pudo vivir unas horas para desenmascarar a sus asesinos.

  —Hasta ahí, ya me han comentado , interrumpió el alcalde - pero es bueno oírlo de primera boca. Cuénteme cuándo y cómo empezaron las "apariciones" y su relación con este caso. ¿Qué tiene que ver el turco Elías con ustedes?

  Somos todos valles (compueblanos) y eso hace que seamos solidarios entre nosotros. Usted viene de la ciudad,   donde casi nadie sabe quién es su vecino. ¿Cómo van a poder entender de estas cosas?   Casi todos nosotros fuimos a la misma escuela, jugamos en la misma canchita, bebimos en los mismos pozos, nos refrescamos en el mismo riacho... ¡y de repente viene un pajuerano a quitarnos nuestras chacras, porque sí!

  —Viví en Asunción, pero nací y me crié en la campaña —replicó Brizuela—.   Soy del Guairá y me crié por ahí.   Conozco bastante de la gente del interior.    Y sepa que antes de venir como policía, yo era músico y asistente social.   Incluso viví en un rancherío de los Avákatueté (aborígenes guaraníes) en Alto Paraná.   Fue a causa de la malaria que me enviaron a Paraguarí, una de las pocas zonas no palúdicas del país.   Pero no soy de la madera de los otros policías de la delegación.   Delgado Ibarrola es un ex cuatrero, Jimene'í es un asesino incorporado, igual que Mandi'or o (mandioca amarga) y todos los otros, excepto media docena, tienen su historia.

Eso mismo nos dijo el turco.   Que usté'   no parecía un malandra de esos que suele enviar la Delegación.   Por eso le dijimos a la señora directora que le cuente todo.   Ahora usté' tiene que decidir entre apresarme o...

¿ ...O qué?   Parece que el operativo está bastante bien encaminado.   Su padre ha sido vengado, pero el coronel puede traer un pelotón de infantería y barrerlos a todos. Tarde o temprano   vendrán.   Ellos tienen sus armas y nosotros apenas algo de inteligencia.    Debemos trazar un plan para que los Bento se alejen para siempre de la zona. Y para eso, hay que asustarles a fondo.   Cada semana voy a tener que ir a la delegación a dar parte,   y tal vez aprovecharé para pispar   lo que se comenta en el entorno de Bento.   Pero mientras tanto, dígale al hijo del turco que suspenda las incursiones de sus fantasmas.   Todavía no di parte al juzgado de los fiambre s que quedaron en el quincho ése. Voy a esperar a que alguien los encuentre para intervenir.   En cuanto a Ud. es mejor que vaya a la capital y se haga enyesar el brazo.    Por acá corre peligro.

Gracias, sr. comisario.   Vamos a portarnos bien hasta que vuelva, pero no descansaremos hasta liquidar todos los animales del coronel, así como él se comió los nuestros   —se despidió el hijo de Recalde Pukú.

En Paraguarí causó revuelo en el clan Bento la noticia del hallazgo de sus capangas, triturados por una bestia desconocida.   El coronel estaba con un humor de perros, con perdón de estos pobres cánidos, y denostaba contra la incapacidad de la policía y la gendarmería del IX   Departamento.   El delegado de gobierno lo escuchaba preocupado, mientras en la oficina contigua Brizuela se mordía las uñas.   El coronel tenía mucho poder, incluso más que algunos generales,   por   gozar de la confianza del presidente.   De pronto el coronel encarando al delegado le espetó     ¡Voy a ordenar que vaya una compañía de comando a perseguir a los abigeos que asesinan a mis empleados! ¡Y usted ordene a su alcalde que no asome el pico fuera de la alcaldía, para que no moleste en la limpieza!   Voy a tomar Simbrón   bajo mano militar   y espero que su alcalde no se meta en este entrevero.   Vamos a ver quiénes son esos póra (fantasmas)   que se animan a enfrentarnos .  

Brizuela intuyó que Bento desconfiaba hasta del propio ministro del interior, ya que se notaba su influencia en varias seccionales partidarias del noveno departamento.   Ello presagiaba un paulatino endurecimiento de la represión militar contra los civiles.   Y si el Dr. Insfrán fuese destituido debería irse de la Delegación.   Todo se iría al traste. No simpatizaba además con el candidato a suplirlo: un tal Montanaro, mediocre y repelente si los hay.

Una vez reincorporado a su oficina, se reunió en la casa del turco con    el hijo de éste.   Bento no tardaría en aparecer por Simbrón con sus hombres. Y defenderse del ejército era suicida.   Lo mejor sería desaparecer por un tiempo hasta que las tropas regresasen a la guarnición militar.   Luego se podría contraatacar hasta donde se pudiese y replegarse nuevamente.   

Yo no voy a poder estar con ustedes por mucho tiempo — comenzó el alcalde—. Bento está pidiendo a gritos las cabezas del ministro y   del delegado.   Con ellos me voy a tener que ir.   Podemos urdir un plan de largo plazo, pero no le hagan frente a los soldados.    Ellos son conscriptos y no tienen mucha vela en el entierro.   No ataquen más que a los animales.   Usted como estudiante de veterinaria, ¿no tendría conocimiento de alguna plaga que pudiese exterminar el ganado del coronel, sin arriesgar el cuero de nadie?

Pudiera ser un arma de doble filo   —respondió Ibrahim Elías.   Una peste puede aniquilar todo el ganado de la región.   Pero tal vez, algunas trampas, o dardos emponzoñados con curare amazónico,   quizá...

Lo que sea con tal de que no haga ruido. contestó el alcalde .   Sus perros son muy ruidosos e identificables...

No si yo se los ordeno.   Chuck, Atila, Rex y Pombero pueden ser más silenciosos que pantuflas de seda y peluche, e incluso atacar sin hacer bocina.    En mi caso, perro que muerde,   no ladra.   Y los vellones de lana negra son   difíciles de pillar en la oscuridad.     Repuso el interlocutor.   —Claro que a la hora de atacar,   no son muy selectivos. Cualquiera que se encontrase frente a ellos estaría perdido.   Sólo saben dos cosas.   Asustar o matar.   Pero no puedo enseñarles a matar ganado y asustar al mismo tiempo a los soldados.

Creo que será mejor cuerpearle   a los soldados mientras tanto. ¿Cómo funcionan los dardos?

—Con   rifles de aire comprimido o cerbatanas indias. También puedo construir armas más potentes con gas licuado, como para disparar a cientos de metros sin hacer ruido. No me gustan las armas de fuego.   Porfirio Recalde está a salvo en Asunción, aunque Bento tiene poder para hacerlo apresar en cualquier sitio dentro del país, pero no creo que lo haga.   Sólo su capataz sabía algo de nuestro plan, pero se llevó el secreto a la tumba.   El coronel aún ignora en qué andamos.   Está más perdido que gorrión en aeropuerto.

Creo que me van a trasladar a Paraguarí antes de despedirme — aclaró el alcalde .     Parece que el presidente y sus secuaces sospechan que el Dr. Insfrán le hace la sombra o competencia, o algo por el estilo, para captar adeptos y seccionales para su nuevo proyecto político de neto corte civil.   El ministro piensa que se debe volver al gobierno de la ley.    No entiendo mucho de política, pero creo que el poco   poder   que tienen los civiles se está acabando.   Hay un tal Montanaro que aspira al ministerio del interior, y es cercano al entorno del "rubio".   Si esto sucede, haga lo que pueda aquí. Yo no podré ayudarles más. El alcalde calló.

Con ocultar nuestro secreto ya hizo bastante.   Si hubiera sido como los otros   estaríamos todos muertos o torturados en la Delegación o en la Artillería.   Hay allí un tal mayor Carpinelli, de carrera que no dudará en aplastarnos.    Es cruel como Bento y mucho más ambicioso. No va a parar hasta llegar a comando de algo .   

—Bueno, despídame de don Elías. Mañana viajaré hacia Paraguarí a presentarme al delegado. No se arriesguen sin necesidad.

Brizuela se dirigió hacia la alcaldía a recoger   sus magros bártulos. Tal vez en una semana volvería a Asunción. El posible defenestramiento del ministro era cuestión de horas, quizá.   No debía quedar a merced de las nuevas autoridades.   Tal vez se quedase en Paraguarí pero desvinculado de la delegación, aunque poco le importaba.   No tenía pasta de torturador   ni de fanfarrón de feria.

Acertó plenamente en sus corazonadas. Los militares se salieron con la suya y reforzaron su poder.   Pero el coronel Bento, poco a poco y ante la impotencia de sus capangas y soldados vio disminuir sus animales; no carneados por cuatreros, sino simplemente muertos por una rara enfermedad o atacados por alguna bestia sanguinaria que apenas les destrozaba la yugular, pero no más. Simplemente mataban y se iban al corazón de la noche.  

Ante la tenaz oposición de los lugareños y su aparente desconocimiento de los depredadores que lo asolaban, el coronel se replegó hacia Paraguarí con sus soldados, tras quedar casi sin animales en sus campos, cubiertos de carroña y silencio.   Tampoco encontró quienes quisieran atender sus establecimientos por todo el oro del mundo.   Sus hijos se recluyeron en la capital en oficinas públicas y se negaron a volver hacia sus abandonados latifundios.

Ibrahím Elías y Porfirio Recalde volvieron años más tarde a Simbrón.   El ex alcalde los acompañó a caballo por todos los rincones de la compañía de Roque González de Santa Cruz.   Los campos del coronel seguían vacíos y yermos. Pesaban en ellos leyendas de tétricas maldiciones proferidas por un muerto, e incluso los pobladores esquivaban el bulto al pasar por sus cercanías. Sólo malezas y espinos campeaban en lo que fuera la estancia modelo del coronel. Sus hijos no volvieron a intentar ocupar la extensa propiedad,   prefiriendo medrar en puestos públicos en la capital.   El coronel había fallecido recientemente en olor de carroña y sofocado por la impotencia de ser derrotado por un muerto con todo su poderío bélico y político.   Los Recalde y otros damnificados por su prepotencia no tardarían en volver. Nuevos tiempos se avizoraban en un no lejano futuro y grandes cambios llegarían tras el derrocamiento de una larga tiranía militarista y totalitaria, para bien, para mal… o para peor; pero algo cambiaría sin duda.

Cuatro perros dobermann —de edad provecta pero aún erguidos y sanos—, trotaban alegremente tras Ibrahím Elías, como recordando sus correrías fantasmales por esos andurriales. Tal vez sus descendientes quedarían como recios centinelas de justicia. Recalde Pukú podría ya descansar en paz

Chester Swann
de "Cuentos para no dormir"

Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.445, Foja 87.
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”

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