Leyendas del futuro
Chester Swann

AL LECTOR

En los inicios del tercer milenio, dedico esta obra a los jóvenes de hoy, a fin de que pudiese servirles de guía en los turbulentos tiempos con que iniciamos este siglo y que hemos heredado de los anteriores, merced a la poca capacidad de comprensión que aún tiene la humanidad, más motivada por intereses que por ideales. Por cada Dr. Schweitzer o Teresa de Calcuta, existen miles de ruines y traidores y, preciso es, revertir esta tendencia suicida de la especie ¿humana? que está degradando el planeta a pasos agigantados y en proporción geométrica, no sólo con el desenfrenado consumismo, sino con sus arsenales, siempre listos para guerras “preventivas”.

Jonathan Swift, el autor de Los viajes de Gulliver, dijera cierta vez: "—Tenemos las suficientes religiones como para odiarnos; pero no las bastantes para amarnos", expresando con esta sencilla frase algo que muchos fanáticos parecen olvidar: el amor ausente. Sin embargo, los sacerdotes y guías ¿espirituales? incitan a sus fieles o fanáticos a seguirlos ciegamente de acuerdo a sus interpretaciones de lo que significa "dios" y sus acepciones bastardas y complejas, situando a esta entidad en planos prohibidos y parnasos inalcanzables; cuando que, si existiera ésta, no habitaría otro plano sino en el de la consciencia; dentro de cada ser vivo que late en este mundo y en otros, si los hubiere; que vibra en cada astro, en cada planeta, en cada flor, perenne en su efimeridad, fragante en su humildad, colorida en su alba pureza.

Tal, la comprensión de este escriba de lo imposible o quizá profeta de lo improbable, acerca de cuanto conmueve la conciencia de la parte sensible de esta especie, paradójica, de inocente salvajismo; que deja como legado de un alma atribulada por las iniquidades, a quienes tomarán la posta del arte, las ciencias y las creencias; que no por antitéticas al conocimiento, son menos respetables.  Los temas relacionados con la devastación del planeta por parte de fuerzas desatadas irracionalmente, han sido abordados ya por muchísimos autores, por lo que decidí dar otro curso al tema, advocando las reivindicaciones de nuestros hermanos cobrizos y habitantes originarios de este continente. Obviamente, la violencia detallada en este relato, se inicia con los propios ¿blancos? quienes guerrean entre ellos por oscuros intereses e ideologías nefastas y racistas. Los originarios, nada más aprovechan los vacíos de poder para apoderarse de lo que era realmente suyo, aunque ellos reconocen que la Tierra no es de su propiedad, sino que son ellos propiedad de la Tierra.

He elegido emblemáticamente a las naciones más destacadas en los conocimientos matemáticos y astronómicos, para liderar las rebeliones de los indígenas, tras la caída de los imperios y naciones en la vorágine de la violencia agresora y suicida. Es que, de tanto poner alambrada, linderos o cercas y trazar límites en sus mapas, no habían caído en cuenta que para la naturaleza no existen fronteras ni  muros de Berlín, y que cuanto hiciesen contra otras naciones, retornaría contra quienes lo hicieran.  El efecto boomerang de las perversidades es inexorable e imprevisible, como las contaminaciones que arrasan tierras y civilizaciones, despreocupadamente, en alas de vientos inestables y caprichosos... como niños malcriados... como seres humanos.  Para éstos, esta breve parábola casi reflexiva, contenida en estas páginas virtuales; en estas tres historias breves que conforman el cuerpo de esta novelilla.

La última fortaleza

El general Atlacàtl se aflojó el pasamontañas —el calor lo justificaba plenamente, y además, su identidad era harto conocida entre los suyos—, ajustando sus binoculares en dirección al enemigo. La Confederación de las Tribus del Norte respondió a su convocatoria y poco, muy poco, faltaba para la batalla final. Los tzitzimines blanquiñosos, perdieron su penúltima oportunidad de ser tratados con la consideración requerida en sus manifiestos. Salvo que ocurriese algún milagro, estarían rendidos en breve.

Tras la hecatombe de mediados del siglo XXI, muy poco quedaba de ellos en el extenso territorio situado entre el antiguo estado de Alaska y la arrasada Patagonia Argentina; ahora rebautizada Pehuenkurá por los originarios.  La feracidad de la madre Tierra, logró que se superase la desertificación provocada por las guerras entre los tzitzimines, que arrasaran casi todo el continente en una inútil matanza con armas de destrucción masiva; pero el optimismo del general mexicàtl era algo extemporáneo. Cual moderna Troya, la última fortaleza se negaba a rendir plaza y ambas fuerzas se limitaban a observarse en la distancia.  Nadie deseaba oblar el coste humano de un avance, y tras más de diez años de sitio, la situación se hallaba estancada en un statu quo rutinario.

Las armas tácticas de ambos bandos eran demasiado peligrosas, como para abrir esa caja de Pandora en pleno desierto de New México, ahora llamado Tlacaxchitl en homenaje a uno de los capitanes inmolados por Hernán Cortés; quizá en procura de algún aurífero secreto, callado hasta las últimas consecuencias. El bravo guerrero, supo silenciarse apretando los dientes; mientras lo asaban sobre un brasero, junto con Cuahutèmoc y otros caciques, con las bendiciones y extremaunciones correspondientes para salvar su alma, caso de partir sin soltar prenda. Lo que finalmente ocurrió. No se supo si otros hubiesen hablado sin tantas presiones, pero el nombre de Tlacaxchitl quedó como sinónimo de sacrificio y coraje.

“—Se avisa a todos los ciudadanos de la capital, que se procederá a la evacuación total, a causa de la lluvia de dioxina, arrojada por los enemigos de la nación aún no identificados. Se exigirán documentos a todos, menos a los niños menores de diez años que pudieran haber sobrevivido.  No olviden sus máscaras y adminículos protectores.  Seguiremos informando”.

Las noticias, eran prometedoras.  Es cierto que también Europa, Asia y Medio Oriente estaban casi arrasados por las bombas de los beligerantes; pero aún quedaba tierra no demasiado contaminada; los peces se habían vuelto algo monstruosos y, de tanto en tanto, acudían hasta tierra adentro, simplemente por curiosidad,  o buscando otro hábitat; o, tal vez, a causa de mutaciones radiactivas o químicas irreversibles.  El desorden caótico era clara señal de la ruptura de un orden estructural de larguísima data.  Tiempos hubo —sostenían los muy ancianos—  en que hombres, peces, pájaros y los innumerables bichos invertebrados, respondían a costumbres e instintos previsibles.  El jaguar, buscaba carne con sangre; el quetzal, las sabrosas frutas de la extinta selva; el pez mayor a los pececillos y así en adelante.  Ahora, hasta las costumbres de los animales y los hombres habían mudado.  El instinto dejaba de ser espontáneo e inocente; pasando a la más rastrera y atroz premeditación y alevosía, pero pese a ello, existían intentos de normalizar algo.  Si no los instintos, por lo menos las formas, que hasta los espíritus hubieron sufrido mutaciones a causa de la contaminación química y la radiactividad.      

Los últimos códices, daban cuenta de diecisiete pequeñas guerras planetarias en los diez últimos años.  También registraron ocho guerras iniciales, entre el 2028 al 2034 DC.

Hacía muchos lustros que los tzitzimines y wiraqochas de piel poco soleada, estuvieran en estado de guerras de baja a media intensidad. Tanto que, gran parte de la opinión pública —cuando ésta existía aún—, pensaba que las guerras eran meros espectáculos al estilo Hollywood (ahora rebautizado como Tekumseh, antiguo caudillo indio).  Tarde se dieron cuenta los blanquiñosos de las grandes ciudades, que estaban siendo criados como carne de fusil, y que las guerras son sacrificios humanos fríamente planificados por los sacerdotes del Acero Bélico Industrial, en trueque de lucros.

A causa de los embrollos jurídicos, muchos creyeron en sus leyes; no pensando que cada ciclo de tiempo exige ajustes demográficos, a costa de que los padres enterrasen a sus hijos; a trueque de que hermano contra hermano se atacasen con saña programada, incluso antes de haber tenido el gusto o disgusto de conocerse.  Y, ahora —tras tanto canibalismo a los dioses del metal forjado para matar—, los blanquiñosos lograron destruirse mutuamente, aunque las tierras usurpadas por casi seiscientos ciclos solares, quedaran algo afectadas por la hecatombe.

Los incontables cráteres dispersos en el continente, testificaban esa despiadada ingeniería social, llevada a cabo con cronométrica precisión castrense.  La desfoliación convirtió a las selvas húmedas en eriales de achaparrada soledad;  en yermos y lúgubres territorios de nadie, donde ni los reptiles se sentirían a gusto.  Claro  que algo hubo cambiado.  Los reptiles dieron en mutarse en voladores y nadadores, y estaban siendo peligrosamente inteligentes.  Nevada, la actual Nez Percé, fue arrasada en 2032 por un inesperado bombardeo de parte de una potencia desconocida.  Antes de ser identificado el o los agresores, los entonces Estados Unidos de América respondieron con una réplica indiscriminada; la que diera origen a una escalada, en la que participaran hasta los países más pobres del llamado “tercer mundo”, quienes se dieron maña en atacar a dicha nación con todos los medios a su disposición, casi todos bioquímicos, por ser los más fáciles de manipular e introducir de contrabando.

Atlacàtl dirigió la mirada hacia la fortaleza; la última fortaleza que restaba en poder de los tzitzimines.  La región había sido blanco de bombas químicas y biológicas, por lo que la destrucción material hubo sido mínima, aunque gran parte de la población indígena y mestiza fuera raleada en forma casi total; los escasos  indígenas que sobrevivieron —por hallarse en las zonas alejadas de los beligerantes—, dieron en aliarse superando antiguas rencillas que antaño los hicieran fácil presa de los conquistadores.  Todos juraron eterna alianza, no sólo de sus miembros, sino de sus naguales totémicos tutelares. Nada quedó sometido a las leyes de la improvisación.  Era quizá su última oportunidad de reconquistar la tierra llamada por los mayas y aztecas: Abya Yala o Nuk’atlán (¿Nueva Atlántida?)... y  América, para los cueros pálidos, aunque esta denominación era algo old fashioned y probablemente ya no figuraría en los mapas futuros, que, en caso de ser retrazados, se suprimirían las artificiales fronteras de la conquista luso-hispano-franco-británica del pasado.

Si bien el cesio y el estroncio, amén de radiaciones neutrónicas mortales,  hubieran provocado el fin de muchas personas, especialmente en las ciudades, fueron los químicos los mayores agentes del holocausto.  Aunque, pocos quedarían para testificarlo fehacientemente dada la implosión demográfica mundial.

Pese a lo que se pudiera suponer, ello fue un proceso de más de dos décadas.  El primer ataque —contra los entonces Estados Unidos de América— tal vez pudo haber sido  una añagaza, para hacerles descargar su arsenal termonuclear contra países sospechosos del ataque (recién años después, asumirían el hecho los responsables).  Tras la respuesta, siguieron ataques aislados en forma esporádica.  Tal vez, ello se debiera a que los países tercermundistas —en vías de subdesarrollo—, no disponían de lanzaderas nucleares ni bombarderos estratégicos. Se limitaron a introducir las bombas de contrabando (en esto eran expertos maestros) en partes mínimas y armarlas donde debían estallar, ajustadas y temporizadas; luego volvían a sus países. Tras un tiempo prudencial, el artefacto instalado estallaba —si no hubiese fallos— y nadie sabía el origen del atentado, pues los locatarios habían pagado un año por adelantado y al contado.

“—Se recomienda a todas las personas a ser evacuadas, a no perder la calma.  Cualquier brote de pánico podría dificultar el operativo. Seguiremos informando”.

“—Su Santidad condena enérgicamente el bombardeo de New Delhi por parte de Pakistán, así como la destrucción de Nevada con algunas de sus ciudades, por parte de terroristas anónimos; pero también condena la indiscriminada réplica de los Estados Unidos contra  los territorios limítrofes, que, como casi todos, poseían arsenales nucleares y químicos. Su Eminencia Serenísima e Ilustrísima, el cardenal Biancamano, Nuncio de Su Santidad, se encargó de difundir este comunicado, aunque ya tarde para evitar el holocausto de más de veinte capitales, mil ochocientas ciudades y más de un millón de pueblos y aldeas.  Seguiremos informando por Radio Nuevo Vaticano desde la Estación Orbital Pravda en el espacio exterior, gentileza de la  Confederación Eslava”.

Los antiguos registros magnéticos aún podrían oírse, ya que la mayoría funcionaba —desde la segunda década del siglo XXI— con energía solar al ser prohibidas las baterías por lo altamente contaminantes.  Lastimosamente, la prohibición no evitó que se usasen clandestinamente baterías de mercurio, níquel-cadmio y  plutonio,  por muchos años más; hasta que la contaminación de aguas se hizo insostenible y dramática.

La primera Gran Guerra Intercontinental, fue justamente a causa del agua, ya que los Estados Unidos intentaron ocupar militarmente Canadá, para disponer de sus ríos casi incontaminados y un corredor terrestre hacia Alaska, quizá para extender su dominio, más que otra cosa.

Al ser repelidos por los canadienses, no intentaron utilizar armas químicas ni bacteriológicas, pues el viento norte no respeta fronteras y ellos precisaban de aguas casi puras, por lo que intentaron echar mano a los territorios del sur, donde existía una reserva subterránea inmensa, denominada “Acuífero Guaraní”.

Los registros comentaban que la primera derrota de los

Estados Unidos, en su propio territorio continental, hizo que muchos países aún sometidos a ellos intentaran cortar el cordón umbilical que aún los unía a Washington (en ruinas y quiebra técnica administrativa desde hacía muchos años), lo que provocó una reacción de los Estados Unidos, ocupando Colombia y Panamá; buscando entre otras cosas, revertir la ley colombiana —promulgada por las FARC en el poder—, que derogaba todas las leyes represoras del narcotráfico; despenalizando las drogas blandas y reglamentando las duras. La ocupación de Panamá (ahora denominado Xihuantepec), se debió a que, tras fallidos intentos de canalizar a Nicaragua, intentaran recuperar la zona del Canal. No contaron con una fortuita agresión contra Las Vegas y Reno que iniciara la deflagración bélica intercontinental.

El general Atlacàtl señaló hacia donde se hallaba la aún inexpugnable fortaleza de los tzitzimines.

—Algo estarán intentando. Veo luces en movimiento al otro lado del lago seco.

—Quizá intentasen lanzarnos misiles con gas Zikrón-W.  Aunque, si el viento soplase hacia ellos, estarán perdidos —respondió Thimoxtzín, el tlatoani del ala  izquierda de los guerreros méxica.

—Cierta vez intentaron hacerlo, en el Área 51, en Nevada, y el viento giró ciento ochenta grados de manera imprevista. ¡Lamentable!  Pero éstos, tienen la cúpula de protección para que los libre de todo mal... aunque éste está en todas partes.

Los cielos se iban tiñendo lentamente de añil rosáceo.  El general mexicátl se estremeció al recordar el tendal de muertos en la anterior fortaleza tomada. Es que los medios no alcanzaron para su evacuación total... y los rezagados pelearon a muerte, hasta su extinción.  El statu-quo, se mantenía a causa de que el general Atlacàtl no deseaba sacrificar a mujeres y niños que aún permanecerían en la última fortaleza.  Evidentemente, podrían ellos resistir un largo sitio.  Vanamente, intentara convencer a los tzitzimines de desalojar la fortaleza y salir indemnes del continente, hacia donde quisiesen, con todas las garantías. O, en su defecto, integrarse con las tribus sobrevivientes deponiendo su ¿natural? racismo chauvinista.

Ciertamente, los tzitzimines no daban brazo a torcer.  Tampoco tolerarían que sus esposas e hijas yacieran con los indios; ni tomarían ellos mujeres indígenas para formar familias.  El jefe enemigo, no era un guerrero propiamente dicho, sino un tecnócrata; pero sabía de tácticas defensivas.  La fortaleza fue, mucho tiempo antes, una base militar de alto secreto. Ni siquiera existía administrativamente en la ex Washington, hoy Powhathan. No figuraba en mapas ni cartas topográficas; muchas millas cuadradas en blanco en las orillas de un lago seco y montañas a sus espaldas. Imposible aproximarse sin ser detectado y neutralizado.  El Dr. Rosenstahl, biólogo y físico, dirigía entonces los laboratorios, en que se realizaban experimentos inimaginables —con todo tipo de materiales tóxicos e infecciosos— y disponía de armas terribles para defenderse; sólo que por prudencia, aún se abstuviera de usarlas, por ser espadas de doble filo.

—Nos observan, Dr. Rosenstahl, pero se mantienen a la expectativa, como si aguardasen nuestra capitulación. Saben que podríamos resistir mucho tiempo, pero tienen la paciencia del buitre de los desiertos —exclamó el coronel Goldmann, ex jefe de la base llamada Área 59.

—Atlacàtl, el jefe de los sitiadores, es un tipo duramente tierno. No desea dañar a los niños que tenemos aquí. ¡Si supiera que aquí ya no hay niños! Salvo los que nazcan de las parejas jóvenes que trabajan en la Base —respondió Rosenstahl caviloso y prudente—.  Espera quizá que el hambre nos obligase a capitular; pero nuestras huertas hidropónicas, nuestras fuentes de agua artesianas  y criaderos nos proveerán indefinidamente de sustento.  No saldremos de aquí jamás.

—También sabe que tenemos armas poderosas y devastadoras— expresó el capitán O’Reilly, ex oficial de la Fuerza Aérea—.  Si nos atacan, les daremos jaleo... —prosiguió.

—¿Olvida Ud., capitán, que si las usásemos correríamos igual o peor riesgo que los atacantes?  Ellos podrían replegarse, nosotros no  —replicó el coronel Goldmann—.  Por fortuna, no está Ud. a cargo de la defensa del Área 59.   Hace tiempo estaríamos todos muertos.                               

Obviamente, el aludido se abstuvo de responder al ácido comentario del superior.  Los civiles eran mayoría en dicha base y, entre todos, democráticamente resolvieron otorgar el mando a un civil; el cual actuaba en base a razonamientos y no a emociones a las que los militares eran tan adictos.  Las emociones podrían servir para manipular mentes, pero no para ganar batallas; y, a veces, ni siquiera para empatar.  Los tecnócratas, se lo sabían de memoria.

“—El gobierno de los Estados Unidos de América comunica a los ciudadanos y a la opinión pública mundial, que no tolerará el aleve ataque contra ciudades del medio oeste y responderá con todo su poderío contra quienes fuesen los agresores, con toda seguridad parte del Eje del Mal”.

“—Nosotros los pueblos del continente, no hemos de tolerar el aleve ataque norteamericano contra nuestras pacíficas naciones; que, si bien disponen de armas nucleares y químicas, no lo ha sido  con fines de agresión sino de disuasión.   Negamos rotundamente ser autores del ataque al estado de Nevada  ocurrido hace dieciséis horas y que motivara una represalia irracional contra Canadá, Cuba, México y Brasil.  Seguiremos informando”.

El general Atlacàtl no se decidía aún a tomar por asalto a la fortaleza de los tzitzimines, dado el peligro de ser repelidos con grandes bajas. Tenían armas suficientes, pero no valía la pena acercarse al Área 59, a riesgo de ser detectado y abatido.  Hacía más de diez  años que la sitiaban más de dos mil guerreros aztecas y mayas desde el sur y otros tantos chiricahuas mescaleros desde el este.  Estaban alertas para atacar pero la prudencia se imponía. Sabían todos que no se podría desperdiciar hombres en ataques suicidas; pero también, que los blanquiñosos estaban acorralados y no vacilarían en caer matando... con sus terribles arsenales tóxicos. 

La gran burbuja aséptica que cubría la base, la protegía del bombardeo cósmico del sol, que regaba generosamente sus rayos ultravioleta, infrarrojos, rayos X y gammas, por casi todo el devastado planeta.  También servía para filtrar la atmósfera semicontaminada del exterior. Sus noventa y pico de hectáreas, estaban aparentemente bien protegidas y sus alarmas electrónicas  en alerta permanente.

Atlacàtl tenía la paciencia de Ulises ante los muros de Troya  y el ardor de Aquiles ante Héctor; mas ahora no tenía modo de comunicarse con la base militar que aún subsistía en el devastado territorio de Tlacaxchitl, antes llamado New México, antiquísimo territorio de sus antepasados; usurpado primero por los españoles de Coronado, luego, por los norteamericanos de Zachary Taylor en 1848 de la Era anterior.

Ahora, eran ellos los sitiadores y los descendientes de los invasores estaban casi a su merced.  Y podrían seguir estándolo mucho tiempo, de continuar el statu-quo tácito sin declaración de guerra.

Pensó que debería releer “La Ilíada” a fin de cranear algún presente griego para vencer a la última fortaleza.  Recordó a Masadá, Alesia, Numancia, Cartago, aunque no en ese orden y decidió convocar a sus allegados a fin de discutir algún plan para penetrar en la —hasta entonces inexpugnable— base de los blanquiñosos.

Estaba dispuesto a todo para rendirla, menos a ofrecer víctimas a Huitzilpochtli, dios de las batallas.  Esos tiempos ya estaban definitivamente perimidos y los templos-pirámides —símbolos de una teocracia terrorista, caníbal y hematófaga—, estaban en ruinas. Tampoco haría nada para restaurar la monarquía imperial. Los actuales cakchikelés y capitanes de guerra y paz, eran electos por mayoría absoluta, producto del consenso; siendo ello una de las pocas cosas, aprendidas de los guaraníes, y que apreciaban de los antiguos griegos; aunque sabido es que la tal democracia helena, era clasista y apenas un juego de la casta pudiente, aunque ese juego pudiese costarles la vida, como ocurrió al denostador irredento de la democracia: Sócrates el sabio.

“— El último transporte saldrá en la fecha a las 19:00 horas. Se ruega a los ciudadanos de Washington D.C. estar   puntualmente para tomar las plazas restantes. Los que perdiesen sus horarios y tickets, perderían el derecho a ser evacuados de la capital, quedando a merced de sus propios recursos y medios de autodefensa. El Gobierno de los Estados Unidos de América, quedará cesante a partir de esa hora y no habrá autoridad responsable para con la seguridad de los rezagados. Estén atentos a nuevas informaciones”.

“—Los gobiernos en el exilio de las repúblicas de Panamá y Colombia, amén de las repúblicas de Brasil, México, Canadá, Cuba y Argentina, han declarado la guerra a los Estados Unidos y harán todos los esfuerzos para dificultar a éstos, sus planes hegemónicos. Aún se ignora quiénes agredieron al estado de Nevada con bombas de veinte kilotones, pero la reacción de los estrategas norteamericanos fue irracional e incoherente; y la justa respuesta de muchas naciones solidarias con la nuestra, fue la de bombardear a los Estados Unidos con todo su arsenal; entre ellos la República Capitalista Popular de China; la Federación Eslava y los Estados Islámicos Confederados. Los Estados Unidos sufrieron la destrucción, pero muchos de sus habitantes sobrevivientes se diseminaron por todo el planeta con identidades falsas. Sólo algunas bases militares resisten aún, por no haber sido evacuadas a tiempo.  Los ciudadanos de los Estados Unidos, serán declarados hostiles dondequiera se hallen”.

“—El gobierno ruso en el exilio y la resistencia, denuncia a la República Capitalista Popular de China por la ilegal ocupación del territorio patrio, acaecida  desde el veintinueve de marzo de dos mil treinta y dos. Reclamamos el retiro inmediato de las fuerzas de ocupación chinas en Mongolia antes del final del corriente año; caso contrario, atacaremos a todo objetivo chino, en cualquier lugar del mundo”.

“—Las Milicias Patrióticas de los Estados Unidos, hemos declarado la guerra al gobierno federal, y anunciamos el inicio de las hostilidades; contra quienes usurparon el legítimo poder del pueblo americano, imponiendo un gobierno corrupto y enemigo de los ciudadanos... Nuestra dirección en Internet es http://www.militiamer//.minutemen//.nra.org.  También pueden enviarnos mensajes heliográficos o señales de humo, si no tuvieran energía para sus ordenadores”.

Las horas pasaban extraviadas, largas y ajenas.  Los atacantes no decidían el momento del ataque y los defensores seguían alimentando, con detritus reciclados, sus jardines hidropónicos bajo la cúpula del Área 59, entre bostezo y bostezo.   Pero les quedaba el consuelo de saberse a salvo de los devastadores rayos  solares y la omnipresente dioxina, que afectarían mayormente a las fuerzas sitiadoras; aunque éstas tenían trajes protectores.  Por lo menos ellos podían pasear bajo la gigantesca burbuja sin preocuparse de un posible ataque; que, tras diez años de asedio, se estaba tornando cada vez más improbable.  De no ser enemigos, ambos bandos bien podrían haber sido excelentes vecinos y camaradas.

El comandante Thimoxtzin, personalmente, hizo la convocatoria a todos los jefes de clanes guerreros y sus asistentes de confianza para ver la manera de penetrar en la fortaleza sin ser vistos ni oídos.  Los chamanes méxica, mayas, apaches y zuñi-anasazis, estaban citados en razón de su sabiduría y poder. Bor Bukub-Kamé el maya, pidió venia para comunicarse con los suyos a fin de tomar una decisión consensuada acerca de la situación. Los Danzantes de las Serpientes Sagradas, ya la tenían tomada. Es que muy pocos quedaron de ellos, tras la catástrofe de New México y Arizona (actual  Anasazi). Lo único que ansiaban era reconstruir su cultura varias veces milenaria y nunca del todo perdida. Cada tribu tenía sus memoriosos que se encargaban de transmitirse entre sí; de generación a generación, de bocas a orejas, todo el saber ancestral.  Los ancianos conocían la escritura, e incluso más de dos siglos antes, el hermano cherokee Sequo’y’ah, hubo creado un alfabeto para las lenguas indígenas del norte; mas los ancianos decían que lo oral prevalecerá, ya que las memorias de los pueblos están en las bocas de los pueblos. La escritura relegaría esos anales y mitos a oscuros anaqueles polvorientos, sólo al alcance de eruditos. Es decir: de necios con diploma y arqueólogos de las palabras muertas y momificadas.

“—La Confederación de Naciones Islámicas, lamenta profundamente la destrucción de Libia, Irán, Iraq, Egipto y Líbano a causa de un indiscriminado bombardeo de la OTAN y se reserva el derecho de réplica con todas sus armas disponibles. El Gran Satán ha sido barrido de la faz de la tierra e igual suerte correrán los infieles y herejes occidentales, gracias al apoyo que generosamente nos brindara la República Capitalista Popular de China...”.

“— Su Santidad, Petrus Paulus I, lamenta profundamente esta guerra entre naciones hermanas, que ha llevado al exterminio a regiones enteras en el planeta, a más de la contaminación química y biológica remanente...”.

“—En nombre de Su Santidad Petrus Paulus I, quien desapareciera entre las víctimas de un bombardeo de diez megatones sobre Roma en fecha reciente, lamentamos profundamente, como cristianos piadosos, esta inicua guerra que no acaba de terminar...”.

—Esta es la situación, hermanos —inició el general Atlacàtl a sus interlocutores, jefes y chamanes—.  Casi todos los tzitzimines han abandonado estas tierras de Abya-Yala.  Desde la antigua Alaska de los lapones, samoyedos e innuit, a las cálidas tierras de Tzihuahua, los blanquiñosos han emigrado o se han mimetizado entre los sobrevivientes de estas últimas guerras de media intensidad que tuvimos en los últimos veinte años. Sólo esta fortaleza no ha sido evacuada en su totalidad, creo, ya que estaba muy aislada y no recibió los auxilios ni transportes para abandonarla. Opino que vamos a tener que hacer dos cosas. O buscamos una suerte de caballo de Troya para penetrar en ella... o hacemos caso omiso de su existencia dejándolos creer que continúan sitiados.

—Me inclino por lo primero —dijo uno de los jefes de guerra—. En esa base, tienen armas terribles que no destruyen, pero eliminan todo vestigio de vida en muchas millas a la redonda. No podemos darles oportunidad de que, un día de éstos, resolvieran usarlas contra nosotros.

—Creo que debemos ver el modo de destruir esa cúpula de acrílico inflado que tienen como protección de la base. Sin ella estarán a nuestra disposición  —exclamó Thimoxtzin el mexicàtl—.   Y no se necesitarían muchos hombres para tal empresa...

—Es peligroso acercarse a menos de dos millas de la burbuja  —acotó Atlacàtl—.  Tienen detectores muy precisos.  Barren con scanners de rayos láser toda el área circundante, para que hasta un murciélago o una liebre puedan ser detectados y neutralizados.  Además, tienen pequeños autómatas de vigilancia, armados con ametralladoras apuntadas por radar.  Debemos buscar otro modo. Podríamos bombardear la burbuja,   pero no sabemos pilotar esas máquinas voladoras de los tzitzimines, que están secándose al sol en el Mojave. Hemos perdido contacto con ellos hace más de cinco años y no sabemos cómo   penetrar en sus mentes, como lo hacemos entre nosotros....

—Es que nosotros lo hacemos, con ayuda de nuestras plantas sagradas y pociones chamánicas, que nos permiten multiplicar nuestras percepciones  —explicó el veterano chamán maya—.  Ellos sólo creen en el dios Electrón; y, en segundo lugar, veneran al dios Probeta. El dios Dinero ha muerto. Es inútil intentar comunicarnos con ellos, como no sea con esos aparatos, cuyo manejo ignoramos.  Apenas supimos acordarnos cada tanto, de activar esos viejos registros de voces perdidas durante las cíclicas guerras de aniquilación parcial. Llegamos a manejar armas de destrucción, pero no la tecnología electrónica, ni las fuentes de energía, fuera de la solar. A fines del siglo anterior, uno de nuestros caudillos, el sub-comandante Marcos, mi bisabuelo, abrió hostilidades contra la pérfida rosca política de México y aún seguimos dependiendo de nuestra astucia para sobrevivir. Nada más que la astucia; pese a haber intelectuales en nuestras fuerzas.  Faltan técnicos, que no inteligencia. Gente pragmática, calculadora, fría y con muchas dudas; que finalmente, son las dudas, las causales y promotoras del conocimiento.

—Creo mejor dirigir un mensaje hacia Powhathan y ver la posibilidad de que nos asistiese uno de los nuestros que haya trabajado en laboratorios de electrónica  —exclamó Huinak Xibal el maya.

—Supe que sobrevivieron muchos de los que prestaban servicios en Iron Mountain, cuyo blindaje y protección les permitiera resistir el impacto de una bomba termonuclear.  Deben estar aún allí con los otros tzitzimines que no fueron evacuados por falta de transportes.  Dicen que ese refugio era propiedad de un potentado del siglo XX, que hizo guardar allí todas las fotos, películas e imágenes del mundo de esa época. 

—Buena idea —dijo Atlacàtl.  —Hazlo ahora mismo.

Iron Mountain, es un refugio antinuclear blindado, cercano a la antigua New York, donde la flor y nata de los hombres de ciencias de los antiguos Estados Unidos de América realizaron un comentado cónclave, acerca de las bondades y deseabilidades de la guerra y la paz en la segunda mitad del siglo pasado. Allí adoptaron discutidas conclusiones sobre nuevas armas. tácticas y estratégicas y la necesidad de dirigir las hostilidades futuras contra enclaves civiles. Fue uno de los primeros blancos de los chinos, pero resistió. Y no sólo eso, sino que pudo dirigir un contraataque relámpago contra toda el Asia, por parte de misiles submarinos, cohetes balísticos IRBM y bombarderos furtivos, estacionados en bases móviles.

El ingeniero Daryll Ted Hunter, de ascendencia mohawk, no se decidía a enviar exploradores al exterior.  Aún podrían persistir los efectos de la guerra y no podrían permitirse bajas. Los contactos con el exterior eran casi imposibles; y, si bien estaban equipados para estar muchos años en forma autosostenible (algo se aprendió de esos locos ecologistas de los 70-80 del siglo anterior), deberían mantenerse allí  hasta que se pudiese salir sin riesgos a repoblar el continente, devastado por el diluvio de fuego y gases.

No había muchas mujeres en Iron Mountain, como la llamaban aún los sobrevivientes. Muchas de ellas, incluso habían sobrepasado la edad de procrear, pero no podían darse el lujo de aumentar la población por problemas de abastecimiento y subsistencia.  Mas mientras esperaban el cese de los efectos de la radiactividad, todos envejecían sin poder multiplicarse, salvo que lo hiciesen in vitro.

El ingeniero Hunter compartía su cubículo con dos ayudantes de su laboratorio electrónico y apenas disponía de espacio para la crianza de sus peyotes, cáñamos, psilocibes y algunas plantas misteriosas de su recetario herborista.  Antes de ser ingeniero fue chamán mohawk y de los buenos, habiéndose aprendido todos los secretos de la flora de sus parajes nativos... hasta que esas malditas guerras lo acabaran todo.

El Dr. Mill Blackcrow, si bien era experto en varias ramas informáticas y electrónicas, era además buen narrador de prodigiosa memoria y los entretenía contando fábulas indias en las periódicas reuniones de fogón de la base.  Su repertorio parecía inagotable, pese a los muchos años de permanencia en ese encierro. Este  era responsable del área de armas de respuesta rápida y enlace con la hoy desierta base NORAD de Mount Cheyenne, ex estado de Washington, al noroeste, la cual fue tomada de sorpresa por lo que quedaba de las tribus del norte. Los tzitzimines se negaron a rendirse, contraatacando con bombas de ántrax y fueron exterminados por los indígenas. Ya nadie respondía el intercom allí.

De los submarinos y vehículos-lanzadera, nadie supo nunca. Prácticamente fueron volatilizados o interceptados por los innúmeros beligerantes. Al no tener interlocutores, optó por realizar cultivos caseros, en los  más o menos ocho metros cuadrados, que disponía para ello.  Al principio, los demás refugiados en Iron Mountain lo miraban de soslayo. Todos eran carne de laboratorios asépticos y nada entendían de plantas; incluso muchos creían que eran de plástico, hasta que las veían crecer por primera vez en sus vidas.

Tras comprobar algunas curas o alivios casi milagrosos lo dejaron hacer. Daryll Hunter y Blackrow compartían con un tercer compañero y colega de nombre Daly Sasquatch (Piegrande), tal vez debido a sus prominentes bases pédicas tamaño 48; quien, aparte de ello, era un excelente investigador de energías dinámicas sostenibles y no degradantes y un buen camarada además.

Esta vez, no estaban sitiados a causa de que se avinieron a compartir la suerte de los demás tzitzimines y, aún algunos negros, que medraban en las cavernosas salas del refugio. Pero también allí, poco podían hacer, salvo esperar que se redujeran   los índices de contaminación del exterior, antes de salir a estirar las piernas por el resto del continente.

“—La República Capitalista Popular de China; una e indivisa, ha declarado la guerra a los estados miembros de la OTAN. Seguiremos informando desde Radio Asia Libre; estación orbital Tsin-Huoming”.

“—Aviones furtivos, silenciosos y de color negro; fueron vistos merodeando al monte Shasta en el Valle de Sacramento. Sobrevivientes de un ataque anterior, residentes en las cercanías del citado lugar observaron la constante presencia de extraños aviones por la zona. Seguiremos inf... Bzz...biip...pzzz...”.

La fortaleza denominada Área 59 por sus ocupantes, seguía incomunicada, sitiada... e invicta.  Tal vez los sitiadores no hiciesen los debidos intentos de tomarla porque el general sitiador no deseaba masacres —que bastantes las hubo hasta entonces—, sino un justo intercambio con los sobrevivientes tzitzimines.  Una mezcla racial vendría bien para mejorar la sangre y los genes; sólo que los blanquiñosos no deseaban integrarse con indígenas. Poco se sabía de ellos en los doce años transcurridos desde el primer ataque. Tan sólo que había hombres, mujeres y, tal vez niños, que disponían de medios de subsistencia sostenida, salvo que... no deseasen ser más, por si acaso.

El capitán Thimoxtzin bebió un largo trago de mescalina con dos peyotes en sus carrillos, en posición sedente.  Trataría de ir hasta el ingeniero Hunter, el mohawk, mediante la magia de las plantas sagradas de sus ancestros.  Tardó algo en entrar en trance y salir de su cuerpo, rumbo a Iron Mountain en forma de un cuervo nagual.

Daryll Ted Hunter sintió un cosquilleo esa noche, como si alguien intentase penetrar en él; cual si un extraño animal quisiese poseerlo para ignotos fines.  Estaba al tanto de cuanto ocurría hacia el sudoeste y sabía algo del sitio a la última fortaleza, del extinto gobierno de lo que hubo sido un gran país, con sus luces y sombras. Conocía la leyenda de Atlacàtl y sus bravos, pero no concebía el por qué no hubiesen capturado el Área 59.  Debía descansar un poco para tomar la guardia nocturna contra los merodeadores mutantes que, de tanto en tanto, rondaban las puertas del lugar; o serpientes voladoras, que intentaban penetrar por las altas rejillas de ventilación que conducían a los filtros purificadores.  El refugio se había salvado de dos fuertes ataques mediante su solidez y subterraneidad.  Nada definitivo.  Tras controlar los niveles de radiación y contaminación química del día, fuese a su cubículo a echarse un par de horas para reponer fuerzas.

“—Los gobiernos de la Confederación Sudamericana de Estados en el exilio de...bzz...bzz...biiip...biiiip...”.

—Creo que se le está agotando la energía a sus baterías solares —dijo Tlimoxchi el mexicàtl—.   Ya no retiene información histórica, o quizá, justo ahí les cayó la bomba encima...

—Mejor apaga esa maldita registradora.  Eso ocurrió hace más de veinticinco años —replicó Thimoxtzin—.  Además, debo informar al general que he logrado penetrar en la psique del ingeniero Hunter y tengo los canales disponibles para comunicarnos con Iron Mountain.

—¿Y cómo te fue? —preguntó Tlimoxchi. —Supongo que vamos a poder hacer lo mismo con los defensores del Área 59. ¿O no?

—Entre nosotros existe cierta facultad psi, mas dudo que los enemigos tengan predisposición para eso.  Pero tamaña sorpresa me llevé al entrar en una mazmorra a noventa pies de profundidad debajo del subterráneo del refugio. Encontré un esqueleto con trazas de haber estado bastante tiempo allí.  Tal vez se tratase de un tipo que fuera secuestrado, tras la segunda invasión norteamericana a Panamá, en el siglo XX. También otros esqueletos encadenados, distribuidos en el mismo nivel, casi todos con restos de uniforme naranja.  Seguramente prisioneros de alguna guerra preventiva de inicios de siglo.  Pude hacerlo sin mi envoltura física, mescalina y peyote mediante, pero no pude hacer nada, puesto que en ese estado inmaterial, ni el pelo de una pluma podríamos coger.  De todos modos, di con Hunter y buscará la manera de salir de allí con sus compañeros. Seguramente deberán utilizar algún protector antirradiaciones para llegar hasta aquí. Pero tiene la ventaja de que disponen de máquinas voladoras y las saben pilotar.  El Séptimo de Caballería, esta vez está de nuestro lado. Custer ha muerto definitivamente. ¡Viva Jerónimo!

—Siempre habrá algún general Custer acechando por ahí —replico su interlocutor—.  Debemos recuperar las reliquias de Jerónimo de la tanatoteca Skull and Bones, de la antigua universidad de Yale.  No descansaremos hasta que los últimos tzitzimines abandonen el continente o acepten nuestras condiciones para integrarse con nosotros.

—Algunos ya lo han hecho —dijo Thimoxtzin. —En Iron Mountain, han compartido mesa y lecho con los mohawk, crows y Oghlallas sioux, que viven aún allí. Pero claro, ellos son tecnócratas e hicieron pasantía en universidades.  Nosotros apenas hemos completado ciclos primarios y algunos pocos de los nuestros llegaron al ciclo secundario. ¡Eramos tan pobres! ¿No quieres un poco de mescalina? ¿O prefieres el humito?

—Me toca guardia desde la hora meridiana. Mejor ve junto al general que estará esperando tu informe.

“—Las Milicias Patrióticas del pueblo de los Estados Unidos, asumen el ataque contra bases de misiles y naves aéreas del estado de Nevada.  Nos reservamos además, el derecho de atacar a toda institución del corrupto gobierno federal, hasta extirpar el cáncer político que se ha apoderado del gobierno de esta nación.  Lamentamos que se haya atacado a naciones de este continente antes de discernir el origen del ataque a Nevada, y las víctimas de las réplicas de los países atacados... Esto es el origen de una escalada en esta nueva guerra de secesión. ¡Adelante Minutemen! ¡Viva la Confederación Patriótica!”.

“—Los Caballeros de la Camelia Blanca comunican que se adherirán a la resistencia armada del pueblo de los Estados Unidos, sumándose a las Milicias con todos sus efectivos.  El Gran Dragón Imperial de Louisiana, reverendo Forbes, será el capitán general de  nuestro ejército blanco.  Nuestro site en la red Internet es: www.whitepower.kkk.org.us y solicitamos la ayuda de todos los hermanos de la nación para combatir contra los invasores rojos, judíos y negros que intentarán apoderarse de nuestra nación. Llamamos a los patriotas, a que nos secunden en la noble tarea de lograr nuestra segunda independencia...”.

El general Atlacàtl el azteca y el capitán Xibalbaktun, de la etnia maya, recibieron con júbilo la noticia. ¡Los hermanos pieles rojas del norte estarían pronto con ellos! Traerían sin duda consigo, conocimientos, técnicas e incluso aparatos voladores, de los muchos que yacían abandonados en bases desiertas. Tan sólo eso les faltaba para tomar la última fortaleza que aún resistía en las tierras reconquistadas a los tzitzimines. ¡Loados sean los...! ¿dioses? Mas faltaba aún lo peor. Si los blanquiñosos se resistían a rendirse ¿los matarían a todos?  El general mexicàtl —pese a la histórica leyenda negra acerca de los aztecas y sus sacrificios humanos— no deseaba derramar sangre; que harta fuera vertida en los casi seis siglos de ocupación, sin contar  claro, la efusión anterior a la conquista —entre ellos mismos— bajo la férula de sus sacerdotes de la muerte.

Por otra parte, la reconstrucción de Abya-Yala era perentoria, aunque la contaminación era aún muy fuerte y el inmisericorde bombardeo de rayos ultravioleta —sumado al ultraviolento bombardeo de los blancos—sería de larga data y la regeneración de la capa de ozono, demoraría por lo menos una o más centurias hasta la normalización de la misma.

Blackcrow, Hunter y Sasquatch; aprovecharon una noche decembrina con tormenta de nieve, para enfundarse los trajes presurizados a prueba de radiaciones y tanques extra de oxígeno, para deslizarse furtivamente fuera del refugio antiatómico. Trabajosamente se dirigieron hacia lo que quedaba de la base contigua.  Quizá consiguiesen un helicóptero o algún avión Vertol para trasladarse a Tlacaxchitl (ya se sabían de memoria los nuevos nombres de las regiones reconquistadas). Tras una hora de búsqueda, por fin hallaron un aparato en uno de los depósitos subterráneos. Era un viejo Osprey V-22-Vertol (Vertical take-off and landing) convertiplano —casi una pieza de museo—, pero sus dos motores aún estaban semi nuevos; aunque quizá habría que hacerle un mantenimiento previo, ya que hacía por lo menos veinte años que estaba en los subterráneos. Sus baterías y neumáticos estaban inservibles pero podrían remediarlo.

Comprobaron, casi con sorpresa, que tenía los tanques llenos de carburante y disponían de más de mil doscientas millas de autonomía. Si llevasen más combustible en el aparato, dispondrían del triple, ya que el Osprey  tiene capacidad para veintidós pasajeros, y dos toneladas de carga sin ellos. Tras una revisión y engrase, decidieron probar los motores en posición de despegue vertical. No tardó el convertiplano en hacer rugir sus turbinas como en los viejos tiempos;  y, tras las últimas pruebas, abrieron las compuertas de salida en el techo del refugio.

Apenas se elevaban, cuando los otros moradores, al notar su ausencia en los puestos de guardia, intentaron interceptarlos con un misil. Por fortuna para ellos, el viejo Stinger —ya corroído por los años— estalló en el tubo de lanzamiento, matando al que quiso dispararlo y a varios que lo rodeaban. Al percatarse de la inutilidad del intento,  el aparato se hallaba a cinco millas del lugar, rumbo al sudoeste.  Ante el zumbido de la alarma antirradiación, los sobrevivientes optaron por cerrar las compuertas y volver a su aislamiento sine die.

El viejo Boeing V-22 Osprey se dirigió hacia lo que restaba de New México. Quizá no llegarían, pero si aterrizaban en algún lugar adecuado y poco contaminado, podrían reabastecerse antes de proseguir.  Tal vez llegasen a otra base aérea, no bombardeada por ser simples depósitos de chatarra aérea, para buscar algunos cazabombarderos de largo alcance en buen estado. Los necesitarían —sin duda— para reducir a los que aún resistían en la última fortaleza ocupada por guerreros carapálidas. Según sus cálculos, en las próximas horas habría un eclipse solar, pero en la latitud en que se hallaban aún, la gruesa capa de nubes formaba una espesa barrera. Posiblemente, en Tlacaxchitl hiciera buen tiempo para cuando llegasen y podrían disfrutar del otrora aterrador espectáculo celeste.

El viejo Osprey apenas daba 240 millas-hora, pese a sus poderosos motores. Blackcrow consultó su  mapa y señaló un punto en el antiguo Ohio ( actual Tenkswatanah): una posible base abandonada. De no estar arrasada, les serviría para repostar y tal vez pudiesen prestar algún jet de combate.  Luego, proseguirían hasta Missouri (Samosett) y luego Oklahoma (Massassoit), hasta su destino final en New México (Tlacaxchitl).

Hora y media más tarde y casi en el límite del combustible, dieron con la base abandonada en el estado de Ohio. El diestro piloto puso los rotores del Osprey en posición de descenso vertical y, tras dar una gran vuelta exploratoria, pudo observar que, pese a la destrucción circundante de más de veinte años de antigüedad, la base estaba casi indemne.  Evidentemente, la puntería de los atacantes dejó algo que desear.  Fue en ese momento, en que Blackcrow cayó en la cuenta de que ¡solamente las ciudades de cierta densidad demográfica fueron destruidas! ¡Casi nada fue detonado sobre bases militares, y menos aún las secretas!  Allí, sólo se utilizaron bombas químicas y biológicas. Evidentemente, quienes lo hicieron, buscaron hacerse con un poder armado heredando las áreas restringidas de la nación. Era una idea horrorosa, por parte de los terroristas que arrasaran sus propias ciudades... en su propio país. Todo para que éste atacase a las naciones limítrofes y recibiera una respuesta automática de los mismos en una típica reacción suicida. ¿Dónde estarían los milicianos y sus aliados del Ku-Klux-Klan?  Era difícil saberlo... si vivían aún. Después de todo, habían transcurrido buenos años desde entonces, y nada hubo cambiado.

Ahora, todo era un caos y aún no se sabía quiénes controlaban determinadas áreas. Era tan confuso el panorama, a causa del colapso de la energía; el derrumbe de la estantería del sentido común; de la ruptura de todo principio humanista. El canibalismo en su más salvaje expresión, pero bajo ropaje cristiano fundamentalista, tomó cuenta del genocidio.

Hunter contempló la hilera casi intacta de más de veinticinco modelos de cazabombarderos invisibles, bombarderos tácticos y estratégicos, transportes y estafetas; en silenciosa formación de siniestra geometría y funesta perspectiva. Casi todos semipreparados para volar, e incluso para ejercer su maldito oficio de degolladores rituales del dios Marte-Tezcatlipoca.

Una sola de estas máquinas, bastaría para una hecatombe de un lustro del calendario azteca, en víctimas propiciatorias. El poder letal de cada avión, daba para despojar a cincuenta mil cuerpos de sus respectivas almas. Mill Blackcrow se preguntó silenciosamente a sí mismo, cómo la sociedad azteca pudo mantenerse tanto tiempo en esa tesitura de canibalismo social. Una sociedad tan avanzada, sin temor a la muerte física ¿cómo pudo soportar a una casta sacerdotal sanguinaria? Era para volverse loco... salvo que analizase las predicciones de los sacerdotes, de los fenómenos celestes. Esto último podría ser una respuesta a estos interrogantes. Los elevados conocimientos matemáticos de una civilización que ignoró la rueda, la pólvora, y el hierro, les dieron el poder de la precisión.  El cumplimiento de sus profecías astronómicas (Códice Nuttall), sometió al pueblo a su dominación, por medio del terror que provocaba el Jaguar Gigante devorando al sol. La Piedra del Quinto Sol era su arma secreta; el calendario. Ahora, éste ya no existía. Los medios masivos, mostraron el poder de las ciencias sobre las supersticiones. Sería imposible que los aztecas y mayas retomasen hogaño sus antiguos ritos sanguinarios de inmolaciones humanas.

Daly Sasquatch, se montó en un viejo F 22 Raptor tratando de ponerlo en marcha.  Evidentemente, los instrumentos funcionaban casi todos. Claro que hubo que cambiarle baterías, neumáticos y hacerle un engrase de turbinas, pero serviría por lo menos para mil doscientas horas de uso y abuso. Hunter, prefirió un helicóptero Warhawk de sexta generación; el cual estaba prácticamente listo para volar, salvo sus baterías. Hasta queroseno tenía rebosando sus tanques. Quizá dos depósitos auxiliares más y...¡a entrar en acción!

Estaban a bastante distancia aún de Tlacaxchitl, pero el cielo estaba despejado.  Pudieron contemplar desde sus privilegiadas alturas al eclipse solar, que en esa latitud fue total. El Raptor  estaba ya lejos y cerca de su destino; los dos helicópteros venían rezagados, a menos de 220 mph, pero todos pudieron comunicarse por los aparatos radiales de los vehículos y gozar del espectáculo, que duraría más de tres minutos y medio, estando ellos en el cono de sombra.

Poco más tarde, el Raptor aterrizaba en la pista del lago seco, como a tres millas y media de la burbuja. Atlacàtl y sus hombres ya lo aguardaban expectantes.  Ninguno conocía la lengua del otro, pero se entenderían en inglés o español.

Para sorpresa de los méxica y sus aliados, el chamán Sasquatch no sólo conocía el quiché y el nàhuatl, sino otras lenguas indígenas regionales. Pronto pudo entenderse con sus hermanos aborígenes , de paso, desvestirse del incómodo traje protector antirradiación que lo tenía medio asfixiado.

No tardaron en llegar el Warhawk y el Osprey, con su sinfonía de rotores y sibilantes turbinas.  Ahora deberían ver dónde conseguir suficiente combustible para un ataque combinado contra el Área 59 y tomar la fortaleza de una vez por todas. Hunter sugirió ir a una base de Nevada (Área 51), donde hallarían más aviones y tal vez un tanker C-17 o C-22. Recordaron haber visto un viejo avión ruso Mriya Antonov 225, mucho más grande que el más viejo Galaxy C-5. Tal vez, se lo pudiese cargar con pertrechos y combustible para acabar con la resistencia de la última fortaleza.

El Dr. Rosenstahl observó el sobrevuelo del F-22 sobre ellos. Su preocupación subió de decibeles al percatarse, poco después, de que un horrendo monstruo volador merodeaba las montañas: el helicóptero Warhawk, cuyo feo aspecto delataba su oficio de serpiente de cascabel de acero y titanio, de letal picadura y explosivos colmillos.

¿Sería posible que esos rudos indígenas del paupérrimo New México tuviesen tales vehículos?  Ciertamente, eran anticuados para la época, pero, a falta de otros más actuales e inexistentes, valían su peso en plutonio y eran de fiar.  Sería casi imposible que fuesen  cogidos de sorpresa, aunque ignoraba si estarían armados.

No supo por qué, se sintió una especie de héroe troyano. Y este pensamiento lo acompañó un tiempo, hasta cerciorarse de que no pudiesen meter un caballo de Troya en la base.  En su base, nada menos.  Se sentía heredero de Príamo. ¿Qué estaría planeando el Ulises adversario?  En el Área 59 no habían aviones de combate ni helicópteros artillados. Solamente una nave experimental, cuyas pruebas fueron interrumpidas por el estallido de las guerras de mediana intensidad de las décadas anteriores.

El teniente Whittle observaba con similar preocupación los preparativos de los sitiadores.  Se preguntó si no era tiempo de seguir con las pruebas del viejo Aurora, estacionado en uno de los hangares de la base; criando telarañas y polvo en su negro y férreo fuselaje. Se trataba de un avión bastante grande, aunque de altísima velocidad.  Nunca se lo hubo probado en combate, ni siquiera simulado. Su sistema de propulsión consistía en cuatro turbosoplantes y dos poderosos reactores de ariete o ram-jets para sobrepasar velocidades hipersónicas.  No había en la base pilotos experimentados con dicha nave, pero era cuestión de decidirse a asumir esa falencia... con los pocos pilotos —casi ancianos— de los viejos cazas del siglo XX.

Daly Sasquatch, sobrevoló la inmensa cúpula de burbuja que cubría la base a prudente altura y distancia.  Calculó, con cierta dosis de certeza, que no lo interceptarían ni dispararían misiles contra el velocísimo caza bombardero; pero no estaban demás algunas precauciones.  Compartía los sentimientos de sus hermanos méxica de no derramar sangre ni hacer víctimas gratuitamente; y, menos aún, arrojar misiles de alto poder contra la pequeña ciudad fortificada en el medio de la llanura batida por los vientos y erosionada por la polvareda arenosa —que golpeaba como minúsculos proyectiles eólicos—, lastimando los párpados y la piel, caso de tenerlos expuestos.  Era un milagro que la gran burbuja no hubiese sido desgastada por la arenilla hacía tiempo, o quizá la irían reparando de a poco.

Sus compañeros partieron en el Osprey con algunos guerreros méxica a la abandonada base del Área 56 en Arizona.   Tal vez hubiesen aún por algún sitio, algunos milicianos minuteman o dragones blancos del Ku-Klux-Klan, renuentes a la rendición o al regreso a Europa como se les hubo prepuesto tras la destrucción de casi todos los países de la mal llamada América, invadida por los perros del paraíso con sus arcabuceros enlatados y sus satanizados ensotanados; con su dios crucificado, que no acababa de resucitar cada primavera boreal.

¿Qué porvenir aguardaba a la devastada Abya-Yala, o Nuk’atlán, y al Tahuantinsuyu de más al sudoeste? Pocas regiones hubiéronse salvado de la indiscriminada réplica de los Estados Unidos, que a su vez fuera luego pasado por las armas de los chinos, islámicos, eslavos y sudamericanos.

Sólo algunos países europeos fueron fieles a los carapálidas; entre ellos Inglaterra, Francia, España, Alemania e Israel. Los demás, descargaron su furia y arsenales sobre casi todas las ciudades y bases militares de misiles, aún cuando ya los Estados Unidos estaban agonizantes e inermes.  Lo curioso es que entre las naciones europeas, España y Alemania fueron las menos atacadas con explosivos de fusión.  Apenas diez pequeñas bombas de neutrones —que sólo despoblaron esos países,  dejando intacto todo lo clavado y plantado— bastaron, aunque dejándolos terriblemente contaminados por más de tres décadas... y yermos hasta el presente.

“— ...y líbranos Señor de nuestro enemigos, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; amén.  El cardenal Biancamano, único nuncio apostólico sobreviviente ha orado en nombre de la cristiandad; en nombre del rebaño de la Santa Iglesia.   Desde Radio Nuevo Vaticano, seguirá informando desde su nuevo emplazamiento en la base espacial Pravda, gentilmente cedidas por la Federación Eslava a los líderes católicos, ortodoxos, judíos y de otras denominaciones a fin de reiniciar la evangelización de la Tierra.   Por estas ondas, hacemos saber a todos los pueblos sobrevivientes del holocausto, aún  huérfanos de la Palabra del Señor, que desde los próximos días a confirmar, rezaremos oficios en todos los idiomas civilizados, en forma integrada con el Arzobispo Goodnews; el patriarca Sviatoslav; el rabino Elishai Bar Tov; el pope Athanágoras y el lama Gurpal Döjze. Lamentablemente no pudimos lograr que un muslim estuviese aquí en los cielos con nosotros, pero creemos que ya no quedan devotos del Islam en la Tierra. Resquiescat in Pace. Oremus runt, Unda manat et cruor: Terra, pontus, astra, mundus, Quo lavántur flúmine!”.*

Observaron al imponente Antonov 225 Mriya (sueño) que estaba estacionado allí, probablemente desde 2008. El ejemplar fue adquirido por el comando de transporte aéreo, en pago de deudas de los rusos.   Al principio, lo usaban para abastecer la base ultrasecreta, hasta que quedó fuera de servicio aunque en estado de vuelo al estallar las guerras. Sus seis enormes turbosoplantes Lotarev estaban perfectamente engrasados al punto de reaccionar al primer toque de start. ¡Estos rusos eran mandados a hacer para los aeroplanos dinosáuricos!   Alguien recordó al Sikorski Illya M’urometz de 1912. Aquí, cabrían perfectamente seis  helicópteros Warhawk, cien mil galones de combustible y sobraba espacio para algunos repuestos y carga bélica.  En  poco menos de quince días, quedó cargado y listo para despegar.  El mastodóntico aeroplano, se elevó rugiendo en susurros con sus seis motores a todo gas.  Los mandos no tenían secretos para los red-skins, además de tener la indicaciones en inglés arcaico. No tardarían en aprestar los mortíferos helicópteros para el ataque final. Pero, en tanto, el Mriya regresó a la base abandonada. Debían aprovecharlo y trasladar cuanto pudiesen para completar la captura del Área 59.

El Dr. Rosenstahl acudió al mangrullo de la base, a tiempo para ver pasar rugiendo al dinosaurio volante de color blanco que, majestuosamente cual mítico Godzilla, se posaría en la larguísima pista de la base, a unas tres millas de la cúpula. ¿Huitzilpochtli, Tlaloc y Quetzalcoàtl se estarían preparando a abrevar su larga sed de sangre? ¿Los sacrificarían, caso de caer prisioneros? ¿serían ofrendados a dioses caníbales y algo desgastados para estos tiempos?

Dios quiera que no, y fuesen tratados —caso de una derrota o rendición— de acuerdo a las convenciones internacionales; aunque quizá el rencor de casi seis siglos de esclavitud, discriminación y pobreza a manos de un sistema férreo y excluyente, pudiesen afectar la conciencia de los guerreros méxica sus aliados mayas y otros pueblos, confederados en la reconquista de sus antiguas tierras ancestrales.  Además ¿A qué tratados invocar, si todo estaba muerto?

No tenía noticias ciertas de actos de barbarie cometidos por los indígenas, en esta larga guerra de reconquista; salvo cuando acabaran con todos los habitantes de un cuartel blindado al negarse los sitiados a aceptar las condiciones de los vencedores, a quienes atacaron con bombas químicas, siendo a su vez regados con napalm. Pero éste pudo haber sido un caso excepcional.  A la mayoría de los blancos anglosajones e hispanos se deportó hacia Europa, Asia o Medio Oriente.  Ahora les tocaría a ellos enfrentar a los sitiadores que, a juzgar por sus preparativos, estarían dispuestos a tomar el Área 59 de una vez por todas.

El Dr., Rosenstahl convocó al Estado Mayor de la base; a fin de analizar los cursos de acción ante los aprestos de los sitiadores. De una cosa estaba seguro: haría lo imposible para mantener a raya a los agresores cobrizos, fuesen cuantos fuesen. Por el momento, habría en la base unos diez mil habitantes en los noventa y dos acres bajo la cúpula de acrílico inflado. Esta se sostenía mediante un sistema de aire presurizado que inflara los poros de varias capas de plástico transparente y liviano. Al alzarse a unos doscientos cincuenta metros de altura, se solidificó el material rociándolo por dentro y fuera con catalizadores de rigidez. La estructura, pese a su escaso espesor, era durísima gracias a la forma semiesférica y daba para resistir el impacto de balas de calibre punto 50 y hasta misiles aire-tierra; pero no resistiría más que eso.  Si eran atacados con bombas de alto poder, la cúpula se derrumbaría sobre la ciudad-base y la aplastaría con todo y ocupantes; salvo que la redujesen a curubicas al primer disparo de misiles aire-tierra desde varios ángulos en forma simultánea.

—Estamos en una situación de emergencia, señores —comenzó el comandante civil de la base. Y luego prosiguió con voz pausada y serena, pese a las circunstancias—.   El enemigo ahora dispone de su propia fuerza aérea. He podido ver un carrier ruso de gran porte y uno o dos helicópteros de combate, probablemente artillados con cañones y misiles, además de un cazabombardero F-22 Raptor.  Probablemente los hayan conseguido en la base abandonada denominada Área 51 o en alguna otra, donde hay bastantes aviones estacionados desde las últimas guerras que hemos soportado.  Debo suponer que el nuevo despegue del Antonov, ha sido para traer más pertrechos de esa base.  Los he reunido para consultarnos acerca de las acciones de defensa más idóneas; así como de las posibilidades de un contraataque de parte nuestra.  Habría que sopesar todas las posibilidades; pero, escúchenme bien: ¡nada de ataques suicidas!  Mi propósito es ahorrar vidas en lo posible.  No queremos héroes en esta patriada.  Si tenemos por lo menos mínimas posibilidades de evacuar la base, hagámoslo sin hacer ruido; aunque es probable que estemos rodeados en pinzas.  Esas montañas a nuestras espaldas deben estar ocupadas por los oghlallas y los navahos. O tal vez por los mescaleros chiricahuas, antaño emparentados con aztecas.  Poco sabemos, ya que nuestra única defensa ha sido el sistema de alarmas y detectores. Nuestras posibilidades, fuera del avión hipersónico Aurora, son nulas. No tenemos sistemas de comunicaciones con el exterior; ni servicio de inteligencia (señaló a varios militares en su entorno); ni logística. ¿Qué sugieren, señores samurais?  (se notó un ligero dejo de ironía en su voz y los militares se revolvieron unos segundos, algo incómodos en sus poltronas, cual si pasearan hormigas por sus posaderas).

—Deberíamos discutirlo en grupos de trabajo, si me permite Sr. comandante —sugirió el coronel Goldmann—.  No teníamos idea de que esos malditos indios tuviesen pilotos o técnicos; salvo que a recurriesen a los indios de más al norte, que hubiesen tenido acceso estudios tecnológicos.  No nos cabe otra.  Nuestro Estado Mayor sospecha (no queda más que esa posibilidad, ante las carencias de datos) que se están agrupando aquí, porque ya no quedan fortalezas ocupadas.  Tal vez hayan masacrado a sus ocupantes... o tal vez se rindieran simplemente pasándose a su bando, como nos lo ofrecieran en dos  oportunidades y Ud. rechazara de plano.  Y le recordamos, Dr. que fue una decisión inconsulta de su parte.  Ahora, de no funcionar ese avión experimental, que aún no sabemos para qué fines fuera creado, deberíamos sopesar posibilidades de una salida negociada. Si a Ud. le parece, claro.  Para eso es comandante...

—Entonces, señores, les ordeno que en la brevedad me informasen de las posibilidades del Aurora. Es todo por hoy; y redoblen la guardia —con estas palabras, el autoritario Dr. Rosenstahl dio por terminado el briefing con sus subordinados.

Tres días más tarde, todos vieron aterrizar una escuadrilla de misteriosos y silenciosos aparatos que recordaban a los cazabombarderos furtivo F-117; sólo que éstos eran de color blanco mate por debajo y encima gris claro. Todos eran del Área 56. En tanto, un equipo de la base estaba trabajando con el super avión Aurora, casi contra reloj, como si les fuese el aliento en ello.

El engendro aéreo, pese a su elevada velocidad, no disponía de cañones ni soportes para misiles.  Había sido construido para experimentar altas velocidades y grandes prestaciones en cuanto a capacidad de carga útil; pero podría sopesarse la posibilidad de dotarlo de aviónica y electrónica de combate y armas lanzables. Todos ignoraban su manejo operativo, excepto el coronel Lindgrën, un vikingo de ojos celeste-grisáceos y unos setenta años de edad, sobreviviente del primer combate aeroespacial de 2067, donde debió defender una base espacial ruso-americana; en la que instalaran a los líderes religiosos de las principales confesiones, de un ataque de Stratofighters chinos de la Confederación de Naciones Islámicas.

Lindgrën puso en marcha los motores turbosoplantes del Aurora, y lo dirigió, rodando parsimoniosamente, a la gran pista aledaña a la base, ahora utilizada por los sitiadores.  Confiaba en que no se percatasen de sus intenciones antes del despegue.  Luego, no habría aviones que pudiesen alcanzarlo, una vez que pusiese en marcha los posquemadores y ram jets.  El suave susurro de los turbosoplantes, se confundió con el tórrido viento salvaje que barría la llanura, cual gigantesca escoba manejada por enanos traviesos. Casi sin llamar la atención, dirigió el aparato hacia la cabecera contraria al viento.

Los minutos le parecieron horas, pero al fin logró situarse en posición de despegue. Llevaba a bordo, además del Dr. Rosenstahl, a cinco pilotos e ingenieros electrónicos, con quienes intentaría llegar al Mojave y hacerse de una respetable fuerza aérea. Cuando llegó a la cabecera, ya venían dos helicópteros Warhawk  a por él; no perdió tiempo y encendió los cohetes de despegue asistido, corriendo estruendosamente por la larguísima pista.  No supo cómo, saltó al aire a casi dos mil millas-hora con un rugido atronador de cohetes, turbinas y posquemadores al máximo. La forma del Aurora era casi oval, ya que alas y fuselaje conformaban una sola unidad estructural.  De todos modos pudo escapar del acoso de los lentos helicópteros, pero a varias millas de distancia, lo interceptó un cazabombardero trisónico, antes de que estuviese en su máxima velocidad con los reactores de ariete. El cazabombardero, tripulado por el ingeniero Daryll Hunter trepaba con sus dos turbosoplantes a todo gas y casi estuvieron en peligro de colisión; pero el Aurora, tras pasar rugiendo en picada técnica, disparó sus ram jets y salió a casi seis mil kph. rumbo al oeste.

En pocos segundos, era apenas un diminuto punto en el visor del cazabombardero y quedó fuera de alcance de misiles aire-aire. Hunter intentó seguirlo, pero pronto se dio cuenta de la imposibilidad de llegar a la mitad de la velocidad del extraño objeto volador.  En tanto el Aurora emprendía veloz fuga, al  menos eso pensó Hunter, alrededor del Área 59, los tres  pieles-rojas entrenaban a los méxica y sus aliados.  Había entre ellos varios guaraníes de la ex Guayana Francesa y Mato Grosso; algunos Ish’ir del ex-Chaco Paraguayo y Aucas del Ecuador. Muchos eran meros sobrevivientes a causa de no estar en sus aldeas en el momento de los ataques; otros, más numerosos, no fueron atacados en sus tierras por la escasez de armas letales, reservadas éstas para ciudades industriales y lugares llamados estratégicos por los verdugos de uniforme. La confederación indígena, representó una suerte de reacción que al principio se dio —diríase— con brutalidad; hasta que posteriormente se suavizara bastante.

El Aurora llegó sin inconvenientes al desierto de Mojave. Silenciosamente se posó en la pista, algo agrietada pero utilizable. Desde los cielos, los tripulantes y pasajeros divisaron una larguísima fila de aviones; algunos de la Segunda Guerra Mundial del 1939-1945; aún recordada por la extrema crueldad con que se perpetró. Según decían las crónicas escritas, fue, si se quiere, algo personal entre Adolf Hitler, representante del racismo salvaje, y los judíos; representantes del capitalismo salvaje y el socialismo salvaje. Por otro lado, las potencias industriales serían el botín de los vencedores y el planeta repartido, aunque no tan equitativamente, creándose países que resultaron rompecabezas políticos, culturales y religiosos.

Pero la brutalidad natural del homo sapiens no admitía comparaciones con el reino animal; donde el más depredador apenas mata para comer, sin sentimientos de culpa.  Tras esa gran guerra, vinieron otras,  y otras... y otras; siendo los beligerantes de hoy,  aliados de mañana... o viceversa.

De ahí, la enorme confusión que hubo cuando los Estados Unidos fueron atacados por milicias rebeldes, utilizándose por vez primera bombas nucleares estacionarias en una guerra civil. Era, evidentemente, el campo y la ciudadanía rural fundamentalista, contra las burocracias urbanas federales. En momentos en que eran atacadas las ciudades de Nevada, la reacción de los Estados Unidos fue la de bombardear capitales de sus aliados limítrofes y socios de su bloque continental; pese a que los Estados Unidos integraba muchos bloques y alianzas extracontinentales. Una especie de thalassocracia* globalista con alma de policía, carne de militar, huesos de obreros y campesinos, aparato digestivo de burócratas de lobby, puños de hierro, pies de arcilla, cerebro de gerentes y moral de gerontes.  Tal, la descripción de la potencia dominante de fines del siglo pasado.

Sus antiguos adversarios, figuraban en su lista de invitados de honor a cualquier cita de negocios; los decadentes estados-satélites de la otrora URSS estaban alineados con la OTAN, incluida la extinta patria socialista.  El derroche en armamentismo hubo sido tan pantagruélico, que envió al mazo a varias potencias de polarizadas ideologías de fachada.  En realidad, toda potencia es imperialista per se y lleva el germen de sus orígenes esclavistas de los que aún no han abjurado del todo. Japón, por ejemplo; fue invadido por los Estados Unidos en 1854, bombardeando aquél a Pearl Harbor en represalia en 1941, siendo luego aplastado y humillado por una bomba atómica, oportuna o no,  en 1945; tornándose luego aliados ocasionales hasta el día Z, en que volvieron las fricciones y rompimiento diplomático, enterrando la pipa de la Paz, desenterrando el hacha de la guerra, y lo celebraron comiéndose palomas de la paz al spiedo maceradas en hojas de olivo.

Los cristianos del sur, especialmente quakers, amish, episcopalianos, mormones y otros, rechazaron la violencia.  Por esos tiempos, el poder lo ejercían los blancos  minoritariamente; su ética evangélica les impedía matar, aunque no ordenar a   otros cómo hacerlo. Los misiles salieron de los silos sureños a recorrer el planeta con sus cabezas múltiples e indiscriminadas.  No es de extrañar entonces, las monstruosas mutaciones que se produjeran  en humanos expuestos.  Y ello, en poco más de tres décadas después de haber estallado tos a radiaciones y gases no muy nobles, así como animales e insectos, tras la última bomba, y el colapso del stock armamentista.

“- Excita quæsumus, Dómine, poténtiam tuam, et veni; ut ab inminentibus peccatórum nostrórom periculis, te mereamur protegénte éripi, te liberánte salvari. Qui vivis et regnas cum Deo Patre in unitáte Spíritu Sancti Deus per omnia sæcula sæculórum. Amen”*.

El comandante Wigwham se sentó en el suelo con las piernas cruzadas apagando de paso el registrador magnético que recibía y grababa cuanto llegara de las satelitales alturas.  El rito no lo motivaba ni lo incitaba a la reflexión. Había recibido un misterios mensaje para que reuniese a su gente en las planicies del Área 56 para ayudar en el esfuerzo de tomar la base de Tlacaxchitl, aún defendida por sus ocupantes.  De pronto vio un enorme pájaro blanco de metal, tomando pista frente al viento, que infatigablemente erosionaba excitando a las arenas de la llanura.

El enorme jet se detuvo minutos después en medio de filas y filas de aparatos jubilados tras innúmeras guerras anteriores. Sus huestes estaban equipadas como para guerrilla rural, pero sus hombre poseían poca instrucción en las cosas de los blancos. Sabía que debía tomar partido por los suyos; por sus hermanos, tanto tiempo destinados a ghettos y reservas de mala muerte y peor vida. despojados de toda dignidad y derechos, que por demasiado tiempo enterraran el tomahawk guerrero.  Y esta vez, lucharían a muerte.                                 

Los defensores del Área 59 descendieron en Mojave, en la antigua California, a fin de requisar cuanto les pudiese servir para la defensa y eventualmente ataques de sorpresa contra los sitiadores, aunque no las tenían todas consigo.  Ignoraban el poderío de los indígenas y sus intenciones reales.  Sólo sabían con certeza que el comandante de los guerreros méxica no deseaba masacres ni efusiones de sangre.  Por tal motivo, el sitio se mantuvo estable y sin actividades bélicas durante más de una década; sin siquiera escarceos de guerrilla.               

Evidentemente, existían grupos de irregulares que pretendían hacerse de arsenal, aunque fuese anticuado, a costa de apoderarse de bases.   Los milicianos y los KKK entre ellos; aunque de momento no daban señales de vida.

Tras recorrer más de dos horas y media, se contentaron con viejos cazabombarderos de sexta generación, abandonados al sol del desierto.  Los depósitos de la base aún tenían harto combustible, pero para llevarlo hasta Área 59, precisarían aviones de gran porte, como el que usufructuaban los sitiadores.  Había es cierto, grandes B-29 y B-36 de viejos motores de hélice y algunos C-124 y C-130 de turbohélices, pero éstos, aparte de no estar a punto de vuelo, serían fácilmente interceptados con misiles aire-aire de los Warhawk que merodeaban su base.  Deberían buscar helicópteros grandes que pudiesen acercarse a su base y descender verticalmente con carga.  Los únicos que podrían servir para ese menester, eran los Sikorski S-200 o los rusos Mil Mi-90 de por lo menos diez toneladas de capacidad, con autonomía suficiente para llegar a casa.

Finalmente hallaron varios S-200 en regular estado, en versiones de transporte y de asalto.  No perdieron tiempo en ponerlos a punto y atiborrarlos de combustible y misiles aire-tierra y aire-aire. Tras un paréntesis de casi doce años, volverían a matar... o ser matados.  El Dr. Rosenstahl se interesó por aparatos de comunicación, aunque deberían revisar sus baterías y ver generadores de bajo voltaje para éstos.  Fuese como fuese, estaban en desventaja. 

Las eras de castillos y fuertes habían caducado, desde la invención de armas de fuego y altos explosivos.   Ya no eran arcos, flechas, catapultas y arietes los que acechaban en la llanura; sino misiles inteligentes y de alta capacidad demoledora.  Un motivo más para replantearse todo.  ¿Tendrían razones lógicas para oponerse a cohabitar con los indígenas?  Sólo el orgullo de pertenecer a una raza diferente y que decía ostentar altísimas tradiciones culturales, lo hacía posible; un orgullo tan vano como hueco.                        

Las salvajes guerras intercontinentales, echaban por tierra tales presunciones.  El blanco, no era ni más ni menos salvaje que cualquier hotentote africano o cazador de cabeza del Amazonas. Y ni siquiera el barniz cristiano o rabínico lo disimulaba.  Recordó, Rosenstahl, que el colapso de la capa de ozono produjo dolorosos y letales melanomas cancerosos en las pieles rosadas de los anglosajones red-necks en ambos hemisferios, a causa de las radiaciones solares.  Sin embargo, los hombres de piel oscura resistieron muy bien el ataque solar.  Estos invitaron a los blancos a mestizar sus razas para transmutar sus genes y adaptarse a las circunstancias ambientales. Muchos lo hicieron, entre ellos los hispanos y mal llamados latinos de morena tropicalidad; pero los blancos arios, especialmente anglosajones y germanos protestantes fundamentalistas, se opusieron escandalizados, prefiriendo el suicidio a corto plazo de su raza pura e incontaminada, aunque no menos bastarda en lo cultural y religioso.

Ahora, ellos, los blancos del Area 59, deberían replantearse esa posibilidad.  ¿Por qué no compartir en lugar de disputar?  Sin duda, la humanidad estaba bastante diezmada en las postrimerías del primer siglo del tercer milenio; el mundo debía ser regenerado y reconstruido; aún a pesar de los dioses raciales de cada quien.  A pesar de los errores teológicos y antropocéntricos sostenidos como verdades bíblicas por tanto tiempo.  El Dr. Rosenstahl alzó el brazo, como llamando a sus hombres a reunión.

Tras cortas deliberaciones,  Rosenstahl se dirigió al Aurora, donde pulsó los aparatos de radiocomunicación.  Tras llamar a su base y deliberar con los comandantes interinos, resolvieron dar por terminada la defensa de la última fortaleza.  Poco después, intentaron comunicarse con el general Atlacàtl a fin de exigirle garantías de cumplimiento de sus propuestas.

Tras media hora de intentarlo, respondió por los comunicadores la voz del ingeniero Hunter el mohawk, en excelente inglés.

—Aquí Tomahawk Uno, ingeniero Hunter responde a Area 59. ¿Preparados para una capitulación, o para la batalla final?

—Queremos hablar con el general Atlacàtl —dijo el Dr. Rosenstahl sin aparentar ansiedad—.  Necesito hablar con él personalmente, de jefe a jefe.  Estamos dispuestos a entregar la base Area 59; mas necesito sus garantías de que respetarán a nuestros representados.  Somos casi diez mil hombres y mujeres en la fortaleza. Quizá podríamos resistir vuestros ataque, pero la situación general del planeta nos obliga a replantearlo todo...

—La palabra de un hermano nuestro es sagrada  —respondió Hunter, desde la cabina del F-22 Raptor, en vuelo en esos momentos y que captara la llamada de los defensores que transmitían desde Mojave—.  Si el general ha dado su palabra, en las condiciones estipuladas antes, lo hará.  Es el caudillo más respetado y el que tiene más prestigio en toda Abya-Yala...

—¿Qué es Abya-Yala?  —preguntó Rosenstahl, quien oyera esa palabra por primera vez en su vida.

—Es el nombre originario en lengua quiché de este continente.   Luego de la llegada de los blancos, se lo conoció como América, que desde hoy dejará de serlo. ¿Están en la base ahora?

—No. Estamos en Mojave, rodeados de miles de aviones de combate, tan costosos como inútiles. Fue al verlos pacíficamente enfilados, que hemos decidido no proseguir con esta escalada de violencia en la que todos tenemos que perder.  El planeta, pese a todo el daño que hemos causado, nos necesita. ¿Comprende?

—Comprendo.  Pueden regresar tranquilos y usar nuestra pista.  Tiene mi palabra que no serán tratados como prisioneros, si su propuesta es sincera.  No queremos caballos de Troya en nuestras posiciones.  Lo estará esperando el general Atlacàtl en persona.  Él es bisnieto del mítico sub-comandante Marcos, el libertador de Chiapas, y tendrá mucho gusto en acogerse a vuestras propuestas, que no condiciones. Tendrán todas las facilidades para cuanto resolviesen negociar.

“–Vox in Rama, audíta est, plorátus et ululatus; Rachel plorans filios súos, et nóluit consolári, quia non sunt...”*.

El capitán Xibalbaktun, apagó el molesto registrador que trajera voces incomprensibles desde el espacio. Ojalá no regresasen nunca esos sacerdotes de huecos ritos tridentinos perdidos en el tiempo de infamia y oscurantismo… ni los degolladores rituales de antaño.  Ahora, debían reconstruir el planeta con ayuda  de la madre naturaleza y, de paso, destruir todas las armas que quedasen o enterrarlas para siempre.

Recordó haberse horrorizado al contemplar el cráneo de una especie mutante a causa de las radiaciones.  De no haber contado con protectores, o de no haber estado muy lejos de las zonas beligerantes, quizá también ellos serían monstruosos abortos de la naturaleza y la tecnología de la destrucción.  Si bien los mutantes no tuvieron larga vida y se extinguieron a causa de sus bajas defensas biológicas.  Mas pudo haberles ocurrido a ellos; por fortuna fueron resistentes a casi todos los agentes contaminantes y fueron poco afectados por las lejanas guerras.

Recordó haberse horrorizado al contemplar el cráneo de una especie mutante a causa de las radiaciones.  De no haber contado con protectores o de no haber estado muy lejos de las zonas beligerantes, quizá también ellos serían monstruosos abortos de la naturaleza y la tecnología de la destrucción. Por fortuna, los mutantes no tuvieron larga vida y se extinguieron a causa de sus bajas defensas biológicas, pero pudo haberles ocurrido a ellos; por fortuna fueron resistentes a casi todos los agentes contaminantes, gracias, justamente a no haber estado en ciudades ni ingerido alimentos-basura. Quizá podrían sobrevivir ellos, en los próximos siglos sin agredirse, dejando en manos de los justos la resolución de los conflictos.            

Después de todo, ni los rostros pálidos eran tan necios, ni los indígenas tan salvajes, como las barreras del prejuicio habían pergeñado durante centurias.

Para sellar el pacto, la bella hija del general Atlacàtl: Xochitl (Flor), se ha desposado con Stern, el hijo mayor del Dr. Rosenstahl en una ceremonia de estilo maya, aunque desprovista de toda alusión a divinidad alguna de raza o nación; sino a la gran inteligencia creadora del universo, sin nombre ni forma.

El general y muchos como él, y también muchos blancos, pensaron —y no con poca lógica—  que para unir a la humanidad,  habría primero que dar muerte a los dioses que por demasiado tiempo sometieran a los humanos a sus caprichos y locuras y a los ignotos e impredecibles designios del cielo.

Según relato de Huinakulli el sabio

Por los caminos de Abya-Yala

Concluido en el uinal 6 K’umku

Del Kin de la Luna Lluviosa

del10.089 tun de la era del Sol Agonizante;

a los 24 tun del final de la Gran Guerra Planetaria.

2089 D.C. (era de los titzimines).

Según me relataba mi abuelo, esas ruinas ominosas que convergen sobre nosotros, como si quisieran hacernos partícipes de sus glorias pretéritas; o rogarnos siglos que no minutos de silencio en memoria de sus padecimientos durante la era de las Expiaciones. Éstas, se iniciaron  en el 13 kin del vigésimo uinal de la Luna Cósmica, del trigésimo tun de la Era del Sol Agonizante, lo que correspondería al decimotercer día del quinto mes del año 2036 DC (¿después de la crisis?).  Todavía puedo verlas, ya que la selva aún no se ha apoderado del todo de cuanto resta de ellas, hasta los días de hoy.

Mi abuelo recuerda las historias de esas extrañísimas criaturas, llegadas desde el oriente a las que, según relataban sus antepasados, tras haber sometido a los nuestros durante casi seiscientos cincuenta tun, les llegó el día de la gran expiación.

Las ruinas que pretenden abrazarnos; fueron abrasadas por el mismísimo Sol, que, según cuentan las leyendas, descendió de los cielos a devorar esta ciudad de los tzitzimines llamada, entonces, My’yam, cerca de los lagos del Okeechobee, en la península de los Seminola situada en las costas del gran Océano de Atlán y del Mar de los Karaivé.

Por esos días aciagos —decía mi abuelo—, los seminola ya no existían a causa de haber sido exterminados, por resistirse a capitular ante los tzitzimines.  No recordaba en medio de las brumas de mi memoria cómo hubo ocurrido la caída del Sol sobre ese lugar.   Llegué a sospechar incluso que tal suceso fuera una leyenda en parábola; símbolo de algo mucho más atroz de lo que nos pintara el relato de los ancianos muy ancianos. Lo cierto es que ello pudo haber ocurrido hace muchísimos tun.  Tantos, que están ya ancianos y decrépitos los recuerdos de las naciones méxica y maya y camino al casi olvido, de no mediar orejas y bocas, que los perpetuasen para lo por venir.

Los que han contemplado, aún desde muy lejos, al Sol devorando a My’yam, quedaron con los ojos muertos a causa del resplandor de una luz ponzoñosa, pese a la enorme distancia del sitio del suceso.  Leyendas mediante, de bocas a orejas, no hemos olvidado lo ocurrido.

Tenemos, además, a quienes validos de instrumentos en negro y color, trazaron sobre láminas vegetales muy delgadas, sus casi mágicos registros —que hablarán a las generaciones venideras a través de sus esbozos hechos a mano alzada— silentes pero expresivos y agradables a los ojos.  Yo he aprendido a descifrar tales códices, por crípticos y oscuros que fuesen.   También varias lenguas muertas, habladas y escritas en los días idos y hoy mudas e inertes; lo que los tzitzimines llamaban lectura y servía para guardar palabras que recobraban vida ante nuestros ojos, mucho después de haber sido dichas.

Nuestras antiguas malquerencias entre hermanos, han sido hoy felizmente superadas. Tampoco existen hogaño los protervos sacerdotes; quienes, en remotas épocas anteriores a la venida de los tzitzimines de hacia donde nace el Sol, sacrificaban súbditos y prisioneros ante cada fenómeno celeste, cada batalla o cada primavera; dioses del buen parto, del maíz y de cuanto nuestro pueblo precisara para sobrevivir y perpetuarse como tal.

Esos oscuros degolladores rituales, han sido radiados de entre nosotros porque no pudieron —o no supieron—  obtener de los dioses la liberación de nuestros pueblos de las malignas garras de los tiranos, de espadas, cruces y sayas negras como sus almas.  Éstos, nos obligaran a adorar a un dios extranjero —clavado en maderos infamantes por sus mismos fieles— elevado posteriormente a los altares de sus templos y resucitado cada tun en las llamadas “semanas santas”.

No hubiésemos tenido otrora temor de ofrecernos voluntariamente a sacrificio, si éste hubiese sido el precio de nuestras libertades; pero, ser sacrificados a lo largo de una vida de penurias, y encima encadenados, fue demasiado para nosotros.   Ello ha sido nuestra expiación, hasta hoy.

Torné a observar desde muy lejos, las ruinas de lo que fuera una de las más impuras rameras del golfo Mexicalli; una de las más prósperas y viciosas urbes de estas latitudes; una de las más avanzadas discípulas de la diosa Astucia y del dios maldito del Dinero. ¿Qué secretos gritarían sus torres semiderruidas? ¿Qué silencios callarían sus amplias avenidas devoradas por la vegetación exuberante y húmeda? ¿Qué callarían sus huecas estructuras, donde el lujo y el derroche más descarado —y más hueco aún— se gestaban en su innoble útero?   Estarían ya descascaradas hoy, con certeza y poseídas por la naturaleza implacable de la región.

La planta sagrada de nuestros hermanos del Tahuantinsuyu: —la coca— fue degradada a diversión de depravados, que hollaban las doradas playas de My’yam con las más siniestras de las intenciones; con el más abyecto y perjuro de los espíritus y la más horrenda madre de todas las perversiones refinadas y refinanciadas. ¿Qué extraños sonidos se han registrado en sus entrañas por medio de secretas fórmulas de tecno-magia, en aparatos hechos con raros metales y alimentados con fluidos robados al rayo de Tlaloc? ¿Qué misteriosos conjuros de maldad se hubieron llevado a cabo en sus protervos templos del oro-papel-plástico malhabido? ¿Qué dirían sus hoy derruidos muros y templos del Mal, caso de poder gritar sus ocultas verdades?

Muchas veces, intenté acercarme a esas ruinas de orgulloso pero vano pasado.  Lo he intentado —créanme—, y he sido rechazado por su fauna y flora de estirpe mutante.  Yo, Huinakulli de Nueva Teotihuakán, no pude ingresar a ese prohibido territorio de la leyenda.  Los sabios dicen, que aún quedan vestigios de algo llamado morbo atómico o residuos invisibles en su corrompida atmósfera de malsanas emanaciones, de inodora fetidez e insípida amargura.

Es cierto. Una fuerza misteriosa me atrae hacia las ruinas y, al mismo tiempo en que ella se apodera de mí, me rechazan con más fuerza aún. Nunca pude atravesar una línea de viejos materiales licuados y fundidos por un calor de cientos de soles; hoy refugio de alimañas monstruosas, que medran en sus retorcidos bosques mutantes malformados a causa del letal e invisible veneno de su aliento.

En todo Tehuantepec, ni en el continente entero existió una ciudad semejante en bellezas naturales, en opulencia, en perversiones sin parangón en los siglos pasados, en poderío económico y usurario.  No, no la hubo jamás, desde los lejanos días de la ramera del Eufrates: la alegre Babilonia de los jardines en los altos; la  de los frisos de esmalte, la de los sacerdotes magos del Zigghurath y las cortesanas dulces como veneno de farmacopea. No. No hubo nada parecido.  

La sucia Nouiark o Niv’iork —no lo recuerdo bien— era quizá más grande; más contaminada; más triste; más fría; más sucia; pero no más bella ni más proterva. Hasta la horrenda Lilith asirio-babilónica; la Hécate griega; el Baphomet templario, la Pomba-Gira africana; el Kurupí gwarán o los Faunos de la Arcadia, podrían haberse dado cita en sus elegantes parques, bosques y playas a regodearse en sus impuras bacanales, si pudiesen hacerlo, o si existiesen por esos días.

Cuentan, los ancianos muy ancianos, que cuando llegaron los tzitzimines a nuestras tierras, pensaron que eran Quetzalcoàtl y los suyos, quienes regresaran luego de mucho tiempo a reencontrarse con su pueblo; el mismo pueblo que tantas víctimas había inmolado en su memoria.  Tarde cayeron mis ancestros en la cuenta, que los recién llegados entonces eran meros ladrones, con armas, metales y animales desconocidos por mis antepasados.  

El terror se desató sobre los míos con una intensidad nunca conocida.  Y no es que temiésemos a la muerte, ya que, como sabéis, muchos se ofrendaban voluntariamente —hombres y mujeres—, en la Pirámide del Sol y en el regazo de Chac-Mol, o en los cenotes sagrados.  No.  No temíamos, ni tememos ahora a la muerte; ni a que nuestra sangre fuese vertida en pro de la nación.  No. Sólo temíamos a las fuerzas sobrenaturales del cielo; y ni intentos hubo, de huir de ese destino miserable impuesto por los extraños. 

En esa tesitura, fuimos dominados, poseídos, esclavizados por quienes creíamos dioses entonces.  La Piedra del Quinto Sol, que regía el tiempo nuestro, fue desactivada y callaron, botadas al arcón del olvido, nuestras cosas sagradas.   Todo fue relegado al paréntesis de lo superfluo, ante la urgencia de sobrevivir como fuese.   Nuestro indescifrable calendario (excepto para los sacerdotes), enmudeció casi para siempre, ya que los clericales verdugos y tzitzimines de piel pálida y cabellos amarillos, no amaban al Sol, sino a un tal Xetzukrizt, blanco como ellos, eternamente crucificado y resucitado anualmente para consumo de las masas.  Estos sacerdotes, de negras vestiduras, que decían despreciar la violencia y la muerte; que decían ser los únicos emisarios autorizados del cielo; nos encadenaron a un yugo desconocido por nosotros.   Ayudaron a que fuésemos sometidos con una mansedumbre no digna de guerreros del Jaguar y del Sol, del Quetzal y de la Luna.   Esos sacerdotes, nos prometieron el cielo eterno y sin embargo, quemaron nuestros libros sagrados; satanizaron nuestras tradiciones e intentaron borrarnos de la historia.

Esto último, no lo lograron.  Nuestros cultos prosiguieron en la quietud de bosques; ocultos a quienes usurparan nuestras tierras,  nuestras mujeres y cuanto perteneciera a nuestra cultura. Para ellos, sólo el oro y la plata tenían valor.  Nuestras vidas y honras nada significaban para los blanquiñosos de tez pálida, manos engarfiadas  como para la rapiña, y dientes podridos.

Todo se lo apropiaron para sí, para sus reyes lejanos y ausentes, para su dios omnipresente y, a veces, omni-ausente.  Ni siquiera nos dejaron el consuelo de morir luchando por la libertad; apenas teníamos derecho a la tierra de nuestras tumbas... y nada más.  Y no fueron pocas las ocasiones en que hasta eso nos negaban; dejando a zopilotes, buitres y caranchos, o a sus perros de presa, realizar las ceremonias funerarias de quienes morían en las minas, en las plantaciones, en las construcciones, bajo el vil oficio del esclavo, o en intentos de huida, esparciéndose huesos y reliquias por las tierras usurpadas, confundiéndose con el paisaje árido; ya devastado y degradado por los invasores.

Netzahualcoyotl, nuestro chamán y hombre-medicina, ha profetizado que alguna vez nuestros descendientes volverán a contemplar las antiguas maravillas y las pirámides gigantes de los Hombres-Jaguar y de la Luna Cortada, aunque ya sin manchas de sangre. Nada ha quedado de tales tradiciones anteriores a la conquista de los blancos;  nada será perpetuado en lo porvenir, que nos alejase del camino de la paz, la solidaridad, las ciencias y el trabajo creador.

—Pronto, muy pronto, debemos poner en marcha las máquinas que nos conducirán al futuro —me decía el sabio Netzahualcoyotl sonriendo: —Ha acabado ya el poder de los malvados tzitzimines, e incluso el de los buenos que también los hubo; ahora renaceremos de nuestras cenizas, aunque debamos aprender las ciencias muertas que hicieran grande a la civilización de los rostros pálidos.

—¿Cómo lo haremos?  —pregunté al brujo—.   Esa civilización fue borrada de la Tierra a causa de sus prevaricaciones.   El Sol los ha castigado, calcinando sus impuras ciudades y reduciendo a cenizas sus libros y sus registros de papel.   Nada ha quedado de ellos que pudiera servirnos de referencia.

—Te revelaré un secreto, si sabes sepultarlo en tu memoria hasta que los tiempos sean propicios —respondió Netzahualcoyotl. Tras jurarle silencio perpetuo, salvo autorización en contrario, habló así:

—Nuestros chamanes antepasados, se empaparon de la lengua, literatura y ciencias de los tzitzimines, desde mucho antes de la caída del Sol sobre sus ciudades; que en realidad no fuera el Sol, sino la energía del Sol, contenida en cápsulas arrojadas, desde lejanas tierras, por enemigos.   Ellos mismos causaron su destrucción y esa ciencia maldita, que permite matar por placer, o simplemente para dar satisfacción a los instintos suicidas de muchos hombres,  ha quedado guardada en libros y registros que oportunamente serán develados.  Aunque sería mejor destruir tales conocimientos, aprovechando sólo lo que sirve para crear belleza y bienestar.   No quisiéramos que se repitiese el nefasto ciclo, que llevara a la humanidad a la decadencia y autofagia; en la que también nuestros antepasados han incurrido con sus sangrientos ritos caníbales.   Hasta ahora no me explico cómo nuestros hermanos del pasado hayan podido tolerar tal férula sacerdotal sobre sus cabezas por tanto tiempo y con tanta paciencia, como corderos ante el matarife.                                                                                              —Entonces, ¿fueron los blanquiñosos quienes arrojaron fuego sobre sus propios hermanos, reduciéndolos a cenizas calcinadas? —pregunté intrigado e incrédulo.

—Así es —respondió—.  Cuando el planeta estaba demasiado degradado y contaminado a causa de los excesos en la extracción de recursos, intentaron apoderarse de territorios vecinos poco alterados y no hallaron nada mejor que agredirse unos a otros. Los antiguos sacerdotes blancos lo llamaban desde mucho antes: Armageddon  o el Juicio Final. Lo hicieron como lo han hecho siempre; como también nosotros lo hemos hecho por centenares de tun, capturando prisioneros para sacrificarlos a los dioses extintos y para comer sus carnes.  Tal vez por ello, fuimos castigados por los hombres del hierro y la cruz; que, si bien nos dominaron, nos inculcaron la idea o el concepto abstracto del Amor, con sus hombres de negro; algo hasta entonces desconocido por nosotros.   Es decir, por nuestros antepasados, tan duchos por otra parte en el arte de leer en las estrellas y en las matemáticas.

—Eso lo sabía —le respondí—.   Pero no lo del suicidio de los tzitzimines.  Me parece una locura.  ¿Es que ellos llegaron a un punto de sus conocimientos de la naturaleza en que no tuvieron opción de retroceder?  ¿Es que no previeron las consecuencias del desarrollo de tales armas devastadoras y pretendieron ser dioses y señores de la destrucción?  ¡No me lo puedo imaginar!

Me miró con una sonrisa triste, el chamán, antes de responderme finalmente:

—Es que la humanidad nació bajo el signo de la supervivencia, a costa de su propia especie; del robo, las exacciones y todo tipo de injusticias.   A todo esto, lo denominaban política  en los tiempos antiguos, anteriores a sus guerras de exterminio; que fueran, sin duda, sus últimos actos políticos, o por lo menos, de ingeniería social.  Debes aprender a leer en la lengua de los blancos, Huinakulli.   Pese a perversiones —a la que tampoco hemos sido ajenos—, hicieron cosas bellas también.   Enseñaron a nuestros antepasados muchas artes como la escritura simplificada, la literatura poética y otras habilidades muy avanzadas.  Y, lo que es mejor, las extendieron incluso a las clases populares, a través de escuelas públicas.  Y lo que no nos enseñaron, lo aprendimos de propia cuenta.  Nociones de unión, de solidaridad; no sólo de glorias guerreras y esas zarandajas que tantas víctimas propiciaran hasta no hace mucho.  Esto los ha redimido como raza.  Los ha dignificado como seres humanos, aunque no haya impedido su extinción casi total, al menos en Abya-Yala.

—Entonces... esa vieja leyenda de cuando el Sol se casó con la Tierra ¿es una parábola acerca de esa guerra estúpida y cruel? ¡vaya!  Creo que no deberíamos enseñar a nuestros niños esas fábulas y mitos.  Ahora conocemos demasiado de los astros y de la naturaleza para seguir con ese tipo de analogías legendarias e irreales... —expresé con vehemencia de orador de biblioteca o necio diplomado en asuntos varios—.  De los pieles pálidas, hemos aprendido algo más que el pensamiento analógico; el paralógico y el intuitivo.  Somos mayores de edad en cuanto a evolución, y podríamos enseñar la historia sin crear mitos. ¿No te parece?

—No podríamos hacérselo comprender de otro modo que no fuese con poesía lúdica, Huinakulli.  Además, nuestro lenguaje mítico está pletórico de símbolos gráficos y auditivos que buscan la síntesis.   Nuestros niños han sido enseñados a amar a su planeta entero y no sólo a su porción nativa.  Poco podrían comprender, en sus cortos años, de la crueldad y vesanía de los mayores.  No sólo de quienes eran ajenos a nosotros, sino también de nuestros propios antepasados, quienes obligaban a dar tributos de sangre a los  vasallos de otras naciones, como si fuesen los amos de la Tierra.  No lo olvides.  Todo acto de crueldad, es un crimen y nuestros antepasados con sus emperadores y sacerdotes, han sido realmente criminales. ¡Ah! ¡qué distintos eran los señores de Tahuantinsuyu!  Ellos gobernaron sabiamente a sus súbditos, sin otra arma que la justicia.  Y si armas tuvieran entonces, fuera sin duda para respaldar a la justicia.  Que la tuvieron, pese a la separación de castas y a la magnitud de su imperio.  Los nuestros en cambio, sólo sabían acatar los caprichos de la naturaleza, sin intentar adaptarse a ella, como los incas; dependiendo aquéllos, del capricho de dioses imaginarios.

—He oído hablar de ellos —repuse—.  Los llamados incas, no disponían de alimentos de la selva; pero construyeron en las grandes montañas del sudoeste magníficas terrazas de cultivo, donde producían patatas, maíz y otras muchas variedades de plantas alimenticias y terapéuticas.  Realmente, gobernaron con sabiduría previsora y lograron más de cinco  baktun de paz.   Fueron conquistados a causa de que poseían el maldito metal amarillo al que llamaban el sudor del Sol y el blanco metal denominado lágrimas de la Luna; pero ignoraban —como nosotros— el hierro, la rueda y el polvo de los infiernos, que los tzitzimines usaban para matar a distancia.   Algún día me vas a relatar la historia de esas ruinas que nos rodean y que aún son reflejadas por el gran Mar de los Atlantes.

—Vale. Algún día de estos te lo relataré, aunque sin poesía ni parábolas, sino con la verdad cruda, acerca de unas ciudades calcinadas, que guardan en sus restos los secretos de una civilización de alta y harta ciencia y muy baja conciencia.  Ahora, Huinakulli, te dejaré reposar, que ha pasado la medianoche y estás obsesionado con esas monumentales mega-ruinas de My’yam, y mucho más desde que sabes o crees saber lo que ha ocurrido en eras pasadas.

—Gracias —respondí, despidiéndolo con una reverencia.

Este pensamiento me ha ocurrido acerca de la decadencia de las naciones que en este mundo han sido: las sociedades que no respetan a sus niños y a sus ancianos, duro les tocará pagar sus cuotas de olvido e irreverencia.  En los últimos tiempos de las entonces llamadas megalópolis, estaban superpobladas e insalubres.  En la prisa por hacer acumulación de bienes, descuidaron su salud, más aún al verse obligados a alimentarse con chatarra biológica tecno.

En las ciudades se llegó al colmo de recluir, a los niños en escuelas castradoras y mediatistas y a los ancianos, en asilos de triste soledad acompañada; cuando que el lugar de los abuelos es con los nietos e hijos hasta su último aliento en esta vida.  Salí del caribal del chamán, dirigiéndome a mis aposentos situados en una hermosa terraza de rocas.

Allí, tras mascar un botón de peyotl y sorber un trago de mescalina, me proyecté con la imaginación hacia los meandros de lo interior.  Un universo estalló dentro mío y sentí la expansión del tiempo-lugar-sueño-realidad.  Por ser iniciado de quinta fase, me fue dado un nagual-águila protector.  Ello me sirvió para remontarme a tiempos ignotos y pretéritos, desafiando a la perennidad del presente aquí-y-ahora que nos posee a lo largo de nuestra existencia material. Y, he aquí lo que he visto en esta sutil travesía en mente-espiritu hacia lo ya sido.

Vi —al horizonte de mi espíritu-nagual—, una ciudad resplandeciente y extensa, con altas torres de cristal y millones de fanales y veneros de luz; vi, a lo largo de las costas, como si estuviese en alta mar, cientos de grandes bloques de piedra artificial con miles y miles de aberturas iluminadas, como guiñando desafíos al espacio infinito.  Observé una veloz estela luminosa desplomándose desde el cielo, cual respuesta burlona a los guiños de las luces. Y en pocos instantes, reverberó un sol estallante sobre el corazón de todo lo construido por los blancos.   Esa luz enceguecería a todos los ojos carnales que mirasen a su centro; pero la mirada espiritual de mi nagual-águila, que me proyectara a ese tiempo, resistió el traidor resplandor de esa bola de fuego-veneno que, lentamente ya, ascendía a los cielos abriéndose cual gigantesca seta alucinógena en las alturas.

El estruendo que percibieron mis sentidos espirituales, superaría al rugir del gran salto del Auyantepuy, en las selvas de más al sur y con más de dos mil codos de altura.  Allí comprendí la magnitud de ese suceso relatado en parábolas como el día en que la Tierra contrajo unión con el Sol y volatilizara todo el gran centro del corazón de la ciudad, envenenando todo lo restante, hasta muchísima distancia mar adentro con sus invisibles miasmas irradiantes, aunque inodoras e insípidas.

Intuí que esa enorme masa de fuego desatada sobre muchas ciudades en todo el planeta, fuera efectivamente provocada por el hombre y no por dioses, como nos lo enseñaran nuestros maestros parvularios.  El buen chamán, Netzahualcoyotl me lo explicó en breves palabras: la poesía y la leyenda, sirven para dulcificar cuanto de horrendo tiene la historia y fortalecer ideas orientadoras; aunque no siempre tal objetivo es logrado.  Seguramente, los tzitzimines de pálida tez hubieron enseñado, por muchos años en sus escuelas, que fueron ellos quienes trajeron la verdadera civilización humanista en este continente; obviando la crueldad con que sometieran a nuestros antepasados y robaran sus bienes culturales, de los cuales hubiéramos sido herederos.   También ellos crearon nuevos falsos mitos, como el del mestizaje voluntario, la evangelización dulcificada y el robo de nuestra cultura, disfrazados de adaptación o integración cultural, o, simplemente de cristianización.

Por fortuna, la memoria de los nuestros no se ciñó o limitó a lo escrito.  Mediante esto, pudimos conservar gran parte de nuestros orígenes en forma de mitos y leyendas; transmitidos ambos de bocas a orejas entre quienes supieron sobrevivir, durante la larga noche en que los fanáticos del dios crucificado nos sometieran a sangre, fuego y esclavitud.  Por otra parte, la historia que los blanquiñosos vertieran en libros u otros registros, no sobrevivió al holocausto solar que redujo a pavesas humeantes sus millones de libros de historias fraudulentas y ficciones filosóficas. Nada hubo quedado para atestiguar la verdad acerca de cuanto ocurriera a los amos del continente.  Pero según nos lo dijeran los sabios, vendrán los tiempos en que se disiparán las letales radiaciones residuales y se podría ingresar a las vitreas ruinas, para indagar tales misterios.  Mientras tanto, sólo me queda seguir aprendiendo de la sabiduría de los ancianos y recordar las enseñanzas de la historia, a fin de evitar repetir los errores del pasado.

Una de las tantas cosas que he aprendido, tras la iniciación a la edad viril, es que la ciencia de los sacerdotes antiguos de antes de la invasión de los europeos, les hubo permitido predecir fenómenos celestes; y tal poder, supuestamente mágico, lo utilizaron para hacer creer al pueblo y a los nobles que podían tener la obediencia del cielo a sus tenebrosos intereses.  Incluso, aparte de arrancar el corazón aún palpitante a los inmolados varones, arrojaban doncellas núbiles a pozos profundísimos llamados cenotes,  como ofrenda a Xipe-Totec y otros dioses de fecundidad, cosechas y alimentos.  Y nadie escapaba de este inexorable destino cuando fuese señalado por los sacerdotes.  A tal punto llegó el sometimiento del pueblo a los designios o caprichos teocráticos, que incluso nobles guerreros e hijas de nobles, debían ofrendar sus vidas si fuesen escogidos para ello; especialmente en períodos de paz y escasez de prisioneros.  Y todo ello —según los sabios ancianos—, a causa de la carencia de proteína animal en el imperio. Sabido es, que el consumo de carne y sangre, biológicamente torna al que la  consume sanguinario y bilioso.   Y los antepasados nuestros, manducaban con fruición a sus propios hermanos cautivos, pudiendo nutrirse de otras maneras menos crueles.

Los mayas, en cambio, poco uso hicieron de la carne humana y animal, al disponer de una gran variedad de vegetales y una mayor superficie de cultivo.  Es decir: sólo en fechas muy especiales y ante la inminencia de eclípticos fenómenos celestes, hacían sacrificios casi simbólicos de resinas olorosas de copal y uno que otro degollado. Para motivar sacrificios teníamos además, el tlachtli (juego de pelota), creado por los toltecas milenios antes, en que competían dos equipos que debían pasar una esfera de látex y cuero, a través de un aro pétreo.  En realidad, más que un deporte —como dirían los blancos—,  era un juego ritual de alto simbolismo cósmico.  La esfera era el mundo, y no debía caer al suelo.  Los jugadores del equipo perdedor, eran los sacrificados, o quien la dejaba caer al suelo, lo que auguraba desastres futuros.

Este sistema de teocracia tiránica, fue tolerado por centenares de tun y soportado por nobles y pueblo llano sin rebelión alguna, hasta que, tras la llegada de los pieles-pálidas, aprendimos de ellos que nada se conquista sin lucha y mucho menos, el derecho a la vida.  Con la salvedad que nuestros antepasados de la terrible Tenochtitlán, luchaban por el derecho a la muerte; y tal crimen se pagó con siglos de esclavitud.

Tras la irrupción del dios blanco, cundió el terror pero también la esperanza y, con el tiempo, aprendimos a vivir sin depender de los dioses lejanos y ausentes, sino sólo de nuestros brazos e ideas como siempre debiera haber sido.  Desde entonces, ya no fuimos aterrorizados por los eclipses lunisolares, ni por la precipitaciones de meteoritos en ciertas épocas predecibles por cálculos astronómicos.

Tampoco sobrevivió la casta sacerdotal, exterminada durante la conquista y nunca más regenerada por el pueblo, —que conoció a través de la poco veraz prédica de los blancos—, acerca de principios llamados libertad, igualdad y fraternidad.   Nosotros aplicamos estos principios, una vez conocidos, y nos sirvieron por mucho tiempo hasta hoy para hacernos comprender que —aún en las más intensa de las angustias—, nos son útiles para replantear vicios sociales (antes llamados: tradiciones) y buscar cambios en lo etológico, lo moral y lo social.

¿Por qué no habremos sido justos, como los incas, los otavalo, los kuna o los apaches del norte y los mapuches y gwarán del sur?  Ese error, nos costó caro, por la Ley del Retorno, que, aún hoy, muchos que se creen poderosos ignoran.

Ahora, tras el colapso mundial, somos libres en una tierra arrasada y en ruinas; degradada por letales venenos de laboratorios infernales, con sus aguas impuras e impotables, además de escasas; con sus vegetales mutantes, que adquirieran características monstruosas e imposibles de describir.  Los animales también trocaron su forma y costumbres —como les dijera antes— y ahora son casi humanos en cuanto a capacidad de inteligencia.   Esto los hace doble o triplemente más peligrosos.  Nosotros, a través de los tzitzimines, aprendimos ciencias que nos abrieran los ojos; con lo que, sumado a nuestros conocimientos ancestrales de plantas medicinales, enriquecimos nuestra cultura y ello nos permite hoy sobrevivir como nación, como confederación y como especie planetaria.

Ahora pudimos zafarnos fortuitamente del dominio de los blanquiñosos, a los que en las postrimerías de su hegemonía, se sumaron minorías mafiosas venidas de Europa, Asia, Africa y una comunidad itinerante, de antigua prosapia y nula raigambre, cuyo nombre se me olvida.

Los antiguos amos coloniales de la primera etapa de nuestra esclavitud, nos despojaron de muchas cosas con la libertad; pero miles de ellos se integraron de buen o mal grado con nosotros mestizándose; aprovechando entre otras cosas nuestra libertad sexual y carencia de rechazos a otras naciones.

El daño causado por los encomenderos, mitayos y capataces de mega-haciendas, fuera tal vez compensado con la educación a la que muchos de nuestros antepasados pudieron acceder.  Perdonen, hablo en nombre de mis ancestros; los que me precedieron en este lugar, al que los buenos frailes cristianos denominaban entonces, y con no poca razón: Valle de Lágrimas. ¡Y vaya si lo ha sido!  Ahora, como os dije, los animales competirán con nosotros.  Podríamos vencerlos aún, pero —de seguir en esta escalada de mutaciones radiactivas y químicas, su inteligencia podría superar a la nuestra— con resultados imprevisibles. ¡Tantos millones de años de evolución para finalmente ser cazados como merienda de algún monstruoso predador carnívoro! ¿no es desesperanzador este panorama?

Cierto día, decidí viajar a lomo de mi amigo, un caballo mutante (eohippus giganteus) de gran alzada e inteligencia vivaz llamado Chacmol.  Por fortuna somos amigos de infancia, y, tras proponerle visitar algunas ciudades al sur del continente que estuviesen poco contaminadas, aceptó con un suave balbuceo de placer.  Tras comunicar al sabio Netzahualcoyotl mi decisión de investigar lo ocurrido con los tzitzimines, solicité su bendición y pociones mágicas para los dolores y penas del camino.  Había sabido por parte de Tahuanti Pachaq, el representante quechwa del sudoeste de Nuk’atlan, que muchas regiones de los blanquiñosos fueron poco atacadas a causa de que                —como lo dijeran los invasores mucho antes—  no deseaban quemar pólvora en chimangos.  Una gran espada gótica  sisada de algún museo y una vieja pistola automática, son mis únicas armas para el viaje.

Varias ciudades del sudoeste no recibieron las letales explosiones solares sobre ellas, pero ciertamente sufrieron pestes, contaminaciones y otras plagas que obligaran a sus habitantes a emigrar más al sur o fuera del continente.  Sus ciudades, aunque en ruinas, son posibles de visitar de tanto en tanto, aunque las antiquísimas casas estén vacías de vida humana, en muchos casos, sus archivos y códices aún estarían allí, si bien no del todo intactos.

Chacmol, mi cabalgadura, posee una resistencia a toda prueba.  Muy pronto fuimos cruzando por el istmo de Xihuantepec, rumbo al sur.  Un viejo mapa me sirve de referencia.   Debo reconocer que gran parte de la toponimia del mismo ya ha desaparecido,  aunque todo ha sido renominado en las lenguas de las naciones originarias locales.  El caballo mutante, tiene las patas largas como los antiguos camellos; crines muy tupidas y ¡una alzada de casi dos hombres!  Para montarlo, debo pedirle (con buenos modos, por supuesto) que se arrodillase a fin de poder enjaezarlo primero y estribar después.  Si la cincha le aprieta demasiado, me lo da a entender y pongo los arreos y aparejos a su comodidad.  Casi podría hablar, de  tan expresivo y comunicativo.

Cincuenta kin transcurrieron de mi partida, cuando parsimoniosamente cruzamos el antiguo canal; objeto de tantas disputas.   Las instalaciones estaban casi intactas y los antiguos tramos camineros, claramente visibles, pese al deterioro y al avance de la selva mutante.

Puedo ver con cierta claridad, aunque a prudente distancia, unas lianas de singular grosor y fuerza.  Si no fuese por ellas, los grandes árboles de umbrío follaje medrarían hasta cubrirlo todo.    Estas parásitas, succionan la savia de los árboles más añosos hasta reducirlos a esqueletos en apenas diez a quince tun.   Pero, si llegasen a cazar algún ser viviente de sangre caliente con sus tentáculos flexibles, no desdeñarían el bocado, del cual seguramente asimilan proteínas vivas.

Lo curioso es que, una vez atrapadas sus presas, las mantienen en estado de animación suspendida o semiparálisis durante el tiempo que tardan en asimilarlas, alimentándolas mientras con su propia savia. Una suerte de simbiosis bilateral, aunque nunca se supo qué se siente en tales condiciones: es decir comidos vivos.  No hay quienes  —voluntariamente al menos— se acercarían a estas plantas mutantes para averiguarlo.

No tardo en salir a las costas de lo que fuera la antigua Colombia, nominada hoy Aukarëndá o “patria de los aukas”, aunque las divisiones políticas  ya no existan hoy día.  Reviso mi bitácora de ruta.   A mi izquierda, al oriente del continente del sur, está la antigua Caracas, aún intacta, salvo la densa vegetación que debería cubrirla ya. La antigua universidad Simón Bolívar de esa ciudad, estaba, según decían, habitada y cuidada por nativos sobrevivientes.  Los tzitzimines que poblaran Caracas, no existen hogaño.   Fueron exterminados por oleadas de gas Zikron-W, arrojados desde máquinas volantes, aunque nada haya sido destruido, salvo uno que otro terremoto o aluvión posteriores.  Opto por dirigirme a la extinta ciudad para investigar.  Al paso largo de mi amistosa cabalgadura, voy acortando distancias mientras acullico hojas de coca con ceniza de eucalipto.  Es casi todo el alimento que ingiero durante el viaje.  La planta sagrada de los incas, hubo sido utilizada en los días que antecedieron a los finales del imperio de los tzitzimines, como euforizante y acelerador de voluntades, aunque su uso estuviese reprimido y penalizado.   En estado natural, contiene todas las vitaminas y aminoácidos para la vida.  Es medicinal y alimenticia a la vez, proveyéndonos de minerales y sales de vida. Casi no preciso de otro alimento vegetal o animal y es similar al ilex paraguariensis.  Mi caballo mutante, en cambio, devora cuanta hierba puede durante las obligatorias paradas para mantener peso y fuerza.

Fue en el camino a la ciudad renominada hoy como Karaivëretã, en idioma tupí-gwarán, cuando fuimos atacados por una bandada de serpientes voladoras, casi en las costas del Gran Mar de los Karaívëguazu.   Pudimos huir de ellas y tuve que matar algunas, pero las dejamos atrás muy pronto; una de ellas casi me inoculó su letal ponzoña al darme un tarascón en los talones, mas mi rústica pero robusta bota detuvo sus pequeños colmillos tóxicos.

Estos animales son migratorios y periódicamente sobrevuelan las islas del mar, antiguamente conocido como Antillas o Caribe, en bandadas de hasta cuarenta individuos de ambos sexos. Son casi inteligentes, pero su sangre de temperatura variable no les permite mucha velocidad y son algo torpes en vuelo, aunque en tierra ágiles y hasta dan saltos de diez veces su longitud ayudándose con sus membranosos apéndices alares.

No hubo otras amenazas durante el viaje, hasta llegar a destino.  Tras hallar la antiquísima universidad, me presenté ante los hermanos que ocupaban el predio, aunque no el edificio. Simplemente cuidaban y limpiaban de tanto en tanto sus instalaciones y campus. Allí se daban aulas de chamanismo y ciencias de la naturaleza a quienes llegaban para tal fin, aunque no en el interior del claustro.

El líder, Gwÿràtupão (ave-campana), me recibió amablemente al conocer mis credenciales.  Me sugirió, además, que me quedase en el lugar un tiempo, asegurándome que los archivos y códices guardados estarían a mi disposición.

—Si lo que deseas saber, Huinakulli, es el destino de los cueros-pálidos que en este continente han sido.  Conozco parte de la historia de sus últimas guerras de exterminio. Ponte cómodo en los aposentos que destinaré para ti y tu amigo caballo.  Supongo que necesitarán ambos un confortante baño frío. Detrás de tu habitáculo hay un arroyo con remanso para retozar.

Agradecí a Gwÿràtupão su deferencia y le rogué que me hiciese un resumido relato acerca del misterio de los tzitzimines desaparecidos.

—No hay tal misterio —comenzó—.  Nada más hubo crecido la tensión por el dominio de recursos naturales.  Una vez rebasados todos los tratados y agotadas las instancias de diálogo, se agredieron sin pensarlo mucho.  Por entonces, los tratados de limitación nuclear, rebajaron algo sus arsenales, y, con el tiempo, se volvieron obsoletos muchos de ellos.  Muchos proyectiles estallaron en sus emplazamientos; otros en el espacio y muy pocos llegaron a destino.  Pronto el arsenal se agotó en las ciudades más populosas y mejor defendidas, por lo que nuestros territorios no fueron objeto de bombardeo.  De todos modos, muchas ciudades fueron víctimas de radiaciones traídas por los vientos del norte o con lluvias radiactivas.  Mucho estroncio 90, abundante cesio 137, neutrones, tan mortales como intangibles. ¿Sabes? una explosión de ésas, apenas se siente; pero los rayos invisibles matan en tres días a un ejército.  Bueno, esa bomba hubo matado a mucha gente, pero dejó intacto cuanto había de construcciones e instalaciones aquí.  Las radiaciones neutrónicas se disiparon más pronto que las del cesio-estroncio y... aquí estamos.  Si vieses la cantidad de restos humanos que hallamos en toda esta región. Especialmente en los subterráneos fortificados de la ciudad.

—Espero que hayan tomado buena cuenta del tesoro científico guardado en este sitio —dije—.  Eso que me has relatado, pese a superar algunas menciones mi capacidad de comprensión, me aclara muchas dudas, Gwyràtupão.  Espero aprender bastante para ayudar a mi pueblo a reconstruir su historia, interrupta desde hace seiscientos cincuenta tun, o más.

—Espero que, de ahora en más, no arrojen más vírgenes al cenote ni más guerreros a Tlaloc, y tendrás toda las ciencias que buscases aquí.

—Ya no somos tan crédulos como antes. Y ello, mal que nos lo pese, se lo debemos a los tzitzimines.  Sus conceptos de la libertad han calado hondo en nosotros y también los de igualdad y fraternidad; por más que en sus políticas de conquista hayan sido algo retorcidas —respondí.

—Has dicho bien. Ha pasado mucho tiempo desde la conquista de Abya-Yala por los blanquiñosos y sería necio guardarles rencor.  Especialmente si ya fueron tocados por la vara de la justicia  —dijo Gwyràtupão, prosiguiendo—.  Los cueros-pálidos ya son historia, o mito.  Su presencia es casi nula, al menos aquí; salvo los descendientes de quienes se unieron a nuestros hermanos voluntariamente.  Pero sabes que mucho de aprovechable nos han legado. De la república socialista-teocrática de los Guaraníes-Jesuítas del siglo XVII, hemos aprendido las artes de la construcción, la administración mancomunada de bienes, trabajo y recursos  y la visión de Marx, calcada de aquéllos: de cada quien, según su capacidad; a cada quien, según su necesidad.   Hace mucho que aplicamos eso en nuestras comunidades.  Nuestras leyes y costumbres no escritas, han sido acatadas, evitando conflictos, mucho mejor que los inútiles códigos escritos por los blancos y que apenas se cumplían, si no pudiesen soslayarlos de momento.

—Te prometo que no retrocederemos a la sanguinaria teocracia caníbal —repuse, recordando sus palabras anteriores—.  Los sacerdotes de Tenochtitlán y, ahora sólo usan el perfumado copal para las ofrendas.  Nosotros apenas nos encomendamos a nuestras fuerzas y capacidades, sin apelar a dioses, ni en casos de mucho peligro... por si todo fracasa.   Tampoco somos creyentes ya en dios alguno, más bien dudamos de ellos, aunque existiesen.  Simplemente los dejamos en paz y los dispensamos de intervenir en nuestros asuntos terrenales.

—¿Quieres tomar cuenta de tus aposentos y luego proseguimos? —preguntó Gwyràtupão como dándome un respiro.  O dándoselo él.  El enorme campus estaba bastante bien cuidado por entendidos en ornamentación vegetal.  Comprendí que la ciudad en general estaba casi como la dejaran sus moradores, difuntos de un día para otro.  La vegetación no tenía las mismas características de los territorios de más al norte, irradiados por las explosiones.  Tendía más a la anterior a la guerra; es decir: más... vegetales que animales.  No había riesgo de que algún arbusto me tomara como presa comestible, aunque en las montañas podría haberlos.

Tras varios días en el lugar, supe que casi todas las capitales del sur estaban en condiciones de ser ocupadas, a causa de que no sufrieran el terrible bombardeo nuclear.  Incluso la antigua Buenos Aires estaba casi intacta, salvo la invasión de vegetales; ya los hermanos pampas, ranqueles y otros, estaban tratando de hacerla de nuevo habitable —aunque sin tanto lujo como, el que hubo derrochado tanto tiempo como capital de la vanidad del cono sur—,  según contaron.

Las lenguas de los tzitzimines aún estaban vivas y muchos de los nuestros las hablan hoy, además de nuestros idiomas tradicionales.   Los troncos lingüísticos tupi-gwarán son de uso corriente, además del quechwa-aymará, náhuatl, quiché y mapuche.   Mis hermanos emplumados del pasado tuvieron a bien registrar muchas cosas antes de la guerra final.  Lo que les permite hoy a los nuestros disponer e interpretar lo dejado por los blanquiñosos en lo que resta de sus ciudades.  En ese lugar, depositario del saber perdido, pude reconstruir la historia, a partir del momento en que las primeras bombas estallaran al norte y provocasen la réplica del país atacado, el cual disponía entonces de un arsenal respetable y poco usado.

Ello ocurriera en la  segunda mitad del llamado siglo XXI  según el calendario de los tzitzimines, y se prolongó apenas unos días aunque, de tanto en tanto, hubo esporádicos bombardeos desde bases situadas en el espacio, cuando ya casi todos los beligerantes agonizaban bajo las terribles radiaciones.   Nada pudieron los bunkers y refugios blindados contra ellas, aunque resistiesen las explosiones.

Quizá el egoísmo humano haya sido el causante de tanta matanza; y, quiera la conciencia en lo futuro rechazar esta manera de matar a distancia a quienes no comparten nuestros puntos de vista.

Los sobrevivientes tuvieron tiempo de dejar crónicas escritas y en registros magnéticos acerca de la hecatombe, antes de caer devorados por el morbo atómico y las pestes que asolaran al planeta entero y diezmaran a la humanidad.  Muchos tun, duraron las consecuencias de la guerra y hasta hoy, tenemos vedado ingresar a muchas ruinas donde seguramente los innúmeros espectros de los muertos pasean alelados y aún asombrados por lo sucedido con ellos.

Gwÿràtupão me condujo cierto día a las terrazas del edificio principal de lo que fuera la universidad Simón Bolívar, para observar el entorno.  Las montañas que nos rodean dan una impresión de paz y sosiego, pero los memoriosos cuentan que las crónicas de finales del siglo XX registraron la destrucción de grandes zonas de la ciudad a causa de aluviones torrenciales provenientes de las montañas que rodean el antiguo valle de Caracas, hoy Karaivëretã.

Una tanda de sonidos como de bronces tañidos llama mi atención. Gwÿràtupão me advierte que es señal de ataque de mutantes humanos que buscan alimentos y mujeres, para aparearse con ellas. Bajamos de prisa a defender el campus.  Según me relata mi anfitrión, los mutantes g’thaz son extremadamente primitivos e irracionales y sólo poseen armas contundentes, no representando peligro ante los viejos fusiles heredados de los antiguos ejércitos locales. Tomo uno de ellos y, tras accionar el cerrojo de carga, corro hacia donde se produjera el ingreso de los incursores. 

—¡Tira a matar!  —me grita alguien.  No dudo en apuntar mi arma a un grupo de salvajes.   Tras la primera ráfaga, retroceden espantados y con gritos destemplados al ver caer a los suyos.  Evidentemente, su hambre es tanta como para impulsarlos a estos ataques suicidas.  Me pregunto si no sería mejor darles alimentos o compartirlos, antes que mantenerlos a raya o reprimirlos cual si fuesen alimañas molestas.

Como adivinando mis pensamientos, Tesayvera, una muchacha gwarán me explica: —No aceptan compartir nada.  Son salvajes mutantes y, a la inversa de los animales, éstos están en retroceso involutivo y apenas se manejan con el instinto.  Es una lástima, pero no podremos controlarlos sin hacerles daño.  Sus antepasados fueron víctimas de la dioxina y gases letales que borraron de sus genes cuanto conservaban de su evolución anterior.  Hoy son como neanderthales, afortunadamente, tienden a la esterilidad, como si la propia naturaleza los llevase a desaparecer como especie.

—¿Son descendientes de quiénes? —pregunté a la muchacha.

—Curiosamente, de los antiguos habitantes de esta ciudad. No tienen ancestros primitivos, como nos llamaban los blancos, sino civilizados. Son descendientes de los mestizos europeizados del siglo XX al XXI de la era cristiana. Y cada vez se animalizan más. Mis antepasados, no estuvieron expuestos a tanta contaminación en los bosques o llanos y a buena distancia de las urbes.

—Es realmente curioso —comenté—.  Y verdaderamente una lástima. ¿Serán así todos los humanos mutantes de mi tierra?   No he llegado a poner pie en las ruinas de la antigua My’yam a causa de las nocivas radiaciones que aún persisten.  ¡Quién sabe qué monstruosos secretos guardan en sus entrañas!

—La muerte vive por doquier, aunque parezca un absurdo desatinado —dijo Tesayvera—.  La vas a encontrar donde poses tus plantas.  Aunque no veas los restos, sus espectros deambulan por pasadizos, escaleras, frisos, callejones y espacios abiertos, como si intentasen retomar su vida anterior a la guerra; como si aún no se convencieran de su abrupto final, a manos de caínes posbíblicos colectivos.

Los hombres mutantes se alejaron, perseguidos por disparos, aunque ya no a matar.  Volví al campus y pregunté por los archivos de la antigua universidad.  Gwÿràtupão se ofrece a guiarme al búnker donde ahora se halla lo más valioso que pudieron rescatar.   Una vez allí, contemplo largas hileras de estantes pletóricos de libros, revistas, álbumes de imágenes y viejos ordenadores desactivados por falta de energía.  Mi guía me comenta que poseen algunos generadores ociosos y que tal vez, de haber técnicos en mecánica, quizá pudiesen hacerlos funcionar para acceder a los registros electrónicos en viejos ordenadores.

Deseché tal idea. Apenas tendría tiempo para investigar en libros... e intentar comprenderlos; pues que muchos conceptos y tecnologías antiguas están fuera de mi alcance, salvo que quien los haya comprendido me iluminase las entendederas.  Esos libros, son una suerte de resurrección de culturas aparentemente difuntas en el cercano futuro; hitos de una elevación de conciencia de una minoría intelectual, acompañada de un brusco descenso moral de la mayoría. Pero, si desconocemos las causas de esa declinación, perderemos el hilo conductor y el evitar repetir la matanza, cometiendo mañana los errores del ayer.

Debo conocer los orígenes de cada auge, de cada declinación; de cada sociedad, de todas las naciones y formas de poder que no emanaran de sacerdotes, alguaciles, pretorianos y verdugos, sino de la ley misma; que sea expresión de lo justo y no de lo meramente legal; que se legitimice por su equidad antes que por el número bruto.  No podremos en lo futuro, regir lo que queda de nuestras naciones, conforme a las tradiciones o a lo admitido de manera forzada por intereses minoritarios respaldados por partidos ‘mayoritarios’ de harta cantidad y baja calidad.

Debo, a mi vez, preparar luego una síntesis de cuanto nos aconteciera, con sentido crítico y sin exaltación de ‘lo nuestro’. Sólo así la lección nos ha de aprovechar.  Durante toda la evolución, los hombres han jugado a cazadores y recolectores, o haciendo el papel de dioses; adquiriendo conocimientos peligrosos acerca del arte de matar a distancia y con geométrica proporción exponencial, a más de letal precisión.  Los cazadores, éramos nosotros, los méxica y mayas; las demás naciones limítrofes, las considerábamos como ‘recolectoras’ o simplemente, a sus súbditos como presas de un atroz canibalismo ritual.

El fatalismo hizo pueblos apáticos y rutinarios; creyentes, o mejor: crédulos y conformistas al punto de la abyección.  Los dioses, convirtieron a los hombres en hipócritas que, ante la gente decían blanco y en privado hacían negro.  Las castas sacerdotales eran simples verdugos, degolladores sagrados, o intermediarios fraudulentos de divinidades de dudosa existencia o legitimidad.  Dioses que exigían sumisión, devoción y sometimiento servil a los designios de las castas consagradas, o sus comanditarios de la nobleza militar.  Debo sintetizar para nuestros niños miles y miles de tun de militarización y civilización de la historia humana; de sus luces, apagones y sombras.  Acabo de leer unos párrafos de un historiador de cierta nación desaparecida del sur.  Pareciera éste un rapsoda de héroes o un aedo de semidioses encarnados, con entorchados y espadas o plumas para plumerear por encargo.  Los ditirambos, jaculatorias, apologías y excelsitudes prodigadas a tiranos y rufianes de horca eran más dignos de discípulos de Ganymede, que de Pallas Athenaia.

Debo encarar la verdad con sentido autocrítico y, créanme, es harto difícil no dejarse llevar por el entusiasmo chauvinista, escribiendo mitos en lugar de historia; leyendas en lugar de crónicas, para seguir manteniendo valores de oquedad casi total en una sociedad cada vez más presa de corrupción ética.

En esos mamotretos seudohistóricos, se exaltaba o glorificaba a los poderosos de antaño para justificar las violaciones a la justicia de hogaño.  En este sitio surgieron cultos personalistas y muy poco democráticos; pero dentro de tal sistema, con un doble discurso, aleve y cruel. Los pueblos eran culpables, por dejarse arrastrar en tales zarandajas y adquirir brutalidad en nombre de valores nada edificantes, como el culto a la guerra o a los caudillos de uniforme. No.  Ahora debo encararlo todo de nuevo, poniendo cada hecho en su justo lugar; cada protagonista jugando su rol, sin prostituirlo a intereses de grupos, clanes o tribus. ¿Por qué no sería la Ley quien gobernase sin intermediación alguna de reyes o caciques?

Muchos interrogantes habría de clarificar en ese lugar casi apacible; de no mediar las incursiones de los famélicos g’thaz, salvajes y seminómadas.  También sin duda nosotros somos mutantes; aunque no tengo claro hacia dónde dirigirá su saeta la evolución de esta especie, tan imprevisible como tormenta de verano.

Tras largas horas diurnas de repasar códices y recuerdos de las naciones desaparecidas, me retiro a mis aposentos para el reposo nocturno.  Las estrellas, rutilando en misteriosos códigos cósmicos, guiñan sus señales a los avisados; los seres de la noche salen a procurar sustento, o simplemente acechar, para no perder el compás. Los espectros de los miles de víctimas inocentes de esa guerra, saldrán sin duda a deambular en silencio por las escuadras desacompasadas de su antiguo entorno.  Esa noche, soñaría con fantásticos paisajes de desconocido colorido y exótica textura visual. Alguna primavera tal vez, tras un larguísimo invierno posbélico; o un anuncio acerca de inminentes cambios... o mutaciones.  Los vivos colores del panorama, reflejábanse en las mansas aguas y proyectaba sus luces hacia lo infinito —tal vez el peyotl o la mescalina, o la sagrada ayahuasqa, fuesen en parte responsable de tal sueño—, pero despierto reposado e impaciente por volver a los libros, casi todos en lengua castellana, gwarán, quechwa o náhuatl, por lo que puedo comprenderlos sin esfuerzo.

Unos cuantos uinal más tarde, estoy casi compenetrado con los acaeceres del pasado, hasta la guerra final. A partir de allí, hay una suerte de paréntesis de sesenta y dos tun hasta los días de hoy.  Los sabios de muchas naciones originarias, en solemne cónclave, proclaman al calendario tzolkin del pueblo maya como regente del tiempo, pero con la ordenación anual del calendario de los cristianos, con lo que nuestra historia se reiniciará entre el tun 2086 al 2100 actual de la era de la Nueva Zuvuya.  Busco los nombres de las naciones del continente en los anaqueles correspondientes a sus libros.  Especialmente el nombre de México.  Lo hallo con viejos volúmenes y mapas donde están aún señalizados los antiguos asentamientos. Sólo las capitales fueron bombardeadas desde el norte, pero las demás ciudades sufrieron terremotos y desastres naturales. My’yam, nuestra región más al norte, en la Península Seminole, está demarcada bajo la denominación de Península de Florida, según la nominara un tal Hernando de Soto, tzitzimín de España; y la ciudad, llevaba entonces el nombre de Miami. Esto, hízome comprender muchas cosas respecto a los orígenes de los restos ruinosos de cuanto nos rodea hoy.

Me tomé un día libre y, tras enjaezar a mi montado, salí a dar unas vueltas por el entorno del Valle de la antigua Caracas. Tesayvera (Lágrima brillante) me acompañó a las ancas de mi amigo caballo.  Éste, suspiró de placer al poder salir de su encierro de seguridad, ante el hambre de los g’thaz.  El centinela me ofrece un viejo fusil M-16 cargado para defenderme de un ataque eventual de los g’thaz mutantes.  Nos alejamos unas millas recorriendo las hermosas laderas de los montes, pletóricos de árboles de gran porte y plátanos gigantes de pesados frutos. Me pregunté el porqué de que no se los utilizase. Cada fruto de esos racimos, tendría el grosor y peso de mi brazo derecho.

—Son mutantes transgénicos y no sabemos los peligros que entrañan esas frutas  —dijo mi compañera de viaje—.  Hasta los g’thaz esquivan esos frutos. Por algo será.

—Probaré uno —afirmé, acercándome a un plátano gigante con un machete afilado. —No creo que me haga daño.   Tras ordenar a mi caballo que se arrodille, desciendo con mi amiga y de varios certeros golpes de la cutacha lo derribo. Allí comprobé que no sólo el fruto era mutante.  Una de las plantas que estaban cerca nuestro, inclinó velozmente su tallo dándome un duro golpe y lanzándome a varios pies de distancia.  Casi al mismo tiempo, otra arropó a Tesayvera con sus penachos foliados y a punto estaba de inyectarle su ponzoña paralizadora, cuando reaccioné instintivamente con el machete y di cuenta del plátano.  Este tardó algo en soltar a mi amiga, mientras goteaba una savia viscosa y repugnante de color amarillento.

Mi caballo ya se situó a prudente distancia de los plátanos, llamándome con relinchos y balbuceos.  Tras levantar a la muchacha, corrí con ella a un arroyo cercano, lejos de las plantas mutantes a fin de despojarnos de la savia maldita, que ya comenzaba a roer nuestras ropas. También Tesayvera hizo lo propio.  Luego corrí hacia Chacmol y de un salto me situé sobre su lomo con mi amiga.  Hasta olvidé el enorme racimo de plátanos que quedó goteando su viscosa savia de pungente hediondez.   Creo que debí perder el apetito

Al trote corto salí de ese bosque, lejos de la agresión del plátano mutante; mas debo reconocer que yo agredí primero. En silencio retornamos al predio del campus.  Estaba escrito: debía seguir aprendiendo que con la naturaleza no se juega. Torné al sendero del bosque orillero, volviendo nuevamente a la carretera agrietada por los años.  Mi compañera no dijo nada, pero se notaba su turbación a causa de lo ocurrido.

Era preferible regresar al campus.  Aún faltaban muchos volúmenes y miles de apuntes que asentaba en delgadas hojas para mi resumen de todo lo leído. Tesayvera dio en ayudarme a decodificar muchas referencias a pasados remotos de antes de la conquista de los blanquiñosos.  Tras casi un par de tun, calculé que ya tenía lo necesario para mis proyectos, por lo que resolví abandonar el lugar y dirigirme más al sur.  Ésta vez, Gwÿràtupão me ofrece un viejo AK-47 y abundantes proyectiles del 5.56 para defenderme de alimañas durante el viaje.  También Tesayvera insiste en acompañarme en esta azarosa travesía.

Ciertamente, ahora voy mejor provisto que cuando llegara de Nueva Teotihuakan, y, tras estudiar los mapas, emprendo el camino en silencio.   Ésta vez, no me dejaré tentar por los frutos sospechosos de ningún vegetal con más de dos hombres de altura... y la fuerza de cien.  Tras varios uinal, llegamos a un gran río que, según mi mapa, debe ser el Orinoco el cual me conducirá al viejo Amazonas. Sin dudar, me aboco a la construcción de una jangada, mientras la muchacha prepara algo de comer.  Estos lugares no recibieron contaminación, por lo que la naturaleza no se diferenciaba mucho de la de otros tiempos. Ningún árbol intentó agredirnos y sólo los insectos nos molestaron un poco.  Tras una refección, nos echamos bajo la fronda a merecido descanso.

La cabalgata es agotadora, pese a la amabilidad de mi amigo caballo (aunque él, prefiere que se lo llame Chacmol), el cual nos conduce a paso tranquilo.  Tras dos y medio kin, tengo los troncos necesarios para la jangada.  Unas fuertes y flexibles lianas me permiten usarlas para armar el conjunto, lo que me insume otros tres uinal más; tras esto, debemos aguardar las lluvias estacionales que nos permitirán lanzarnos a navegar, ya que con mis solas fuerzas no podría botar esos troncos, sino con la crecida del río.

Tuvimos tiempo de erguir un techo rústico de paja en la jangada, para protegernos de la intemperie, así como una piedra plana para hacer fuego a bordo sin desembarcar de ella. Tras los preparativos, aguardamos casi un kin hasta las primeras lluvias.  Mi caballo se instaló en la parte de atrás, ya que no le importaba mojarse; Tesayvera y yo, bajo el pajizo techo.   No tardaron las aguas en desbordar su cauce y hacer flotar el pontón de troncos, a los que maniobré con una pértiga hasta llevarlo al medio de la correntada.   Mapa en mano, fui siguiendo el curso del río, aunque con dudosa destreza.

Debí calcular dónde desviar al sur en uno de los confluentes que conducían al Amazonas.   La travesía fue más accidentada de lo que supusiera antes de emprenderla.  La correntada era veloz y los bandazos de la balsa nos tenían como pelota de tlaxchtli y casi no probamos bocado en el primer tramo, hasta que cesó la lluvia y, si bien no disminuyó la velocidad, superamos los turbiones violentos y nos nivelamos bastante.

Dejé que el instinto —más que los mapas— me guiase en esta aventura. Tesayvera, dormía plácidamente luego de tanto sobresalto, como si soñase con una carrera de nubes en el horizonte.  Intenté llevar el rumbo con la pértiga y tratando de mantener una dirección, ya que a veces girábamos como hoja al viento. Por fortuna tenía bastantes hojas de coca y pudimos prescindir de otros alimentos que no estábamos seguros de retener en nuestras entrañas a causa del balanceo mal disimulado de nuestra precaria embarcación. Tesayvera las hubo probado por primera vez y, si bien le supieron algo amargas, acabó por tomarles el gusto; aunque le disgustaba el alcalino sabor de la lejía de ceniza.

Tras varios uinal de travesía, vimos un recodo en la embocadura de un afluente que vertía aguas hacia el sur, y hacia allí dirigimos la jangada.  No tardamos, pese a la correntada, en llegar allí, donde resolvimos acampar hasta orientarnos.  Tras hallar un lugar alto y a salvo de sorpresas, intenté hacer fuego con un pequeño yesquero heredado de las civilizaciones muertas y con su depósito de gas butano casi lleno.  Gwÿràtupão me había obsequiado varios para la travesía, y bien que servían.  Cuando nuestro fuego lengüeteaba alegremente una caldera con agua de hierbas para tomar mate (costumbre que adquirí en Karaivëretã), antes de preparar algún alimento, fuimos rodeados silenciosamente por varios hombres semidesnudos de hosca mirada.  Uno de ellos se adelantó y, señalándome la jangada, preguntó en guaraní con acento amazónico:

—¿De dónde vienes con eso? —aunque no lo dijo en tono amenazante, sino de curiosidad, señalando a la jangada y a Chacmol.  Quién sabe desde cuándo medraban en la selva sin contacto alguno con otro ser humano semicivilizado.  Le relaté, en mi pésimo conocimiento de la lengua, con ayuda de Tesayvera, de nuestro lugar de procedencia y el origen de la muchacha y mi bestial (¡perdón Chacmol!) cabalgadura.  A mi vez, le pregunté acerca de cuanto supiera de la última matanza entre los blancos y el modo de llegar al Amazonas o Gwyra’y Guazu (Gran-río-de-los-pájaros), como lo llamaban los reconquistadores tupí-gwarán.

—No sabemos nada —comenzó el hombre de la jungla con parsimonia—. Hace mucho, mucho tiempo que vivimos en paz, desde que las voces del aire enmudecieron para siempre.  Mis bisabuelos, traían de Manaus unos aparatos que permitían oír música de los blancos y voces en su lengua.  Luego, callaron misteriosamente como si todo se derrumbara de una vez.  Nos escondimos en la selva, pensando que el veneno de los blancos nos haría mal, pero hasta ahora no nos enfermamos y seguimos en este lugar.

—¿Podrían acercarse a compartir nuestro mate?  —pregunté, aliviado de no tener que enfrentarme con ellos.   En silencio se acercaron a rodear la hoguera.  También ellos disponían de yerba mate y elementos del uso.   Poco más tarde, estábamos todos celebrando el encuentro entre hermanos originarios; aunque algunas pifiadas lingüísticas de mi parte, les causaron hilaridad antes que malestar. 

Es que el náhuatl y el quiché, mis lenguas, son bastante diferentes al guaraní amazónico, y, seguramente, lo sería aún más al de los pueblos del sur.  He aprendido el idioma en la región Caribe (Karaivé), pero con un ligero acento chévere, heredado tal vez de los afroamericanos de la era de la esclavitud.

Tras varias horas lúdicas con los txurracamães y xavantes, llegaron algunas mujeres de su clan, con frutas y alimentos de caza ya preparados. Supe que estábamos en la desembocadura del río Ka’urã, el cual, debíamos remontar hasta el río Branco, aún no renominado, que desemboca a su vez en el río Negro, el que llega hasta Manaus (actual Távaguaçu) en la cuenca del Amazonas. Relaté a los cazadores, acerca de las últimas grandes guerras que aniquilaran las ciudades de los blancos y mi interés por investigar las causas de dichas guerras.  También insinué la manera de confederarnos todos los originarios, para reconstruir nuestras naciones en una nueva era de paz y respeto a la naturaleza.  Todos aceptaron de buen grado la idea y me aseguraron que hablarían con otras tribus, antes enemigas y ahora hermanadas por lazos de sangre y parentesco, a fin de ver la manera de lograr repoblar el continente sin desangrar bosques ni abusar de la tecnología contaminante de los extintos civilizados.

Tras despedirnos emocionados de nuestros hermanos, nos hicimos nuevamente al agua. Ésta vez, con mástil y velamen de pirí  (tejido de totora) para poder remontar el río Ka’urã. Estábamos en las antiguas fronteras de la ex Venezuela y Brasil. En nuestro trayecto, pasaríamos cerca del gran salto de Auyantepui de casi dos mil codos de altura.  Calculé, en ojo, que tardaríamos varios uinal en llegar a Távaguaçu, la que seguramente estaría habitada, aunque no por blancos.

Según los informes, recabados en mi viaje anterior, Manaus fue bombardeada con gases tóxicos que en pocas horas aniquilaron a la población en muchas millas a la redonda, e incluso millones de animales y peces, en lo que fuera la mayor factoría de tecnología del extinto Brasil, alimentada por el Japón, cuyo destino aún ignoramos a causa de la ruptura en las comunicaciones.  Sin mayores contratiempos, fuimos acercándonos a nuestra primera meta en el sur del continente, pese a algunas lluvias ocasionales.   Según dijeron, sólo al sur del Brasil alentaban aún los blancos sobrevivientes del holocausto, especialmente en Río Grande, Paraná y Mato Grosso austral, los cuales conservaban aún sus toponimias respectivas… y su racismo irracional.

Por fortuna, los vientos del norte fueron propicios y pudimos llegar al río Branco, que ahora discurría hacia el sur, como tributario del río Negro.  Pasarían muchos tun, antes de que estas regiones tuviesen nuevas toponimias en lenguas nativas, pero por ahora, no había apuro por corregir mapas. Sin saber cómo ni cuándo, Tesayvera fue mi mujer —como quien no quiere la cosa— y colaboradora más eficaz, durante este viaje que estoy relatando.

Creo que pudo haber sido durante la travesía Orinoco-Ka’urã-Río Branco. No lo recuerdo bien a causa del tiempo transcurrido desde entonces.   Sólo sé que ella me ayudó bastante en el manejo de la jangada, ya que tenía experiencia en alta mar en el antiguo Caribe. Tras mucho tiempo de navegación, pudimos entrar en el río Negro, gracias a los tupinambá del lugar, denominado Roraima en mi mapa, ya en territorio del antiguo Brasil, ahora seguramente bajo otras denominaciones.  Unas millas más, y llegaríamos al cruce río Negro-Amazonas, a la antigua Manaus.  Tesayrvera estaba cada vez más bella, quizá por el esfuerzo, bajo el ardiente sol tropical, de guiar conmigo la inestable jangada a la que debimos atracar para reparar y cambiar algunas lianas podridas por el agua.

Durante nuestra parada en el sitio, antiguamente nominado como Archipiélago de las Anavilhanas, un grupo de islotes del río Negro, nos visitaron cazadores y pescadores atraídos por el velamen de nuestra embarcación.  Tras interiorizarlos en  portugués acerca de las razones de nuestra travesía, me informaron que la antigua Manaus estaría no muy lejos, al sudeste; siguiendo el cauce del río hasta su desembocadura en el Amazonas.  La antigua ciudad estaba algo cubierta de maleza y árboles gigantes, aunque algunos  lugares estaban habitados por descendientes de indígenas y mulatos mestizados. Tal vez, luego de visitar Manaus o Távaguaçu, podríamos salir de nuevo al mar por el delta de Marajó regresando a nuestro país por la costa Karaivé, o en su defecto seguir hasta el Madeira y remontarlo hasta el Mamoré para ir hasta el país de Tahuantinsuyu en las antiguas Bolivia y Perú. Ya veríamos. Primero debíamos llegar a Manaus y no sabíamos con certeza qué pasaba allí, y tampoco lo sabían nuestros informantes tupinambá. El bombardeo de Manaus pudo haber producido mutantes y era mejor estar en guardia.  Chacmol estuvo quietecito durante la travesía y sólo estiraba sus largas patas en las paradas nocturnas. Ya no navegábamos de noche, desde que una enorme lampalagua mutante casi me deja viudo.

Fue en una de las curvas del río Negro, cuando me acerqué a un islote para revisar las lianas de la jangada, el enorme reptil trepó de pronto por la pértiga que Tesayvera manejaba en esos momentos. Su grito me alertó, e instintivamente tomé la pesada espada gótica que me regalara Netzahualcoyotl.  Al salir a popa de la balsa, ya el reptil aprisionaba a la muchacha con sus poderosos anillos, apenas dándome tiempo a cortarle la cabeza y dar mandobles contra su pesado corpachón de más de seis hombres de longitud y el grosor de uno.   Tras dar fin al animal, reanimé a mi mujer y suspiré aliviado al comprobar que no tenía huesos fracturados a causa de la presión de la constrictora.                        

Desde esa noche, procuro hacer un alto, con las debidas precauciones.  Entre ellas, la de hacer grandes hogueras para desanimar a predadores nocturnos de tierra firme.  Caso de llegar a la antigua  Amazonia andina, tal vez podríamos explorar Cuzco, Majchu Picchu o Lima y salir luego por el litoral del Pacífico hasta el país de los otavalo (antes llamado Ecuador) y retornar. En tal caso, debíamos buscar algo más sólido para navegar que una frágil jangada de troncos.

Manaus ya estaba escondida por la tupida selva y casi pasamos de largo ante ella, si no fuese porque sabía que se encontraría en la misma desembocadura del Negro.  Muchas piraguas de troncos y cachiveos recorrían esas aguas verdosas y pletóricas de vida, pese a la contaminación aún latente. Sólo rogaba para que no me mordiesen pirañas, mutantes o no, que según los indígenas del lugar tenían casi la longitud y peso de medio hombre... y el apetito de varios.

Por fortuna, nada pasó y, tras poner pie en el derruido muelle del antiguo puerto amazónico, respiré aliviado.  Muchos indígenas estaban allí aguardando nuestra llegada, alertados tal vez por los tupinambá.  Exultantes, viriles, guerreros a más no poder, como podando láminas de la pesada atmósfera para ambientar la recepción. La jangada apenas tenía resuello para atracar, que sus lianas ya estaban prestas a deshacerse como palabras al viento.  Los guerreros no hicieron ademán de remembranzas bélicas, pero tampoco sus expresiones eran demasiado amigables, como para sugerir honores a extraños vestidos como los blanquiñosos de antaño.   Falsa fue mi apreciación. Warhao el jefe del clan, no sabía sonreír a causa de una especie de platillo que tenía incrustado en el labio inferior, pero le daba aura de mando.                            

Con un ademán gentil y excelente portugués de culto linaje, nos endilgó un ríspido discurso de bienvenida que me supo a hierba fresca. Hacía bastante que no hablaba el portugués que aprendiera en Nueva Teotihuakán, y estaba un poco cerrado de orejas;  para mi sorpresa, Tesayvera le respondió agradeciendo la bienvenida y rogando venia, para investigar en los depósitos del saber que hubiesen sido ahorrados a la destrucción.  Luego, fuimos conducidos con ella y Chacmol a un elegante aunque algo deteriorado edificio, que antaño perteneciera al gobernador del Estado.

Varios kin pasamos, con mi mujer y colaboradora, revisando libros de las muchas bibliotecas de la ciudad, primorosamente cuidados por los guerreros guardianes del saber. Quienes, a pesar de su desnudez aparentemente primitiva, no desmerecerían formar parte de alguna academia de letras o de ciencias.   Tenían bastantes conocimientos que me sirvieron para ir atando los hilos de la compleja trama de la historia de nuestros sufridos pueblos y de los tiempos del post-cabralismo, en esa enorme porción del continente, llamada en pretéritos tiempos: Brasil.  Había entre ellos xavantes, kaiowás, tupinambás y de muchas otras naciones australes, casi todas de tronco lingüístico tupí-gwarán.

Tras mejorar —con ayuda de Tesayvera— mi deficiente portugués, fui interiorizándome de los pormenores de cuanto deseaba aprender.   No desperdiciaría tiempo en lecturas superfluas, que muchas había; dándome maña para separar el trigo de la paja y hacer los apuntes para mi síntesis.

Cinco uinal nos llevó recuperar las memorias perdidas; tarea en la que también estaban enfrascados los guardianes de viriles atributos plumarios, cuya sapiencia me llenó de satisfacción, y pude comprobar que mis hermanos no estaban del todo descaminados en cuanto a mantener su identidad, aunque sin renunciar al saber universal.

Mis anfitriones me dieran a probar virola y ayahuasqa a fin de ajustar mi mente a los desafíos del futuro y conectarme con otras realidades.  Por mi parte, compartí con los chamanes amazónicos algunos botones de peyotl que llevaba en mis alforjas.  La ayahuasqa me abrió la percepción de lo pretérito y lo futuro, así como me permitió proyectar mis pensamientos a Nueva Teotihuakan, hasta la mente de Netzahualcoyotl, el cual pudo percibir mis mensajes, así como yo los suyos cual vulgar onda-vía-satélite.

Tras informar cuanto estábamos investigando, me relató su encuentro con hermanos de más al noroeste, mescaleros, sio ux, chiricahuas y navahos que estaban emigrando en busca de tierras feraces hacia el sur, tras la reconquista de todos sus territorios, y, que también estuviesen libres de contaminación y especies mutantes.  También me relató la reconquista de la última fortaleza de los territorios del norte, denominada Area 59, por parte de los aztecas, mayas apaches y otros de nativa prosapia.  Lo hizo con lujo de detalles como para que lo asentase en mis apuntes de viaje.

Por mi parte, le informé que estaba en tren de poner fin a mi estancia en Manaus-Távaguaçu y probablemente iría hacia poniente, a Tahuantinsuyu, tras lo cual retornaría a Karaivëretã, antes de retornar a mi nación de Nueva Teotihuakán.

Un uinal más tarde, abandonaba Manaus remontando el Gran-Río-de-los-Pájaros hacia el sudoeste. Una jangada de mayor porte, tripulada por  seis guerreros-guardianes —que me acompañarían hasta el nacimiento del río—, era nuestra nueva nave.  Por mi parte, estaba tranquilo.  Evidentemente, pese a las distancias y dificultades, estaríamos comunicados entre nosotros para la ciclópea tarea de regenerar la Tierra; y también de moderarnos, a fin de no retornar al pasado de depredación y derroche de recursos naturales.  Tardaríamos bastante en llegar a Iquitos y de allí remontar el Ucayali, desde donde tentaríamos llegar hasta el Cuzco, en piragua o a lomo de Chacmol. En Iquitos, cabecera del Gwÿra’y’guazú, el antiguo Amazonas de Orellana, nos despediríamos de nuestra escolta, los cuales regresarían a Manaus por la misma vía fluvial.  Quedamos librados a nuestros propios recursos; aunque, según nos dijera el cacique Warhao, tendríamos buena acogida en los altos montes del oeste, por parte de los descendientes de los incas, los aymará y los mapuche, ahora integrados en una sola nación soberana. Esta debería, en lo futuro, agruparse a otras hasta lograr ser todos nosotros uno en millones.

Supe que muchos de éstos, sabían conducir las viejas naves que pertenecieran a los blancos, quienes apenas comenzadas las hostilidades se refugiaran entre los indígenas o perecieran en las ciudades a causa de la dioxina y gases letales; aunque habían unas pocas colonias aisladas, mucho más al sur de la antigua Patagonia chilena, donde los tzitzimines permanecían a la espera de retomar el poder.  Cosa dudosa sin auxilio externo. Éstos, descendientes de alemanes nazis, no deseaban mezclarse con los nuestros y a causa de permanecer aislados y practicar la endogamia, se estarían degenerando biológicamente.  Pues, sabido es, que las mezclas étnicas son buenas para la sangre y la evolución, no así lo otro.  Por otra parte, el agujero de la capa de ozono provocó entre los blancos puros, mortales melanomas de piel.

Aún así, los racistas no escarmientan.  Si supiesen lo que les aguarda, rayos UVX mediante, hasta se aparearían con africanos para adquirir melanina antisolar.  Nosotros, descendientes de hombres de montañas y alturas, tenemos el cuero curtido para sobrevivir en el llano y en la selva, tanto en la de cemento, como en la otra.

Han transcurrido cuatro tun, más  cinco uinal y siete kin desde mi partida de Nueva Theotihuakán hacia el sur; —en un peregrinaje si se quiere, turístico— a las fuentes de enlaces históricos entre hechos no conocidos en un lapso de casi cinco generaciones.  Necesitamos saber cuanto nos depararía el futuro, sin depender de dioses ni de la maldita casta sacerdotal de incienso y cuchillo. Ni tampoco la de cruz y Biblia alguna que no fuese la raíz y frutos del árbol de las ciencias.  Y cuando digo ciencias no me refiero sólo a la de ecuaciones teóricas y física cuántica; sino a la de herbolarios y bosques impolutos; la de chamanes imaginativos y viajadores del tiempo; la de auscultadores del lenguaje de las nubes y los pájaros; la de los psiconautas de lo profundo del ser, hasta el abismo que media entre dos nadas y El Todo.

En la cubierta de la jangada teníamos un pequeño techado a dos aguas de pajiza estirpe, hamacas de fibra de coco y cuanto precisamos para reposo.  Nos turnamos cada tanto en las tareas de impulsar la jangada con pértigas o maniobrar velamen para derrotar a la correntada del río más caudaloso del planeta; y también para vencer al tiempo, que todo lo abrevia en sus entrañas, hasta la disolución total. Estamos llegando, según mis escoltas, a Karajás; región de lagos a unos trescientos kilómetros de Manaus. En un uinal más, llegaríamos a la boca del río Juru’á, desde donde podríamos desviar hacia la antigua Bolivia y, de allí a unas ciento veinte jornadas, hasta Cuzco, montados en Chacmol.  En ciertos sitios, pareciese que hubieran especies mutantes vegetales y animales, aunque últimamente los humanos se animalizaron bastante.  Los g’thaz son patente ejemplo de ello, aunque no por su culpa, claro.

Tesayvera, en tanto, pasaba en limpio mis apuntes en lengua castellana, la que después verteríamos a otras originarias.  Una rudimentaria mesa de costaneras le servía de escritorio y una rústica banqueta, para reposar su humanidad.  Se convirtió ella para mí, en sinónimo de ayuda todotiempo.

Era natural que así fuese.  Ella tenía mucho más academia que la boca que os habla y la consultaba para lo que fuese menester de realizar.   La dispensé de las labores de fogón y cocina, relegando estas fajinas en los guerreros guardianes, que bien conocían los secretos culinarios de la selva y del río.   No quise caer en los prejuicios patriarcalistas de antaño, herencia degenerada de quién sabe qué pasado oscurantista de doble moral.  Tesayvera, es tan eficiente en el saber como en otras materias. Hasta me atrevería a sospechar que tiene dotes de guerrera.

Largos kin transcurrieron, hasta que arribamos a lo que fuera la naciente del larguísimo Gran-río-de-los-pájaros.   La antigua Iquitos —a la que, según parece, no cambiaron su toponimia aún— sigue casi deshabitada, aunque sus callejas resisten la invasión vegetal.   Tal vez por estar mantenidas por sus escasos habitantes de variopinta procedencia.   Por lo menos cien naciones y troncos lingüísticos se dieran cita allí, para intentar perpetuar la sangre y la cultura aborigen en el tiempo y en el espacio.   Incluso podría adivinarse algunos rasgos mestizados con genes de tzitzimines o africanos, traídos antañísimo por tratantes de esclavos.   Poco tiempo hubimos de permanecer allí, ya que la  información que recogimos era oral y se remontaba a los primeros tun de la Gran Guerra Intercontinental.   Despedí a mis gentiles acompañantes, quienes regresaron en nuestra jangada, ya río abajo y con esfuerzo moderado.   Mientras, arreglé la construcción de otra más pequeña para remontar el Ucayali hasta cerca de sus fuentes.  Casi un uinal de jornadas, con suerte y vientos boreales estaríamos en tiempo allí.  Las noches selváticas son poéticas y pletóricas de sonidos y luces volantes.  La cuenca del bajo Ucayali no era  la excepción.   La selva no enmudece nunca en su infinita biodiversidad, acumulada tras eones de evolución.  La comparo con los calcinados desiertos de la antigua Arizona; el Gran Chaco sureño o la árida Puna de Atakama, donde apenas medran raquíticas y espinosas manchas verdes y erizadas cactáceas de rastrero linaje.  La selva subtropical de los Andes Amazónicos es única en variedad de fauna y flora.  Mas al mismo tiempo, es un sistema frágil, en el que cualquier cambio trae consecuencias graves en todo su ecosistema.   La gran devastación del último tercio del siglo XX, hubo desatado sequías alternadas con inundaciones prolongadas y alterado en efecto dominó, todo el clima del planeta aunque en menor escala.

En lo presente y futuro, hemos de tomar cuenta de nuestros hermanos árboles y animales, a fin de que Cihuactetheo-Pachamama-Gaia-Ñande-Syrenondeté, recupere la fecundidad de su vientre, antaño violado por la maquinaria infernal de los tzitzimines, sacrificando entonces el futuro, por migajas de presente.

Por entonces, según supe en Távaguaçu, en dicha época, muchos antepasados de mis hermanos gwarán, decidieron suicidarse o autoinmolarse, a causa de las injusticias y la opresión, de un sistema que  consagraba al lucro las víctimas humanas; sólo que en lugar del cuchillo ritual de obsidiana, sus sacerdotes-gerentes esgrimían el hambre y la discriminación contra los no-alienados por el sistema.

La iglesia del crucificado, finalmente, optó entonces por mis antepasados y los campesinos mestizos sin tierra; pero ya fue tarde para revertir la situación.  Eso sí; el entonces jefe de dicha iglesia, emitió, en el 1992 de la era de los tzitzimines, un documento de autoindulgencia por todo el daño causado a millones de nuestros antepasados a lo largo y ancho de cinco centenares de tun.  Un gesto de gentileza tardía pero necesaria;  hueca y formal, pero consoladora; diplomática e hipócrita, sin lugar a dudas.

Para no gastar mucha tinta, aprovechó el mismo papel para disculparse ante los descendientes de esclavos, secuestrados del Africa con anuencia papal y licencias reales.   Los guerreros-guardianes me hacen saber que nos aproximamos a la curva de Ancahuay.   Más allá nos aguarda la serranía —precursora de las montañas andinas—, desde la cual iremos a pie o, mejor: en las patas de Chacmol, hasta el Cuzco o Cusqo.  A decir verdad, esta vieja ciudad, que ya tenía dos mil y tantos tun antes de la llegada de los ladrones de oro, me interesa más que la antigua capital virreinal de Lima, asiento de la no tan santa Inquisición.  Allí reposan instrumentos infames de tormento que aún se conservan, para refrescarnos memorias, acerca de la brutal ignominia colonizadora disfrazada de piedad.

Tesayvera me invita un caliente y confortante mate amargo para suavizar los primeros fríos de las alturas.   A mitad del curso del Ucayali, estamos como a ochocientos metros sobre el nivel del mar, enfriándonos las ideas.  Pronto, abandonaremos la jangada y nos despediremos de nuestros nuevos amigos y hermanos.

Desembarcamos en Tambo, donde el Ucayali surge del Urubamba.  Muchas jornadas nos aguardan, aún más al sur, hasta Cuzco, pero llegaremos sin duda.  Envío muchos calurosos abrazos a Warhao y su gente, prometiéndoles regresar un día.  El curso del Urubamba, nos lleva directo al Cuzco, pero no es navegable y debemos seguirlo por tierra en la antigua carretera incaica.  También Majchu Picchu nos aguarda, con sus secretos aún insondables para los profanos, pero asequibles a los amautas y chamanes de la nueva era de paz.

No tememos al futuro, si mantenemos nuestra postura de conservar nuestras culturas en un proceso integrador de verdad; donde todos nos conozcamos a través de nuestros usos, costumbres y lenguas, vivas o no.  Sé que una gran cantidad de comunidades y naciones, ya no existen como colectivo humano, a causa del exterminio, el genocidio programado —con  letal precisión administrativa digna de las SS de la primera mitad del siglo XX— y a causa de enfermedades ‘heredadas’ de los tzitzimines de cueros pálidos.  Pero conservaremos sus memorias y reconstruiremos la historia de todas las naciones originarias, desaparecidas o no.

La fiel Tesayvera, a la grupa del servicial Chacmol, sigue tomando notas de nuestro derrotero, posición por posición.  Una vieja brújula y un sextante arrumbado de algún museo marinero, la asisten en la tarea de determinar nuestras longitudes y latitudes, de acuerdo a la antigua usanza naval.  No nos podemos perder, con la precisión que demuestra ella para estos menesteres, dignos de la epopeya de Odiseus.  Nuestra amigable cabalgadura trepa infatigablemente los ásperos caminos del inca, sin desmayos y con las paradas justas para dar un bocado y un ligero encuentro con el sueño.  No más de lo preciso.

No tardamos en dar con algunos hermanos quechwas que también se dirigen a Cuzco.  No domino esa lengua, pero el viejo idioma de la aventurera Castilla nos sirve de nexo comunicativo.  Tras darnos a conocer, hicimos un alto para compartir experiencias y alimentos, así como el ritual del mate.   Los nuevos conocidos son amautas peregrinos que acuden al Inti Raymi, la fiesta del Sol, a celebrarse en la antigua capital del incario. 

Me hablaron de la epopeya de los cocaleros, desde las postrimerías del siglo XX e inicios del XXI, de  la mano de líderes indígenas que restituyeran a los suyos la dignidad perdida.   También de la gran revolución de 1952, en la antigua Bolivia, donde los indígenas rescataron su honra y el derecho ciudadano, arrebatado por las oligarquías blancas.

Tienen muchos motivos para agradecer a Inti. Especialmente el hecho de seguir vivos y a salvo de la guerra que asolara a tantas naciones y al planeta entero.  Acullicamos con ellos la coca sagrada y compartimos información de primera mano.  Supimos que muy pocos blancos quedaron en la región andina a causa, más que nada, del temor al bombardeo.  Pero muchos se mestizaron, casi dos generaciones atrás, y aceptaron de buen grado ser gobernados por los sabios amautas antes que por los suyos, tras el colapso de los estados y gobiernos.  Por otra parte, estaban cansados de la violencia militar y guerrillera y el cambio supuso un alivio general al conflicto de larga data que tenía al Perú entre dos fuegos.

Miles de tzitzimines emigraron a Europa, sólo para ser rechazados, justo en momentos en que se produjeran los ataques que lo redujeron todo a cenizas vitrificadas.  Según dijeron, en la antigua universidad de San Marcos, habrían quedado miles de libros que serían utilizados para el mismo objeto que nos llevara hasta allí; pero podríamos compartirlo todo enviando a Lima estudiantes y recibiendo en Karaivëretã a los enviados del incario en fraternal intercambio. No deberíamos perder esta oportunidad de hermanarnos, dejando de lado cuanto nos separase. 

La creación de un nuevo Estado Continental nos llevaría muchas generaciones, pero también, empeñando todas nuestras esperanzas en ello.  Por de pronto, de parte de los hermanos mayas de Yukatán teníamos la herramienta de medición del tiempo que marcaría nuestro tránsito al futuro: el calendario tzolkin, el cual coincide con los ciclos circadianos y biológicos de todos los seres vivos, permitiendo una simbiosis con la naturaleza.  Los blanquiñosos han cometido el error de no adaptarse a la naturaleza, sino que intentaron hacerlo al revés.

Ahora, intentaremos de nuevo ser una nación entre muchas naciones, respetando unas a otras y adoptando códigos comunes que nos enlacen de una vez y para siempre. Que nos convirtieran nuevamente en seres verdaderamente humanos de una vez por todas.  Seguimos estribando en las montañas, ascendiendo lentamente, no sólo en altura física, sino en estatura espiritual.  Y cuanto más cerca estemos del cielo, más nos alejaremos de los viejos e ineficaces dioses de utilería, que por tantos miles de tun nos sojuzgaran.

El tiempo dirá si hemos sido justos, pero de una cosa estamos seguros, mi mujer y yo:  Nada volverá a ser como antes.

Jagwareté

El rebelde de Yvytyruzú

Caía la tarde, cansada y marchita, como queriendo desnudar a la noche que se anunciaba venir desde el oriente; mientras, las luciérnagas preparaban sus fanales luciferinos para perforar la oscuridad ascendente, quizá para desafiarla o burlarse de ella.  Los habitantes selváticos atronaban el aire, con su ruidoso coral —mal afinado pero sincronizado, de anfibios, pájaros e insectos—, prestos al concierto animal de la oscuridad.

El comandante Jagwareté, señeó en silente lenguaje, a sus guerreros a guardar prudencia, mientras preparaba sus aperos cazabobos. Variopintos en procedencia y armas, pintarrajeados y semidesnudos, sus fieles de la resistencia activa no dudaron en congelar sus voces hasta entonces susurrantes.  Pronto pasaría la caravana invasora o con pretensiones de serlo, y el factor sorpresa debería ser gravitante en ese tipo de operaciones tácticas.

Los cantos de las aves iban en crescendo furioso a medida que declinaba el enrojecido sol; que aprestaba su lecho situado en la Tierra-sin-mal —según decían las leyendas de los ancianos—, horizonte abajo, más allá del Gran Mar de Poniente, tras los nevados picos andinos.

La guerra planetaria, pese a sus varios años de finalizada, dejó sus secuelas en la región de la cuenca atlántica.   Algunos karaímörötï  (blancos no mestizados) de hacia el antiguo Brasil austral, aún se negaban a reconocer a los gobiernos autónomos indígenas, y, de tanto en tanto, incursionaban desde allende el Paraná, o desde el Pantanal con sus fuerzas regulares, o montoneras.  Éstas,  casi todas compuestas de mestizos o mulatos — que por lo menos entre la carne de cañón no había segregación racial— , y los rubios oficiales gaúchos estaban satisfechos de ello, aunque no de los resultados magros de sus campañas.                                           

Jagwareté, como de costumbre, los dejaba penetrar tierra adentro para luego hacerles difícil la salida, e incluso la estadía.  Los caminos eran casi intransitables a causa de la caducidad del viejo asfalto, aunque no para los blindados de los karaímörötï de pálidos cueros y amarillo pelaje europeo.

Su asistente, Tajykãtï le alargó un pesado paquetito, bien apretado y con dos o tres hilos metálicos brotando del mismo como yuyos rebeldes.  Jagwareté, conectó los cables con otros de símil color que conducían a la barrosa carretera abandonada; a fin de prever errores irreparables en las conexiones.  Tras esto, preparó un diminuto transmisor e hizo señas a los suyos para despejar el área.

Veloces como liebres silvestres, se alejaron lo suficiente para verlo todo, sin exponerse a ser vistos desde el sucedáneo de carretera que cruzaba el monte tupido por el tiempo.  Hacía mucho que los madereros desaparecieran de allí, entre otras cosas a causa de haber devastado los antiguos bosques. Tras la guerra, hubo una larga tregua entre los miles de millones de alimañas y virus cancerosos del planeta, es decir: humanos, trajo aparejada una regeneración y un reverdecer de la flora y fauna.

Ciertamente, en las regiones más contaminadas directamente por la guerra, tuvieron lugar malformaciones y mutaciones en muchos casos aberrantes; en otros,  se dieron simples adaptaciones a un nuevo medio hostil a la vida orgánica.  Ahora, se intentaba someter a los indios de la región sudoeste a un forzado exilio hacia los páramos pre-andinos del Chaco Boreal.

Motores de blindados rugieron en la lejanía su desafío de muerte. Tanquetas y camiones semipesados, rodaban en pos de los rebeldes por los zigzagueantes senderos y picadas subtropicales.  Los pintarrajeados y semidesnudos insurgentes se dispusieron a ejecutar, cada uno su parte, en la sangrienta orquestación de su supervivencia, forzada aunque divertida.

Cuando el primer blindado de la caravana hubo pasado por cerca de ellos, contaron lentamente hasta diez, siendo interrumpidos, a los once por explosiones casi simultáneas, seguidas de estallidos de napalm casero bajo el convoy.  Algunos ocupantes de los vehículos sólo atinaron a saltar de los mismos en desordenada cadencia, para caer abatidos, más que nada por estar iluminados y visibles por los incendios  —tan unidos entre sí, que parecieran uno sólo— y por la excelente puntería de los alzados, quienes no desperdiciaron disparos ni saetas emponzoñadas de curare amazónico.

De tanto en tanto, pasaba un avión rasante, probablemente incursor, a rondar, aprovechando la carencia de defensa antiaérea. Debió divisar el dantesco y poco prometedor espectáculo desde las alturas porque, tras dar dos vueltas más, regresó a por donde vino.

Las voces de la selva enmudecieron por largo tiempo, mientras lo que quedaba del convoy militarizado se consumía a varios cientos de grados celsius, obstaculizando el camino; el único camino que conducía a las serranías del Yvytyruzu, cuyos bosques —a casi cuarenta años de la guerra— estaban a punto de aserradero nuevamente.  Aunque gran parte de la tierra fuera erosionada por los elementos, pudo mantener su verdor y recuperar su feracidad.

Esa madrugada, Jagwareté y sus fieles estaban evaluando el séptimo atentado contra fuerzas invasoras; las que por temor a vegetales y animales mutantes que pudiesen medrar en los bosque, no enviaban tropas de a pie, sino en blindados. Pero éstos, no eran tan invulnerables como lo especificaban los folletos de los fabricantes de las tanquetas Sucurí y Jarará.   El aceite de coco, en iguales dosis con gasolina, hacía estragos en los vehículos.   Tampoco los indígenas eran tan ingenuos, como pensaran los rubios gaúchos europeizados de más allá del Paraná.   Los hacendados y empresarios que movilizaban fuerzas para la toma fraudulenta de recursos forestales y ganaderos de esta región, estaban urdiendo desquites punitivos contra los rebeldes alzados en defensa de sus selvas milenarias, de sus tierras ancestrales recién reconquistadas, de sus principios de libertad recién saboreada con las mieles de la autodeterminación soberana.

-Creo que ésos han de regresar y en mayor cantidad, pues todavía no escarmientan —expresó el caudillo pãi-tavytërã a sus hombres de armas.  No hacerles frente en forma suicida.  Ataques y retirada, como los guerrlleros del siglo pasado.

—Tenemos bastantes explosivos aún y suficientes proyectiles livianos —respondió el capitán Mainumby, el lugarteniente y sub-comandante, ajustándose el pasamontañas—.   Mas carecemos de armas antitanque, salvo que algunas quedasen aún cerca de la abandonada capital, en los cuarteles desiertos...  —acotó seguidamente.

—También tenemos bazookas que sisamos de los caídos del último ataque —replicó Jagwareté—.  Ahora mismo las están juntando y clasificando para nuestro arsenal. Tenemos suerte que ellos no conozcan bien el terreno, en cambio nosotros...

En Porto Alegre —a orillas del rumoroso Guaíba—, el barón de Terra Nova y soberano del Reino Unido Paraná-Grandense, golpeó salvajemente la mesa encarando a los responsables de la conquista de la región sudoeste, allende el Paraná.

—¡Hato de imbéciles! ¡Es el séptimo intento de reducir a ese rebelde que nos impide ocupar esos territorios regenerados!  ¿Es que debo hacerlo todo yo en persona? ¿Cómo puede, esa montonera de desharrapados, tener a raya a nuestras fuerzas de penetración, con apenas un puñado de guerrilleros semidesnudos?

—Creo que será mejor utilizar tropas aerotransportadas y caerles encima a sus espaldas, excelencia  —sugirió el coronel Ayrton Pereira Da Lima Tavares, jefe de Estado Mayor del Reino Unido de Paraná-Río Grande, creado a partir de la desmembración de la antigua república del Brasil.   Éste se hallaba ahora dividido en pequeñas porciones, la mayoría en poder de los indígenas, algunas con formato de república, otros en principados protegidos y dos indecisas aún, en formato políticamente desconocido, hasta el antiguo estado de São Paulo.

—¿Con estos incompetentes? ¡No me haga reír, coronel Da Lima! Si por lo menos hubiesen hecho un prisionero que nos facilitase datos ciertos del escondrijo de esos pelados... pero ni eso siquiera.  Ya perdimos más de tres regimientos blindados y dos brigadas de caballería intentando penetrar en esos montes aún vírgenes. Busquen la manera de introducirse entre ellos. ¿No hay indios guaraníes en Mato Grosso del Sur que pudiesen servirnos de espías?

—Si existiesen aún, sería un milagro, excelencia. Fueron exterminados durante el siglo pasado a causa de la presión de los hacendados. ¿Recuerda Ud.?   Además, los tobas, matacos, ishi’r y Sanapaná de la antigua provincia del Chaco argentino, se unieron a los rebeldes —expresó el teniente coronel Maranhão Pinto de Barros Barreto y Albuquerque.

—No podemos regar napalm sobre esos bosques.  Tampoco agente naranja, o Round-Up.  Echaríamos a perder esa maravilla vegetal.  Deberíamos ocuparlos así: vírgenes.  Pero ésta vez consideremos evitar los errores de una devastación no selectiva. ¿Comprende teniente coronel?  Ahora, les concedo veinticuatro horas para esbozar ideas inteligentes en mi comando  —acotó el barón sin poder disimular su frustración.

—¡A sus órdenes, Su Majestad! —taconeó el equipo militar en forma unánime antes de retirarse por una tangente lateral, pensando en cómo cumplir la arbitraria orden.

Inti Nahuel Peñi, el líder mapuche mestizado con aymará, comunicó el escueto mensaje de Jagwareté  ante sus chamanes y amautas.  Tras la relación, preguntó a los sabios:

—Tenemos el deber sagrado de colaborar con nuestros hermanos gwarán y así lo siente mi corazón.  Pero, tras siglos de lidiar contra los blanquiñosos, he aprendido el valor del consenso.  Por tal motivo, solicito venia favorable de los quracas y pueblo todo para acceder a ello; pero juro respetar la decisión de la mayoría. Los súbditos del  micro-imperio del Brasil (siguió siéndolo desde 1889, tras el coup d’Etát contra Pedro II, con fachada de república, pretensión de “estados unidos” y megalomanía de alemanes o norteamericanos), aún son poderosos en armamento, pero desconocen nuestros territorios. Todavía esos nuevos imperialistas temen a nuestras pociones mágicas para las alturas; de coca, callampa y ayahuasqa, mas  intentan reconquistar al antiguo Paraguay, anexado desde 1870 en adelante.  Los quipus, cuentan que, desde entonces, la tierra de Gwarãretã quedó cautiva de los intereses del sub-imperio (por entonces, lo había anexado Estados Unidos; o sea que los Estados Unidos do Brasil, invirtieron el orden de su nombre oficial, para denominarse Brasil dos Estados Unidos). ¿Me sugieren algo, sabios presentes?

—Te recuerdo Inti, que, tras la guerra de tres naciones contra Gwarãretã, fue éste cautivo de intereses bifrontes, defendidos por un llamado Centro Democrático y una Asociación Nacional Republicana. ¿Recuerdas?  —recordó Uturunko Illimán el amauta de Ollantaytambo—.   Ambos partidos políticos, creados tras la guerra genocida, defendieron —por turno no tan riguroso— los intereses de Argentina y Brasil, hasta la última Gran Guerra Intercontinental en que las naciones formadas desde el siglo XIX desaparecieran fragmentándose o uniéndose en federaciones, como nosotros.

—Ahora, los gaúchos quieren retomar sus pretendidos derechos adquiridos sobre esa región, que abarca parte de la ex Argentina.   Tras la destrucción de la antigua Amazonia, ven en esos bosques otra fuente cercana de recursos materiales.  Cuando cunda la destrucción y el hambre consecuente ¿podrán comer billetes, oro y tarjetas informáticas?  Me pregunto... —dijo Inti Nahuel Peñi.

—Tienes nuestra confianza, Inti —dijo el más anciano quraca y capitán general del Sur Patagónico—.  No necesitas consultarlo.  Dispón lo necesario para ayudar a Jagwareté y sus guerrilleros.

—He recibido un mensaje del general Atlacàtl, desde el norte, vía extrasensorial.  Dice que pudo conquistar la fortaleza del Area 59 y dispone de diez mil guerreros, e incluso de aeronaves de la última generación de antes de las guerras.  Puede auxiliar a nuestros hermanos de la selva sin demora; sólo que ya no quedan pistas utilizables en la región, salvo en el desierto de Calama, al norte, o en los llanos de Nazca.   Pero si fuera para tender un puente aéreo de base logística, podrían establecerse allí con sus pertrechos y hacer ataques con helicópteros artillados —explicó Inti Nahuel Peñi.

—¿Aún quedan algunos blanquiñosos en el norte del continente?  —preguntó Uturunco (puma)—.  Pensé que fueron todos exterminados, ya que el bombardeo allá fue arrasador.

—Los que quedaron, se integraron con los originarios y hasta fueron bien recibidos, jurando respetar leyes y costumbres de los pueblos nativos de Abya-Yala o Nuk’atlan... o como se llamase ahora la vieja América de europeos, criptojudíos y cristianos farisaicos. Ésta, así mal llamada, en recordación a un mercachifle veneciano que la cartografiara para futuros loteamientos especulativos —exclamó Kallpulli Condorcanki, el amauta de Cajamarca, finalizando la reunión—.  Ahora recuperará sus fueros milenarios.

El general Atlacàtl, descendió con su aeronave Antonov 225 en Nueva Teotihuakán, con toda la parsimonia y majestuosidad que lo permitía la deteriorada pista del antiguo aeropuerto de Okeefenokee; situado  cerca del esteral-manglar del mismo nombre, desde donde aún se podían divisar las ruinas de un parque de diversiones pasatistas, famoso en el siglo pasado.  Huinakulli lo esperaba en la cabecera sur en compañía de sus hombres, tras haber completado el circuito por el sur del continente hasta el paralelo 5 y los 80 grados de latitud oeste en busca de la reconstrucción de la historia general del continente, tras la Gran Guerra Intercontinental que precediera a pequeñas guerras de baja y media intensidad; aunque de manera convencional: es decir, con armas de mano y almas de piratas.

El elefantiásico transporte volante se detuvo ante la multitud que lo aguardaba, tras lo cual, descendió su escalerilla de descenso. Llevaba consigo cuatro helicópteros de asalto artillados y carburante, hacia el sur, donde resistían aún los guerreros de Jagwareté.  La escala técnica tenía por objeto realizar una reunión estratégica con los hermanos de Nueva Teotihuakán antes de dirigirse a la puna de Calama, único sitio disponible para el aterrizaje de su Antonov cargado. Pensaba establecer allí una cabecera de puente, ya que sólo desde el norte dispondrían de equipos técnicos, para ayudar a repeler a los tzitzimines invasores desde lo que restaba del Brasil.

Atlacàtl sabía que no habría paz sin justicia y no habría justicia sin amor.  Mas para ello, se debía neutralizar a quienes  pretendían imponerse por las armas, para usurpar territorios regenerados y boscosos con fines de lucro.  De no consentir rendirse, no habría piedad para con los réprobos. Sonrió el viejo general azteca al divisar a Huinakulli, con quien ya compartiera aventuras juveniles en Nueva Tenochtitlan, en la escuela de chamanes y hombres-medicina.

—¡Huinakulli, viejo zorro de los pantanos! ¡Tanto tiempo!—exclamó, aliviado de verlo con vida tras tantas peripecias.

—El viejo águila de las montañas ha vuelto. ¿Cómo estás general? Se te ve muy crecidito para tu edad —saludó Huinakulli—.  ¿De dónde sacaste ese monstruoso montón de chatarra que vuela?

—Lo tenían los norteamericanos, desde el dos mil y tantos, en pago de una deuda de los rusos con el FMI.  Habría sido embargado en Europa con otros de nueva generación.  En el próximo volido, voy a traer un Mil Mi 90 dentro.   Necesitaré una pequeña flota para abastecer a Jagwareté en el Yvytyruzu.  Están muy aislados y casi sin carreteras. No puedo llevar mis elefantes allí. El aeropuerto de Asunción o Kariögwäré’y (Río de los Kariög) está en pésimas condiciones. Y creo, por lo que sé, que siempre ha estado así desde su fraudulenta construcción, cuando llevaba el nombre de un tirano militar del siglo XX.

—Dispondré lo preciso para hacerte una base en Nueva Teotihuakán a fin de que puedas manejar estratégicamente las zonas en conflicto.  Ahora, estamos de igual a igual con los tzitzimines, e incluso hasta podríamos superarlos en recursos.  Los gaúchos sólo disponen de lo acumulado antes de las guerras.  Sus fábricas de material pesado ya no funcionan y su dependencia tecnológica de los norteamericanos y europeos les impide proseguir.  Además ya no tienen leña para sus altos hornos —explicó Huinakulli—. La quemaron toda, a fines del período oscuro. ¿Recuerdas el derrumbe de las grandes represas del Paraná, que oscurecieron durante muchos tun toda la región e inundaran todas las ciudades del litoral paranaense, hasta el estuario platense?  Fue la peor tragedia del tercer decenio de este siglo y cobró cientos de miles de ahogados o desaparecidos.

—Supe eso. ¿Justicia de la naturaleza? ¡vaya uno a saber! pero de que pagaron caro sus excesos, lo pagaron.  Luego vinieron las guerras en seriada e ininterrumpida sucesión.

—Pero, estamos a tiempo para almorzar con tus tripulantes y técnicos... —dijo Huinakulli, el buscador de historias perdidas.

—Agradecido. Luego te presentaré a tres hermanos rojos; un mohawk, un crow y un navaho que se evadieron de la fortaleza antiatómica de Iron Mountain, en la antigua New York.  Están instruyendo a los nuestros en ciencias y tecnologías-punta.  Además, mi hija Xochitl contrajo enlace de pareja con el hijo del Dr. Rosenstahl, nuestro viejo enemigo del Area 59. ¿Lo recuerdas?

Jagwareté, observó desde la copa de un altísimo tajyhü (lapacho negro) los desplazamientos de aviones exploradores.  Eran una pareja de viejos Embraer AMX subsónicos que volaban separados y a regular altura, como buscando caminos ocultos por el follaje.  Imposible apuntarlos con las viejas armas automáticas.  No tenían visibilidad suficiente.

Los dos halcones de metal giraban, aunque sin atreverse a un ataque. Quizá desearan no estropear el bosque después de todo. Su espía en la corte del barón de Terra Nova, así lo había informado. Este los mantenía al tanto de cuanto se tramase allí.  Por tal vía supo que no emplearían armas devastadoras, ya que tuvieron que replicar un ataque norteamericano en el pasado y quedaron a su vez devastados, lo que motivara su desmembramiento y disolución. Los pocos rufianes que heredaran las lejanas haciendas feudales del sur, optaron por retener la porción sobreviviente.  Ahora, intentaban tomar cuenta del territorio que otrora fuera su vasallo y tributario: el último reducto boscoso, tras el colapso de las selvas centrales de la vieja Amazonia.

Observó que los dos AMX adoptaban maniobra de combate. Lo supo con certeza, cuando uno de ellos, tras esquivar infructuosamente un misil láser, estalló aparatosamente como si quisiera pintar todo el cielo en su expansión de fuego y humareda.  El otro intentó una escapada a todo posquemador, pero el trisónico misil venido de alguna parte lo alcanzó de lleno, detonando con fiereza y desintegradora eficacia.

Los pilotos no habrían tenido tiempo de eyectarse siquiera. ¿Quiénes serían los anónimos guerreros que pusieran su granito en la patriada?   De pronto, los vio: dos cazabombarderos supersónicos F-22 Raptor, quienes saludaron con una inclinación alar retornando a occidente.  Dos altas columnas de humo grisáceo oscuro, dieron fe de la sepultura de los AMX verdeamarillos en medio de la oscura fronda del Yvytyruzu. De pronto sintió un cosquilleo muy en el fondo de la conciencia; como si alguien intentase decirle algo desde la distancia.  Recordó el pedido de auxilio a los hermanos del oeste quechwas, aymarás, collas y mapuches.  Descendió lentamente del árbol y se dirigió a las cuevas rupestres del imponente cerro Yvytyruzu, donde tenían su cuartel de operaciones. Una vez allí, ingirió un poco de ayahuasqa y se echó sobre un jergón de piel de oveja a meditar.  No tardó en hacer contacto con Inti Nahuel Peñi, quien se la había enviado con sus chasques.  Muy pronto sintió el susurro de su voz en los recónditos meandros de su mente.

—Aquí Nahuel, desde el lejano Sur. ¿Me tienes?.

—Te tengo, Inti, bienvenido a nuestro espacio virtual.

—Hay cinco mil guerreros jóvenes a tus gratas órdenes.   Si lo deseas, podríamos atacarlos en su territorio.   No tenemos aeronaves ni misiles, pero sí mucho coraje ¡aijuna! ¡Hace tiempo que quería darle su merecido a esos huincas de la gran remadre!  Nuestro arsenal, son viejos trabucos, tipo M-16 y FAL belgas que pertenecieron al antiguo ejército de Chile y Carabineros.  Muchas balas tenemos también para regar de aceitunas todo el Reino Unido Paraná-Grandense. ¿Topas?

—Gracias. Recién pude contemplar un espectáculo celestial gratificante, hermano.  Dos aparatos del Reino Unido de Río Grande-Paraná, fueron volatilizados por extraños aviones negros de fines del siglo pasado.  Por la información que tengo, son viejos F-22. ¿Sabes algo al respecto?

—Son de las fuerzas conjuntas méxica mayas de Chiapas, Yukatán, Tlaxcalchitl y Zuñi-Anasazi.   Las lidera el general Atlacàtl de la región de la ex New México.  Se confederaron todas las tribus del norte bajo una sola mancomunidad y reconquistaron el noventiocho por ciento del territorio comprendido entre el Círculo Polar Artico, hasta Yukatán, y casi hasta el Ecuador.  Ahora nos toca a nosotros. Viene hacia aquí a fin de dotarnos de fuerza del aire y electrónica-punta. Va a instalar sus bases en Calama, Nazca y donde pudiera posar sus enormes pájaros.  Teníamos esta sorpresa para ustedes, hermanos gwarán.  Espero que pronto podríamos vernos libres de los cueros pálidos... aunque fuese asimilándolos con nosotros.

—Comunícate con él y dale las gracias de parte de mi pueblo todo. Estamos aislados y lejos de las vías fluviales, excepto el Tevikuary, pero casi no tenemos trotyl y munición.   Sólo los bastimentos abundan, aunque no cazamos ni pescamos más de lo preciso. Dile que lo recibiremos con todos nuestros brazos. Después veremos si el barón tiene algo de varón y sale a dar la cara, en vez de enviarnos a esos kambá partida.  A veces nos da lástima tener que darles duro, a esos pobres infelices que ninguna culpa tienen de este entrevero.

—Ten la mente afilada, que Atlacàtl pronto estará en comunicación contigo.  Está estacionando helicópteros y aviones de combate en Calama y Nazca. Tiene un vertol que podrá aterrizar en la cumbre de tu cerro. Prepárale una pequeña pista nivelada de unos diez hombres de longitud por doce de ancho. Le bastará.

—Me mantendré alerta. El barón de Terra Nova está craneando algo con su estado mayor de incompetentes graduados en la Nova Escola Militar do Reino Unido Paraná-Grandense do Sul; un nombre tan largo como grandilocuente, e inútil como farol de ciego.  Gracias nuevamente Inti Nahuel Peñi. Hasta muy pronto.

Sin darse cuenta, el guerrero gwarán se quedó dormido por el esfuerzo mental realizado en su metafísica comunicación y comunión espiritual.

El único puente en pie sobre el Paraná, hubo sobrevivido al derrumbe de la gran represa, pero con graves daños.  Aún así, pudo soportar el paso de tanquetas y camiones de tropas que se dirigían al oeste para un nuevo intento de someter a los gwarán y sus bosques. Ésta vez no iban a dejarse sorprender.   Los  bugres (indios) no tenían aviones de observación, ni nada parecido.   Pero ¿cómo fue que desapareciesen dos cazabombarderos gaúchos del aire? ¿Tendrían misiles antiaéreos sin que la inteligencia del Reino Unido del Sur lo supiera? ¡Vaya dilema, meu Deus!

El artillado convoy avanzaba lentamente en los pésimos caminos zigzagueantes y barrosos de roja tierra; pegajosa y caliente; como una aviesa serpiente de hierro en busca de presa fácil.  A sus flancos, para evitar sorpresas morrocotudas e imprevistas como todas las sorpresas, iba un par de pelotones de infantes a pie; dizque para proteger con sus carnes al valioso blindaje de las tanquetas.  Es que la carne desocupada abundaba y el acero no tanto.

Faltaba poco para el mediodía y semejante caravana de trepidantes motores y orugas no podría pasar desapercibida.  Hasta los chillones macacos enmudecían a su paso, a veces con curiosidad otras por temor al ruido.  Los infantes, pertrechados como para una guerra pesada chapoteaban con sus pesadas botas en el infame lodazal rojo  —espeso como crema de chocolate—, maldiciendo en portugués arcaico y en jíria riograndense de mulatos con sotaque carioca y energumenismo de matones nordestinos.

Los más afortunados, iban sudando como galeotes dentro de los transportes, bajo el ardiente sol que regaba a raudales sus rayos ultraviolentos sobre los hierros en desordenado movimiento. Una vanguardia de zapadores y motociclistas iba en la punta a fin de detectar minas, trampas o algo peor.  Poco bueno podría esperarse de esos sucios y morenos guerrilleros despudorizados —que combatían como los hoplitas griegos y espartanos, con el pene al aire—  ¡y encima incircuncisos!   De haber peligro, pronto lo sabrían los de más atrás, al oír las minas retumbar, llevándose al paraíso a los de la vanguardia exploradora convertida en explotadora, merced a topar con algunas minas M-33 anticarros enterradas por ahí.        

Pasaron a través de la espesura, atravesando las ruinas de lo que fuera la capital de la madera en tiempos muy idos.  Tan idos que casi fueran olvidados, aunque algunos muy memoriosos recordaban a la antigua Ajos de las leyendas post-coloniales, con un dejo de nostalgia irredenta de azules y verdes con aromas de lapachos y cedros tronchados por hachas-sierras xilófagas e irreverentes como termitas con hambre atrasada.

Los avanzados del Reino Unido captaron el zumbido de cuatro AMX sobre sus cabezas.  Seguramente protección aérea en misión tranquilizadora, aunque muy poco podrían hacer para protegerlos.  La visibilidad bajo el dosel umbrío era menos que nula y las órdenes del barón de Terra Nova era terminante: ¡Nada de bombardeos en los bosques!

Apenas los oyeron pasar, ya que tampoco los soldados podían vencer el follaje que ocultaba a la vista cuanto no estuviera en el cenit sobre el camino, y a bastante altitud.  Pocos de ellos pudieron divisar a dos pájaros supersónicos que se descolgaron de las alturas para caer como halcones famélicos sobre los desprevenidos pilotos gaúchos, que se la pasaban mirando hacia abajo, como protegiendo a los suyos con sus mira das nomás.   Los dos cazabombarderos intrusos tardaron pocos segundos en hacer blanco sobre los lerdos subsónicos AMX, convirtiéndolos en artificios de pirotecnia de ruidosa factura y festivalero aspecto de Húdah-kái (quema de Judas).

Al escuchar el fragor del breve combate aéreo, la caravana se detuvo y los tripulantes saltaron a tierra para tomar posiciones.  Tras una hora en silencio nada más escucharon, que los gorjeos y trinos de las aves del monte y los gritos de los karajás (monos aulladores) que desafiaban al entorno.  Pasada la desagradable sorpresa, probablemente precursora de otras más desagradables, volvieron a rugir los motores de la serpiente metálica que reanudaba su reptar por el fango. ¿De dónde habrían salido esos aviones negros que desafiaban la inteligencia del Reino Unido?   Obviamente no eran de los gwarán, ya que éstos, ni siquiera poseían la dignidad de un uniforme militar. Apenas viejos fusiles o incluso arcos y flechas, aunque de silenciosa efectividad.  Se estaba gestando algo oculto en esta guerra absurda, cruel y clandestina.  El estado mayor del Reino no tenía prevista la aparición de aeronaves enemigas en el territorio a reconquistar.

Era frustrante el hecho de que el antiguo Paraguay —que fuera conquistado con argucias diplomáticas, tras una guerra genocida— desaparecido, casi para siempre tras la Gran Guerra Intercontinental, no pudiese ser reconquistado por ellos nuevamente y poseído como quien viola a una paloma indefensa. Evidentemente, alguien hubo errado sus cálculos de probabilidades por falta de probidades.  Este era el octavo intento de ocupar militarmente la región central de Gwarãretã, como la llamaban los nativos rebeldes en su milenaria lengua.

La caravana, claqueante y rugidora, salió del bosque en un descampado pero no detuvo la marcha. No se divisaba nada sospechoso y la desconfianza aturdía los sentidos de los invasores en una fanfarria poco triunfalista.   Aún no alcanzaron el punto donde fueran destruidas las otras avanzadas anteriores, pero decidieron formar un círculo de vehículos, como en el old-far-west, a fin de protegerse mejor de los indios.  O, al menos eso pensaban, sin sospechar que los tiempos cambian y que las doradas épocas de la caballería murieron para siempre, con Custer, Mc Clellan, Solano López, Caxías y Napoleón III, estrategas de utilería, si los hubo.

Tras formar el círculo, decidieron vivaquear para reposar sus cansados huesos; ateridos de calor húmedo por la larga marcha ininterrupta desde que cruzaran el decrépito Ponte da Amizade.  Pronto, el aroma tentador del rancho de tropa vibraba en el aire, ante las narices de los hambrientos soldados, quienes platos y marmitas en mano aguardaban con impaciencia el potaje de refección.  El sol estaba al caer tras los lejanos cerros del Guairá y lo único que no notó nadie, era el ominoso silencio reinante, como si aves e insectos presintiesen algo inexorable e inminente en ciernes.

Mientras hacían fila para servirse el modesto feijão prêto de la olla del rancho, un flap-flap característico llamó la atención de unos pocos, aunque nada vieron en las alturas.  Ello, simplemente porque nada había en el cenit, aunque el flapeo iba en crescendo, como acercándose hacia ellos.  Efectivamente; desde los altos bosques que habían dejado atrás hacía poco, surgieron cuatro monstruos negros con rotores sibilantes, que dejaron caer sus huevos en medio del círculo de blindados, sin que atinasen a defenderse.  En medio de horrísonas explosiones de napalm, los gaúchos se dieron a la desbandada, sólo para ir tomando tierra, tras ser ametrallados por otros helicópteros Warhawk americanos y Hokum rusos, que también los había, y muchos.

Pocos minutos bastaron para que la orgullosa columna de blindados fuese pasto de las llamas y transformada en chatarra retorcida.  Los sobrevivientes, optaron por la más antigua de las tablas de salvación: rendirse incondicionalmente y gritando clamores de piedad, como niños sorprendidos en falta.

En menos tiempo aún, aparecieron los desnudos guerreros de inexpresivas miradas, rodeándolo todo desde sus escondites y apuntándoles con sus viejos y variopintos fusiles y hasta rústicas pero efectivas flechas de guayacán y puntas aserradas.

El comandante Jagwareté, aceptó la rendición de los gaúchos ordenando el traslado de los prisioneros a su cuartel provisorio en medio del denso bosque aledaño. Tras los interminables interrogatorios, supo el tendotá (caudillo), que se estaban preparando más fuerzas conjuntas para una invasión masiva y que las recién derrotadas, eran un señuelo para atraerlos allí.  La columna gruesa, venía a menos de cincuenta millas detrás, con cien tanquetas Jarará, Gibóia y Sucurí, cincuenta blindados TMX más cien camiones pesados de tropa y cuatrocientos infantes aerotransportados que caerían en paracaídas sobre ellos desde viejos transportes Amazonas de factura Embraer del siglo pasado.  Jagwareté no dudó en ponerse en comunicación; esta vez, radio de por medio, con el general Atlacàtl para ponerlo al tanto de la situación. Este, no tardó en responder positivamente:

—No te preocupes, hermano. Pronto estaremos sobre ellos. Primero nos ocuparemos de los transportes aéreos y luego de las fuerzas de tierra. ¡Allá vamos!

El claqueante sonido de cadenas-oruga de los tanques TMX, de europea factura y mordientes cañones no tardó en hacerse sentir en la inmensidad selvática del Ka’ágwazu, seguido de los ronroneantes camiones de doble eje, cargados de soldados dispuestos a todo, menos a dejarse matar.  Una pintoresca columna de motociclistas encabezaba la marcha forzada, seguidos de zapadores e infantes de a pie, barreminas en mano y fusiles terciados, listos para lo que fuese. Si bien se sentían poderosos y bien pertrechados, sabían que estaban pisando patio ajeno y no conocían bien el terreno, salvo alguna que otra lectura de mapas viejos de antes de la gran guerra —cuya toponimia habría variado bastante— y sin señalizaciones válidas en la actualidad.

En realidad, no sabían exactamente contra quiénes se las verían y simplemente obedecían órdenes emanadas del Palacio da Aurora, residencia del rey, el barón de Terra Nova, a quien pocos conocían de cerca.

Tras larga y agotadora marcha, especialmente para quienes iban de a pie, salieron del bosque para hallar los calcinados y humeantes restos de la caravana precedente, aún formando el círculo con que creyeran poder protegerse. Azorados, los responsables del convoy tomaron tierra y rodearon espantados lo que quedaba de sus camaradas.                   

Los tanques dieron una vuelta alrededor de los restos, como queriendo resucitar a los calcinados metales, aún humeantes y yacentes, antes de percatarse de los misiles que comenzaron a caer con horrísonos silbidos entre ellos, provenientes tal vez de las alturas. No tenían escapatoria, por lo que decidieron hacer cuerpo a tierra, mientras los TMX dieron en girar sus torretas disparando en todas direcciones a ciegas, intentando tal vez, conjurar a los demonios agresores con salvas de cordita  de pungente aroma y balas inútiles de errática trayectoria.

Una flotilla de helicópteros —negras y ágiles libélulas carnívoras—  los atacaron desde todos los ángulos con cañones Minigun, cohetes guiados por láser y bombas Paveway-Smart. Los comandantes gritaban hasta enronquecer, sin ser oídos ni obedecidos ante el ¡sálvese o quem puder! prioritario.  Muchos soldados gaúchos, eran en realidad oriundos de otras regiones más castigadas del antiguo Brasil, y no estaban dispuestos a morir por la patria ajena, y menos por la madera que exigían los empresarios del Reino Unido del Sur como botín de guerra.  

No más de diez minutos duró la batalla, con el saldo de varios tanques incendiados, todos los camiones destrozados,  mil muertos, muchos desaparecidos y dos mil doscientos con las manos sobre la nuca; aunque no veían a quienes los estaban masacrando, ni sabían a quiénes deberían pedir cuartel.  Una hora después de terminar todo, los sobrevivientes todavía tenían las manos sobre la nuca, formados en disciplinada fila y aguardando a sus vencedores sin haberlos visto aún.   No tardaron demasiado en aparecer frente a ellos, mientras los helicópteros iban aterrizando de a uno alrededor de la apretada fila de los que pedían clemencia.   Poco más tarde, un convertiplano V-22 Osprey, apareció en los cielos buscando un claro para aterrizar con sus pilotos y un importante pasajero: el general Atlacàtl, quien venía a quedarse en el teatro de operaciones, con sus escalpelos de fuego y metralla.

Tras la maniobra de descenso, el viejo Vertol de dos grandes rotores gemelos fue acercándose al punto de reunión.   Según dijeron algunos prisioneros, los aerotransportados no tardarían en llegar, para lo cual el general mexicàtl ordenó emplazar un lanzamisiles múltiple que traían en el V-22. Sus halcones de acero harían el resto.

Efectivamente; a los cuarenta minutos oyeron los característicos susurros de turbohélices en bandada. Atlacàtl tomó el   transmisor e intentó comunicarse con los gaúchos, quienes sin saberlo aún, venían a morir —insepultos quizá y sin extremaunción— en tierra ajena.

—Aquí–Aguila Uno llamando a flota riograndense. ¿Me escuchan? ¡Filhos da puta mãe! ¿Escutam? Só vou falar uma vez mais e lógo vou abrir fógo sobre vocés ¿Escutam agora?

Tras un corto ruido de estática se oyó la respuesta por la radio del Osprey:

—Ouço, mas—¿com quem tenho o gosto de falar? ¿Com o Jagwareté, o cachorro (perro) rebelde?

—Aquí Aguila uno. Tienen exactamente diez segundos para girar ciento ochenta grados y desaparecer hacia el este, de lo contrario serán derribados. ¿Escucha?

Escuto. ¡Vocé tá dóido rapaz! Tá louco mesmo.  Agora vou lançar meus homens sobre vocés.  Não vou recuar mesmo, não, que temos proteção aérea.

—Agora, preguen, filhos da puta porque estão cruzando a línha da minha paciència.  ¡Olhem pra cima e véjam! —gritó el general azteca, mientras los guerreros locales aprestaban sus antiaéreos.

Desde muy alto, más allá de los cirros blanquecinos de la estratosfera, cayeron los trisónicos F-22 sobre la flota aérea invasora, dando poco tiempo a los paracaidistas para abandonar los  Amazonas que se cernían sobre la región. Los misiles aire-aire hicieron el resto.  Por su parte, más helicópteros aparecieron atacando a los cuatrimotores de la fuerza enemiga, quienes apenas tuvieron a bien defenderse del sorpresivo encuentro.  Al ser alcanzados los Amazonas, los soldados intentaron saltar como fuese, aunque demasiado tarde.  Los bandazos desordenados de las aeronaves, impidieron a los aterrados paracaidistas hallar  puerta de salida, y cuando la hallaban, ésta giraba hacia el cielo, hasta que finalmente todo estalló en una infernal cadencia al estrellarse los aviones averiados, uno tras otro.

De los doce transportes, sólo uno logró eludir el ataque, a costa de huir como pudo a su base.   Los demás, pudieron derramar unos  cuantos paracaidistas, pero los restantes fueron a rendir cuentas a Exú.  El impasible Jagwareté contempló el desenlace de la aventura de los invasores, quienes ni siquiera tuvieron oportunidad de rendirse.   Ya sus hombres rastrillarían la selva en busca de los sobrevivientes.  En cuanto a los otros, era mejor darlos por perdidos a los caranchos y hormigas.  No valdría la pena sepultarlos.

Poco más tarde, vía ayahuasqa y peyotl, pudieron comunicarse telepáticamente con los hermanos del norte y del Gran-Río-de-los-Pájaros, Huinakulli, Gwyratupão,Warhao y sus hombres ya en pie de guerra.  Prepararían un ultimátum a los blanquiñosos del Reino Unido del sur y otros.  O se reconocía la autonomía de Gwarãretã y la república andina de Pachakutec, así como las regiones del norte gobernadas de hecho por los indígenas a partir del paralelo 5, cesando las agresiones fuera del llamado Reino Unido Paraná-Grandense; o, en caso contrario tomarían represalias las tribus confederadas. También, exigían a los del Reino Unido, un plebiscito para liberar a los pueblos cautivos dentro de su territorio y sistema ¿político? feudalizado.

El barón de Terra Nova dio un violento puñetazo al escritorio, con tan mala suerte que el cristal que lo cubría se astilló haciéndole un severo corte en el revés del puño, nada grave, pero el ridículo cubrió toda su sombra y el resto.

—¡Maldita sea la hora en que confié en un hato de imbéciles para esta sagrada misión de restitución de nuestro patrimonio occidental! —bramó, cual orgulloso toro a punto de ser castrado —.  ¡Cinco regimientos blindados y casi diez mil hombres perdidos, por causa de algún idiota de Inteligencia que calculó mal esta jugada! ¡Y encima me envían un ultimátum, como si yo fuese un presidentillo de republiqueta bananera! ¡Respondan a esos insolentes que no claudicaremos, y yo, yo, personalmente asumiré el coste y dirección de esta guerra!

El paciente Secretario Real, tomaba nota de los exabruptos proferidos por el real energúmeno S.M. Joaquim Jairo Levi Brandão, barão da Terra Nova, rei do Paraná e Río Grande e visconde do Guaíba, además de otros títulos autoconferidos que no vienen al caso detallar.   Evidentemente, la cosa iba para el lado de los tomates y las chauchas.  Una guerra nunca es deseada por nadie en su sano juicio, y menos por quienes deben poner el pellejo como bandera de alguna causa desquiciada.   Al menos, nadie que no tenga algo que ganar con ella.  Y siempre, la mayoría tiene mucho que perder, aunque su bando fuese vencedor.  De pronto, el barón se sintió más solo que poste en el desierto.  ¡Tanto tiempo esperando la oportunidad de disponer de madera mientras se regeneraban los bosques de Mato Grosso, para acabar derrotados por una banda de pelados!

Si los informes de la tripulación del Amazonas —de los que pudieron escapar de la masacre— fueran dignos de crédito, los bugres del sudoeste del Paraná tenían, no sólo armas, sino aviones de tecnología más avanzada de lo que hubo supuesto. O de lo contrario, recibirían ayuda de algún lado. No era posible que...

El barón de Terra Nova, ordenó a su secretario real que no se lo molestase y luego se encerró en su despacho a llorar a carcajadas.

Los días pasaron en relativa calma, como todas las calmas que preceden a las tribulaciones; esa relativa calma del buitre que revolotea en las alturas, aguardando el desenlace de la agonía del sediento en medio del desierto; o la calma de la esposa que aguarda al marido calavera (o al revés), para ajustar cuentas.  Lo cierto es que, si bien terminaron las incursiones en territorio gwarán, tampoco hubo respuesta alguna de parte del barón de Terra Nova, aunque un sospechoso movimiento de tropas irregulares hacia Foz do Iguaçu no presagiaba nada bueno para los gaúchos.    

El comandante Jagwareté y el general Atlacàtl se reunieron con los prisioneros a fin de decidir qué hacer con ellos. Muchos de éstos eran mestizos o mulatos y muy poco tenían que ver con los  intentos de agresión, por lo que el mexicàtl les preguntó si deseaban regresar a su país, ser fusilados o integrarse con los gwarán y convertirse en aliados de la libertad.

—La gran guerra terminó antes de nacer yo.  No sé cómo, fui a parar en Porto Alegre buscando trabajo y me enrolaron forzadamente en un ejército ajeno a mí  —dijo uno de los soldados enemigos, y prosiguió:  —Nos dijeron que todo sería muy fácil.  Simplemente debíamos ocupar este territorio y luego vendrían los empresarios a sacar madera.  Nada más.

—¿Y les pareció fácil después de lo que pasaron? —preguntó Jagwareté con sorna no exenta de compasión. ¿Piensan volver a intentarlo esta vez?  Ya son ocho veces que han procurado invadirnos y ahora estamos mejor que nunca. Este hombre que ven aquí, ha derrotado a los más duros guerreros en la antigua América del Norte, y dispone de los mejores aviones y helicópteros de combate construidos antes de la guerra.  ¿Les parece que debemos deshacernos de ustedes, o tienen alguna propuesta sana que hacernos?

Los prisioneros, quedaron consternados y tiesos al sopesar la posibilidad de acabar frente a un pelotón de fusilamiento o algo peor.  Recordaron que los oficiales hicieron correr la voz de que los prisioneros serían comidos vivos por los bugres de la región.  Al ver sus rostros carcomidos por la angustia, Atlacàtl sonrió y les explicó, cual si adivinara sus cuitas:

—No es cierto que los prisioneros serán comidos vivos. No somos tan salvajes, señores.  Primero hay que cocerlos a fuego lento, con especias, chile picante y salsa de ají verde al vino. ¡Y estarán deliciosos!

Los cautivos abrieron los ojos cual ventanas de castillos embrujados y sudaron como jarras con agua helada de tereré. Ser comidos no figuraba en sus planes de Estado Mayor.  Debían ser cautos en sus respuestas, por las dudas. No fuese que se cumplieran las profecías de los oficiales del Reino Unido del Sur... todas fallidas por otra parte.                                    

Finalmente —en forma unánime y sin excepciones—, decidieron adherirse al movimiento de resistencia activa de los indígenas, pues que casi todos los soldados del Ejército Real, eran mestizos o mulatos y pertenecientes a las mayorías proletarias del Reino de opereta de los terratenientes conservadores blancos.  Mera carne de cañón, sin derecho alguno a igualdad de oportunidades con respecto a éstos últimos, quienes aún tenían el poder que casi les arrebatara la guerra intercontinental de 2032  DC en adelante.

Por lo menos, estarían en igualdad de condiciones y lucharían por lo que estimaban suyo: la vida y la tierra.  El jefe Jagwareté les explicó que no debían temer a los cueros pálidos del este, sino a sus propias conciencias.

—Si desean unirse a nosotros, ¡bienvenidos, hermanos de Abya-Yala a nuestra fuerza de resistencia!  A partir de hoy, todos vuestros camaradas que aún sirven al barón de Terra Nova y sus secuaces, tienen mi palabra de que serán bien recibidos si decidieran desertar de ese ejército de morondanga manejado por maturrangos, petimetres y pisaverdes de vistoso uniforme y nula inteligencia. No os tomaré juramento alguno, pero aceptaré vuestra palabra en prenda.  El general Atlacàtl será testigo de ello, y lo nombraré ejecutor oficial de quienes la violen. ¿De acuerdo?

Todos sin hesitar aceptaron con un estentóreo ¡Sí señor! a la propuesta del jefe gwarán.  Tras esta toma de partido, los prisioneros fueron conducidos al cuartelillo-caverna de Yvytyruzú a fin de ser entrenados en tácticas de guerrilla, despojándose del pesado, ampuloso e ineficaz uniforme militar de los blancos. En cuanto a los aliados mapuches, incas y otros, irían llegando para integrarse al movimiento en breve. Inti Nahuel Peñi no tardaría en llegar con una columna de guerreros, con quienes estaba cruzando el antiguo Chaco paraguayo en viejos camiones del extinto ejército boliviano, ahora en manos quechwas y aymarás.  En realidad, los gwarán no precisaban un gran ejército, sino simplemente sentir la adhesión solidaria de sus iguales; quienes por largo tiempo, fueran oprimidos por la pesada carga de la injusticia y las desigualdades; de quienes fueran esclavos por la fuerza, en su propia tierra.

El barón de Terra Nova, ante la disyuntiva de tener que proseguir el asedio de Gwarãretã por presión de los latifundistas y empresarios riograndenses y paranaenses... o acceder al ultimátum de los bugres, decidió convocar a su gabinete civil para trazar un curso de acción, antes de convocar a sus condottieres, jagunços y mercenarios.

La palabra capitulación, no figuraba en su diccionario y la descripción difusa de los sobrevivientes de sus aventuras bélicas, respecto al potencial de los guerrilleros, no lo desanimaron del todo de proseguir la escalada; aunque las pérdidas en hombres y material fuesen cuantiosas.  Las millones de hectáreas de bosques subtropicales regenerados dentro del territorio indígena lo justificaban.  Hizo las cuentas y éstas, lo ilusionaron de lo presuntamente ganancioso del asunto.

Los más conspicuos hacendados y latifundistas de los Estados confederados en el llamado Reino Unido del Sur, acudieron a la reunión con el gabinete civil del rey: S.M. Joaquim Jairo Levi Brandão,  barão de Terra Nova e visconde do Guaíba.  Los adiposos empresarios, amos de horca y cuchillo —tras sobrevivir sus padres a la Guerra Intercontinental que precediera al desmembramiento del Brasil—, decidieran tener un gobierno monárquico que estuviese a tono con el sistema feudal que siempre imperara en la antigua república federativa.  Por otra parte, los libraba de las costosas y riesgosas elecciones periódicas de antaño, en que los partidarios de las izquierdas, tomaran el poder a principios del siglo XXI y casi liquidaran a las obsoletas estructuras de latifundistas y mega-empresarios del inmenso país, hoy subdividido.  No olvidarían la lección por mucho tiempo, y, tras pensarlo un poco, instauraron la monarquía, aunque sin los Bragança, exterminados durante un bombardeo en la vieja Río de Janeiro, hoy redenominada Tupínambáretã.  Prefirieron a un latifundista de Río Grande del Sur y empresario exitoso y además masón especialmente experto en la usura, para su primer rey.

Ahora, tras los fracasos de ocho expediciones comenzaban a dudar del exitoso y sopesar las posibilidades de exigirle cuentas.

Huinakulli y el líder Inti Nahuel Peñi, se encontraron por primera vez en Calama.  El primero llegaba del norte y el segundo del sur del continente.  Nada más conocerse, se juraron mutuamente no descansar hasta abolir todo régimen monárquico y empresarial en el continente; restaurando libertades y respeto al semejante.   Algo que, ciertamente tampoco los antepasados indígenas supieron hacerlo; lo que desatara sobre ellos la feroz opresión luso-española e inglesa.

Los actuales líderes indígenas, eran conscientes de ello y de la necesidad de crear un nuevo orden de integración sin sometimiento  y de respeto, sin imposiciones ni coacción.   Obviamente debían desechar muchas tradiciones sangrientas de sus antepasados, en cuyas guerras intestinas se desangraran por muchos siglos.   También adoptarían nuevas corrientes de pensamiento humanista, algo más acordes con la armonía interior del ser humano y con las nuevas pautas de conducta social, aprendidas de los filósofos que dejaran sus huellas en muchas   escuelas chamánicas.

No todo lo que heredaran de los suyos era bueno; no todo lo que les legaran los cueros pálidos era malo.  El equilibrio y la autocrítica son señales de incipiente sabiduría y despertar de conciencia. Los chamanes de todo el continente estaban haciendo esfuerzos para lograr la autodeterminación de los pueblos y naciones originarios.  Sólo así, lograrían la derrota de quienes detentaban aún poder en ciertas regiones, pretendiendo extender su hegemonía contra los insurgentes, quienes luchaban por sobrevivir y reorganizarse nuevamente.  Largas jornadas faltaban para la satisfacción de un largo anhelo de libertad y justicia.

Ordenó el tendotá un festín en honor a la victoria y salutación a los hermanos que no tardarían en llegar desde el poniente a poner hombro y corazón en la lucha.  Jagwareté no iba a escatimar fatigas en la conquista de sus objetivos; que eran los deseos de todos ellos. Además, muchos de los hermanos provenientes de Nueva Teotihuakán eran sabios en lo concerniente a La Palabra y no dudaría en  solicitar su concurso para dictar leyes y códigos que regulasen en lo sucesivo las relaciones entre iguales; entre hermanos, unidos en torno a un ideal común: la unidad en la diversidad cultural.

—Hemos tenido fracasos y pérdidas, Su Majestad, y ninguna ganancia hasta ahora —expresó el conde Sampaio Manoel Moacir da Beira-Mar, estanciero de la región—.  No dudaremos en contribuir al esfuerzo de esta guerra, pero necesitamos resultados concretos.   Además, no podemos tolerar este ultimátum insolente de los bugres, que, con insultante osadía han dirigido a través de S.M. a todos nosotros.

—Los escucho, señores —dijo el ahora indeciso barón de Terra Nova—.  ¿Tienen alguna sugerencia, o simplemente críticas a la manera de encarar estas operaciones?   Les recuerdo que nuestro ejército, pese a sus pertrechos, es algo deficiente en material humano.  Los oficiales fueron casi improvisados con hijos de hacendados y nobles de este reino, pero no respondieron a las nociones mínimas de estrategia.  No podemos luchar en terreno desconocido con enemigos desconocidos.  Los informes de inteligencia, no previeron que los bugres tendrían armamento de tecnología punta.  Todos somos culpables de estos fracasos, no sólo mi persona.

—¿Y qué pasará si nos vuelven a derrotar esos descastados? —preguntó el Vizconde de Porto Alegre, empresario financiero de la región—.  ¿Se atreverán a invadirnos y cumplir con sus amenazas?

—De una cosa estoy seguro, señores  —respondió el ahora más seguro rey—. Los bugres nunca amenazan en vano.  Salvo que mueran antes de cumplir con su palabra, que para ellos vale más que su vida.   Sí, creo que la cumplirán.  Salvo que nos avengamos a sus demandas y los dejásemos en paz, intentarán tomar nuestro país y expulsarnos o exterminarnos de una vez todas.  Esa es la situación y a esto nos han llevado los incompetentes que tenemos por oficiales.

—¿Con qué armamentos contamos para un ataque masivo por varios flancos? —preguntó el duque de Paraná y Lord de Foz do Iguaçú.

—Aún tenemos artillería operativa, de pesado, medio y leve calibre, más tres acorazados de río, algunos monitores sobre el Paraná, unos veinte aviones de combate en situación operacional; cincuenta transportes Amazonas y cinco mil hombres de caballería e infantería.  Nada más.

—Y los bugres ¿con qué cuentan hasta ahora? ¿Tienen informes fidedignos acerca de su poderío? —preguntó el vizconde de Porto Alegre, algo desalentado al ver esfumarse sus esperanzas de lucro rápido.

—Los informes que teníamos, les atribuían armas automáticas del desaparecido ejército paraguayo, unas pocas toneladas de municiones y explosivos, arcos flechas y cerbatanas envenenadas. pero ante los incuestionables hechos acaecidos, deduzco que tienen el apoyo de poderosas fuerzas militares. Seis AMX, ocho fuerzas de tareas y once transportes Amazonas, con todo y paracaidistas, fueron puestos fuera de acción.   Y sólo con cazas supersónicos armados de misiles de largo alcance podrían derribar a los AMX.  Estos fueron diseñados en Europa por la antigua Aeritalia y construidos bajo licencia en el desaparecido Brasil, en varias factorías de la Embraer. Disponían de electrónica y radares además.   No sé qué pudo haber sucedido.

—¿Tiene a disposición hombres que hablen el guaraní y además lo lean y escriban, Sua Majestade?  Los necesitaríamos para que se incorporasen como quinta columna a su banda de asaltantes de caminos  —sugirió el coronel Marabunta Ribeirão e Fagundes Do Río Prêto, comandante del IR-1 (Inteligencia Real-Uno)—.  Si dispone de alguien, demos una tregua para dar tiempo a una misión de espionaje en territorio de los bugres.

—¡Excelente idea! —exclamó con no poca ironía el barón-rey. —Sólo que deberíamos contratar a alguien que no existe.   Por lo menos en este reino del Sur.  A fines del siglo XX, los kaingãng (ka’ygwã) o kaiowás de Mato Grosso norte y sur, se suicidaban en oleadas o los mataban los jagunços (pistoleros de alquiler) de los fazendeiros.  Para los inicios de nuestro siglo, han desaparecido por completo.  Además, se harían matar antes que trabajar para nosotros, si existiese alguno por ahí.

—Entonces, busquemos otra salida.  No podemos decidir sin tener datos de relevamiento reciente acerca del poderío de los gwarán y sus aliados desconocidos.  Sé de buena fuente, que las republiquetas de los bugres del oeste, transandinos o cisandinos, están organizadas en pequeñas comunas autosuficientes, pero mantienen fuertes lazos entre las tribus confederadas de este continente.   Ello, fruto de una larga labor de su parte a lo largo de medio siglo XX y tres cuartos del XXI mientras nosotros, los amos del continente, nos desangramos en inútiles guerras por simples malentendidos —explicó el coronel Marabunta, con aire doctoral.

—Deseo aclarar al ilustre expositor, quien nos deleitara con sus últimas palabras, que las guerras tenían por objetivo los postulados de Iron Mountain, acerca de su deseabilidad, como niveladora demográfica; como generadora de inventos y tecnologías-punta; como motora del comercio y el desarrollo de las naciones hegemónicas, aún a costa de las periféricas (hasta me atrevería a decir: marginales) —retrucó el barón con la sorna más gruesa de su cínico repertorio, prosiguiendo a continuación—.  Quienes creyesen que una guerra responde a motivaciones patrióticas, miente descaradamente, y lo asumo a plenitud. ¿Para qué ser hipócritas entre nosotros, hermanos de los Misterios de la Sacra Logia Universal de Elegidos del Gran Ingeniero del Universo?   Seamos sensatos y cantemos la justa en esta guerra santa que hemos emprendido contra la barbarie, la ignorancia y la falta de respeto a nuestras áureas divisas; donde el cetro es el caduceo de Mercurio-Hermes, el de la Tabla de Esmeralda; dios del comercio y de los ladrones. ¡No podemos retroceder en nuestras intenciones globalistas, porque somos los elegidos del Gran Ingeniero del Universo!

—Entonces —opinó alguien al fondo—,  estamos perdidos.

Los guerreros de Tikal y Chichen Itzá formaron de a cinco en fondo en la pista de Xibalbaktun, en espera del gigantesco Mriya (sueño), pilotado por el ingeniero Hunter, que los conduciría hasta Calama, desde donde irían por tierra hasta las boscosas tierras de Gwarãretã al sur.  Los mèxica y mayas de Huinakulli, ya estaban allá, listos para lo que fuese.  El último reducto de los tzitzimines en el sur, estaría siendo puesto a dura prueba por la confederación indígena coaligada en defensa de los gwarán agredidos por los blancos sin declaración previa de hostilidades.

Poco más tarde, estaban en vuelo en el Antonov 225, el cual holgadamente podía transportar hasta seiscientos hombres. No tardarían en llegar dos viejos C-17 americanos, pilotados por Daly Sasquatch y Bor Thimoxtzin de Tikal, entrenado por Hunter con otros indígenas de la región.   A más tardar en doce horas, estarían todos en Calama como para unirse a las huestes de Jagwareté y la lucha libertaria de los gwarán.   Pareciera que la historia iniciaba a revertirse en pro de los largamente postergados y discriminados por la injusticia.  Esta, sería una lucha sin cuartel, aunque sin la brutalidad de otros tiempos; especialmente la empleada en las últimas  guerras europeas.

El tendotá de la nación pãi-tavytërã, no era simplemente un caudillo acorralado por el sistema que se negaba a morir, sino el símbolo de una larga lucha por la autodeterminación y la libertad de un pueblo oprimido por infames cadenas, desde tiempos inmemoriales; porque hasta la memoria les fuera arrebatada por quienes —en nombre de un soberano ausente y de un dios extraño— impusieran su dominio férreo sobre todo un continente, implicando un intento (en muchos casos fue más allá) de destrucción de las culturas originarias en lo material y en lo espiritual, poniendo fuera de la ley a los insumisos.

El gigante del aire se posó en la planicie del desierto de Calama y rodó hasta la cabecera sur, deteniéndose majestuosamente ante los caudillos reunidos para recibir a los efectivos de la Confederación del Norte, quienes ordenadamente desembarcaron para sumarse a la reconquista de la libertad perdida, aunque no del todo. 

Siempre —aún en los momentos más angustiosos de opresión—, queda un resquicio de libertad interior inalienable, pese a los hierros candentes y a los verdugos seglares o clericales; pese a las murallas de las mazmorras y a los capataces de las latifundiarias haciendas.   Esa libertad interior que se prolonga más allá de la muerte física y es patrimonio de cada ser consciente de sí mismo y de su lugar en el cosmos. Esa libertad, preludio de la mítica Tierra-sin-Mal (yvymãrãvé’ÿ, en guaraní) de muchas culturas armónicas (“primitivas” decían los antropólogos de la vieja escuela) que enseñaban el respeto a la naturaleza, tenía su raíz en el alma del Hombre y no tanto en los sistemas políticos o empresariales que intentaban sojuzgar nuevamente a un mundo devastado por guerras y contaminación.

El comandante Jagwareté aterrizó en compañía de Atlacàtl, Huinakulli y el líder mapuche Inti Nahuel Peñi en Calama, a bordo del vertol V-22 Osprey.  Ya los guerreros aztecas y mayas esperaban para el mitin asambleario de la futura Alianza Continental. Solamente faltaban los hermanos sioux, navahos, crows y apaches del norte, los cuales a causa de la guerra hubieron perdido muchas de sus reservas; más por la contaminación química y biológica, que por explosiones nucleares efectuadas, aunque habría tierra para todos, en cualquier lugar del continente, hogaño casi despoblado.

El objeto de la asamblea continental, era la redistribución de hábitat a muchas parcialidades desposeídas o expulsadas de sus tierras ancestrales; así como la reconstrucción de muchas culturas y pueblos extinguidos o desaparecidos.  Para ello, Huinakulli hubo acopiado datos acerca de la historia, lenguas y costumbres de muchas tribus y clanes, a fin de reorganizarlos con sobrevivientes, no sólo indígenas, sino mestizos, blancos, negros y mulatos descendientes de la era postcolonial, que también necesitaban un lugar bajo el sol para crecer como seres humanos.

La sesión de la asamblea continental no estuvo exenta de asperezas y quizá algo de nervios, pero también de ideas y conceptos clarificadores acerca de los objetivos de autodeterminación.  Los caciques, quracas y theotonocallis desarrollaron un plan para la redistribución de tierras y recursos a todos los pueblos desplazados de sus tierras, lo que incluiría a los no indígenas, que deseaban integrarse con las nuevas naciones y culturas emergentes. Otra de las resoluciones de la asamblea, fue la de abolir todas las antiguas fronteras creadas por los colonizadores y los independentistas posteriores y declarar patrimonio común a todo el continente. Tan sólo faltaba definir el símbolo que identificase a la confederación, aunque no deseaban banderas ni escudos separatistas; los que por largo tiempo estuvieran tras las guerras y matanzas en todo el planeta, en cruzadas de dudosa legitimidad y pésima santidad, eligieron simplemente el color blanco de la Paz y el verde vegetal de la madre natura.

Pronto llegaron los hermanos del norte a sumarse a la asamblea con sus atributos plumarios tradicionales de siglos. Los pueblos innuit habían desaparecido en el primer tercio del siglo XXI, entre otras causas, por el hambre y las enfermedades producidas por la contaminación y el calentamiento global, que redujera su hábitat en el Círculo Polar Artico; los deliberantes resolvieron repoblar las regiones árticas, una vez disipada la contaminación y controlados los factores negativos que incidieran en el exterminio de la población humana y animal de la región.

Incluso, en el antiguo Paraguay, la población gwarán, a principios del siglo XXI apenas contaba con menos de seis mil personas; y su pervivencia se concretó mediante la mucho más numerosa población de esta etnia en Brasil, Venezuela, Colombia y las Guayanas de entonces, que sumaban poco más de medio millón de individuos, lo que permitió la perpetuación de esa cultura y lengua.

—Los actuales sistemas unificados de escritura, permitirán que la cultura se difunda y se convierta en multiétnica, de manera tal que todos nosotros valoremos el aporte a la poesía, el canto, la literatura narrativa y de opinión —comenzó Huinakulli—.  El alfabeto Sequo’y’ah servirá para todas nuestras lenguas, que serán aprendidas por las demás naciones y, a la vez, aprenderemos nosotros las vuestras para conocernos mejor. Es así como habrá una verdadera fraternidad, y, de paso, demostraremos con ejemplos a los tzitzimines que hubiesen sobrevivido a estas tribulaciones actuales, que somos uno en la diversidad y diversos en nuestra unidad.

Un cerrado coro de aplausos rubricó sus palabras por parte de los presentes.  Y ello, se daría pese a los egoísmos aún latentes, a los resquemores todavía tibios, a los viejos imperialismos religiosos y a las divisiones de castas.   Especialmente en el centro y sudoeste del continente.   Ello les permitiría emerger a un nuevo milenio, limpios de las lacras antiguas; muchas de ellas heredadas, otras adquiridas de los conquistadores, pero todas descartables.   La sana autocrítica era precisa, justa y necesaria para purificar el presente y santificar el futuro.

El barón de Terra Nova, tomó el mando de la columna motorizada, poco antes de emprender el cruce del Paraná a través de pontones.  Otras columnas, navegarían desde la región del Pantanal, y entrarían desde el norte por el río Pajagwa’y (ex Paraguay), en tanto que una tercera, lo haría a través del cauce seco del antiguo río Apa.  No dejaría baza sin jugar en esta oportunidad, más que nada, por la presión de los hacendados y   empresarios que se la jugarían al todo o nada; aunque tenían previsto irse a otro punto del planeta caso de fracasar, antes que los bugres pudiesen cumplir sus amenazas punitivas.

El secretario del barón: Hunak S’hahalik, de ascendencia ishir, y no árabe, como pensaba el rey, en la soledad del Palacio de la Aurora —donde apenas quedara la guardia palaciega y media docena de servidores— bebió un largo trago de la ayahuasqa y púsose a mascar un botón de peyotl, antes de encerrarse en sus aposentos a meditar.  Tras cerciorarse de no ser objeto de vigilancia, se sentó en posición de loto y se concentró en un punto luminoso; una vela de cera encendida, y tras larga espera, sintió la mente de Jagwareté unida a la suya.  Una vez establecida la conexión, le transmitió cuanto sabía de los planes de invasión del barón de Terra Nova y sus tres columnas de penetración, dando fecha, hora y lugar de partida de cada una de ellas.   El resto, quedaba a cargo de los guerreros gwarán y sus aliados.

—Una vez neutralizadas estas tres columnas, avanzaremos hacia ellos desde aquí —explicó el general Atlacàtl a los allí reunidos—.  Otras fuerzas nuestras, lo harán desde las selvas costeras y desde Tahuantinsuyu, a través del Gran-Río-de-los-Pájaros y sus tributarios.  A mi vez, los hostigaré desde las alturas con mis aves de metal, aunque sin atacar objetivos civiles.  Tengo otro pajarito japonés de doble fuselaje y del tamaño de tres viejos jumbos que nos hará el acarreo de pertrechos desde el norte.  Los helicópteros se encargarán de los motorizados   y los guerreros hostigarán a los señores fazendeiros por tierra.      Una vez en el Reino Unido, buscaremos consolidar nuestras posiciones.  Pero insisto, hermanos, a no intentar acelerar el proceso de manera radical.  Esto tomará su tiempo, porque nuestra intención es hacer el menor número posible de muertos en ambos bandos.  Por tanto, haremos guerrillas de desgaste, hasta que se avengan en aceptar nuestras condiciones.   Nuestros informes nos sugieren que este es el último intento de tomar el territorio de Gwarãretã y empeñarán toda su parafernalia bélica, en tanques, aviones y embarcaciones; así como el grueso de su material humano.  Muchos de ellos, ya están aleccionados para desertar y unirse a nosotros, pero antes de aceptarlos, serán sometidos a la prueba de la virola y la ayahuasqa, para saber si llevan buenas intenciones o son proclives a traicionarnos.   De probar su sinceridad, serán nuestros aliados.   De no, serán juzgados y expulsados del continente con los otros patrones de la tierra.

Por su parte, Jagwareté, el rebelde de Yvytyruzu expresó:—Muchos de nosotros hemos de caer, seguramente, frente a las fuerzas enemigas.   Pero quienes sobreviviesen, serán recompensados con una patria común fraternal y solidaria.  Sin caudillos, regidores ni nada parecido a lo que los cueros pálidos conocen como “autoridad” o simplemente tiranos.  Ellos están empeñando todo su poderío para vencernos y la lucha será dura y hasta cruel, pero evitemos quitar la vida a traición, sino de frente Es todo, hermanos. Y ahora, cumplamos con nuestro deber.

Las fuerzas invasoras del Reino Unido, divididas en tres cuerpos entraron a Gwarãretã cierto día, en un desesperado intento de someter definitivamente y exterminar a sus habitantes.   Un flota de lanchones con escolta de monitores cañoneros, bajaba lentamente por el río Pajagwa’y, más conocido por su antiguo nombre de Paraguay, desde el Pantanal, en tanto que, tras prudente sincronización, las otras dos penetraron por el Paraná y por el cauce seco del Apa sin ser interrumpidos en los primeros tramos.  La columna embarcada pudo llegar hasta las cercanías de las ruinas de la antigua capital llamada Asunción, situada al occidente de Yvytyruzú, aproximadamente a la hora novena.  Allí, debieron realizar un desembarco combinado, aparentemente sin novedad.  En esto estaban, cuando el infierno se desató en las playas del río, donde aguardaban ocultas minas M-33, así como una repentina lluvia de granadas de mortero del 4.2, desde las orillas chaqueñas.   Los incursores no pudieron reponerse de la sorpresa, mientras el tableteo de los cañones de 12,7 y 30 milímetros de los helicópteros artillados, barría la playa en busca de carnes que morder y vehículos que perforar.  Muy pocos soldados tuvieron a bien escapar del chaparrón de fuego para refugiarse en el bosque orillero, donde los aguardaban desnudos guerreros, pintados de tizne, de fiera mirada y pavorosa puntería.   Dos mil quinientos prisioneros quedaron como saldo de la jornada; la que húbose definido en menos de una hora, con escasas pérdidas en heridos para los defensores.  Bajo índice de difuntos hubo, pese a la prolífica distribución de cordita, pólvora y altos explosivos, generosamente donados por el extinto gobierno norteamericano a las generaciones futuras.

Es que los guerreros confederados tomaron en cuenta el pedido de Jagwareté, de evitar números altos de cadáveres a fin de contar con aliados nuevos con que derribar al penúltimo bastión racista que restaba en el sur del continente.

El desastre acaecido a la primera avanzada, no impidió que las otras dos intentasen penetrar para un abrazo de pinzas que les posibilitaran la toma del territorio aniquilando a los rebeldes; pero del dicho al hecho y del plan a su concreción, existen trechos intransitables algunas veces.   Lo que restaba de la aviación del Reino Unido del Sur intentó realizar misiones de apoyo a los invasores.

Tomando en cuenta los resultados anteriores, resolvieron formar en caja para defenderse de ataques de interceptores rebeldes, los que según informes, eran de temer por su velocidad y precisión de tiro.   Para entonces, los AMX estaban protegidos en las alturas por viejos Xavantes y Mirages III, aunque la efectividad de estos últimos era dudosa como las intenciones de sus comandantes.

La columna invasora  que penetró por el Paraná serpenteaba bajo la umbría selva; desafiando al barro y la lluvia, pensando los estrategas que ésta los haría pasar desapercibidos, y que los guerreros rebeldes estarían bien guarecidos de ella en algún lugar abrigado.   Craso error de apreciación.

El comandante Jagwareté, estaba alertado con antelación y tomó sus providencias: minas M-33, condimentadas con envases de napalm ocultos bajo las mismas, aguardaban a la caravana de metálico son y ronca voz de motores, mientras en las alturas, los cazabombarderos de apoyo los tranquilizaban con sus sibilantes pasadas de ilusoria protección.

Casi sin percibirlo los pilotos gaúchos, cuatro veloces interceptores  como brotados de la nada, atacaron los flancos de la formación de Xavantes y Mirages al mismo tiempo; sin dar ocasiones de reacción evasiva.   Pronto, el cielo se pintó de nubes redondas de color blanco grisáceo que competían con el encapotado celaje de  lluvia primaveral, tras las explosiones de los cazabombarderos al  recibir y alojar a los misiles Sparrow y Atoll que vinieron a por ellos. Los AMX intentaron presentar combate a los F-22, que  acabaran con la escolta en menos de cinco minutos.

Poco pudieron hacer los pilotos de los lerdos AMX, frente a los veloces y maniobrables avispones que, sin salir de formación fueron repartiendo aceitunas por el espacio hasta despejar el nuboso cielo de manchas verdeamarillas de camuflaje y banderas heredadas del imperio del Brasil y aún vigentes en el Reino Unido del Sur.

Muy abajo, en plena selva del Ka’agwazú, las cosas no iban mejor para los soldados del barón de Terra Nova.

Los zapadores de vanguardia pudieron localizar las minas, a costa de sus propias vidas, desparramadas por el entorno, gracias a oportunas detonaciones radiocontroladas; ya que Jagwareté prefería este método por ser más efectivo que las espoletas de presión-relevación normales.

Los blindados y su tripulación detuvieron su marcha al sentir el calor de las bombas de napalm regadas por el sendero barroso y resbaladizo.  Dado lo estrecho de la picada, no había opción de retroceder con tanto fierro en marcha de pesadas cadenas-oruga y blindajes; por tanto, debieron tomar posiciones y aguantar el aluvión de misiles gentilmente despachados desde rasantes y veloces helicópteros de asalto, que, casi sin ser vistos, pasaban dejando caer bombas incendiarias y explosivas a fin de asegurar resultados para su equipo de pelota-tatá  (pelota de fuego, antiguo deporte de invierno de fiestas patronales religiosas).

No tardaron los comandantes de la columna invasora en hacer flamear —pese a la copiosa lluvia— una gran pieza de lienzo blanco, que traía alguien previendo tal contingencia.  Esto fue divisado desde lo alto y como por ensalmo cesó el ataque, dejando a cargo de los desnudos combatientes tiznados, la toma de prisioneros y la requisa del material abandonado y aún indemne para su reciclaje.

No tardaron los gwarán en hacerse presentes en el teatro de lucha —con sus vistosos colores pintados sobre la piel—, vestidos nada más que con sus cananas y fusiles, arcos, ballestas y flechas. Los aterrados soldados y oficiales del Reino Unido del Sur, manos a la nuca y con espasmos intestinales, los recibieron hasta con alivio. Pese a su fiero aspecto y torvas miradas, eran más simpáticos que los halcones de metal que merodeaban aún en los cielos encapotados de lluvia.

Encolumnados en fila india, los efectivos del fallido Ejército Real fueron conducidos hasta un claro de la selva, donde unos rústicos techos de paja camuflados con ramas verdes, hacía de cuartel guerrillero de los gwarán.  Una vez allí, despojados de armas y uniformes, fueron interrogados y separados luego en grupos de veinte en otros tantos ranchos periféricos, protegidos de la copiosa lluvia.

La columna incursora que cruzara el cauce seco del viejo río Apa, hacia el norte de la región, no tuvo mejor suerte que las dos primeras, ya que eran aguardados desde tres días antes en las fragorosas serranías del Amambay, en las cercanías del antiguo anfiteatro natural denominado Cerro-Korá, hasta donde se acercaron los incursores para hacer un corto campamento antes de avanzar hacia el centro por la vieja y deteriorada picada que conducía hasta Yvytyruzu, sin sospechar la celada que los aguardaba.                           

Tras ordenar el vivac, los comandantes y oficiales se reunieron para urdir el plan de ataque en la certeza de que sus movimientos pasarían desapercibidos.  No intentaron ninguna comunicación radial con las otras columnas, a fin de no levantar perdiz caso de ser interceptadas sus comunicaciones.  Tenían por cierto, que las otras columnas estarían en plena batalla contra los insurgentes, y por supuesto, con victoria asegurada.  Una muralla de cerros verdiazulados se recortaba contra un encelado horizonte de nubes lluviosas y fuertes vientos del norte.   Calcularon que ello los protegería de eventuales observadores y no despertarían sospechas en esos despoblados andurriales donde tuviera lugar la última batalla de una guerra genocida, hacía más de dos centurias.   Los oficiales tomaron esta efeméride como augurio de una victoria sobre los gwarán; sobre la barbarie incivilizada y cuanto representara la cultura marginal, que aún se resistía a morir para dar paso al progreso empresarial bien entendido, incluso por ellos mismos.

No imaginaban siquiera que por encima del amplio techo nuboso, ojos infrarrojos seguían los movimientos de la columna, ahora formada en círculo errático dentro de las posibilidades del escabroso terreno serrano.   No les cabía en el zapallo que estuviesen en una encerrona; pero, sabido es, que los militares son estrictos cumplidores de órdenes y poco apego tienen a la imaginación, salvo que se sintiesen en peligro, aunque ya tarde para entonces.

Los avispones fueron puntuales en acudir a la cita, aunque sin ser convocados por la contraparte.   Si bien tenían una vaga idea del potencial rebelde, la inteligencia militar del Reino Unido del Sur, omitió por prudencia tal información; lo cual —como dijéramos— fuera una imprudencia de su parte.   El factor sorpresa, hizo estragos en la ya escasa moral de los pre-combatientes, quienes sólo atinaron a buscar abrigo, donde fuese que los ocultara de las miradas de lo alto.   Pero las miradas de los Raptor de letal aguijón, podían percibir hasta las  sombras de quienes estuviesen ocultos a causa de su rastro térmico.  Muy pronto, las rapiñeras avispas de metal y fuego pusieron sus huevos sobre los aterrados soldados.

Esta vez, todos olvidaron lo esencial sin excepción: nadie se acordó de traer una sábana blanca por si acaso.   Este olvido debió ser imperdonable, pues —además de la mansa lluvia que lo humedecía todo— las bombas no daban tregua ni cuartel a los aterrados guerreros de opereta y sainete, con más uniformes y fanfarria que coraje y decisión.

Muchos se pusieron a gritar en medio del fragor de la breve batalla y del estruendo de la pirotecnia bélica.  Algunos incluso habían enronquecido a causa del aroma de la cordita, la pólvora y el tolueno sin modos para hacerse oír por algún espíritu bueno que les aliviase el temor.

Finalmente, cesaron —la llovizna y el bombardeo aéreo— sin que ninguno de los sobrevivientes pudiera hallar por lo menos papel blanco del reverso de algún mapa, para pedir misericordia y rendir armas y bagajes a los desconocidos que los diezmaran en menos de diez minutos. ¡Pensar que, hasta banda de músicos tenían con ellos, para la entrada triunfal en la futura Provincia do Paraná Meio!

Los guerreros méxica, mayas y mapuches, quechwa-aymaráes aliados en la lid, se unieron a la columna que avanzaba hacia el oriente —inexorable como la vejez—, en viejos camiones de extintos ejércitos regionales de la vieja era de los nacionalismos, felizmente superada.  Seguramente los gwarán y sus aliados chiriguanos, tobas, matacos, ish’ir y otros,  estarían en vanguardia machacando a los gaúchos en guerra de guerrillas y hostigamiento.   Los helicópteros artillados harían también de las suyas en Porto Alegre, que a estas alturas habría perdido, sin duda, la alegría.

Nada más, faltaban los cazabombarderos furtivos F-117 Nighthawk y Sukhoi Su 35 rusos de última tecnología, hallados en Mojave, los que estaban aún a la espera de la batalla final de ablande.   El puente aéreo quedó tendido entre Calama y Foz do Iguaçú donde, tras tomar el aeropuerto local, los gwarán pusieron literalmente la alfombra para el aterrizaje de los supergigantes transportes Antonov y C-17, de tropa y pertrechos, no dejándose intimidar por la tibia resistencia de los pocos gaúchos y farroupilhos, que defendían la frontera, sin demasiada convicción.  Una vez consolidada la cabecera de puente —en lo que fuera una ciudad poco deteriorada hasta un par de días antes—, los guerreros dieron señal de pase verde a los transportes Antonov y C-17 para descender con su cargamento de esperanzas y libertad, amparados por pertrechos, aprestos, hombres y coraje.

El barón de Terra Nova se hallaba entre los prisioneros de la segunda incursión y era el tenedor del albo lienzo que detuviera la lluvia de balas de 12,7 y 30 milímetros de los Warhawk y Hokum que los atacaran horas antes.  Por prudencia, evitó darse a conocer como el que era y prefirió fingirse un militar más de los mandos Reales, pero no pudo evitar que uno sus oficiales lo señalase con el dedo correspondiente, identificándolo vergonzosamente.  No tardaron en venir a por él, conduciéndolo ante los líderes de la coalición de tribus continentales.  Jagwareté no se hallaba allí por estar en el frente de la frontera, pero sus lugartenientes Tajykãtï y Mainumby con los demás jefes de la alianza, se hallaban prestos a dialogar sobre la suerte del rey de una nación de ficción monárquica, en el sur subdesarrollado de un continente; al que aún llaman América, aunque con un dejo de nostalgia.

—¡Deben tratarme de acuerdo a mi rango, nobleza y jerarquía!  —protestó el barón de Terra Nova al saber que tendría un sumario juicio marcial por parte de sus captores.

—Su rango y jerarquía, señor Joaquim Jairo Levi Brandão y etcétera, no tienen valor alguno en una nación libre como la nuestra.  En cuanto a lo de su presunta nobleza, mejor ahorrar comentarios.  Dentro de poco, esta nación será todo el continente —respondió Inti Nahuel Peñi, uno de los presentes—.   Usted no es más ni menos que nosotros y debe dar gracias a su dios, o a su Gran Ingeniero del Universo, por el hecho de haber caído en nuestras manos.   Otros, lo hubiesen fusilado sin juicio por crímenes de guerra e intentos de agresión a nuestras naciones.   Mejor cállese y reserve su elocuencia para el tribunal sumario que lo aguarda.  

Esto último tuvo la particularidad de helar la sangre del acusado, quien derramó lágrimas en pro de salvar su pellejo, aún no informado todavía del curso de las operaciones.  Si supiera que su barroco palacio kischt  estaba siendo bombardeado desde los cielos, se sentiría peor aún, ya que todavía abrigaba esperanzas de que los suyos llegasen a tiempo, como el Séptimo de Caballería de las películas viejas del oeste donde los malos eran siempre los indios.   De haber sabido que todas sus esperanzas estaban en franca declinación, probablemente habría solicitado varios rollos de papel higiénico. Las tripas no mienten. Ese olor a mierda delata la cobardía, sin duda, y el miedo es sincero.

El centro de Porto Alegre estaba en llamas y sus habitantes no esperaron pasivamente que los incursores acabasen con lo que quedaba en pie en su microcentro e industrias estratégicas, para solicitar una tregua incondicional en ausencia de su gobernante, el barón de Terra Nova.

Los atacantes accedieron a fin de dictar los términos de la cesación de hostilidades, ya que, tras dos semanas de lucha, sus fuerzas ocuparon gran parte de Río Grande y Paraná, con no demasiadas pérdidas.  Por lo demás, muchos habitantes del Reino Unido del Sur, que pretendía perpetuar las instituciones feudales, basados más que nada en el Catecismo de San Alberto —que pregonaba el origen divino de las autoridades y otros ungidos de cada nación—, decidieron unirse a los rebeldes.  Más que nada por la hartura de sentirse súbditos y vasallos antes que seres humanos en confraternidad.   

El barón de todos modos, debió intuir lo que le aguardaba.  Tras ingresar al rancho que le serviría de prisión bajo fuerte custodia, el barón encontró bajo el catre de tramas vegetales, un rollo de cuerda olvidado. 

El centinela que le acercó alimentos al día siguiente, lo halló pendiente de una viga de la techumbre rústica de paja brava. Luego, Tajykãtï recordó que bastara  haber olvidado el rollo de cuerda para evitar tener que convertirse en verdugo de alguien, que ni siquiera merecía la gloriosa muerte de un soldado, frente a un pelotón.

La rendición de los gaúchos fue incondicional y aún cuando muchos decidieran emigrar, una gran mayoría aceptó ser gobernada por los representantes indígenas, aunque bajo un régimen de igualdad y justicia, sin fronteras, discriminación ni barrera alguna.  La resolución de la magna asamblea reunida en Gwarãretã, el decimocuarto kin del decimotercer uinal del dos mil noventa y cuatro, fue la de abandonar las ruinas y cuanto restaba de las megalópolis continentales y redistribuirse la tierra para evitar el deterioro a que fuera sometido el planeta durante el siglo anterior y parte del actual.   Además, habría un Consejo General de Ancianos y Chamanes, responsables de las decisiones que afectasen a todos los pueblos, sin distinción de troncos lingüísticos o número de miembros.  Jagwareté, el reconquistador de los gwarán entregó el mando al Consejo de Chamanes de su pueblo y pidió retirarse para meditar y prepararse a integrar el Consejo de Ancianos más adelante, en su edad provecta. Ya habrían otros más jóvenes  katupyry (briosos), que fuesen dignos de la responsabilidad de liderar una nación libre; de conducir una confederación sin fronteras que tardara en emerger, a causa de la corrupción política y excesiva dependencia de países tecnificados, también exportadores de corrupción.                                                         

Tal vez, dentro de cientos de tun, las leyendas hablasen de titánicos guerreros voladores en bestias aladas de metal que vencieran, con ayuda de rayos  lanzados desde sus mecánicas cabalgaduras.

No habrían más injusticias; porque sólo quienes tienen conciencia de haberlas sufrido, las pueden comprender y rechazar.  No precisarían de adelantos tecnológicos de alto impacto ambiental y elevado costes sociales.   Evitarían en lo sucesivo tener necesidades superfluas o suntuarias, que representasen abuso de los recursos naturales en pro de lo banal y veleidoso.  Sólo así reaprendería la humanidad sobre los errores del pasado.

Huinakulli el maya, convertido en maestro de maestros en la universidad humanista de Nueva Teotihuakán, hubo perdido interés en las legendarias ruinas heredadas de las grandes   guerras.   Las leyendas pasan, lo perenne permanece.   Los del futuro seguirían conociendo su pasado a través de las narraciones míticas de lo que pudo haber sido, hasta estar preparados para asimilar la historia, con sus luces y sombras.  A pasos del siglo XXII, lo oral iba tomando fuerza nuevamente, tras miles de tun de utilización de los registros escritos, aunque éstos sigan siendo fuente de información.        

Esto estimularía las memorias de los pueblos y su consustanciación cultural en crecimiento continuo hacia el Ser.  Su mujer, Tesayvera, ya convertida en maestra de generaciones nuevas, estaba a punto de coronar su tesis acerca de la historia interrupta de quince generaciones de desarraigo, casi tres generaciones de sobrevivientes y el enlace entre lo pretérito y lo futuro en la nueva era contra quienes les negaban justicia. ¡Vaya uno a saber!   De todos modos, los guardianes del Saber siempre estarían en vela, para que todos accedan al conocimiento de sus orígenes míticos; de su pasado histórico y de un futuro mágico a descubrir y construir.

En lo porvenir, deberían todos ser regidos por la Imaginación, antes que por los dioses o sus intermediarios en el mundo.   Todas las tribus del continente, unidas en un común destino de paz y justicia, estarían gobernadas en delante por los más sabios, como siempre debería haber sido, antes que por sistemas pervertidos donde imperaban los mediocres y los tiranos disfrazados de demócratas, amparados por armas y mercenarios institucionalizados.   Jagwareté el rebelde, votó por la abolición de las armas y su conversión en herramientas de paz y trabajo, antes de renunciar a su liderazgo a favor de un joven sucesor, quien a su vez estaría asesorado por consejos de ancianos elegidos en soberana asamblea, por consenso, que se renovaría cada lustro.

El tercer milenio ya no sería, por lo menos en Abya-Yala, un tiempo de incertidumbres y turbulencias, sino de justicia, libertad y sobre todo de amor universal.   La lección había sido dura, pero todos la aprendieron de una vez y para siempre.   América había pasado a la prehistoria, mientras Abya-Yala-Nuk’atlan renacería para siempre.     

Chester Swann

Ir a índice de América

Ir a índice de Swann, Chester

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio