Sobrevivientes anónimos

Primer Premio del Concurso de Cuento Breve 2006 "Juan S. Netto"
Organizado por la Universidad Iberoamericana de Asunción

Chester Swann

Mire usted doctor, que, aquí donde me ve, sin ánimo alguno de autobombo —que de eso abunda a raudales por los andurriales urbanoides que rodean nuestra humanidad—, estoy de vuelta de un largo y ancho periplo infernal, por los caminos reales y plebeyos de este país, que yace postrado bajo mi pie descalzo devorado por los devastadores colmillos de la necesidad y del corrupto dolo oficial, que la  incrementa, día a día, hasta más allá de lo posible.  Recuerdo cuando moví inicialmente las de andar, hace varios años —tras recibir mi título de bachiller y ser licenciado de la milicia obligatoria, magna cum laude pero desempleado y al borde de la miseria—, en dirección a esa ciudad, ahora de nombre trocado y troquelado en rumbo de colisión al sol, después de aquel golpazo, febrerizado e histriónico, como culebrón centroamericano, que depusiera al mandón nomenclador originario de apellido teutón ¿recuerda usted, doctor? 

Me había hecho el despropósito de meterme en el cacumen cuanto pasara ante el rasero de mis ojos perspicaces, que muchos conocidos  apenas perciben una ínfima porción de cuanto los rodea a lo largo de su vida, y se extravían en lo mejor de ella por su ausente percepción.   Pero no lo voy a entretener con detalles nimios y rutinarios, emergentes al paso de mi relativa relación, sino que tomaré al abordaje, cual intrépido maringote-galeote de chinchorro fluvial con ínfulas transoceánicas, el asunto que me ha traído hasta sus pacientes orejas, oidoras, atentas de palabras coloridas, de emociones mal contenidas; o ensombrecidas de angustias inconfesas y despoetizadas.  Largos días he movido patacones descalzos y gastados de andar, para aproximarme en ese entonces, a la capital de la mosca dulce de color verde Wáshington; antes, mucho antes del triquitroque involuntario de la nomenclatura germanoica que esa ciudad fronteriza ostentaba antes del golpe, como ejemplo de adulonería mendaz y chabacana. Esa ciudad, entonces en vías de caótica expansión, gracias a las obras elefantiásicas con altas cotas de represividad llevadas a cabo por esos días, hervía de aventureros, buscavidas, ganapanes, robacoches, tahúres, traficantes, mulas, chulos, sicarios, contrabandistas y hasta gente de trabajo como yo, vea usted.

El objeto del desplazamiento  mío hacia los lares orientales —porque, crea usted, doctor, había más turcos, hindúes, vietnamitas, japoneses, coreanos y chinos, que en las mismísimas Hong Kong o Singapur—, era el encomiable deseo de trabajar en dicha obra, nomás fuese de carretillero o removedor de escombros —a manopla callosa y desnuda—, con tal de engordar mis escuálidas faltriqueras llenas de paupérrimo espacio, que no de efectivo circulante. Vea usted, que a patitas y con la golilla carente de combustible masticable, condumio o bebistrajo alguno —que a veces mendigaba un plato aquí y un jarro allá, changueando labores de peón de patio—, la hégira desde Asunción hasta Itaipú, se hizo más larga que puteada de italiano tartamudo o esperanza de pobre, pero finalmente pude arribar, aunque algo magro y cansado, a la meca de mis desvelos; tarea harto fatigosa que me demandara más de dos semanas, pues que ningún colectivero o piloto de terrenaves de pasajeros lo levanta a uno, sépalo usted, doctor, sin la oblación correspondiente del importe por el desplazamiento espacial.  Tampoco nadie da un aventón a nadie, por esas rutas pletóricas de corsarios de tomo y lomo, proveedores del parque automotor de contramano; es decir transferido, manu militari, de viva fuerza al prójimo, como se estila en este país; sin contar con que la facha harto raída de este servidor civil,  poco predisponía a la confiabilidad del prójimo, aún exhibiendo título de bachiller, medio arrugado, pero título al fin.  

Como le digo ¡sí señor! ha sido aquélla una peregrinación digna de Pedro el Ermitaño a la sarracena Jerusalén; pero pude arribar a buen puerto días más tarde, para postularme a la gleba servil del peonazgo raso, tras franquear varios portones-coladores, pletóricos de ojos avizorantes y olfatos perdigueros de dogos brasiguayos.

Si me permitiera usted una breve digresión, doctor, compararía tal obra con los piramidales delirios de los faraones egipcianos ¿o se dice egipcienses?    No importa.  Pero me barruntaba en el caletre una comparación semejante, aunque olvidé las lecciones de Sarthou y Michelet.  Claro está que, para ser admitido en áreas restrictas, debía contar con el visto bueno del caudillo político de alguna seccional oficialista local, de hematológica divisa punzó. Además debí pagar derecho de piso en varias áreas conflictivas, como el comedor y el barracón-dormitorio colectivo.  La ventaja aparente de ser soltero y sin martirimonio en perspectiva a corto y mediano plazo, fue un privilegio inútil como peine de calvo.  

Por ser libre, sin compromiso y sin herederos, fui destinado a tareas más denigrantes y riesgosientas que las de domador de tigres siberianos sub-alimentados.  Desde ser conductor carretillero, en inseguros andamios pendientes y pendulantes como deuda externa, a colocador de bananas vivas de explosivos demolientes, mire usted.  El súper ingeniero aquél —si, ese mismo que después sería el segundo peor presidente de este país, que el ganador del primer puesto es éste otro de ahora—, no nos perdonaba una.   Varias veces estuve a un tristristris de hacerme bollo, bajo la pesada cobija mortuoria de piedras, arena y lodo arenisco de geológica raigambre y prosapia, que medio diluviaba sobre mí a cada pumpunazo de las bananas.  Mire usted, doctor, que si no fuera por la virgencita de Ca’acupé y ese otro que no me acuerdo ahora —sí, ese barbudo coronado con espinas y aspecto de fakir sagrado—, estaría viendo crecer raíces de malezas en algún campo non sancto  de por ahicito nomás. 

Fueron aquéllos, créame, los anémicos e inflacionarios aborígenes  más duramente ganados de toda mi profesión de corredor de liebres.   Como le digo doctor, pasé por situaciones límite que harían parar los pelos del corazón al más pintado y altanero, sin sufrir aún mengua de extremidades o extremismos en mi humanidad, hasta ese día. Siempre trataba de hurtarle mi magra osamenta a las angurrientas parcas, con fintas y gambitos ajedrecísticos; pero ya ve usted, a veces uno se olvida de algo, se distrae con el paisaje o con los desaforados gritos de los capataces, quedando de improviso sin comerla ni beberla en la línea de fuego de bananas de trotyl, que casi me despanzurran y borran de la nómina más de una vez. 

 Sólo en mi zona de obras, las niñas de mis ojos se hicieron adúlteras viendo morir, o quedar inútiles como gallos capones, a varios compañeros, a causa de renuncios y relajos de las normas de seguridad, si es que las había.  Pero mire usted, que el susodicho de incompleto cuerpo presente, quien le habla, es poco propenso a exageraciones y no le chamullo más que lo esencial, que para lo otro están los políticos.  En un sólo año debían haber finado más de cien prójimos, quedado lisiados e inservibles (salvo para invocar a la caridad) otros tantos, y me quedo cortina todavía, que no tuve modo de tener en la sabiola datos ajenos a mi área específica de trabajo.  Apenas, como le digo, pude registrar en mis neuronas lo visto y oído, huyendo de mi conocencia lo demás, que por otra parte era secreto de Estado Jodido.

Fue justamente una mañana, en que se proyectaba el desvío del aguachento Paraná, que ostentaba en sus caudales más agua que todas las industrias lácteas del país, experimenté aquello que me condujera hasta sus ojos y orejas, en este bar de mala muerte y peor vida.  Recuerdo que, días antes, se colocaron las cargas que debían abrir el canallesco canal de desvío, ante expectable público, periodistas, turistas atrabiliarios, autoridades civiles e incivilizadas, técnicos y, por supuesto, la peonada recia y montaraz de turno, aunque no en palco alguno.   Justo a mí me tocaría el reparto de las mechas y bananas, con otros dos amigos solteros amancebados que ligaron de rebote la patriada. 

Mire, usted, que el primer error podría ser el último en tales instancias, por lo que extremamos perspicacia y temperancia para no confundir nada ni ahorrar espoletas. Además, por comprometer su presencia el general presidente —ése que nos pedía creer que éramos felices y no lo sabíamos—, sus fieles cancerberos militares nos vigilaban durante la siembra de trotyl  para evitar posible mal uso de dicho material expansivo, accidentalmente o no.  Pues mire que el general tenía una paranoia que no le cabía en el uniforme y desconfiaba hasta de su familia, igual que el López aquél, que mandara fusilar a sus hermanos y muchos más por un chisme de comadres.  

Al final, bajo la atenta mirada de sus gorilas, terminamos de colocar todo en orden para la ceremonia, sólo que olvidé la hora exacta del vicheo de la escena explosionante que se preparaba con precisión administrativa; pero tampoco tenía reloj para cotejar.  Tal vez usted se preguntase, el porqué de esta maratón lingüística que me tiene derrochando material hidrante bucal, en un aparentemente incoherente relato querencioso, acerca de mis pasares y pesares; pero la razón de mi atroz verborragia, trepidante y saturadora —que abruma las pacientes antenas parabólicas en estéreo que lleva usted por orejas—, es la necesidad de dar curso de solución, que no desolación, a esta carencia pauperizante, y solicitar su apoyo, vea usted, que buena falta me hace en mi menesterosidad actual a causa de lo que puede usted contemplar en estos momentos. 

Como le iba parloteando, el horrísono cantero de obras húbose cubierto de banderas y gualdrapazos ruidosos de trapos flameantes, de todos los colores, menos el de la justicia, claro.   Bandas militares atronaban los aires con sones patrioteros, marchas y agresivos himnos beligerantes poco realistas, esperando la hora uncial del inicio de la explosiva ceremonia del desvío del río Paraná; que a su vez daría puntapié inaugural a las obras represivas de la futura hidroeléctrica —binacional en la construcción y mononacional en el reparto de kilovatios—, vea usted.  

Este servidor corría de aquí para allá, compitiendo mi derrame de sudor con  el discurriente Paraná, espoleado por capataces y capangas para dejar todo a punto de caramelo en honor a los egregios presentes que nos honrarían con su visita, en ese pozo infernal llamado eufemísticamente "sitio de obras" y al cual lo llamabamos nosotros, los obreros:  "las tripas del diablo", que la garganta del maloso estaba un poco más allá, en las cataratas de Yguazú, pero sólo para turistas con divisas convertibles y poder adquisitivo.  Muchos compañeros míos habían sido digeridos ya, por ese famélico entripado del que le hablo.  Y yo me hallaba colocando banderas, tablados escénicos, luces y asientos para los espectadores, amén de carteles en guaraní, castellano y portugués y la mar en bicicleta.  El que esto le parlotea, en tanto,  corre que te trota, como caballo de tiro... o equino esquizofrenético de mercado cuatro, bajo las órdenes vociferantes de los perezosos capataces; hasta que llegó la hora del ceredemonio o lo que fuese y me dejaron en paz. Aproveché la breve tregua discursera, para higienizarme superficialmente en un hilillo de agua de lo que en días mejores fuera un arroyo, antes de dirigirme a la zona de seguridad;  por lo visto se me fue la mano en la esclarecedora tarea de espantar mis humores y librarme de la polvareda roja, que inclemente curtía mi epidermis transpirada.  Tarde caí en cuenta de mi descuido, cuando escuché la sirena, casi en cueros, que apenas pude tomar mis raídas prendas antes de salir corriendo como alma hacia el diablo por la autopista de la placentera perdición. En dicho menester me hallaba, a menos de un centenar de metros cuando se produjo la cacofónica explosión, en una mega escala decibélica nunca sentida por mis oídos.  La granizada de pelotillas de basalto, cantos rodados y barro colorado no me daba tregua ni cuartel y quedé allí mismo, con las secuelas que usted contempla ahorita.  Tras el burumbumbum ceremonial, me recogieron de allí para arrojarme como saco de batatas en el dispensario de la empresa,   Luego de dos largos meses de convalecencia, fui despedido sin indemnización por no cumplir las normas de seguridad y otros etcéteras, que me dejaron en la inopia. Encima por toda compensación, me resarcieron con un par de poco ortopédicas muletas de basta madera y pasaje de regreso a mi punto de partida, teniendo la interdicción de ingresar de nuevo al sitio para ulteriores reclamos a los gerontes de recursos inhumanos. ¿Ha visto usted?   Con una pierna y media, un brazo izquierdo semi-triturado y sin blanca, pasé a engrosar el padrón de mendigos callejeros de la capital, con menos de treinta añares encima, que no sé cuántos me quedan enfrente.  Vea usted, doctor, que mis muletas y muletillas no mienten y testimonian esbozando, con harta elocuencia, cuanto me hubo acontecido. 

Usted que curte la onda leguleya y laboral del foro nacional, me ha sido recomendado por otros amigos, colegas, de oficio vacante, paro sofocante y miseria galopante, a fin de apoyar mis justas pretensiones de resarcimiento ecuménico, perdón, quise decir económico, a trueque de mis discapacidades adquiridas en cumplimiento del deber. Además, me dijeron que usted puede litigar para una justa indemnización a cambio de mi invalidez. 

¡Ah!  ¿No hay caso, doctor? ¿No se anima a enfrentarse usted con esos tiburones y empresaurios, esgrimiendo la querella reivindicatoria de un obrero mojarrita e insolvente? 

Entonces, doctor, lamento haberlo entretenido de sus sesudas labores de docto auxiliar de la justicia. Reciba usted mis excusas y perdóneme nuevamente, por olvidar en qué país estoy sobreviviendo. 

Chester Swann
de "Sobrevivientes anónimos"

Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”

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