Sangre insurgente en los surcos
Novela
Chester Swann

ORACIÓN A MAMATIERRA 

Madre Nuestra que estás en los suelos:

Sacrificada eres al hombre y su vanidad.

Muéstranos hoy tu Reino,  y hágase Tu Voluntad.

Desde el planeta hasta los confines del Universo.

Y perdona nuestra inconsciencia, así como nosotros,

perdonamos a tus depredadores.

Santificado sea tu nombre:  Madre Naturaleza

El sustento nuestro de cada día, dánoslo hoy.

Y líbranos de los contaminadores, industriales;

Tecnócratas destructores, y  políticos venales;

Mercenarios uniformales, millonarios y doctores;

Pobres, ricos y señores;

Soldados y generales, científicos e inventores;

Mercaderes, senadores, patrones y caporales;

Pervertidos, santurrones, sacerdotes y vestales;

Periodistas desinformales, suertudos y perdedores;

Venéreos ejecutivos, corruptos y triunfadores;

Madereros, cazadores, y alquimistas infernales.

Para que tu regazo —nuestro mundo— torne a ser;

el Paraíso Perdido y recuperado, por las eras de las eras.

 

 

AMEN

INTRODUCCIÓN:

Esta novela de ficción, no pretende hacer, ni contar, la “historia” propiamente dicha de los movimientos campesinos y sociales de la llamada “transición” en el Paraguay, sino mostrar un panorama aproximado, —con personajes  ficticios o reales— de lo que fueran las luchas por la tierra desde una óptica particular. Para ello, he imaginado situaciones y acciones basadas en hechos históricos y circunstancias creadas o imaginadas,  dentro del clima trágico e irónico de tales eventos, englobando muchos casos en un sólo relato; para ilustrar mejor un testimonio literario de lo que fuera la postrimería del siglo XX. Tanto en el Paraguay, como en casi todo el tercer mundo, donde las estructuras sociales superadas hace siglos en Europa, aún se mantienen  por la fuerza,  aunque con ropaje republicano y una democracia de ficción —poco representativa y nada participativa—, donde el verdadero poder se ejerce desde  el exterior... o desde la oscuridad más discreta de los oscuros cenáculos de los cipayos del poder de la gran finanza que administran el poder público en Latinoamérica.

Toda la literatura creada por mi mano e inspirada en el Hombre, no es sino una constante preocupación filosófica por la Justicia; que sin ella no existirían la paz ni el amor, que finalmente son las metas de toda filosofía humanista sin exclusiones ni prejuicios clasistas conservadores.

Estos hechos aquí narrados, son basados —en parte— en la más absurda  realidad, a lo que he sumado experiencias en el exilio y la resistencia pasiva al anterior régimen. No pretendo, como dijera antes, hacer “historia”, sino provocar y convocar a la reflexión del amable lector —sin exagerar, claro— cuanto ocurriera o pudiera haber ocurrido durante el período negro de una tiranía atroz, más producto de una estructura mundial injusta, que del propio tirano; quien no hizo más que poner en práctica los postulados emanados de la Doctrina de la Seguridad Nacional, fruto de las enfermizas mentes del Pentágono. Me he limitado a novelar —valga la redundancia— acerca de hechos ocurridos en los  Departamentos de San Pedro, Kanindeju, y el resto del país, durante  los años ochenta al noventa y nueve del pasado siglo, por ser los más emblemáticos de entre todos los casos de tomas de tierras latifundiarias y desalojos, seguidos de retomas y negociaciones; un poco abusando de la imaginación y otro poco basado en informes de prensa. También mencioné hechos silenciados por la gran prensa de masas, fuese por ignorancia o por complicidad con el sistema imperante.

Muchos mártires se ha cobrado la lucha por la conquista de Utopía en el Paraguay, durante los años 1960 a 1990. Arturo Bernal, Marcelino Casco, Doroteo Grandel, Albino Vera y tantos otros, muertos en torturas; Martín Rolón, desaparecido, Juan de Dios Salinas y otros, asesinados por la policía en Paraguarí. Además, fueron incontables los casos de tortura despiadada y sevicias por largos meses a hombres, mujeres y adolescentes, algunas de estas últimas, muertas en prisión a causa de enfermedades o malos tratos, por el hecho “punible” de desear mejor destino y un modelo alternativo solidario.

A todos ellos, vivos y muertos, dedico este libro, en memoria de quienes intentaron un modelo alternativo de solidaridad social y fueron incomprendidos por sus propios contemporáneos.

Existieron también sacerdotes ajenos a los intereses de los desposeídos, como los padres  Mario, Sydney Chang (de nacionalidad china), Celestino y Ortellado, quienes actuaron como delatores y promotores de la represión contra las organizaciones de colonias cristianas y dueñas de su tierra en San Isidro del Jejuí, Las Misiones, Qui’indy, Ca’aguazú y San Pedro, pese a que el obispo Aníbal Maricevich se pusiera de parte de los campesinos y se enfrentara casi en solitario contra el aparato represivo. Unos pocos clérigos, como el padre Braulio Maciel (herido en 1976 en San Isidro del Jejuí), sirvieron a sus hermanos y apoyaron a los labriegos, pero por lo general, los prelados eran conservadores,  como monseñor Pastor Cuquejo, ex capellán del ejército y actual arzobispo de Asunción, además de iniciado masón, quien tuvo, sin duda, su cuota de participación en la disolución y desmembramiento de las Ligas Agrarias Cristianas y de otros grupos campesinos no tan cristianos quizá, pero igualmente dignos de respeto.  Otro de los clérigos que se pusieron de parte del gobierno fue el sacerdote Ramón Mayans, también ordinario castrense e igualmente iniciado masón.

Estos clérigos conservadores, no admitían ideas renovadoras, ni organizaciones independientes de la influencia de la Iglesia, lo que hizo que los campesinos organizados en la década de los noventa, optaran por su independencia de las instituciones e incluso de las ONGs que los apoyaban.  Muchas colonias u ocupaciones de facto, todavía permanecen en la semiclandestinidad, con juicios de desalojo pendientes aún, o con casos de desapariciones o asesinatos de líderes campesinos en la actualidad. 

Por ahora, los conflictos siguen, aunque no con la crueldad inicial contra los sintierras, pero sí con juicios por usurpación de propiedad y otros, además de periódicas represiones policíacas. 

Al cierre de éstas líneas, la lucha prosigue sin pausa en procura de justicia, aunque ésta se mantenga alejada de los pobres.

También dedico esta obra al amigo y maestro Rudi Torga ahora residente en la inmortalidad.  Por último, también quisiera hacer una dedicatoria a mi esposa, compañera y soporte de mis sueños: Sharon Kaye Weaver (Arkansas U.S.A. 1949), sin cuyo desinteresado apoyo poco hubiese podido hacer.

Luque, Paraguay, Setiembre del 2001.

ACERCA DEL AUTOR

 

Artesano, compositor musical, poeta, pintor, escultor, humorista gráfico y periodista, no ha hecho concesión alguna a los grandes culpables de la procelosa historia del Paraguay, desde su irrupción a la palestra en los años 70, en que se iniciara en teatro, con el grupo Barricada bajo mi dirección.  Nació en el Guairá en 1942, como Celso Aurelio Brizuela, y tras una corta infancia en su país, debió emigrar a la Argentina con sus padres a causa de los azares de la guerra civil de 1947, tal cual recuerda al protagonista de este relato: Calixto Ñamandú.

Tras educarse en el ciclo primario en el extranjero, retornó al Paraguay para retomar su instrucción en su país natal, en los inicios de la tiranía del general Stroessner, una de las más largas de la historia de este sufrido y sacrificado pedazo de isla sin mar, como lo definiera Juan Bautista Rivarola Matto.

A causa de la activa militancia guerrillera de su padre, en el «Movimiento 14 de Mayo» de los años 60, este sujeto, hasta entonces llamado Celso, debió cambiar de nombre para mimetizarse socialmente, eludir la lupa policíaca e integrarse al ambiente laboral y artístico, pues que eligiera el arte como medio de expresión y lenguaje conceptual. Tras frustrarse en las aulas estudiantiles, resolvió educarse a sí mismo en forma autodidáctica, buscando crecer en su asumido rol de comunicador y creativo.

Realizó exposiciones como dibujante, caricaturista político y artista gráfico, aunque sin formar parte de grupos o cenáculos tan comunes en los ambiente culturales asuncenos. Se declaró «lobo estepario», es decir ajeno a toda jauría y luchador solitario por la reivindicación del ser humano, hasta hoy discriminado por los poderes fácticos y económicos y por los ideólogos de la dependencia.

Su irrupción en la música contemporánea urbana se dio al mismo tiempo que lo antes mencionado, esgrimiendo su acerada guitarra acústica de juglaresca estirpe, cual quijotesca lanza vindicativa. Su notoriedad se inició en los años 70, en festivales diversos, a causa más que nada, de la punzante ironía de sus poesías musicalizadas, a caballo entre el neofolclore, el rock and roll (en castellano y guaraní), lo latinoamericano y lo barroco; no desdeñando ningún género, si de comunicar se tratase.

Esta obra, es su décimo intento bibliográfico, habiendo escrito tres volúmenes de cuentos breves, cinco novelas y poemarios retrospectivos.  Su aguda mirada, abarca todos los procesos históricos de la humanidad y se refleja en su obra literaria, gráfica y musical. La ironía y el sarcasmo salpican constantemente sus reflexiones; y hasta su vida, bastante discutida por cierto, es el fiel reflejo de sus pensamientos filosóficos, hasta hoy ajenos a toda escuela que no fuese la dura realidad que lo circunda. Esa realidad tan dolorosa cual absurda que sigue pisoteando almas en pos del lucro. 

Si Ud. amigo lector lo ha conocido personalmente, habrá podido apreciar esta breve semblanza, subjetiva quizá, pero que trasunta cuanto nos uniera en un sentimiento de amistad durante más de treinta años, durante los cuales ambos hemos crecido. Si no lo ha conocido personalmente, las palabras contenidas en esta obra serán su carta de presentación. 

                                                                 Rudi  Torga*

*  Poeta, dramaturgo, director teatral, periodista y crítico de arte.  Hasta su reciente deceso fue director de Investigación Cultural del Viceministerio de Cultura del Paraguay.  Ha dejado un frondoso legado, tras larga y fructífera labor.  Ha dirigido varios elencos teatrales y puestas en escena de autores nacionales y extranjeros. 

Cantata  a  San Lamuerte

Esa calinosa  tarde septembrina  de 1999, tan triste y encapotada —como queriendo grisarlo todo con su color ceniciento de melancolía y soledad— se oyeron en la distancia cuatro estampidos en veloz sucesión, cuyos ominosos ecos se esparcieron por los cantos oscuros del bosque solitario. Un cuerpo ensangrentado tendido a la sombra de los árboles añosos, quedó como testimonio de la letal puntería de los pistoleros anónimos que se cebaran en la humanidad del campesino Calixto Ñamandú, dirigente campesino de la ocupación de una fracción ínfima del latifundio de los Morgan, testaferros de Stroessner, poderoso terrateniente del lugar.  No hubo testigos presenciales del crimen, aunque los reverberos del tiroteo pudieron oírse desde bastante distancia del foco de las deflagraciones, así como el suave ronroneo del turbomotor de un helicóptero alejándose del lugar.  Nadie, de entre los sublevados parias de las antiguas glebas feudales del departamento de San Pedro, pudo identificar al, o a los autores del inicuo acto homicida; aunque podrían sospecharlo, dados los antecedentes.  Los otros ocupantes —compañeros de luchas y afanes del caído—, reaccionaron en la certeza de lo peor.  Nada bueno debía esperarse de los matones asalariados de los supuestos propietarios, ni de la policía paraguaya, ni de las venales autoridades de la zona. El compañero Calixto Ñamandú era el cabecilla visible de la toma de esas tierras; en parte a causa de ser algo más leído, honesto a carta blanca y muy trabajador.  En poco más de seis meses de conflicto hubo erguido su rancho de pared francesa y techumbre de paja, disponiendo además de huerta, frutales y otros cultivos de subsistencia;  en horas libres ayudaba a sus vecinos y compañeros de lucha a preparar sus heras, y en cuanto pudiese, aliviar sus penurias alimentarias.  El silencio se hizo dueño del monte tras los estampidos, callando hasta los pájaros y los insectos, como si no osaran turbar el descanso del labrador yacente entre los arbustos rastreros.  Poco a poco los demás agricultores, presintiendo lo inexorable, se aproximaron al sitio en silencio respetuoso; aunque esporádicamente lanzaban al aire sus voces llamando al ahora ausente, como tratando de convocarlo ritualmente de nuevo a la vida.  A su solidaria y abnegada vida, truncada por los plúmbeos abejorros como las de tantos otros luchadores caídos en sus reclamos de pan y tierra, frente a las balas, gases y porras policiales.  Finalmente, tras largas horas de búsqueda, hallaron el rígido cuerpo de Calixto Ñamandú, con la piel florecida por encarnados claveles de sangre; justo cuando las primeras sombras se enseñoreaban del entorno y las moscas y hormigas daban inicio a su funeral banquete con los despojos del asesinado.  En respetuoso silencio sin lágrimas, los hombres del piquete de búsqueda trasladaron los restos de Calixto al asentamiento para velarlo y darle decente, si no cristiana sepultura, ya que pocos de ellos tomaban muy en serio a los evangelizadores de ocasión, que pululaban como piojos escolares sobre las ocupaciones para lucrar con diezmos. 

No se puede prescindir de los denostados denarios cesarista —decían los buenos curas, para justificar sus exacciones.  Cuando estaba en su apogeo la ocupación, años atrás, llegó al lugar el padre Mc Cullen, un salesiano canadiense a fin de instarlos a la construcción de una capilla parroquial.  Los labriegos le respondieron que él, en persona, debería construirla, pero al mismo tiempo tendría que labrar su parcela; ya que ninguno estaba dispuesto a oblar diezmos para mantener parásitos espirituales. Por lo menos no se preocuparían de las almas mientras los cuerpos tuviesen menester de alimentos.  Tras esto, Mc Cullen, quien esperaba buena cosecha de lana, retornó trasquilado y no regresó al entonces precario asentamiento, donde esperaba sin duda medrar a costas de los labriegos.  Otros predicadores y misioneros de variopintas y pintorescas confesiones fundamentalistas tuvieron igual suerte, o peor. 

Las mujeres del asentamiento lamentaron con plañideras voces el asesinato de Calixto, entre ellas la suya propia, con tres hijos en crianza y uno en gestación, la que no ahorró lágrimas de pena por su hombre. La impotencia tomó por asalto los ánimos de los pobladores de Táva Pyahu  como incitándolos a abandonar la larga lucha de sus reivindicaciones, dejándolo todo abandonado para regresar a su anterior y mendicante situación de parias suburbanos del subdesarrollo, como subempleados o marginales desarraigados que eran.  Pero algo les decía que su dignidad estaba en juego y nada ganarían en una reculada, salvo las migajas de una decadente imbecivilización, que se complacía en devorar seres humanos o sacrificarlos a los impuros dioses del lucro. Siempre en silencio —ese silencio que nada tiene en común con la vil resignación de los cobardes, sino con el que encierra la furia contenida y se niega a dar la otra mejilla—, trasladaron el yerto despojo de Calixto Ñamandú a su morada primigenia: la tierra.  Esa tierra que amó hasta la última gota de sangre y sería la que lo acunaría en su regazo amante, hasta ser uno con ella.  Y en ese mismo silencio, retornaron a sus ranchos a la caída de la tarde como rememorando aquellos días en que resolvieron unirse para tomar por la fuerza lo que el derecho les negara, en su farragosa parrafada leguleya mercadorizada.  La lucha por la tierra se remontaba a los años de la posguerra de 1865-1870, en que el derrotado y aniquilado Paraguay —frente a la triple alianza y el imperio anglo-fenicio— quedara despoblado y casi arrasado, lo que fue aprovechado para parcelar sus campos, selvas y cañadones a la caterva de aventureros venidos de Europa y las naciones vencedoras, en pos de suculentas oportunidades. Tras la guerra del Chaco de 1932-35, los sobrevivientes pudieron ocupar tierras desiertas, previamente deforestadas por voraces madereros, y hacer chacras y capueras o pequeñas granjas minifundiarias sin sobresaltos... hasta  la hecatombe de 1947, en que muchos fueran despojados de sus heredades no documentadas y lanzados al extranjero cual parias itinerantes sin regreso, empujados por los aviesos y bárbaros pynandíes paramilitares, mercenarios de los gorilas uniformados que despoblaron nuevamente el país; esta vez por razones políticas.  Ahora en los años ochenta y noventa, se reiniciaba la lucha por la posesión de pequeñas parcelas de subsistencia, ya que los hacendados y los especuladores acaparaban la casi totalidad de las tierras y bosques.

Tras el derrocamiento del tirano Stroessner, muchos campesinos que habían formado parte de las extinguidas Ligas Agrarias, volvieron a unirse, aunque esta vez, con la faz cristiana             —que había caracterizado a los reprimidos grupos de labriegos— algo más atemperada por el escepticismo.  Ahora, pese a cierta prensa y a los latifundistas y sus pistoleros de alquiler, los campesinos se aprestaban a una larga contienda, con la terca resolución de quienes nada tienen que perder, salvo la dignidad.  Y justamente, ésta no tenía precio como para hipotecarla por las treinta monedas de Judas, bastante cotizadas últimamente. Todos, incluso Calixto, supieron siempre que la traición acechaba en cada recodo de los senderos del monte y en cada pasillo tribunalicio, donde los venales abogados intentaban comprarlos para lograr su posible defección. 

Pero pese a ello, resolvieron en todos sus atyguazu o asambleas populares mantenerse firmes en sus propósitos de lograr la tan ansiada Tierra-sin-mal que por siglos buscaran sus antepasados indígenas.  Sí, la traición acechaba en todas sus formas y disfraces. Desde la melosa voz de los actuarios judiciales que prometían otras tierras colonizables aunque a precio de edén turístico; los amenazantes improperios de los policías, enviados a reprimirlos y las balas asesinas de los jagunços y sicarios del supuesto propietario ausentista.

Tras el sepelio de Calixto Ñamandú, las mujeres  convocaron a otra asamblea para elegir a quien lo suplantaría.  No sería muy difícil, ya que casi todos los ocupantes, hombres y mujeres poseían idénticas cualidades, excepto quizá la escolaridad y el buen manejo del castellano, el cual era aprendido en su escuelita montaraz como idioma extranjero, dado que el guaraní era su lengua materna, aunque algo mezclada ya con la de Castilla.  No tardaron en deliberar para zanjar el problema de la sucesión, ya que los tiempos eran duros y siempre pendía la espada de Dámocles de una intervención policial-militar sobre ellos, la que sólo dependería del humor de los jueces y de la diligencia de los abogados del poderoso Laszar Morgan.  Éste había ofrecido a los ocupantes unas parcelas situadas en lugares inhóspitos y erosionados, lejos de rutas y caminos, lo que fuera rechazado por los labriegos. ¿Quién querría vivir en un erial, más cerca del infierno que del paraíso?  Calixto lo supo y, tras consultar con sus hermanos de infortunio, mantuvo su posición de no moverse de Táva Pyahu, donde tres niños, casi angelitos, dejaran sus huesos.  Uno a causa de enfermedades y penurias durante su permanencia y dos hermanos asesinados, de corta edad.  Ahora le tocaba a Calixto hacer compañía a los inocentes que ya reposaban en el lugar, lo que constituía un motivo poderoso para seguir en la brega.

San Lamuerte estaría momentáneamente satisfecho con las ofrendas involuntarias recibidas de los ocupantes, por lo que dejaría de incordiar por un tiempo con su invisible pero tangible presencia.  Los campesinos sabían que había un precio que pagar para llegar al bien común, y, pese a sus atavismos ancestrales, conocían de Marx, de Engels, de Nietzsche e incluso de los anarquistas cristianos como Robert Owen, quien fundara en Texas en mitad del siglo XIX, una colonia utópica llamada New Harmony, donde el dinero carecía de interés y se practicaba un socialismo libertario cristiano al estilo de las catacumbas. También sabían de la casi mítica República Guaraní, de las reducciones, donde los jesuitas, con sus limitaciones religiosas y teocráticas, trataron de sustraer a los indios guaraníes del yugo de encomenderos y mitayos y donde cada cual tenía lo suyo… hasta donde lo permitiese la justicia canónica, no poco rigurosa por cierto.

Muchos jóvenes universitarios idealistas acompañaban, de tanto en tanto, los acaeceres y experiencias de los labradores, compartiendo su magra alimentación y asistiéndolos con libros y técnicas, pese a los denuestos de los enemigos del “modelo” que trataban de llevar a cabo en forma colectiva y solidaria.  Dicho modelo socioeconómico, no respondía a las ortodoxias marxistas, aunque poseía cierta  afinidad, ni a los postulados liberales del individualismo competitivo y excluyente; sino a los éticos parámetros comunitarios heredados de sus antepasados indígenas, quienes respetaban a la naturaleza y vivían en comunión con ella.  Incluso se jactaban de no tener comisarías policiales en su comunidad y pese a ello, el índice de violencia y delitos era igual a cero.

Todos ellos estaban conscientes de su responsabilidad social y practicaban el cooperativismo en su esencia más pura y solidaria. Pese a ser algo anarcas y ácratas, necesitaban de un representante, que no caudillo, lo que motivara una sesión maratónica de la asamblea popular.  Los sesenta hombres, cuarenta y ocho mujeres y cincuenta niños y adolescentes de ambos sexos se reunieron a deliberar. —Propongo a Marcelo Mereles para liderar la colonia Táva Pyahu —dijo Ramona Ramírez, mujer de Calixto Ñamandú, ya repuesta a medias del dolor de su pérdida.               

—Propuesta aceptada, pero requiere unanimidad para el consenso, caso contrario debemos replantearla —exclamó Petrona Ibáñez, la joven secretaria de actas de la colonia. Contó luego las manos alzadas que corroboraban la propuesta de la viuda de Calixto Ñamandú. Eran suficientes para afirmarla, por lo que asentó en el acta.  Nadie estaba con ánimos para un largo debate, pero la moción parecía aceptada. Marcelo Mereles reunía los requisitos para el cargo de responsabilidad.  Ahora recaería sobre sus hombros —algo cansados por la lucha y sus cincuenta y cuatro abriles además—, la tremenda tarea de mantener la urdimbre del tejido social del asentamiento, unido en apretada trama y sin hilachas defectivas, ni delirios posesivos. 

Contaron nuevamente las cruces-marcas erguidas a un costado de una encrucijada en el serpentino sendero del monte, casi en los linderos del asentamiento.  Eran tres pequeñas y de color blanco, más una algo más grande y basta, de madera de urunde’y  labrada a mano por los labriegos. Juraron éstos no olvidar el incidente en que sicarios ocultos asesinaran alevosamente a su hermano de infortunio. A partir de ese día, nada volvería a ser lo mismo, ni se resignarían a dejarlo en la impunidad. Buscarían el modo de hacer justicia, sin caer en la tentación de la venganza. No había suficiente dinero entre ellos para pagar abogados querellantes. Tampoco podrían acusar a nadie en particular, pues incluso pudieran haber sido matones policiales de medio tiempo quienes asesinaran a Calixto... o asesinos  de alquiler, tan comunes por estos tiempos en las zonas fronterizas entre Paraguay y Brasil. 

Ninguna hipótesis podría dejarse de lado en estos casos, ya que prácticamente tenían adversarios hasta en ciertos medios de comunicación favorables a los apóstatas apóstoles de la Santa Propiedad Privada y librecambistas a ultranza; y ¿por qué no? en la poderosa Asociación Rural, los agroexportadores que veían con malos ojos a quienes no se sometían a los acopiadores de materia prima y a los abogados que lucraban pescando en ríos procelosos.  Incluso el clero conservador los miraba de reojo, pese a la cacareada opción por los pobres que pregonaban algunos obispos. Ya verían la manera de desenmascarar al o a los autores materiales y morales del homicidio.  Pero el mítico San Lamuerte, no dormía ni estaba satisfecho con la reciente inmolación.

En un lujoso despacho situado en Asunción, el todopoderoso Laszar Morgan, antiguo testaferro del general Stroessner, depuesto entonces pero no ausente del todo, increpaba a su batería de abogados y al juez de instrucción que hesitaba en dar una orden de desalojo de su propiedad invadida por los sintierras en San Pedro, Zona Norte.  Uno de sus capataces asistía a la reunión para interiorizarse acerca de la marcha del litigio y de paso informar a su patrón de la neutralización del líder visible del asentamiento Táva Pyahu, aunque sabía que esto sólo prolongaría el litigio. Un mártir siempre es un estorbo incordiante para quienes son dueños del poder, pese a que él mismo hubo sugerido a su capataz para aquietar a los cabecillas sintierras, pero no imaginó que el caporal lo tomaría como un encargo perentorio. Mientras se investigase esa sospechosa muerte, los fiscales y jueces tendrían manos atadas para ordenar un desalojo sumario en el asentamiento. 

Laszar Morgan increpó a su diligente capataz, quien había resuelto emboscar con pistoleros brasileños al cabecilla, porque esto sólo retrasaba la solución expeditiva, ya que el juez ordenó “no innovar” a las partes en conflicto lo que puso furioso al terrateniente, que esperaba la expulsión de los intrusos en la brevedad posible pese a aprobar el Congreso la expropiación del predio, aunque no la liberación de los fondos para hacerlo. 

La única posibilidad que se le presentaba ahora, era aterrorizar extrajudicialmente a los ocupantes con intimidaciones y amenazas por parte de sus matones. Pero debería guardar las apariencias, so pena de involucrarse en crímenes y atentados molestos e incómodos ante la opinión pública, la cual empezaba a simpatizar con los campesinos denominados sintierras, quienes irrumpieran de pronto en el escenario hispanoamericano, como desafiando a los crípticos poderes globalizadores del fascismo especulativo con ropaje liberal.  Tras despedir a sus inoperantes abogados, testaferros y al  venal juez, Laszar Morgan quedó a solas con su capataz brasileño, a quien dio precisas instrucciones de sembrar el terror en el asentamiento, aunque sin matar a ninguno.  —Puedes quemar  ranchos, hacer disparos intimidatorios o arruinar sus cultivos de subsistencia —explicó el amo a su perro de presa, —pero no quiero más muertes que sólo servirán para alargar el proceso de expulsión de esos infelices.  Si tienes ganas de matar, hazlo en otro sitio y por tu cuenta y riesgo. ¿Entiendes, pedazo de animal?  —Sim, seu padraõzinho.  Entendo. Só matá-lhos de fome.  Agora mesmo vou lá.  Fique tranqüilo que eu tomo conta daquilo.  Só lembre que foi vocé quem téve a idéia.  —Que no me entere de tus excesos, so bribón, que me va la cabeza en ello.  La opinión pública piensa que soy el malo de la película y debemos revertirlo a pesar de tu celo y fidelidad.

Laszar Morgan hurgó en su cajón buscando un par de analgésicos para borrar la pertinaz migraña que lo acosaba, juntamente con el omnipresente fantasma de Calixto Ñamandú.  

La poderosa Asociación Rural del Paraguay, pilar político de los regímenes de turno, tras el derrocamiento del longevo tirano, e incluso durante su reinado, estaba en sesión permanente a causa de las protestas, marchas y ocupaciones, que no daban tregua ni a la omnipresente policía. Los sacrosantos derechos de propiedad estaban en tela de juicio y los latifundistas en la picota, a causa de los desheredados que se negaban a aceptar su miseria con la resignación inculcada por los padres de la iglesia y los evangelios; especialmente por  la emergencia de algunos curas marxistas  partidarios de la Teología de la Liberación —al menos, según opinión del ex miembro de la Hitler Jügend, cardenal Joseph Ratzinger, nuevo Gran Inquisidor romano—, como monseñor Helder Cámara, Frei Betto, Leonardo Boff, Mendez Arceo de México y otros teólogos, que interpretaban las Escrituras desde un punto de vista radicalizado de opción preferencial por los pobres.  Cosa nueva en una vieja iglesia cuya secularidad se caracterizara por su apoyo irrestricto al poder político, desde su inserción legal al imperio romano por Constantino y el edicto de Milán en el siglo V y la Doctrina de San Alberto. 

Los terratenientes —por primera vez en su larga historia— se sentían inseguros y rebasados por las fuerzas insurgentes en Iberoamérica y casi todo el tercer mundo. Las contrataciones de pistoleros de alquiler —especialmente brasileños— se intensificaron en los últimos tiempos de ¿democracia? y transición (o transacción), debido a la poca capacidad de contención de las Fuerzas Conjuntas, algo remisas a reprimir a sus compatriotas; aunque cuando les tocase actuar, lo hacían con no poco rigor, un celo perruno y con una entrega casi mística digna de mejores causas, porque peores no las hubo.  

Revolución agraria a pedal                                                                                

Calixto Ñamandú y sus asustados padres, abordaron apresuradamente el desvencijado tren del viejo ferrocarril inglés que los conduciría a Buenos Aires. La cruenta guerra civil de 1947 los empujaba lejos del terruño, donde debieron abandonar su chacra de la compañía1  Simbrón, en el Departamento de Paraguarí, a la voracidad de los milicianos civiles  y de los militares oficialistas.  Apenas con lo puesto y poco más, pudieron salvar su pellejo, pese a no estar involucrados en la sublevación del cuarenta y siete, ni poseer “contactos” con los jefes revolucionarios.  Simplemente alguna intriga de cualquier vecino, o ni siquiera eso. Bastaba con que alguien ambicionase alguna propiedad para declararlo enemigo del gobierno, lo que significaba muerte cierta u ostracismo a perpetuidad.

Lentamente, como desperezándose y resoplando para darse ánimos, la vieja locomotora inglesa fue apartándose de la estación de Paraguarí, rumbo al sur, a lo ignoto.  El traqueteante convoy ferroviario se alejó hacia australes pagos para finalmente cruzar el Paraná en un vetusto ferry-boat, hacia Posadas, de donde, tras larga espera de escala y transbordo, proseguiría hacia la capital argentina, siempre a paso de cortejo fúnebre y como si la premura de sus pasajeros le importase un pito. Por entonces, la capital argentina era la Meca de los desheredados paraguayos y bolivianos, quienes se sumergían en la megalópolis platense en busca de pan y trabajo, lo que podrían obtener con algún esfuerzo; y comprensión, lo cual era harto difícil por más brega que se empeñase. Los porteños no amaban ni comprendían a los inmigrantes, salvo que fuesen europeos occidentales, y aún así, con exclusiones.  Por todo avío y bastimentos de boca, debieron matizar el viaje con chipá, una suerte de pan de almidón, mates amargos y tereré, su refrescante contraparte.

La travesía, si bien fue una aventura alegre para el pequeño  Calixto, resultaría harto sacrificada y fatigosa para sus padres, quienes apenas conservaban el ánimo, tras perder su pequeña chacra y  animales en el fragor de la guerra civil.  Tras largos días de trepidante viaje, acunados hasta el hartazgo por el vaivén, las pitadas, traqueteos y bandazos del viejo ferrocarril , pudieron pisar tierra porteña y sacudirse el cansancio que casi estrangulaba sus huesos y músculos a causa de los incómodos asientos de tercera clase.  No conocían la capital argentina, nueva Babilonia del siglo XX en desordenado crecimiento demográfico; pero algunos compañeros de viaje ya tenían parientes que los esperaban en la estación Lacroze y tal vez consintiesen en guiarlos a alguna pensión de inmigrantes, donde por pocos pesos podrían contar con techo y magra pitanza.  A veces Dios se olvida de los pobres, pero esta vez, parecía que hubiera recuperado la memoria momentáneamente y pudieron conseguir un cuartito de alquiler en un conventillo de La Floresta, en la zona oeste. Ya verían luego qué hacer. 

Por de pronto, acostumbrados como estaban a un ambiente bucólico y aldeano, fueron apabullados ante la magnitud edilicia de la Reina del Plata, como la llamó Carlos Gardel; con sus luces innumerables reverberando en las aguas del río argentado, sus parques y jardines, sus luminarias de neón anunciando casi cualquier cosa y sus asfaltadas o adoquinadas calles y avenidas, donde circulaban vehículos nunca vistos antes en el entonces remoto terruño nativo, donde las carretas de estólidos bueyes eran la constante, cuando no parte sempiterna del paisaje. Un paisaje que parecía salido de los meandros de algún remoto pasado de siglos petrificados en la prehistoria, a ritmo de caracol cojitranco. 

En contraste, Buenos Aires remedaba alguna feérica, futurista y gigantesca metrópolis de ciencia-fricción; una urbe como la de las historietas de Superman, que tuvieran a bien leer de prestado en el reptilíneo tren. Sus deslumbrantes escaparates,  acapararon la atención de los Ñamandú durante varios días en que recorrieran sus calles en procura de trabajo, curioseando de paso sus maravillas ante las poco menos que despreciativas miradas de soslayo de los porteños, quienes poco toleraban a los “cabecitas negras” como llamaban a los interioranos y paraguayos que invadían su sacrosanto y excluyente territorio cosmopolita.  Calixto, suspiraba con lágrimas contenidas ante los costosos juguetes, que por de pronto estaban lejos de sus deseos y del bolsillo de sus padres.  Nada más cruel para un niño de cinco años y escasa comprensión, que los deseos insatisfechos de posesión y disfrute de juguetes y golosinas.  Pero más crueles eran las guerras fratricidas —que empujaban a miles de paraguayos a huir de su patria, en busca de mejores horizontes sin educación ni calificación laboral—, lanzándose a la vorágine de frías y poco hospitalarias ciudades donde muchos, milagrosamente es cierto, lograron medrar y hasta progresar con el tiempo. Pero los niños, como Calixto Ñamandú, poco podrían comprender la maldad humana. Apenas llorar en impotente silencio ante la frustración de no poder alcanzar un camioncito a cuerda, una pelota de goma o algún revólver a espoletas con qué jugar a los  cow-boys  en la plaza aledaña al conventillo; pese a que los otros niños lo rechazaran por tener piel tostada y ropitas algo raídas, aunque siempre limpias gracias a su diligente mamá.  Esta consiguió trabajo como limpiadora y lavandera en una casa de familia de clase media, también paraguaya; en tanto que don Aurelio Octaviano se postuló en una construcción, como albañil ayudante “de media cuchara”, ya que poca práctica poseía en cuestión de ladrillos, hormigones, plomadas y argamasas.  Apenas supo hacer ranchos de barro y paja en su lejano valle de Simbrón, pero voluntad no le faltaba.

Mientras tanto, el pequeño Calixto jugaba solitario en la plaza del barrio, ya que los otros niños le hacían el vacío, aunque poco le preocupaba esto. Tal vez ello contribuyese a desarrollar su fantasía, imaginación y creatividad, lo que más adelante mucho le serviría. 

Un año y medio más tarde  —y muy a su pesar, claro está— Calixto ingresó a una escuela, gracias a las influencias de un compatriota bien vinculado, amigo de don Octaviano, por lo que sólo los domingos podría jugar en la plaza, aunque ya en compañía de sus padres. Para entonces, vivían en un modesto apartamento de un vetusto edificio, aunque ya con agua corriente y hasta calefacción incluida. Con el tiempo, llegó Calixto a ser el más listo de la clase, despertando naturales envidias en los porteñitos, que, justamente a causa de su discriminación irracional, posibilitaran que aquél estudiase con más ahínco y eficacia que quienes sólo pensaban en pasarla bien.  Al terminar el quinto grado, sólo su condición de extranjería le impidió acceder al puesto de escolta del abanderado de la escuela.  Pero su caso motivó encendidas discusiones en el plantel docente, ya que sus maestras votaron por él, en tanto que los otros, se decidieron por los arcaicos reglamentos administrativos, pese a que el entonces presidente Perón decretara “la igualdad civil y política de argentinos y paraguayos” en su Decálogo de la Hermandad de 1953, en ocasión de su primera (y última) visita al presidente Federico Chávez, el cual sería derrocado meses después.  Doña Marciana lloró al enterarse de que su querido hijo fue excluido del concurso de méritos y debió contentarse con una mención acartonada por su aplicación y conducta.

 —Peor es nada —la consoló don Octaviano, tan solícito y amoroso, como de costumbre—.  Kalí será un gran hombre y estaremos orgullosos de él, aunque no tanto de su escuela                   —repuso, como para sí mismo don Octaviano, antes de ponerse las pantuflas y sentarse a escuchar el partido final de la Copa América a disputarse en el Uruguay.  Al propio Calixto poco le importaba el dudoso honor de escoltar una bandera ajena, por lo que no concedió demasiada trascendencia al episodio. Por otra parte, había logrado establecer sólida amistad con otros hijos de inmigrantes desplazados por las guerras europeas e incluso con hijos de paraguayos residentes en la zona bonaerense y en otras provincias limítrofes, hermanadas por la discriminación de los porteños. 

Uno de sus mejores amigos, era un joven ucraniano cuyos padres huyeran de la furia roja tras la primera guerra mundial.  Gracias a su inteligencia y habilidad, Calixto pudo acceder a conocimientos y técnicas aún inaccesibles a muchos otros compatriotas e incluso a bastantes nativos rioplatenses.  Todo ese bagaje intelectual le serviría años más tarde, cuando decidiera regresar a su país de origen, tras el deshielo del stronismo duro —que aún no se avizoraba en el proceloso horizonte—, pese a que más de una vez se anunciara la rara enfermedad que, según decían los optimistas, se lo llevaría a la tumba empujado por la inexorable guadaña de algún ángel exterminador.  Solía tener encuentros con sus amigos, donde discutían temas filosóficos, pese a ciertas aprehensiones suyas respecto a los dogmáticos de la izquierda estalinista y los ultraderechistas del peronismo nacionalista, con quienes mantenía ácidos debates ideológicos; no acabando de convencerse de la supuesta bondad de los sistemas políticos en boga en la década de los cincuenta.

Cierta vez, como quien no quiere la cosa, cayó en sus manos algunos escritos de Rafael Barrett —español de natalicio y paraguayo por adopción— que lo impresionaron vivamente, excitando sus dormidos sentimientos hacia los sufridos hermanos del campo, que quedaran en su país desafiando las iras de los hacendados, los empresarios, los políticos y los militares. Por la prosa de Rafael Barrett, cuyas ideas anarquistas resaltaban en su obra, supo de los crueles padecimientos de los mensú de los yerbales del Alto Paraná, de los obrajes tanineros del Alto Paraguay y de las grandes haciendas ganaderas de las región oriental.  Tras esto, decidió indagar en las ideas del príncipe Piotr Kropotkin y del noble revoltoso Mikhail Bakunin, ideólogos del anarco-sindicalismo libertario, casi extinto por otra parte, ante la irrupción de nuevos totalitarismos de la postguerra mundial de los años cincuenta.  La mayoría de los intelectuales de entonces tomaron partido por la izquierda radical rusa y china, por el neofascismo estatista o por el liberalismo ¿centrista? del egoísmo virtual. Pocos adeptos tenía ya el anarquismo, a causa principalmente del mito de lanzabombas con que los pintaban en los chistes e historietas.  No pudo ir a la universidad y ni siquiera pudo acabar su instrucción secundaria a causa de la escasez de recursos de sus padres y de su renuencia a aceptar integrarse al sistema que rechazaba in pectore.  Sólo pudo hacer algunos cursos postales de arte y aprender rudimentos de electricidad y mecánica como aprendiz en talleres donde ganaba apenas para subsistir. 

La buena de doña Marciana falleció sorpresivamente, lejos del terruño poco antes de la década del 1960. En cuanto a su padre, don Octaviano, estaba semi inválido a causa de un accidente de trabajo, por lo que Calixto poco pudo hacer para romper el círculo vicioso de pobreza que lo asfixiaba. Su única distracción, en sus horas libres —no muchas, por cierto—, eran las tertulias con los amigos, hijos de extranjería como él.  Pronto cayó en cuenta que tarde o temprano debería regresar a su patria, ausente y lejana como el mítico dios cristiano crucificado y sus vírgenes de madera y escayola.

Pero ¿qué haría allí, sin una profesión “titulada”, sin conocidos y sin hogar en qué posar sus vuelos?  Apenas sobrevivir de changas o sub empleos intrascendentes y rutinarios como oficina de registro de defunciones. También corría el riesgo de ser discriminado por su forzosamente adquirido acento rioplatense. Pero de todos modos, su interés por conocer, o mejor aún redescubrir su propio país y sus olvidadas raíces, iba leudando aceleradamente en su corazón con la levadura de la nostalgia evanescente.

Por ahora sólo lo retenían en Buenos Aires sus amigos, que por años contribuyeran a aliviar su soledad y le parecía desleal dejarlos en esa fría megalópolis, cuyas luces hacía tiempo dejaran de encandilarlo.  Su padre, reducido a pilotar una silla de ruedas de limitada autonomía, lo incitaba a regresar al terruño. Dadas sus escasas ganas de vivir, preferiría morir en su valle o por lo menos bajo su bandera tricolor. Finalmente, tras largos cabildeos entre su padre, sus amigos y sus propios pensamientos amotinados contra la rutina, decidió reunir algún dinerillo para subsistir en el Paraguay, hasta que lograra asimilarse o adquirir algún empleo.

Esto le llevó algunos años más, en que renunció a formar pareja y familia para no tener otra meta que ahorrar lo suficiente para el retorno al terruño con su padre.  Luego vería qué hacer.  Por de pronto, púsose a bregar en lo suyo para lograr su objetivo.  Su padre baldado necesitaba cuidados extras, lo que lo obligara a oblar un modesto salario a una joven paraguaya, que lo atendía en sus ausencias laborales. Había conocido a Ramona Ramírez en una de sus visitas a su amigo Damián, del cual era hermana menor.  A los dos y pico de años comenzaron a verse más seguido, salir ella más tarde que de costumbre de su empleo y charlar de bueyes perdidos y sentimientos hallados, por lo que casi inevitablemente intimaron, sin sentirlo,  como lo más natural del mundo; como el amor que surge inesperadamente entre dos personas, sin feromonas ni Freud de por medio. 

Cuando finalmente lo tuvo todo a punto para el éxodo, Calixto decidió que le costaría despedirse de Ramona, por lo que intentó convencerla de compartir la aventura de su vida en un país ahora extraño para ambos, en que lo inasible, lo inesperado y lo mágico podrían endulzarles o amargarles la existencia; pero en ningún caso se dejarían devorar por la grisácea rutina. Por esos días, en el Paraguay se desató una feroz e indiscriminada represión. En el interior, contra las llamadas Ligas Agrarias Cristianas, siendo las colonias de las Misiones y la de San Isidro del Jejuí las más afectadas.  En Asunción, la policía atropelló contra una célula de intelectuales disidentes llamada “Organización Primero de Marzo”, o, según la policía del régimen “organización político-militar”, de la que no quedó títere con cabeza, llenándose las prisiones de Emboscada y Takumbú, con detenidos en condiciones infrahumanas. Esto puso un paréntesis a los ya adelantados preparativos del regreso.  Todo paraguayo proveniente del extranjero sería sospechoso de conspiración y más aún, siendo hijo de un fugitivo del cuarenta y siete.

Para entonces, Calixto y Ramona se habían amancebado a tiempo completo y casi formaron familia, aunque evitaban concebir hijos que los estorbasen en sus planes previos. Por lo menos, aguardarían tiempos propicios para ello.  No debían tentar al diablo antes de tener la sartén por el mango y la subsistencia asegurada.  Había cada tanto, rumores provenientes del Paraguay que hablaban de una posible enfermedad incurable del tirano, lo que aceleraría su deposición, su muerte o simplemente su alejamiento suave del poder.  Pero finalmente nada pudo comprobarse y la salud del déspota deslustrado no sufrió mella, mengua ni deterioro. 

Antes bien, se endureció la represión y el control de los súbditos paraguayos en el extranjero, gracias a un diabólico plan del general chileno Pinochet, llamado Operación Cóndor (quizá por la carroña producida por ellos), donde cualquier policía o ejército de Brasil, Paraguay, Uruguay, Argentina y Chile podría detener a ciudadanos extranjeros sospechosos de activismo y deportarlos a su país, donde era casi segura su eliminación, con certeza casi total, tras extenuantes sesiones de tortura ejercida por diligentes cipayos del Pentágono. 

Ramona y Calixto tornaron otras veces más a postergar su ansiado retorno, como queriendo prolongar la abstención de despedirse de sus amigos, hasta que a finales de los ochenta, el buenazo de don Octaviano tuvo una crisis de apoplejía que lo puso al borde de la tumba, lo que los decidió a acelerar el retorno. para repatriar pre-mortem a don Octaviano, quien deseaba por lo menos dejar sus huesos en su tierra natal.  En cuanto a la finada doña Marciana, debió ser incinerada en una empresa de crematorios a fin de evitar su inhumación en algún cementerio cuya tasa estaba fuera de las posibilidades, por lo que sus cenizas estaban con ellos en una modesta urna de cerámica vidriada y podrían llevarlas consigo al Paraguay como reliquia atroz del exilio.

El viejo tren del “FF.CC. General Urquiza” había dejado de operar hacía harto tiempo, por lo que viajaron en ómnibus hasta Asunción.  Esta vez no demoraron mucho en llegar y en cuarenta y ocho horas estaban tomando el fresco en la Plaza Uruguaya, frente a la centenaria estación del casi extinto ferrocarril paraguayo, donde putas y chulos de tiempo completo disputaban territorio con travestís, vendedores de chucherías y comistrajos indigestos, libros, relojes truchos y casi cuanto pudiera venderse a los incautos sin morir en el intento.  También las displicentes patrullas policiales campeaban por sus fueros y cada tanto, un griterío seguido de carreras pedestres, delataba la presencia de patrulleras que buscaban a las jóvenes Magdalena para arrestarlas y pasar un buen rato con ellas en alguna comisaría.  A Calixto, casi le recordaban un poco a las grelas y yiras porteñas que vagabundeaban por el viejo barrio de Montserrat, entre tangos y milongas. 

Detrás de la estación ferroviaria, hallaron un modesto hotel de pomposo nombre ajeno a sus fines, cuya tarifa estaba a su alcance, donde las mariposas de la noche acudían con sus ligues a pasarla bomba por una hora o poco más si la pesca era buena, cosa no muy frecuente, eso sí.  La primera noche se la pasaron rascándose el pellejo a causa de las chinches, que sin pagar alojamiento habitaban sábanas y colchones, y de poco les sirvió reclamar al poco atento encargado sobre el particular. —¿Y qué pretenden por este precio? ¿Aire acondicionado y colchones de agua?  Si no les gusta, tienen el Hotel Guaraní frente a la otra plaza  —díjoles, entre otras ironías el conserje, por lo que decidieron comprar un tarro de aerosol para combatir al bicherío.  De todos modos no pensaban permanecer mucho tiempo en ese hotel de media estrella y medio estrellado.  Por lo menos, no más de lo preciso, hasta saber dónde dirigirse con sus petates y bártulos a intentar sobrevivir. Don Octaviano, propuso a Calixto que fuese a explorar hacia su vieja chacra de Simbrón —en Roque González, cerca de Paraguarí— de donde era oriundo.  Quizá hubiese forma de recuperar su heredad de algún modo, o tal vez un viejo poblador lo reconociera y le brindase ayuda o trabajo. En tanto, permanecería en el hotel con Ramona.  Calixto dudó un poco, pero finalmente decidió dar el gusto a don Octaviano. 

Al siguiente día tomó un ómnibus que lo llevó al lugar de su natalicio, pero no las tenía todas consigo. ¿A quiénes se podría dirigir?  Don Octaviano le dio algunos nombres de antiguos conocidos que quizá todavía viviesen en la zona, pero era también probable que los causantes de la persecución a que sometieran a su padre, no quieran colaborar para la restitución de su heredad perdida.  Tal vez si obtuviera alguna información, podría regresar con don Octaviano, quien tendría más conocimiento del sitio y sus habitantes antiguos.

Muchos quizá ya estarían finados en los más de cuarenta años transcurridos desde la guerra civil.  En poco más de tres horas y media de trote sobre ruedas, Calixto llegó a Simbrón, ahora algo irreconocible —aunque más bien olvidado— donde se apersonó en el primer boliche  de ramos generales que encontró a fin de preguntar por conocidos de su padre, obrantes en una lista que aquél le diera para tal menester.  El tendero lo miró medio como desconfiando. El forastero tenía acento rioplatense y últimamente la situación política estaba algo tensa y dominada por el miedo a los esbirros del déspota germano-criollo aún en el poder, por lo que sin demasiada amabilidad le indicó donde hallar a uno de los conocidos de don Octaviano.  Los otros tres nombres no le eran familiares, ya que el bolichero no era oriundo del pueblo, sino arribeño.  Calixto quedó conforme de todos modos.

Rumbeó inmediatamente hacia el rancho del único conocido de su padre en la esperanza de recabar datos que lo condujesen a su objetivo.

Tras corta caminata, llegó al lugar, donde fue recibido con extrañeza por el anciano don Policarpo Gutiérrez, de indudable linaje éuscaro.  Algún abuelo vascongado quizá.  Tras las presentaciones de rigor, el anciano le comentó que pocos quedaban de los antiguos puebleros.  Tras el éxodo provocado por la guerra civil del cuarenta y siete, mal llamada “revolución”,  muchos militares, especialmente de la Guarnición de Artillería de Paraguarí y algunos caciques políticos colorados de la fascistoide facción Guión Rojo,  se apoderaron de todas las tierras abandonadas por los exilados.  Tanto de chacras y ranchos como de haciendas más o menos grandes de entre quinientas a dos mil hectáreas, con todo lo clavado y plantado, animales y viviendas. 

De puro coraje aguanté el malón  pynandí y, pese a que me robaron hasta el baúl de mi abuela con mis trapos domingueros, animales y una cosecha de mandioca, me quedé y traté de empezar de nuevo... y aquí me tiene. ¿Cómo anda mi amigo Octaviano? Fue una lástima que no se haya quedado, aunque lo desvalijen hasta los calzoncillos. Podría haber sobrevivido al saco y recuperado sus bienes o algo comentó don Polí, con casi la misma edad del padre de Calixto—.  El miedo tiene cara de hereje a veces, y nos roba hasta los sueños a trueque de concedernos pesadillas tras un mal despertar.   —No crea, don.  Mi pasantía en Buenos Aires fue provechosa.  Mire, aprendí electricidad, mecánica y algo de carpintería.  Si con eso no puedo ganarme el pan, seré un flojo y un relajado.  ¿Será que no podríamos conseguir por lo menos un lote urbano de treinta por cuarenta para vivir?  No creo precisar más que eso para un modesto taller. 

Calixto calló, quizá pensando cómo proseguir hilando palabras y pensamientos en una trama lógica.  —Si es por eso, yo le puedo dar un pedazo de mi derechera, al fondo de mi casa —dijo don Policarpo, o mejor don Polí.  Este año va a aumentar el impuesto inmobiliario y puedo compartir mi predio con ustedes.  Sólo debe prometerme no crear problemas con los partidarios de Stroessner.  Por lo demás, puedo garantizarle que trabajará tranquilo.  No tenemos muchos técnicos aquí, y para cualquier reparación de lo que sea, debemos llevar lo dañado a Roque González o a Paraguarí.  A veces a la capital, si faltan repuestos.  Se lo agradezco. Volveré a Asunción para dar la buena noticia a mi padre  —exclamó Calixto—.  ¿Me invitaría Ud. un tereré?  estoy muerto de calor y de sed.  —¡Pues adelante amigo! Me complace mucho recibir a quien conocí de mita’i  con cinco añitos locos. ¡Adelante! ofreció el anfitrión. 

Más tarde, Calixto regresó con el ómnibus de las 17:40 a la capital, con una carta de don Policarpo a su padre y la oferta de aquél de compartir su terreno en las afueras de la aldea con ellos.  El júbilo ante los aparentemente buenos resultados de su gestión lo abrumaba.  También don Octaviano estaría contento de regresar a su pueblo natal a concluir el otoño tirando a invierno de su existencia terrenal. 

Tardó algo más en llegar a destino, a causa de una avería en el ómnibus, que fue breve gracias a su pericia mecánica que salvara provisoriamente el viaje; aunque de todos modos debería el vehículo internarse en mantenimiento de terapia intensiva, pues que tenía más averías que piezas mecánicas.  Una vez en el hotel, decidieron partir todos  a Simbrón a establecerse.  En tanto construyese el rancho Calixto, su padre podría alojarse en el cercano pueblo de Roque González, a no más de diez kilómetros de Simbrón que dependía municipalmente de aquél.

Consiguieron, a falta de pensión, alojar a Ramona y don Octaviano en la casa de una familia del lugar de apellido Paredes, con lo que Calixto pudo dar de sí para erguir un modesto rancho de barro, tacuaras y paja  aguaráruguái o “cola de zorro”  abundante en la zona, dirigido por su padre, experto en rancherías.  Casi se le acababan sus ahorros, cuando concluyó el rancho de doble culata, que los albergaría mientras lo ampliaba y montaba un modesto taller con las escasas herramientas que trajera consigo desde Buenos Aires.

En el lapso de la construcción de su vivienda, Calixto pudo hurgar acerca de quienes se apoderaran de los bienes de muchos pobladores expulsados del pueblo en los fatídicos tiempos del cuarenta y siete.  Al principio no despertaron suspicacias sus indagaciones, pero no tardaron en darse cuenta los usurpadores de las tierras de la zona que el hijo del paralítico, como lo llamaban con no poco desprecio algunos lugareños afortunados, pretendía serrucharles el piso o escupirles en la olla.  Al menos eso creían, por lo que no hesitaron en delatarlo a la policía secreta del régimen, abundante por la zona. 

No tardaron éstos en tomar cartas en el asunto y tras visitarlo de civil, le insinuaron que dejase tranquilos a los correligionarios amigos del general, o de lo contrario lo arrestarían por alterar la paz pública. Los sabuesos tenían tanta información acerca de él, su mujer y su padre, que se olfateaba a kilómetros-luz, las garras de la Operación Cóndor o algo similar.

Calixto —quien recibiera a los enviados del temible jefe de Investigaciones sin informar a su padre ni a su mujer para no alarmarlos—, quedó anonadado ante la posibilidad de ser nuevamente expulsado del país o llevado a las lúgubres ergástulas del tirano ariófilo, a la sazón con alta —o harta— densidad demográfica de presos.  Prefirió prometerles de no indagar en el pasado, a fin de tener la mínima seguridad de no ser molestado, tras lo cual los polizontes se largaron.  Los que lo habían chivateado a las autoridades se acercaron poco a poco con fingidas sonrisas y evidentes intenciones de hacerle morder algún anzuelo, pero su prudencia se impuso y se sofrenó la boca, aunque justo es decirlo, muy a pesar suyo. Prefirió abrir su taller y se dedicó de lleno a solucionar los problemas de motores, dínamos, bombas de agua e instalaciones eléctricas. 

Hasta pudo comprarse una bicicleta usada en oferta, a fin de pasear por el entorno y visitar posibles clientes de sus servicios.  Esa bicicleta le costaría muy cara.  Poco a poco dio en pedalear por la campiña, platicando a los pequeños agricultores de los alrededores, para trabar relaciones y de paso charlar con ellos acerca de cuanto le corroía el cacumen, entre tereré y tereré.  No tardó Kalí en enterarse confidencialmente de las penurias de muchos de ellos, víctimas de acopiadores y especuladores; casi todos vinculados al régimen imperante como operadores, caudillos, gamonales o simplemente soplones de baja estofa.  Calixto conversaba con los lugareños, tratando de inducirlos acerca de la necesidad de unirse y formar cooperativas de producción y consumo. Especialmente para contrarrestar el dominio de los comerciantes que acaparaban el monopolio del algodón, y los obligaba al monocultivo del textil, cuyas cosechas pagaban a precio vil y encima los proveían de artículos de consumo, a costes muy por encima de lo legal.  Harto difícil era romper este círculo de hierro para los lugareños, especialmente por su propia desidia y fatalismo. 

El que se negaba a plantar algodón, era sancionado con la ejecución de sus deudas y expulsado de su chacra; y el que se atrevía a sembrar sólo para alimentar a su familia, cultivos de frijoles, yuca, boniato, maní o cualesquiera otros rubros, estaba señalado por los largos dedos de los especuladores y reducido a paria social.  A Calixto —curtido en la lectura de filosofía económica y política— le dolía tal situación de sometimiento casi feudal a los señores agro exportadores que lucraban con el sudor del campesino paraguayo que sigue fluyendo a raudales a pesar de la sequía pertinaz. Y esto era común en toda la América hispana, desde el Río Bravo hasta la Patagonia. 

Poco a poco, Calixto intentaba convencerlos de mejorar su situación uniéndose entre ellos y organizándose para una revolución pacífica del agro, movida a músculos y pedal, antes que a motores petroleros mercenarios de los ideólogos de la dependencia.  —Primero, deben tener la barriga llena y luego negociar —les decía, repitiéndolo hasta el hartazgo, como mera letanía a la virgen de los desheredados. —Piensen en sus hijos primero. Si ellos tienen alimentos suficientes, serán más inteligentes y listos. ¿De qué les sirven los créditos de los almaceneros, si ustedes pagan más de lo que valen sus artículos y ellos les pagan lo que quieren por el algodón?  

Obviamente, esto llegó a oídos de los barones del agro y no tardaron en expulsarlo de Simbrón, con todo y bicicleta.  El buenazo de don Octaviano sufrió un paro cardíaco definitivo, al ser allanado el rancho por los esbirros policíacos de Stroessner y confiscados los amados libros de su hijo Calixto.  Apenas tuvieron tiempo de darle sepultura con una mortaja, antes de ser sacados con cajas destempladas del pueblo con orden perentoria de no regresar.  

Con sus escasos trastos a cuestas, como caracoles bípedos, Calixto y Ramona retornaron a Asunción, sabiendo que serían vigilados por la policía política del tirano y pocas probabilidades tendrían de conseguir ocupación decente, como no fuera de peón de patio él, o empleada doméstica ella.  La situación no daba para más.  La revolución agraria a pedal terminó como un mal sueño, ahora seguido de un pésimo despertar.

Calixto intentó rentar un modesto cuartillo en una casa de inquilinato de los suburbios, con más agujeros que ventanas, pero comprobó que la renta era demasiado onerosa para sus escasos recursos, por lo que optó por asentarse en una población aledaña a la capital, donde por lo menos podría medrar dos o tres meses con lo que disponía, aunque sentía sobre sí la ominosa pero invisible presencia de la policía secreta en torno a ellos, como intentando amedrentarlos metafísicamente.  Se establecieron en Luque, a pocos kilómetros de Asunción y pronto Ramona pudo ganar un dinerillo lavando y planchando ropa ajena. Especialmente de trabajadores solteros que vivían o sobrevivían allí y trabajaban en la capital.  Calixto, en tanto, pudo conseguir changas de jardinero, podador y limpiador de patios de las residencias del lugar donde pronto se hizo de amigos y clientes fijos, gracias a su diligencia y don de gentes; que si algo agradecía a la Argentina, era su formación y correcto uso de la lengua, lo que le permitiera subsistir sin demasiados sobresaltos en su nuevo hábitat.  También chapurreaba el guaraní de mezclilla íbero-rioplatense.

A los pocos meses de establecerse en Luque, ocurrió el alzamiento de la Caballería, contra el eterno —o casi— déspota Alfredo Stroessner, el cual fue derrocado por su consuegro, el general Andrés Rodríguez y puesto de patitas en un avión que lo condujo al Brasil con todo y familia, y de seguro con algunas maletas de efectivo en dólares por si acaso. Después de todo, entre bueyes no hay cornadas y entre gorilas no se tiran bananas de plástico.  Calixto supo o creyó suponer, desde el primer cañonazo, que una nueva era se iniciaba en el país, en su  país.  Contempló su ahora ajada bicicleta y se le ocurrió de pronto que había llegado el momento de proseguir su revolución a pedal.

Asalto a Utopía

Los asuncenos —al menos los inconformes, que de momento eran una mayoría, cebados en las amargas mieles del hartazgo— celebraron con júbilo subido de tono el defenestramiento de una longeva y cruel tiranía, que durara más de treinta y cinco años sojuzgando a toda una nación de indómita tradición rebelde.  Por lo menos, así lo fuera hasta finalizar la guerra del Chaco, y luego sometida, violada, humillada y escarnecida hasta las heces, sin que se vaciase su cáliz de ignominia ni se saciaran los usurpadores del poder.

Durante el largo reinado del déspota, hubo una cierta seguridad basada en el temor y el flujo de dólares durante las  faraónicas obras públicas, como las grandes represas de Ita’ipú y Jasyretã (así debe escribirse en guaraní), así como carreteras y caminos que facilitaran la introducción de especuladores y mercaderes de la tierra con capitalistas agroexportadores; amén de latifundistas venidos del Brasil que empujaban a los pequeños agricultores a vender sus minifundios y emigrar a los suburbios de las ciudades a ejercer de vendedores informales, proxenetas, asaltantes, robacoches o mendigos. Cualquier cosa, menos agricultores, su oficio originario.  Tras el post-boom de Itaipú, las cosas no serían tan fáciles ni rosadas. 

Por de pronto, la implantación de libertades irrestrictas en apariencia,  sembró más confusión que orden.  Calixto y su mujer estuvieron en Asunción durante ese jolgorio —bastante animado por cierto— y no dudaron en trasegar algunas cervezas que los librarían del calor sofocante, en homenaje al astuto y mefistofélico general triunfante, quien los librara del molesto y omnipresente aparato represivo; pero las dudas acerca del  futuro del país, despojado ya de toda dignidad y de toda cultura cívica, continuaban latiendo.

¿Qué podría esperarse de un aparato burocrático estigmatizado por la corrupción?  ¿Qué podría aportar un sindicalismo de protervo cuño, pervertido, corrupto y oportunista? ¿Cómo contar con la unión de un campesinado miserable, ignorante de sus derechos y prerrogativas y de la nula convocatoria de una lela, aliterada y apática ciudadanía de cartón sintético?  Nada bueno cabría aguardar de una juventud despojada de toda iniciativa, de una ciudadanía complaciente, de una policía venal y de un ejército alienado y carente del honor.  Un honor que ostentara hasta la posguerra del Chaco; y que dilapidara dispendiosamente su capital moral, tras las huellas de tiranos longevos, con ínfulas de inmortalidad. 

Calixto Ñamandú aún no las tenía todas consigo, ni con nadie.  Sabía que la libertad no es un don gratuito de la providencia y que aquélla debe ser conquistada a sangre, sudor y lágrimas.  Intuía también que su usufructo debe ser responsable y solidario.  Sin egoísmos ni excesos.  Pero ¿qué sabían sus compatriotas de esto?  Muy poco o casi nada. Y la nada aguardaba a este país, si no supiesen inmediatamente qué carajos hacer con la libertad que les llegara ese tres de febrero, como caída de las nubes o brotada de las aguas, pese a que algunos políticos y el pueblo ya estaban moviendo el avispero desde poco antes, cuando el régimen tambaleaba acosado por la presión internacional, la deuda externa, la ineptitud administrativa y la ciudadanía levantisca, en busca de cambios genuinos y no de maquillaje gatopardista.

Calixto Ñamandú recordó los míticos cuarenta años del éxodo de Israel por el desierto y pensó, con no poca tristeza, que Paraguay debería errar mucho aún por los eriales y ciénagas de la estupidez y la inmoralidad, antes de pisar la Tierra-sin-mal, antes de tomar por asalto a Utopía, desechando sus viejos vicios y purificándose en los cilicios ásperos del sufrimiento.

Ramona Ramírez ya estaba encinta de su primer vástago y casi no podía trabajar en su oficio de limpiadora, aunque todavía podía fregar ropas y planchar pero sólo de pie. Muy pronto debía abandonar toda actividad fatigosa para consagrarse a la crianza de su bebé.  Calixto pensó que había llegado el momento de buscar a quienes lo pudiesen secundar en su proyecto cumbre: la reivindicación del campesinado a través del trabajo y la lucha por la tierra. Por de pronto, podrían continuar en su modesta habitación vivienda de Luque, mientras intentaba ganar lo necesario para emigrar al campo.  Ramona no compartía del todo los febriles sueños de su hombre, como mujer que era y por su espíritu pragmático —urbanizado por su larga permanencia en la capital porteña— que intentaba imponerse a los poco factibles impulsos altruistas de Calixto.  Especialmente cuando el ocaso del siglo se caracterizaba por la declinación de todo idealismo solidario, ante la irrupción de un liberalismo duro, competitivo, individualista, arrasador y matador de conciencias; aunque Ramona poco entendía de esto y más bien se guiaba por su intuición femenina y su astucia unisex. Vamos a meternos en camisa de fuerza de más de quince varas —decía ella, arrullada tal vez por los espirituosos efluvios de la generosa cerveza paraguaya con etiqueta gótica.  Nadie te va a apoyar en esta patriada y seremos nuevamente parias sin rumbo, en un país desorbitado, en un continente desheredado por Dios, bendecido por el Diablo y envenenado por el odio.

Hizo tintinear su vaso semi vacío, como en un brindis desganado, esperando la respuesta de su hombre. El corazón me dice que se está gestando el hombre nuevo en el útero del tiempo decía él—.  Sólo falta que alguien apriete el botón de arranque, para poner en marcha el motor de las voluntades adormecidas que construirán la historia. Lo que pasa es que en este país todo está por hacerse, y creo que seré profeta porque no soy de esta tierra, salvo que he nacido aquí, pero fui malcriado en el ostracismo paterno. Tras darse un buen buche de espumante elixir de cebada, prosiguió como predicando en el desierto:  Nada será igual que antes, donde el miedo era el verdadero amo de este país.  Sé que existen miles como yo y como vos. Sólo hace falta que nos sintonicemos en la misma frecuencia, para dar cuerpo y alma a un movimiento agrario con todas las luces encendidas. Existen millones de hectáreas de tierras aún incultas, en manos de unos pocos terratenientes ausentistas, que esperan que las fecundemos con el semen del amor, con las herramientas de la paz, con el acerado arado de la fe. ¿Comprendes Ramona?  Desde ahora, comienzo a ser feliz. ¡Ya verás! 

Para entonces, los festejos comenzaban a diluirse y decaer en la madrugada del cuatro de febrero, sofocados por los vapores etílicos y la irrealidad circundante, que empujaba a la gente a dispersarse tras sus ideas y afanes aún no muy bien definidos.  Es cierto, nada sería igual.  Pero fuerza es reconocer que algo podría empeorar.  Utopía siempre se halla más allá del horizonte de los sentidos... y retrocede mientras avanzamos en pos de ella, como la base del arco iris.  Trastabillando a causa de la excesiva alegría y algo más, Ramona y Calixto se dirigieron a la parada del ómnibus que los devolvería a Luque, su ciudad dormitorio, donde intentarían reponerse de la resaca y rehacer luego sus pensamientos e ideales.  Nada como la almohada para replantearlo todo y renegociar actitudes e intransigencias.  Ambos esperaban que cada uno recapacitase su modo de pensar y acordara complacer al otro.  Y en esa tesitura, bien valía un sueñecito reparador, que al día siguiente sería otro día, que precedería al resto de sus vidas. 

Tras un par de meses medrando heroicamente entre el hambre y la necesidad, el soñador Calixto Ñamandú pudo hacer contactos con algunos desarraigados del barrio marginal de la Chacarita y otros venidos de la ex Ciudad Presidente Stroessner, rebautizada —tras el golpe del ahora árbitro de la política paraguaya: el general Rodríguez— como Ciudad del Este, donde el cohecho, el contrabando, el narcotráfico, el autotráfico, el desvío de capitales y la especulación, proseguían alegremente, como si nada hubiese cambiado, salvo la nomenclatura toponímica.                    Entre sorbos de tereré, se confabularon todos para ejercer presión al Instituto de Bienestar Rural —pomposo nombre creado por el tirano para dar tierras a bajo precio a sus paniaguados—, con el objetivo de obtener la expropiación de tierras en la región oriental del país, a fin de rehacer las vidas de tantos compatriotas, antaño empujados a la marginalidad por diversos factores ajenos a su voluntad. 

A los pocos de establecido el nuevo régimen de amplias libertades públicas, comenzaron los conflictos sociales.  Desde la invasión de terrenos baldíos por los llamados sintechos, hasta la ocupación por la fuerza de trozos de latifundios rurales pertenecientes al fisco o a latifundistas empedernidos e irredentos de estirpes tan rancias como hueras.  Como era de imaginarse, los reclamos fueron sí contestados, directamente con negativas, cuando no evasivas o dudosas afirmativas y fatigosos trámites, condimentados con cabildeos y negociaciones de largo aliento.  Donde los más débiles o indecisos, siempre acababan por retroceder abrumados por las oscuras nubes del desaliento; o golpeados por la artera maza de la traición o por el germen patógeno de la división, que era su principal adversario. 

Los abogados no dudaban en sobornar a quienes sabían más sensibles a la necesidad y más adictos a la necedad.  Los jueces mandaban encarcelar a los cabecillas visibles e insobornables y los burócratas exigían papeleos interminables como diatriba de italiano tartamudo. 

Tras dos años de infructuosos trámites, decidieron explorar todos los rincones del país.  Una vez hallada alguna parcela vacía —improductiva como político de base o almirante de riacho—, acudirían a ocuparla sin más, aplicando la ley de los hechos consumados.  En todo caso, primero tomarían posesión y luego realizarían las gestiones para legalizar la ocupación.  Utopía bien valía un asalto a manos desnudas.  

Aproximadamente dos meses más tarde, el “Comité Emergencia Uno” dio con tierras pertenecientes a la familia Antebi. Los antepasados de éstos las habían adquirido en almoneda al Gobierno de Reconstrucción Nacional, tras la hecatombe de 1864-1870, que enajenara a precio vil bosques, yerbales y cuanto se pudiera vender para engordar  faltriqueras privadas y ajenas, que no las del anémico Estado.   Aún no sabían que la mejor parte de esa finca estaba a nombre del, ausente pero no del todo, Alfredo Stroessner y administrada por testaferros. 

No dudaron dos horas para autoconvocarse y días más en ponerse en camino con todas sus pertenencias y familias.  Tras varias horas de viaje, en desvencijados camiones de carga alquilados, llegaron a las inmediaciones del lugar escogido ya en el límite de caminos, donde bajaron sus enseres y despidieron a los camiones pues deberían hacer el resto del camino a pie, dada la carencia de rutas en el vasto sector. 

Varios kilómetros más adelante ingresaron a los tupidos bosques achaparrados de la propiedad en cuestión; y, tras escoger un sitio apropiado para acampar, se dieron en organizar una minga para construir las viviendas, desmalezar el monte e iniciar los cultivos simultáneamente.  Calixto el más listo de su clase, se dio maña para comenzar a planificar lo que sería la escuelita de la nueva colonia, a la que bautizarían Táva Arandú o “pueblo del saber” en guaraní, en la esperanza de conseguir finalmente la ansiada estabilidad en tierra propia, que no fuese simplemente la de sus sepulturas. 

Si de algo Calixto habría de enorgullecerse —casi al borde del pecado capital— era de haber aprovechado cuanto aprendiera en la lejana Buenos Aires, y lo que le hubo permitido, no sólo ayudar al establecimiento de una futura colonia modelo; sino también el de haber adquirido las nociones filosóficas que lo lanzaran a desarrollar una nueva ideología agraria, ajena a las frases hechas, dogmas intransigentes y fanatismo militante de los marxistas ortodoxos; así como del grosero pragmatismo de los liberaloides o del estulto irracionalismo de las derechas, de frases hechas, ideas contrahechas y acciones mal hechas. 

Al principio de sus contactos con los marginales suburbanos —que habían sido desechados o expulsados de las campiñas paraguayas—, Calixto fue semi-marginado a causa de su aún pertinaz acento verbal rioplatense —adquirido en sus largos años de aporteñamiento  de sobrevivencia—, pero, al darse cuenta sus nuevos compañeros de lucha de sus dotes intelectuales y técnicas, lo adoptaron como uno más de los suyos.  Al fin y al cabo, la pobreza hermana más a los hombres que la opulencia. Y Kalí,  como lo llamaban en el Paraguay, era tan pobre y sacrificado como ellos.  Quizá algo más instruido y formado, aunque no por ello hubo dejado de lado la humildad que lo caracterizara durante toda su vida.

En cuanto a Ramona Ramírez, los rudimentos de enfermería aprendidos sobre la marcha, durante su pasantía al cuidado del finado don Octaviano, no dudaba que le servirían en el casi inhóspito paraje en el que intentaban rehacer sus vidas, en álgido contraste entre el confort salvaje de Buenos Aires y las serenas incomodidades de la floresta casi virgen. Obviamente, les costaría aprender a pronunciar correctamente el guaraní, ya que fuera de lo aprendido con sus padres en su ahora distante infancia y adolescencia, aún conservaban ese acento típico de quienes hablan una lengua extranjera.

Por fortuna, Calixto y Ramona no se sentían ya extranjeros, sino casi una parte tácita del agreste paisaje de la jungla paraguaya.  Hasta su piel iba tornándose del color de la bermeja tierra del norte, a causa de la omnipresente polvareda durante las secas y el pegajoso barro durante las lluvias, que lo pintaban todo; hasta camuflar el verdor de la selva y las multicolores florecillas silvestres, que a los pocos se monocromatizaban de color ladrillo, como rehusando sus colores naturales de tanto en tanto. 

El bicherío de la selva era otro tema con el cual estaban poco familiarizados, aunque entre Asunción y Simbrón tuvieran urticantes anticipos a cuenta.  Aparte de mariposas, cigarras, arañas y otros invertebrados, había mosquitos para todos los gustos: transmisores zancudos anópheles de paludismo, ædes ægyptis del dengue y la fiebre amarilla, quizá importados de Africa cuando la trata de esclavos negros, y hasta los molestos aunque inocuos culex pipiens domésticos urbanos; sin contar chinches, vinchucas, garrapatas, niguas, pulgas, polvorines, jejenes y otras alimañas casi invisibles.  Por las noches, la sinfonía interminable de chirridos era como para mantener despierto al más sordo y mucho les costó a los curtidos campesinos y más aún a los citadinos, acostumbrarse a soportarlo. También las aves hacían lo suyo dentro del concierto bullanguero que los despertaban precediendo al sol, tanto de día, como de noche a la muerte cotidiana de éste.  Sólo el humano cansancio —adquirido tras los largos primeros días—, los mantuvo a salvo del insomnio monocorde y visceral de la selva. 

Los ex marginales chacariteños de Asunción y los de Ciudad del Este, eran menos remilgosos a la hora de dormir y bancarse las molestias de los pequeños succionadores de sangre y sudor.  Pero Ramona y Calixto no estaban acostumbrados a la jungla casi invicta que los albergaba —muy a su pesar, tolerándolos como intrusos en su seno vaporoso y pleno de la calina del verano tropical—, en la refrescante cercanía del río Aguaray Guazú, que bañaba las entrañas del monte y les servía como fuente de agua potable e higienizador.  Tampoco la interminable humedad bochornosa y recalcitrante —que los acunaba por días y noches— era indulgente con sus huesos y nervios.  Hasta parecía que toda la selva conspiraba para espantar a los que turbaban la calma del lugar con sus azadones, hachas y palas, transmutando parte del tupido monte en capueras, granjas y rancherío pueblerino, a espaldas de autoridades y latifundistas de cuerpo ausente.

Pero tampoco pasaron desapercibidos en el tráfago de sus afanes, ya que el obispo de San Pedro se interesó por los cabecillas, quienes a los pocos fueron sugerentemente citados al no tan cercano pueblo de Lima para entrevistarse con el padre Federico Lucciena a fin de exponer las inquietudes de la iglesia y permitir la erección de una capilla parroquial y una escuela católica, a trueque de ayuda de los abogados del Comité de Iglesias en favor de los ocupantes.  Demás está acotar que el bueno de Calixto Ñamandú y Ramona Ramírez, quien gozaba de su reciente maternidad primeriza y aún en cuarentena de post-parto, fueron designados en asamblea para acudir ante el obispo, o en el peor de los casos, para sacudírselo.

Es afirmativo que cierta ala progresista de la iglesia proclamaba una opción por los desposeídos, toda vez que éstos aceptaran ser poseídos por el clero; cosa dudosa entre los colonos semi clandestinos de Táva Arandú. Pocos de ellos aún creían en las cosas divinas e inasibles, cuando que muchos dudaban hasta de las cosas humanas y mensurables con harto justificado escepticismo.  De todos modos, nada se perdería con asistir a la convocatoria de los prelados, salvo la tranquilidad momentánea.  Para entonces, ya sabían quiénes eran los supuestos propietarios de la parcela que ocupaban, y cuyas amenazas de desalojo aún colgaban ominosas y amenazantes sobre sus cabezas.  Las invectivas y advertencias proferidas en las tribunas de prensa contra ellos, eran asaz conocidas y con visos de ser llevadas a la acción por propietarios reales o supuestos, secundados por diligentes leguleyos chicaneros, educados en las  protervas trampas de la juris-pendencia, antes que en las leyes. 

Daban por descontado que evitarían contraer compromisos unilaterales con el Espíritu Santo y sus embajadores en el Valle de Lágrimas, sin consultarlo en un aty guazú o asamblea popularcon los otros hermanos labriegos, mujeres y niños.  También éstos tenían voz en las asambleas populares, ya que Calixto así lo había sugerido, tras caer en cuenta de la necesidad de enseñarles filosofía desde la más corta edad, a fin de convertirlos en seres conscientes y responsables. Ya verían cómo vérselas con el obispo, el que de seguro trataría de salvar sus almas, sin detenerse a pensar en los cuerpos menesterosos de alimentos y salud; porque eso de la educación, la estaban recibiendo gracias a Calixto Ñamandú y a la carencia de medios manipuladores de incomunicación masiva, que permitía más tiempo a la lectura y menos a vacuos entretenimientos televiciosos.

 Tres días después de la asamblea, la pareja y su bebé neonato acudieron a Lima, lo que presuponía largas jornadas a pie, antes de salir a una ruta que los condujera a dicha pequeña ciudad de no más de cinco mil habitantes, donde los esperaría el prelado en la parroquia local.  Un funcionario municipal que pasaba en una camioneta, los alzó, tras la consabida señal de carona o auto-stop, llevándolos en la carrocería con todo y bebé entre bandazos y barquinazos, a causa del ruinoso camino y el no menos deficiente estado del pobre vehículo, con buenos años de abuso a cuestas. 

Tantos sacudones experimentaron, que cuando llegaron a Lima estaban más molidos que si hubiesen ido a pie enjuto, pero de todos modos agradecieron la gentileza de buen talante, que por lo menos les abreviara el viaje en horas. 

Tardaron algo en reponerse, antes de llegar a la casa parroquial donde los convocara el hombre de Dios en persona.  Dada la hora meridiana, llegaron justo cuando éste se servía un opíparo almuerzo en amena compañía, y no de Jesús precisamente. 

El diligente secretario omitió notificar al párroco de su llegada y los hizo esperar una hora y media en antesala, en tanto aquél concluyera con la pantagruélica manducatoria seguida de epicúrea libatoria, en compañía de otros prelados y autoridades locales, gentilmente convidados a la santa mesa.  La pareja en tanto, con apetito atrasado —casi al borde del hambre tras el largo viaje—, aprovechó para masticar a dúo una dura argolla de chipa de almidón de yuca, sazonada inconvenientemente con el aroma que invadía sus narices desde el bien provisto comedor parroquial. 

En tanto Ramona, entre mascada y mascada, amamantaba al infante ante la escandalizada faz del secretario, algo amanerado éste y poco habituado a contemplar pechos de mujer en vivo, salvo lectura clandestinas de prensas amarillas, rojas y verdes.  En eso estaban ambos, cuando el pa’i Lucciena se apersonó majestuosamente disculpándose por no haberlos invitado a compartir su humilde mesa, pero ya el atrabiliario secretario la había levantado con todo y migajas, no quedando nada que compartir, pero los consoló con la promesa de una merienda frugal en cierne.  Si bien esto no les aplacó la famelitud, por lo menos los dejó espiritualmente más serenos, si no físicamente satisfechos.

 Tras las presentaciones de rigor y prescindiendo del correspondiente besamanos, Calixto solicitó ir directamente al grano, ya que, amén de estar fatigados del kilométrico trajín, debían buscar algún alojamiento barato antes del anochecer para retornar cuanto antes a su asentamiento rural. —Como no, hijo mío —adelantó el padre Lucciena con la consabida parsimonia clerical—.  Como deben saber, ustedes están cometiendo un atentado contra el séptimo mandamiento que reza: no hurtarás a tu prójimo... porque son tierras ajenas... —¡Pero monseñor! —replicó al tiro Calixto—.  ¿Llama Ud. hurto al acto de ejercer un derecho garantizado en las propias Escrituras?  Además, Alberto Antebi, el supuesto propietario, es apenas un testaferro de la familia Stroessner, ausente por causas ajenas a su voluntad, supongo. ¿Acaso no sabe Ud. que el señor está de parte de los pobres... al menos desde los cónclaves de Medellín y Puebla? ¿O acaso cree Ud. en el derecho del dinero cesarista y todopoderoso?  —¡No blasfeméis hijo, en nombre del Señor!  Sabemos que vosotros no profesáis la fe verdadera y estáis atados al carro del marxismo internacional, apátrida y ateo. ¿Cómo osáis invocar el Santo Nombre en vano? —al decir esto el tonsurado se persignó tres veces, por las dudas, como intentando exorcizar a los demonios ideológicos que —real o supuestamente— estaban posesionándose de la casa parroquial, infiltrados en los cuerpos de los campesinos. O en sus mentes, lo que era aún peor a los ojos del prelado.  ¡Por favor, pa’i! ¿Defiende Ud. a esos acaparadores y especuladores en nombre del Señor, o del César de turno?  Creo que hablamos lenguajes disímiles y si no tiene algo constructivo y espiritual que proponer, dejémoslo aquí. 

Así diciendo, hizo ademán de levantarse, pero el prelado, tras bendecirlos con un gesto de su mano extrema derecha, lo detuvo conciliador.  —Perdona hijo.  Sé que quizá me estoy extralimitando en mi celo evangelizador, pero deben comprender (aquí su tono se volvió más coloquial, menos ampuloso y desprovisto de solecismos, hipérboles, sinécdoques pleonasmos y anacolutos discursivos anacrónicos) la situación creada con esta invasión a una propiedad privada.  Les propongo que discutamos el asunto en mi despacho... y en privado  esto último lo expresó en tono indulgente de perdonavidas.  —Perdone, padre, pero en mi carácter de responsable no puedo decidir nada sin consultarlo en asamblea con mis hermanos en la pobreza.  Si lo que va a proponer no colisione frontalmente contra nuestros principios, con mucho gusto plantearé sus propuestas a mis hermanos. Caso contrario, olvídelo y búsquese otro Judas para su sanhedrín, por favor. 

Por estas alturas del intercambio verbal, el padre Federico Lucciena sudaba fofas perlas saladas que brillaban casi con luz propia por la superficie de su rostro y algo más, pese al ambiente eléctricamente climatizado.  Es que ciertos diálogos son algo incómodos.  Especialmente si alguien es más leído de lo que uno hubo prejuzgado.  Iba a decir algo, pero ya Calixto se adelantó.  Además, su Ilustrísima, nosotros tenemos poco que ganar y mucho que perder.  Si este proyecto alternativo de organización solidaria acabase, el fracaso será sólo nuestro —aclaró Calixto, prosiguiendo—.  Pero le rogaría que su propuesta fuera por escrito... y de dominio público.  No queremos que una coma ni un punto quedase en un secreto crepuscular.  Seamos transparentes;  no opacos, como los frascos de veneno de botica o los conciliábulos de las logias que malmanejan a este país.  —Lo creo acertado,  hijo mío   —exclamó el tonsurado molesto, más que nada por ser él mismo parte de tales logias tenebris ex lux et infernalis speluncæ fratres. Consultaré con el arzobispado, en la capital.  Monseñor Felípez también desea transparencia en lo posible.              

Dicho esto, les rogó paciencia, prometiéndoles alojarlos en un cuarto de la casa parroquial para dialogar sin prisas, urgencias ni pesares. 

Una y media hora más tarde, fueron conducidos a un aposento grande provisto de ventilador de techo y una cama de cuerpo y medio.  Otra, metros más allá, de un cuerpo, para Ramona.  El prelado alegó que, por no estar uncidos al yugo sacramental, deberían dormir separados, aunque aún regía la cuarentena para la mujer de todos modos; una silla desvencijada, una canasta a guisa de moisés para el neonato y poco más.  Pero comparado esto a cuanto les tocaba padecer en la selva, era ganancioso, dirían. 

A media tarde, fueron conducidos a los aposentos privados del párroco, donde los esperaba una hervidora con leche tibia, una tetera con infusión, denominada mate-cocido preparado con yerba mate nativa, escaldada con azúcar quemada, hervida y colada (quien lo hubiese probado lo recordaría), un pote de mantequilla casera, otro de dulce de guayaba de igual factura y pan blanco que ornaban la mesa rústica de pesado lapacho, como invitando a un magro banquete... o quizá una merienda de negros. ¡Vaya uno a saber! 

¿Estaría monseñor probándolos para comprobar su moral?  Sin percatarse tal vez de ello, ambos tomaron asiento en bastos apyka de la misma noble madera y, tras preguntar al ama de llaves por Lucienna, se quedaron esperándolo antes de probar nada.  Tras media hora de espera y dos recalentadas de la merienda, apareció por fin pa’i Lucciena, sonriendo y con un papel membretado y firmado con dos o tres sellos episcopales.  La propuesta —entre bocado y bocado— era bastante escueta.  La iglesia interpondría sus buenos oficios para evitar o dilatar la expulsión de los ocupantes, de ser posible logrando la expropiación gestionándola ante el Congreso y el poder Ejecutivo, a cambio de instalar una escuelita para los niños (con catecismo incluido) y una capilla con sacerdote itinerante, una de cuyas funciones sería la de casar por los Santos Sacramentos a las parejas amancebadas o en concubinato pecaminoso; bautizar a los niños y a los remisos, amén de predicar las Buenas Nuevas según Karol Wojtyla y quizá despedir solemnemente —con el correspondiente responso— a quienes partirían sin duda al cielo tras abonar el sufragio celestial.  Nada más. Calixto Ñamandú releyó por séptima vez el documento antes de guardarlo en su bártulo con parsimonia casi indiferente.

¿Cómo reaccionarían los demás ocupantes y compañeros de aventura?  De seguro reirían a mandíbula vibrante de la casi imperativa proposición de la jerarquía, que insistía tercamente en salvar almas.  Pero de todos modos tenían tiempo para decidir, aunque monseñor les dio plazo de noventa días para una respuesta.  Caso de negativa o dilaciones, se abstendrían de interceder ante el gobierno en su favor y se atendrían a las consecuencias:  allanamiento de la colonia y expulsión por parte de la recientemente creada Policía Ecológica y Rural, una fuerza de choque que sustituyera a la Fuerza de Tareas Conjunta de militares de las tres armas y la policía nacional. Panorama bastante poco halagueño por cierto. ¡Vaya disyuntiva la planteada por el mefistofélico obispo!

Tras el regreso de Calixto a la ocupación, se convocó al aty guazú para decidir por la propuesta.  Obviamente no faltaron voces en favor de la misma; especialmente de las mujeres, antiguas militantes católicas, antes de las grandes represiones contra las Ligas Agrarias Cristianas de Misiones en 1976.  Nada perderían —dijeron las más veteranas— con dejar a los sacerdotes cumplir con su misión a cambio de contar con el respetado respaldo de la Iglesia.  Quienes quisieran continuar profesando su ideología, podrían por lo menos disimularlo, como dijera cierto heredero de la corona de Francia, antes hugonote: París, bien vale una misa”.  Ramona fue de las pocas que objetaron —con sólidos argumentos— tal presente griego.  En un torpe chapurreado guaraní, intercalado con un correcto castellano expresó más o menos: Ellos quieren inocularnos en nuestras propias venas, el virus infamante de la resignación. ¿Acaso impidieron o atenuaron las atrocidades de la “pascua dolorosa” en Misiones, en el setenta y seis? ¿Acaso intercedieron con sus buenos oficios, cuando vuestros hombres eran maniatados con alambres de espinos y torturados, algunos hasta la muerte, por pretender algo mejor?  Tampoco impidieron el fin de la colonia de San Isidro del Jejuí, ni la dispersión de todos, en esa orgía de sangre vivida por nuestros hermanos.  Si en algo pudiesen ayudarnos, lo harían sin condiciones coactivas ni chantaje espiritual, pero están poniéndonos a prueba y quieren que nos dividamos.  Nada más.

Ramona calló como para tomar resuello, pero el chispazo de silencio fue quebrado por Marcelina Caburé para abogar por lo sacro. —Si les damos lugar a ellos para crear una escuela, no nos perjudicarán ni perderemos nuestra libertad de decisión.  Además, si no queremos casarnos como manda la iglesia ¿quién podría obligarnos?  Los niños necesitan una escuela y nosotros no estamos en condiciones de inculcarles nuestra ignorancia en números y letras, cifras y frases.  Si ellos quieren aquí una capilla, les damos un lote en medio de la placita y listo. 

Alguien alzó la mano en el fondo del grupo.  Era Teodora Bermúdez, una adolescente encargada, de tanto en tanto, a cuidar de los más pequeños en ausencia de los padres. Es cierto lo que dice Ramona Ramírez. Si realmente quieren ayudarnos no impondrían condiciones.  Debemos hacerles una contrapropuesta. Que negocien primero la expropiación con el gobierno, un camino decente para salir al exterior, energía eléctrica para la colonia... y después cumpliremos con sus exigencias. ¿Por qué tenemos que hacerlo todo nosotros primero? ¡Que empiecen ellos!                    

Teodora cedió la palabra a alguien que alzó la mano cerca suyo mientras la secretaria de actas tomaba nota. Apoyo a la compañera Ramona  —exclamó Rosa Fretes, veterana de las frustradas experiencias de San Isidro—.  El padre Maciel, santo varón si los hay, fue herido por los esbirros de Stroessner sin que la iglesia levantase su voz en nuestro favor, excepto monseñor Maricevich, mientras varios de estos obispos de ahora delataban y malinformaban a la policía acerca de nuestros compañeros.  Mi marido fue atrozmente torturado y todos nosotros expulsados de nuestras propias tierras, compradas y tituladas, sólo por pensar y actuar con solidaridad.  ¿Acaso que ahora será diferente?  Nuestros hijos apenas aprenderán a dar la otra mejilla, mientras Caifás negociará con Judas y Pilatos nuestra crucifixión.  No debemos siquiera debatir esta proposición y sí, rechazarla in límine, como  dicen los curas.  Si ahora nos dividimos por el sí o por el no, nos debilitaremos, que es lo que ellos pretenden.  Además, prefiero que mis hijos estudien filosofía antes que catecismo; ética, antes que moral; que se realicen como ciudadanos laicos, antes que como fanáticos santurrones.  No quiero una comunidad basada en la caridad, sino en la justicia. He dicho.

Los aplausos, no unánimes es cierto pero sí entusiasmados, rubricaron las palabras de Rosa Fretes.  Pero todos comenzaron a comprender la necesidad de unirse, con la cohesión de una argamasa hormigonada en torno a ideales, que no conveniencias espurias.  Tras asegurar Calixto que él personalmente dirigiría la escuelita —con la asistencia desinteresada de su mujer, sin descuidar sus labores agrícolas— y sólo su resistencia tenaz les daría la victoria, los demás fueron dando sus pareceres de desistir de la dudosa ayuda del pa’i Lucciena, conocido —además de su afición a la buena mesa— por venerar a las botellas, que como los ángeles no tienen espaldas, más espirituosas que espirituales, por añadidura, además de su afición a tapetes verdes, lúdicos cuan aleatorios cubiletes y al nambípoká  de  la  baraja orillera, pendenciera y tramposa del truco.  Sabían que esas tierras, que figuraban a nombre de un tal Antebi, aún no estaban definitivamente tituladas y encima con una deuda atrasada de impuestos inmobiliarios.  El propietario, según averiguaron, sólo deseaba sacar rollos del monte para sus aserraderos y luego de devastar dichas tierras, largarse de nuevo a la ciudad. Antebi  quería vender madera para luego convertir esa parcela en campo ganadero, pese a que la carne paraguaya era sospechosa de aftosa y brucelosis.

Tras las deliberaciones, hubo algunas discusiones por el sí o por el no, aunque decidieron, por prudencia, seguir la proposición de la adolescente Teodora Bermúdez, de realizar la contrapropuesta invirtiendo los términos de la oferta. Es decir: primero los resultados de las gestiones de la iglesia, y luego la apertura de la colonia a la fe sacramentada en forma voluntaria. Pa’i Lucciena tendría bastante tiempo para pensarlo, suponían. 

Lo que ignoraban es que, éste estaba en esos mismos momentos en la capital, visitando al general Rodríguez en su lujosa residencia  “Las Carmelitas”, para una partida de póker, en compañía de monseñor Cornejo, ex ordinario castrense de Stroessner y cofrade de la parroquia del Gran Arquitecto. De paso, iría a informarle sobre la propuesta hecha a los campesinos invasores de las tierras de Antebi, quien hasta el golpe del tres de febrero del 89, fuera administrador de los bienes de la familia Stroessner y actualmente trasegados a la suya por obra y gracia de una transferencia de poder, algo fraudulenta, pero con el consenso tácito de la ciudadanía consciente y la de los demás Estados ¿unidos o jodidos?

Aborto prematuro

No cantaban los mirlos ni las cigarras por esos días.  Hasta los bullangueros y juguetones monos karajá se llamaron a silencio; como si presintiesen algo inexorable en cierne.  La selva parecía triste y desganada y los ruidosos pero poco visibles habitantes primigenios de la espesura, optaron por callar o bajar el volumen desaforado de sus voces. 

En la lejana Asunción, un militar retirado, forzosa y discretamente tras la rendición del Regimiento Escolta Presidencial, guardia pretoriana del desplazado tirano germano-criollo, el coronel Normando Krats, asumía sus flamantes funciones de crear, organizar, entrenar y armar, una fuerza de elite para reprimir a campesinos, manifestantes, estudiantes díscolos y obreros huelguistas, que intentasen salir de los democráticos carriles liberales, impuestos durante la llamada transición post stronista.                       El militar de reserva del arma de infantería, había estado en Fort Gulick en la Zona del Canal como becario y se había especializado en fuerzas de choque urbano y policía militarizada.  Las nuevas pautas del Gran Hermano del norte exigían un cambio de rumbo en la tristemente célebre  Doctrina de la Seguridad Nacional, por largo tiempo mentora de tiranos y torturadores en toda la sub-América y el tercer mundo.  Ahora los liberales vientos soplantes —casi al punto de huracanes en el planeta—, exigían nuevas definiciones y pautas más suaves.  Por de pronto, el ex embajador americano Timothy Towell citó al Estado Mayor a una conferencia sobre “conflictos sociales limitados y guerras de baja intensidad”, como se denominaría ahora la represión más solapada y menos visible.  El comunismo ya no era el cuco del llamado “mundo libre”, es decir: el imperio del dólar librecambista.  Habría que dar un golpe de timón, antes que del big-stick  habitual hasta entonces, y que también golpeaba con más dureza de lo tolerable.  El general presidente, recibió al coronel Krats en “Las Carmelitas” donde, casualmente por cierto, compartía con el padre Lucciena unas copas de buen whisky escocés con doce años y oscuro marbete gótico medieval de oropel. 

Tras las presentaciones, comentaron las últimas malas nuevas obrantes en el país.  Las ocupaciones y huelgas, además de manifestaciones masivas que comenzaban a ser molestas y urticantes como avispas desbocadas.  La policía era casi impotente para contenerlas y, a veces, se extralimitaba, provocando heridas graves y muertes. Habría que crear cuerpos especializados en represión blanda; sin heridas sangrantes ni muertes violentas.  Los mártires sólo enardecen más a los levantiscos y no solucionan nada. —Así es, Excelencia comentó Federico Lucciena con mal contenida sorna—.  Mire Ud. como reprimió Roma a los cristianos, y así le fue.  Es mejor el ridículo para derrotar al adversario, que las armas o las prohibiciones.  ¿No lo cree así, mi general?  El coronel Krats asentía en silencio.  Él, adalid de la Seguridad Nacional, becario de la CIA en Panamá y tecnócrata del Gran Garrote, no entendía muy bien el lenguaje del ensotanado, pero algo se lo decía —no en el corazón, que no lo tenía, según sus allegados— que los tiempos habían cambiado y se imponía la suavización  de la guerra, contra quien fuese; una suerte de softwar,  en el lenguaje informático de inteligencia, si es que ésta existía  en los cuadros castrenses.   Por favor, señores, vayamos al queso y olvidemos las formas protocolares huecas —exclamó de pronto el presidente—.  El señor Embajador, ése que sabemos, me sugirió que el coronel Krats, aquí presente, es el más indicado para formar tropas antimotines de elite.  La consigna del señor embajador, es la de dar libertad de expresión a las fuerzas vivas de la sociedad; pero ello presupondría una agitación social in crescendo, como dicen esos músicos de solfa, pues nunca faltan los eternos disconformes y los desagradecidos.  El señor embajador me prometió toda la colaboración de su gobierno en cuanto a escudos provistos de electroshockers, cascos, lanzagranadas de gas M-5, botas especiales, porras eléctricas, escopetas con balas de caucho y toda esa parafernalia de tranquilizantes sociales que nos ofrecen los Estados Unidos.  Ellos, más que nadie, saben que la libertad tiene su precio.  Cuando mandaba mi general Stroessner (esto lo dijo con respetuosa emoción y se notaba), él ofrecía seguridad... y cumplió, por lo menos consigo mismo.  Ahora el imperativo es: libertades públicas, y debemos suponer que la seguridad irá decayendo en proporción aritmética, pero qué le vamos a hacer concluyó el presidente, autoascendido a Comandante en Jefe de las FF.AA. de la República del Paraguay,  desde que lo dejara vacante su consuegro exiliado en Guaratuba por entonces.

Si me permite, Excelencia... digo... mi general  —tartamudeó el coronel, antes de proseguir su perorata—.  En mi modesta opinión, en lo futuro vamos a tener problemas nunca vistos ni sentidos en este país.  Si la Santa Iglesia no pone parte de sus buenos oficios para pacificar a los autodenominados campesinos sin tierra, poco podrán hacer las tropas de elite; ya que también ellas sufrirán el estrés y no creo que dejen de extralimitarse ante las situaciones-límite que les tocará vivir. Y probablemente ello implicará de tanto en tanto, alguien reventado con balas de goma, quemado o cegado por granadas fumígenas, traumatizado por las porras, mordido por mastines o resfriado por los carros hidrantes.  De todos modos, habrá que repartir hostias, y por lo que veo venir, más a menudo cada vez. 

Monseñor Lucciena asintió y opinó lo suyo: Las libertades llegaron cuando la olla estaba por estallar a causa de la presión de la canalla lumpen, mi general. Ud. no tendrá tantos problemas, como sus sucesores civiles.  No olvide que éste fue un Coup d’Etát  por encargo, casi hasta diría un autogolpe.  Su consuegro ya estaba anciano y los hechos lo superaron.  Las protestas sociales se le fueron de las manos y el señor embajador, Mr. Clyde Taylor, ya no lo dejaba en paz.  Hasta Su Santidad vino a darle un empujoncito de gracia.  Ud. sabe, entre arquitectos no nos pisaremos la escuadra, pero sus sucesores la tendrán pesada.  Ayer platiqué en Lima con un dirigente de los ocupas  de las tierras de Stroessner-Antebi y le puedo asegurar que esos cripto-izquierdosos son de cuidado.  No por la fuerza, que no la tienen; ni siquiera revolvitos de juguete, pero se las saben todas de pe a pa, y la tienen bien clara en cuanto a su modelo social. Desechan lo cristiano y piadoso en pro del más grosero y obsceno materialismo dialéctico y encima citando descaradamente las escrituras, como el más doctoral teólogo.  No valdrán tropas regulares para someterlos, pero sí, eso  que sugerí  antes.  Tenemos que ver la manera de hacerlos quedar en ridículo ante la opinión pública.  Recuerde que ésta tiene mucho peso, a la hora de evaluar los cursos de acción.  Al menos, esto es lo que diagnosticaron los hermanos de La Obra, por inspiración de nuestro querido Josemaría de Escribá, que en la gloria sea. 

—¿Y qué sugeriría Ud. al respecto, padre Lucciena? preguntó el Presidente, deseando entender sus intenciones—.  ¿A qué se refiere con eso  del ridículo?  No puedo contratar a José Olitte, ni a Los Compadres, Ricky Rekalde ni a Carlitos Vera,  o a los payasos del congreso,  para negociar con los lechervidas  sociales.

Imagine Ud. general, si de pronto aparece en los asentamientos algún cultivo clandestino de cannabis o algo así.  Los de la DEA sabrán como asesorarle en cuanto a eso.  Imagine el ridículo que harán esos... infeee... invasores si se les descubre en infracción  Claro que eso no sería jugar limpio, pero ¿quién juega limpio hoy día? ¡Oh, Dios mío! —terminó Lucienna, persignándose en homenaje a Maquiavelo.  —Me parece excelente la idea  —exclamó el Presidente—.  Pero de todos modos, el coronel se hará cargo de sus nuevas funciones, ya que el señor embajador tuvo la gentileza de sugerírmelo.  En cuanto a lo que me propuso, lo consultaré con Ridler y Walters, responsables de la DEA ante nuestro sufrido e ingenuo país. Ya hemos planificado juntos algunos envíos...eh...vigilados de nieve andina bajo la supervisión de ellos. No podemos acusar ahora de marxistas a nadie, hoy por hoy, pero lo otro...mmmh.  

—Mamá, mirá aquellos señores, que andan allá, hacia la tierra del Antebi ése —exclamó Purina Mereles, la niña de los Mereles, de la derechera doce del asentamiento.  Marcia, su madre observó hacia donde la inocente señalaba.  Efectivamente, más allá de los linderos de la ocupación, un grupo de hombres merodeaba quién sabe con qué intenciones, aunque aparentemente tenían más fachas de gringos, que de hacendados de la zona o peones. 

Efectivamente, tenían más aspecto de extranjeros y dirigían tareas de limpieza de un sector del bosque que los circundaba. ¡Andá rápido y avisale a Calixto, el de la derechera veinticinco!  —ordenó la madre a su hija—.  Decíle que venga a pispar lo que hacen esos rubiales por ahí.  En una de ésas, son agrimensores del IBR o gente de Asunción.  La niña corrió hacia el rancherío situado en el centro de la ocupación a cumplir el encargo de la madre, mientras ésta fingía seguir sembrando semillas de cacahuete y girasol para alimentar a los escolares de la colonia en cierne.  Calixto acudió al sitio con la premura requerida, pero no percibió nada anormal. De todos modos —se dijo—, habría que permanecer en alerta. 

Ya vería cómo averiguar las intenciones de los merodeadores. Por de pronto, era más urgente preparar el plan de enseñanza para los niños, y de ser posible en guaraní, su lengua materna. El castellano se enseñaría como segundo idioma, a fin de formarlos además en otras ramas, como filosofía, historia agraria, matemática aplicada y cuanto precisaran para lo futuro. 

Carlos Walters y otros expertos, tras una somera exploración aérea decidieron elegir el sitio más cercano a la fracción ocupada para sembrar simientes de marihuana.  El embajador recibió la autorización de Washington para el operativo.  Cualquier cosa, menos violencia, cosa poco tolerada en democracia formal.  Pero tampoco debía tolerarse, al menos en los países amigos, las invasiones de propiedades privadas.  Para los sobrinos de Sam, era como escupir por los valores más sagrados.  Como para sería para un musulmán denigrar la memoria del Profeta, o algo por el estilo. 

Robert Ridler y Carlos Walters calcularon que en dos meses más los plantines de cannabis alcanzarían la altura suficiente, como para justificar un aparatoso procedimiento de desalojo de las tierras ocupadas y arresto de los cabecillas.  Además, el narcotráfico justificaría cualquier posible exceso, ya que se había convertido en sustituto del marxismo como pretexto de intervenciones unilaterales de los Estados Unidos contra cualquier nación, que no fuese europea, rusa o china. 

Otro Viet Nam se justificaría en América Latina, como dicen los gringos, por causa de producir masivamente sustancias alteradoras —si no peores que el alcohol o el tabaco, causantes de crímenes, accidentes y cánceres diversos—, sí perseguibles por la ley... y la trampa que acompaña a toda ley que se precie, desde su cuna. 

Monseñor Felípez convocó a los titulares de la Conferencia Episcopal y del Comité de Iglesias, integrado entonces por la católica, la Evangélica Alemana del Paraguay y los Discípulos de Cristo.  Estudiarían la contrapropuesta de los ocupantes de Táva Arandú, redactadas a mano limpia y buena letra, aunque el prelado intuía que era inaceptable para la jerarquía.

Para entonces, estaba en marcha una campaña electoral para renovar la constitución vigente, hecha a la medida de Stroessner, vía convención. Una de las modificaciones propuestas, estaba de boca en boca: la separación del concubinato Iglesia-Estado, vigente desde los tiempos de la conquista imperial romana en occidente.  Incluso se hablaba de legalizar el divorcio y eliminar la enseñanza religiosa de las escuelas y colegios públicos, dado que la francmasonería laica dominaba el ambiente político paraguayo, además del empresarial y especulativo.

El Opus Dei no podría impedirlo, por estar tácitamente de acuerdo y se imponía la catolización de los campesinos, antes que la iglesia fuera perdiendo terreno.  Bien por el avance de las sectas evangélicas milenaristas, o simplemente por la laicización de la ciudadanía o la socialización de los éjidos campesinos; pese a la perestroika, el derrumbe del muro de Berlín y el fin de la historia, según el frustrado profeta Francis Fukuyama.  Desde luego que no costaría nada a los pastores iniciar los trámites de expropiación a priori, antes de exigir a los ocupantes la sumisión a la Iglesia; pero por una cuestión de principios, la iniciativa debía partir del campesinado.  Caso contrario la autoridad de la iglesia sufriría una merma importante.

Hasta la secta de un reverendo coreano estaba cometiendo abigeato, arreando con las ovejas del rebaño divino hacia su propio redil, lo que motivaría un toque a rebato por parte de la Jerarquía.  ¿Olvidaría quizá monseñor Felípez, que la autoridad de la Iglesia —especialmente la moral— sufriera ya un duro golpe a su credibilidad, cuando el finado arzobispo de Asunción Aníbal Mena Porta, apoyó en vida y en forma irrestricta a la naciente tiranía allá por los años cincuenta y cinco?  Si en el pasado nefasto la trilogía tripunte: partido colorado, Stroessner y el ejército no hubiese sido reforzada con el apoyo de la iglesia católica (que incluso ocupaba una curul en el Consejo de Estado por entonces), quizá no pudiera haber sojuzgado al país por tantos años.  Por otra parte, la iglesia romana hubo optado por la farisaica e hipócrita caridad, en lugar de la justicia, como virtud teologal; lo que inconscientemente alejaba a los feligreses, especialmente urbanos, en estampida masiva en pos de otras opciones evangélicas fundamentalistas aún más radicales y diestras.  Extremadamente diestras.

De todos modos, el rechazo de la contrapropuesta de los campesinos, daría vía libre al plan propuesto por él mismo, en complicidad con la DEA y las agencias antinarcóticos del país. Maquiavelo sonreiría satisfecho al comprobar que sus postulados tenían vigencia perpetua en el planeta, al ser aplicados al revés del viceversa. Especialmente entre sus muchos y aplicados discípulos ensotanados y quizá ensatanados como le hiciera decir don Roa Bastos al Supremo. 

Una noche primaveral, Calixto Ñamandú decidió salir, linterna en mano, a explorar el entorno de la ocupación. Desde que aparecieran los extraños extranjeros, no hubo novedades de bulto, como si hubiesen desistido de sus poco claros propósitos.  Cuidando de no despertar a nadie, se acercó a los linderos de la ocupación y se introdujo en el ignoto territorio aún en poder de los Antebi... o quienes fuesen.  No tardó en llegar al sitio, y con su fanal pudo enfocar retoños de plantas que le recordaron algo que no pudo precisar en el primer momento. Tras hacer memoria, recordó cierta iconografía bastante utilizada por los transgresores, hippies y libertarios de la década de los sesenta, cayendo en la cuenta de lo que se trataba. 

Las pequeñas plantas aún no estaban en punto de cosecha, pero bastarían para desatar una feroz represión contra ellos, lo que les valdría una ignominiosa expulsión, más el sambenito de los "antecedentes penales" de por vida.  De nada serviría gritar la obscena verdad de su inocencia a los cuatro vientos, cuando el viento norte los condenase.  Decidió cortar por lo sano y arrancar uno a uno los plantines apilándolos en un montón como para incinerarlos. Sintió lástima por tronchar vidas, por más vegetales que fuesen, ya que su formación lo hacía amar a la naturaleza en todas sus formas, pero sus  mujeres y niños estaban primero.  Supuso que quienes hicieron este juego sucio no andarían lejos, o mantendrían una discreta vigilancia sobre el lugar. Probablemente esperarían que florezcan los primeros capullos del cannabis, antes de irrumpir con todo y armas en el sitio.  Tras varias horas de trabajo y casi al filo de la aurora insinuante, acabó de arrancar la última mata, tras lo cual se dirigió nuevamente a su derechera para avisar a los demás de juntar combustible e incinerar las plantas en el lugar. A partir de ahora, deberían estar alertas en forma permanente, pues hubo caído en la cuenta que quienes estuvieran detrás de esto serían capaces de todo y algo más; aunque no se le ocurrió pensar que la embajada norteamericana estuviese implicada en el operativo de “siembra”, antes bien, debió suponer que serían los propios capangas de Alberto Antebi quienes lo hicieran. Lo que menos se le ocurriría, es que la idea originaria fuese del padre Lucciena, diligentemente aplicada por el general Rodríguez, excelente connaisseur del tema de sustancias prohibidas. 

De todos modos, su acción nocturna pudo conjurar momentáneamente la amenaza.  Mas desde ese día deberían dormir con un ojo en vela y el olfato en alerta roja. No tardaron los demás compañeros en trasladar el informe montón de plantines hacia sus derecheras para no llamar la atención de los peones del capataz testaferro del verdadero dueño.  Luego procedieron a rociar con queroseno el montón de plantas, aún verdes, para  dar cuenta de ellas con el purificador e ígneo elemento que todo lo transforma. 

Los peones y pistoleros del supuesto propietario, divisaron de lejos la humareda, pero no le dieron demasiada importancia.  Por la estación lluviosa, no habría probabilidad de incendio forestal, y tal vez fuese la quema de un rozado de cultivo por parte de los ocupantes clandestinos de la fracción sur de la vasta propiedad. De todos modos, avisarían por radio al patrón ausente en Asunción, acerca del caso.  Mas, al enterarse éste de lo acontecido, decidió comunicarlo al representante de la DEA, Ridler, para alertarlo. Junqueira, el caporal, sabía lo de la siembra de marihuana en sus linderos, para acusar a los ocupantes de narcotráfico y temía que éstos hubiesen descubierto el bluff.  Al día siguiente, los expertos de la DEA y la recién creada SENAD, sobrevolaron en un helicóptero el sembradío, comprobando la inexistencia del mismo, con lo que dedujeron que el operativo había sido abortado por los sintierras, en el mismísimo útero de la selva.  No les quedaría otra que “sembrar” la ocupación con paquetes de marihuana ya prensada a fin de concluir con la molesta presencia de elementos marxistas en el corazón del Paraguay, por tanto tiempo bastión de la democracia sin comunismo en el Cono Sur.  Aún si para ello haya sido preciso sostener una de las más bárbaras tiranías de todos los tiempos.  Claro es, que los remedios fuertes a veces tienen efectos colaterales indeseables, pero los intereses y conveniencias lo justifican plenamente.  Al menos desde la óptica del perínclito Níccolò Macchiavelli, profeta de los poderes fácticos. 

De todos modos, las nuevas tropas de elite se estrenaron con el desalojo de Táva Arandú un mes y medio más tarde, con una orden firmada por el venal juez de Lima, siendo expulsados los ocupantes y quemados los ranchos aún precarios, la escuelita en construcción y el dispensario sanitario.  Siete heridos graves y treinta y cinco detenidos fueron el saldo semifinal del operativo. El coronel Krats y sus acorazados muchachos se había lucido en su nueva misión, como se verá más adelante.

Una cuestión de fe

El presidente ordenó al siempre manso y acrítico Congreso Nacional (éste no hubo sufrido cambios, salvo de forma, y quizá ni eso), a convocar para la reforma constitucional.  Era preciso reemplazar a la aún vigente  promulgada por Stroessner y que, según decían, estaba hecha a su antojo para uso y abuso.  Si todo salía como se esperaba, la próxima sería la más libérrima del continente, aunque nadie lo tenía bien claro.  Habría elecciones para seleccionar convencionales por todos los partidos reconocidos, aún los socialistas y comunistas bajo libertad vigilada, como el resto de la ciudadanía. Hasta reapareció un pintoresco partido nacional-socialista paraguayo, liderado  por un tal Bader Ibáñez, de profesión farmacéutico, el cual ya participara de las primeras elecciones post stronistas en 1989.  También se presentaría un movimiento independiente, como el que hubo conquistado la intendencia municipal capitalina, lo que sería una reñida puja para legislar sobre las futuras reglas del juego político; aunque las chances del partido colorado en el gobierno eran aún altas en todo el país, como lo demostraron después. 

Pero los convencionales no se caracterizaban por sus luces, con ligeras excepciones.  Excepciones volátiles de tan ligeras.  Los altos prelados de la jerarquía hicieron antesala ante los políticos, para evitar la excesiva laicización política y social, pues hallaban aberrante que se intentase legislar la legalización del divorcio vincular, la separación Iglesia-Estado y otros ítems, y hasta serían capaces de despenalizar el aborto en una de ésas.  Además, estaba aún candente el tema de la reforma agraria, las ocupaciones de tierras privadas y las rebeliones estudiantiles en pos de reformas, amén de los conflictos obreros por salarios, caídos en el incumplimiento del haber, a causa de la inflación u otros motivos teledirigidos por el omnipresente FMI. Por otra parte, la separación Estado-Iglesia, corría de bocas a orejas en todo el tout Asunción, buscando adeptos y votantes, especialmente de ciertos círculos políticos vinculados a ominosas sociedades discretas, como se auto denominan los hermanos buscadores de la cuadratura del círculo. 

El pueblo en general, especialmente la mayoría ágrafa y deslustrada, estaba en la errónea creencia de que una constitución solucionaría todos sus problemas; cuando en realidad no haría más que darles derecho al pataleo, amén de crear más conflictos.  Pensaban además que el terrorismo de Estado cedería paso a la tolerancia, en una ingenua mezcla de misticismo y estupidez, mestizados con caña brava y cerveza, donde no faltarían los anónimos puñales esgrimidos por sicarios aficionados con ínfulas de profesionales. Para acelerar el proceso, se dejó de lado el proyecto de plantar paquetes de marihuana en la colonia Táva Arandú, y se optó por una orden judicial de desalojo con la Ley en la mano, como dijera cierto ex fiscal general del tirano, de nombre Clotildo Jiménez, más conocido como don Cretildo.

Las fuerzas policiales, aún no entrenadas en las nuevas doctrinas, entraron una mañana en la colonia. Tras reunir a los pobladores, el oficial de justicia leyó la orden de desalojo, dándoles plazo de diez horas para sacar sus pertenencias fuera del predio, ante el llanto desesperado de mujeres y niños y la indignación e impotencia de los hombres; aunque agitaron banderas y cantaron himnos patrios, la policía fue inflexible. 

Cinco horas más tarde, los ocupantes dijeron que no abandonarían sus ranchos, por lo que el comisario que encabezaba el equipo de desalojo, dio orden de incendiar los ranchos con todos los enseres adentro, mientras arreaban literalmente a los labriegos en camiones traídos al efecto. Los que intentaron resistir, aunque fuese espiritualmente, fueron objeto de golpes de porra o perseguidos a culatazos y con granadas de gas.

Al cumplirse el plazo, quedaron veintiocho ranchos ardiendo o en pavesas, la escuelita reducida a escombros y el mástil, derribado con  todo y bandera.  La ausencia de caminos directos, impidió la entrada de topadoras mecánicas, por lo que debieron proceder a la quema.  Treinta y cinco hombres fueron a dar con sus huesos en la cárcel regional de Ca’aguazú y las mujeres y niños quedaron en un costado de la ruta troncal, abandonados a su suerte, sin otros medios de subsistencia que la caridad.

La opinión pública tomó fríamente la noticia de cuanto ocurría en las lejanas tierras del interior, pero sentó precedentes de que no se detendría el aparato represivo en melindres ni escrúpulos. Todavía seguía vigente la orden superior, pese a los cacareados postulados democráticos de la transición, los derechos humanos de utilería y pergaminos inválidos como condecoraciones póstumas.  Gracias a la ayuda de las iglesias y de algunas organizaciones civiles, las mujeres y niños pudieron sobrevivir a la intemperie en rústicas carpas de plástico, pero los hombres, Calixto entre ellos, pasaron noventa días a la sombra en condiciones que avergonzarían al infame penal de la Isla del Diablo en lo tocante a la crueldad de los guardiacárceles.

Pese a todo, salieron fortalecidos de la prueba y apenas tres meses y medio más tarde, ingresaron de nuevo a la propiedad, reconstruyendo sus ranchos en menos de quince días en un trabajo mancomunado de hormigas, burlando nuevamente a los aviesos sabuesos y a los ya agotados latifundistas que comenzaban a entrever la posibilidad de vender esas tierras, calientes como batatas al rescoldo, al IBR para colonización, ya que cada juicio de desalojo iba costando más, a medida que se desangraban las cuentas bancarias de los propietarios de tierras incultas.

Pero la iglesia no cejaba, en su tarea de convencer a los labriegos de las bondades de la fe; así como otras confesiones: mormones, adventistas, luteranos, moonies, testigos de Jehová, entre otras. También los partidos políticos hacían lo suyo para afiliar conciencias en sus padrones y registros. Con todo este maremágnum de ofertas, se veía venir la constituyente, de la que nadie sabía demasiado, excepto sus ideólogos y detractores, que también los había.

La palabra-alma estaba siendo sustituida por el discurso-piel.  Pura cáscara dialéctica, hueca como carcaza de cigarra, vacía como libro en blanco o cerebro de legislador de seccional.  Viendo la imposibilidad física de hacer retroceder a los campesinos sin tierra, el presidente optó por reconocer algunas comunidades, pero les exigió trasladarse a regiones aisladas e inhóspitas, sin rutas ni infraestructura alguna, pero por lo menos allí no serían molestados.

En la intuición que el presidente militar cumpliría con su palabra, en asamblea resolvieron aceptar la oferta y una tarde gris de invierno, vinieron diez camiones militares para trasladarlos unos setenta kilómetros más al norte, en una región boscosa cercana al río Aguaray Guazú, aún titulada a nombre de un extranjero de nombre Laszar Morgan, administrador putativo de la familia Stroessner-Mora, con la cual el general Rodríguez estaba de punta por razones de negocios familiares. Una vez allí, recibieron algunas herramientas, provisiones militares para tres meses y carpas del ejército, quedando a partir de allí, librados a su suerte. Pero pese a ello, se tenían fe. Porque finalmente, el triunfo o el fracaso es una cuestión de fe.  Nada más.  

La lucha continúa  

Alberto Antebi, tras infructuosos cual vanos cabildeos y tejemanejes, no pudo conseguir que aceptasen su interesada propuesta de ceder —dizque generosamente, según él mismo lo proclamaba a los cuatro vientos— parte de sus tierras, poco aptas para cultivo y encima aisladas en medio de un mar rojiverde de selva achaparrada y tierra roja como la sangre de sus miles de mártires activos y pasivos.  El latifundista y especulador —cuyas propiedades y las de su familia, aparentemente, abarcaban algo más que toda la superficie de Bélgica y en su mayoría estaban despobladas e incultas—, pretendía nada menos que el equivalente a tres mil dólares por hectárea, para transferir al IBR la fracción antes ocupada por los campesinos liderados por Calixto y otros.  Estos tampoco aceptaron el exorbitante precio, que excedía con creces a la tasación fiscal en esa remota zona norteña, alejada de dios  y de la civilización accidental, es decir del diablo, aunque siempre a tiro de gracia del ubicuo Fondo Monetario Internacional. 

Es más, exigían al Congreso la confiscación sumaria de las propiedades, adquiridas a precio vil y en dudosos procedimientos, por la familia Antebi, tras la hecatombe bélica de 1864-1870, durante el llamado proceso de reconstrucción nacional (cien años antes del proceso de destrucción irracional, que aún no cesa y prosigue sin prisa ni pausa), en que las tierras, hasta entonces en manos del Estado, fueran rematadas por monedas depreciadas a cuanto aventurero y especulador las solicitase, ante la acuciante presión de los vencedores por el oneroso pago de reparaciones de guerra; que como todos saben, quedan a cargo y costas del vencido.  En este caso el Paraguay, prácticamente aniquilado entonces por tres naciones coaligadas contra una más pequeña y cuya forzada mediterraneidad la debilitó aún más.

 La resurrección de un concepto alternativo de colonización y usufructo de la tierra, al que se creía desaparecido u olvidado, produjo escozor en autoridades civiles y eclesiásticas, pero alarmó hasta el paroxismo a las policiales y militares, así como a los grandes gremios empresariales que siempre apostaban a sus intereses  En cuanto a la reforma constitucional, el partido de gobierno ganó con el ochenta y dos por ciento de los sufragios y copó casi todos los escaños de convencionales en desmedro del partido liberal y los independientes que apenas lograron un incómodo y escuálido diez y ocho por ciento en conjunto.

Para ello, sólo bastó prometer a su electorado cautivo “trabajo en primer lugar” (aludiendo a la lista uno del partido colorado) algo imposible, ya que ninguna constituyente es una agencia de empleos, pero la necesidad se emparenta con la necedad en momentos difíciles. Mientras se instalaba la magna Convención, los campesinos salieron a protestar con cortes de rutas en la conflictiva zona de Santa Rosa del Aguaray, donde tras desigual y bizarro encuentro con fuerzas policiales de elite, recientemente entrenadas por el coronel Krats, dejaron un saldo de un muerto por herida de bala, veinte heridos graves, de balas de goma y porras, algunos contusos y otros cegados, algunos para siempre por granadas fumígenas.

Pareciera como que las fuerzas regresivas individualizaran a los líderes y dirigían contra ellos sus balas asesinas, sus golpes, sus calumnias, sus vituperios, sus odios o frustraciones.  La tradición caudillesca de la política paraguaya con su clientelismo anacrónico, daba por sentado con precedencia que, descabezando a la dirigencia acababan con los movimientos, sin percatarse que los campesinos utilizaban otro tipo de liderazgo más horizontal y de responsabilidades compartidas; por lo que la eliminación de un dirigente no hacía mella en la organización, ya que cualquiera podría sustituir a los caídos.

En Santa Rosa, inmediatamente tras la muerte de Perú Jiménez, se convocó a Asamblea extraordinaria donde se eligió de consenso al sucesor, apenas concluidas sus exequias. En este caso, una mujer: Lidia Agüero, de larga militancia en las luchas campesinas y veterana de la gran represión de la Pascua Dolorosa de 1976, en Las Misiones.  Sin pérdida de tiempo, se hizo un llamamiento a una gran marcha sobre Asunción, programada para los próximos noventa días, donde esperaban reunir más de diez mil agricultores.  Algunos con tierras, pero sin esperanzas; o sin tierras simplemente, pero con esperanzas; esas putas vestidas de verde que nunca mueren del todo. 

La gleba de los proletarios feudales del siglo XX, desfilaría alzando los brazos y los puños en abierto desafío a los feudalismos de nuevo cuño.  La iglesia, viendo que se le escapaba de las manos el movimiento campesino, dio marcha atrás en sus propuestas, casi imperativas y coercitivas por otra parte, ofreciendo a los labriegos apoyo logístico, alimentos y alojamiento en el ex seminario metropolitano para las calendas de la marcha. Estas propuestas se dieron sin condicionantes a fin de captar al campesinado para engrosar el rebaño de ovejas y, especialmente, borregos del Señor, pues que los carneros debían pasar previamente por el tamiz de un seminario canónico teologal.

Los campesinos, tras breve conciliábulo, aceptaron el ofrecimiento en el que también participaría la ciudadanía, con aportes, con alimentos y servicios.  Hasta los jóvenes asuncenos se ofrecieron voluntariamente para administrar las ollas populares que demandaría la movilización, el pataleo, las protestas y la retirada, tras las promesas de los irresponsables de la politica paraguaya, generalmente eludidas a posteriori.  La omnipresente y casi omnisciente embajada americana estaba exteriorizando su preocupación, al borde de un ataque de paranoia, ante los desbordes populares, sin su clásico poder de exorcizarlos, pese a que no había conexiones aparentes entre las huelgas obreras y los movimientos sociales diversos que aflorarían por doquier como hongos tras las lluvias de abril.  En vísperas de su retorno, el ex embajador Towell tuvo por entonces varias reuniones de emergencia amarilla con los empresarios, ante la posibilidad de que se repitiesen hechos ya comunes en la Argentina y el Brasil: asaltos multitudinarios con tomas y vaciamientos de supermercados y grandes almacenes.

Si bien la situación social estaba relativamente bajo control aún, podrían desbordarse los acontecimientos en desmadre total.  Para entonces, serían incontenibles, incluso con represas hidroeléctricas: en forma de porras y cañones hidrantes.  Tim Towell, —a la sazón muy amigo de Rodríguez, el general presidente, sucesor de otro general prescindente y padre tirando a abuelo de la democracia sin comunismo— dictaba pautas políticas.  Con el tiempo, tras ser radiado del servicio exterior en su país, Towell se convertiría en asalariado del general-empresario (¿o empre saurio?) y su testaferro en los Estados Unidos, donde Rodríguez invertía dólares grises o negros, para pintarlos nuevamente de verde. ¿Y quién mejor que un ex embajador, conocedor de antesalas y presiones, para representarlo en su gran país norteño y primermundista? 

Alberto Antebi se sentó en el palco reservado del aristocrático Derby‘s Club de Asunción.  Esa mañana habría una reñida carrera entre un pingo importado y de delicado pedigrée, del haras del general Rodríguez: una yegua, muy Sultana ella; el general Lino Oviedo, con Incitátur se jugarían el aliento en esta patriada contra su potrillo Torpedo.  Tenía varias disyuntivas para la ocasión, que no la pintaban nada calva.  De todos modos, aunque perdiese en la carrera, algo ganaría.  Si se iba al bombo, como dicen los porteños, perdería unos cien mil dólares apostados al favorito: Torpedo. Si ganaba, se embolsaría el séxtuplo, más los premios y otros incentivos del gran ocio.  Perder la carrera, significaría perder el premio, pero recibiría el triple de manos de los más apóstatas apostadores contra el favorito. La yegua del presidente también se impuso poco antes en Hialeah, en la Florida, por lo que la puja sería casi pareja, además en peso y edad.

Las leyes y reglamentos suelen ser justos en las disputas o competiciones entre los poderosos.  Pero aparte de amistosas pero rivalizadas carreras, en las que se apuesta cada domingo el futuro del país, e incluso el post-futuro, también se pueden hacer buenos negocios en las pistas o palcos. Toda la crema del ambiente político-empresarial, converge en ese exclusivo coto del poder, donde los apostadores compulsivos de la clase ociosa dilapidan alegremente el dinero del sudor ajeno y de los impuestos, tasas, alcabalas, almojarifazgo, peajes, desvíos, malversaciones y coimas por venta de influencias y decisiones políticas.                      Y aún así, les sobra para especular con los cambios, las licitaciones amañadas, las ventas o servicios fraudulentos al Estado, la especulación con artículos de primera necesidad, la promoción de los artículos de primera necedad, verbigracia: armas, suntuarios, licores, tabaco y demás sustancias blancas superfluas.  Pero eso sí, siempre conservando la imagen democrática, y que los creyesen señores empresarios; no los  agiotistas especuladores que realmente son. 

Los demás clubes de bon vivants —que también albergan a la flor y truco de la crema— tampoco están alejados de la esfera del poder. Antes bien, discuten de negocios y lucro, con las conciencias felices de ser los portadores del mango de la sartén o la vara de Mercurio en sus blasones. ¡Oh, sí mi general! ¡Su yegua estuvo magistral, así como su conductor! ¡felicitaciones, nuevamente! —concluyó  Antebi, coreado por el general Lino Oviedo, en un dueto untuoso como budín crematístico. La tertulia estaba en punto equidistante entre las zalamerías de costumbre y la ebriedad  ligeramente avanzada, audaz y sin desbocarse, como corresponde entre caballeros.

La no tan improvisada reunión, respondía a la alarma suscitada por la resistencia campesina; esa resistencia tenaz de quienes se juegan al todo o nada; de quienes nada ya tienen que perder porque lo han perdido todo, incluso lo que nunca poseyeran. El tema parecía inagotable: ocupaciones en San Pedro, Concepción, Kanindeju, Alto Paraná. Pareciera de pronto que todo el proletariado se hubiese puesto de acuerdo para incordiar al orden nacional al mismo tiempo. Pero, jamelgos aparte —exclamó Rodríguez, conocido en ciertos círculos financieros guaraníes como el tragalotodo, debemos ser conscientes que estamos en crisis y no veo nada  malo en que ganemos por abandono antes que por knock out o jaque mate en esta pulseada de resistencia. Los dejamos tirados allá, ya que vos (voseo al estilo sudaca) me dijiste que te dejarías expropiar esas tierras. Por eso nada más. Pero ahora me salís con que estás cotizando en dólares una tierra dura que  no da ni para mandiocal anémico. 

El campesinado, ignorante de todo estos acontecimientos, seguía enlodándose en su sórdido infortunio de tierra ensangrentada de pasiones y empolvada de soledad. Pero esto, no lo ignoraba Mr. Antebi, el cual descendía de poderosos terratenientes geófagos de cortina, con más tierras rurales que deseos de trabajarlas. No lo ignoraba en absoluto, dado que la sociedad esclavista finisecular del ochocientos, hozaba en la opulencia más procaz, mientras los mensú  gemían bajo el látigo de los capataces, caporales o capangas, de sol a luna y de lunes a soles.                        

El idealista Calixto Ñamandú ya se abocó a la construcción de la escuela, que llevaría el nombre de Igualdad, antes que a la de su propia vivienda.  Le pareció más perentorio y prioritario el inicio de una nueva etapa de conocimientos prácticos a los niños. Ramona Ramírez, mujer de Calixto, aguardaba nuevamente progenie cuando apenas destetó al primero. Calixto, en tanto preparó cuidadosamente en largas e insomnes veladas nocturnas con candelas de sebo artesanal, las lecciones a ser compartidas (le desagradaba el verbo impartir) con los niños. No sólo de Sócrates a Marx, sino de Lao Tsé a Buda, de Jesús a Muhammhad y de Platón a Maquiavelo desfilaban por su mente. También los principios solidarios practicados por los indígenas, dueños e hijos de la tierra. Nadie sería más que nadie; compartir antes que competir, amar antes que disgregar, soñar antes que dormir, portar ideales antes que banderas, cantar canciones de cuna, antes que himnos guerreros, en fin... de ser, antes que  tener simplemente. 

La mesa del lujoso buffet  del Derby‘s Club estaba sembrada de exquisiteces y licores añejos, escanciados con la generosidad irresponsable de manirrotos calaveras.  Los héroes de la jornada: el general Rodríguez, cuya yegua Sultana ganara la tercera carrera; el general Lino Oviedo, cuyo montado Incitátur saliera tercero y  Alberto Antebi, el casi ganador con Torpedo, debatían los últimos acaeceres rurales.  Decidan pronto, mi general —decía  Antebi, con un ligero dejo de desesperada ansiedad. Estoy en quiebra técnica y necesito deshacerme de esas tierras malditas, pero sin perder plata en la transacción. ¿No podría acelerar el proceso legislativo?  —suplicó el empresario, suspirando como locomotora en celo. —¡Vos sabés, amigo Antebi, que no soy un dictador, sino un demócrata                   —respondió el ahora bonachón general-presidente, prosiguiendo—.  Si el Honorable Congreso Nacional no acepta tus ofertas, no es culpa mía  acotó  al rogativo caballero de levita y galera—.  Aún no me estoy permitiendo gobernar por decreto, pero... podrías vendérmelas a mí, y yo me encargaré de cederlas al Estado, digamos, pero no pagaré más de ciento veinte dólares la hectárea.  La desesperación de Antebi aumentaba en forma exponencial y lamentó no tener a mano sus analgésicos y otros fármacos fuertes con los que se reestructuraba de mente  diariamente.  Evidentemente, la lucha continuaría por mucho tiempo aun.  Pidió al mozo de mesa una tira de “ergo-dolavit” y un “alkacid” para no tener que vomitar los manjares recientemente ingeridos y los exquisitos vinos y licores recientemente trasegados en tan ¿agradable? tertulia dominguera y ¿deportiva?  Finalmente, decidió vomitar lo ingerido, junto con sus preocupaciones, pensando, y no sin conocimiento de causa, que siempre habría tontos a quienes joder, pues la tasación de sus tierras sería escandalosamente inflada en el poco honorable Congreso nacional ¿o necio... nal?

La marcha de los parias

Calixto se hallaba en Asunción, para coordinar el apoyo sindical, ciudadano y estudiantil a la marcha campesina, programada para los primeros días de abril, que el clerical ya lo tenían.  Ramona no pudo acompañarlo por estar en vías de parto y no podría acceder a hospitales capitalinos sin oblación de efectivo.  A los privados se rehusaba por onerosos y a los públicos por indigentes e infecciosos, prefiriendo encomendarse a la muy experimentada comadrona de la colonia... por si acaso. 

Lo esperarían en la catedral además, para conversar con algunos obispos algo más accesibles, abiertos y francos y organizar la recepción de donaciones y aportes, amén del servicio a los peregrinos, que contaría con núcleos de jóvenes socialmente comprometidos para tal menester. Cada detalle —incluidos lo imponderable y azaroso— merecía atención.

No podría faltar ni un bocado de pan y la logística debería ser precisa como operación de cirugía mayor, que de eso se trataba: de extirpar el cáncer de la corrupción y la gangrena de la deshonestidad pública. Además, el milagro de los panes y los peces les estaría vedado, por lo que deberían auscultar sus propias fuerzas y capacidad de convicción. 

El presidente Rodríguez llamó a reunión de gabinete para elaborar y planificar los cursos de acción ante la inminente llegada de aproximadamente diez a doce mil campesinos —con o sin tierras— de todo el país,  y la manera de disolver, con precisión homeopática, tales manifestaciones de presión. a la que se sumarían cortes de rutas, huelgas de transportistas y bloqueos de puentes internacionales.

Todo parecía cronometrado por el diablo, en su afán de revolver ríos para ignotos pescadores de oportunidades; que no eran precisamente los labriegos, según reconoció el general Rodríguez en uno de sus raros e infrecuentes raptos de sinceramiento.  Mientras tanto, su subalterno: Lino Oviedo sonreía mefistofélicamente a su lado, como viéndose a sí mismo con una gran red de pescar incautos para algún futuro proyecto político.  Si bien, él y  Alberto Antebi perdieran sus apuestas a ganador, no serían ellos los perdedores, sino el sufrido pueblo paraguayo empeñado en mantener parásitos al frente del Estado y encima de él, votos cautivos mediante.  Por de pronto, a Rodríguez se le ocurrió buscar a un coronel retirado de apellido Centurión para crear una institución con la sigla CONCODER a fin de pacificar a los excluidos de las Reformas Agrarias de la tiranía y contemporizar con los mismos, chuleándolos como en el fútbol.

—Escuchen atentamente, niños exclamó Ramona Ramírez, en un guaraní algo entremezclado con su aún vigente acento castellano sureño, en la escuelita  Igualdad.2  Tras el grito de independencia, el Paraguay, es decir la clase dirigente y el pueblo, estaban divididos entre porteñistas e independentistas.  Es decir: quienes pretendían anexarse a Buenos Aires, y quienes se empeñaban a muerte en mantener la soberanía y la libertad. Entre éstos, el doctor José Gaspar Rodríguez de Francia, intransigente defensor de la autogestión política y económica, el cual, mediante la lengua guaraní pudo convencer a gran número de diputados campesinos de la magna asamblea de 1814 a apoyarlo, para evitar que Yegros, Iturbe y los demás, entregasen el territorio recientemente sacudido de la corona, a los librecambistas porteños, a trueque del libre tránsito de los ríos y salida al mar de sus productos. 

Los poco más de sesenta niños de ambos sexos, escuchaban embelesados las palabras de la maestra, quien mapa en vista y puntero en mano señalaba la posición y magnitud del Paraguay de entonces.  En la asamblea del año catorce, el doctor Francia fue ungido Dictador Temporal, para capear la crisis política interna, las amenazas externas de Buenos Aires y las  de los portugueses. ¿Es cierto que la dictadura cerró las fronteras con candado?  —preguntó de pronto Ramona, antes de sentir los primeros dolores de parto de su segundo vástago.  ¡No señora! El gobierno patrótico revolucionario mantuvo Pilar e Itapúa abiertos al comercio exterior —exclamaron varios niños, que evidentemente habrían leído a Richard Alan White además de Julio César Chávez, Mastermann o Rengger. Luego se asustaron al observar la nívea palidez de doña Ramona y corrieron a asistirla unos y a llamar a la comadrona otros. 

Una robusta hembrita, conoció la luz esa mañana en la propia escuelita, donde los pequeños alumnos ayudaron a la partera empírica y comprobaron, in situ, la falsedad de la burguesa historia de la cigüeña.  Hubo, es cierto una casi aterradora efusión de sangre, pero con final feliz y antes de librar a la neonata de su cordón umbilical, ya estaba sonrientemente acomodada entre los desnudos senos de la madre, rodeada de sus amados niños y niñas de la escuelita Igualdad.  La maestra prefirió licenciar a sus discípulos ese día, agradeciéndoles su comprensión y ayuda.  Pero es justicia decir, que más agradecidos estaban ellos, por la lección de biología en vivo recibida de su maestra. 

Una semana después, dadas las distancias y la precariedad de las comunicaciones, Calixto Ñamandú supo que había sido padre de Yvoty Ára,3  una niña de tres quilos doscientos y batalladora como hija de tigresa del asfalto.  La noticia le impactó el cacumen en la sacristía de la catedral metropolitana, produciéndole un chichón en el pecho de la emoción. ¡Ya tenía la parejita! ¡Dios no eran tan malo, después de todo!  Una rebelde lágrima       —semioculta de vergüenza por su aparente flojedad— irrumpió por la ladera empinada de su mejilla curtida de sol y lluvias, deteniéndose en la comisura de su labio superior.  Sacó con disimulo un pañuelo para borrarla de su faz. Luego carraspeó y se alejó del sitio para anonimizarse minimizando su lágrima, vertiente y furtiva, en algún rincón poco visitado de la catedral: el confesionario.  Allí pudo dar rienda suelta a sus emociones contenidas ha mucho tiempo, desde la muerte de doña Marciana, y siempre intentando el papel del  macho duro de la película.

En tanto, las pancartas exhibían impúdicamente frente al Congreso su desafío y protesta, mientras los cánticos y petardos casi festivos atronaban la atmósfera y picaban narices con su acre y pungente aroma sulfuroso, de puro furiosos nomás.  Sufridos rostros de hombres, mujeres, adolescentes y niños, retando a duelo a la miseria empuñaban manos desnudas contra la bien pertrechada guardia pretoriana del sistema: los cascos azules, pero no los de la ONU, sino la otra, la de los que saben cascar:  la contracara contundente de la democracia excluyente.               Por fortuna todo resultó según lo previsto y no hubo víctimas ni provocadores.  La gente colaboró con cuanto pudo y los jóvenes servidores dieron un rotundo mentís a la aparente apatía y veleidad juvenil.  No faltaron bocados ni agua fresca para los peregrinantes del agro.  Pero en cuanto a resultados, la cosa no varió en demasía que se supiera.  Apenas tibias promesas edulcoradas, algunos dudosos compromisos políticos y la firma de algún papel manchado de estúpida solemnidad destinado a los oscuros archivos sine die. Los labriegos desmontaron su campamento y abordaron sus camiones de carga, retornando a sus respectivos asentamientos o colonias “reconocidas”, como Choré y otras de Concepción, San Pedro, Alto Paraguay, Alto Paraná y casi todo el país en mayor o menor grado.

Los obispos se portaron como caballeros y hubo un resurgir de identidades gemelas, cuando la propia jerarquía vio —de muy cerca— los verdaderos padecimientos de estos hermanos, de la tierra color sangre, la piel y las venas color tierra, y el alma color esperanza. 

En tanto, dieron en iniciarse los ¿democráticos? debates en la Convención Nacional Constituyente, con afluencia de público y bastante altura en las exposiciones, pese a la escasa longitud de lápiz de algunos políticos.  Como se mencionara antes, los colorados obtuvieron una cómoda y aplastante mayoría en tales justas teniendo la sartén en ristre, y bien empuñada, aunque facciones antagónicas endógenas integrasen el bloque bermejo.  Al margen, se diría que había un sector opuesto al general presidente y lo privara —entre otras cosas— de poder reelegirse. 

De todos modos, Rodríguez se reelegiría a sí mismo, en la persona de un oscuro ingeniero metido a líder político del empresariado.  Era el as en la manga del grupo golpista.  El general Lino Oviedo estaba encargado de hacerlo triunfar a como diese lugar, como primera etapa de su propio proyecto.  El rodriguismo sin Rodríguez o el militarismo civilizado;  al menos, así lo creía éste.

Pero tampoco el astuto individuo sería de dejarse manipular mucho que se diga.  A lo sumo se haría catapultar a las alturas para luego lanzarse solo, con su paracaídas funcional y alas propias.  Pero primero apartando del medio a quien lo obstaculizara en sus proyectos.  Por de pronto, aguardaría el final de la Constituyente y la retirada de Rodríguez, antes de tomar por asalto al poder, con votos o sin ellos. 

La Asociación Rural, secta oligárquica integrada por los más poderosos (políticamente) hacendados y latifundistas del país, llamó a reunión de su plana mayor.  No se trataba de la exposición anual, en la que la pavada y la diversión disfrazaban el hambre y la carestía con barniz oropelizado de utilería, con el pomposo nombre de "Expo-Rural"; sino de emitir un comunicado de repudio a las ocupaciones, a la toma de lotes urbanos y de paso, apoyando al gobierno en su tarea reformista, toda vez que entre las reformas no figurase la agraria. 

Ya se clamaba por privatizarlo todo: desde los cuarteles de boy scouts hasta la educación primaria, a la que poco le faltaba para ser más costosa que un hijo bobo.  La Rural necesitaba tranquilidad y el gobierno nada hacía para ello, ya que por razones políticas se hacía el desentendido y no desalojaba a los invasores, esperando quizá sus votos. 

Mas tampoco el Estado fingía esfuerzos para conseguir los fondos de expropiación, en un círculo vicioso y  gelatinoso donde un resbalón podría desatar una hecatombe electoral. Y una pifiada  de ésas, podría dar al traste con el partido de gobierno y el clientelismo, últimamente en apogeo desde la elección constituyente y quizá desde 1870. 

La hija de Calixo y Ramona, Yvoty Ára  fue inscripta en el Registro Civil de Lima por carencia del mismo en la colonia, lo que supuso una agotadora jornada en tractor-acoplado o kachapé, en el que viajaron los padres, padrinos y vecinos para el acto.  Yvoty Ára era una bomba de succionar teta —gran parte del día y una o dos veces en las noches— pero derramaba salud a torrentes y su temprana risa alborotada salpicaba el entorno con gotas de rocío mañanero. 

Calixto segundo, su hermano mayor de casi dos años, danzaba torpemente en el patio tras una rústica pelota de caucho, como intentando emular hazañas deportivas de algún Arsenio Erico, Cayetano Ré, Chilavert Santa Cruz o Romerito4 , sin pensar aún en los problemas de su comunidad.  Ramona estaba chocha de la vida con su nuevo retoño, pese a las difíciles circunstancias que les tocaba, y en cuanto a Calixto padre, con placer guisaba cotidianamente en las ollas populares para aliviar el trajín hogareño de los labriegos y sus mujeres. 

Los días transcurrían en aparente calma, tras la multitudinaria marcha campesina sobre Asunción, sin que tirios ni troyanos reanudasen las hostilidades.  Tampoco los jueces los volvieron a citar, como dando por tácita la tregua dictada por Rodríguez, la que estaba ya incursionando en los límites de la rutina. 

Los plantíos comenzaba a dar sus frutos y raíces; las huertas reventaban de verdor, mientras los frutales florecían anunciando dulces y jugosas promesas de naranjas, limones, mandarinas, limas, mangos, guayabas, paltas, aratikú, mburukuja y tantas otras variedades nativas. Los frijoles, el maíz y los dulces aromas del pimiento inundaban los aires como tomándolos por asalto, entremezclados con otros perfumes florales, productos del esfuerzo de todos, y especialmente de las mujeres, que tampoco querían prescindir de la belleza, en sus ranchos de color tierra seca apenas revestidos de cal o caolín. 

Algunos, tras vender sus cosechas de caña dulce, propusieron comprar animales de crianza y leche para la comunidad.  Si todo salía bien y San Isidro Labrador los amparaba —decían las más viejas aún creyentes—, tendrían suficiente alimento para los niños y los grandes, evitando la presión de los acopiadores sobre su hambre y sus necesidades y prescindiendo de artículos de consumo adulterados en fábricas excesivamente industriales. 

En tanto, en la lejana Asunción, encopetados señores de horca y cuchillo sostenían secretísimas reuniones a fin de presionar subas de precios para los supermercados y transportes, congelando salarios, bajando al mismo tiempo los precios referenciales de algodón, soja y otros rubros de exportación en bruto, alegando excesivos costes de elaboración, como si ellos fuesen quienes sudaban sembrando y cosechando.  Este es el peor año —decían los mega empresarios del agro, como si las causa del peor año no fueran ellos mismos—, para el precio del algodón y la soja.  Por otra parte, los proveedores de agrotóxicos lanzaban gritos a los cielos a causa de la poca salida de su veneno importado.

Los labriegos se resistían a utilizarlos para no contaminar el aire, la tierra y sus cursos de agua, hasta entonces limpios y cristalinos y por ende, potables.  Por esos días, otros tres dirigentes agrarios fueron objeto de atentados homicidas alevosos y anónimos: Uno en Itapúa, al sur del país, otro durante un corte de ruta —salvajemente reprimido, dicho sea de paso—, en el cruce Santa Rosa y un tercero en Ca’aguazú, sin que se individualizara a los autores.  En el corte, se pudo identificar a un comisario —con una constelación de las Tres Marías aprisionada  en sus hombreras— que disparó su revólver, impactando en un joven líder campesino, aunque nunca el imputado fuese juzgado posteriormente, y ni siquiera sumariado por ello. 

Los surcos proseguían fecundándose con la sangre insurgente de los parias y desheredados de las glebas patrias; los asesinatos e intimidaciones contra los agricultores  no desalentaban sin embargo a éstos, quienes, tras cada baja en servicio, elegían a los reemplazantes en asambleas relámpago, sin dejarse amilanar por los capangas de los hacendados ni por sus amenazas.  Parecía como si la muerte jugase con ellos a las escondidas y la desafiasen cotidianamente, con coraje y decisión, exasperando a sus adversarios.

 —Todos nacimos para morir, y si nos llega la hora final, enhorabuena —decían en Táva Pyahu los más viejos.  —Si creen que nos asustan, van bien servidos.  No vamos a movernos ni un palmo de nuestras derecheras, aunque vengan degollando o corriendo con la vaina —sentenciaba Ramona Ramírez mientras acunaba a Yvoty Ara entre teta y teta. —Primero ha de caer la luna en el jardín, antes de hacernos temblar con sus pistoleros de alquiler —exclamaba Calixto con la firme convicción de los justos. No nos correrán con cuchillo de palo decían casi todos los demás. 

¡Esos malditos no ceden un palmo, ni aún palmando!             —comentó Enrique Riera, presidente de la Rural del Paraguay además de ¿venerable? hermano grado 33 de la cofradía de los Danzantes al Compás de la Escuadra. Si no los detenemos ahora, nos van a dejar sin tierras ni vacas —decía Blas Riquelme, un estanciero golondrina, es decir: de paso—.  Y si se lo permitimos, ni pozo para nuestras sepulturas tendremos luego —acotaba el profeta del subdesarrollo mental.  —¡Debemos intensificar las presiones al Congreso, antes que se multiplique esa plaga bíblica!  —tronó un militar con más hectáreas que las permitidas por su salario de doscientos cincuenta  años y once meses, y con más pistas de aviación que ganado.  ¡En tiempos de mi general Stroessner esto no ocurría.  Es una vergüenza!    —acotó finalmente antes de encender su vigésimo quinto cigarrillo de la dura jornada. ¿Alguien tiene alka-seltzer? —preguntó un pobre estanciero del Chaco, con apenas quince mil hectáreas de pasturas, algo ofuscado por el vino y la cerveza ingeridos, tras un opíparo asado a la estaca con que sazonaron la reunión de ese domingo en la Rural.

Esa noche sin embargo, paralelamente hubo una peña musical en la colonia Táva Pyahu.  Entre la luz de las estrellas y un acogedor fogón visceral y telúrico, los estudiantes universitarios asuncenos, argentinos y brasileños que visitaron la colonia en un acto solidario, afinaban guitarras y gargantas. Ese día en forma inesperada, cayó una excursión de estudiantes para compartir sus conocimientos con los labriegos, regalándoles libros y útiles escolares, más algunas herramientas de mano y taller.  La intempestiva visita fue bienvenida y, tras la olla popular, se dispusieron a cantar canciones de campamento y barricada, tan caras a los sentimientos criollos americanos del vapuleado sur. 

Varios de los estudiantes iniciarían en Táva Pyahu  talleres de poesía, de teatro y ciencias de la salud entre los colonos y sus niños. La velada estaría además matizada por actores y declamadores que decidieron acompañar este proceso por justicia en la distribución de la tierra.

No tenemos intenciones de que desaparezcan los hacendados y agricultores empresarios —explicó Calixto Ñamandú, mientras alzaba a babuchas a su primogénito. Sólo queremos que compartan lo mucho que poseen con quienes nada tienen.  Nada más.  —Es justo y necesario acotó un ex seminarista, seguramente al recordar los saludos comunitarios ite missa est. —Eu também vou torcer pra os sem-terras do vosso país —aclaró un estudiante de Porto Alegre—.  Nós temos muito pra contar e cantar aínda. ¡Que se arme la batucada, que las guitarras están listas, las tripas a punto y templadas para el canto! voceó un bicho del primer año de filosofía, con su inseparable remera y la efigie del Che.  —Aquí traje mi flauta dulce y mi armónica de bolsillo exclamó otro. 

Las risas y la musiqueada duraron hasta bien salida la noche, por lo que dejaron pendiente la cosecha de algodón en minga que debieron efectuar la siguiente mañana entre estudiantes y labriegos.  Pero ¿quién les quitaría lo cantado en esa noche de fogatas y mate?  Pues que otra cosa no bebieron.  Sabían que a veces el espíritu de las botellas no es lo más aconsejable para comulgar en comunidad, y que toda lengua por algo tiene una rienda natural debajo: para no desbocarse.  De todos modos, para las ocho estaban alegremente desayunando mate-cocido con leche, chipas de almidón y queso, miel de caña y de abejas, con maní tostado y molido a mortero; delicias de la casa y delicadezas nativas para los huéspedes, confirmando la hospitalidad tradicional del paraguayo, nativo o no. 

Fueron días agitados y percutidos.  Los muchachos cogían hojas de yerba mate y las tostaban en un horno las mujeres.  Luego los varones la canchaban a golpes en bastas bolsas de algodón y las mujeres las remolían en morteros, a cuatro manos, para finalmente empaquetarlas en rústicos envases de papel grueso revestido de lienzo, donde rezaba “Yerba ecológica y artesanal - Producto paraguayo”.  También recogieron algodón agachando lomos y sudando sal y ordeñaron para producir leche, queso fresco y yogur para los niños. 

Las estudiantes se dieron maña para atender en el dispensario improvisado, a los niños con parásitos, heridas y uras agusanadas, amén de ácaros variados y vermes surtidas.  Apenas quedaba tiempo y manija para trasnochar guitarra en mano. 

Los dos primeros días, lo soportaron todo: trabajo, fatigas y alegría. Los siguientes, al caer el sol, se refrescaban en el río, antes de entregarse a los oscuros brazos del reposo.  De todos modos, no tardaron mucho en acostumbrarse a salir al alba y retornar a los catres o a los sacos de dormir con las gallinas.  Ya casi no veían el loco girar y contragirar de las luciérnagas y cocuyos, ni los despertaba el atronador bicherío nocturno del monte.

Si algo no te deja dormir de noche, no culpes a los bichitos ni a las lechuzas —decía Calixto a un estudiante de la facultad de letras.  En todo caso hay que culpar a la conciencia de uno mismo, que otra cosa no ha de ser.  Los estudiantes de veterinaria y agronomía, revisaron vacas, terneros, bueyes, cabras, cerdos, gallinas, guineas y gansos, así como los cultivos de subsistencia y otros, antes de que acabasen sus vacaciones compartidas con los labriegos. 

Casi un mes, los capitalinos y extranjeros soportaron lo que los labriegos en el monte, pero salieron fortalecidos por una nueva sensación de poder.  El poder del amor.  Pero la lucha no se detendría con una sola conquista.  Harían falta aún muchos caídos para redimir a los parias en rebelión.

Crucecitas en la encrucijada

Cipriana Flores, adolescente de catorce años, salió ese día como de costumbre con su hermanito José de ocho, un saco de yute y un bidón de diez litros y una pala de punta, hacia las chacras comunitarias. El encargo era de traer al poblado maní, mandioca y un poco de agua limpia del río Aguaray Guazú, situado a unos mil quinientos metros del caserío. Cuando el sol declinaba, la menor y su hermano no dieron señales de regresar, por lo que la madre alarmada convocó a los demás para ponerse en búsqueda. Siempre, aún cuando se diesen los niños un chapuzón de costumbre, nunca esperaron la noche para estar de nuevo en el poblado del asentamiento.  Hombres y mujeres salieron provistos de faroles de keroseno, más alguno que otro rifle del veintidós, y partieron en dirección a los plantíos de maní, situados un poco al norte, cerca de los linderos del brasileño Jurandir Peixoto, capataz de Morgan. Registraron palmo a palmo a lo largo y ancho de la noche veraniega y cálida, hasta las orillas del Aguaray Guazú, sin hallar señales de la niña Cipriana y su hermanito José. 

Recién bien entrada la mañana, vieron entre la maleza de los linderos el bidón de plástico que portaba Cipriana Flores y la pala.  Gritaron los nombres de los niños, sin otra respuesta que el macabro viento norte silbando cual furtivo Pombero entre el follaje y alguno que otro graznido de caranchos carroñeros.  Al principio dudaron en atravesar el lindero, por si los capangas de Jurandir Peixoto acechasen en los intrincados senderos del monte, listos para emboscarlos y cazarlos como a alimañas montaraces; pero ante la urgencia de hallar a los niños se adentraron cinco hombres sin armas; con apenas cayados para ahuyentar posibles serpientes de crótalo extraviadas. 

La espesura del bosque lindero norte, era más enmarañada que la de su ocupación, pero igualmente y con más sigilo lo cruzaron hasta bastante distancia de su cerco.  De pronto, uno de los hombres divisó un trocito de tela basta de algodón, muy pequeño, que flameaba suavemente al viento. Lo reconocieron en seguida como salido de la camisa de José. Tras acercarse, intentaron rastrear alguna huella, pero sólo pudieron guiarse por corazonadas y alguna que otra hierba o matojo pisoteados o semi quebrados. Tras una infructuosa búsqueda que los llevó demasiado lejos al interior de la propiedad de Laszar Morgan, retornaron con la sospecha de que los niños fueron raptados o algo peor.  Cabizbajos y entristecidos, dieron la mala nueva a los Flores, marido y mujer, y ésta rompió en amargos alaridos de dolor, como si la hubiesen destrozado en las entrañas. 

Poco más tarde, salieron dos colonos para hacer la denuncia en Lima, a más de ochenta kilómetros, ahora con los recientes caminos de salida más directos a la ruta principal. Mientras, otro grupo partió de nuevo hacia el norte, llamando a gritos a los niños por sus nombres. De pronto, un adolescente de nombre Pedro Mancuello, hijo de uno de los ocupantes, miró hacia las nubes amenazantes, con procelosas promesas de tempestad, que se cernían sobre ellos desde el norte con sus gamas de grises oscuros y blanco sucio.  —¡Miren esos cuervos que revolotean allá arriba! gritó el adolescente. —A lo mejor están oliendo animales muertos o... 

Calló de pronto Mancuello, como temiendo lechucear alguna mala onda de pésimo y fatal agüero. ¡Cierto! respondió Leo Fariña, hermano de uno de los labriegos de la derechera nueve—. ¡Vamos a seguir su vuelo!   Con el corazón cargado de presagios funestos, corrieron en dirección a los desplazamientos aéreos de los carroñeros, con la tenue y secreta esperanza de equivocarse en sus corazonadas.

Más de dos horas anduvieron aún, ya por la propiedad ajena, hasta divisar a unos doscientos metros un festín macabro y reciente. No tardaron en hallar los restos de ambos hermanos, y con señales de violación en el cuerpo desnudo de Cipriana, cuyas ropitas tiradas entre malezas, aún vibraban al viento con suaves gualdrapazos.  Ambos niños habían sido asesinados por anónimas manos, aunque podrían suponer quiénes lo hicieron, ya que los cuerpos estaban a casi una hora de caminata del lindero, dentro de la propiedad del adversario litigante en tribunales.  Apenas pudieron mantener alejados a los carroñeros, guardando los despojos en bolsas de plástico. Mientras, esperarían a la comitiva policial-judicial que fuera convocada para dilucidar la pérdida de los niños. Tras varias horas de angustiosa  espera, llegó una camioneta de la policía con el juez de Lima y un fiscal de San Pedro. 

Luego de comprobar el hallazgo y la medición de los indicios, se autorizó la entrega de los cadáveres y se libró una orden de detención contra los posibles o presuntos ejecutores, cómplices y encubridores, a lo que hubo que agregar, pese a la reticencia del juez, algunos nombres y apellidos conocidos de entre los capataces y matones de Peixoto, e incluso contra éste en persona.   Asesinato y violación de menores era un asunto abominable y el juez —por lo general amigo de los hacendados— tuvo que allanarse a la denuncia de los labriegos y sus testigos, entre los que se hallaban dos estudiantes de medicina de la Universidad de Lomas de Zamora, de la provincia de Buenos Aires y un brasileño que los acompañaba, también paramédico.  

Apenas tuvieron tiempo de velar a los niños, que ya empezaban a descomponerse, por lo que los sepultaron en el cruce que unía dos picadas, en medio del bosque de reserva del lindero. 

Un grupo de labriegos acompañó a los policías y magistrados hasta la misma vivienda de Peixoto para proceder al arresto del personal del hacendado, y de hallarse éste presente quedaría también a disposición de la justicia, aunque los labriegos dudaban de ésta, ante reiteradas absoluciones, e impunidad generosamente concedida a los poderosos.  Como era de esperarse, todo el personal tenía su coartada.  Apenas el capataz y dos peones presentes en la finca fueron arrestados preventivamente al caer en contradicciones.  Mas el principal sospechoso estaba fuera de su alcance por el momento.  Pero esta vez, no quedaría impune el crimen.  Los cinco hombres lo juraron por sus muertos.  Calixto también lo hizo, aunque con un agregado: el, o los autores de este horrendo crimen, lo pagarían con sus vidas, sin que nadie levantase un dedo contra ellos.  El destino lo haría, aunque con un poco de ayuda de su parte, mental por lo menos.

Una semana más tarde, los tres detenidos pasaron a la prisión de Takumbú, en las orillas de la capital.  Al principio, como internos del Pabellón “D”, donde ingresan los nuevos; luego, tras unos días de estadía, entraron en confianza con los veteranos. Como jactándose de su acción, dos de ellos confesaron haberlo hecho y con lujo de detalles a sus colegas internos.  Éstos, duros criminales, curtidos entre pólvora, puñales y asaltos, soltaron lágrimas furtivas ante la monstruosidad que acababan de oír. Ellos, viejos delincuentes que se jugaron los testículos en aventuras y huidas, no podían concebir tamaño atentado contra niños indefensos. 

Tras el toque de queda, los tres recién llegados ingresaron a sus celdas, en tanto que sus interlocutores retornaron a las suyas mascullando maldiciones. No merecen perdón estos añámembyre5  partida —rezongó Nico Noguera, el pedrojuanino ladrón de vehículos, apretando los puños desnudos. ¡Avisaremos a los del Pabellón “C”! ¡Ésos sabrán qué hacer con estos malandrines!—exclamó Roque Ferroso, el abigeo de Qui’indy. Pero primero, debemos conversar con éstos para sonsacarles más detalles del caso —concluyó Ferroso antes de desear buenas noches a sus colegas del delito. 

Tras varios días de charla, los dos peones y el capataz de Jurandir Peixoto, fueron convidados a visitar el Pabellón “C”, durante el día, en uno de los períodos de recreo de media tarde.  Tras una amena tertulia en la celda 187, los tres fueron de pronto obligados a desnudarse y, tras las amenazas de rústicos puñales y estoques de artesanal factura, fueron poseídos por una caterva de la peor catadura, no siéndoles permitido ni una queja o aye de dolor que alertase a los guardiacárceles que merodeaban por los pasillos. Los últimos en cebarse en sus traseros, ya bastante maltrechos por entonces, fueron tres enfermos de sida que aún no se hallaban en su etapa terminal, quienes los gozaron como a tres putas baratas, obligándolos posteriormente a la felación de sus miembros, siempre bajo la amenaza de los filosos aceros.

Tras esto, fueron arrojados a patadas a los pasillos y devueltos en paños menores y daños mayores a su pabellón al otro lado del pasillo central.  Demás está acotar que su orgullo de machos se vino abajo, tras su inauguración y pasada por la horma.  Poco a poco —a lo largo del proceso nada corto, por cierto— fueron decayendo en ánimos y en salud, abandonados a su suerte por su patrón.

Si bien al principio se negaron a admitirse culpables ante el juez de la causa, cuando los primeros síntomas de decadencia física los alertaron de su inexorable final, se atrevieron a confesar su culpa pidiendo internación en el hospital de enfermedades tropicales.  Les fue denegada dicha petición, aunque los tres quedaron en una celda aislada para evitar la propagación, pues quienes los contagiaron ya habían fallecido. Tras un largo año más de altibajos, fueron apagándose hasta sucumbir con poco lapso de tiempo entre sí, sin pena ni gloria como hielo al sol. 

Algunos campesinos presos por esos días, fueron saliendo en libertad y no faltó quienes contasen la historia de los violadores violados en Takumbú, pese al escaso interés de la prensa por el caso, llegando la relación hasta las orejas de los ocupantes de Táva Pyahu, donde ocurriera el secuestro y crimen de los niños.                        Finalmente, pensó Calixto Ñamandú —los infantes podrían descansar en paz.  Sus verdugos estaban ante ese inexorable juez que no acepta chicanas ni dilaciones: la Conciencia Universal. 

Cada tanto, manos anónimas pintan de blanco las cruces de basta madera que señalan el cruce de caminos entre la colonia y el pueblo de Lima y reemplazan periódicamente los paños, donde constan los nombre de los inocentes sacrificados en el vil altar del egoísmo y el deseo enfermizo de poder.  En cuanto a los padres de ambos, prosiguieron su rutina, tras superar el dolor y comprender que, por más que Dios se haya olvidado a veces de hacer equidad a los pobres, de pronto, como que le vienen chisporroteos de memorias olvidadas y la justicia cobra lo suyo, hasta la próxima amnesia divina intermitente. 

Las escasísimas victorias del Bien, nos dicen a las claras que Zarathustra  estuvo equivocado.  O es posible que el ser humano fuese una equivocación o una anomalía cósmica.  En la eterna lucha entre el Bien y el Mal, casi siempre gana sus batallas el segundo, a veces con trampas; otras veces se definen por tiro penal y generalmente quedan en tablas o empate técnico.  La larga lucha por la justicia sigue en lo que hoy es un país de ficción llamado Paraguay, donde sus poetas son superados por mal-versadores, sus músicos desbordados por soplones y rascatripas, sus artesanos depauperados por  tecnócratas y sus ciudadanos virtuosos puestos en estado de sitio por los corruptos.  También los productores son devorados por los intermediarios y especuladores, con la ventaja de las sardinas frente a tiburones famélicos. La justicia paraguaya puede darse el lujo de permitir que los tiburones litigasen entre sí; pero no que las sardinas ganaran pleitos donde la contraparte se jugara millones.  Las crucecitas que acunan a ambos hermanitos, aún siguen enhiestas en la encrucijada, como recordando acerca de la omnisciente, omnipotente, omnidireccional y omnipresente maldad humana.

Caín... ¿dónde está tu hermano? 

No se apagaba aún el eco de los disparos y los siseos de las granadas de gas, cuando los rezagados vieron los cuerpos de Polo Martínez y Jacinto Areco tendidos en sendos charcos de su viscosa savia humana. Uno de los manifestantes lanzó un grito de alerta y retrocedió para rescatar a los caídos con sus compañeros de barricada, ignorando los gases.  El ataque policial arreciaba por momentos, entre pitos, disparos, bombas de estruendo y la falange de cascos azules armados hasta el alma. 

Pese a todo, el corte de rutas sería un éxito. El precio de referencia del algodón había sido reajustado, al mismo tiempo que los prometidos créditos agrícolas serían concedidos colectivamente a las comisiones vecinales de diez colonias aún en litigio.  Pero la represión fue repentina y hasta desmedidamente cruel.  Primero arremetieron los carros hidrantes en el cruce Tacuara-Santa Rosa, empapando de agua sucia a los labriegos; luego atacaron los cascos azules con gases y finalmente dieron en repartir hostias hasta cansarse, sin solución de continuidad. 

Nadie supo de dónde partieron los disparos de armas cortas, quizá revólveres del .38 o pistolas reglamentarias de 9 mm.  Lo cierto es que cinco labriegos fueron heridos de bala, uno de ellos en la cabeza, de la que fallecería tras breve pero dolorosa agonía; otro en los pulmones, lo que días más tarde también produciría su deceso.  Otros lo fueron en las piernas y brazos, que les dejaran secuelas de por vida.  También muchos recibieron bastonazos y balas de goma, además de los acres aromas de los gases, tóxicos como la política paraguaya.

Toda una jornada épica, cuando aún la Convención Nacional Constituyente estaba sesionando para abolir las disposiciones liberticidas heredadas de la tiranía constitucionalista depuesta.  Calixto Ñamandú se hallaba entre los heridos de bala, con un plomo incrustado en la tibia izquierda y otro que le diera en el hombro aunque con orificio de salida. Probablemente tardaría en recuperar su movilidad, e intentarían extirparle la bala del tipo expansivo, que casi le destrozó la pierna con sus esquirlas.                      Como de costumbre, la policía, por boca de sus responsables, se declaró irresponsable de los disparos y heridas; diciendo con desparpajo que podrían haber sido los mismos sintierras, quienes dispararan contra los suyos, en un ridículo intento de sacarse las culpas de encima, aún cuando varias cámaras de fotografía y TV mostraran imágenes de policías disparando sus armas contra la multitud, con fría alevosía.  Tan fría como su cinismo.  Ni con pruebas palpables y flagrantes los policías sospechosos fueron enjuiciados, como si los magistrados inclinaran su balanza veleidosa hacia el poder armado. 

Por poco no ordenaron la detención de los campesinos por obstruir rutas nacionales y delitos conexos.  Cosas de la justicia paraguaya.  Poco tiempo después, otro cabecilla de la colonia Naranjito, fue emboscado por pistoleros cerca de su capuera.  Por fortuna, sólo quedó herido de levedad y pudo repeler el ataque, logrando abatir a uno de sus agresores e hiriendo a dos más, los cuales no llegaron muy lejos antes de ser capturados.  El juez que entendió la causa, tuvo la tentación de ordenar la detención del agredido, bajo la acusación de homicidio, pero debió contenerse.  El finado resultó ser peón de un poderoso terrateniente. Los dos heridos fueron contratados por aquél en Pedro Juan Caballero, según confesión de los jagunços  brasileños detenidos. Pedro Espínola, el campesino agredido debió ser puesto en libertad tras breve detención, teniendo el atenuante de legítima defensa sobre sí, aunque fue restringido en sus movimientos, a causa de la orden judicial y de su herida.

Como era de esperarse, los dos pistoleros fueron dejados en libertad, por falta de pruebas, pese a ser capturados con las armas y dando positivo en el examen de nitritos.  La justicia nuevamente brilló por su ausencia, como sol en día de lluvia.  Varios días después de ser liberados, los dos sicarios amanecieron en un lugar denominado Portera Ortiz, de Pedro Juan Caballero, en la frontera seca con el Brasil.  Ambos maniatados con alambre fino, los labios ornados con un candado y varios balazos encima, además de heridas cortantes y quemaduras, como si hubieran sido previamente torturados por sus captores en una espectacular quema de archivos. 

El ensañamiento de los asesinos de asesinos, estaba acorde con la crueldad de los grupos de exterminio que circulaban libremente en ambas fronteras.  Evidentemente, quien los contratara les hizo pagar su fracaso y se libró de testigos molestos.  La televisión regional informó del hallazgo, de lo cual se enteraron los demás campesinos, con lo que cerraron momentáneamente el caso Pedro Espínola, el cual aún se reponía lentamente del atentado de los pistoleros.

Ramona proseguía incansable su labor en la escuelita del asentamiento con sus clases de historia agraria del Paraguay y Orígenes de la filosofía, por supuesto, previa traducción al guaraní jopará (híbrido con español) en uso local.  Yvoty Ára aún mamaba de sus pechos y pendía de la mochila-canguro a sus espaldas mientras intentaba hacer comprender a sus alumnos las delicias sapienciales de los Diálogos platónicos y del Tao Te King de Lao Tsé.  Poseía un libro con breves cuentos relacionados con dicha corriente ética, magníficamente ilustrado por artistas chinos.  También les enseñaría sobre los orígenes del budismo y Nietzsche, en cuanto pudiese adaptarlos al lenguaje de los niños y a sus entendederas.  Hacía un buen tiempo que casi no tenían sobresaltos, como cuando violaran y asesinaran a Cipriana Flores y su hermanito José.                        

Tampoco Jurandir Peixoto y sus peones dieron señales de vida por la zona, ni hicieron disparos al aire como cuando los inicios de la ocupación.  Mas bien que se hacían los desencontradizos y como que se esquivaban mutuamente, cual si ni siquiera fuesen vecinos. 

¡Esos comunistas de mierda, nos están moviendo el piso sin disparar un sólo tiro ni poner una sola bomba! gruñó el general Lino Oviedo, hasta entonces comandante del Primer Cuerpo de Ejército y mandamás cinco estrellas. ¡Hasta se pegan el lujo de hacerse las víctimas, cuando en realidad son los verdugos de nuestro sistema de división del trabajo! —terminó de gruñir en tono de tenor atiplado. Luego prosiguió monologando como en un proscenio, ante los conspicuos presentes, todos socios de clubes exclusivos y excluyentes de Asunción y centros turísticos del mapa. Cuando mandaba mi general Stroessner, que en  gracia sea, eso no se acostumbraba.  Si algún grupo de cometierras intentaba invadir alguna propiedad, teníamos fuerzas de tareas conjuntas, que en un dos por tres los hacía volar de donde fuese. Con o sin curas de por medio, con perdón de la virgencita de Ca’acupé.  Rancios apellidos de espurio abolengo de nuevos ricos a-culturizados, se congregaban en una bien servida mesa de un coqueto club capitalino, como gallinazos con corbata-mariposa ante un cornúpeta difunto. ¡Debemos enviar cascos azules, con cachiporras, gases y fusiles de asalto, a darles leña con todo!  —graznó uno de los caballeros presentes, prosiguiendo: y si aún así, después del ablandamiento no desocupan, autorice mi general, a que se emplee contra ellos la violencia nomás!  Los otros gallinazos lanzaron carcajadas, como intentando imitar a alguna hiena desafinada.  Todos menos  Alberto Antebi, el cual acababa de perder algunos puntos en un vano intento por amedrentar a los  líderes de ocupaciones del segundo departamento.  Como si los malditos cometierras tuviesen algún gualicho o pajé que los amparase contra los malos deseos de los buenos hacendados de mucho hacer nada. Sugerencia digna de ser agendada, señores —exclamó el general, cuya reducida talla de jockey dominguero, le valiera el mote de “Bonsai”.  ¿Algún otro puede aportar una brillante idea como la que acaba de sugerir el distinguido amigo?  Las miradas se hicieron interrogativas e inquisidoras, como pretendiendo atrapar al aire entre los dedos. ¿Creyeron percibir un tufillo de ironía o sarcasmo?  Mejor dejarlo así. 

De todos modos, las invasiones proseguirían, si no se las abortase en el útero social, antes de ser paridas.  No podían hacer otra cosa que esperar lo improbable y apostar por lo posible.  ¡Maldita transición!  Todos sabían que tenían las manos atadas y sentíanse impotentes ante las fuerzas emergentes en los nuevos tiempos.  Paradójicamente, tras la caída del muro de Berlín y el retroceso coyuntural del socialismo en Europa, las apocalípticas elucubraciones de Fukuyama y el supuesto fin de la historia            —que finalmente era infinita y cantaba a angélicos trompetazos el principio de la histeria universal—, matizada de periódicos Apocalipsis localizados y de baja a media intensidad.  Los intentos de complicar a los sintierras en narcotráfico fracasaron, debido a que los verdaderos narcotraficantes estaban últimamente de su parte.  De parte del poder y el dinero. ¿Dónde se han visto narcotraficantes pobres, aislados y carentes hasta de lo mínimo indispensable?  Pero los oligarcas criollos no podían darse por vencidos y simplemente dejarse expropiar sus latifundios a precio vil de bonos depreciados, sin presentar batalla en todos los foros y frentes.  Evidentemente, les costase o no, era forzoso reconocer que desde el medioevo a la fecha, las condiciones habían cambiado algo.  Ahora los labriegos habían resuelto ser vasallos de sí mismos y de nadie más, pero Caín seguiría cosechando hermanos para su impuro altar de sacrificios.

 

 

 

 

 

 

10

 

 

 

Ríos revueltos... y turbios

 

 

 

 

      El acto de cierre de la Convención Nacional Constituyente, en el Salón-teatro del Banco Central del Paraguay —faraónico edificio con más suntuosidad que funcionalidad y más monumentalidad que productividad—, estuvo marcado por la estúpida pompa y solemnidad que caracteriza a lo mediocre, banal y adocenado.  La nueva constitución, fue ácidamente criticada por cierta prensa; así como panegirizada por otra, en un vano intento de confundir a la opinión pública, que esperaba algo mejor y un texto más realista y menos extenso.  Muchos derechos y libertades, en apariencia, ostentaba la nueva carta magna; pero éstas no tenían garantía de cumplimiento alguno.  Muchas supuestas permisividades, enmarcadas dentro de abyectas e injustas prohibiciones mal reglamentadas; mucha apertura y leyes cerradas como las mentes de los legisladores. Tantas afirmaciones como contradicciones y ambigüedades, llenaban páginas y páginas oscuras, plagadas de errores de sintaxis, fondo y forma. 

Tal vez con un poco más de tiempo, la hubiesen hecho peor, pero por lo menos se esforzaron los convencionales para cumplir los plazos estipulados.  Algo es algo.  Indígenas y campesinos, desde los últimos sitios de la platea, contemplaban el acto de clausura de la poco honorable Convención, indiferentes y apáticos ante el circo político que se estaba gestando en ese Teatro del Banco Central del Paraguay. Los ampulosos discursos, plagados de bueyes perdidos por las ramas, ocultos por el follaje superfluo del patrioterismo fascistoide, no convencían ni siquiera a los oradores que los pronunciaban. 

Evidentemente, las más grandes tonterías y disparates eran enunciados con la mayor solemnidad y las más buenas intenciones, como las que pavimentan los caminos que conducen al infierno.  Con la nueva constitución, hecha a la medida de los políticos, se reestructuraban las fuerzas públicas en beneficio del poder; seguía partidizado el poder judicial con el Consejo de la Magistratura, en manos de iniciados masones, con más sombras que luces; se admitía la objeción de conciencia, aunque no especificaba en qué consiste la conciencia, al menos para los militares; se creaba un defensor del pueblo, sin reglamentar su elección ni sus atribuciones y, además, gobernaciones y vicepresidencia, tan necesarios como la cacacola, la astrología, los huevos de Pascua o las flores de plástico.  Todo en el afán de ir creando más cargos y cargas para el Estado. 

No se tardaría en convocar a elecciones generales, donde por primera vez los  gobernadores y vicepresidente serían electos (por años, habían sido  nombrados a dedo por el presidente Stroessner, durante la era digital, los intendentes municipales y delegados departamentales), en comicios libres, aunque no demasiado limpios.  Evidentemente, 1992-1993 sería un año político, donde los ríos además de revueltos, bajarían turbios y quizá hasta manchados de sangre y no faltarían los oportunistas con sus redes, aparejos y espineles de la infamia. 

Táva Pyahu,  al cumplir su segundo aniversario lo celebraría con la creación de una pequeña biblioteca, colmada de aportes de estudiantes universitarios y particulares, que donaron libros y enseres para su aplicación a la enseñanza de los niños.  También hubo una peña  libre donde los colonos y los visitantes, que también los hubo, mostraron sus condiciones artísticas y creativas.  Cantos alusivos a la lucha campesina por la justicia, nacido de la creatividad de cantautores populares, se alzaron esa noche con arpas y guitarras, mientras los grupos de danzas nativas deleitaron a propios y extraños.  Las empanadas, choclos asados, y otras delicias típicas acompañadas de aloja y refrescos de caña dulce y frutas, fueron servidos a los presentes.  Por disposición de la asamblea popular, se omitieron bebidas alcohólicas en los festejos.  Al contrario de otras localidades vecinas, que contaban con su “santo patrono”, Táva Pyahu hubo soslayado tal tradición heredada de los tiempos coloniales, ante las iras de cierto clero conservador que aún intentaba imponer criterios pre lógicos al pueblo rural que intentaba arrancarse vendas, orejeras y bozales, en un sobrehumano esfuerzo por crecer y evolucionar con sus propios afanes; antes que bajo la mágica y supersticiosa protección de imágenes fetichistas de basta madera tallada y vestida con trapos bendecidos, pelucas y pintura sintética.

No estaban dispuestos a impetrar otro auxilio, que no fuese el de la solidaridad popular para con su causa.  De todos modos, el futuro monseñor Federico Lucciena estaba presente e invitado con las demás autoridades de la zona, ante el improvisado proscenio donde se celebraba el acto cultural conmemorativo de la fundación de la colonia Táva Pyahu.   Además del prelado, que era más embajador de Caifás que de Jesús, se hallaban el jefe policial de Lima, el delegado civil del Segundo Departamento (aún no había gobernación), y el representante del ministro de agricultura y ganadería del Paraguay, amén del señor encargado de negocios de la República de Cuba. Por entonces se reanudaban —tímida y cautelosamente— relaciones formales, tras unas largas décadas de ruptura por presiones de los Estados Unidos y la docilidad de la domesticada OEA.

Banderas nacionales ondeaban aquí y acullá entre pancartas alusivas y algunos que otros retratos de los líderes campesinos asesinados durante el proceso de asentamientos rurales y las manifestaciones que lo acompañaran entre 1970 al presente. El padre Lucciena echó las correspondientes bendiciones y exordios episcopales, en un ritual casi mágico y orillando lo neopagano, tras reiterar las ofertas de ayuda espiritual para los campesinos, y sus buenos oficios para interceder ante las autoridades en los trámites de legalización de la posesión de facto (la que fuera concedida bajo anuencia política de Rodríguez, pero podría ser nuevamente desalojada), siendo coreado con alguno que otro escrache, abucheo y silbatina, especialmente por parte de niños y adolescentes. Es que recordaron la pobre participación de la iglesia cuando el asesinato de los hermanos Flores, durante la primera etapa del asentamiento. 

La rechifla fue tomada con muy poco sentido del humor por parte del prelado, quien se retiró indignado del lugar en su lujosa limusina japonesa todoterreno.  Las demás autoridades también levantaron carpas y metieron violín en bolsa en solidaridad con el ofendido tonsurado.  Pese a ello, los festejos prosiguieron hasta bien entrada medianoche, tras lo cual fueron todos a sus casas a reposar. 

La campaña internista para las generales del 93, ya bajo la égida de una nueva constitución, estuvo bastante reñida y si bien en algunos municipios habían ganado opositores, la constituyente fue arrasada por los colorados; por lo que se imponían nuevas estrategias para derrotarlos a éstos en su salsa.  

Surgieron nuevamente candidatos independientes que dieron en integrar un movimiento electoralista bajo la conducción de un empresario algodonero: El Dr. Caballero, todo un gentleman de la política empresarial —al menos en imagen de mercadotecnia—, pretendería la creación de una tercera opción basada en la ética; lo que en política —al menos en el Paraguay— resultase utópico, por no decir imposible. Como sabido es, el dinero y la política carecen de moral, que de ética ni hablar. 

En una coqueta estancia del Departamento de Amambay, cierto oscuro ingeniero, muy vinculado al hijo mayor del tirano depuesto, recibía la visita discreta e incógnita del general presidente Rodríguez y el segundo de a bordo: Lino Oviedo, alias Bonsai.  Esa tarde, parecía que el sol se hubiese detenido antes de echarse a dormir en su cuna pacífica del poniente, allende el horizonte.  Sólo servidores muy discretos permanecieron en el casco principal de la hacienda del ingeniero Wasmosy, mientras los demás empleados —peones incluidos—, fueron de parranda al pueblo cercano con el pretexto de finalizar la tarea de la semana en viernes.

De todos modos, los ecos de la visita trascenderían el espacio hasta hacerse vox pópuli en ciertos círculos muy vinculados a las obras públicas, especialmente las faraónicas. Y no pirámides precisamente, sino templos. Los templos de la corrupción, cuyas columnas bifrontes permanecían incólumes ante la complacencia del Gran Arquitecto.

¡Mi general! ¡Qué grata sorpresa!  —exclamó el ingeniero Wasmosy, como haciéndose el desinformado acerca de la intempestiva llegada de ambos—.  ¿A qué debo el honor de una visita presidencial y militar de tan alto nivel? —prosiguió con el tono untuoso y relamido de rigor.  Necesitamos hablar de algo muy importante y confidencial. ¿Podríamos quedarnos por aquí, lejos de oídos indiscretos? —preguntó Rodríguez a guisa de saludo.  Estaban en la cabecera norte de la pista, como a doscientos metros del casco y era fácil divisar a quienquiera que se acercase.  Wasmosy asintió y por medio de un radioteléfono ordenó poltronas y una mesa, a más de un bar portátil desde el casco.  Lo que les fuera provisto en menos de cinco minutos, quedando nuevamente los tres solos a la sombra de las alas del bimotor De Havilland  Twin Otter, herencia del general depuesto, ahora botín de Lino Oviedo.  ¡Venimos a proponerte que te prepares para candidatarte a presidente de la república!  dijo de pronto Rodríguez, lo que si bien era algo anhelado por Wasmosy,  cayó como una bomba molotov en cuartel de bomberos. ¿Yo presidente? —dijo el  ingeniero con hipócrita sorpresa—.  ¡Pero mi general! ¿olvida que nunca hice carrera política?  Ni siquiera fui secretario de seccional colorada, ni empleado público…ni...            —¿Qué importan detalles? —replicó Rodríguez—.  Esos hijos de puta en la constituyente me cortaron toda posibilidad de reelección, y, si bien de todas formas estoy enfermo, preciso alguien de mi confianza para tal cargo.  La única condición es que vos serás el presidente pero yo seré el poder. Me explico ¿no? 

La voz, suave y engolada de Rodríguez, más la cínica sonrisa de Oviedo no admitían más que un: —¡A sus órdenes, mi general! Lo que Ud. mande. Pero supongo que yo tendré ciertas prerrogativas.  Por lo menos para no salir con las manos vacías.  Mire que voy a tener que descuidar un poco mis empresas... eeh... y por cinco años, sin contar la campaña de precandidatura por el partido para cubrir las apariencias.  —¡Vos no te vayas a calentar! —rió el Bonsai excitado—.  Mirá que cuando salgas de Palacio, ni vas a saber cuánto te embolsarás.  Yo me voy a encargar de tu contrincante, el Dr. Argaña.  ¿Aceptás o no?  El velado tono, pretendía ser simpático pero olía a grosero y sonaba a música imperativa de pretorianos arcángeles de algún dios pagano.  Wasmosy sabía que toda su fortuna, excepto sus haberes ejecutivos, pertenecía a sus patrones, de los que él era mero testaferro: los Stroessner.  Y Rodríguez, apenas tomó el poder de su consuegro, repitió sus métodos, aunque con más disimulo y suavidad.  Por lo demás, sabría cómo pasar la aspiradora familiar por los arcones, públicos o no.  Su impunidad lo acompañaría de manera vitalicia, al amparo de inmunidad y las sombras proyectadas por los hermanos constructores. 

Wasmosy quedó alelado como saudita en la Antártida, o lo fingió muy bien.  No podría negarse, pero tampoco le desagradaba la idea. El caudillo Argaña era un rival de cuidado, políticamente hablando, pero el diminuto Oviedo le aseguraba, que la candidatura y la presidencia serían suyas, sin discusión alguna. No pudo en ese momento dejar de maximizar sus posibilidades, sin detenerse a pensar que, desde el golpe del 89 algunas cosas habían cambiado y un fraude no dejaría de desatar rencores, invectivas y exabruptos esdrújulos y mayúsculos. 

Argaña no se dejaría arrebatar su aparente mayoría sin pataleos, aparte de ostentar éste una trayectoria política, si no impecable, al menos decidida y enérgica.  Y así sucedería posteriormente.  Tras el críptico conciliábulo, los dos generales abordaron su turbohélice canadiense y, zumbando a toda turbina, se alejaron raudamente hacia el suroeste, regresando a la capital y a sus capitales. 

Ahora venía lo más difícil.  ¿Cómo convertir a un pazguato en político, si ni siquiera sus peones se atreverían a votar por él?  Obviamente, el aparato electoral del partido, estaba en manos de los mismos de siempre. Stroessner se había ido, pero no sus mañas. Aunque Rodríguez sabía con certeza que los colorados se reagruparían camaleónicamente en torno al ganador, fuese quien fuese.

El desgarramiento del partido de gobierno se veía venir desde los prolegómenos del golpe de febrero del 89, lo que repercutió en la pérdida de intendentes municipales en varias localidades importantes, incluida la capital, ahora en manos de los opositores e independientes, pero posteriormente hubo un reagrupamiento para la constituyente, tras lo cual nuevamente el desmembramiento tomó cuenta de la situación. Los grupos de poder empresarial se enfrentaron a los políticos de salón, a los de seccional y a los latifundistas, que también estaban representados en el esquema de poder.

El Dr. Argaña era el candidato con más chance para representar al partido en las presidenciales nacionales.  Batirlo en unas internas partidarias limpias sería más difícil que verse las orejas sin espejo, pero el general Oviedo se las sabía todas y contaba con expertos en fraudes, reciclados de la tiranía depuesta: los llamados "Osos Blancos", carcamales aristocráticos sobrevivientes de la segunda reconstrucción y reciclables como basura plástica. 

El periodista de un diario capitalino, vespertino por entonces, se llegó cierto día por Táva Pyahu para constatar in situ las denuncias de que allí se preparaba un campamento guerrillero para desestabilizar al gobierno. Y apareció justo unos días después que viniera un enviado del general Lino Oviedo, el cual les reiteró que apoyasen al ingeniero Wasmosy en las internas coloradas, con la promesa de solucionar sus problemas, dotarlos de tractores y condonar sus deudas ante la banca oficial.  Los líderes respondieron que llamarían a asamblea popular para debatir el tema antes de decidir nada, a lo que el enviado respondió que era una orden del general Oviedo, por lo que no admitiría esperas ni dilaciones.

 Ante tal muestra de cinismo, Calixto lo envió a por donde vino con cajas destempladas.  No tardó la prensa empresaria en acusar a los campesinos de varias localidades sanpedranas, de aspirantes a guerrilleros marxistas entrenados por cubanos disfrazados de médicos, o colombianos de las FARC.  Dicho despropósito, suscitó la curiosidad de Andrés Dolman, quien grabadora en mano y cámara en bandolera se apersonó ante algunos responsables del asentamiento, quienes prometieron mostrarle todo para salir de dudas. 

Pasaron por la escuelita Igualdad, donde Ramona Ramírez y dos adolescentes tomaban cuenta de los cachorros de los labriegos y de algunos jóvenes aprendices de ciudadanos.  La lección del día versaba sobre las Escrituras: la parábola del camello y el ojo de la aguja.  Luego se debatió sobre el cooperativismo y los anarquistas cristianos del siglo XIX.  También analizaron el pensamiento de Teilhard de Chardin, Tomás de Kempis, Anthony de Mello y otros pensadores cristianos, así como sus contrapartes, los enciclopedistas, librepensadores y gnósticos.  Nada anormal.  Seguidamente fueron a las capueras a observar de cerca el trabajo organizado.

Entre todos hemos suscrito los créditos para comprar lecheras, cerdos y cuanto precisamos para la colonia —explicó Selma Ortiz, dirigente femenina del asentamiento—. Mucho pataleamos para evitar que los créditos se otorgasen en forma individual a fin de dividirnos. Finalmente logramos constituir una especie de “sociedad”con personería y allí recién nos lo dieron.  Mediante esto, tenemos animales de crianza. Cuando podamos, nos mecanizaremos.  Nos acusan de marxistas, porque no cedemos a las presiones de cierto general de opereta de apoyar a su espurio candidato.  Preferimos mantenernos al margen de las sucias internas partidarias coloradas y liberales, pese a que entre nosotros hay colorados, liberales, anarquistas libertarios, socialistas de medio pelo, animistas, neopaganos, trotskistas, cristianos devotos y ateos funcionales.  Nuestra independencia es sagrada y vamos a luchar por ella con todas nuestras fuerzas. De todos modos, ya pasamos por lo peor.  —¿Y cómo hacen para dividir las ganancias?  —preguntó Andrés Dolman con cierta ingenuidad propia de los citadinos recién salidos del  muy delgado cascarón universitario, que por cierto no acorta orejas.

¿Cuáles ganancias? —dijo extrañado Calixto Ñamandú. Aquí no buscamos el lucro individual, sino el bienestar común.  Tener alimentos, salud, educación por nuestros propios medios, sin mendigarlo al gobierno, a los políticos ni a las iglesias.  Lo que antiguamente se denominaba mboriahu-ryguatã: pobres de barriga satisfecha.  Todo lo hacemos en común y lo disfrutamos en común. Si eso es marxismo, entonces... bueno, quizá tengan razón.  No sé demasiado de marxismo teórico, pero sí bastante de lo que es la dignidad práctica. Y eso, no tiene precio para nosotros.  Anótelo en su libreta.  —Me parece excelente su exposición —comentó Dolman—.  Creo que tienen razón ustedes.  ¿Qué hay de los médicos cubanos que mencionan los otros diarios?  ¿Acaso tienen hospital aquí?  —Hay dos médicos cubanos en Lima y creo que son clínicos itinerantes.  No tenemos hospital, pero cada quince días aparecen por aquí para desparasitar a los niños en la misma escuela, donde tenemos todos un dispensario improvisado.  En realidad, preferimos aplicar técnicas de prevención antes que mera asistencia.  Apenas nos hablan ellos de los logros de su revolución, pero no somos adoctrinados.  Más bien a-doctrinarios.  Parte de la educación de niños y niñas, es nutrición y sexualidad responsable. Lo demás, vendrá por añadiduras, como dicen los evangelios.  Tampoco fomentamos vicios.  Habrá visto que en nuestro almacén de consumo, no figuran rubros como tabaco, alcohol ni cosas innecesarias para la vida.  Varias veces quisieron los macateros itinerantes proveernos de basura, pero sólo dejamos lo indispensable.  Mucho nos costó rehabilitar a nuestros hermanos venidos de otros lugares del país, algunos con avanzado alcoholismo, otros fumadores empedernidos, a quienes al principio hacíamos el vacío o los enviábamos a fumar al patio durante las asambleas, hasta que poco a poco fueron deshaciéndose de esas lacras y hoy son los más responsables por su salud y la de los demás. 

Andrés Dolman se sentía conmovido ante el detallado relato de las experiencias y vivencias del asentamiento, aún ilegal pero en vías de legalización. ¿Cómo podrían ser considerados subversivos quienes se guiaban por los postulados de la libertad?  Paulo Freire, Pestalozzi, Montessori, Rousseau, Montesquieu eran referentes filosóficos de estos hombres y mujeres que pretendían romper las injustas estructuras, casi oscurantistas e inquisitoriales, que oprimían a todo el país y al continente austral.  Una estructura heredada de la noche de los tiempos coloniales, en que los conquistadores la impusieran a los nativos a sangre y fuego primero; por la persuasión evangelizadora después.  Jesuitas, dominicos y franciscanos disputaron territorios con los encomenderos para captar almas con sus correspondientes cuerpos, aunque no siempre para lo mismo.

Los últimos, sólo buscaban mano de obra esclava para sus haciendas y carne para sus serrallos y servicio doméstico. Los religiosos, apenas intentaban tímidamente inculcarles la virtuosa resignación para que pudiesen sobrellevar su cautiverio sin suicidarse, como de hecho muchos nativos lo hicieran para huir de la esclavitud; o del bautismo forzoso a que los sometían, para que pudiesen ir al cielo en cuanto el látigo del amo se desmandase o los perros de presa se cebaran en sus carnes ahuyentando sus almas fuera de ellas.  Andrés Dolman sabía acerca de todo esto y aún así, le costaba hacerse a la idea de que estos labriegos, hasta poco antes semianalfabetos, supiesen con claridad con qué herramientas culturales construir el camino a Utopía. 

Tras charlar con los campesinos, entre refrescantes sorbos de tereré, el cronista recorrió los sembradíos de frijoles, cacahuetes, huertas, frutales y cuanto sustentase a los pobladores.  También pudo observar los criaderos de animales de corral y los tambos lecheros comunitarios, impecablemente organizados.  Pudo tomar varios rollos de instantáneas para su diario y para sus archivos, a fin de desmitificar las desinformaciones propaladas por personeros del gobierno, de cierto clero conservador y de vecinos malinformados a quienes causaba envidia su modo de vida.  Nada dejaría en el tintero y probablemente esto le granjearía enemigos y problemas.  Pero poco le interesaba tal detalle, si se ponía del lado de la verdad.  Varios días recorrió la zona e incluso indagó entre los hacendados y agricultores vecinos acerca de los rumores que tomaron cuerpo en la capital, provocando revuelos y suspicacias contra Táva Pyahu y sus extraños modos de tomar decisiones y compartir —casi cristianamente se diría— el trabajo y la alegría, sin excesos ni altos impactos ambientales propios de las explotaciones agroganaderas empresariales, donde el lucro —el sacrosanto lucro— era el motor de las motivaciones non sanctas de los latifundistas. 

Varios vecinos, e incluso el párroco de Lima tuvieron expresiones poco amables para con los intrusos de Táva Pyahu y sus aparentemente poco claros modos de vida.  Pareciera que les molestara a todos la creciente organización, prosperidad y bienestar de la colonia y el desdén de los campesinos por el lujo, el alcohol y los vicios típicos de los demás paraguayos de linaje, rural o urbano. 

Mientras tanto, en la capital se ponía en marcha un aparatoso operativo de fraude electoral.  Los ríos bajaban revueltos y enfangados, pletóricos de oportunistas de medio pelo y perversos de pelo y medio.  El ingeniero Wasmosy entraba en la palestra política por la ventana, cual furtivo ladrón de ilusiones, con demagógicos mensajes.  La mentira cabalgaba desde Campo Grande, azuzada por la fusta de Lino Oviedo, el elector y árbitro, y del general Andrés Rodríguez, el gran Padrino del narcotráfico.

Un “modelo”  incómodo

Entiendo que ustedes son agitadores, subversivos y fanáticos del marxismo  —dijo el juez del crimen a Perú (Pedro) Garrido, apresado con otros treinta y seis compañeros, desalojados de una fracción llamada "La Golondrina".  Hacienda perteneciente a Blas Riquelme, un empresario de Asunción que en sus horas libres fungía de político de medio tiempo, tras haber comprado por otro período una banca en el Senado, con seis ceros en dólares.

Será mejor que confiese y se ahorrará una larga pasantía en Takumbú con sus compañeros  —prosiguió imperturbable y con fingida severidad el magistérico funcionario judicial.  En realidad, ni el propio juez creía en los infundios del parte policial, pero tenía órdenes de llevar a cabo un proceso ejemplarizador. Había que acabar con las invasiones de tierra como fuese, aunque debiera condenar a todos los implicados, como Perú, quien le respondió calmadamente: No sé qué quiere decir eso, señor juez.  Sólo queremos trabajar en paz y alimentar a nuestras familias, sin tener que mendigar empleos públicos o robar, como lo hacen descaradamente esos mismos que nos están acusando.  Espero que su secretario tome nota de esto. 

El juez le impuso silencio y tornó a releer el parte policial y la denuncia de Blas Riquelme, el estanciero ausentista de "La Golondrina".  No le cabía en la mollera la certidumbre de culpabilidad de los labriegos y dudaba realmente acerca de la veracidad del parte policial, pero su carrera estaría en juego.  No debía olvidar que Riquelme, aparte de empresario era senador nacional y tenía el poder que da el dinero, pese a ser medio escaso de  luces, con un exiguo dominio del idioma y apenas conocedor de letras y números indispensables para sus balances amañados.  De todos modos, el juez Barnabás Martínez investigaría el caso.  Recordó haber leído en un vespertino de la capital una serie de notas de un tal Andrés Dolman acerca de una ocupación de irregulares, también acusados de marxistas, donde el cronista desmentía categóricamente tal veredicto y con pruebas contundentes, ridiculizando de paso a los acusadores de aquéllos.  No era el caso de ser blanco de los dardos urticantes de la prensa, a causa de acceder a las amenazas de un político de cuarta con ínfulas de primera. 

El detenido aguardaba imperturbable mientras el juez cavilaba acerca de su caso y el secretario aguardaba frente a la máquina mecanográfica (aún no había ordenadores allí) para proseguir la audiencia. En el parte policial, aquí obrante, figuran muchos libros sospechosos —prosiguió de pronto el juez. Por ejemplo “Educación para la liberación” de un tal Freire, “El Contrato Social”, de un tal Ruseau o algo así. Seguro que son todos comunistas esos tipos.  No lo niegue.  Así diciendo, el juez señaló una pila de libros incautados de la ocupación por la policía. Creo que será mejor que lea esos libros, antes de proseguir este juicio, señor juez  —replicó Garrido—.  Puede retenernos en la cárcel mientras tanto.  No tenemos apuro.  Pero léalos y quizá se le iluminen las entendederas.  Es una pena que siendo egresado de la facultad de Derecho no los haya leído.  Lo siento por usted...  ¡Callese el reo! ¡No le he pedido su opinión!              —gritó el juez alterado, mientras el secretario dudaba de asentar el exabrupto y las declaraciones del acusado en el acta de autos.

Perú Garrido sonrió con sorna y guardó silencio.  Le encantaba rebatir a los inquisidores de nuevo cuño.  Era casi como burlarse de Dios en el mismísimo Paraíso, desde su extrema diestra.  El juez ordenó la comparecencia del siguiente: Francisco Lamas, haciendo retirar al insolente Perú Garrido de su presencia.  Minutos más tarde, Lamas tomaba asiento, siéndole preguntado nombre, nacionalidad y profesión. —Me llamo Francisco Lamas, o Pancho.  Soy paraguayo y agricultor como mis padres y mis abuelos.  Más que eso no recuerdo usía  —respondió el incoado en el expediente, con un dejo algo sarcástico.              —¿Quiénes son los cubanos o colombianos que los están entrenando en guerrillas subversivas? —preguntó nuevamente Barnabás Martínez mirando de reojo al parte policial. No sé de qué cubanos o colombianos me habla, señor juez.  Fueron algunos vecinos y los denunciantes los que inventaron todo eso.  Nosotros sólo recibimos visitas de estudiantes de la capital, que compartieron con nosotros durante la cosecha de algodón.  Luego, nos negamos a vender nuestro producto por el bajo precio, cuando nos apresaron y nos robaron la cosecha, nuestros animales y nuestras verduras, quemando nuestros ranchos. Y sabemos quiénes nos lo robaron.  Fueron los militares y policías que allanaron nuestras casas y chacras. ¡Limítese a responder lo que le pregunto! —gruñó fuera de sí el señor. juez. ¿Quiénes eran sus instructores en guerra de guerrillas?  —¿De qué guerrillas me habla? Nosotros apenas teníamos dos escopetas de caza y nuestros machetes de carpir.  Nada más. ¿Para qué nos íbamos a meter en eso, teniendo niños que alimentar y mujeres que cuidar? ¿O Ud. cree en esas patrañas?  —¡Cállese, le digo y solamente responda las preguntas! ¿Acaso no hacían reuniones cada semana, como para conspirar contra el Estado? ¿No saben  que deben informar a la policía y solicitar permiso para reunirse? Ustedes se están metiendo en un berenjenal con eso de asambleas populares, al estilo soviético. ¿Acaso no tienen dirigentes para tomar decisiones? ¿Qué necesidad tienen de reunirse a cada rato? ¡Respóndame a esto!   —Los dirigentes no toman decisiones inconsultas, al menos entre nosotros, señor juez.  Más aún si las decisiones puedan afectar al resto o perjudicar a muchos. Por eso nos reunimos, democráticamente, como manda la constitución.  ¿Leyó, por acaso el artículo 26, donde establece la libertad de asociación y de reunión?  Si no lo hizo, aún tiene tiempo.  —¡No me venga a decir qué tengo que hacer! gritó el energúmeno magistrado al borde de la histeria. ¡Ustedes estaban conspirando! ¿Acaso ya no se fijó el precio de venta del algodón? ¿o piensan contradecir al Consejo Económico de la Nación? 

—Cuando se inició el período de siembra, nos prometieron un precio razonable, entre mil trescientos a mil quinientos guaraníes por kilo. Cuando faltaba poco para la cosecha, nos salieron con la historia de que bajó el precio de referencia en Liverpool y Chicago, ofreciéndonos apenas seiscientos cincuenta o setecientos por kilogramo.  A eso, yo lo llamo simplemente una estafa.  Se nota que usted no es agricultor, señor juez.  Pero si su patrón le ordenó que nos condene por sostener nuestra dignidad, hágalo.  Allá usted con su conciencia. 

A estas alturas, el juez estaba al borde de la locura.  Nunca se había enfrentado con reos de esta calaña.  Casi siempre los acusados actuaban con humildad frente a la majestad de su cargo.  Pero estos osados analfabetos cometierras, intentaban superarlo en conocimientos de leyes y artículos constitucionales ¡Habrase visto!  Sus debilidades tomaron fuerza, valga la paradoja y el oxímoron: ¡Salga inmediatamente de mi presencia!  —gritó fuera de sí Barnabás Martínez, juez del crimen del segundo turno, dando por terminada la audiencia, ante la angustia y la desazón del pobre secretario, poco acostumbrado a estos interrogatorios fuera de serie y del libreto. 

Antes de pasar el siguiente acusado, el juez decidió suspenderlo todo para nueva fecha. Debería investigar, parte en mano, acerca de la Constitución Nacional recientemente promulgada y algunas leyes agrarias recientes. No fuese que lo tomaran desprevenido la próxima vez. Estos campesinos se estaban poniendo en letrados. Seguramente la lectura de libros sospechosos o algunos instructores subversivos que los estaban apartando del rebaño de las ovejas del Señor, como le soplaran el reverendo cura párroco de Lima y el Nuncio Apostólico de Su Santidad. 

Evidentemente, los nuevos campesinos estaban más informados de lo que muchos podrían suponer.  Y esto constituía un peligro en cierne para la estabilidad de las instituciones y la Ley. El modelo adoptado por los cometierras para organizarse, era a todas luces incómodo para la sociedad occidental (¿o accidental?) y cristiana, que él representaba con la contundente vara de la justicia. De buena gana hubiese condenado sumariamente a todos los incoados en autos, pero no podría hacerlo antes de agotar los procedimientos engorrosos del sumario: declaraciones, investigación, consultas con los denunciantes y todas esas zarandajas leguleyas.  Además, debía cuidar sus espaldas de los abogados que defendían a los campesinos, seguramente pagados por alguna entidad de fachada. ¡Vaya uno a saber si alguna organización no gubernamental estaba en concomitancia con el marxismo internacional!  Evidentemente, los cometierras estaban bien asesorados o se pasaban de listos.  ¡Ah! pero ya los pondría en su lugar, sin lugar a dudas. 

El general Rodríguez en tanto, convocó a Blas Riquelme a su despacho en el Palacio de López.  El muy ladino empresario-testaferro, partidario del tirano Stroessner depuesto por el ahora presidente, intentaba enfrentar al caballo del comisario en las internas del partido colorado, sin percatarse que el candidato rodriguista ya estaba cantado y hasta bailado de antemano. 

Riquelme llegó hasta el palacio de gobierno en un lujoso todoterreno diésel japonés, con el porte engallado de macho de espolín, cuando en realidad era un secreto a voces lo viceversa.  No tardó en ser recibido por el presidente, y en la breve antesala imaginó que conseguiría su apoyo para su candidato favorito: el empresario alcoholero Gustavo Díaz de Vivar y Grado 33 del Rito Escocés.  Por tanto, su sorpresa fue mayúscula cuando el general lo recibió con un exabrupto inesperado:  —¡El ingeniero Wasmosy será nuestro candidato por el partido, así que olvídese de cualquier otro que no sea de mi confianza! ¿Entendió, pedazo de imbécil del tres al cuarto? Disuelva ese movimiento inmediatamente o apártese. ¡Es una orden! ¡Nada de dispersarnos votos útiles en estas internas partidarias!  Riquelme quedó aplastado por la invectiva, y reaccionó como el pusilánime untuoso, zafio y zalamero que era realmente.

—¡Pero mi general! ¿No era que íbamos a hacer un juego democrático para guardar la imagen?  —¡No se me haga el listo, Riquelme, que bien nos conocemos! ¡Wasmosy será el candidato y punto! ¡Y ahora, retírese! Y traten de convencer al Dr. Argaña que desista de su candidatura y se acople al proyecto de consenso.  Es decir al nuestro.  Si quiere seguir de figurín, hasta le podemos dar la vicepresidencia, pero nada más.  Buenos días. —¡Pero mi general!  yo… intentó justificarse Riquelme, pero ya un ujier entorchado, disfrazado de edecán  lo tomó del brazo para conducirlo a la puerta del despacho presidencial, de poco talante, justo es reconocerlo, por lo que el azorado político no hizo resistencia.

  Sintió la severa mirada de Rodríguez quemándole o soplándole la nuca mientras se alejaba.  De pronto, intuyó que el juicio de desalojo contra los ocupantes de sus tierras corría riesgo de irse por el tobogán, con costas a su contra.  Enfrentarse con Rodríguez, era a todas luces insalubre para su economía.  Comenzaba a arrepentirse de haber iniciado un proyecto político divergente que podría costarle caro.  Es que él era stronista  y  lo seguía siendo y asumiendo, pese a quien pese.  Aunque ya le iba pesando a él ahora mismo.

El juez Barnabás Martínez atendió el teléfono con la contrariedad de quien se siente interrumpido a poco de un inminente orgasmo. En realidad, estaba magreando a su secretaria durante uno de sus pocos momentos de privacidad entre proceso y proceso.  Pero apenas alzó el tubo —es decir, el del aparato comunicador— cuando el Sr. Juez se puso instintivamente erecto en posición de firme-húsar-de-plomo. ¿Doctor Martínez?  Aguarde en línea.  Le va a hablar el general Rodríguez, presidente de la República.  Un momento por favor.  

El juez pensó que le ordenarían dictar sentencia condenatoria contra los agricultores procesados en su sala y aguardó expectante, con ligera taquicardia, al mandamás paraguayo post-golpe. En pocos segundos de espera, oyó la voz del general, pero no con el tono conciliador con que acostumbraba a tratar con la prensa, sino con el de un imperator.  Y de hecho lo era.

Escuche atentamente, doctor Martínez.  Absuelva inmediatamente a esos campesinos y rechace la demanda de Riquelme.  Mi gobierno no puede recurrir a los mismos métodos terroristas del anterior.  Desde hoy, Riquelme está en la cuerda floja, así que... hágalo como decisión suya.  Luego veré que lo asciendan a camarista.  ¿Entendió?  Si no sabe cómo hacer su dictamen, hágase asesorar, pero quiero la sentencia definitiva de su instancia en una semana.  —¡A su orden, señor presidente!  Ud. sabe que este caso era para mí una batata caliente y sólo por presiones del senador tuve que hacerme cargo.  Nunca creí en la culpabilidad de esas personas... eehh... usted  sabe que yo...            —¡Veo que nos entendemos, Barnabás! ¡Proceda inmediatamente! Y cuando conceda la libertad a esos campesinos, dígales de mi parte,  que espero su apoyo al candidato de nuestro partido en las elecciones internas primero y en las generales después. ¡Buenos días!  

Tras esto, se oyó un ¡clic! y Martínez quedó más de un minuto congelado en posición de firme, mientras su secretaria se alisaba los cabellos, luego de desmelenarse un rato para complacerlo oralmente y relajar el estrés a su jefe que le tomara un húmedo examen.

¿Se siente bien, doctor?  —preguntó solícita, al ver la lividez del rostro del juez, mientras retocaba su maquillaje y se limpiaba algunos restos efusivos de sus labios y mejillas, con papel higiénico, sin que el juez atinase a responder.

Tras su inesperada liberación, los campesinos depauperados se reunieron nuevamente. Esta vez en una plaza de Asunción, donde un enviado del general Rodríguez los esperaba con un cheque de cinco millones de guaraníes y un camión militar.  Entre sorprendidos y alertas, escucharon al enviado, quien les anunció que podrían regresar a su ocupación con todas las garantías del gobierno. Además, serían indemnizados por la destrucción de sus capueras, el robo de doscientas bolsas de algodón cosechado, que les sería pagado al precio de referencia, que ellos mismos rechazaran antes de la expulsión.  Recibirían además nuevas herramientas y un tractor.  Por las experiencias de los labriegos, éstos estaban poco acostumbrados a confiar en las promesas de las autoridades.  Especialmente ministros y sus burócratas. Pero el astuto hombrecillo que los encaraba, de riguroso civil, venía nada menos que de parte del poderoso Rodríguez, y creían reconocerlo como al general Lino Oviedo, el poder detrás del trono y factótum de la toma del Regimiento Escolta Presidencial, último baluarte de Stroessner. 

Pero la sempiterna desconfianza proseguía tratando de tomar al abordaje sus mentes. ¿Qué habría tras tan generosa oferta?

Lo único que les vamos a pedir a ustedes, como ciudadanos paraguayos, es que apoyen al candidato de nuestro partido en las próximas elecciones presidenciales.  Nada más.  Mi general va a interceder para que el Congreso expropie por ley esa fracción improductiva que ustedes han ocupado.  Recuerden que como dijera el ministro de Defensa, doctor Hugo Estigarribia: “la palabra de un soldado, vale más que mil leyes” ¿conformes? 

—Nosotros no podemos darle una respuesta al señor presidente ahora, sin consultarlo en asamblea, de acuerdo a nuestra metodología —dijo Perú Garrido, cabecilla visible de estos labriegos—.  Además, preferimos que cada quien actúe según su conciencia.  No podemos ordenar a los nuestros que apoyen a nadie que no nos haga propuestas sólidas en lugar de promesas vacías e infladas.  El general Oviedo dudó un poco y respondió con su aplomo  característico:  Piénsenlo bien.  Si mi general promete, ha de cumplir, pero no se me hagan los retobados, que pueden volver a tener problemas.  Si van a necesitar algo más, aquí tienen mi tarjeta.  También pueden llamarme al Primer Cuerpo de Ejército.  Tienen cinco días para tomar esa decisión.  Por ahora, dispondré un camión militar  para que puedan llegar hasta sus… No tenemos casas, general.  Recuerde que sus hombres nos incendiaron nuestros ranchos, saquearon nuestras huertas y robaron nuestra cosecha de algodón  —respondió Perú Garrido con telegráfica presteza y laconismo. 

Hace cuatro semanas he enviado un batallón al sitio para reconstruir las casas y las huertas. Vayan tranquilos.  Ahora tendrán casas de madera y si apoyan al ingeniero Wasmosy como pide el presidente, les haremos casas de material.  Tienen mi palabra.  —En tal caso, iremos allá, pero como sabe, no le prometemos nada por ahora. ¿Y qué pasará si no aceptamos?               —acotó Francisco Lamas con muy poco disimulada ansiedad.  —Volverán a ser desalojados.  Ustedes fueron absueltos en primera instancia y Riquelme podría apelar y volver a decretarse prisión preventiva.  Hay muchos campesinos que podrían aceptar nuestra propuesta y ser ubicados en el sitio. Piénsenlo bien —respondió Oviedo con su paciencia semiagotada a causa de presionar en saco de culo roto. 

—Entre nosotros hay algunos simpatizantes colorados —dijo Pancho Lamas—, pero se les hará difícil votar por un tránsfuga sin trayectoria política; de todos modos, sólo podemos prometerle que convocaremos a una asamblea.  Nada más... —remató Pancho Lamas antes de despedirse.  Los campesinos llegaron, camión mediante, al sitio de donde fueran desalojados  meses atrás.  Sus mujeres y niños estaban ya aguardándolos confortablemente instalados en casitas de madera con una cálida pero incómoda techumbre de fibrocemento.  Pero pese a ello, estaban apesadumbrados ante la penosa disyuntiva de tener que prostituirse —o poco menos— al poder político de turno.  No habría paz en sus conciencias, caso de acceder al facilismo de contar con un mecenas peligroso como Rodríguez.  Además, era casi seguro que las mujeres optarían por acceder, con tal de contar con la seguridad de un hogar propio.  Pero se equivocaron de medio a medio.  Y lo comprobarían al día siguiente en asamblea.

Desde las ocho de la mañana iniciaron las deliberaciones.  Las mismas mujeres eran poco afectas a ceder a las exigencias extorsivas de Rodríguez y su entorno político. De seguro este ingeniero será una suerte de continuismo del actual gobierno.  No lo veo claro —dijo Clara Martínez, de la fracasada colonia Repatriación, adicta a Stroessner... y su sucesor, y evangelistas patriarcales del llamado "pueblo de Dios". 

—Por eso, considero sospechoso el interés de Oviedo en que apoyemos a un candidato que ni siquiera fue aún electo por mi partido en unas internas limpias  opinó Pancho Lamas—.  Algo se traen estos militarotes entre sus garras.  Creo que si accedemos a sus condiciones, nos pesará toda la vida.  Ese ingeniero está estrechamente vinculado al hijo mayor de Stroessner y fue su testaferro de confianza, y hasta se comenta que uno de sus soplanucas favorito, ahora, barón de Itaipú con su industria pesada de chatarra.  Pero creo que de todos modos, con o sin nuestro apoyo, ese tipo va a salir electo, para desdicha de la república, es decir: de todos nosotros. 

Los demás fueron de idéntico parecer.  Pero ¿podrían prometer su apoyo y luego votar contra el ingeniero Wasmosy?  Primero, éste debía medirse contra el Dr. Argaña, el cual tenía un cierto prestigio entre los colorados, e incluso entre los no afiliados,  a causa de su intransigencia,  pese a haber sido stronista hasta las penúltimas etapas de la tiranía. Y éste tenía todas las de ganar, salvo un fraude alevoso a que eran tan afectos los colorados de viejo cuño. 

Evidentemente no podrían comprometer sus principios y resolvieron rechazar el exhorto de Rodríguez debiendo, por ende, prepararse para lo peor.  Y lo peor llegaría en poco tiempo más... para ellos.  Y, poco más tarde, para el hasta entonces general Lino Oviedo, quien daría sus últimos pasos de ganso como militar y todopoderoso.

Una lección de dignidad

La comitiva judicial-policial-militar, irrumpió en la ocupación con la aparatosidad típica de los perros de presa del régimen.  Rodríguez no esperaba la negativa de los campesinos de los distintos asentamientos de cuatro departamentos, pero estaba dispuesto a ejercer la presión necesaria para lograr sus propósitos.  Lino Oviedo tampoco la esperaba, pero no estaba dispuesto a tolerar disidencias a las órdenes del jefe, por lo que personalmente acudió a desalojar nuevamente a los campesinos remisos. Claro que no quemarían las viviendas como en la primera represión, sino que las reservarían para otro grupo de campesinos dóciles, adictos y fanatizados, que nunca faltan; aunque éstos, generalmente, gustan poco del trabajo duro y los sacrificios que implica la vida de una colonia agrícola minifundiaria, y más bien prefieren medrar a la sombra de los caudillos o las instituciones públicas, preferentemente en zonas urbanas. 

Oviedo contempló impasible el apresamiento de hombres, mujeres y niños, que serían arreados como ganado a la capital para reanudar nuevamente la farsa judicial; esta vez en Segunda Instancia, tras la apelación de Blas Riquelme a la sentencia absolutoria del juez Barnabás Martínez, recientemente ascendido a camarista por el poder Ejecutivo y el domesticado Consejo de la Magistratura, manejado por los discípulos de Hiram Abí y los Hijos de la Viuda, como se autodenominan los monaguillos del Gran Arquitecto. 

Pero la cosa no fue tan fácil.  Muchas viviendas comenzaron de pronto a arder, mientras los policías y soldados impotentes intentaban contener la deflagración. Los campesinos, previendo el desalojo habían dejado recipientes de combustible en todas las casas e incluso en las chacras y bosques aledaños con la consigna de tierra arrasada.  Además, habían cortado el paso de agua desde el tanque principal.  Los niños menores, aún no apresados por los policías, se encargaron de poner fuego en sus viviendas con todo y enseres como en un esperpéntico conjuro mágico. 

Mientras los cancerberos intentaban infructuosamente combatir las llamas, muchos campesinos huyeron con sus mujeres en medio del desorden;  apenas unos diez hombres de edad adulta estoicamente permanecieron en el lugar para cubrir la huida de los demás.  Lino Oviedo no daba de sí de la furia y la frustración, ante el fracaso de su misión.  Muchos millones habían invertido para construir las viviendas y las demás instalaciones de infraestructura que ahora ardían alegremente como en un dantesco ritual de tiempos olvidados o infiernos perdidos. 

Furioso por la pérdida, ordenó maniatar a los rezagados y golpearlos a culatazos antes de enviarlos a Asunción. Los hombres lo soportaron impasibles y serenos, sin resistir ni esquivar los golpes, ni profiriendo gritos. Incluso, algunos ya bañados en sangre sonreían beatíficamente, como cristianos frente a las fieras del circo.  ¡Y qué circo de perros! 

Al desistir de sus intentos de dominar el fuego —que  en poco tiempo lo devoraría todo—, el irascible Oviedo ordenó a sus fuerzas perseguir a los que huían por el monte y que apresasen a quienquiera que fuese.  No les perdonaría la afrenta hecha a su superior inmediato. Luego, se apartó de allí para llorar su frustración. ¡Si lo vieran sus jinetes favoritos! 

Los campesinos fugitivos pudieron eludir a la policía y las fuerzas militares en los tupidos senderos del bosque, que conocían mucho mejor que los cancerberos asuncenos de asfalto y salón. En tanto, los incendios despistaron a los perseguidores, deteniéndolos aquí y acullá, ya que los bidones de keroseno estaban bien distribuidos. De todos modos, los rehenes de Oviedo fueron conducidos a golpes hasta el camión enviado a por ellos, sin quejas ni lamentos, sabiendo que los suyos estarían a salvo de la brutalidad uniformada.

Recordaban cuando la represión de la Pascua Dolorosa del 76, en que mujeres, madres de familia, eran violadas frente a sus hijos y esposos o parejas, mientras los hombres eran amarrados con alambres de espinos y azotados con látigos de ocho cabos.  Evidentemente lo peor había pasado, tal vez gracias al oportuno golpe de Estado de Rodríguez, pero esto no los hacía confiar en alguien cuya fama de narcotraficante trascendiera las fronteras del planeta e incluso quizá la del sistema solar; y que ahora se blanqueara con disfraz democrático, mientras traficaba en forma lícita, gracias a la DEA, al apoyo de la CIA y la embajada norteamericana.

¿Para qué querría éste un presidente títere tras su retiro de la vida pública?  Esto les era difícil de tragar, pero se iba tornando comprensible.  Por de pronto, estaban dispuestos a afrontar otro proceso criminal, pero nadie podría impedirles gritar su verdad ante el país entero.  Sabían que no estarían solos y que algunos periodistas y sacerdotes progresistas estarían de su parte.  También la ciudadanía consciente los apoyaría, como lo hicieron durante el cautiverio de su larga lucha por la dignidad.

Procurarían no doblegarse ante juez alguno que no fuese su propia conciencia. En realidad, Oviedo no quería que el caso trascendiera demasiado, ya que sólo se trataba de encumbrar a la presidencia de la República a un títere de Rodríguez; no de hacer un escándalo nacional por un desalojo de campesinos remisos a dar apoyo a un mbatará (bataraz) como lo llamaban despectivamente a Wasmosy,  uno de los pilares de la corrupción de las obras de la represa de Itaipú y negociados anexos.  Argaña era enemigo jurado de Rodríguez y por ende no lo dejarían acceder a la presidencia, pese a que sus chances eran mayores que las del acartonado ingeniero, al disponer del aparato partidario. Oviedo pensaba al principio que sería fácil promover al candidato rodriguista entre los colorados, muy afectos éstos al mandamás de turno y camaleónicos por naturaleza.

Mas, al constatar la resistencia de muchos sectores populares a la tramoya urdida, comenzaba a dudar de la victoria y a pensar seriamente en el fraude como solución al impasse político. Por de pronto, los campesinos recientemente vueltos a desalojar, les habían dado a los oligarcas una lección de dignidad que difícilmente olvidarían; por más que la palabra dignidad no figurase en sus diccionarios.

Jaque al Rey de Espadas

Perú (Pedro) Garrido, maniatado con alambre fino (el precio de sogas estaba fuera del presupuesto de desalojos), en compañía de otros nueve agricultores, realizaron un incómodo viaje en el plan de la carrocería de un camión militar —semi desvencijado y a los tumbos por carreteras de tierra entre polvorienta y fangosa, rumbo a Asunción—, rodando como troncos desorbitados a cada bandazo de la carrocería.  No valieron súplicas oficiosas del obispo de Ca’aguazú ni patéticas rogativas de las mujeres y el llanto de niños, desamparados por la arbitraria acción de los militares y policías que participaran del procedimiento, deformadas sus almas por la furia vengativa de su acción.  Oviedo y Rodríguez sólo pretendían debilitarlos y ponerlos como ejemplo a los demás remisos a apoyar su proyecto. 

Pareciera que hasta las aves de los montes cercanos se llamaron a silencio para acompañar el dolor de los perseguidos.  Las casas nuevas, eran pavesas humeantes, cuando no cenizas al viento del otoño, melancólico y amargo, como suspiros de viudas de guerra fratricida. 

No sentían sin embargo tristeza alguna ni cargos de conciencia, por haber sido capaces de mantenerse íntegros ante el nuevo poder faccioso emergente, tras la caída de un tirano muy geronte y mal gerente —ya que jugaba a perdedor en política internacional—,  y la instauración de una transición democrática de papel. No, nada de lamentaciones, y sí a templar los espíritus para la nueva lucha que se avecinaba.

Tras interminables horas de viaje por caminos casi intransitables, llegaron por fin a una ruta asfaltada desde la cual alcanzarían la capital en unas cuatro horas y media.  Sabían que las iras del poder caerían sin piedad sobre ellos, por haberse opuesto a los megalomaníacos proyectos de Rodríguez-Oviedo, que de todos modos se ejecutarían inexorablemente en el país; para riqueza de pocos y miseria de muchos, como lo fuera desde el principio de los tiempos.  Como lo sería siempre o casi siempre. Salvio, Espartaco, los frigios, Mackandal, Zumbi, Ambaré, Caupolicán, Tupac Amarú, se habían sublevado para lograr su libertad, pero muchos acabaron crucificados en la Vía Appia, ahorcados, empalados, descuartizados o en el campo de batalla. Sólo Salvio murió anciano y en su lecho. La traición acecha a los justos a la vuelta de cada esquina.

Conocían, por haber tenido acceso a cierta prensa extranjera, que conocidas sociedades ocultas del primer mundo se hallaban impulsando —desde sus crepusculares entornos rituales—, un proyecto de globalización,  que abarcaría a todo el planeta  y los pondría bajo el dominio de grandes corporaciones en una nueva era feudal.  Los cazadores señorearían sobre los recolectores como en una era olvidada en la noche del pasado.  Dicho proceso se había llevado a cabo en la Europa de la posguerra mundial, y tras el cese de la guerra fría se iba extendiendo al resto del mundo como hidra de mil cabezas.

El derrumbe del socialismo gendarme  soviético, también fue planificado en ocultos talleres y oficinas, con el objeto de ganar mercados y expandir intereses poco claros a los cuatro vientos.  La guerra fría había cumplido su objetivo: ampliar el tráfico de armas en ambos bloques polarizados, pero ahora se imponían otros propósitos más sutiles. Y el águila imperial de la Nueva Cartago norteña, desplegaba sus ominosas alas renegridas —sospechosamente membranosas, como de asqueroso quiróptero hematófago de rasantes vuelos—,  sobre vastas zonas del  sometido planeta, y ellos: los campesinos paraguayos, serían desplazados y radiados de sus minifundios, como lo fueran sus abuelos, en pro de un nuevo "modelo" macro empresarial corporativo... salvo que lucharan para impedirlo.

Pero ¿cómo luchar contra la rampante estupidez y la inmoralidad, omnipresentes, en todos los estamentos sociales?  Las imposibilidades y las restricciones impuestas por la constitución a golpes de estado o intervenciones militares en la vida civil, eran escollos poco salvables, salvo si el poder político-militar trataba de imponer una democracia de fachada y alguno que otro fraude electoral, con anuencia militar o civil. 

Las internas coloradas para elegir candidatos a la presidencia de la República por el partido, se efectuaron en un marco de mutua desconfianza entre los partidarios del Dr. Argaña y el ingeniero Wasmosy,  contendientes en la lid, entre otros grupos menores.  Tras las reñidas internas, hubo denuncias de irregularidades a granel y los resultados no se dieron a conocer al público sino más de un mes después, a causa, supuestamente, de recontar por decimoquinta vez los votos y  dar lugar a las impugnaciones.

Lo que no dijo la prensa, fue que Lino Oviedo y Blas Riquelme se encargaron de llevar las urnas a cuarteles poco caballerescos, para amañar los resultados y falsificar actas de mesas, dando la victoria al caballo del comisario (o al acémila, si cabe la expresión) aunque por escaso margen; casi tan escaso como su moral.  Finalmente, pese a invectivas, plagueos, rezongos, lágrimas, zanguangadas, denuestos y pataleos, Argaña quedó fuera de carrera y Rodríguez pudo tener un sucesor digno de su calaña.

Andrés Dolman, acudió a la cárcel de Takumbú a entrevistarse con los detenidos del último desalojo. Los cargos eran: usurpación ilegítima de propiedad privada, incendio y daño intencional contra viviendas, agresión a la autoridad y otros.  Tras su estadía en Táva Pyahu, supo en propia piel los padecimientos de los campesinos, pero también de su tesón y fortaleza para vencer adversidades.  Éstos no serían muy diferentes a aquéllos en cuanto a la valoración de la dignidad como virtud.  Supo de las condiciones impuestas para concederles tierras, créditos y otras ventajas, y de la reluctancia a aceptar las leoninas imposiciones del entorno presidencial.  No sabía cómo abordar este caso, pero haría lo posible por meterse en la piel de los labriegos como lombriz y asumir la defensa de éstos con los medios a su alcance, que no eran muchos por cierto.  Primero vería cómo conseguir entrevistarse con los reos, ya que según el reglamento, recién después del período de adaptación de una quincena podrían recibir visitas, que no fuesen abogados o parientes muy cercanos. Y si el presidente interponía influencias para arrastrarlos a la condena e imponerles restricciones, la tendría difícil.

Por de pronto, una vez llegado ante los muros tétricos de Takumbú, pidió audiencia con el director del penal a fin de que le facilitase las cosas.  Luego vería.  No logró convencer al director ni al jefe de seguridad.  Las órdenes eran estrictas: nada de visitas ni entrevistas a los detenidos, hasta que se cumpliese el plazo de adaptación.  Recordó de pronto que el Comité de Iglesias tendría acceso irrestricto en su carácter de organización defensora de los derechos humanos durante la tiranía.  Se dirigió a un abogado del Comité desde un teléfono público pidiendo cita.  No dejaría pasar la oportunidad de poner en jaque al Rey de Espadas.  De pronto pensó preocupado que un abogados infiltrado en el Comité de Iglesias, era uno de los figurones de la masonería local, también vinculada a los círculos áulicos del poder; pero inmediatamente desechó sus temores.  Vería de emplear un poco de astucia periodística para llegar al meollo del asunto.   Algo muy grave tendría que haber pasado para que esos campesinos fuesen tratados poco menos que como animales durante su arresto, traslado y prisión.  El propio abogado le allanó el ingreso junto a los detenidos, en compañía de otro miembro del equipo del Comité de Iglesias, sin más expediente que discar un misterioso número telefónico desde su despacho. —Vaya tranquilo nomás, amigo Dolman  —díjole el hermano abogado Diego Bertolucci—.  Este fin de semana los tendrá a su disposición sin problemas. Podrá entrevistarlos en el locutorio de la prisión.  Si tiene algún inconveniente, llámeme a este número.  Pero si lleva mi tarjeta, no le pondrán inconvenientes.  Así diciendo, le alargó un cartón con su nombre llano, emblema, grado masónico de cúspide, tres puntos y nada más.

—Así es, señor periodista.  Nos resistimos a ser utilizados por el entorno político presidencial para apoyar a este... individuo de sospechosa trayectoria y oscuro pasado.  Si nos lo hubiesen pedido para el Dr. Argaña, quizá lo hubiésemos apoyado sin condiciones; pese a su fama de arbitrario y prepotente, hasta podría haber hecho un buen gobierno, pues lo creemos honesto y coherente, aunque con luces y sombras como cualquiera de nosotros.  No nos reprochamos el haber quemado todo el caserío con que intentaran comprar nuestra fidelidad  —comenzó relatando Perú Garrido al periodista Dolman en el locutorio de la cárcel—.  Pero la fidelidad, sólo se da entre mascota y amo.  Nosotros preferimos otorgar el beneficio de nuestra lealtad a quien la merezca.  No somos falderos ni queremos tener amos, ahora ni nunca.  Y si por no transigir con el poder nos persiguen como a perros rabiosos, vamos a llegar al extremo a que no hubiésemos querido arribar: el de hacer justicia con nuestras propias manos, y como perros rabiosos empezaremos a morder.  Pedírsela al poder es vano como fruta de plástico.

—¿No  sopesaron las posibilidades de hacer un bluff con Rodríguez y Oviedo?  —preguntó Dolman, respondiéndose él mismo con un equívoco—.  Podrían haber aceptado la oferta.  Total ¿quién se enteraría del resultado de sus votos?  Para eso está el cuarto oscuro. 

Dolman calló como intuyendo su respuesta, y no se equivocó. —No está en nuestro ánimo engañar a nadie.  Nuestra conciencia nos acompaña en el cuarto oscuro, señor Dolman —respondió Garrido—.  Si hiciésemos el compromiso, votaríamos indefectiblemente por ese truhán, pero que no va por ahí la cosa.  Simplemente tenemos principios y los mantendremos enarbolados como banderas al viento, aunque vengan degollando con cuchillo de palo.  —Entiendo.  Y les concedo la razón. Ojalá todo el país piense y actúe como ustedes. 

Tras una hora y media de charla, Dolman apagó su grabadora y se despidió de Garrido, rogándole que aceptase una pequeña ayuda en efecttivo, para sus gastos y los de sus compañeros de prisión. Tras dudar algo, Garrido aceptó la donación unipersonal de Dolman y se retiró a su pabellón.  Al mismo Pabellón "D", donde estuvieran los violadores y asesinos de los hermanos Flores, de la colonia Táva Pyahu y donde agonizaran lentamente... hasta pagarlo con sus vidas.

Dolman volvió a los pocos días a la prisión capitalina a continuar entrevistando a los demás y redondear la historia, pese a la estricta orden de Rodríguez de mantenerlos en silencio.  El director de la cárcel era partidario de Argaña, como muchos funcionarios y afiliados al partido oficialista, por lo que poca gracia le hacía el escamoteo de la candidatura presidencial a su caudillo en favor de un mediocre empresario, cuyo único mérito era ser obsecuente con los mafiosos de la política y ostentar un grado cotizado en dólares comprado en alguna logia.  El locutorio de la prisión estaba casi vacío cuando llegó el periodista. Minutos más tarde, el jefe de seguridad entró con Pancho Lamas.

—Fui peón de obra durante la construcción de la represa de Itaipú  —principió Lamas, tras tomar resuello—.   Mis padres han vivido toda su vida en una pequeña chacra de Qui’indy, en el noveno departamento y casi no había oportunidad para los más jóvenes. Entonces, cuando se iniciaron las obras en el Paraná, me fui a probar suerte y conseguí trabajo en las tareas de desvío del cauce. Luego de concluidas éstas, pasé a la represa principal. Diez años estuve allí, sin mayores sobresaltos, salvo alguno que otro accidente.  Al terminar las obras, nos dieron de baja a los peones y sólo se quedaron los muy especializados.  Me quedé en la calle con mi mujer, cinco hijos y sin indemnización.  Probé de vender chucherías y baratijas en las calles de la capital del Alto Paraná, hasta que me uní a otros como yo y decidimos buscar lotes fiscales para ocuparlos de acuerdo a la ley de usucapión.  Pero casi todas las tierras de la región estaban en manos de políticos, militares, policías o empresarios y nada quedaba para los campesinos pobres.  El Instituto de Bienestar Rural de Papacito Frutos, dilapidó las mejores tierras de la región oriental y del Chaco, regalándolas a los perros fieles de Stroessner.  Fue entonces que vino el golpe de febrero del 89 y decidimos organizarnos para ocupar una parcela improductiva de Blas Riquelme, testaferro de Stroessner primero y también de Rodríguez ahora.  El resto ya lo sabe.

Dolman escuchó pacientemente el relato, que coincidía exactamente con el de los demás implicados en la aventura y apagó su registrador magnetofónico.  El rompecabezas iba tomando forma, pero ¿Para qué impusieron la candidatura de un tipo sin arrastre?  La única explicación que le cupo en las pensaderas, era que Rodríguez no deseaba alejarse del poder.  Si eligieron a uno de cientos para candidatarlo, quizá se debería a que Wasmosy era fácil de manejar y hábil para los negocios.  Especialmente si alguien lo amparaba con privilegios, exenciones impositivas, ventajas aduaneras y cuanto el poder político utiliza para lucrar:  las grandes —y por lo general inútiles y deficientes— obras públicas.  Y si talla la industria "pesada", óptimo. ¿Existe mejor manera de lavar dólares, que invertirlos en elefantes blancos, construidos con escandalosas sobrefacturaciones y, tras poco tiempo de abuso, enajenarlas a precio de ganga?  Las ganancias privatizadas y las pérdidas socializadas, eran la ecuación del diablo del FMI, del BID y del Banco Mundial, tríada de la usura occidental... y planetaria en poco más. 

Estas reflexiones lo horrorizaron suavemente.  Pensó en los miles de niños devorados literalmente por el hambre y la desnutrición; soñó despierto con escuelas en ruinas, hospitales en escombros y rutas peligrosas por el deterioro; visualizó asaltos a mano armada, con armas provistas por ciertas oscuras empresas de fachada para la mano de obra barata de las zonas marginales; vio una nación donde sólo sobresale el más astuto y cruel.  No el más inteligente.

Todo, debido a que unos pocos tomasen el país como botín de juego o de piratería política.  Lo de siempre.  Finalmente, todo este laberinto florentino de intrigas y contra intrigas, como solían serlo Moscú, Washington, Londres, París y la ONU, estaba reproducido en el microcosmos de la macroeconomía paraguaya (e iberoamericana finalmente), donde las barracudas se reparten los bancos de sardinas, a lo sumo compartiéndolos con los tiburones y ¡buen provecho!

Andrés Dolman quedó alelado de pronto, ante el convencimiento de que un poder fáctico sutil, se estaba apoderando, deglutiendo, defecando, de los restos carroñizados de una nación que estaba perdiendo su dignidad; degradándose en la impunidad más atroz, prostituyéndose sus líderes y operadores de intereses, que no otra cosa son los políticos de partido.  Y esto, se deseaba globalizar para gloria de la mafia sinárquica disfrazada de esoterismo especulativo.  A Dolman por esos días le simpatizaba, aunque con reservas, una tercera opción que circulaba como un soplo de aire fresco en medio de la fetidez del ambiente político.  La llamaban: "El sol comienza a brillar", y la encabezaba (y financiaba) —curiosamente, justo es mencionarlo— un empresario vinculado al sector agroexportador.  Y todos saben, al menos en el Paraguay, que es el sector que más engorda con el sudor del productor primario. 

Pero debería seguir atando cabos e incluso trenzándolos en sus intrincadas guedejas, para llegar a la punta del ovillo de las intrigas políticas de penthouse o de quincho.  Debería exprimirse la imaginación e ir a los nudos gordianos en sus pensamientos.  Sabía que lo de la globalización  era una suave y aromatizada cortina de humo para encubrir algo mucho más atroz.  Alguien, en forma institucional poco ortodoxa, movía hilos invisibles de las marionetas gobernantes de países ¿soberanos? con deudas externas diez a cincuenta veces superiores a sus presupuestos anuales. 

Pancho Lamas había hilado una pálida y brumosa visión de lo que podría llegar a ser ese poder supranacional que los asfixiaba, claro que siempre, con el ropaje falaz de cooperación o ayuda financiera para el desarrollo y otros rollos. 

Andrés Dolman, no cabía en sí del asombro.  Tras la entrevista, decidió indagar acerca de los líderes de la llamada globalización salvaje, donde los tiburones negocian con las sardinas a cambio de ventajas unilaterales para sí.  Por supuesto, debajo de la jerarquía del tiburón, están las barracudas, los atunes, las sardinas, los arenques, y mojarritas, en una rigurosa y darwiniana cadena trófica de comeos los unos a los otros.

Dolman indagó libros de alquimia negra; hurgó en los misterios de las conjunciones planetarias y coordenadas astrales de una eclíptica oscura; desenterró piezas de arqueología política prehistérica; examinó las macabras obras de ingeniería social malthusiana.  Tanto de los soviets como del liberal-fascismo; rememoró los negros capítulos de la conquista, de lo que los hijos de la puta madre patria europea llamaron “América”, a fin de hacerse de una idea clara del problema campesino, remanente de todo aquello. 

No tardó en deducirlo y estremecerse hasta los tuétanos, pues la cosa lo ameritaba.  Paraguay estaba en manos del hampa internacional, disfrazado con banderas de la ONU encubriendo la de los hunos.  Y los campesinos de toda Iberoamérica eran las sardinas y mojarritas de la cadena trófica mundial.

Dolman quedó con el corazón oprimido por la sensación de impotencia ante lo que intuyó un despojo progresivo de los recursos de los países endeudados con la usura internacional.  Que, so pretexto de combatir a la pobreza y ayudar al desarrollo, alimentaban las voraces fauces de los líderes políticos corruptos de los países ocupados.  Controlados a su vez por los virreyes de las potencias comerciales y sus cipayos nativos, quienes, deslumbrados por los espejitos de colores, traicionaban a sus hermanos en pro de oscuros intereses transnacionales. 

Sólo en Chiapas, un grupo de indígenas mayas liderados por el subcomandante Marcos se atrevió a poner una pica en Flandes y decir ¡Basta! a los poderosos.  En el Paraguay la lucha sería larga y dura para poner en jaque al Rey de Espadas que detentaba el poder en nombre de la democracia sin esperanzas.

Horizontes sangrientos

Blas Riquelme, senador nacional ausentista de tiempo parcial, se apersonó en la reunión de presidentes de seccionales coloradas con la misión de conciliar a los disconformes con la derrota del Dr. Argaña y la unción de Wasmosy.  Todos los políticos de base estaban contrariados con el evidente fraude llevado a cabo por Riquelme, el tribunal electoral y la casi oculta —aunque no tanto— mano de Oviedo y los militares leales a Rodríguez, moviendo los hilos de sus títeres.  Ciertamente, los colorados estaban habituados a recibir sugerencias de algún general, y si era Comandante en Jefe de las Fuerzas Inútiles, más aún.

Desde Caballero, Egusquiza, Chirife, Albino Jara, Estigarribia y Morínigo, al general Stroessner.  Riquelme tenía fama de prepotente e ignorante, pero era el más indicado para tascar frenos a los caballitos de batalla de las cercanas elecciones generales, en que por primera vez, se elegiría un vicepresidente y gobernadores de departamentos, en lugar de los Delegados nombrados por el Poder Ejecutivo.  Toda una novedad. En realidad, la vicepresidencia fue creada sólo para aumentar la carga —de por sí pesada— del Estado, cuyo presupuesto estaba cada vez más flaco, exhausto y depauperado como soldado desconocido pensionado en Hacienda.

—Los caudillos de base debían obedecer, de acuerdo al viejo esquema autocrático —pensaba Riquelme.  Aunque no entendía bien qué quería decir autocracia, pues que era griego para él, pero entendía sí de dar órdenes o transmitirlas de parte de sus patrones.  Y Rodríguez lo era.  Los caudillos colorados habíanse acostumbrado a Stroessner, y ahora a aquél, pero ya no tanto.  La política paraguaya fue arbitrada por el poder fáctico y la cosa no cambiaría con una tímida apertura institucional de fachada.  No al menos, mientras las mentes estuviesen aún cerradas por la censura inconfesa y el temor a perder cargos, canonjías, prebendas y privilegios; que de eso viven y medran los operadores de base y de cúpulas... o de cópulas de crápulas, que también los hay.  Y ésos, son mayoría minoritaria, pero pesan.

Riquelme —en su defectuoso y chapurreado cuan chapucero castellano, entremezclado con un guaraní populachero—,  explicó con su cortedad característica:  —¡Es cierto que nuestro candidato es malo, pero peor sería no tener candidato! ¡Mi general Rodríguez sabe por qué prefirió a éste, que ustedes llaman mbatará, antes que al Dr. Argaña. ¿Van ustedes a dudar de la inteligencia del general? —No. No dudamos de la del general  —le respondieron los seccionaleros de base—, pero sí de la suya, señor Riquelme. 

Este hubiese acusado el impacto, de ser ligeramente más sagaz, pero ni se inmutó.  Sólo que cada vez que otros le hablaban de inteligencia, le daban ganas de esgrimir su revólver y agujerear a tiros todos los diccionarios del país; para ver, quizá, si de ese modo expeditivo mataba las palabras difíciles.  Al menos, las que conspiraban contra el cómodo analfabetismo funcional de los jerarcas del subdesarrollo enquistados en su partido. 

Siguió insistiendo en que debían apoyar el proyecto de Rodríguez, al menos si deseaban conservar sus puestos, sus privilegios y sus cargos políticos.  Aunque esto último no lo dijo en tono amenazante, sino en su expresión habitual.  La que de todos modos era imperativa, más bien para encubrir su estolidez.

—¡Escuchen atentamente! —bramó Riquelme, simulando gravedad masculina y poco afecto a los eufemismos corteses de la diplomacia. —¡Si Argaña llegara a ser presidente, el país con todos nosotros adentro, naufragaría!  ¿No saben ustedes que él es un desequilibrado, un demente y además antidemocrático?  Además, si Caballero Vargas y su movimiento multicolor gane las elecciones, estaríamos fritos y sin aceite.  Así que, mejor trabajen con nosotros y dejen de joder con eso del supuesto fraude electoral. 

Los demás políticos que lo rodeaban se miraron entre sí, como dudando de la fiabilidad de las facultades mentales del senador. ¿Como hizo el partido para engendrar semejante aberración y encumbrarlo a la más alta dirigencia colorada? 

En realidad, ya estaba engendrado don Blas, cuando ingresó al partido; es decir, que éste no tuvo la culpa, sino quienes lo afiliaron. ¡Y era el presidente de los colorados, además de senador nacional!  Riquelme salió ofuscado de la reunión, tras oír una grabación de la voz de Argaña que instaba a los colorados a no votar por el gallo mbatará, como peyorativamente se lo conocía, dada su escasa trayectoria política y su dudosa lealtad al partido, quizá por haber sido liberal en su juventud. 

Nadie, fuera del entorno rodriguista, estaba conforme con los resultados de las internas y deberían apelar a todo tipo de presiones persuasivas para convencer a los reluctantes a apoyar a este engendro posmoderno de la transada transición paraguaya.  Para colmo, ni siquiera pasado stronista  tuvo el pálido ingeniero, barón de Itaipú, condestable de Santa Teresa y Vizconde de los Parquímetros.  Por entonces, aún estaba enfriándose el resquemor de la cruda derrota argañista y los remisos comenzaban a marcar el  paso de ganso de la mano de Lino Oviedo, aprendiz de Calígula del subdesarrollo.

Andrés Dolman asistió por dos semanas más a la prisión de Takumbú para entrevistar a los campesinos detenidos y de paso brindarles un poco de calor humano.  También se internó en los bosques de Ca’aguazú para asistir a los familiares de éstos, asesorado por algunas organizaciones no gubernamentales.  Pronto tuvo completo el panorama interno y externo de la problemática social.  Todo cuanto se cueza en lejanas capitales del primer mundo, repercute en el segundo y tercero.  Especialmente contra los más pobres de entre los pobres, quienes son apartados por las motoniveladoras del progreso salvaje, hacia las cunetas de la miseria, con la piedad de un Ebenezeer Scrooge y la compasión de un Volpone6 .  La globalización impondría tributos de sangre y lágrimas, antes de apoderarse del planeta.  Marte y Mercurio; espada y caduceo, hierro y oro, en una obsesa búsqueda de poder en concubinato contra natura; exigían cada vez más sacrificios humanos, con el pretexto de recortes maltusianos y control de población. Según intuía Dolman, el criterio de los tiburones de las corporaciones transnacionales era acabar con la pobreza, exterminando a los pobres. Toda una lección de ecología al revés, o ingeniería social staliniana o hitlerista.

 Todo cuanto hacían los gobiernos marionetas, era crear una sociedad de consumo excluyente y una policía pretoriana para reprimir a los marginados.  Por  Asunción, siguiendo el ejemplo de Río de Janeiro y otras urbes, comenzaban a brotar como hongos, barrios blindados de alta seguridad, con vallados, guardias armados, circuitos cerrados de TV y patrullas internas; donde quienquiera precisase entrar, debía pelar documentos o contar con el placet  de los habitantes de esos paraísos enrejados. 

Los grandes lotes baldíos urbanos también recibían la visita de ocupantes clandestinos, que venían para quedarse como parientes pobres.  Por ello, los especuladores invirtieron grandes sumas de dinero, de dudoso color, en adquirir extensas propiedades y construir costosos dúplex de renta.  Pese a todo, las ocupaciones iban en cuarto creciente, dando harto trabajo a policías, oficiales de justicia e intendencias municipales a fin de moderar las demandas de los ahora denominados sintechos, un fenómeno que también se estaba dando en la Europa primermundista, que de colonizadora, pasó a ser recolonizada por sus ex vasallos y súbditos. Pero esa ya es otra historia.

Un vespertino asunceno y dos matutinos comenzaron a incomodar al entorno del presidente Rodríguez con denuncias de fraude y con informaciones acerca del caso de los invasores de las tierras de Riquelme, el cual era tan agricultor como físico nuclear.  El descubrimiento de las tramoyas y amenazas de Lino Oviedo, por cuenta de su jefe, y las presiones a que se sometía a mucha gente para apoyar a un candidato espurio, iban haciendo mella en la paciencia de los poderosos empresarios que estaban apostando al ingeniero de Itaipú.  Muchas licitaciones ilicitadas estaban en juego y no se iba a correr el riesgo de dejar pasar magníficas oportunidades de sobrefacturar al Estado ni de traficar con influencias, con todo lo que ello implicase.

Y para los buenos negocios, nada mejor que vincularse al poder político, aunque para ello haya que recurrir a juegos sucios y a veces, hasta hediondos.  Y el poder fáctico era experto en este tema.  Dolman inició una serie de publicaciones demostrando las injusticias imperantes en la distribución de tierras, recursos y, especialmente, en la mentada división internacional del trabajo, que obligaba a países pobres, a vender productos primarios, sin tener el derecho de industrializarlos, como por ejemplo el algodón.

Durante más de cuarenta años, una fábrica de tejidos, debía importar hilos de Inglaterra o de Italia, y, al mismo tiempo, exportar algodón en bruto sin tener la opción de hacer sus propios hilados. Y justamente esta empresa era propiedad del candidato independiente a la presidencia de la República y uno de los implicados en tamaño despropósito económico,  tras apoderarse de los bienes de la familia Alberzoni por ignotos medios.

Dolman intentaba demostrar que la reforma agraria era perentoria para impedir estallidos sociales en poco tiempo más.  El modelo agroexportador estaba agotado y se imponía crear otras opciones de producción e industrialización local.  El campesinado estaba consciente de ello, debiéndose acceder a los reclamos de éstos y concederles créditos y asistencia técnica, independientemente del “modelo” social adoptado por las organizaciones campesinas en sus asentamientos. 

Obviamente, la prensa liberal estaba en disenso con estas ideas e insistía en el modelo individualista y de ¿libre competencia?, donde las barracudas tienen más posibilidades que las mojarritas en igualdad de condiciones.  Si los campesinos no recibían justicia de parte del gobierno y la sociedad, el horizonte se desangraría en llamas a muy corto plazo.

La Noche de los sicarios

Tras la intercesión de organizaciones internacionales de derechos humanos y la presión interna de la opinión pública —que suele ser la menos pública de las opiniones, al menos en el Paraguay—, los campesinos encabezados por Perú Garrido y Pancho Lamas fueron puestos en libertad condicional, lo cual debían un poco a la labor del periodista que removió el avispero y revolvió las ollas podridas de la política criolla.  No tardaron los campesinos en retornar a su asentamiento, que pese a ser propiedad de Riquelme, lo consideraban suyo, más que nada por haber dejado allí parte de sus vidas y por haberla regado con su propio sudor y hasta con algo de sangre, que por fortuna no llegó al río. 

No bastaron amenazas, ni intimidaciones policíacas para hacerlos desistir.  Las luciérnagas rasgaban la oscuridad del monte con sus lampos intermitentes, mientras los grillos y aves nocturnas taladraban el silencio con sus voces misteriosas, que recordaban perdidos ritos de pretéritos cultos animistas.  Los monos karajá  lanzaban al aire sus aullidos desafiantes, como dando por sentado su dominio territorial de las copas de los altos árboles.  Evidentemente, no se presentían presencias extrañas en las entrañas del tupido monte, como si la vida bullente mantuviese a ultranza su ancestral presencia. 

El cercano poblado de Táva Pyahu, dormía su noche de fatigas y sueños de libertad, y sólo el único sereno de guardia se mantenía alerta. Los campesinos ya conocían el lenguaje del bicherío selvático y sabían que la presencia de extraños turbaría su cadencia, alterando el ritmo de su latir visceral y milenario.  El sereno recorría los silenciosos senderos casi de memoria, pese a la oscuridad reinante.  Le parecía poco sagaz delatarse con el rayo bamboleante de su linterna, que sólo encendía de tanto en tanto al presentir algún obstáculo o la presencia de algún predador nocturno. Incluso hasta las sierpes ya conocían la irregular rutina de los cuidadores, buscando sitios más alejados del asentamiento para medrar.

Tras la décima vuelta, le pareció oír —es un decir— la alteración del rumor selvático, como llamándose a sospechoso silencio poco a poco, hasta enmudecer repentinamente.  Su reloj de cuarzo barato y diodos luminosos le indicó la hora tercia de la madrugada y minutos.  Se detuvo buscando algún parapeto para observar mejor, como buscando apuñalar a las tinieblas con sus ojos en la dirección del silencio.  Podrían ser merodeadores o abigeos que siempre buscan robar a los pobres, por ser los más desprotegidos.  Pero también podrían ser enviados del supuesto propietario o plantadores clandestinos de cannabis.

No tenía arma de fuego consigo, apenas un machete, eso sí, bien filoso, como para desbrozar el monte o defenderse de alguna que otra alimaña.  Nada más.  Aguzó sus oídos para intentar captar el más mínimo rumor ajeno a los de la selva aunque sin resultado aparente.  Tras los problemas anteriores, toda precaución sería poca, por lo que evitó delatarse incluso reduciendo su ritmo respiratorio al mínimo posible sin desfallecer. 

Tras incontables minutos, pudo percibir, a bastante distancia del lindero, pisadas precavidas reventando ramitas y haciendo susurrar a la gramilla.  Dos hombres, quizá. ¿Estarían armados?  Mejor captarlos sin ser visto, por si las moscas, aunque ignoraba sus intenciones, debían ser poco amigables de acuerdo a su furtividad.  De no abrigar alguna idea oscura, no adoptarían tales actitudes, ni rondarían a horas intempestivas, como buscando entierros de olvidados tesoros por los linderos.

De pronto los vio venir, al principio con dificultad a causa de la oscuridad, luego con cierta brumosa claridad, oyendo además sus voces quedas susurrando en portugués y delatados por sus propiuos fanales.  Melitón Pineda —que así se llamaba el sereno— contuvo al máximo la respiración para evitar su detección y el haz delator de la linterna que portaban, pero logró escuchar o percibir que serían asesinos a precio fijo o quizá peones de Jurandir Peixoto, su vecino. De todos modos, algo buscaban y posiblemente nada bueno para los ocupantes.  Recordaba cuando los esbirros del poder intentaron sembrar marihuana en el lindero y por un azar fortuito fueron destruidas las plantas por Calixto en su anterior ocupación, más al sur. 

No se dejarían sorprender nuevamente si querían lograr sus objetivos. La maldad humana, tiene muchas vertientes por donde fluyen sórdidos intereses, especialmente los de la ilegalidad, que son los que mayores dividendos otorgan a sus usuarios.  Los intrusos aún se mantenían pegados al lindero, como temiendo ser sorprendidos en su deambular, pero dejaron escapar quedas voces denunciando de pronto su objetivo:  asesinar a las cabezas visibles de la comunidad de Táva Pyahu a como diese lugar; pero por el momento, sólo estaban explorando el terreno para hallar un escondite desde donde acecharlos.

Observó que sólo portaban revólveres, como casi todos los peones de Jurandir Peixoto, pero además iban ornados con pasamontañas y ropa camuflada, como los uniformes de los temibles agentes del Grupo de Operações de Fronteira (GOF), banda parapolicial de exterminio manejada por hacendados del sur de Mato Grosso. Estos, por lo general, actuaban en misiones de patrulla, pero tenían sus listas negras de delincuente, bocones o simplemente ciudadanos molestos para alguien con dinero —no necesariamente ganado a sudor— y poder, fruto más del dinero que de las urnas.  Dedujo que por el momento no habría peligro, pero era preciso adelantarse a sus planes. 

—Lá, naquele árbore a gente  tem un bom ponto, pra atirar ao chefinho da ocupação —dijo uno de los presuntos pistoleros, señalando un punto situado cerca del poblado con su linterna, pero dentro del terreno de Jurandir Peixoto, entre tupidos árboles.  —Sim —respondió el otro—.  Mas a gente tem que ter fuzis com aparelho silenciador pra não fazer ouvir o chumbo.  Debían estar muy cerca, ya que apenas susurraban entre sí, aunque el silencio de la madrugada amplificaba sus palabras.  Tras dar otro rodeo, alejáronse en dirección del casco de la hacienda de Peixoto por una picada donde seguramente habría un vehículo esperándolos.

Evidentemente, Peixoto no pensaba desistir de atemorizar a los ocupantes de una parcela de su presunta propiedad, pese a que el Congreso estaba discutiendo los términos de la expropiación de la misma.  Poco tardó Melitón Pineda en retornar a las casas y tras despertar a su relevo, le anotició  la mala nueva. 

Habría que pescar a los pescadores.  Calixto opinó que debían redoblar la guardia y entrenar a los más de veinte perros de la colonia, para cazar a los aprendices de cazadores.   —No creo que ataquen demasiado pronto esos tipos —opinó Calixto, quien ya se sentía una especie de blanco móvil... o pato en stand de tiro—, pero cuanto antes abortemos los atentados tanto mejor.  No sea que nos agujereen el apellido antes de tiempo.  Lo dijo sin mostrar temor o angustia, pese a que se sabía uno de los blancos elegidos.

No demoraron los labriegos en adoptar dispositivos de seguridad para repeler ataques.  Pusieron puestos nocturnos con perros bravos por los sitios cercanos a los elegidos por los pistoleros.  También aceitaron sus rifles, escopetas y enseres de caza.  Más les valdría a los intrusos andar con cuatro ojos.  Como lo presumiera Calixto, los intrusos tardaron algo más de quince días en tornar a merodear el entorno de la colonia, siendo prestamente detectados, por los perros primero y por los vigías después.  Para entonces, ya habían localizado el "punto", desde donde el o los francotiradores planeaban cubrir el poblado con rifles de alta precisión. 

Primero que nada, habían envuelto el tronco y las ramas del árbol-mangrullo con fino alambre dulce galvanizado continuo, así como los alrededores.  El alambre estaba ligado por cables a un generador diesel de 1.2 kilovatios usado en la colonia para ciertos menesteres de taller, pero que normalmente se desactivaba por la noche.  Los perros y el sereno harían el resto. 

Una noche, los canes alertaron sobre la presencia de intrusos nuevamente, en las cercanías de donde los había detectado  Melitón Pineda, el cual supuso, no con poca lógica, que se instalarían en el sitio para operar de día, salvo que usasen visor infrarrojo; aunque lo más probable es que utilizaran mira telescópica a plena luz diurna, mientras se efectuasen las tareas de la colonia, como efectivamente sucedió. 

Eran los dos intrusos, y posiblemente tendrían atuendo camuflado para mimetizarse en el bosque que rodeaba el entorno.  Tras ubicar a los puntos con prismáticos, los colonos, como si tal cosa, fueron a dormir de nuevo esperando el alba.  Nada mejor que tener la conciencia en paz para dormir a pierna suelta. 

Los asesinos, eran efectivamente miembros del GOF, el temible grupo parapolicial de exterminio y portaban sendos rifles Marlin del punto treinta, probablemente con silenciadores y mira telescópica. Tras encaramarse a las ramas de un tupido tarumá  resolvieron aguardar el momento oportuno para emboscar al hombre que —según quien los contratara—  dirigía a los ocupantes de la parcela sur del latifundio.  Tenían varias fotografías de algunos de los ocupantes, tomadas subrepticiamente en manifestaciones y cortes de rutas, las que portaban para identificar a sus objetivos.  Nada especial.  Dada la facilidad del trabajo, recibirían cinco mil dólares por cabeza, de cada blanco registrado por la prensa que, de seguro, mencionaría el hecho en cuerpo catástrofe y portada.

Cuando cesó el ladrido de perros en la distancia, casi despuntando el alba y con el sereno mojándolo todo, notaron una tupida telaraña de alambres finos por todo el entorno, urdida con bastante cuidado y sin rozarse entre sí.  Rodeando el tronco y las ramas de varios árboles aledaños y del tarumá en cuyas ramas reposaban; además, habían puesto a ras del suelo, entre la gramilla y la maleza, cientos de metros del mismo elemento.  No notaron fuera de eso nada anormal, pero ¿quién lo habría colocado allí y con qué propósito?

Mientras se preguntaban el porqué, oyeron el arranque de un motor diesel en la distancia, luego fue el Apocalipsis.  Pronto cesó el ronroneo del motor, seguido de un ominoso silencio, como de funeral de sordos.  Los vigías de la colonia, que tenían cubierto el punto, notaron la ausencia de los individuos camuflados en las ramas del tarumá con sus binoculares.  Nada por aquí, nada por allá.  Tras unos silbidos de señal, convenidos de antemano, acercaron sigilosamente al sitio en pequeños grupos de tres hombres.  Como lo suponían, hallaron los cadáveres electrocutados de los asesinos contratados, con todo y armas.   Tras identificarlos y desnudarlos,  los llevaron a un sitio oculto en la fronda, donde procedieron a inhumarlos; no sin antes descargar encima de ellos dos bolsas de cal viva, para luego cubrirlos piadosamente de la roja tierra patria. —Dos criminales menos en este pobre planeta  —pensó Calixto Ñamandú.  

Por precaución, evitaron quedarse con las armas, prefiriendo inhumarlas, engrasadas y envueltas en plástico, cerca de la fosa de sus propietarios, pese a que ya no les harían falta para sus viles menesteres en el más allá.  Antes de sepultarlos, los habían revisado, hallando fotos de muchos de ellos y especialmente tres marcadas, lo que señalaban a los blancos posibles. 

Hallaron documentos de pertenencia al temible GOF, los cuales guardaron cuidadosamente y a salvo de futuros allanamientos. También los dos mil dólares que portaban ambos, quizá como anticipo de su vil oficio, les servirían para mejorar la escuelita en construcción.  Luego, procedieron a desmantelar el alambre, lo que ya no les fue tan fácil como su colocación, pero al menos de momento, estarían a salvo; aunque no deberían cantar victoria hasta contar con el decreto de expropiación de la parcela y con el título a nombre de la asociación que los aglutinara en los últimos tiempos.

Hasta entonces, debían seguir durmiendo con un ojo en alerta.  Los perros se habían portado como fieles centinelas y merecían ración extra de balanceados y algún jugoso zoquete óseo de lujo.

Aliados con la muerte  

Jurandir Peixoto se preguntó, tras varios días de silencio y ausencia, qué habría sido de los matones del GOF contratados en Ponta Porã para descabezar a los sintierras que seguían ocupando su parcela sur.   Aquéllos habían recibido dos mil dólares a guisa de anticipo y estuvieron preparando su trabajo, hasta que se esfumaron misteriosamente una noche, como si... ¿se los hubiese tragado la tierra?  El fazendeiro de fachada sufrió un leve temblor de angustia.  Días sin huellas transcurrían invariables y absurdos, arrastrándose como gusanos asténicos por el almanaque.

Uno de sus peones halló una motocicleta todoterreno estacionada como a un kilómetro del lindero, la que habían utilizado para acechar a los ocupantes.  Sólo sus tripulantes brillaban por su ausencia.  ¿Qué habría sido de ellos?

No hubo notado la más ínfima variación en el tiempo, cual si éste se hubiera congelado en algún espacio desconocido.  Nerviosamente atendió el teléfono como autómata alucinado.  Esperaba con ansiedad mal reprimida alguna noticia que celebrar y la ausencia de sus pistoleros lo obsesionaba gota a gota, como suplicio chino. 

Al alzar el tubo, oyó la ronca voz del chefão  Mahfud Nasser, jefe de la temible pandilla parapolicial, pero sólo para inquerirle por sus agentes, asignados para una misión de enfriamiento.            —¡Hola, señor jefe! —exclamó esperanzado Jurandir Peixoto. —¿Tiene Ud. alguna novedad buena para mí? Hace casi diez días que no tengo noticias de sus hombres. —¡Não brinque conosco, seu Jurandir, que não queremos ficar de ponta con vocé!  Eu estou esperando eles faz tempo para outro trabalho. ¿Qué é o que fez deles?  

La voz amenazante calló, como dando pie a una respuesta sincera, que Peixoto no tenía a mano en ese momento, y pese a ser tan brasileño como el temible asesino, los nervios le hicieron responder en castellano. 

—Hace más de diez días recibieron un adelanto de dos mil dólares para gastos... y desde entonces no supe más de ellos.       —¡Fale nossa lingua, homem!  —bramó el delegado7  al reverso de la línea. —¡Não  entendo essa jerigonça do espanhol!   Pacientemente, el capataz de Morgan-Stroessner, explicó al irascible parapolicial lo anteriormente expuesto, aunque sin lograr convencerlo.  Luego le sugirió interiorizarse, noticieros mediante, si el encargo hubo sido ejecutado, tras lo cual Mahfud Nasser se despidió disculpándose y prometiendo telefonear apenas se enterase de algo.  Obviamente, los designados como blancos de atentados seguían alentando y respirando, por lo que evidentemente el plan había sido abortado o simplemente los asesinos se esfumaron con el anticipo hacia mejores horizontes, cosa imperdonable en profesionales como ellos. 

El delegado quedó en la duda, pero prometió encargarse personalmente del tema. Mahfud Nasser llamó a sus guardaespaldas, tres en total, y abordó su vieja pero eficaz camioneta diésel con ellos, dirigiéndose a la frontera con el Paraguay.  En sus largos años al frente de la siniestra pandilla de matones con disfraz de policías rurales, jamás había perdido en esta forma a sus colaboradores.  Que hayan sido sorprendidos y masacrados, pase, pero que hubiesen huido con dos mil podridos dólares, le parecía increíble, como un camello volador nadando en el Sahara.  No se le ocurrió otra comparación. 

Por otra parte Mahfud era hijo de sirios y casi tan bruto como sus antepasados, salvo quizá alguno que otro gallego que hubiese emigrado en tiempos de las cruzadas y dejase sus genes por ahí.  Además, él mismo había acordado el contrato con Peixoto y le parecía desleal una tarea incumplida, por lo que pondría su granito de arena para complacer a su cliente.  Dada su experiencia en enfriamientos por encargo, no le sería difícil.  Al menos, eso creía, aunque se imponía un pequeño reajuste en la tarifa por gastos extras. 

Para entonces, la colonia Táva Pyahu estaba en plena efervescencia. Ramona Ramírez acababa de parir su tercer vástago y lo estaban celebrando.  Era un varoncito y lo llamarían Aurelio Octaviano Ñamandú, como su abuelo paterno.  Esta vez, nadie se sintió agredido por el omnipresente ruido de la selva circundante, que, pese a sus decibeles, los amparaba amorosamente en las noches.  Pero habría que estar nuevamente alerta a sus imprevistos silencios que como se sabe, preanuncian a la perfidia.  Mientras tanto, en la capital del Amambay: Pedro Juan Caballero, se ponía en marcha otro intento de descabezar a los labriegos agrupados en torno a la esperanza. 

Medio de incógnito, Mahfud Nasser y sus tres jagunços de confianza se ponían al habla con Jurandir Peixoto, vía radioteléfono satelital, a fin de completar una faena inconclusa, y de paso indagar qué hubo pasado con sus dos matones.  Un encargo es un encargo, y un cliente es un cliente.  Peixoto prometió enviar su avioneta privada para trasladarlos a la fazenda a fin de interiorizarlos de las circunstancias imperantes.  La desaparición de los matones supuso también la de las fotos de los posibles blancos que obraban en poder de éstos, por lo que habría que replantear el trabajo.

Horas más tarde, un "Bonanza" monomotor, proveniente de Ponta Porã, aterrizaba en la vasta hacienda de Peixoto-Morgan con cinco personas: Mahfud Nasser, sus tres capangas y un piloto, el cual aprovechó el vuelo para acarrear diez bidones de ácido clorhídrico, otros tantos de éter y de acetona, que de eso se trataba. 

La pasta base la traería un colega aviador, de hacia el Beni, en la no muy lejana Bolivia.  Nasser estaba enterado de las actividades extracurriculares clandestinas de los poderosos hacendados de frontera, pero se hizo del sota, como si no le concerniera la cosa.  Total no le pagaban para combatir el narcotráfico y además no era su jurisdicción.  De seguro la mercancía química sería para uno de sus patrones de la frontera, el también sirio Fahd Jamil, de frondoso currículum delictual.                     

Varios días pasaron planificando la campaña de amedrentamiento contra los ocupantes de la parcela sur; aproximadamente cinco mil doscientas hectáreas, de un total de casi cien mil, entre pasturas y bosques, de unas tierras originalmente usurpadas por la familia Stroessner, gerenciadas por Laszar Morgan y administradas por Peixoto.  Si Rodríguez aún no se hubo apoderado de la finca, era simplemente por ser aún consuegro del tirano y por tener otros intereses más efectivos que la simple posesión de tierras.  Era más rentable la mercancía,  que la agricultura intensiva o la ganadería extensiva, la que ejercían como pasatiempo de señores feudales para no perder el gusto al campo.

 Mahfud Nasser personalmente fue a explorar los alrededores de la hacienda, hacia el lindero sur.  Por precaución, sólo se hizo acompañar por un peón de Peixoto, conocedor de la zona y uno de sus hombres.  Aún no tenía en claro cómo haría para deshacerse de los molestos ocupantes y sus líderes, ya que la fracción estaba en trámite de expropiación por un Congreso Nacional hostil a Rodríguez y —con mucha más razón— al candidato digitado por éste para la presidencia del Paraguay.  Expulsarlos sería difícil, al menos con el brazo seglar de la ley; ya que la propia policía  y el ejército paraguayo no pudieron hacerlo, aún con la más descarnada violencia. 

Sólo quedaba aterrorizarlos para obligarlos a abandonar la propiedad, lo que a Nasser se le iba haciendo más difícil.  Nadie en su base de Campo Grande supo dónde estaría, ya que prefirió mantener en secreto su viaje al Paraguay a fin de tener manos libres para lo que hubiere lugar. Esto último finalmente lo dejó en off-side,  como suelen decir los fanáticos del fútbol.

Los campesinos de Táva Pyahu tenían centinelas jóvenes que patrullaban constantemente los linderos y percibieron sus movimientos.  Además, uno de ellos, natural de Pedro Juan Caballero, pudo reconocer al temible jefe de la banda parapolicial, por haber visto sus fotos en la prensa matogrossense, entre ellos el "Jornal da Praça" de Ponta Porã.  Nada más divisarlo con los binóculos que portaba, cuando tocó a rebato y alertó a los demás. La presencia de semejante espécimen y traficante de la muerte era de temer, o, al menos, de alertar a los compañeros.  Habría que idear alguna táctica para impedir su siniestra misión y de ser posible, deshacerse del delegado y sus pistoleros de alquiler, que de seguro no andaría solo, sino fuertemente escoltado como era su costumbre. 

Es que todos sabían que los matones y asesinos, en el fondo son cobardes, y su cobardía está en proporción inversa con su crueldad.  Por precaución, habían enterrado cerca del lindero los dos rifles Marlin punto treinta y las miras telescópicas las tenían consigo en el poblado, desde donde podrían cubrir las posibles posiciones de atentado al otro lado del lindero. 

Calixto envió a por los rifles, apenas se hubieran ido los temibles matones. Estaban aún cuidadosamente engrasados y cubiertos de lona plástica, por lo que, de seguro, en óptimas condiciones.  Horas más tarde, la habilidad mecánica de Calixto hizo maravillas y tras desarmar los rifles, los puso a punto con todo y miras.  No descuidarían ningún detalle que los pusiese a merced de los pistoleros brasileños.  Era inútil solicitar protección policial para la colonia, ya que la experiencia les enseñara en ocasiones anteriores que era peor el remedio que la enfermedad.

Dada su actual condición de irregulares, era preferible la autodefensa, aunque hubiese que matar en un caso dado.  Era improbable que, de capturarlos vivos fuesen a prisión, ya que una piara de poderosos abogados y magistrados prostituidos estarían al acecho para liberarlos por falta de pruebas, como es costumbre en el Paraguay y Latinoamérica, donde hasta los jueces y fiscales tienen precio fijo, como los asesinos de alquiler (con las excepciones de rigor que no hacen sino confirmar la regla). 

Jurandir Peixoto estaba esperanzado por los parapoliciales, especialmente por su fama de profesionales del terror.  Los atendió a cuerpo de príncipe en su hacienda a fin de que nada les faltase durante su estadía en cumplimiento de la noble misión de velar por la propiedad privada, de la cual intentaban despojar a él y a sus patrones. Pero también le constaba que las propiedades inmuebles en toda América, tenían un origen fraudulento y la marca del despojo; los signaba el estigma del botín de corsarios metidos a conquistadores y especuladores metidos a hacendados, empresarios del desmonte y la aftosa. 

En su patria, el Brasil, aún continuaba la conquista, tras más de un siglo y medio de independencia política, que no económica.  Tribus enteras eran diariamente masacradas por garimpeiros cateadores de minerales y hacendados que buscaban ampliar sus fronteras en detrimento de los habitantes originarios.  Las tierras en el Paraguay, fueron objeto de saco de igual manera.  Primero contra los llamados indios, luego contra los mestizos criollos, tras la cruel hecatombe de la triple alienación, y ahora desnacionalizadas por empresas y amos extranjeros con gerentes cipayos.

Desde los Casado del Alisal, Sastre, Mate Larangeira Mendes, Antebi, La Industrial Paraguaya2  y Mihanovich, sobre el río Paraguay, hasta las transnacionales graneleras como Continental Grains, Unilever-Capsa, Bunge & Born y otras de igual calaña, sin  contar a las petroleras con licencia que destripaban las entrañas de la tierra en busca de hidrocarburos para futuras reservas. Ahora, ante la irrupción de campesinos desesperados, se obligaría a utilizar la ley de la fuerza, ante la impotencia de la fuerza de la ley para contenerlos.  Los vasallos de las glebas campesinas querían dejar de serlo y ganar su derecho a la propiedad, pero ¿tenían con qué pagarlo?  No. No lo tenían.  Su formación ¿liberal? librecambista no le permitía razonar acerca de tales hechos que atentaban contra la lógica del dinero. 

Tuvo que llegar al colmo de recurrir a delincuentes de marca para defender lo que él creía justo defender. Sabía que era contrario a la ley el tener que matar, pero no creía tener otras opciones.  Calculó fríamente a quién habría que sacar de en medio y a quién dar una contundente y dolorosa advertencia para que procurasen salir de en medio antes de ser apagados  por algún plomo del magnum .357.   Aunque en este aspecto no las tenía todas consigo.  Muchos de ellos fueron objeto de crueldades y sevicias por parte de las fuerzas conjuntas, y aún seguían en la lucha.  Sólo la muerte los haría desistir de la brega y de paso les daría un poco de tierra propia, por lo menos para su descanso eterno; pero la muerte estaba de su parte, al menos hasta ahora.

Pero ¿cuánto tiempo duraría esta alianza de conveniencia y connubio?  Porque sabido es, que con la muerte no se juega. Especialmente porque la muerte juega limpio y los humanos no tanto.

As de piques en la picada

Calixto Ñamandú pudo conseguir algunos cartuchos antiguos de bronce, de calibre 16  en Lima.  También compró varias latas de pólvora negra, balines de munición de acero y tacos de recarga, además de espoletas de fulminato de mercurio. Todos sabían que poseían escopetas de caza (aunque casi no las usaban) y nadie urdió suspicacia alguna al respecto.  De unas boticas adquirió prosaico aceite de coco. —Para el cabello —aseguró al gentil farmacéutico que lo atendió en una de ellas.  También adquirió dos bidones de diez litros cada uno de nafta para la motocicleta de la colonia.  Tras sus compras, se internó nuevamente en su misterioso taller electromecánico.

Días más tarde, con varios artefactos rústicos de aún desconocida utilidad y rollos de alambre, se internó en los montes aledaños con dos ayudantes, recorriendo las picadas frecuentadas por los merodeadores últimamente.  Tras dejar sus artefactos semi enterrados y disimulados entre las tupidas malezas de la superficie, tensó resortes y los trabó, de tal manera que quienquiera se tropezase con disimulados alambres, los liberaría inmediatamente. 

Calculó que con una docena de tales artefactos, cuya eficacia había probado ya en medio del monte aledaño aunque con poca carga,  bastarían para mantener el control de la zona y neutralizar a quienes se acercasen con malas intenciones.  Calixto había leído acerca de las trampas artesanales utilizadas por el vietcong contra los soldados sudvietnamitas y norteamericanos.  Sabía que la gasolina común mezclada con aceite de palma o coco, tiene una deflagración superior a los  1.500 grados celsius.  Esta mezcla conocida como napalm, es capaz de incendiar blindados licuando sus corazas.  En cuanto a la pólvora negra de caza, tiene un limitado poder expansivo en cartuchos; pero en envases metálicos herméticos, puede tener casi la potencia de la dinamita.  Y si es acompañada de munición o esquirlas de grava gruesa, tanto mejor.  Los resortes-disparadores, fueron hechos de viejas trampas para ratas que estaban modificadas para percutir en un clavo, el que a su vez detonaría la espoleta del cartucho unido a la caja que contenía el explosivo y el napalm, por el sistema tracción-relevación.  Toda una obra de arte militar casero para prevención de ataques. 

En pocos días, el poblado y sus aledaños quedó sembrado de minas caseras que eran activadas sólo por las noches.  Calcularon que no tardarían los bagres en morder los anzuelos del espinel.  Un as de piques  en el póker, simboliza muerte. Y tenían muchos ases activados en las inmediaciones. 

Quizá podrían dormir tranquilos, pero era mejor no descuidar la guardia y mantener los perros en alerta temprana a fin de activar los artefactos, que se hallarían debidamente señalizados aunque de forma tal que sólo fuesen reconocidos por ellos.  De todos modos, pasó algún tiempo antes que surgiesen novedades.  Fue ciertamente una noche lunada, en que la poesía parecía estar invitada a señorear la jornada del giro de la Vía Láctea, en la que los perros se hicieron sentir con sus cacofónicos ladridos. 

Calixto había activado los artefactos antes de la caída del sol y vedó a los compañeros los acostumbrados paseos nocturnos.  Los perros estaban encadenados en diversos sitios a fin de cubrir cada palmo de la propiedad. Para evitar que activasen accidentalmente las trampas, los dejó circular uncidos a líneas de alambre de limitado alcance, sin rozar los alambres disparadores.

Mahfud Nasser y su asistente Juca Gonçalves estaban listos para actuar, aunque no sólo con rifles de alta precisión, sino con algo más primitivo: ballestas y dardos incendiarios.  No hallaron nada mejor que esperar la noche e incendiar las casas de los colonos, sus depósitos e incluso la escuelita Igualdad.  Sus ballestas lanzaderas tenían una potencia de alcance de aproximadamente noventa metros, pero no precisión, por lo que debían acercarse bastante al caserío, el cual no se hallaba muy lejos del lindero este.  Juca  Gonçalves portaba un rifle automático Garand AR-15 para usarlo en caso de ser descubiertos, e incluso dispararía contra quienes intentasen huir del incendio.  Mahfud Nasser arrojaría los dardos inflamados ya que disponía de unas treinta saetas de bambú e hisopos con keroseno para tal fin.  Calculó que bastarían para sembrar el caos y tendrían tiempo de borrarse antes de ser descubiertos.  Ya sabían que los perros estarían quizá encadenados y no serían molestias.  Además, los campesinos dormirían a pierna suelta tras las fatigosas jornadas y tardarían algo en reaccionar.  A eso de las dos de la madrugada, Mahfud, y Gonçalves, cubiertos a escasa distancia por Hélio Jaguaribe y Carlos João, sus otros dos pistoleros, todos con rifles de repetición, se aproximaron al objetivo.  El carcaj con las saetas y la botella de combustible ya estaban al punto, por lo que, sin tardanza maniobraron en envolvente rodeando el caserío para evitar que algunos escapasen a la matanza, y, si escapasen, irían bien lejos de allí para no regresar. 

Aún faltaban unos quinientos metros, cuando ya los perros olfatearon la presencia de extraños, soltando su coro de ladridos y aullidos en salvaje cadencia.  Sólo que no previeron las trampas puestas en sus caminos.

El primero en tropezarse con un alambre, fue Hélio Jaguaribe, quien tuvo a mal probar la eficacia de tales artefactos.  A pocos metros de sí, estalló uno, cuyas esquirlas lo dejaron con las piernas destrozadas, impidiéndole huir de la bola de fuego del napalm, que en pocos segundos lo envolvió como una aureola infernal calcinándolo hasta los huesos.  Antes de comprender bien lo que sucedía.  Carlos João dio fortuitamente con otro alambre tenso, sufriendo igual suerte, justo cuando comenzaba a entender lo que ocurría. 

La consternación del chefão del GOF no tuvo parangón al de un condenado a la pena capital, en la fecha y minutos de su ejecución.  No supo de pronto hacia dónde correr y decidió sabiamente desandar el camino en polvorosa estrategia, arrojando ballestas y saetas a un lado, para alivianar su carga física, que no su conciencia. Esto hizo que la pesada ballesta diera accidentalmente contra uno de los tensados alambres y activara el tercer artefacto.  Al estallar éste, con el correspondiente riego de metralla, dejó caer la botella-bidón de queroseno que fue inflamado por el celoso y sensible napalm, dejándolo hecho un trozo de carbón en menos de un minuto y segundos.  Juca Gonçalves se halló de pronto más perdido que diputado paraguayo en Harvard y no supo para dónde correr, por lo que quedó hecho una estaca en el sitio, por varios minutos, hasta que los iracundos perros, aún uncidos a sus cadenas y al alambre-guía, se le echaron encima.  Presa del terror ante el dantesco espectáculo de su jefe achicharrándose impotente, se lanzó a la carrera, para esquivar a los perros que furiosos lo cercaban.  En su loca huida hacia el lindero, tuvo la ¿suerte? de dar con otro alambre que parecía aguardarlo, discretamente disimulado entre la maleza.  Sus gritos desesperados no tuvieron mucho eco y en menos de cuarenta segundos se redujo a estertores hasta su extinción total.  Esa misma madrugada, Calixto y sus compañeros dieron sepultura a los incursores o mejor dicho a lo que restaba de ellos: una pila de huesos carbonizados y algunos rifles y revólveres inservibles por la alta temperatura del napalm, que además hiciera estallar las balas en sus cargadores y tambores.

Esta vez, estaban casi seguros (nunca se tiene una seguridad plena, como no fuese de la inexorabilidad de la muerte), que serían dejados en paz por algún tiempo.  Hasta Peixoto se quedaría en el molde.  Nunca supieron que el temible GOF se quedó sin su jefe, ya que los parapoliciales de la frontera ignoraban aún el paradero de su caudillo, pues éste no notificó a nadie sobre sus propósitos ni punto de destino.  Tras muchos meses de incertidumbre en Ponta Porã, debieron renovar el plantel vacante de pistoleros parapoliciales de alquiler, pero esa es otra historia.

Un presidente de ocasión

Las elecciones nacionales, se hallaban en la recta final y los candidatos de los dos partidos tradicionales, colorados y azules, más los de un tercer movimiento multicolor, denominado pomposamente Encuentro Nacional, prometían el oro y el moro a los electores, aunque no cabían dudas acerca del ganador, por las buenas, las malas o las peores: el ingeniero Wasmosy, como caballo de Rodríguez.  El Dr. Domingo Laíno, corría por los liberales radicales; el Dr. Caballero Vargas por el Encuentro Nacional y algunos candidatos de pequeños grupúsculos, en mayoría de izquierdas atomizadas, que poco o nada contaban ante el formidable aparato colorado, experto en fraudes y anomalías varias. 

La prensa iba tomando partido y publicando encuestas favorables a quienquiera pagase para ello.  Las simpatías de los disconformes con el bipartidismo, iban hacia el Dr. Caballero, quien por entonces se perfilaba como una opción diferente, aunque posteriormente comenzaría a mostrar la misma hilacha de sus colegas tradicionales. 

No en balde, los garrapatas adherentes al nuevo partido-movimiento, provenían de los viejos partidos paraguayos de rancia y huera raigambre.  Por otra parte, la membresía masónica de su conducción despertaba suspicacias en los más avisados, que tampoco eran muchos que se diga, siempre superados por los desinformados de la bandada.  Los debates públicos estaban a la orden del día y las promesas de progreso y bonanza económica eran los anzuelos y carnadas de pescar incautos electores, amigos del facilismo y la mediocridad.  No se podía colegir quién era mejor o peor que quién, ya que los únicos desconocidos eran Wasmosy y Caballero Vargas; pues el barbado Dr. Laíno, un veterano opositor a la tiranía de Stroessner —especialmente cuando fue radiado de la cámara de diputados tras la convención constituyente de 1977— era  más conocido entonces como amigo de las botellas de marca, que del pueblo al que decía dedicar sus afanes.  En cuanto al Dr. Caballero Vargas, era más afín a círculos empresariales agroexportadores que a la palestra politiquera. Se sabía que era hijo de un prominente político febrerista y hermano masón de alto grado, pero muy poco más.  Sólo su don de gentes y su sonrisa fácil de marketing populista despertaba suspiros en el electorado femenino y su carisma, inspiraba curiosidad entre los jóvenes, incluso a los que aún no tenían edad reglamentaria para la emisión de voto.  Este era el panorama político del Paraguay de 1992, en que las clases más pobres y perseguidas: los campesinos e indígenas, eran quienes finalmente mantenían a los parásitos de la clase ociosa; ya que una gran parte de los rubros exportables era producido en fincas pequeñas de no más de veinte hectáreas en la región oriental del país.  Llegado el día de las elecciones, en mayo del 93, la abstención fue mayor de la esperada, lo que torció las preferencias del apenas 40 por ciento de los concurrentes, y tras larguísimo tiempo de espera, se proclamó ganador al caballo  de Rodríguez. 

El país iniciaba el camino al desastre de la mano de un tecnócrata de segunda y de un militar mesiánico.  Tras los días de incertidumbre post-eleccionaria, corrieron rumores no confirmados de que Laíno hubo ganado dichos comicios por exiguos veinte mil votos, pero que, ante las amenazas de Oviedo y la oferta de Rodríguez de tres millones de dólares más el retorno de los gastos de la campaña electoral, aquél hubo aceptado —dizque— el trato, reconociendo su derrota.  Todo sin ruborizarse ni siquiera por efectos etílicos, tras copiosas libaciones durante el prolongado cómputo preliminar de los votos aparentemente favorables hacia su partido, proclamándose a sí mismo comandante en jefe en unarranque de soberbia.    Las encuestas de bocas de urna, hábilmente manipuladas por el empresario Humberto Rubín, propietario de una emisora con mucho rating y gancho dieron la victoria, prima facie, al ingeniero Wasmosy. 

El campesinado en tanto, observó la apatía más escéptica acerca del desarrollo de unos comicios signados por el estigma del fraude más grosero de la historia: en las internas coloradas y en las generales.  Ahora tendrían un fantoche presidencial de ocasión, ya en el ocaso de la vida del general Rodríguez.  Éste se retiraría con todos los honores en olor de inocencia y ungido constitucionalmente como senador vitalicio, lo que le daría más impunidad aún, ya al borde del fin.  El general Oviedo asumiría en su reemplazo como comandante del ejército, con el mayor poder que persona alguna hubiera tenido jamás en el Paraguay, nación de paradojas, contrapuntos y contrastes. 

La selva, derramaría su savia ensangrentada por el despojo y la depredación, a manos de los empresarios y dueños absolutos de la vida y la muerte, como en los tiempos del feudalismo andante, corriente y sonante.  El entronizamiento casi fraudulento de un ingeniero vinculado a la tiranía, depuesta a costa de sangre ajena, marcaba el inicio de otra era de corrupción privada, la que suplantaría a la corrupción depravada oficial, superándola en poco tiempo. 

Las grande obras hidroeléctricas, además de estar escandalosamente sobrefacturadas, desplazaban a los moradores de las tierras inundables, los cuales íbanse convirtiendo nuevamente en parias exiliados en su propia patria, como perros sin amo; o quizá como ganado orejano... o campesinos sin tierra, finalmente, que a eso iban. 

La absurda promesa electoral del candidato triunfante, de adelantar al país cincuenta años en sus cinco de gobierno, no pasaría de un pésimo chiste de mal gusto. La pobreza, que ya estaba siendo crítica en los años postreros de la tiranía, llegaría a niveles endémicos.  Lo que sí haría posteriormente, como se verá, es esquilmar en cinco años al país, endeudándolo por cincuenta años.  Empeñaría un largo e incierto futuro por un efímero presente a trueque de migajas crediticias a precio de usura.  Todo el país, y gran parte de Iberoamérica, entraban en una nueva etapa de exégesis de la propiedad privada y liberalización de la competencia, que obligaba a los más pobres a replegarse ante la intempestiva irrupción de intereses transnacionales.  Éstos, pretendían apoderarse de infraestructuras de servicios  y recursos que —hasta entonces para bien, para mal o para peor— se hallaban en manos ¿nacionales?  Más bien en manos de partidos políticos del poder.

El saco al tesoro público, en sus diversas formas, estaba en auge.  La sociedad, desprovista de herramientas de control y de justicia, contemplaría, entre indignada y apática, el despojo.  Verían entre la bronca, la impotencia y la desidia, cómo los políticos de todo pelaje y color, decidían —a favor de intereses extraños— la enajenación de las riquezas de la nación.  Rodríguez podría sonreír satisfecho. Había sido blanqueado por el Gran Hermano de su estigma de narcotraficante, a cambio de una parodia de libertad, de una comedia circense de democracia.  Unos pocos —muy pocos—  decidían los destinos de muchos, con los votos de una mayoría pírrica anestesiada hasta las fronteras de la estulticia. 

Wasmosy, en un arranque de astucia, transigió con los intereses de sus mecenas, prometiéndose a sí mismo independizarse muy pronto de la égida del ominoso Lino Oviedo, apenas se le presentase la primera oportunidad, la cual debió esperar aún tres años más.

En tanto, se reanudaría la lucha de los terratenientes contra los sintierras, quienes, gracias a la apertura política de fachada, por lo menos tuvieron la opción de organizarse, aunque sin los recursos que manejaba la poderosa Asociación Rural y sus abogados chicaneros.  Ese 15 de agosto de 1993, en un coqueto y excluyente club capitalino, muy exclusivo por cierto, se celebraba un sarao con la asistencia del cuerpo diplomático, en homenaje a la asunción presidencial del nuevo ungido.  Rodríguez y Lino Oviedo estaban exultantes como pavos reales en celo y brindaban con champán, por la democracia y por el primer presidente civil en muchos años.  Tantos, que se habían diluido en los océanos de la amnesia histórica; siendo además tan breves y efímeros los mandatos —a causa de cuartelazos y golpes—que casi no se hicieron sentir.

—¡Por un quinquenio de prosperidad, señor presidente!            —brindó Rodríguez, de riguroso pingüino inglés, alzando su copa de fino cristal de St. Gobain que parecía moldeada en el seno de Venus, para gloria de Baco. —¡A su salud, por haber restablecido la democracia, mi general! —replicó el nuevo inquilino del Palacio de López alzando a su vez su fino receptáculo del espumante elixir. 

En cuanto a Oviedo, sin apenas abrir la boca, sonreía maquiavélicamente, como intuyendo un quinquenio de buenos dividendos, políticos y de los otros.  Especialmente de los otros.  Apenas estaba reponiéndose de una ardua tarea de fraude electoral, cuando estaba ya planificando su próxima incursión en política: esta vez como candidato y seguro ganador de las próximas ¿justas? electorales. 

De hecho, tenía ahora mismo al país en su puño, pero debía granjearse las simpatías del proletariado, por lo que asumiría la defensa del mismo como adalid del pobre paraguayo del campo y los márgenes urbanos, siendo esto parte de su estrategia política.  Y lo haría, aunque tuviese que enemistarse con la Rural y sus asociados. 

—El Palacio de López, bien vale una mise en scéne —pensó para sí Oviedo, parodiando a Henri IV, aspirante hugonote al trono de Francia.  Los comentarios se sucedían, elogiando la imagen y ¿sapiencia? del nuevo presidente, electo por obra y desgracia de la estupidez o la ingenuidad popular, entre otras cosas.  Los brindis y las libaciones, matizadas con exquisitas delikatessen, se sucedían en cadena como intentando halagar más a Rodríguez que al nuevo presidente, según se pudo colegir.  Pero ya Wasmosy iba haciendo cálculos sobre lo que ganaría con licitaciones en las ostentosas obras públicas autocontratadas y vaciamientos de bancos que se avecinaban.  Rodríguez pensaba en los dólares que podría pintar nuevamente de verde tras circular por negras manos de narcotraficantes y especuladores del dinero ajeno. 

Oviedo en tanto, cavilaba acerca de sus futuras ganancias en el flete de derivados de petróleo y cobros de sobornos por contrabandos y otras actividades non sanctas.  Todos los implicados en el affaire electoral, sacarían buenas tajadas en el futuro, aunque la torta nacional se iba poniendo delgada y escuálida, tras las gestiones de Stroessner y Rodríguez.  Mientras se brindaba y deglutía por el presidente de ocasión, los campesinos allá en el Segundo Departamento de San Pedro, estaban haciendo esfuerzos por sobrevivir sin perecer en el intento.

Una huida a toda marcha

El primer año del gobierno Wasmosy, se caracterizó por un considerable incremento —excremencial y demencial—, de la carestía, el desempleo, la burocracia inepta, la pobreza, la inflación galopante, la inseguridad, la depresión anímica y otras calamidades posmodernas.  El movimiento campesino organizó otra marcha multitudinaria sobre Asunción, con asociados de cinco departamentos, sumados a minifundiarios y trabajadores rurales de zafra de todo el país.  El objetivo anunciado era llamar la atención del gobierno sobre las promesas —incumplidas como declaraciones perjuradas—, de reactivación del agro y condonación de las deudas impagas a causa de plagas, sequías y otros imprevistos, amén de las súbitas bajas de precios por parte de los acopiadores intermediarios, sin mencionar la harto postergada reforma agraria.  Por esos tiempos, ya se hicieron habituales las marchas de protesta anuales, y ésta sería del mismo jaez, sólo que con más convocatoria.

Calixto Ñamandú se reunió en Ca’aguazú con otros dirigentes campesinos de varios Departamentos y líderes gremiales de trabajadores rurales y urbanos para dar la señal de arranque a la manifestación. Ramona, cuyo grácil rostro recibía los primeros arracimados surcos de arrugas que acentuaban aún más su fragilidad aparente, estaba ya encinta del cuarto mita’i o mitakuña’i —aún no estaba bien segura de sexo— y proseguía sus labores docentes en la escuelita Igualdad. 

Sus trenzados cabellos recibían las primeras hiladas de nieve y sus callosas manos íbanse marchitando, aunque sin perder esa gracilidad de alondras en aleteo, cuando realizaba sus delicadas labores de calceta o croché, o cuando trazaba los signos liberadores de las letras en el pizarrón, ante sus expectantes y atentos alumnos de ambos sexos. 

La prominencia de su vientre íbase, poco a poco, ensanchando al magnífico misterio de una vida en cierne y su otrora luminosa mirada, ya debía ocultarse tras las cortinas de sus gafas de lectura.  Pero aún así, con las huellas del tiempo orografiando su piel, su ánimo continuaba enhiesto y desafiante.  Era todo un arquetipo de la mujer paraguaya, hacendosa y sufrida; pero sin perder la estampa juvenil que trajera de la lejana Buenos Aires. 

Calixto iba y venía en febril trajín, entre Ca’aguazú, Villarrica, San Estanislao y Asunción, haciendo enlace regional de las organizaciones campesinas que se hallaban abocadas a la Gran Marcha, como las que le antecedieran en años anteriores.  Ramona por esos días apenas lo veía, como sueño obnubilado de ausencia; como fugaz meteoro vagabundo de siderales profundidades.  Pese a ello, el amor de ambos y su entrega total a sus hijos y a su comunidad no sufrió merma alguna.  Los avatares de la vida y las constantes agresiones o intentos de asesinato no hicieron mella en ambos, ni en sus compañeros de labor y convivencia. 

Calixto por lo menos tenía la conciencia en paz, pues si bien sus agresores lo pagaron con sus vidas, ninguno fue abatido por sus manos, sino por ellos mismos, quizá con una pequeña ayuda exterior.  Caso de nuevos intentos, los pistoleros lo pensarían mejor antes de tratar de penetrar en la ocupación;  aunque era probable un atentado fuera de la colonia o tal vez en uno de sus viajes.  Debía permanecer siempre en alerta y en vigilia constante, que quizá ya se habían fundido las balas que acabarían con él; aunque esto no lo preocupaba demasiado.  Si caía, sus compañeros se ocuparían sin duda de su familia.  De eso sí estaba seguro en un ciento por ciento. En una de sus idas y venidas, decidió pasar un par de días con sus hijos y Ramona.  Quizá fuesen juntos de pesca o cabalgasen por los alrededores.  Tras desempacar sus escasas pertenencias de viaje y poner en orden documentos y papeles relacionados con sus labores actuales, se sentó a saborear un refrescante tereré con Ramona a fin de interiorizarse de la marcha de la escuelita y de la gestación de su último vástago en camino.

Tras las confidencias y confesiones de sus respectivos temores, compartieron una cena frugal y enviaron a los pequeños a soñar con sus fantasías.  Tras esto, dieron en contemplar en silencio las miríadas de estrellas que parecían llover sobre ellos.  El deslunado cielo y la ausencia de luces urbanas en el lugar, hacía destacar el titilante concierto sideral de los astros, al punto de casi poder tocarlos con sus dedos; aunque éstos se hallaban entrelazados entrambos, cual si fuese un gesto de postrer despedida.  La quietud de la noche, sólo alterada por el rumor incesante del monte y la vida nocturna bullente en sus entrañas, no hizo impacto en los dos enamorados.  Aprovecharon entonces que los niños ya se encontraban en oníricas regiones de maravillas, para pasear por el entorno aunque sin alejarse en demasía, siempre tomados de las manos, como cuando caminaban por las plazas de Buenos Aires bajo las luces de neón.  De pronto, como sin pensarlo, se tendieron en la húmeda gramilla, casi en los lindes del poblado y con la tibieza brotándoles de la piel, unidos en una sola corriente de energía cósmica. 

Se amaron, casi frenéticamente, como dos adolescentes, bajo la fría luz de las flores astrales, acunados por el sereno que todo lo empapaba con su gélida caricia, que no atenuó el calor de sus cuerpos afiebrados de erotismo juvenil. 

Volvieron casi al alba a su rancho, apenas para compartir un mate amargo y despertar a los niños para acostumbrarlos al tibio sol otoñal.  Tras un frugal desayuno de tortillas de almidón de yuca y queso, conocidas como mbejú, cocido negro y leche tibia, Calixto se preparó para retornar a la capital a proseguir con la organización de la marcha.  Los niños lo despidieron con ese cariño típico de los campesinos sencillos y alejados de las complicaciones urbanas.  Ramona aún tenía ojeras, en parte por la trasnochada en vela y en parte del cansancio de su doble rol de maestra y ama de casa.   Mucha sangre habría que oblar aún, en holocausto a los sanguinarios dioses del interés creado, a fin de derrotar a la perversidad del sistema,  antes de tener derecho a elegir su propia vía de desarrollo armónico; para poder crecer solidariamente y satisfacer sus necesidades físicas e intelectuales.

Cada marcha, manifestación o corte de ruta, se cobraba su cuota de heridos o muertos, sin contar los aleves atentados perpetrados por pistoleros de alquiles de los terratenientes.  Pero pese a todo ello, no desistirían en luchar con sus propios medios y con su propio coraje.  Por de pronto, habría que organizar la provisión de alimentos y vituallas para los que llegarían a Asunción y ello presuponía negociar con la iglesia católica, con organizaciones gremiales de trabajadores, estudiantes y catequistas que se encargarían del servicio y distribución de comida y agua o refrescos sintéticos instantáneos a falta de frutas frescas. 

También debía controlar la infiltración de agentes provocadores que pudiesen echar a perder el carácter pacífico de la marcha y desatar una reacción represiva, habitualmente desmedida, por parte de los antimotines entrenados por el coronel Krats.  Ningún detalle, por insignificante que parezca, debía dejarse a la improvisación. 

Justamente, Calixto fue designado por la experiencia que ya poseía de anteriores manifestaciones y marchas y por su astucia inteligente.  No olvidó incluir en agenda una entrevista con altas autoridades legislativas y con el propio presidente Wasmosy, lo cual fue en principio el objetivo de los manifestantes a fin de exponer personalmente sus necesidades y negociar sus reivindicaciones eternamente postergadas.  Varios diputados y senadores liberales y encuentristas prometieron dar curso a su solicitud, no así el vocero presidencial, quien dio largas al asunto, eludiendo respuesta alguna.  Alegó tener que realizar consultas respecto a la agenda presidencial y un probable viaje al Brasil, aún no confirmado.

Allí pudieron comprobar fehacientemente, la perfidia política del ingeniero Wasmosy y sus tácticas dilatorias.  También pudieron confirmar que la oculta mano del general Oviedo, aún árbitro supremo del ejército, estaría tras el aparentemente titirizado ingeniero. 

Sabiendo de la presencia de los activistas campesinos, Oviedo hizo citar en su despacho del Primer Cuerpo de Ejército a los líderes de las distintas agrupaciones campesinas, en las afueras de la capital, para ofrecerles apoyo condicionado a un futuro proyecto político.  Para evitar problemas y suspicacias, dos dirigentes acudieron sigilosamente a la nocturna cita con el poderoso comandante del ejército, cargo recientemente creado para satisfacer el megalomaníco ego del hombrecillo con ínfulas de mesías de la patria. Calixto se abstuvo de concurrir, e hizo lo imposible por evitar que sus otros compañeros de causa lo hiciesen.  Mas no pudo impedir que dos dirigentes del mismo departamento, pero de otros asentamientos, consintiesen en negociar ventajas políticas con el polémico general, aludiendo que en la política, la guerra y el amor, todo vale, lo cual era rechazado instintivamente por Calixto Ñamandú y los suyos.

Sabía que si comprometía su apoyo a un futuro proyecto político de Oviedo, se mancharía y con él a sus compañeros de lucha; que no era solamente por su autonomía económica y política, sino también por la dignidad y la ética.  Y ésta, justamente, estaba ausente de los proyectos del general, más discípulo de Maquiavelo que de Platón y más admirador de César, que de Jesús.

Olivio Fatecha y Edmundo Marecos, dirigentes campesinos algo  afectos al facilismo y de polémica trayectoria, fueron junto al general a fin de escuchar sus ofertas y condiciones para recibir ayuda, por lo menos para sus asentamientos.  Pensaban quizá, que a veces conviene negociar con dios y con el diablo para obtener ventajas; idea algo maquiavélica que Calixto rehusaba  aceptar, prefiriendo dejar a ambos entes metafísicos fuera de su agenda.  Si aceptó pactar apoyo de la iglesia, a través de los obispos, era simplemente por el poder aglutinante de la misma y cierta respetabilidad ante la opinión pública; criterio también compartido por el partido comunista y otros movimientos de izquierdas, además de la propia ciudadanía de mayoría católica.

También algunas confesiones evangélicas colaboraban con ellos, como la Evangélica Luterana, la Evangélica Alemana y los de la iglesia Discípulos de Cristo, aunque en menor medida, siendo el apoyo de éstas últimas más bien simbólico, aunque les brindaban asesoramiento legal. 

Finalmente fue fijada la fecha de la Marcha y ésta se efectuó sin mucha alharaca, pero sí con el espíritu de sacrificio de los miles de campesinos, hombres, mujeres y niños, que acudieron masivamente sobre la capital, en autobuses, camiones de carga y hasta en carros kachapé  pese a las barreras policiales puestas para entorpecer su traslado a Asunción.

En el límite noreste de la ciudad, desembarcaron para concentrarse con sus pancartas, banderas y gallardetes distintivos de cada asociación o asentamiento, siendo recibidos por los capitalinos en olor de multitud y con mucha simpatía. Posteriormente, marcharon, bajo fuerte custodia policial de efectivos de choque, acariciados por un no menos fuerte sol apenas eclipsado bajo sus aludos sombreros de paja.  Primero por la avenida Eusebio Ayala, desplazándose lentamente entre ovaciones del gentío que los aclamaba desde sus casas y veredas.  Luego desviaron por la avenida Kubitschek, hacia el ex seminario metropolitano, donde acamparían luego para dirigirse al microcentro. 

Allí se hallaban las sedes legislativa y ejecutiva: la Plaza de Armas, frente al viejo cabildo y la catedral matriz de Asunción.  Grande fue la sorpresa de todos, cuando los diarios del día anunciaban en titulares de cuerpo catástrofe, el repentino viaje presidencial a una feria agro ganadera en Brasil, donde Wasmosy, con el pretexto de exponer sus campeones de cinta azul, se alejara estratégicamente de la presencia de los campesinos, eludiendo sus anteriores promesas de atender sus justos reclamos.  Ni la conciliadora actitud de algunos diputados y senadores de la oposición, pudieron amortiguar o atenuar siquiera la frustración de los manifestantes burlados en sus justas aspiraciones por la huida de un mediocre presidente-empresario, para quien uno de sus nelore valía más que el hambre de su pueblo en su agenda de responsabilidades y en su escala de prioridades políticas.

Un proyecto delirante

Lino Oviedo expuso claramente y sin rodeos su posición ante los dos delegados que acudieran a su convocatoria:  —Les ofrezco al campesinado paraguayo, mi mano y mi corazón de paraguayo y patriota  —explicó el demagogo en cierne, callando que su mente no se apartaría de sus negocios ni se apearía de sus ambiciones, que su corazón no pasaba de mero órgano circulatorio, con mando automático y ajeno a toda emoción—. Pero exijo la lealtad hacia este proyecto que en poco tiempo más, saldrá a la palestra.  Yo también soy de clase humilde como ustedes, he andado descalzo y comido raíces de mandioca, y no le hice ascos al trabajo duro; pero siento que debo compartir mi proyecto con ustedes, a fin de forjar una fuerza basada en la alianza campesina y el poder militar, el cual nunca estuvo, ni estará ausente del todo de la política nacional, pese a los mal llamados institucionalistas.  —¿Y en qué consiste su proyecto político, general?  —preguntó Marecos con cierta curiosidad, no exenta de morbo e interés.  —Para el próximo período presidencial, necesitaré apoyo popular para la campaña.  Pronto pasaré a retiro, y tengo mis planes para librar al país de estos zánganos de la clase política civil, y lo haré con mano dura contra la corrupción imperante.  Y para esto, hay que deshacerse de muchos zaprófitos y sanguijuelas.  Necesitamos un gobierno patriótico fuerte, en todo sentido.  —¿Ud. propone entonces una especie de dictadura, general? —preguntó Fatecha, medio como sin quererlo.  —Mire que Tío Sam…  —Bueno, no exageremos, hombre —respondió Oviedo conciliador.  —Más bien, digamos, aplicando la ley a rajatabla y prescindiendo de ciertas cortapisas y trabas excesivamente burocráticas.  Claro que para lograrlo, tal vez fuera preciso reformar la constitución, por lo menos en lo que atañe a la distribución de poderes públicos y modificando el código penal para reimplantar la pena de muerte a los criminales.  Necesitaré tener las manos libres, de lo contrario el poder legislativo puede ponerle cáscaras de banana al ejecutivo.  O quizá los jueces intentasen librar a los corruptos de la espada de la justicia, fuese por afinidad partidaria o de otra laya.  ¿Cómo se puede gobernar un país muy dividido en partidos e intereses?  Solamente con apoyo popular mayoritario y las armas de la patria.  Recuerden a don Gaspar Rodríguez de Francia. —No sé mucho de historia, general —dijo Fatecha medio intrigado—.   Pero creo que fue otra época, con otras necesidades y otro contexto crítico.  No creo que haya que ser demasiado draconiano hoy día. Ya no estamos aislados del resto de las naciones ni tenemos piratas en nuestras costas, sino más bien por dentro.  —¡Al contrario! —interrumpió Oviedo molesto ante la alusión casi personal—.  No  necesitamos del Mercosur, ni de los Estados Unidos.  Tenemos otros amigos que nos ayudarán, sin tener que recurrir a la usura internacional del dólar.  ¿Por qué tenemos que someternos al imperialismo norteamericano para tomar decisiones?  ¿Por qué debemos obedecer sus órdenes para nuestra política interna y exterior?  Europa y Asia ofrecen más por menos al Paraguay.  Mi proyecto, desde ya les digo, no estará uncido al yugo del carro norteamericano.  ¿Comprenden?  —Lo que creo entender —dijo Marecos con las orejas alertas ante el tono de la charla—, es que saldremos de la égida norteamericana, si nos dejan salir, claro, para caer en la órbita de chinos, coreanos, japoneses y alemanes.  ¿Me equivoco? ¿O posee Ud. algún secreto alquímico para convertir papel higiénico y periódicos viejos en valores de curso legal, limpios de mierda, polvo y paja? —No  —replicó Oviedo, algo ofuscado por el giro de las deducciones de sus interlocutores—.  No me refiero a esos gobiernos amigos, sino a las empresas privadas.  Tengo contactos en varias transnacionales nuevas, que compiten con Estados Unidos y que quieren invertir en el Paraguay, pagando mejores precios por nuestros productos y mano de obra.  Por ejemplo los vinculados al reverendo Luna9 de Corea del Sur, y muchas más.  Tampoco tendremos los clásicos problemas de las famosas “certificaciones” unilaterales con que nos traban nuestras exportaciones los norteamericanos; ni a las maniobras de los países del Mercosur contra nuestros productos.  Pero ahora pasemos a lo nuestro.  Pronto voy a hacer una gira por el interior para hablar con ustedes en sus chacras al respecto.  Tenemos que hacerlo todo dentro de los cauces constitucionales... por ahora; por lo menos hasta la próxima reforma.  Primero paso a retiro, uno o dos meses antes  de que fenezca el período presidencial de Wasmosy, y luego me postulo para la candidatura por el partido colorado o creando uno nuevo de cualquier otro color.  —No entiendo mucho de eso —aclaró Fatecha—.  Pero primero tiene que triunfar en las internas... como lo hizo triunfar a Wasmosy.  —Ese zoquetero no servirá más para ningún proyecto —replicó el general. —Sólo será un estorbo.  ¡Lástima que le dimos a probar la golosina del poder y ya se cree todo un líder!  El único contendiente de cuidado es Argaña, pero ya me las arreglaré para dejarlo fuera de carrera.  En la cancha se ven los pingos.  ¿Me apoyarán ustedes o no?  —Depende, general —respondió Marecos, emulando a Maquiavelo y con un dejo casi imperceptible de cinismo—.  De su generosidad ha de depender, más que de la nuestra.  Nosotros, sólo podemos contar con nuestros votos y el apoyo de las organizaciones que lideramos.  ¿Cuál es su oferta?  —¿Cuánto quieren, ustedes dos, para intercederme como operadores políticos?         —retrucó Oviedo al notar por dónde venía la mano.  —A quinientos mil dólares por cabeza, Marecos y yo podríamos jugarnos por su proyecto, general.  Y mire que somos generosos e idealistas. Los gastos de movilizaciones, aparte.  Incluso hasta podemos conseguirle votos del campesinado liberal, vivos y muertos —explicó Fatecha sonriendo medio de costado y relamiéndose por dentro.  —Me parece algo exagerado de su parte —replicó el general ligeramente frustrado, tras creer que los dirigentes campesinos se venderían por monedas.  —Ofrezco cincuenta mil verdes a cada uno.  De los gastos varios, se encargarán mis operadores de confianza.  Y ni una palabra más.  —En tal caso, general, mejor dejémoslo acá.  Tal vez sea mejor.

Ambos dirigentes hicieron ademán de levantarse de sus asientos, como dando por finalizada la charla, pero un gesto de Oviedo, los detuvo en el acto. —¿Cien mil?  —reofertó el general, aunque se notaba que hasta ahí llegaba.  —Quinientos —exclamó Marecos, con firmeza digna de mejores causas—.  Y mire que para lo que Ud. se va a jugar a ganador, son moneditas partidas por la mitad.  Recuerde que nosotros nos jugaremos más que Ud. Y tenemos más que perder.  El fantasma de la tiranía de Stroessner aún sobrevuela sobre nosotros como buitre famélico.  Si Ud. defrauda a nuestros compañeros, nosotros perderemos credibilidad y nuestra trayectoria de lucha, se irá al tacho de basura.  Lo toma o lo deja.  —Déjenme consultarlo con mis asesores.  Luego me comunicaré con ustedes  —aclaró el militar—.  Mientras llegamos a un acuerdo, puedo darles un pequeño anticipo —terminó abriendo una libreta de cheques de cierto banco ciudadano del norte.  —No queremos nada ahora mismo  —dijo Marecos, precavido el hombre—.  Tiene una semana para aceptar o rechazar.  Luego, nos conformaremos con un millón cada uno, más otro millón para nuestro movimiento.  Buenas noches, general. ¡Ah! querríamos contante, sonante y de ningún otro color que no fuese el verde esperanza.  Nada devaluable, como el indio, ni que deje huellas visibles como los cheques. —¡Buenas noches —respondió secamente Oviedo, mientras mascullaba entre dientes, como para sí mismo—.  ¡Bastardos! ¿Cómo puedo confiar en estos traidores?  Prefiero ser besado por Judas. 

El general, en su delirio de poder aún no sabía, o no creía, que Judas estaba más cerca suyo de lo que imaginó.  Pero le pareció oír una voz queda que decía: —¿Seré yo, mi general?  

Un golpe de opereta  

—¡Este imbécil no me puede pasar a retiro y relevarme en este momento!  —bramó el general Oviedo, de rigurosa gala y entorchados, al recibir el decreto presidencial respectivo con fecha 21 de abril de 1996. —¿Qué hago con el negocio de fletes de combustibles? ¿Qué hago con... mi proyecto político? 

Estaba por arrojar el decreto amasijado al cesto de papeles, pero recapacitó en el segundo siguiente, que la ira es mala consejera.  No conviene a un jinete hecho y derecho montar en el corcoveante bagual de la cólera, sin riesgo de caer estrepitosamente.  Y menos, en vísperas del Día del Arma.

Llamó a su asistente, el general Segovia y le ordenó hacer cien fotocopias del documento, en la brevedad posible y archivar el original.  Luego llamó a sus subalternos más incondicionales del arma de caballería, a quienes ordenó estar encuartelados en alerta rosa, pues que aún la cosa no ameritaba situarse al rojo vivo.  Quince minutos más tarde, el general asistente le trajo las copias requeridas, las cuales amasijó hoja por hoja, haciendo bollos y arrojándolos contra el retrato del presidente Wasmosy que lo miraba indiferente desde la pared. 

Acertó casi todos los tiros y se tranquilizó algo, aunque no demasiado.  Llamó al centinela apostado frente a su despacho para que recogiese de nuevo los bollos de papel en un cesto a fin de volverlos a arrojar contra la cara semi sonriente del retrato presidencial que lo seguía contemplando impasible y mecánico, como todas las iconografías presidenciales, neutras y falsas. 

Oviedo llamó al presidente al día siguiente, tras confirmar la autenticidad del decreto, pero éste no se puso al habla, sino a través de un portavoz palaciego, quien le confirmó su autenticidad.  En un principio se le antojó una broma pesada de su ¿amigo? Wasmosy, aunque luego cayó en cuenta que aún faltaba mucho para el Día de Inocentes, lo que lo llevó a convocar a sus comandados y encuartelarse en el Primer Cuerpo de Ejército, desde donde telefoneó al presidente recriminándole por su deslealtad para con él y negándose terminantemente a acatar su orden de relevo, al menos hasta dos años más tarde.  Wasmosy tampoco las tenía todas consigo, ya que en el fondo temía al todavía poderoso Oviedo y no estaba muy seguro de sí, al tratarlo casi conciliador y respetuoso a la investidura militar, sugiriendo un relevo de rutina que no convenció al generalillo.

El embajador norteamericano, sabedor de las intenciones de Oviedo de romper lanzas con su país, ya había antes sugerido al presidente pasarlo a retiro a fin de neutralizar su influencia, prometiendo apoyo de su gobierno.  En efecto.  También los embajadores del Mercosur opinaron lo mismo: el general Oviedo debía pasar a retiro, ya que todos intuían su reacción de rebeldía y contumacia, lo que le supondría una Corte Marcial con baja absoluta… y deshonrosa; algo casi innecesario para quien nunca tuvo en cuenta lo de la honra, salvo para las ceremonias tan caras a los uniformados.

Ese aciago día de abril del 96, todo el país, e incluso otros, vecinos o no, asistían al circo golpista, el que finalmente fue conjurado mediante la promesa solemne de Wasmosy de nombrarlo ministro de Defensa Nacional, tras pernoctar en una embajada extranjera —a causa del julepe— y reasumir sus funciones.  Esto desactivó el supuesto peligro de sedición contra el orden constitucional, que en opinión de los entendidos, fue apenas una parodia circense.  Finalmente, dos días después Oviedo fue al palacio de López, tras firmar la aceptación de su pase a retiro, para ser ungido como ministro, decreto mediante.

Lo que no esperaba éste era el zipizape que cientos de jovenzuelos y no tanto, con los rostros pintarrajeados a tres colores, armaron en la Plaza de Armas frente al Congreso y al Palacio donde fueron reprimidos a priori por Cascos Azules, exigiendo —tras enjugarse el sudor, aliviarse los golpes de cachiporra y retocarse la pintura tricolor en sus rostros—, la destitución total del general rebelde, por considerarlo un peligro para la estabilidad social y política del país. 

Wasmosy encorajinado por los manifestantes y ya con los testículos en su lugar, luego del jabón inicial, rehusó  firmar el nombramiento de Oviedo porque se lo pidió su pueblo, según dijera entonces.  Oviedo salió por la puerta trasera del Palacio de López, en olor de escrache y abucheo, prometiendo desde ya incursionar en política herrada.  Ese fue el principio de la declinación de la estrella del pintoresco general de caballería, aunque su carisma diabólico iría en ascenso.

En San Pedro, Calixto Ñamandú y sus compañeros seguían por radio el desarrollo de los acontecimientos sin demasiadas expectativas. Estaban enterados de la falta de coraje del presidente, al huir a la embajada norteamericana, donde el embajador lo hizo su huésped, hasta que las papas se enfriaran, aunque el embajador del Brasil, Laíno y el nuncio apostólico del Diablo hicieron lo suyo para convencer al remiso de dimitir, so pena de declarar ilegal su intento de golpe, que finalmente fue nada más que un acto de desobediencia activa y más farsesco que teatral. 

No tardó Oviedo en aparecer por San Pedro, días después de la crisis del 22-A, con el objeto de convencer a los labriegos, con o sin tierras, acerca de las bondades de sus propuestas de asistencia económica a trueque de un apoyo político.  Ciertamente, muchos campesinos creyeron ciegamente en sus falaces promesas, aún intuyendo su perfidia y doblez de índole púnica, lo que lo hizo aún más peligroso. 

Nunca se supo si Marecos o Fatecha se plegaron al proyecto, o si el general buscó unas opciones más económicas para contratar operadores en el depauperado agro paraguayo.  Después de todo, Judas siempre está de parte de los mesiánicos para traicionar al Pueblo, toda vez que oblasen los denarios correspondientes.  Lo que sí quedó en claro, es que el diminuto general seudogolpista se lanzó con todo para conquistar la voluntad de muchos campesinos, colorados o no, para su alucinado proyecto presidencial.  Y éste sabía que, ante la crisis social y económica, muchos le comprarían abalorios y espejitos de colores para ver la vida color de rosa, se venderían o alquilarían al mejor postor; especialmente los menos letrados y los más dependientes de los demagogos, siempre a la pesca de incautos —que para suerte de éstos, abundan siempre—, con qué llenar las urnas de inútiles papeletas comiciales.

Por otra parte, Oviedo poseía una capacidad energética increíble. Durante su comandato se acostaba generalmente a la medianoche o más y levantaba a las cuatro, haciendo sudar a su asistente, el general Víctor Segovia, quien debía seguirle el tranco sin chistar.  Actuaba con la celeridad de un dínamo y apenas probaba bebidas, salvo casos muy importantes, y aún así, generalmente con mucha agua mineral.  De pronto aparecía en los asentamientos o poblados, chacras o capueras, y tras saborear un tereré con los lugareños, se lanzaba a discursear prometiendo bajar el cielo a la tierra, regalar lotes en el espacio exterior y convertir eriales en paraísos edénicos accesibles; donde él mismo sería el único ángel custodio con su flamígera espada.  O prometiendo a cada familia campesina bicicletas, gallinas ponedoras y lecheras holando, con cría y todo.  En fin, era una máquina de elaborar promesas... para luego olvidarlas cuando algún día empuñase el bastón presidencial y se calase la banda tricolor.  Claro que, con la varita de Mercurio y la espada de Marte, todo era posible. O casi todo.

En cierta ocasión, arribó a una colonia de menonitas canadienses (cuando todavía tenía la sartén por el mango) y emitió sus discursos de costumbre, pero en un chapurreado alemán (Oviedo había hecho parte de sus estudios en Alemania), aunque a los menonitas —canadienses angloparlantes— les sonó a chino cantonés y ayunaron el contenido, sonriendo por cortesía y con aplausos por si acaso.  En otra oportunidad (no perdía ocasión de mostrar su conocimiento del alemán), habló ante una tribu de indígenas de la parcialidad maká, que sí lo escucharon con atención.

Curiosamente, éstos sí lo entendieron, ya que algunos de ellos habían sido peones de los menonitas de Loma Plata y Filadelfia, y conocían algo la lengua de Goethe, pero en su versión bíblica vulgata neotestamentaria.  También la enorme fortuna de Oviedo le posibilitó rodearse de un entorno de zánganos y buscavidas que fungían de operadores y se ocupaban de preparar el ambiente precediéndolo en sus giras organizándole auditorios en pueblos y ciudades.  Por supuesto que no desperdiciaban oportunidad para sisarle el cambio de los gastos operativos y de logística. 

Pero el general, heredero de la mafia militar creada por Stroessner y Rodríguez, no iba a detenerse en menudencias.

—¡Todo sea por la patria y el pueblo!  —decía a quienes tenían la paciencia de oírlo, e incluso de verlo.  Y ambas cosas a la vez solían ser poco digeribles.  Era inevitable que apareciese por Táva Pyahu en sus innumerables giras, a desatar su interminable verborragia acerca de las ventajas de una mano fuerte en el poder público (y también en el privado, que es el más poderoso, aunque esto se lo calló como secreto de Estado), con la expeditiva solución de importar sillas eléctricas para los delincuentes, según explicó, y castración a los violadores; además de reparto gratis de semillas, insumos y bicicletas para los pequeños agricultores de minifundio. Calixto, fortuitamente no se hallaba en la colonia y se evitó el mal trago de oír los disparates del hombrecillo megalómano; así también le evitó a Oviedo algunas preguntas incómodas, que éste no sabría responder sin que le chisporrotearan las neuronas, para lo cual el ex general estaba poco avisado.

Los compañeros de la colonia debieron soportarlo estoicamente sin decirle mucho, ya que, desde su llegada no paró de exponer, monológicamente y sin avaricia de saliva, su proyecto.  Aunque prometió regresar, cuando por fin —quizá para reponer saliva malgastada al cohete— decidió pasar al distrito de Lima en prosecución de su gira política.   Sin comerla ni beberla, llegaron las internas coloradas en las que —increíblemente pero con precisión prusiana— Lino Oviedo pasó al frente con su candidatura por el partido colorado, derrotando al irascible y atrabiliario Argaña, esta vez sin fraudes, aunque pudiese parecer fantástico. 

El surrealismo se impuso a lo pragmático y el disparate a la lógica, y Oviedo fue ungido candidato presidencial con el ingeniero Raúl Cubas como vicepresidente de la chapa, como dicen en Brasil.  Wasmosy, intuyendo que de ganar las elecciones generales —cosa muy posible por otra parte—, el vengativo Oviedo se la haría difícil, atentando contra sus bienes y negocios, ordenó —en su carácter de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas—, procesar a éste por el circense intento de golpe del 96. 

Con tal artimaña seudojurídica, Oviedo fue expeditiva y sumariamente condenado por un tribunal militar a la medida presidencial y sentenciado a diez años de reclusión y baja deshonrosa, dejándolo inhabilitado para las presidenciales y sin su jerarquía y fueros militares.

 Por supuesto que Wasmosy tenía muchos pecados que esconder a la nación: escandalosas e ilegales autocontrataciones directas de obras públicas, sobrefacturaciones, contrabando, desvíos, créditos fraudulentos a bancos técnicamente quebrados, blanqueos y algo más. Bastante más.  Y Oviedo no era de los más indulgentes, si de venganzas se tratase.  Pero de todos modos, debería buscar sustituto para que su proyecto prosiguiera avante.  Entonces, se le ocurrió la idea salvadora: su vicepresidente Raúl Cubas lo reemplazaría, ofreciendo al derrotado Argaña la vicepresidencia, pero manejando él mismo los hilos del poder. Porque hay que reconocer que el ex general, si bien no destilaba demasiado intelecto, poseía una astucia digna de la fálica serpiente del Paraíso Terrenal y era buen ajedrecista.  Especialmente en las jugadas de enroque.

Esa misma noche el general defenestrado citó a sus asesores para cambiar la chapa presidencial: en lugar de Oviedo-Cubas, las lista sería Cubas-Argaña y todos contentos.  Incluso el maquiavélico Wasmosy poco y nada pudo hacer para evitarlo. Sólo rogar a dios y al diablo, que perdiera las próximas elecciones el dueto colorado.  Caso contrario, de la cárcel y desafuero no lo salvaba ni el Gran Ingeniero del Universo.  Y eso que estaba al día con las contribuciones a su Logia de iluminados. 

De todos modos, Oviedo fue puesto tras rejas de plata.  Primero en una prisión militar en Itauguá, localidad cercana a la capital.  Luego fue trasladado a la Agrupación Especializada, en el barrio de Takumbú, en los suburbios de Asunción, cerca de la cárcel del mismo nombre, en calidad de preso cinco estrellas; aunque lo menos que merecía su actitud, era una pasantía rigurosa en alguna oscura ergástula de ectoplasma de la cuarta dimensión, o encerrado en algún bloque de kriptonita en el polo norte... junto con Stroessner, Wasmosy y Rodríguez, más que nada por padecer de supermanía crónica.

El actual presidente trató de ganar tiempo mientras pudiera, abusando de sus poderes, pues que él no se merecía menos que su contrincante.  Luego vería qué hacer con el presente griego.  Antes tenía un sólo adversario: el Dr. Argaña.  Ahora tendría dos, y de los pesados, además del legislativo.  Para colmo, Oviedo había sido propuesto y apadrinado para su iniciación en la masonería de Rito Escocés por el abogado Diego Bertolucci y el Monje Negro: Conrado Pappalardo, el verdadero poder detrás de todos los tronos y miembro de honor de la logia italiana Propaganda Due (P-2) de Licio Gelli emparentada, o mejor: empantanada con la Cosa Nostra.  Un equipo de cuidado.

Sólo que Oviedo no imaginó que algunos militares masones, a los cuales enviara a retiro prematuro, votarían contra él en los cerradísimos cónclaves de la Gran Logia Simbólica del Paraguay, vetando su ingreso o iniciación, como  la denominan los hermanos de lo oscuro, quienes aún ignoran que el verdadero iniciado nace, no se hace.

Tal vez esto hiciera más que sus reiterados pecados "capitales", para truncar su carrera política hacia el poder.  Un poder manipulado desde altísimas y ocultas esferas, las que finalmente, no son sino bolas en su mejor acepción.  Al menos para sus víctimas propiciatorias.

Vendimias de sangre                              

Como era de esperarse, la chapa presidencial ganó las elecciones a los liberales Radicales y al Encuentro Nacional, por un cómodo cincuenta y cuatro por ciento de votos, emitidos por un cuarenta por ciento de participantes.  Gracias más que nada, a una abstención electoral de más del sesenta por ciento de los empadronados, lo que posibilitó la rehabilitación inmediata de Oviedo tras la asunción de Cubas, un "perdón" presidencial y su inmediata libertad a pesar de la Corte Suprema que confirmara el primer fallo con carácter irrevocable.  La anterior sentencia del tribunal wasmosista fue anulada, quedando el polémico hombrecillo con las manos libres de tomar venganza contra quien suponía traidor a su causa: el ex presidente, todavía protegido por la impunidad parlamentaria, ya que, según la constitución pasaba a ser senador vitalicio horroris causa.

El país entero —fuera de quienes votaron a la fórmula Cubas-Argaña—, quedó en vilo.  El aire se paralizó,  los árboles detuvieron su crecimiento, los pájaros se cristalizaron en las ramas y hasta los ríos casi dejaron de correr por las venas patrias.  Sólo faltaba que las cigarras emigrasen del Paraguay y los monos huyeran al Brasil buscando asilo.  La inversión del tiempo, fue casi perceptible en ciertos observatorios y las lluvias se hicieron horizontales. a causa de vientos inoportunos desatados desde el gran oriente. Los chamanes y alquimistas pronosticaron oscuros sucesos en lo futuro; los arúspices de lo improbable desempolvaron sus viejos libros negros, para preanunciar mal de ojo al ganado y fiebres malignas a los naranjos en vísperas de desfloración.

Nada aparentaba estar en su justo lugar. Parecía que las estrellas se hubieran corrido unos grados a la derecha en la eclíptica para no sentirse culpables de la estupidez de los que dieran voto de confianza a un malandrín de siete suelas y media como Oviedo.  Porque hay que reconocerlo, él fue el virtual ganador de la justa del 98 y no un oscuro ingeniero, que ostentaba —casi  sin quererlo— la banda presidencial; ni el civil autoritario y antojadizo, que se creía vicepresidente de lujo en lugar de mediocre segundón. 

Pero el sistema electoral podría causarle serios problemas, ya que Argaña y los opositores tenían mayoría en el Congreso Nacional y podrían entorpecer al gobierno Cubas.  Aunque las malas lenguas, que nunca faltan en Asunción y alrededores, decían que éste se bastaba solito para entorpecerse a sí mismo sin ayuda alguna.  Como el padre Lucciena, era más amigo de lo espirituoso que de lo espiritual, y quienes lo conocían, lo usaban como parámetro de alcotest positivo y sólo lo superaría su accidental sucesor.  En efecto, no tardó el Dr. Argaña en darse cuenta de lo ridículo de su situación como mero segundón de un inepto —aunque él no lo era tanto, según creía—,  instruyendo en consecuencia a su movimiento político y a su bloque en el Congreso Nacional, a que hicieran oposición radical a toda iniciativa proveniente del Poder Ejecutivo. Para ello, disponía de cómoda mayoría en alianza con liberales y encuentristas, quienes tampoco perdían oportunidad de buscar fango en el fondo de los revueltos ríos de la política.

Esto, coyunturalmente y sin desearlo, salvó a Wasmosy de un inminente desafuero, ya que constitucionalmente era senador vitalicio. Oviedo le debía al actual vicepresidente la exclusión de la candidatura presidencial en dos ocasiones, y Argaña, que ya estaba llegando al nádir de su vida a causa de una dolencia irreversible, decidió cobrarse la deuda con oportunas cáscaras de banana puestas al paso del presidente y su mentor tras el trono o mejor, tras el sillón presidencial.

En tanto, muchas fuerzas oscuras estaban siendo desatadas sobre el país, cual apocalípticos jinetes desbocados ante el desplome de una agonizante centuria, turbulenta y cruel.  Hasta los pasos se hicieron lentos y las respiraciones arrítmicas de los cocoteros perdieron su diafanidad y transparencia.  El aire parecía haberse tornado espeso, ante el temor de una nueva tiranía, que amenazaba extender sus alas sobre una isla mediterránea de barro colorado, colorido en sangre. 

El general Rodríguez había expirado por entonces en olor de corruptela, su legado no pasaría de una repartija de cuotas de poder entre masones, desoyendo al sentido común.  Sus sucesores serían, como siempre, inaccesibles al deber, al honor y a los clamores del pueblo.

Los campesinos estaban divididos, entre quienes aún creían en milagrerías de huecos rituales de fetichistas promeseros ahogados en la ignorancia; y entre los que dudaban de todo lo proveniente del más allá, divinidades y angelidades incluidas.  El soporte de la credibilidad iba crujiendo y descascarándose como edificios histéricos destinados al olvido tras el inminente derrumbe. Nada quedaría de una sociedad ahogada por la incertidumbre, la ignorancia y la necedad, asumidas como una cacareada "identidad nacional", que no era sino un conjunto de vicios sociales no extirpados a tiempo; lo que los nostálgicos y conservadores denominan "tradiciones" sin sonrojarse de vergüenza. 

El campesinado en parte no pudo, o no quiso, discernir entre el discurso fascista con tintes izquierdosos del falaz Oviedo, disfrazado con lemas sociales populistas —casi radicales de tan demagógicos—, al borde del delirium tremens; con la opuesta prédica mesurada de los dirigentes de los asentamientos. Y esto hizo más daño a la  cohesión de una clase social oprimida, discriminada y explotada.  Oprimida por un empresariado, más afecto a la teología del lucro insaciable, que del proclamado espíritu de empresa del que alardeaban muchos de ellos, cual si fuesen sacerdotes de algún pretérito Moloch púnico y de algún localísimo santo patrono de las matufias. 

Pero también Mercurio-Hermes, el de los veloces pies y el casco alado, regía la infame especulación que devoraba los ya escuálidos presupuestos nacionales, en una vorágine orgiástica de operaciones de blanqueo de dinero sucio y apuestas bursátiles de dudosa rentabilidad.  Especialmente para accionistas y ahorristas; aunque sí, bastante lucrativa para operadores y yupies de corbata y maletín —muy abundantes desde la aparición de Internet— aunque no todos con el talento de los brokers, salidos de los claustros de Harvard o de Chicago University. Éstos pululan como piojos por bancos y financieras, sin determinarse acerca de su utilidad o eficiencia, salvo para provocar quiebras fraudulentas.  Esos sí, con las bendiciones de los grandes maestres.

Calixto Ñamandú sabía algo —pese a su escasa pasantía en aulas secundarias— acerca de los sórdidos intereses que los agobiaban con puño de hierro y guantes de seda, desde confortables despachos climatizados del Orbis Primus.  La lectura, era su única fuente de información y formación, pues que como se dijera, la pobreza pudo más que sus deseos de graduarse en algo provechoso. Pero también gracias a ello pudo aprender mucho entre sus hermanos campesinos, herederos de los pioneros de las tierras poscoloniales, que labraban el porvenir de América toda en sus aún ensangrentados surcos, muchas veces regados además con sus sudores y lágrimas de frustración.

Oviedo no detuvo sus ambiciones de ganarse la voluntad del campesinado, para obtener la ansiada banda presidencial y luego el poder omnímodo que lo convertiría en un potentado               —aunque de hecho ya lo era—, tras el manejo bajo cuerda de muchos negocios ilegales a los cuales son tan afectos los militares iberoamericanos de la generación de la Guerra Fría y la Seguridad Nacional pentagonal.  Evidentemente, tal conjunción de ineptos corruptos en un gobierno no podía dejar de hacer sentir sus efectos, en lo cultural, en lo cívico, en lo económico y en lo social, que finalmente, es la suma de los anteriores.

Nada ocurre sin causa aparente.  Todo es efecto de cuanto se hiciese o dejase de hacer, por lo que en poco tiempo entre tiras y aflojes del presidente, el Congreso Nacional y el Poder Judicial, el Paraguay fue haciendo agua, sin que hubiese calafateadores ni bombas de achique que funcionaran. 

Los precios agrícolas volaban a ras del suelo; las exportaciones mermaron y recibieron menos divisas; los atroces despilfarros gubernativos proseguían como en épocas de bonanza; las leyes se estancaban en el Congreso Nacional, empantanándose en una pesada burocracia formalista y vacía.  Por supuesto que quienes más lo sintieron, fueron los trabajadores del agro, los obreros rasos y los pequeños empresarios y artesanos, ya que siempre la soga se suelta donde más angosta y deshilada está.               Los detenidos sin proceso abarrotaban las pocas cárceles del país, como si de pronto todo el país fuese convirtiendo en una sola gran cárcel de ilusiones y locas esperanzas, las que de tanto en tanto, alegran la existencia y engañan las entrañas aún sin hartarlas. 

La escuelita, de la colonia Táva Pyahu, seguía funcionando con sus escasos rubros y material humano. Ramona Ramírez, con profundas ojeras de trasnoches consuetudinarios y fatigas impenitentes, se hallaba corrigiendo tareas, preparando lecciones y leyendo cuanto precisaba aprender para compartir con los pequeños.  Las intrigas políticas de Asunción y las capitales departamentales, le parecían tan lejanas e irreales como la ciencia-fricción.  Allí, en medio del bucólico paisaje montaraz y casi primitivo, las luciérnagas seguían hiriendo las sombras con sus cuchillos luciferinos y sus errabundos contoneos aéreos e ingrávidos; las cigarras hacían detonar los silencios con sus violines chirriantes y los monos karajá  no bajaban los decibeles de sus aullidos nocturnos en la distancia. 

Nada parecía haber cambiado desde los primeros días, en que conquistaran el predio con sus machetes, palas, azadas, azuelas y  tronzadores.  El verdoso aroma clorofilado de la arboleda aún indómita, teñía las narices con sus savias olorosas y resinas exóticas de vegetal alcurnia milenaria, embalsamando los sentimientos con sus efluvios etéreos.  Ramona estaba satisfecha, pese al cansancio que la abrumaba.  Sus niños estaban muy adelantados y ya podían comprender el aparentemente farragoso lenguaje especulativo de los filósofos y clásicos, traducidos al guaraní o a la lengua de Castilla. —Es arduo para el carajo —pensaba Ramona pantallándose el sudor con abanico de pirca—, pero  sarna con gusto no pica.  La historia natural era otro tema.  Los alumnos habían aprendido a desconfiar del Génesis y dieron en simpatizar con Darwin, perdiendo el gusto y el paladar por las explicaciones simplistas —basadas en la fe ciega, sorda y coja—para indagar en los libros ya que laboratorios no poseían, excepto la naturaleza, que es el atanor filosófico de todas las transmutaciones alquímicas de las especies, orgánicas o no. 

En pleno monte, los niños podían ver huevos de aves, reptiles e insectos en vital generación; observaban gestaciones y nacimientos, con la curiosidad de quienes se maravillan por los cotidianos milagros de entrecasa; de quienes ven brotar mariposas tornasoladas, desde aparentemente feas y torpes orugas sin gracia; a contemplar las auroras y crepúsculos, que les gritaban acerca de la rotación de su planeta, de su translación en torno a una estrella bondadosa y dadora de vida.  En fin, los niños daban diariamente fe de maravillas insondables, en su determinismo cósmico y en la sabiduría primigenia de las fuerzas efervescentes de la naturaleza. 

Pero como todas las cosas son un devenir mutante, la paciencia de los campesinos ante el embate de la crisis galopante, colmaría el cáliz hasta las heces. 

Cierto día, corrió la voz de una convocatoria a cerrar rutas en protesta por el desplome exánime de los precios, por las deudas, por las dudas, por las duras secas, por las lluvias aluviales y diluviales, por los cargos y otras cargas.  Sabían que toda acción directa, en pro o en contra de algo, tiene su cuota de caídos y contusos. —¿Seré yo, esta vez? —se preguntaban muchos labriegos, al prepararse para la convocatoria de concurrencia en Santa Rosa del Aguaray, arrimando el hombro en la patriada.  Pero si bien el coraje no les era ajeno, la angustia de la incertidumbre los anonadaba a veces.  Como en todas las citas anteriores, la policía acudiría con armas y bagajes a defender lo indefendible. 

No tardarían en caer en cascadas los acontecimientos más siniestros: las vendimias de sangre.  Ramona se hallaba en avanzado estado interesante de su próximo vástago y esto casi le impedía  realizar tareas, tan pesadas cuan  rutinarias, de su rancho y la escuelita.  Calixto, en uno de sus ya frecuentes viajes, le rogó que se tomara un paréntesis a fin de prepararse desde ya para un buen parto. 

—Cualquiera de las chicas o muchachos podría reemplazarte —díjole su solícito hombre—.  Nuestro hijo va a requerir de todas tus fuerzas y afanes.  No te quemes a dos puntas, por favor.  —Estoy bien. No te preocupes —le respondía esa hembra de carne y madera perfumada—.  Estoy adiestrando a mi sustituta en la escuelita.  Ya vas a ver.  —En realidad, en lugar de preocuparme, yo preferiría ocuparme —refutaba él—.  Ahora que tengo dos días libres, desearía asistirte a ti.  Vete a la cama que yo corregiré las pruebas bimestrales.  De no muy buena gana, Ramona obedeció, como quien debe dejar su juguete favorito para el día siguiente.

Sorpresivamente, Ramona tuvo sus primeras contracciones unos días después y en ausencia de Kalí.  Por fortuna, la comadrona del poblado no le perdía pisada, y tras hora y cuarto de jadeos, tuvo una robusta bebota de 3,100 kilogramos, que se incorporó como nueva inquilina del Valle de Lágrimas.  Pensó en llamarla Yvotymi, cuando vio las florecillas silvestres que alfombraban el entorno, pero prefirió aguardar el retorno de su pareja antes de decidir. 

El otoño iba deshojando el almanaque y los pájaros viajeros ya oscurecían las nubes rumbo al norte, probablemente hacia el Pantanal.  El viento norte, con su carga de actitudes depresivas y calor sofocante, iba girando poco a poco, hasta que muy en breve invertiría su dirección trayendo humedad y frescura desde austrión.  En Paraguay los inviernos son relativamente benignos, como si tuviesen poco interés en enfriar el suelo y nevar las ramas.  Apenas lloviznas, viento sur y alguna que otra escarchada sobre los campos o rocío sobre los bosques. Nada más. 

La selva rezuma humedales y suda savia espesa todo el año, toda vez que no esté muy devastada.  Mientras, el tiempo transcurre inmutable entre luna y luna.  Incluso, a veces se detiene como esperando algún alma rezagada del pasado, como lo son casi todas las almas conservadoras y poco amigas de los cambios.  Y los cambios pese a muchos, estaban cerca para bien, para mal, o también para nada… o para peor.

Fue una de las peores represiones sufridas en los últimos tiempos. La policía pareció no darse por enterada de lo anterior, y arremetió con todo, incluidos gases, balines de goma y porras, matizados todos con oportunos disparos al garete de 38 reglamentarios y pistolas automáticas.  Santa Rosa del Aguaray nuevamente se tiñó de sangre campesina. 

El corte de ruta se saldó con un muerto, siete heridos graves en terapia intensiva, veinticinco de levedad y unos treinta arrestados.  Pero al mismo tiempo, el gobierno del inepto Cubas comenzó a tambalear ante su incapacidad de dar respuestas y soluciones a los cada vez más acuciantes conflictos.  La cosecha de sangre no se detendría hasta muchos meses después, tras el ocaso definitivo de Raúl Cubas y su diminuto pero  siniestro  mecenas y titiritero. Pero hasta entonces, ocurrirían muchas cosas, aunque esto no alterase casi nada la situación del país y sus infames estructuras de poder. 

Éstas, pese a los cambios de hombres y nombres, persistirían hasta mucho más allá de la irrupción caótica de un nuevo siglo. Un nuevo siglo que se resistía aún a penetrar en un mundo inflamado de perversiones, egoísmos y contradicciones. Todos sabían que luego, nada sería igual que antes, aunque sí podría ir empeorando. 

Los imperios se estaban desgastando por la casi ausencia de conflictos y sus procónsules hacían grandes esfuerzos poco diplomáticos para provocar nuevas guerras que reactivasen el comercio de chatarra bélica en pro de la gran finanza.

Incluso hasta intentarían resucitar figuras perimidas del siglo XIX, en reemplazo del comunismo como leitmotiv de futuras intervenciones en curso de colisión contra el futuro.  Por ejemplo: el terrorismo irregular; que del regular se ocuparían ellos con sus stürmtruppen de gestas invasoras.  

Un año de perros  

Ese año de desgracias de 1998, tuvo un invierno corto  pero extremadamente gélido, durante el solsticio de San Juan.  Las madrugadas, adornadas con carámbanos de hielo y escarcha, parecían querer petrificar a todos los tempraneros trabajadores, en una pecera de neblina helada.  Los labriegos encendían fogatas cada veinte metros para impedir que sus naranjos se momificasen de frío y sus hortalizas se convirtiesen en papel marchito; mientras, sus vaporosos alientos competían con la cerrazón reinante en las márgenes del río Aguaray Guazú.  A Ramona, por poco se le congeló la leche en los pechos rebosantes y debieron sentarla frente a una gran hoguera para amamantar a su hembrita, mientras ésta se ponía medio morada, a pesar de las llamaradas cercanas que casi la chamuscaban.  El fuego, no siempre cumplía su cometido en eso de alejar las heladas de los huertos con la humareda asfixiante que emitían los no muy secos leños del monte y los demasiado secos restos de resaca y ramas —abandonadas urbes de termitas—, que sólo dejaban las cáscaras de las mismas sin roer.  Las cuales ardían de prisa, como queriendo purificarse para dejar el mundo material en forma de luz. 

Por fortuna, o por mediación de alguna oculta providemencia, la cosa no fue más allá y retornó el tardío veranillo sanjuanero, antes que todo el monte se convirtiese en la sucursal de un páramo siberiano. Pero los lugareños de San Pedro recordarían por mucho tiempo esos escasos días en que el frío casi paralizó a hombres, animales y plantas para siempre.  Los precios agrícolas de ese año, estaban deprimidos como aspirantes a suicidas y las deudas ahogaban a casi todos los pequeños productores; de tal manera, que, en vista del incumplimiento de varios presidentes y políticos de condonárselas con entidades públicas a cambio de desactivar sus medidas de presión —más alguna que otra papeleta comicial en favor de algún mandamás oficialista—, apenas idos los frescos días de junio, dieron en organizar una gran marcha del sector, sobre Asunción para principios del año entrante. 

Esta vez, pensaban reunir miles de labriegos, con o sin tierras, amén de trabajadores y funcionarios disconformes con la crisis, para apretar entre las cuerdas a los representantes y al ineficaz portador de la banda tricolor.  Un selecto grupo de dirigentes se encargaría de los detalles de la peregrinación laica, cuya señal de largada se iniciaría en setiembre de ese año, aunque la marcha en sí, sería para marzo del año próximo, ya que deberían reunir fondos y movilizar transportes para cerca de diez mil personas. No era moco de pavo lograr tal convocatoria y encima alimentar a esa enorme masa ciudadana de hombres, mujeres, jóvenes y niños que convergerían sobre la capital para hacerse oír por los tránsfugas que fungían, y fungen aún, fingiéndose políticos. 

En el Paraguay, como en casi todo el mundo, siempre se recicla basura humana, como los trapos de la moda.  Especialmente en lo político. Ese año de 1998, fue realmente de perros, a causa de la recientemente pasada ola de frío, las raíces de las mandiocas se marchitaron; los frutos de los naranjos y otros cítricos, fueron abortados en plena floración primaveral a causa de misteriosas plagas, no relacionadas directamente con el poder público.  La escasez debida a la sequía subsiguiente, provocó pérdidas de animales; hasta las hortalizas se convirtieron en papiros arrugados en las heras.  Los repollos, que mucho prometían, amanecieron cierto día planchados y con sus hojas mustias de tristeza.

El normalmente caudaloso río Aguaray Guazú, fuese convirtiendo en un sucio arroyuelo fangoso desprovisto de gracia, por obra y desgracia de la carencia de precipitaciones.  Por fortuna, los habitantes de los asentamientos no sufrieron cambios extremos en sus fisiologías y apenas se notaba en ellos las consecuencias de la aparente mezquindad de la naturaleza y  la real perversidad del gobierno de tránsfugas que tuvieron a mal elegir los paraguayos, para variar. 

Lino Oviedo, en tanto, pavoneaba su impúdica impunidad, burlándose de todos, incluso de sus inadaptados adeptos y de los hierofantes de la intriga que lo rodeaban por doquier.  No contento con haber obtenido su libertad, merced a su genuflexo copiloto Cubas, dio en atentar, con la complicidad de sus ruidosos acólitos y gamberros, contra el palacio de justicia y las autoridades de la no tan honorable Suprema Corte.  En dicho operativo, monseñor Ismael Rolón, arzobispo emérito de Asunción, fue herido por una certera pedrada en el rostro en nombre de la libre expresión cuando ingresaba casualmente allí. 

No conforme con este acto de vandalismo, dio en planear la posible neutralización o alejamiento del vicepresidente a fin de lograr escalar posiciones políticas hasta llegar al sitial de Cubas.  Y Oviedo sabía —o creía saber— cómo lograrlo.  Al son de mariachis guaraníes, disfrazados de charros kischt, chillones y desubicados como chinos en la Amazonia, Oviedo celebraba su cumpleaños septembrino en su búnker particular; mientras al  lado opuesto, es decir al reverso del país, se daba inicio a los preparativos previos de la organización de la marcha campesina hacia Asunción.  El diminuto ex-general brindaba con agua mineral en compañía de su ex asistente Víctor Segovia, ahora ministro de Obras Públicas del gobierno Cubas, los hermanos Galeano-Perrone, un senador de apellido Gómez, más conocido como Bola de Sebo, a causa de su corpulencia extracurricular, y cientos de operadores y cómplices más.  No faltaron los adulones, sicofantes y turibularios de siempre, que desearon al ex general longevidad eterna, felicidad, salud y prosperidad; como si no supiesen que él no sería feliz hasta hacerse del poder absoluto.

En cuanto a salud y prosperidad, era lo que menos había menester en esos momentos para el ex general. La fiesta estaba matizada por varias canciones dedicadas al partido de gobierno, al militar de marras y sobre todo, la ranchera mexicana "El rey", única obra no material a la que Oviedo profesaba veneración rayana en la obsesión.  Hasta se diría que, de conseguir el poder, cambiaría la constitución para instaurar una monarquía dinástica, a fin de evitar costosas cuan inútiles elecciones cada cinco años, además del oneroso subsidio a los partidos políticos participantes de las farsas democráticas, a los que despreciaba con toda cordialidad.  Menos al suyo, claro.  Incluso, hasta sería capaz de profundizar la reforma constitucional para que la ranchera "El rey" fuese himno obligatorio de la ciudadanía.  Por lo menos, mientras pudiera servirse de la misma para alcanzar sus objetivos.  Luego vería. 

En medio de preparativos y negociaciones, estaba batiéndose en retirada el año de Perros de 1998, para dar lugar al año de la Bestia de 1999.  Y no se refiere esta crónica precisamente al zodíaco chino, sino al irracional y omnipresente bestiario nacional.  Diciembre fue, en contraste con junio, caluroso hasta lo infernal o muy poco menos, al punto de poder derretir a un tuareg sahariano desnudo o hacer evaporar los ríos a velocidad mayor que sus fluentes caudales.  Por fortuna, la humedad no estuvo del todo ausente y pudo asistir a los plantíos, incitándolos a resistir al solazo al rojo blanco que parecía querer licuar a todo ser viviente sobre la tierra, en venganza por las devastaciones hechas al planeta por los humanos.  Pese a ello, en Asunción los nuevos ricos de la política y los pequeño-burgueses esnobistas, no dudaron en acudir a los shopping centers, como dicen los gringos, en procura de boreales pinitos artificiales, nieve de utilería y adornos navideños típicos de Laponia y Escandinavia, como parte del plan desculturizador de los apócrifos apóstoles de la globalización a ultranza.  Parecían ridículos, los mercadorizados Santa Claus enfundados de rojo peluche en medio de la bochornosa calina decembrina, pero era lo fashion del momento. 

Tan sólo en la lejana Táva Pyahu, las hacendosas mujeres, que aún insistían en los ritos navideños locales, armaban rústicos pesebres ornados de flores y frutos de estación, figurillas de terracota o escayola y olorosas flores de cocotero.  Quizá en un intento postrero de revivir pretéritas tradiciones coloniales, pese a la resistencia de los descreídos y de los excesivamente versados en filosofía, que abundaban en los nuevos asentamientos.

—Dios ha muerto —repetían, como loritos maracaná los más leídos, citando a Nietzsche.  —El hombre es una cosa que debe ser superada en el futuro —pontificaban otros escépticos de los divino.  —No empiecen a allanar las rutas al infierno —decían las aún creyentes, persignándose tres veces ante las blasfemias emitidas en curso de colisión con las creencias ancestrales. 

—La Navidad hay que santificarla ante tanto hereje suelto por ahí —insistían las más ancianas y las plañideras de los entierros, agitando sus negros mantones de lana fichú.  Sólo los niños mantenían aún la pureza del espíritu lúdico de quienes nada saben del bien y del mal, como si éstos no existiesen.  Pero tampoco la proximidad del Día de Reyes los ponía en actitud de falsas expectativas, ni alegrías artificiales como los urbanoides adornos navideños, tan publicitados.  Sus juguetes, serían herramientas de labranza y taller, como sus mayores.  Las muñecas de las niñas, seguirían siendo los neonatos de carne y hueso de sus propias familias, a quienes debían limpiar, mimar, cuidar y alimentar, cuando los pechos maternos dijeran ¡basta!  Mas aún así, estaban dispuestos a seguir el juego de la vida; de la cotidiana lucha por sobrevivir y al mismo tiempo aprender a sobrellevar las durezas de la existencia, matizándolas con el aprendizaje de lo bello y lo perenne.  Los niños campesinos estaban abiertos ante nuevas aventuras que les deparaba la imaginación en su eterna lucha con la realidad.  Calixto Ñamandú preparó una carta dirigida a todas las organizaciones campesinas, obreras e indígenas del país, para invitarlos a sumarse a la Gran Marcha de Marzo de 99, y para compartirlo todo, incluso las diferencias. Y decía lo siguiente: 

«Desde todos y a todo el Paraguay: a los hermanos y hermanas indígenas, obreros y campesinos de esta tierra de promesas truncas e injusticias institucionalizadas.  Desde que hemos tenido uso de razón, se nos ha mentido en favor de quienes ostentan los privilegios y pisotean nuestros frutos con las botas de la intolerancia y la prepotencia armada.  No hemos de darnos reposo en la búsqueda incesante de una Tierra sin Mal, donde los desiertos se conviertan en bosques y jardines fructíferos; donde las venas de la Tierra: sus ríos y arroyos, hoy manchados por la desidia y la suciedad inducida por las industrias de la muerte, recuperen su diafanidad, transparencia y pureza, porque ellos son la sangre de nuestros abuelos, como dijera hace más de ciento cincuenta años, el gran jefe Seattle de la tribu Suwamish al presidente de los EE. UU. Franklin Pierce.  Muchos hemos de caer aún frente a los apóstoles de la ignominia, disfrazados de propietarios que presumen de sus papeletas selladas como testimonio espurio de sus derechos de poseerlo todo, con nuestras carnes incluidas en sus viles patrimonios; ante quienes se creen con derecho de despojarnos del fruto de nuestros sudores a precio de moneditas depreciadas; ante quienes se creen dueños de la ley y actúan como si la ley no existiese; ante quienes nos persiguen en nombre de las leyes y actúan como si sólo conociesen la ley del más fuerte. Pese a los caídos, seguiremos en lucha.  Hemos de marchar, pacíficamente y sin rencores, pero con la firmeza de quienes nos sabemos parias, despreciados por los que tienen el poder de cambiarlo todo, y nos cambian a sus hermanos por autos de lujo, licor importado, residencias fastuosas y abalorios de oropel.  Con la frente alta de quienes nos sabemos dueños de la dignidad y de nuestras propias ideas acerca del modelo social que necesitamos, no debemos aceptar las imposiciones de una estructura económica despiadada que sólo se fija en el lucro y las ventajas de negociar precios con el hambre de nuestros hijos.  No.  No nos dejaremos someter a los dictados del emperador Mercado ni del rey Librecambio, que actualmente son los dueños del mundo; o por lo menos, eso creen. sus sacerdotes monaguillos y lacayos. Llegaremos a la capital de los capitalistas criollos para dar a conocer nuestras inquietudes, pacíficamente y sin alteraciones del orden que ellos tanto temen, pero también sin temor ni cobardía.  No hemos de darles oportunidad para que desatasen sobre nosotros la furia demencial de sus perros de presa. Pero si nos provocasen o agredieren sin motivo, tendrán la respuesta firme de nuestra parte.  Evitemos entre nosotros la presencia de provocadores que inicien actos violentos que pudieran justificar una violenta reacción, pero mantengamos los ojos abiertos en todo momento.  A todos los hermanos trabajadores de la ciudad y el campo, así como a nuestros hermanos aborígenes, mancomunados en el infortunio:  ¡Salud!»   La misiva, sería distribuida por los canales correspondientes a todas las organizaciones sociales del país que participarían de la marcha; ya sea en forma activa o apoyándola desde sus comunidades.  No dejaría nada en el tintero de su vieja máquina mecanográfica percutida por sus aún torpes dedos, cómplice de su elocuencia de lector impenitente e irredento.  Nada hacía imaginar o profetizar lo que vendría después. 

Los preparativos, como los de las marchas anteriores, debían ser cuidadosamente coordinados a fin de lograr el objetivo anhelado.  No sólo la condonación de sus deudas, sino sensibilizar a la ciudadanía capitalina acerca de sus pasares y pesares.  Y no precisamente para suscitar lástima o conmiseración, u obtener migajas de caridad.  No.  Justicia era lo que, finalmente, demandaban a todo el país.  A ese país que por tanto tiempo les había dado las espaldas, como si ellos no existieran o fuesen apenas violadores de alambrados o comedores de tierra ajena.

Los días de la Bestia

Marzo de 1999:  la marcha está en cuenta regresiva y de distintos puntos del país, se preparan a converger sobre Asunción los innumerables hombres, mujeres, jóvenes y niños del ámbito rural, movidos por el motor de la desesperación y el combustible de la santa furia, ante lo injusto y protervo del nuevo orden que pretendería cosificarlos convirtiendo al ser humano en objeto descartable.  El tiempo, lejos de ralentarse en partículas inidentificables, se acelera de pronto —como si quisiera recuperarse a sí mismo, en una carrera contra el destino—, en una embestida contra el desatino de la ralea conservadora que lo enfrenta parsimoniosamente, intentando inútilmente atrasar los relojes inexorables de la historia.

El general Segovia, ex asistente de Oviedo, ahora como ministro de Obras Públicas, recibió órdenes presidenciales de detener todos los autobuses y camiones que se utilicen para traer a la capital a los manifestantes.   No veían otra manera de desactivar la marcha, como no fuese con tal artimaña.  El enlace, Calixto Ñamandú, redactó una nota de protesta al enterarse de dicha orden, enviando misivas a los medios y a cuantos pudieran presionar para detener el operativo de detención, valga la redundancia.  Por otra parte, los demás movimientos y organizaciones iban sumándose a la manifestación, la que engrosaba constantemente con la adhesión de cientos de desheredados de la gleba y proletarios, indígenas, urbanos y rurales de todo el país. 

Calixto Ñamandú en su carácter de coordinador de los distintos grupos, se adelantó para encargarse de la recaudación de donativos y alimentos para la masa de seres que peregrinarían en poco más a la Meca de sus dolores, angustias y frustraciones:  Asunción del Paraguay, ciudad madre de suciedades y capital americana —si no mundial— de la matufia.  Por de pronto, el país ostentaba el dudoso segundo puesto del escalafón planetario de corrupción después de Camerún, sin sonrojarse por ello y más bien ambicionando el primer puesto. 

No muy lejos del sitio de sus funciones en el ex seminario metropolitano donde Calixto se reuniera con los obispos y laicos, Lino Oviedo y sus más allegados planeaban detener la interpelación parlamentaria al presidente Cubas, por su insistencia en perdonar a su hermano gemelo, como lo llamaba cariñosamente y condonarle sus travesuras de golpista frustrado y desobediente institucional.  Por esos días, la Suprema Corte, de corte wasmosista —justo es reconocerlo y valga nuevamente la redundancia—, hubo ratificado la sentencia condenatoria contra Oviedo, que el presidente se negó a obedecer y ejecutarla.  Más bien lo amnistió, en abuso de sus atribuciones constitucionales.  El presidente del no tan honorable Congreso Nacional, senador Luis González Macchi, hijo y nieto de la tiranía depuesta, estaba a su vez planeando su salto al poder por medios inimaginables, haciendo un juego paralelo al de Oviedo, aunque con opuestos objetivos, apoyando el juicio político a Cubas, secundado por el charlatán Juan Carlos Calé Galaverna, viejo locutor y animador de fiestas patronales, ahora orador y "pico de oro" partidario. 

Mientras Oviedo jugaba al poder absoluto, González Macchi se contentaba con el papel de fantoche en sombras, que siempre le cupo como anillo al dedo o como condón al falo. 

El vicepresidente Argaña, ceñudo y taciturno como de costumbre, soportaba estoicamente los terribles dolores de una enfermedad irreversible, pero evitaba faltar a sus funciones oficiales.  Sus guardias de corps, apenas podían soportar el trajín político del caudillo colorado, quien se negaba sistemáticamente a apoyar a su compañero de fórmula presidencial.  Ambos eran tan disímiles como agua y aceite.  Mientras Argaña era pura acción e intransigencia, Cubas apenas se tenía en pie como desdeñando todo equilibrio o desafiando a la Ley de Newton y gustaba de las sombras, siendo además, obsecuente y falaz.  Eran la pareja menos avenida de la política paraguaya; una suerte de cópula contra natura, como sus precedentes.  Sólo que el segundo era quien soportaba el vaso indebido, y la botella además. 

En el cruce de Ca’aguazú, los camiones y transportes variopintos se iban llenando de campesinos y trabajadores agrarios, para marchar hacia la capital.  La venal Policía Caminera, dependiente del general Segovia, actualmente en el ministerio de Obras Públicas, intentaba en vano desviar y detener a los peregrinos de la bronca con cualquier pretexto.  Pero tras las protestas a organismos nacionales e internacionales, prefirieron dejar sin efecto la orden de detención de los manifestantes.  O quizá la orden proviniese del mismo Oviedo, el cual estaba a la pesca de las lealtades de los labriegos y buscaba una cortina de humo para su próximo plan.  En Asunción, Calixto Ñamandú se reunió con jóvenes voluntarios, estudiantes, militantes católicos, más algunos universitarios que apoyarían la parte logística de la marcha, administrando los donativos —en especie y efectivo— aportados por las fuerzas vivas del país que apoyaran incondicionalmente la marcha campesina. 

En las marchas anteriores, llegaban, desfilaban con pancartas y luego de huecas promesas y cordiales apretones de manos, retornaban con esperanzas y sin resultados, lo que más bien sugería un retroceso.  Pero esta vez, permanecerían frente al Congreso Nacional, hasta obtener la tan ansiada condonación de las deudas contraídas, para financiar cultivos fracasados de soja y algodón cuyos precios, además de bajos y viles, tuvieron costes exagerados con magros resultados a causa de plagas y sequías.

El azar ahora estaría rigurosamente vigilado para evitar improvisaciones de última hora, ya que la maquinaria de la protesta debería lubricarse hasta el último engranaje.  Sabía que ese acto de repudio a la falta de políticas sociales tendría cobertura internacional y daría que hablar por mucho tiempo.  Lo que Calixto no imaginaba, es que efectivamente daría coba y palabrerío, pero por motivos totalmente ajenos a la protesta reivindicativa de los mismos. 

Los fatigados peregrinantes llegaron a los límites de Asunción, sobre el acceso este, donde aguardarían a los demás contingentes para iniciar la marcha propiamente dicha hacia el Punto Dos de su concentración: el ex seminario metropolitano.  La multitud ciudadana los aguardaba para darles bienvenida en olor  de aclamación y ofrecerles agua y alimentos en la confluencia de la avenida principal, llamada Ruta Mariscal Estigarribia y Defensores del Chaco.  Era el amanecer del 23 de marzo y el aire olía a frutas, a gasóleo mal quemado y frituras, de las decenas de copetines y comedores instalados en el cruce, amén de vendedores callejeros de cualquier cosa.

Tras su llegada, un fuerte dispositivo policial se parapetó en las adyacencias a fin de ¿proteger? a los manifestantes y desviar el tráfico durante la marcha, por expresas órdenes del mismísimo Lino Oviedo, el cual intentaría conquistar la simpatía de los campesinos con sus delirantes arengas.  Para tal menester, tenía pensado acudir él mismo a la concentración del ex seminario metropolitano a verter su verborragia demagógica. 

Poco más tarde, casi todos los camiones y autobuses se deshicieron de sus pasajeros y se apartaron de allí.  Sobre las ocho y cuarenta de la mañana, se inició la lenta marcha, con banderas, pancartas, gallardetes y megáfonos, coreados por los multitudinarios aplausos y gritos de los asuncenos y simpatizantes de los sufridos del agro.  Algunos campesinos —e incluso periodistas que cubrían la marcha—, tenían sus radios portátiles encendidas y cada tanto escuchaban emisoras informativas de amplitud modulada que se referían al acontecimiento del año. 

Cuando la larga columna estaba cerca de la avenida Kubitschek, llegó una información increíble.  Habían atentado —mortalmente, se supo luego— contra el vicepresidente de la República, el Dr. Luis María Argaña.  El propio Oviedo acusó el golpe informativo en su residencia, justo cuando planeaba acudir al encuentro de los campesinos marchantes.  —¡No, no puede ser! —gritó a sus guardaespaldas y familiares—.  ¡Esto fue preparado para acusarme a mí del atentado!  Adoptando una pose de yo-no-fui, debió alterar sus planes dirigiéndose presuroso al cuartel de la Guardia Presidencial a refugiarse de las iras de la opinión pública, la que según los noticiosos de la prensa hostil, ya lo señalaba con su índice acusador, a lo que se sumó el dedo medio de miles de manos izquierdas; el medroso Bonsai como que se sintió fusilado por los dedos de la gente, y no todos índices precisamente. “—El señor vicepresidente de la República del paraguay, doctor Luis María Argaña  acaba de ser objeto de un atentado cometido por sicarios con uniforme militar.  En estos momentos ha ingresado al Sanatorio Americano ya sin vida. Seguiremos informando—”… se oyó por una emisora capitalina en el autorradio de su vehículo. 

Maldijo, a quien fuese que hubiera tenido la idea de adelantar el tránsito, a alguien que se sabía ya condenado a muerte por una enfermedad terminal.  Apretó el acelerador a fondo, para llegar antes que alguien lo reconociese por el camino.  —¡Seguro que fue ese sicópata de Vladimiro! —gruñó trastornado y lindante con las fronteras de la paranoia.  Recordó haber mencionado la posible neutralización del vicepresidente para ocupar su lugar.  Pero no imaginó que tal vez algunos tomasen sus palabras tan al pie de la letra... o más abajo aún. 

En la multitudinaria vorágine de la marcha, los comentarios se desbocaban corcoveantes como potros cimarrones montados por espueleras hormigas coloradas.  De todos modos, ésta proseguiría como estaba programada.  La cosa era entre políticos y no se sentían afectados por el suceso, aunque algunos campesinos colorados simpatizaban con el caudillo civil, pese a su carácter atrabiliario y neurótico.  Por lo menos el Dr. Argaña, no tenía el estigma de la corrupción sobre la frente; aunque muchos de sus seguidores, eran stronistas disfrazados de demócratas impolutos, y sus hijos, apenas aprendices de dictadores que entraran a la palestra política por la ventana del comité central del partido, quizá por pertenecer a la aristocrática familia.

Los informes propalados por las radioemisoras se sucedían sin interrupción y las evidencias circunstanciales apuntaban al entorno Oviedo-Cubas.  Un testigo creyó reconocer a militares retirados y en activo, entre los conjurados y ejecutores del atentado.  También el automóvil utilizado, fue hallado en llamas a poca distancia, justo en las cercanías de la vivienda de un conocido militar activo, de apellido  polaco y fanático del general de caballería desmontado recientemente.

El presidente Cubas, no acudió al sanatorio a dar las condolencias a los deudos del vicepresidente, ante la aparente furia de los mismos y las posibilidades de ser ajusticiado en el sitio, en olor de linchamiento multitudinario.  Más bien prefirió enviar un telegrama de ocasión en forma institucional.  La imagen ensangrentada de Argaña, viajó alrededor del mundo en alas de las ondas satelitales y televisivas.  La realidad viboreaba a través de las mentes y cuerpos de muchos, quienes apenas podían percibir lo que se gestaba en el huevo de la serpiente. 

No faltó quienes culpasen a un tal Coco Villar —presunto abigeo chaqueño con antecedentes de haber ultimado a policías borrachos que quisieron abusar de su concubina en Montelindo—como al sicario ejecutor del crimen, entre otros conjurados. 

Algunas voces oficiosas, del entorno de Oviedo por supuesto, culpaban al círculo de Wasmosy de fraguar un "asesinato" a un cadáver en rigor mortis, para deshacerse de Oviedo, quien sería —aparentemente— el chivo expiatorio de ocasión. 

Mientras, los campesinos se concentraban en el ex seminario desde donde, tras una frugal refección, proseguirían hasta la Plaza de Armas, frente al Congreso Nacional.  Allí tendría lugar el acto de protesta y repudio.  Todo seguía en una nebulosa de acusaciones y contraacusaciones acerca del crimen, incluyendo al diputado Conrado Pappalardo como autor amoral, mientras el país se agitaba mecido por los vendavales de la intriga y los tifones de la indignación, matizados por céfiros glaciales de indiferencia y apatía. En realidad, nunca se sabría con certeza la verdad de lo ocurrido, pues que tirios y troyanos tenían techo de vidrio y los enjuagues salpicaban a todos por igual.

Es que los magnicidios no eran muy frecuentes por esos días, y la señal de la muerte tenía habitualmente otros destinos, entre los más desprotegidos: los ciudadanos.  Ahora, lo infrecuente tenía las puertas abiertas y la sangre tendría luz verde para fluir a raudales por las autopistas de la demencialidad, contra la voluntad de los cuerpos, por supuesto. Los días de la Bestia se había iniciado como estaba imprevisto.  Como siempre.  A partir de allí, la cotización de la vida humana iría en baja progresiva y valdría tanto como la de un pollo navideño o la de un cerdo pascual. 

Esa misma noche, frente al cuartel policial situado en las adyacencias del Congreso Nacional, una cincuentena de jóvenes y adultos se manifestaban pidiendo el juicio político de Cubas y su destitución, justamente a causa del atentado, siendo salvajemente reprimidos por las tropas antimotines y carros hidrantes, ante la indiferente mirada de los campesinos apostados frente al Congreso Nacional, donde acamparían hasta hacerse oír.  Para la medianoche, el medio centenar de ciudadanos había aumentado a tres centenares; pero aún los campesinos evitaban sumarse a la algarada, pensando que no les concernía la cuestión, lo cual no dejaba de tener fundamento lógico.   Aunque a veces, no siempre lo lógico tiene fundamento ético, especialmente cuando estalla la ira pública ante una injusticia o un crimen aleve.

La voz de la prensa, llevaba a los hogares —muchos de ellos abúlicos, indiferentes e indecisos— cuanto iba tomando cuerpo en la tradicional Plaza de Armas, así como las maratónicas sesiones del Congreso Nacional, en ambas cámaras ¿sépticas?  Sí.  Porque lo que se dice limpio, el viejo cabildo poseía tanta mierda como para hacer una colina artificial en medio del mar. 

Los poco honorables diputados y senadores, eran más operadores de intereses que representantes de quienes los votaron; porque para elegir, no se tuvieron opciones.  Pero esa vez, intentaron hacer las cosas un poco menos malas de lo habitual y aceleraron el expediente del juicio político al presidente, aún con oposición de oviedistas y algunos liberales alquilados al mesianismo, que, a no dudarlo, existen aunque no se crea en ellos.

Miercoles, 24 de marzo. El ingeniero Raúl Cubas, incapaz de resistir la presión de la opinión pública que lo acusaba, ya tenía la renuncia preparada para la firma, pero un oportuno llamado de celular satelital lo disuadió de estampar el croquiñol de su rúbrica en el abdicativo documento.  El etéreo interlocutor, le advirtió que si amaba a su familia (esposa e hijas), se abstuviese de escurrir el bulto en una defección vergonzosa, vergonzante y desvergonzada al mismo tiempo.

—Estamos los dos en el mismo barco —dijo la voz al otro lado de la línea, —y me he jugado por vos, hermano, así que ahora te toca jugarte por mí. Decile a la prensa, que me dí por detenido en la Guardia Presidencial, y decile a Horacio que avise a los hermanos de tu logia y al Monje Negro para adoptar decisiones críticas.  Hacete cargo ahora, a lo macho.  Sería muy triste que a los tuyos sucediera algo… por culpa de tu cobardía.  —¿Serías capaz, hermano...? —farfulló el mandatario, al convencerse que sí, que sería capaz de todo y de mucho más que todo—.  Tenemos que irnos ahora, antes que se arme la podrida —prosiguió el de la banda tricolor en próxima desbandada.

—¡Estamos muy cerca del objetivo! —bramó el petiso ex general, desde su prisión de cinco estrellas—.  No es momento de cortarla ahora. Ya estamos jugados.  No sé qué pasó con lo del vicepresidente, ni de quién fue la idea. ¿Vos sabías algo, Raúl?  Lo dijo con el mismo tono neutro e inexpresivo con que podría mandar ejecutar a su padre si éste estorbase sus planes. —¡Te  juro, hermano, te juro que yo fui el más sorprendido por la noticia!  —perjuró Cubas angustiado—.  Pero si algo puedo averiguar, te pondré al tanto.  Lo dijo con  la misma convicción con que hubiese jurado ante dios (¿Baco?) y la patria (¿financiera?) no cometer ilegalidades ni tener alucinaciones durante su gobierno, y mucho menos delirium  tremens en horario de oficina.  —Mirá Raúl, que no tenemos chance alguna.  Si algo hasta ahora no convirtió esa algarada de maricones y pelagatos en un golpe de Estado, es que los campesinos no se quieren entrometer... todavía.  Así que no me dejes en la estacada y mantenéte firme en el timón.  Por cualquier cosa, tengo aún lealtades en la caballería y tanques para defenderte del populacho y de esos maricones de caritas pintadas, aritos y colitas à go-go. —Disculpame, hermano, pero debo ir al baño, que me apuran los nervios y las tripas.  Llamame más tarde.  Y diciendo esto, Cubas dio por finalizada la conferencia hertziana, dejando el aparato celular satelital a un ujier desorbitado.

En el aire seguían atronando las bombas de estruendo y toda la parafernalia de pólvora que esgrimían los bandos en pugna.  Hasta los sindicalistas del ente eléctrico, los de la telefónica estatal y los aguateros se sumaron a la algarada.  Su grito de batalla era "La patria no se vende" y tenía que ver con los planes de privatizarlos al mejor postor.

Lo que Oviedo y su hermano gemelo no imaginaban, era el vuelco de la aún indecisa situación del juicio político contra el presidente.  Los partidarios de Oviedo, que eran pocos pero ruidosos, intentaron agredir —apoyados por la policía que no dejaba de hacer el trabajo sucio de los autoritarios— a los manifestantes en pro de la destitución de Cubas, generándose una batalla campal en la Plaza de Armas. 

Los campesinos aún se abstuvieron entonces de intervenir, manteniendo su postura de neutralidad ante el hecho del presunto magnicidio y sus posibles implicancias.  Los diputados, en vista del drámático cariz de lo acontecido, en una jugada ajedrecista desesperada, aprobaron sobre  tablas una ley de emergencia (¡y qué emergencia!), condonando la deuda del campesinado con bancos oficiales.  Esto decidió a los labriegos de tomar parte en la refriega contra el oficialismo y sus defensores. Allí fue Troya. 

Los petardos y bombas de estruendo, estallaban entre los manifestantes, disparados por los partidarios de la herradura oviedista y muchos manifestantes antigubernistas fueron heridos o asordinados por los explosivos de pirotecnia; contusos por las porras policíacas y las balas de goma antimotines. 

Toda la noche y parte del día siguiente duró la refriega, con avances y retrocesos por ambas partes.  Los paramédicos y ambulancias no se daban reposo y los hospitales se hallaron de pronto abarrotados, no quedando lugares libres en los mismos, por lo que el jesuita Oliva ofreció la cercana catedral asuncena como dormitorio y dispensario de emergencia, con el tácito placet del obispo de Asunción. 

Las plaza y sus adyacencias parecían un verdadero campo de batalla en ruinas, con vehículos en llamas, restos de explosivos y granadas lacrimógenas descartadas.  El pavimento, amaneció mojado por los húmedos disparos de los carros Neptuno, que a más de uno dieran por tierra y resfriados.  La brutalidad de la represión, aumentó de intensidad en esa noche de leviatanes y calibanes.  Ni siquiera los ancianos fueron dispensados de los bastonazos policíacos, si estuviesen a mano, que alguien tenía que pagar los platos rotos y las horas extras de servicio. 

Los contramanifestantes de Oviedo se surtían de petardos desde el cercano edificio de Correos, y por supuesto, estaban siendo pertrechados además con latas de cerveza en abundancia, para excitar el interés de los portadores de la soberana Orden del Garrote.  La batalla, aún indecisa por ambas partes, llegó a niveles dantescos, como parodiando al mismísimo infierno de medieval y oscura iconografía.  Pareciera que la policía empuñaba tridentes al rojo en lugar de bastones y fusiles de asalto, y que los partidarios de Oviedo-Cubas corrían, cual mostrencos diablejos tras almas pecadoras, en lugar de cuerpos sudorosos y ensangrentados.

Pero aún cabía una modesta oportunidad de cambio, en ese inmenso y profundo vacío de poder que la ciudadanía en vigilia permanente no se decidía a tomar ni ocupar.  Rumores de una intervención descabellada y descaballada de las tanquetas de la caballería blindada, contra los más de diez mil manifestantes, ciudadanos urbanos y campesinos —que abarrotaban la plaza hasta el punto de saturación—, escamaban los aires y rasgaban ténebremente el atardecer de ese viernes negro. Las radios, preanunciaron la intimidatoria trayectoria de los blindados Urutú  y Cascavel —tripuladas exclusivamente de oficiales y suboficiales—, que rugiendo como apocalípticas bestias en celo, se dirigían al microcentro de la capital desde su base chaqueña de Cerrito, exhibiendo los tanquistas aires de matones ramboides de película clase C.  Ante la decidida rechifla de la ciudadanía alzada —desafiante al paso de ganso de los tanques, rumbo a la Plaza de Armas—, los oficiales y suboficiales de caballería, ponían cara de piratas al abordaje de algún imaginario navío suntuario.  Ninguno reaccionó ante las pullas e insultos a su paso por las vías de acceso, pero tampoco los manifestantes de la plaza, especialmente adolescentes o poco más, estaban dispuestos a dar la otra mejilla.

Con rapidez requisaron botellas de gaseosas, de vidrio todas. Alguno proveyó de gasolina, otros de telas de algodón para mechas, de las mangas de sus remeras y camisas, hasta reunir más de una veintena de cócteles molotov  para el comité de recepción a los tanques rampantes que acechaban en las afueras.  Tal vez los blindados aplastasen a la espontánea rebelión social, pero las iban a tener difíciles.  Alguno, más ingenioso, propuso mezclar la gasolina con aceite de coco para hacer cócteles napalm, de mayor eficacia y potencia que los molotov; además de las altas temperaturas que pueden desatar sus deflagraciones pudiendo fundir blindajes de acero como manteca.  Pero ya la suerte de Cubas estaba echada y los dioses bacantes le estaban dando las nalgas. 

Con la protección de la policía, anónimas balas llovieron sobre jóvenes manifestantes empeñados en defender la plaza del asedio huno.  Uno tras otro fueron cayendo, heridos o muertos, como hojas de lapacho al ventolero otoñal, bajo los impactos homicidas desde lo oscuro.  Aún sigue siendo secreto de Estado, la cantidad real de víctimas de esa noche de la Bestia, pero llegaron a contar siete víctimas fatales y cientos de heridos de balas y porras; falleciendo otro joven, meses más tarde.  Gracias a un camarógrafo aficionado, las balas tuvieron nombres y apellidos, al ser pescados en flagrante algunos autores de los cobardes disparos. La policía se opuso a que los jueces allanasen el Edificio Zodiac, desde donde disparaban los francotiradores, con el pretexto de que querían evitarse bajas; mas dieron tiempo suficiente para que los anónimos cazadores abandonasen el edificio, no dejando evidencias.

Pero la efusión hemática de esa noche, aceleró el derrumbe de un hombre acabado; el descenso a los infiernos de un cadáver político insepulto y degradado por la cobardía y la desidia.  Cubas aceptó firmar su dimisión y entregar el poder al Congreso, con tal de no ser echado a patadas y linchado por la multitud.  Es decir, por el pueblo unido en unánime voluntad de hartura. 

Poco antes, una luenga caravana de taxis, pilotados por sus propios dueños, cercó la plaza para hacer frente a los blindados. —¡No pasarán! —afirmaron con conmovedora frialdad los taxistas metropolitanos. El intendente de la capital, envió retroexcavadoras, motoniveladoras y camiones volquetes para servir de escudos blindados ante el acoso de la barbarie incontrolada.  Los jóvenes pacifistas y objetores de conciencia, arrancaron baldosas para improvisar proyectiles arrojadizos, aparte de sus botellas molotov. Los demás, se dispusieron a poner pechos desnudos ante los blindados en cierne. Pero, los poco caballerescos militares de caballería, no contaban con que iban a penetrar en territorio ajeno sin pensar en las consecuencias: en jurisdicción de la Prefectura Naval. 

Como se sabe, en el Paraguay las rivalidades de armas son tradicionales, como en casi todo el mundo pre-civilizado.  Nadie debe escupir en el plato del otro, o ardería Troya.  Apenas llegados los carros acorazados por la calle Paraguayo Independiente, ya frente al Palacio de López, los rodearon efectivos navales con bazookas y fusiles automáticos de asalto y, tras conducirlos al cercano predio portuario, a poca distancia del palacio de López, procedieron a desarmar a los tanquistas, enviándolos luego en vergonzosos camiones abiertos rumbo a su base, de la que nunca debieron salir. 

Los marinos, ya dueños de la situación tomaron control de la plaza, despejando a ambos bandos contendientes, aunque con notorias desigualdades operativas, forzando la renuncia de Cubas a la presidencia y la veloz huida del ex general Oviedo, rumbo a un país limítrofe en un avión particular.

El saldo parcial de muertos por balas era de siete, más ochenta y nueve heridos de bala y más de quinientos victimizados por la brutalidad policíaca.  Uno de ellos,  el octavo, moriría a consecuencia de las heridas meses más tarde.  Lo curioso de la jornada fue la participación del propio hijo del fundador de las tropas antimotines, y que fuera una de las primeras víctimas mortales de las balas oviedistas. —Cosas del destino, diría Níccolò Macchiavelli, ante tales desatinos.

Una estafa política

No demoraron en ocupar el trono ¿bacante? los oportunistas y pescadores de ríos turbulentos.  Tras la fuga consentida de ambos “hermanos gemelos” del círculo herrado, el entonces presidente del Congreso Nacional, senador Luis González Macchi —eficientemente anodino e inepto, por cierto— asumió ¿constitucionalmente? el poder, azuzado por los hermanos de logia, en una desesperada jugada para evitar que la multitud enfurecida lo tomara cuando pudo haberlo hecho con justificada razón.  Los cófrades masones empotrados en la Suprema Corte, encabezados por el Dr. Raúl Sapena Brugada, le tomaron el perjurio de rigor ese domingo de Ramos. 

El show debía continuar, cambiando algo para que todo siguiera igual... o peor.  A partir del perjuramento de Luis González —ante la patria por lo menos, que es mujer pero muda para demandar, y ante dios, ausente sin permiso y sordo por añadidura—, el desgobierno se hizo carne y habitó entre los justos y pecadores, redistribuyendo la miseria ayudado por la corrupción omnipresente.

Los dos primeros meses, posteriores a los idus  de marzo, se caracterizaron por el retorno de los radiados en el golpe de febrero del 89.  Menos Stroessner, claro.  Sólo faltaba él y se restauraba la tiranía con todos sus aderezos y aliños.  Tras la asunción del ¿nuevo? régimen, se dio inicio a una caza de brujas, con el pretexto del esclarecimiento del atentado contra el vicepresidente Argaña.  El célebre Coco Villar, fue traicionado y emboscado en el Chaco.  Efectivos militares y policiales antinarcóticos, lo dejaron hecho una criba e irreconocible, con una crueldad y vesanía pocas veces vista.  Incluso se pensó que sólo buscaban un pato de boda que desviase la atención pública.

Luego dieron en arrestar a los partidarios de Oviedo, que aún conservaban sus cargos y privilegios detentados durante la breve presidencia del pusilánime Cubas, acusados de haber apoyado la masacre de la plaza.  Los campesinos, vieron las promesas iniciales postergadas sine die y la condonación de sus deudas, promulgadas por el Congreso Nacional, quedar en el papel, como apenas una prórroga dilatoria. 

El "marzo paraguayo" emulado tardíamente del "mayo francés", no pasó de un fiasco, aunque lo positivo fuera la pérdida del antiguo temor a la represión oficial.  Ya no darían la otra mejilla a la brutalidad policíaca o militar, sino que resistirían replicando golpe por golpe.  Los cócteles incendiarios por fortuna fueron innecesarios, al ser neutralizados los atacantes por la infantería naval.  Pero el derroche de coraje quedó patente en las épicas jornadas de marzo del 99.  Los perros de presa de los gobiernos de turno, la tendrían difícil en lo futuro para contener las presiones de la aún irredenta ira popular.

En Táva Pyahu, la rutina retomó su curso cebándose en almas y cuerpos, tras los sucesos de marzo.  Uno de los miembros de la comunidad fue gravemente herido por la policía durante los disturbio entre oviedistas y manifestantes, en que la policía se puso de parte de los primeros.   Hubo que internarlo en terapia intensiva, lo que consumió los pocos ahorros de la colonia, por lo cual muchos proyectos debieron quedar postergados hasta mejor oportunidad.  Por esos días, varios emisarios clandestinos del ahora caído en desgracia se apersonaron para tentar a los labriegos con ofertas de dinero e insumos; a cambio, claro de luchar por el retorno del jinete desmontado y su entorno fascistoide. 

Con excelentes modales, Calixto y sus compañeros de lucha, decidieron rechazar ofertas de prostituir su movimiento, enviando cordialmente a los operadores a hacer un viaje al prostíbulo más lejano, aunque no nombrando a sus madres respectivas por su oficio.

Ramona, nuevamente encinta, tuvo un ligero vahído en la escuelita, por lo que debió suspender su clase de ética y solicitar una sustituta para las siguientes jornadas.  La fatiga de horas robadas al sueño, sumadas a la crianza de sus niños y manutención del hogar, la iban desgastando poco a poco, pero sin perder esa chispa y alegría que la caracterizaban en la comunidad. Calixto, ya relevado de obligaciones comunitarias, se dedicaba a pleno al trabajo agrícola con sus compañeros y también a la educación hogareña de sus niños.  El aliciente de una vida mejor, era el motor de sus afanes y fatigas, pero sabía que la perfidia seguiría acechando a Táva Pyahu.

Jurandir Peixoto —el prestanombre de Laszar Morgan— seguía a cargo del latifundio, tras devastar sus bosques maderables.  En cuanto a la colonia, a punto estaba de ser expropiada en beneficio de los ocupantes, en pago de la deuda política de los diputados y senadores, que heredaron el poder tras la caída de Cubas-Oviedo.  Laszar Morgan, pese a su provecta edad resistía como gato panza arriba los intentos expropiatorios de su feudo, el cual realmente pertenecería a la familia Stroessner-Matiauda, verdaderos detentores del predio y patrones suyos.

Los partidarios del depuesto tirano militar Alfredo Stroessner, ganaron nuevos espacios de poder escudados en el arrojo de jóvenes y campesinos, cuya sangre aún salpicaba consciencias y memorias, burlando las aspiraciones populares en pro de ocultos intereses transnacionales, diseñados a escuadra y compás. La estafa política del entorno de Luis González, el nuevo presidente, se estaba consumando a pasos de siete leguas.  Su ineptitud y falta de personalidad, sumados a su carencia de liderazgo real, se manifestaban en la brusca caída de la economía, ya tambaleante por años de malversaciones (los políticos son malos poetas), robos descarados y evasiones impositivas, cimentada en la irrupción de pistoleros de guante blanco y en la provisión generosa de cargos a parientes, amigos y compadres.

El primer intento de expropiación de Táva Pyahu, fue vetado por el nuevo presidente, muy amigo de Morgan y otros terratenientes de la dictadura, y terrateniente él mismo, por obra y desgracia de su histérico coqueteo con el poder de turno. Laszar Morgan, no estaba satisfecho con el veto presidencial a la ley de expropiación de parte de sus extensos dominios, y estaba decidido a terminar con el problema de la manera más expeditiva posible.  Y no se le ocurriría nada mejor que descabezar a las organizaciones, como si con ello pudiese terminar con el problema. Los latifundistas, olvidaban a menudo que los labriegos tenían una organización más nivelada y horizontal, en la que cada uno era un líder y al mismo tiempo miembro comunitario.  Todas las cabezas visibles podrían ser reemplazadas en poco tiempo sin perder operatividad, pero de todos modos, Morgan tenía entre ceja y ceja el berretín de cortar con el problema a como diere lugar. 

Expulsarlos judicialmente ahora, sería difícil y costoso, pues la colonia prácticamente estaba organizada y contaba con escuela, dispensario y cuanto hiciese falta; con excepción de comisaría policial y capilla, de la que no habían menester por el momento.  Morgan llamó a uno de sus capataces para pedirle algunas informaciones confidenciales acerca de los cabecillas del asentamiento antes de tomar alguna decisión.  Desde los últimos intentos de su administrador Peixoto, de neutralizar a los cabecillas, poco hubo avanzado para recuperar su parcela ocupada. Los pistoleros contratados al efecto, desaparecieron misteriosamente sin dejar rastros.  Incluso los del temible GOF fracasaron miserablemente en su cometido, volatilizándose también como si nunca hubiesen existido.  Pero de todos modos sería interesante intentarlo de nuevo, aunque sin comprometerse, por supuesto.                         

Calixto se levantó una mañana con dolores raros en varios puntos del pecho y la espalda.  —Habré dormido mal anoche, o quizá los años no pasen en vano —se dijo a sí mismo. —O de lo contrario, es un presagio.  Por suerte estoy en paz con dios y el diablo y no tengo deudas pendientes.  Lástima por Ramona y los chicos si me pasara algo, pero los compañeros pueden hacerse cargo si llego a faltarles.  Estaba algo fatigado y necesitaba dormir un poco más, pero era consciente que la pereza no es buena consejera; al menos si uno está acostumbrado a madrugar con los gallos, especialmente si hay tanto por hacer. 

Decidió finalmente tomar dos jóvenes aprendices para adiestrarlos en las artes del oficio de la electromecánica.  No sólo para reparación de artefactos y uso correcto de herramientas, sino también en el arte de la improvisación creativa, como la que utilizara en la defensa de la colonia durante los ataques de los asesinos.  Nada mejor que contar con gente despierta y creativa a la hora de resolver problemas graves o enfrentar crisis e interpretar señales imperceptibles para los demás.  Su ya prolongada estadía en el corazón del monte, en la compañía de auténticos campesinos de toda la vida, le enseñó a captar el lenguaje de los pájaros y los insectos; a sentir en la piel los mensajes cifrados del tiempo y captar las invisibles palabras del aire y los vientos; o los anuncios de la luna y sus fases que precognizaban buenas o malas cosechas. 

Todo esto, debía enseñar a sus aprendices.  El resto, vendría por añadiduras. Esos días, fueron sospechosamente tranquilos para Táva Pyahu; sin aprestos de marchas de protestas, confección de pancartas y carteles de repudio o incursiones de pistoleros de alquiler.  La rutina más chata reinaba como emperatriz de las vidas de los miembros de la pequeña comunidad.  Hasta pudieron canjear parte de una cosecha de arroz por un tractor de segunda mano en buen estado para usos generales, y graduar a los primeros alumnos primarios de la escuelita Igualdad, con certificados ministeriales y todo.  El cercano fin de siglo auguraba más rutina aún, fuera de lo improbablemente inesperado: la remoción del presidente, por las mismas razones que a su antecesor: la inepcia y nulidad. 

Las elecciones para la vicepresidencia vacante se anunciaban pero no se definían y el sillón de Argaña aún permanecía vacío acumulando polvareda y telarañas, quedando la oficina en manos de otro inepto de grado treinta y tres: el escribano Luis María Alfieri.  Pareciera que la mediocridad adocenada fuese requisito sine qua non para ejercer cargos públicos que al final se convertían en cargas públicas, difíciles de cargar.  Pero Calixto no se engañaba con la aparente calma que hacía enmudecer hasta al viento norte y bostezar a la selva circundante.  Pero tampoco podía hacer otra cosa que proseguir el adiestramiento de sus aprendices y llevar adelante el proyecto Táva Pyahu hasta donde le cupiese actuar.

El instinto, aguzado por la lucha, le hacía estar en alerta roja. casi todo el tiempo en que la mismísima quietud parecía haberse cristalizado de puro aburrimiento y abulia.  No temía a las amenazas sordas e invisibles que pendían sobre su persona, pero le dolería quizá, si los pérfidos ejercieran su alevosía contra su familia, fuese contra su mujer o contra sus hijos.  Ellos eran una garantía de su transición al futuro, aunque desapareciera él de la escena; aunque sus huesos se fusionasen con la roja tierra de  promisión que pisaban sus pies, tendría la continuación de sí mismo a través de sus hijos, en una prolongación genética y anímica hacia el futuro. 

Ibrahim Saud, temible pistolero paulista y también descendiente de sirios, fue elegido para liderar al GOF y para probar su temple, debía hacerse cargo de un trabajo en el Paraguay.                   —Poca cosa —le dijeron los patrocinadores del escuadrón de exterminio a la medida—.  Se trata apenas de enfriar a un molesto moscardón que orbitaba ante las narices de un señor muy amigo del presidente del Paraguay.  Es decir, de todos los presidentes que antecedieran y sucedieran a Stroessner, y el administrador no deseaba evidencias que lo incriminasen como autor moral ni nada parecido. 

El jagunço metido ahora a policía estadual, prometió eficiencia, discreción y silencio en este trabajo que lo catapultaría a la jefatura del Grupo de Operaciones de Frontera, como eufemísticamente se conocía a los asesinos con uniforme de Mato Grosso do Sul. 

El gatillo lo era todo para él, el revólver era su hermano y confidente, las balas eran sus palabras disparadas hacia el alma de sus víctimas, ordenando el desalojo sumario o restario de sus cuerpos.  Las armas eran su ley, su argumento y su razón de vivir, de las vidas ajenas puestas a precio fijo por la ley de la oferta y la demanda.  La muerte también da vida a sus heraldos y segadores de zafra.

Al menos, eso pensaba Ibrahim Saud, cuando tenía tiempo libre para pensar y no hacía mucho calor que le desactivase las neuronas.  No tenía familia, justamente para tener las manos libres de actuar y el corazón cerrado para matar sin remordimientos a quien se le ofreciese como blanco de su casi infalible puntería.  Cierta vez, en São Paulo —recordó el asesino, con un dejo de nostalgia—, le habían encargado suprimir a una mujer de Ponta Porã, que presuntamente había enviudado contra la voluntad del marido.  Esta había ya vendido su casa y se borró literalmente de dicha localidad; por lo que cuando hallaron sus hombres a una mujer en dicha vivienda, la secuestraron notando que estaba encinta. Ésta, obviamente, no era la destinataria del encargo pero los matones en ausencia del jefe pretendieron cargársela de todos modos para no dejar testigos.  Finalmente no se decidieron a hacerlo, a causa de los ruegos de la víctima cuyos pechos lloraban leche prematura a chorros y la dejaron a un lado de la carretera y sin su carro.

Ibrahim nunca perdonó la supuesta cobardía de sus jagunços, y luego se deshizo de ellos, arrojando sus cadáveres al contaminado río Tieté.  Un encargo es un encargo, aunque la víctima no sea la elegida, siempre hay que complacer al cliente. 

No, el futuro nuevo jefe del GOF no defraudaría a sus mandantes, brasileños ni paraguayos.  El nuevo trabajo en cierne, se le presentaba como demasiado fácil.  Y cuando algo es demasiado fácil, viene bien tomar todos los recaudos para evitar complicaciones por exceso de confianza.  Especialmente si otros hubieron fracasado anteriormente. 

Laszar Morgan no se hallaba excesivamente nervioso por esos tiempos, fingiendo ignorar el contacto de su capataz y administrador con un célebre matón paulista de alquiler, a quien aguardaba una carrera policial del estado de Mato Grosso del Sur, caso de salir avante.  Tras muchos palabreríos y discusiones entre el terrateniente y sus capangas más allegados, amén de policías, jueces y abogados, se llegó a la conclusión de quitar de en medio al más caracterizado y conocido de entre los muchos líderes campesinos: Calixto Ñamandú. 

Hacía tiempo lo tenían entre pecho y espalda, acribillado por miradas indiscretas, maledicencias y cámaras ocultas.  Todos los informes lo señalaban como al más decidido, más solidario, más creativo y más preparado de su comunidad.  Aunque siempre tratase de pasar desapercibido entre sus iguales manteniendo perfil bajo, se hubo destacado, aún a pesar suyo; sus habilidades manuales corrían de boca en boca por la región, como proclamando sus virtudes a grito pelado pese a sus muchos detractores y adversarios.

Entonces, según los oficiosos asesores de Morgan, era el indicado a ser neutralizado, como decían los manuales operativos de la CIA de los años 1960-1970.  Tras el críptico cónclave, Calixto tuvo el dudoso honor de ser el elegido, aunque aún no lo sabía, pero dados los antecedentes de anteriores intentos, daba para intuirlo.

La quietud del ambiente, ya parecía un tiempo momificado, cuyo ralentamiento se aproximaba a lo irreal.  La vida seguía un ritmo de cámara lenta y hasta las cosechas se atrasaban, mientras las gallinas parecían poner huevos estériles, llenos de puro vacío cósmico. Los presentimientos de Calixto Ñamandú, sin embargo, parecían acelerarse en carrera mortal contra la incertidumbre. 

Le daba mala espina tanta tranquilidad apabullante; tanta quietud acechante como tigre hambriento o yaguareté rampante que, de no ser por el noticioso cotidiano, hasta hubiera jurado que los días se detuvieron abruptamente en un miércoles y aún siguieran allí, levitando en la hoja inmóvil de un calendario paralítico, mudo, desabrido, ciego, cojo y manco.

La única que parecía no sentirlo, era Ramona Ramírez, empeñada en limpiar mocos y corregir deberes, cuando no estaba lavando o cocinando para sus hiperactivos locos bajitos (Miguel Gila dixit).  Apenas se daba pausas para dormir alguna que otra siesta bajo el mangal, si las sabandijas chupasangres se lo permitían.  Esa mujer de hierro y miel no estaba hecha para el reposo, sino para el repaso. Si bien Calixto aportaba lo suyo en el hogar, las tareas parecían multiplicarse, mientras ella trataba de dividirse para estar en todas partes, como dicen que anda Dios, el ubicuo omnipresente y, a veces, las más, omniausente de todas partes.

Pese a las apariencias, los días avanzaban, a paso de caracol, pero avanzaban sin duda.  Tan sólo se ignoraba en qué dirección, si hacia el futuro o hacia el pasado... o hacia ninguna parte, lo que era más que probable.  La pachorra alcanzó a los animales y plantas del entorno, que no se decidían a crecer ni a dejarse secar del todo; como si aguardasen que el tiempo volviera a rodar cuesta abajo, como era lo usual antes de la aparición de los imponderables y azares traídos por la alienación imbecivilizada.  No se decidían las flores a abrir sus corolas, ni las bestias preñadas a parir, temiendo quizá quedar para siempre en actitud de espera.

Los bueyes de tiro se empacaron en sus establos y las mulas como que se clavaron literalmente en el duro suelo, notándose que estaban vivos solamente por su respiración, ralentada a niveles exasperantes.  Los gallos pararon de cantar como si no les importase el tiempo, las auroras ni las mismas gallinas, lo que ya era grave.  La calma chicha lo devoraba todo, menos los oscuros presagios que buscaron refugio en la mente de Calixto, aunque éste no comentó nada acerca de sus intuiciones, por no intranquilizar a su mujer y por no suscitar burlas entre sus compañeros, que disfrutaban de la calma matizada por fresco brebaje de tereré entre labor y labor.

Luego de un cierto tiempo de incertidumbres, llegó la mansa lluvia que lo tiñó todo de gris azulado por muchos días.  Tal vez intentando humedecer los ánimos, algo resecos por la excesiva tranquilidad, que rutinizara la vida de la comunidad al punto del aburrimiento.  Las largas jornadas bajo techo, lograron despabilar a los labriegos, despertando en ellos sus orales tradiciones de relatos de fogón y duermevela.  Aprovecharon para visitarse entre sí, para compartir mates calientes y viejas historias de aparecidos, plata yvÿgüy10  o milagros reales o supuestos de algún santo de rústica madera y fama orillera. 

El casi entrante, apocalíptico y muy esperado año 2000 no se mostraba muy propicio que se diga; pero sería el inicio de un nuevo siglo y, a la vez, milenio de esperanzas, aunque pocas de éstas se tornasen realidades, defraudando expectativas y proyectos.  Aún los menos ambiciosos.  El precio del algodón, alcanzó su punto más bajo, en tanto que la cotización del dólar alcanzó cotas elevadísimas; lo suficiente para favorecer a los exportadores y arruinar a los productores, en una conjunción diabólica, suponiendo que lo diabólico fuese real y no simplemente metafórico o ficción divina.

Es que los problemas del campesinado no se resolverían con la adquisición de tractores y aperos, ni con promesas graciosas de dudoso cumplimiento, sino con más luchas solidarias y efusión de sangre insurgente, que fecundase simientes en los surcos... y precios justos para sus productos.  Que también el Orbis Primus subvencionaba a sus farmers. 

También el presidente de la república fue poseído por la calma chicha, que parecía haber tomado por asalto a todo el país.  Su natural inepcia e incapacidad congénita, se vio incrementada tras el primer aniversario del marzo paraguayo, en que fuera ignominiosamente despojado de la palabra en medio de un multitudinario acto de recordación en la Plaza de Armas.

El propio pa’i  Oliva lo expulsó del escenario, entre rechiflas y abucheos de más de diez mil asistentes al acto festivalero y doliente al mismo tiempo.  Tras esta negativa experiencia, González se recluyó en sí mismo dejando de lado toda gestión, que no fuese la de instigar inversiones de alto rendimiento con dinero ajeno y a veces sucio.  Si Wasmosy lo hizo ¿a qué temer a la opinión pública?  Para ello, se valdría de su hermano juez y algunos hermanos albañiles del albañal del Gran Arquitecto, empotrando en el poder a los más ineptos e inescrupulosos políticos de su partido y también ¿por qué no? a opositores rentados a costa de leche de las tetas públicas.

 Seguramente para castigar al pueblo y al país entero, por la rechifla que le dedicara ese día de marzo del 2000.  A partir de allí, todas las ilusiones acunadas en las trágicas jornadas del marzo paraguayo, fueron deshaciéndose como burbujas al viento; como torres de arena castigadas por la lluvia. 

El país entero sufrió la desidia de las autoridades, que más parecían velar por lo ilegal que por la Ley y más amigas del hampa que del trabajador honesto. Los asaltos se sucedían con una precisión militarizada de operaciones de comando; los robos de vehículos aumentaron y hasta el propio presidente y su esposa se hicieron de un BMW blindado y un Mercedes de dudosa procedencia, probablemente hurtados en el Brasil. 

Los robos al Estado y a los trabajadores tomaron ritmos escandalosos y los juzgados recibían denuncias con una abulia digna de la bella durmiente; sin resolverse nada, a favor ni en contra.  Pareciera que todos los responsables de la marcha del país, se empeñasen en atrasar relojes y encarcelar a los días del calendario, como queriendo detener al tiempo en una retro-carrera hacia la locura.  La incapacidad e ignorancia eran (y son aún) requisitos indispensables para entrar a formar parte de la ya numerosa legión de idiotas o truhanes que engrosaban el ya exhausto presupuesto nacional y depauperan hasta hoy a las arcas estatales con una voracidad digna de langostas africanas o marabunta amazónica. 

Evidentemente el albor del nuevo siglo no auguraba muchos cambios.  No al menos, mientras el país permaneciese a la sombra de la imbecilidad, el cinismo y la inmoralidad institucionalizada, representada por unos partidos políticos creados para delinquir al amparo de leyes ¿liberales? de tolerante impunidad política; de una policía venal y emparentada con el hampa; de un aparato judicial tan corrupto como abúlico y de una legislatura oportunista y coyuntural, que creaba leyes a medida y conveniencia de los operadores de intereses.

Todo ello sin contar con unas Fuerzas Armadas igualmente inmorales que deglutían presupuestos con una famelitud digna de plagas bíblicas.  En tanto, los productores, especialmente del campo, veían agonizar sus expectativas en un maremágnum de injusticias y latrocinios nunca vistos ni sentidos, desde la época de la posguerra de 1865/1870.   Nadie intentaba emular al prócer Gaspar Rodríguez de Francia, quien hasta su muerte mantuviera una acrisolada honestidad y una austeridad monacal, justamente para fortalecer a la república que él mismo hubo ayudado a parir sin dolor, aunque poco pudo garantizar su sano crecimiento.

En todo esto, pensaba Calixto Ñamandú, cuando decidiera ir a la capital para realizar algunas gestiones en el Congreso Nacional, ante la comisión de Reforma Agraria, recordando la ley de condonación de deudas campesinas que los motivara a tomar parte activa en los sucesos del marzo del 99 y aún no se cristalizara. 

Ciertamente que Táva Pyahu, por no estar en connivencia con los agroexportadores, pocas deudas contrajo, salvo para autosustento y todas moderadas.  Pero Calixto decidió colaborar —por solidaridad con los otros asentamientos— en la solución del problema.  Hasta el momento, todo hubo quedado en agua de borrajas y las deudas seguían amenazando a los labriegos con su índice acusador y la espada desenvainada de la judicialización; por lo que además debería intentar remover la ley de expropiación, promulgada en el Congreso y vetada por el presidente González, en favor de su amigo Morgan.

Preparó sus modestos bártulos, su maletín de documentos y una prenda dominguera para sus trámites.  El viejo tractor se hallaba descompuesto, por lo que debería salir a pie hasta la ruta, situada a más de cinco kilómetros de la colonia, por el camino vecinal.  Tal vez, si cruzase un montecillo hallaría un atajo de menor distancia en dirección suroeste. Esto lo decidió sobre la marcha, despidiéndose de Ramona y sus vástagos y olvidándose momentáneamente de sus oscuros y procelosos presagios y del ruidoso helicóptero que sobrevolaba la zona, probablemente de la policía antinarcóticos. 

Tras notificar a los demás compañeros acerca de sus propósitos, tomó rumbo hacia la ruta de salida de Táva Pyahu, por una picada hecha por los compañeros. Por lo menos caminaría a la sombra del raleado bosque sin ser demasiado acosado por el tibio sol de setiembre, casi oculto por los grises celajes que se empeñaban por entristecer el día.  Más de dos horas caminó sin detenerse, hasta que decidió hacerlo en un claro a fin de manducarse un trago de agua fresca del termo que portaba y tomar el aliento necesario para proseguir andando hasta la ruta troncal donde aguardaría algún ómnibus o alguien que lo acercase hasta Lima. Necesitaba tener la mente fresca para planificar su itinerario hasta Asunción.

No cayó en cuenta del repentino silencio del raleado bosque y del turbomotor del helicóptero que hasta hacía poco sobrevolaba las cercanías.  Apenas detuvo sus pasos en el idílico paraje, se sentó sobre un viejo tronco caído para servirse unos tragos de agua de su termo.

En eso estaba, cuando atronaron el aire cuatro disparos en rápida sucesión desde la espesura circundante. Calixto ni siquiera tuvo tiempo de echarse al coleto el refrescante sorbo de agua, cuando ya la vida lo abandonaba velozmente por las corolas que florecieron repentinamente sobre su pecho.

Segundos más tarde, al notar la inmovilidad de la víctima, los dos pistoleros, uno de ellos Ibrahim Saud y un gaúcho malencarado de nombre Saulo Sampáio, se acercaron sigilosamente al exánime cuerpo de Calixto, despojándolo de su maletín portadocumentos y otras pertenencias, como para fingir fines de robo o ajuste de cuentas, que de eso se trataba finalmente.  Tras borrar sus pisadas marcadas en el húmedo suelo, fueron alejándose hacia los linderos de la hacienda que administrara Jurandir Peixoto, tras dar un largo rodeo de despiste. 

—¡Bom trabalho camarada! —exclamó Ibrahim Saud como brindando anticipadamente por el éxito de la misión. —¡Falou rapaz!  —confirmó Saulo Sampáio acelerando el paso. Luego sin decir más, se aproximaron a un campito cercano, dentro de la propiedad de Morgan, donde los aguardaba el helicóptero en el cual retornarían a Ponta Porã.

La estafa política del sistema, estaba consumada y un redentor más había sido crucificado.  Esta vez, con balas de magnum .357.  Algunos compañeros que habían acompañado a Calixto hasta un cierto trecho y que ya se estaban volviendo, pudieron oír en la lejanía los asordinados estruendos, apenas amortiguados por la vegetación, la distancia y la espesura del bosque, seguido a los pocos minutos del flapeo característico de rotores de un helicóptero en ascenso. Al principio dudaron unos minutos, pero luego los ecos reverberantes seguidos de silencio, les indiciaron lo peor.  Decididamente retornaron en la dirección seguida por su compañero para indagar acerca de lo que pudo haber ocurrido.  Nada bueno podían aguardar de tanta perfidia escondida tras los impenetrables muros de la ilegalidad disfrazada con leyes y cortapisas seudolegales.  El lejano flap-flap del helicóptero que remontaba vuelo, les indicó que quizá fuesen cazadores furtivos, pero también podrían ser policías antinarcóticos... o asesinos a precio fijo. 

Finalmente encontraron en la picada los restos de Calixto cuando el sol iniciaba su declinación crepuscular.  Tras rápida deliberación, y tras luchar un rato contra moscas y hormigas, que ya se estaban cebando en las carnes de Calixto, improvisaron unas rústicas angarillas con palos secos para llevárselo a la colonia.  Todos estaban apesadumbrados y cariacontecidos, pero no despegaron casi los labios hasta retornar a Táva Pyahu casi con las primeras sombras de la noche.  Allí donde descansaría en la tierra, generosa a pesar de la mezquindad humana que pretendía enseñorearse de ella.  Poco más tarde, los restos del compañero eran velados en el local de la escuelita Igualdad por la que tanto había luchado, casi hasta las últimas consecuencias. 

El Paraguay, pese a su nueva constitución y a las buenas intenciones de algunos, seguía siendo, al decir de cierto intelectual: el país de los hombres sin tierra y las tierras sin hombres.

La angustia de Ramona fue incontenible al contemplar, finalmente, el trágico desenlace de su compañero, eliminado tras una larga serie de intentos por parte de los enemigos de la justicia, pero se prometió a sí misma no derramar lágrimas, porque su hombre desapareciera físicamente.  Más bien se burlaría de la muerte, por haberlo hecho inmortal, aún sin quererlo.

EPILOGO

Tras el sepelio de Calixto Ñamandú, donde éste alcanzó finalmente el sueño de la tierra propia, corrieron por Táva Pyahu y Lima, rumores de un posible desalojo violento, muy al estilo policíaco-militar, pese a la oposición del Congreso Nacional, el cual aún tenía una gran deuda política, hasta con sabor de usura, hacia el campesinado.  El presidente de la república, en abuso de sus facultades, había vetado recientemente la ley de expropiación del predio ocupado, con el argumento de que no existían fondos para indemnizar al propietario: el extranjero Morgan.  González iba, poco a poco, socavando su ya escaso prestigio; tan escaso, que se precisaría de microscopio para visualizarlo, de casi inexistente. 

Surgieron airadas voces, tanto en San Pedro como en la capital y el resto del país, proclamando que la sangre vertida por los más de setenta y seis mártires campesinos bien valía la indemnización, indebidamente pretendida por los seudopropietarios y sus carroñeros abogados.  Hasta el menos avisado sabía que la tierra detentada por Morgan, había sido usurpada por Alfredo Stroessner durante su cacareada reforma agraria, más con fines especulativos que agrícolas; y que el supuesto propietario, era apenas un testaferro y mero administrador de la cadena, que incluía bancos, tiendas de gran porte y otros negocios, algunos confiscados unilateralmente por el consuegro del depuesto, tras su teatral golpe de estado. 

De todos modos, toda la comunidad se puso en alerta y las asambleas populares tuvieron carácter permanente, hasta lograr el ansiado título de regularización de la tenencia colectiva de las cinco mil setecientas hectáreas de la ocupación.  Tras largo debate, el Congreso Nacional  ratificó la ley de expropiación y el latifundista Morgan debió contentarse con cobrar el monto en los bonos del tesoro, recién emitidos.  Ramona mantuvo su liderazgo en lo educativo y, tras mejorar la biblioteca de la escuelita Igualdad con donativos de un diario capitalino y los aportes de jóvenes universitarios, se dispuso a impulsar su personalísima reforma educativa. 

Fue como si la colonia tuviese ahora su propia ministra de educación y su propia reforma agraria, ya que el derecho de propiedad debería incluir el de la autodeterminación del propio destino y la responsabilidad compartida.  La socialización de la propiedad, posibilitaría evitar que alguno decidiese vender su parcela para abrirse de la comunidad.  Pero de todos modos, el problema de la tierra bullía latente en el país, ya que las organizaciones campesinas seguían sufriendo atentados en las personas de sus dirigentes.  Tras el asesinato de Calixto Ñamandú, varios miembros de otras comunidades sufrieron atentados, algunos fatales. Todos atacados por pistoleros emboscados al socaire o víctimas de accidentes poco accidentales. 

Navidad en Táva Pyahu:  el sofocante calor canicular de diciembre del año 1999 —a pasitos de un nuevo siglo que preanuncia el tercer milenio—, es compensado por una brisa ligera desde latitudes australes, que intenta trabajosamente atenuar el bochorno de esos días. 

Los ruidosos pájaros saludaban la muerte del sol con atronadores trinos superpuestos en ascendente crescendo —en desafiantes aunque desafinados corales—, no desprovistos de jolgorio y erotismo ornitológico.  Las hábiles manos de las matronas de la comunidad amasaban el chipá, la sopa paraguaya y otros manjares nativos para la cena de celebración comunitaria, no exenta de tristeza por el  compañero recientemente sacrificado, aunque todos sabían —o intuían para su coleto— que Calixto estaría con ellos, en cuerpo ausente quizá, pero estaría sin duda.                        

El olor de la resina ardiente de milenarios bosques, se esparcía desde los rústicos tatakuá de barro colorado, donde se cocerían los alimentos comunitarios con que celebrarían el misterio cósmico del solsticio veraniego, y, de paso, la culminación de los prolongados trámites de legalización de su tierra.  Esa tierra regada de sangre y sudor, además de las esporádicas lágrimas del cielo que bendecía los sembradíos con su fecunda humedad.  Las largas mesas aguardaban, con sus albos manteles de basto pero limpísimo lienzo y bordados por diligentes artesanas hogareñas; ostentando el sagrado pan de la libertad y el vino macerado y sacramental de la comunión campesina.  Lejos quedarían las ollas populares de magro contenido y el duro y amargo mendrugo de la injusticia, aunque ésta aún persistiese en permanecer reinando sobre el sufriente país.

Muchos campesinos e indígenas todavía aguardaban expectantes y esperanzados el día —aparentemente lejano aún— de su redención.  Y ésta, evidentemente no llegaría de la mano de políticos, ni de autoridades venales y oportunistas; sino sería forjada por las propias manos, callosas y quebradas, del campesinado y los trabajadores que supiesen empuñar las herramientas de la liberación. 

Pero la esperanza los mantendría en pie hasta esa postergada aurora, velando alertas, sin desmayos ni claudicaciones.  Esa Nochebuena, Ramona Ramírez, se quitó sus negras vestiduras de rústico luto, reemplazándolas por el albo ahopo’i y el típico typói bordados en basto algodón hilado a mano y una faja tricolor en cintura, como proclamando adhesión y pertenencia a esa tierra. 

No tenía sentido el luto, cuando alguien se hace inmortal por su oblación en pro de sus hermanos.  Deseaban creer que Calixto estaba vivo en alguna dimensión intemporal y sólo su cuerpo perecible descansaba sepultado, como integrándose a la tierra, a su tierra.  Todos se sentaron a compartir la humilde cena comunitaria en silencio apenas quebrado por susurros de salutaciones y las solicitudes de bendiciones de los más pequeños, en una mancomunión casi pagana de olvidados ritos perdidos en los meandros del tiempo y resucitados nuevamente en los albores de un nuevo siglo. 

Apenas el susurro del viento entre la fronda arrullaba a los silenciosos labriegos.  Tras un brindis de medianoche, con jugos frutales regados con algo de vino, apenas para sazonar las frutas, recogen la mesa y tras la limpieza de los menajes, se dirigen a sus respectivos ranchos a reposar.

Tan sólo Ramona y sus hijos quedan aún en silencio contemplando la miríada de astros que parecen guiñarles desde los abismos cósmicos su mensaje de amor.  Así, permanecerían hasta muy entrada la madrugada, siempre en silencio, como intentando escuchar la  invisible voz de Calixto desde más allá de las sombras.  Saben que él estaría en algún lugar no muy lejano, tal vez aguardándolos en paz.  Ramona procura ahorrar lágrimas, no dando palique a su húmeda mirada perdida en la inmensidad al alcance de su mano, al alcance de su corazón. 

Nada volvería a ser igual para ellos, aunque muchas otras comunidades hermanas estaban aún en el doloroso proceso de gestación, por lo menos no estarían solas en la lucha. Y éstas dependían de la cohesión en la lucha por la tierra y la promesa de una vida mejor, con pan, con paz, con justicia, y sobre todo con fraternal solidaridad y ajenas a los protervos políticos profesionales de partidos e intereses creados. 

Hasta entonces, los mártires de la tierra no descansarán del todo en paz.                                                               

 

                                Luque, Paraguay, 25 de enero del 2000

Asunción, Paraguay 2008

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