El regreso del aparecido
Chester Swann

Los lugareños  hablaban en voz baja acerca del aparecido, a quien suponían el alma en pena de Lisantro Carimbatá, asesinado hacía incontables años en un cruce de caminos, por un supuesto rival de amores en una aleve celada.  Presuntamente con el concurso de otros confabulados, ya que  según las habladurías pueblerinas  el rival; Joaquín Pereira, conocido hacendado de la región, carecía del necesario coraje para ajustar cuentas de hombre a hombre y frente a frente, y todo lo arreglaba con plata, como buen judío español. Aunque justo es mencionarlo, nunca apareció el cadáver del presunto finado.

Cierto día, allá por el año cuarenta y dos, cuando aún no se diluyera la leyenda acerca del supuesto crimen, llegó un arribeño al poblado y tras conchabarse en el obraje del italiano Giuseppe Fassardi, sentó sus reales en el lugar.  Este era de parco hablar y salvo sus compañeros de trabajo, pocos pudieron sacarle media palabra partida por la mitad, como si toda su saliva la emplease para mascar cuerdas de tabaco negro (naco) y no le sobrase para más.  No tardó el forastero en enterarse de los pormenores del caso del aparecido que, en ciertas noches de tormenta por lo general, merodeaba el viejo cruce de caminos donde muchísimos años atrás lo emboscaran cobardemente al finado.  Como de costumbre, el fuereño no dio señales de creer o no en los cuentos pueblerinos.  Simplemente escuchó con atención las historias, mientras mascaba su naco con la paciencia rumiante de los pacientes bueyes, que arrastraban las alzaprimas de troncos, del obraje, hasta el ferrocarril o al aserradero local.

Quizá sólo el capataz y el jefe de personal sabían su nombre de pila. Nadie más. Y tal vez el bolichero del pueblo que le fiaba las cuerdas de tabaco, la caña dominguera y algunos artículos de subsistencia. Pero éste tampoco soltó prenda acerca del llegado. Simplemente anotaba bajo el acápite de “Zoilo C.” y cobraba cada quincena sus mercaderías puntualmente.

El nieto de Joaquín Pereira —finado hacía años, por entonces— vivía en el pueblo, aunque la estancia de su finado abuelo quedaba apenas a dos leguas y media del mismo y sólo iba cada fin de semana para pagar a la peonada y traer carne, leche y queso a su residencia. Este estaba al tanto de las habladurías acerca del aparecido y del entredicho y entrehecho de su abuelo y el aparecido Lisantro Carimbatá; pero no hacía mucho caso del asunto.  Después de todo, su abuelo se había quedado con la prenda del finado, tras hacerla su mujer y silenciar los rumores del asunto. Y Etelvina Gutiérrez, ya casada con don Joaquín, era su abuela además y aún vivía, aunque con los achaques de la ancianidad.

Fue por esos tiempos, que se le apareció la sombra del finado al nieto del hacendado  Pereira en el sitio mencionado, justo cuando venía de su estancia y se le descompuso su Ford a bigotes en el mismísimo cruce.  Moisés Pereira no era nada miedoso e hizo poco caso de la luz mala o lo que fuera que se agitaba en las cercanías del cruce; y  tras reparar la avería de su camioncito, regresó al pueblo como si nada.  Y como si tal cosa, contó a la vieja sirvienta de la casa lo sucedido.

De más está decir que ésta se encargó de desparramar la historia por todo el pueblo,  corriendo la especie posteriormente de almacén en almacén y de obraje en obraje. Y al final con eso agrandó la leyenda del aparecido y sus deseos de venganza, aunque a Moisés Pereira le importara un pito los líos de polleras o partes húmedas de su abuelo, ni tuviese nada que ver en el entrevero.  Por otra parte nadie encontró nunca el cadáver de Lisantro Carimbatá, quien simplemente desapareció de la zona hasta dársele por finado al cabo de cierto tiempo; tras rejuntarse su querida con el hacendado Joaquín Pereira, quien finalmente, por voto popular a voz queda, cargó con el muerto en su haber aunque nunca lo negara ni afirmara.

El arribeño supo de oídas, que el supuesto aparecido quiso asustar al nieto del hacendado, pero sin lograrlo; como si la memoria de lo acontecido se hubiese borrado con culpabilidad y todo.  Es que Moisés Pereira era casi doctor (La palabra Licenciado aún no era del uso) y no era muy creyente en sombras y bultos que se menean por ahí.  Y era fama, que más temía a los vivos que a los finados.  Cuando le relataron esto al arribeño, lo vieron sonreír con sorna, como si éste también fuera impermeable a las leyendas de aparecidos y finados en pena, de los que nutren las habladurías pueblerinas.

Tras varios meses de haber llegado al pueblo, el arribeño se cruzó en un camino con Moisés Pereira, quien venía de su hacienda en su camioncito.  El primero venía caminando en la misma dirección, por lo que el estanciero detuvo su ruidoso Ford y tras preguntarle si iba para el pueblo, lo convidó a subir al vehículo.  El pajuerano no se hizo rogar, porque las distancias en la campaña son más largas de lo que se cree y el solazo venía picando fiero ese verano.  Pero durante el trayecto de hora y media, el arribeño apenas pronunció las palabras justas para agradecer la gentileza del chofer y nada más.  Mascaba su naco con passimonia bovina y miraba a ninguna parte, como si esquivase los ojos ajenos o guardase un pesado secreto.  Moisés Pereira no insistió  Después de todo, era un tipo educado en la capital del Guairá y sabía las reglas de urbanidad suburbana y campesina:  El silencio es oro y sólo desata la verborragia el aguardiente, amigable o pendenciero, de los boliches.

Tiempo más tarde, volvieron a encontrarse cerca del fatídico cruce.  Esta vez al atardecer. a la hora del Angelus, más o menos.  Esta vez, Pereira detuvo el camioncito sin decir media palabra y el forastero, igualmente silencioso, simplemente lo abordó como si tal cosa, agradeciendo con un ademán de cabeza y una sonrisa de circunstancias.  Tras media hora de barquinazos y saltos por el áspero camino, Pereira tuvo por fin el atrevimiento de preguntar al arribeño por su nombre, o por lo menos su apodo y procedencia.  El pasajero con toda naturalidad y sin dejar de rumiar su apestosa cuerda de tabaco le respondió que se llamaba Zoilo, aunque no mencionó apellido ni origen, alegando ser un expósito y guacho; con lo cual el silencio volvió a tomar posesión de la ruidosa cabina del camioncito,  hasta llegar al pueblo y despedirse apenas con un saludo manual.  Evidentemente, el de fuera no soltaría prenda y sólo el comisario podría eventualmente interrogarlo.  Moisés Pereira resolvió evitar futuras preguntas e investigar por su lado.

Días más tarde, visitó en Villarrica a don José Fassardi, dueño del obraje en que trabajaba el tal Zoilo y, tras saludarlo fue directo al caracú del asunto. —Tengo una espina en la garganta respecto a su empleado del obraje San Agustín, y me interesa conocer algo de ese individuo, don José. ¿Podría Ud. averiguar algo?   —No veo inconveniente, amigo Pereira  —respondió el magnate de la madera—. ¿Qué específicamente desea saber?  

Pereira dudó un momento y repuso, quizá contagiado del laconismo del arribeño: —Todo. 

Don José prometió averiguárselo e informarle personalmente.   Notó una mirada inquietante en su amigo, como si llevase algún fardo de recuerdos a prueba de olvido entre pecho y espalda, aunque no dijo nada al respecto. Días más tarde, se apersonó, en una de sus visitas al pueblo de Chãrãrã, a la residencia del hacendado Pereira y, tras conversar de bueyes perdidos, le acercó algunos datos del personaje.

Efectivamente, se llamaba Zoilo y su apellido era Carimbatá, oriundo de Coronel Bogado, cerca de Encarnación.  Un ligero estremecimiento paseó como rata bajo una alfombra por la epidermis de Pereira, quien, como se sabía, temía más a los vivos que a los muertos y el apellido del forastero le trajo a la mente el caso del aparecido, que según las lenguas del pueblo, aguardaba el momento de la venganza, aunque su presunto victimario Joaquín Pereira, falleciera hacía como treinta años y con la carencia de cadáver incriminatorio.

A lo mejor la presencia del tal Zoilo Carimbatá no tendría nada que ver con el asunto y estuviese allí de pura casualidad, pero recordó que, en uno de sus encuentros, el forastero venía justamente de hacia el cruce, con una bolsa de ignaro contenido.  El dichoso cruce, era un viejo empalme de caminos entre San Agustín y Chãrãrã y pasaba por allí una vía de trocha angosta del trencito maderero de los Fassardi.  Quizá viniese de allí traído por el autovía  que transportaba a los obreros del aserradero.  De todos modos, se cuidaría, aunque no debía mostrar temor del fuereño que, por otra parte parecía pacífico, fuera de su silencio contumaz.

Tiempo después, cuando casi había olvidado el asunto, volvió a encontrarse con el Zoilo cerca del cruce.  Traía éste, su bolsa de costumbre y su sonrisa de circunstancias, amén de la habitual expresión socarrona de incredulidad sobre los aparecidos. Pereira intentó hacerle una broma y le espetó a quemarropa:

—Amigo, espero que no haya visto algún bulto raro por estos lares. ¿Oyó hablar del aparecido? 

—Sí   —respondió lacónicamente el Zoilo, sin sonreír, como si la broma no le hiciese maldita gracia.  Pereira comprendió y dejó de insistir en estirar la lengua del forastero.  Apenas llegado al pueblo, éste se apeó ágilmente del Ford y se despidió con un hosco gesto.  ¿Qué se traería entre ceja y ceja?  Sus pensamientos estaban guardados a cal y canto y nadie tenía la llave para abrirle la boca. Hasta que sucedió aquello.

Una noche medio amenazante, con su repertorio de relámpagos y alguno que otro trueno ladrando al horizonte; unos peones de don Moisés que se dirigían hacia la hacienda desde Chãrãrã, divisaron un fogonazo luminoso entre los árboles que ornaban el cruce fatídico del antiguo tapépo'i (sendero estrecho).  El relumbrón no duró más que una fracción de instante pero bastó para poner en fuga a los peones quienes ni siguiera atinaron a santiguarse para exorcizar la visión.  Todos iban a caballo y los espolearon a reventar, sin detenerse a pensar en otra cosa que en llegar cuanto antes a la estancia.

Como era de esperarse, el suceso repercutió por toda la zona con la velocidad de los relámpagos y, por supuesto, llegó a oídos de Moisés Pereira.  Este no dio importancia al caso, suponiendo que pudo ser un "fuego de San Telmo" producido por electricidad estática entre los postes telegráficos que pasaban por el sitio.

En cuanto al Zoilo (ahora ya todos sabían su nombre), púsose su sonrisa incrédula en medio de su naco de mascar y se encogió de hombros, aunque no contó a nadie que esa noche él estuvo en el lugar y al escuchar los relinchos de la caballada de los peones, encendió un paquete de polvo de magnesio, que por entonces usaban los fotógrafos para iluminar a guisa de flash  sus instantáneas.  Tampoco mencionó a nadie que era nieto de Lisantro Carimbatá, quien abandonara el pago, tras recibir una jugosa suma de parte de don Joaquín el estanciero por la venta de su rancho lindero con la estancia y dejar a su agraciada mujer en el rancho.  Fue luego a Coronel Bogado tras su amante Fidelina González con quien vivió muchos años y con la cual tuvo diez hijos, uno de los cuales era el padre de Zoilo.

Tampoco contó a nadie que no existía el tal aparecido ni buscaba venganza por un crimen que nunca se cometió.  Simplemente apareció por Chãrãrã a fin de buscar trabajo y se enteró por casualidad de las habladurías pueblerinas acerca de su abuelo y el abuelo de don Moisés, queriendo seguirles la broma que iniciara su abuelo al borrarse literalmente sin dejar rastros.

Antes de morir de viejo, su abuelo Lisantro le relató el caso, pidiéndole encarecidamente que no lo repitiese.  Era muy bromista don Lisantro y el Zoilo, heredó esa manía de joderle la vida a los demás, prolongando la leyenda del aparecido con algunos trucos aprendidos de los fotógrafos de Villarrica.  Pero finalmente, decidió que era tiempo de acabar con el mito y tras hacerse el encontradizo nuevamente con don Moisés, le contó la verdad.  Este, en contra de su inveterada incredulidad, ésta vez sí creyó la historia y pudo reivindicar la memoria de su abuelo Joaquín, vilipendiada por las lenguas ociosas de los lugareños, como de costumbre.

En cuanto a Zoilo, dejó de lado su mortuorio silencio siendo el más simpático conversador de la zona y fue contratado por don Moisés como capataz de su estancia, en reemplazo del anterior, que huyera despavorido del lugar tras un encuentro con el aparecido.  Después de todo, era casi pariente de don Moisés, ya que su abuela estaba preñada de un mes, de don Lisantro Carimbatá, cuando quedó bajo la protección del finado don Joaquín Pereira, pero esa es otra historia.

Chester Swann
de "Cuentos para no soñar"

Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.446, Foja 87
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”

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