La fuga
Chester Swann

—Todos los presos aquí, carajo!  —gritó el enano Ramón Duarte Vera, que fungía de jefe de la policía paraguaya, a falta de alguien más capaz de cualquier atrocidad. —¡Aquí, formar en columna, hijos de puta, comunistas flojos, maricones! 

Su gangosa voz de hiena viuda con pretensiones de dar sensación de hombría y fuerza bruta, apenas turbó la triste quietud de nuestra prisión. El microgeneral —de estatura tan corta como sus entendederas—, se sintió frustrado cuando los presos salimos parsimonio-samente a formar la ignominiosa fila, indiferentes a los culatazos y látigos de la soldadesca, como si asistiésemos  a un mitin cualquiera. Nadie se asustó del vozarroncillo y exabruptos del petiso prepotente, que pretendía infundirnos miedo sin conseguirlo.

Nadie le temía. Especialmente, porque ya habíamos pasado por lo peor, tras ser capturados por los chacales del general Patricio Colmán en las marismas de Ca'azapá.   Muchos compañeros y compañeras de esta quijotada habían sido ofrendados en sacrificio, en San Juan Nepomuceno y Charãrã, a poco de haber caído prisioneros.  Sus huesos estarían blanqueándose bajo anónimas paladas de tierra, cavada por las laceradas manos de nuestros propios compañeros de infortunio, antes de ser acribillados o degollados.

Infortunio nuestro aún no compartido por la nación entera, que no se daba por en-terada de los sucesos del 59-60 en la frontera sur, hacia Itapúa.  También la prensa paraguaya, hizo su parte en la tarea de desinformar, acosada por la férrea represión y censura del recientemente instalado tirano.  El teniente Talavera, jefe de la columna Mainumby, fue abatido por una descarga y agonizó bárbaramente hasta su muerte, engrillado y desangrándose  frente a su esposa, doña Gilberta Verdún, enfermera de la columna guerrillera y su hijo Carlos, que buscaban con nosotros el relevo del déspota.   Luego la violaron entre los de la tropa frente a su hijo, mientras Colmán se masturbaba en la boca de otra enfermera uruguaya, caída con los de la columna de Servián Brizuela.

A la pobre después de un tiempo de someterla a la soldadesca enardecida, la em-palaron y la enterraron por ahí, aún agonizante y con las entrañas desgarradas.  A doña Gilberta la trajeron a Asunción para que agonizara por muchos años en una comisaría.  A nosotros, nos salvó un avión que nos rescató de la muerte y nos trajo a la capital por orden del ministro de defensa, el general Marcial Samaniego.

—¡Usté é un flojo, Samaniego! —dicen que dijo el-que-te-jedi. —¡A eso' comunista kuéra había que destriparlos en la plaza de San Juan Nepomuceno! ¿Para qué carajo ordenó usté que nos traigan toda esa porquería subversiva?

Así dicen, que dijo el general Stroessner a su ministro de Defensa, a lo que éste replicó avergonzado, pero sin agacharse. —Con su permiso, mi general.  El teniente primero Brizuela tuvo dos cruces al valor en la guerra del Chaco y me salvó la en Boquerón.  Sabemos que es febrerista, pero de ahí a... —trató de justificar el ministro de defensa nacional.

—¡Usté se me calla, Samandú! ¿No ve que ahora tenemos a medio mundo pendiente de esos tipos?  —le gritó el tembelo como perro en celo, tras manosearle los glúteos a una azafata  culona de TAM, adscrita al avión presidencial.

Por lo menos así me contaron esos tipos de la caballería, que también están agoni-zando de a pedacitos en ese pedazo del infierno que trasplantaron en el Paraguay, llamado "investigaciones", también acusados de no sé qué conspiración.

Había sido que Brizuela y el ministro eran amigos desde la guerra del Chaco. Cuando éste supo que estaba entre los guerrilleros, mandó un avión militar para rescatarlo, y a nosotros con él. De muy mala gana el chacal Colmán suspendió el fusilamiento cuando ya estábamos cavando la zanja en que arrojaría nuestros despojos.  Zanjas anónimas sin cruz ni marca para arrojar al estercolero del olvido nuestros nombres dentro de nuestros huesos.

Pero no nos salvó de los esperpénticos interrogatorios de la policía, donde Erasmo Candia y Duarte Vera sentaban sus reales. Casi nos mataron a piletazos y latigazos de cuero trenzado, cahiporra y agua servida con que diariamente nos prodigaban.   El doctor Perrota apenas se daba maña, entre tortura y tortura para mantenernos el ánimo en alza.   El pobre Brizuela estaba muy enfermo, pero así y todo, por orden del rubio —dicen— no fue mejor tratado que todos nosotros.  Cuando se cansaron de jugarnos y torturarnos, nos tiraron en la Guardia de Seguridad, muy cerca del cuartel de Colmán, el R.I. 14,  tal vez como advertencia de lo que nos esperaba.

Colmán era un sádico desequilibrado y perro fiel del gringo Stroessner.  Nunca supimos cómo llegó a general, porque su intelecto no daba ni para cabo segundo.   Dicen que el rubio le ascendió en premio a la aniquilación del "Movimiento 14 de Mayo", nuestro grupo guerrillero.  A lo mejor sería cierto.  El caso es que los trabajos forzados en la cantera de Tacumbú nos dejaban deslomados día a día.  Brizuela llegó a bolsa de piel y huesos que apenas podía aguantar a su alma en inquilinato, en ese tiempo en que daban para tocar guitarra sus costillas.  Luego, tal vez por su condición de militar retirado, nos destinaron a todos a Peña Hermosa, una isla-prisión de uso militar situada sobre el río Paraguay, cerca de Fonciére.  Pero antes de eso, hubo un intento de fuga abortado por circunstancias ajenas a nuestras expectativas.  Latigazos, sed, hambre, trabajos forzados, eran el pan nuestro de cada día.  Casi como el escaso aire que respirábamos entre la inmundicia de nuestros deshechos y la miseria humana que nos rodeaba, a más de la basura humana que cuidaba de nosotros.

Más de cien presos agonizábamos durante veinticinco horas diarias en esa pocilga, hasta que, merced a la presión de algunos organismos internacionales, la otra iglesia que no apoyaba al tirano y quizá alguna ayudita sobrenatural de algún benigno demonio, supimos que nos liberarían a algunos a cambio de dinero o combustible para los crápulas de la policía. Los que no pudimos oblar por la libertad, debimos dar con nuestros huesos en la prisión militar.

El enano Duarte Vera, tras insultarnos como de costumbre, nos leyó el decreto por el cual seríamos trasladados a  una suerte de Alcatraz del subdesarrollo.  Había frustración en su voz, porque estaríamos a salvo de sus maltratos y malos humores y ya bajo jurisdicción del ejército; aunque toda la oficialidad le chupaba  de a pares las medias al rubio, en general era ésta menos violenta que los policías de Investigaciones.

Allí la pasamos mucho mejor, lejos de la férula del jefe de policía y del de investigaciones.  Acabaron las amenazas y los maltratos, porque el comandante de la prisión, un tal mayor Luraschi,  también era amigo o conocido del teniente Servián Brizuela, antiguo oficial de sanidad y paramédico del grupo.  El trabajo más forzado que hacíamos —voluntariamente, aunque sin otra opción—, era pescar en las orillas, bajo la displicente y relajada mirada de dos soldados muertos de hambre, que pescaban por nuestra pesca, sin soltar los "mauser" mataparaguayos con que fingían vigilarnos.

La isla estaba lejos de las costas y la correntada era muy fuerte. Especialmente en épocas de creciente. No habría manera de salir de allí, sino con canoas o lanchas.   No teníamos otro modo.  Salir nadando era un  suicidio más que seguro y para conseguir canoas, era menester aguardar a las estafetas y amotinarse para tomarlas.  La tropa estaba mal armada y, aunque supiéramos que algunos fusiles no funcionaban, no sabíamos cuáles eran éstos y tenía sus riesgos. Pero a todo se acostumbra uno, menos a la rutina de una prisión, por más relajada que ésta fuese.

Hicimos en noches de pesca y mosquitos inmisericordes, planes de fuga. Evadirnos era prioridad Uno. Saber cómo; prioridad Dos.

La cercanía del Brasil post Estado Novo, nos animaba a planear la consecución de la libertad. Si nuestra nación se negaba, o no aceptaba ser libre, no nos obligaba a no intentarlo. El teniente Brizuela, hasta nuestro arribo claqueante montonera de huesos, dispersos dentro de la piel, recuperó peso gracias a una dieta de pescado y verduras cultivadas en la huerta de la prisión.  Ya no éramos azuzados por perros de dos patas cotidianamente, ni amedrentados con los arreadores de cuero trenzado durante las formaciones y tomas de lista.  Hasta a veces tomábamos tereré con el comandante de la prisión, el cual sólo nos daba los latigazos necesarios para complacer a los inspectores que, de tanto en tanto visitaban la prisión por encargo del tirano. Ni uno más, ni uno menos.   Pero finalmente, apenas repuestos de las privaciones que nos redujeran a piel y huesos ajenos a la carne, comenzamos a conspirar para huir de allí como fuese.

Por esos días de tibia soledad, apareció un cachorrito perruno, tal vez dejado por algún lanchero de macate, el cual fue prestamente adoptado por nuestro compañero Brizuela, quien lo bautizara Coatí, tal vez por sus antifaces negros y que, apenas algo crecido, nos acompañaría en nuestra proyectada huida, aún sin fecha tope.  Mientras tanto, guitarreadas, ajedrez, truco y maka'í, algo de póker con los guardianes de la prisión, que a su vez eran oficiales, suboficiales y soldados en castigo disciplinario que de una u otra forma, compartían nuestra prisión.

Dos compañeros fueron enviados de regreso a Asunción, por delatar alguien sus planes de fuga.  El resto, debimos postergar nuestro proyecto y adoptar sigilosas precauciones.  Y, sobre todo, debíamos ganar la confianza de nuestros perros guardianes.   Estábamos en las postrimerías de 1960, casi un año después de nuestra captura y algo hartos de jugar a los presidiarios de Stroessner.  Varios de los nuestros no eran partidarios de una fuga masiva y hubiesen preferido ser liberados por algún gesto magnánimo del tirano, pues que eran residentes en el país y no deseaban tener conflictos ni represalias contra sus familias, por lo que nuestras precauciones fueron dobles, para que éstos no nos delatasen.

Por fortuna, la dieta de pescado fresco y verduras, obraría milagros en nosotros y para los primeros días de marzo del 61, estábamos con fuerzas suficientes como para intentar algo. Algunos conjurados fijaron fecha para el primer intento de evasión: el 26 al 27 de marzo.  Otros lo harían un mes después, ya que tras la fuga del primer contingente de ex guerrilleros endurecerían la disciplina y los castigos a los que quedamos; tanto a cuidadores como a presos.

No lo hicimos antes, esperando el resultado de elecciones en Brasil, porque sa-bíamos que el masón Juscelino Kubitschek nos entregaría de vuelta a Alfredo Stroessner.   Con Janio Quadros sería diferente, pues éste no simpatizaba con el mandamás paraguayo.

El día fijado había dos canoas en la isla y con la confianza ganada con los carceleros, no hubo problemas para hacernos con armas y dominar a la oficialidad, mayor Luraschi incluido el cual, en hábil birlibirloque, fue despojado de su revólver por Brizuela y reducido con otros oficiales. Dos soldados colaboraron con nosotros en la patriada pero debimos deshacernos de un custodio de las canoas medio retobado —muy a pesar nuestro— pero intentamos evitar derramamientos de sangre de ser posible, salvo peligro inminente.  Alguien nos esperaría en la costa con caballos, con los que pensábamos llegar al río Apa y luego al Brasil.   Tras tomar la oficina de guardia e inmovilizar a oficiales y soldados, destruimos la radio de la comandancia, nos apoderamos de las canoas e iniciamos nuestro azaroso viaje a la libertad;  pero no sabíamos aún lo difícil que sería la travesía a pie por marismas, pantanos, montes y espinos; a lo largo de más de cuarenta kilómetros por el Estero Guazú, ya que los ansiados caballos no acudieron a la cita. Pese a todo, conseguimos un guía que, tras hacernos atravesar el inmenso esteral, nos señaló el camino al río Apa.

Como era de esperarse, nuestra fuga alertó a la mesnada oficialista y se lanzaron en nuestra búsqueda, con órdenes de disparar a matar.  Debimos escondernos en más de una ocasión ante el ronronear de motores de aviación o cascos de caballos, lo que retrasaría aún más nuestro precario paso.  Nosotros, el segundo contingente de fugados, tardaríamos más en llegar a la frontera, ya que el primero, un mes atrás alertó a los milicianos fronterizos y se redobló la vigilancia en toda la zona norte.

Antes de partir, disparamos contra la radio del cuartel, pero el periodista Madelaire, arrancó las válvulas enmudeciéndola para evitar contactos con Asunción.  Además, el soldado que debimos neutralizar, disparó contra nuestros compañero Cecilio Cano e Ino Rojas  hiriéndolos, aunque no de gravedad. Esto retrasaría aún más la conquista de la libertad, pero decidimos llevárnoslos  de todos modos.

En la prisa por fugarnos, olvidamos algunos implementos de curaciones que buena falta nos harían después, aunque el doctor Perrota tenía analgésicos, cicatrizantes, algunos antibióticos y algo de alcohol.   Ello, providencialmente salvó a una parturienta, esposa de un campesino de la región.

Tras la rendición de todos, menos del comandante Luraschi, el cual huyó hacia el peñón sur de la isla, como liebre ante un zorro, abordamos las canoas, presos y centinelas unidos en un sólo ideal: Huir de una patria sojuzgada por criminales.  Los ahora prisioneros nuestros, fueron encerrados en el amplio depósito de víveres y neutralizados momentáneamente.  Curiosamente, la gran canoa del destacamento se llamaba "el vencedor" y a su bordo cruzamos hacia el este, desde donde nos dirigiríamos hacia el norte, hasta las riberas del Apa.

Tras dejar la canoa al garete, caminamos hasta la medianoche, con el herido Cano a cuestas, delirando de fiebre.  Las balas del mauser le atravesaron un hombro y parte del pómulo derecho. Debimos atravesar lagunas, lodazales y esteros, siempre a vista de una alambrada que era nuestra referencia.  Finalmente, debimos dejar a Cecilio Cano con el doctor  Perrota, un hermano de aquél, Gregorio y otro voluntario, Martiniano Cabrera, los cuales buscarían la manera de llegar a algún rancho para curar al herido y proseguir sin estorbar a los demás.

Un solitario avión NA— T6 de entrenamiento artillado, estaba a nuestra búsqueda y el bramante ronquido de su motor nos espoleaba el ánimo y asordinaba el latido de nuestros corazones.  Evidentemente, estaba basado momentáneamente en Concepción y seguramente se relevaba con otros aparatos para barrer el área de fuga, pero ya estábamos jugados y dispuestos a morir peleando con nuestras escasas armas y munición, decomisados del cuartel de Peña Hermosa. Podíamos intuir que nos esperaba lo peor, caso de caer en manos de los cancerberos del régimen.  Eso por lo menos, ya lo experimentamos en pellejo propio con anterioridad.

Pudimos imaginar además, la furia del-que-te-jedi y las puteadas a sus perros de presa.   La habrán comido pesada los militares y policías.  El rubio no perdonaba fallas ni fracasos, salvo a sus parientes cercanos.  De creer en sus apologistas, sus parientes habrán aumentado a causa de las innúmeras hazañas eróticas que le atribuían y la cantidad de mujeres que según relataban, preñó para su solaz.  Siempre los mandones tienen su corte clánica prendida a las tetas patrias como garrapatas famélicos.

Seguimos creyendo que nos faltaba poco para alcanzar el Brasil, una vez cruzado el interminable esteral de filosas espadañas, caraguataces y pajonales barrosos.  Y descalzos encima.  A veces perdíamos de vista el alambrado y, tras rodeos, lo recuperábamos y proseguimos avanzando.  Cuando pasaban los aviones, era preferible mimetizarse entre los escasos árboles o permanecer semi sumergido en las interminables lagunas de malsanas aguas estancadas que cruzamos.

Ni recuerdo las veces en que estuvimos a punto de ser interceptados por patrullas de a caballo o de a pie.  A veces, apenas respirábamos para no ser delatados por el movimiento de las hojas o los chircales que cobijaban nuestros huesos, forrados apenas de seca piel curtida de soles y azotes.  Para colmo, el pobre Servián Brizuela debió sacrificar a su fiel mascota, el cachorrito Coatí.   Primero con un golpe  en su cabeza que hizo gemir al pobre animal, y luego con un cinto con que otro compañero ahorcó finalmente al perrito, a fin de evitar que nos delataran sus inocentes gruñidos.  Las penurias llegaron a tales extremos que uno de los nuestros, tras el colapso de su vitalidad, se arrojó a un costado del sendero y gritando que prefería quedarse a morir allí.  Resolvimos dejarlo descansar un día, por lo menos. Tras esto, reanudó de buena gana la marcha a la libertad.

Recordé a famosos fugados de la historia reciente. Churchill, de una prisión bóer en Africa del Sur; el as de la Luftwaffe Franz von Werra, huido de un tren en Canadá, tras varios intentos.  Todas las fugas tienen un común denominador: no hallarse a gusto en cautiverio, y menos si éste está acibarado por la hiel de la humillación y la brutalidad irracional.

Militares o policías, con sus honrosas excepciones, estaban provistos del veneno de la crueldad inmisericorde. Y éstos, generalmente eran los de menor longitud de lápiz.  Es decir: ignorantes supinos, con más instinto que raciocinio.  Tenían ese espíritu esclavizado del fanático impenitente y del lacayo servil.   La dignidad estaba fuera de su vista; la serenidad y mesura, a una altura inalcanzable para su escasa visión de aves de corral.  Y lo más degradante era el hecho de que muchos se dejaron manosear por el poder, de proprio sensu.   Lejos quedaban los altos valores y virtudes del guerrero caballeresco del medioevo, del monje-militar de honor y valor.   Nada hubo quedado de todo ello.

La milicia, post belle èpoque adquirió la brutalidad eslava, la doblez fenicia, el cinismo angloamericano, la prostituidad francesa; la crueldad germano-japonesa y el desenfado e irreverencia de Italia, matizado con algo de hipocresía hispánica.

e todo esta melànge ideológica y consuetudinaria, nació la "doctrina de la seguridad nacional", impulsada desde el Pentágono, Wall Street y La City.  La fuerza bruta hecha ley al servicio de La Empresa.  Del Big Business en suma.

El Brasil tiene una larga tradición de sometimiento a los capitalistas.   Primero la West India Cy. angloholandesa de la Logia de Orange, luego las mega-empresas norteamericanas.  Paraguay, partido totalitario mediante, sometido, a su vez, al sub-imperio verde-amarelo. Los números cierran: Kubitschek, construye una moderna capital para un país de noventa millones de miserables parias y barrios blindados de lujo para la minoría opulenta de Río y las megalópolis del sur industrializado.

El rubio, iniciado en las logias masónicas brasileras y hombre incondicional del Brasil, tras su curso de Estado Mayor allí, será el artífice de la penetración (sin vaselina, pre supuesto) de capitales, tecnología y producción del vasto imperio esclavista del siglo XX.  Un gigantesco puente se proyectaba sobre el Paraná, amén de compartir proyectos energéticos de largo aliento y —cesión de soberanía mediante— ser succionados los recursos del Paraguay hacia las fauces industriales del rapaz tiburón del Cono Sur. 

Por fortuna, Jotaká cedió el trono de don Pedro II a Janio Quadros, un tecnócrata de izquierdas poco amante de sistemas feudales como el paraguayo o el modelo de su propio país.  Lo que no pensaba éste (ni nosotros), era que iba a durar muy poco.  Tres años más tarde, un mariscal muy "castillo" pero poco "blanco" conquistaría la presidencia en olor de carroña.   El Proyecto debía continuar, bajo la férula de las multinacionales sedientas de recursos.

Sabíamos que no podríamos hacer nada para evitar el expolio de mi país por el Brasil, e incluso la ocupación, pacífica pero no menos agresiva, de nuestras fronteras.  Lo sabíamos, pero pese a ello, lo intentamos.  Ignorábamos que López murió para siempre.  Nadie pensaba en oponerse seriamente a la hegemonía brasilera en el Paraguay, mediante la colocación en el tablero geopolítico, de un general paranoico y cruel que coadyuvase en el sometimiento del país a los intereses lusoamericanos.

Y he aquí, nosotros huyendo de los perros rabiosos de Stroessner, buscando amparo en la nación que está destinada a fagocitarse al Paraguay, hasta la última vaquillona, el último árbol, el último pedazo de tierra cultivable y el último átomo de dignidad.  De pronto pensaba: —¿Valdría la pena entregarnos a nuestros dos veces geofágicos verdugos?  ¿o simplemente batirnos a tiros con nuestros perseguidores, hasta caer acribillados por veloces moscas de plúmbeas alas y sulfúrico aroma.  Tampoco ignoraba que, si bien los colorados, en el poder con la tri-ilogia de partido colorado, Estado. & fuerzas armadas, simpatizaban y permitían el dominio "paternalista" del Brasil, los liberales, desde la posguerra del setenta fueron punta de lanza de la hegemonía porteña.  Si bien en los papeles somos un Estado, en la práctica somos sub-estado sometido a un macrofeudalismo pseudo republicano. ¿Qué podría importarle al Brasil una tiranía atroz, si ésta servía a sus intereses? ¿Seríamos bienvenidos en un país que lucraba con nuestros recursos, nos vendía cuanto le venía en gana y nos quería usurpar una parte del Salto de Guairá para sus fines energéticos?

Paso a paso, avanzando hacia el río Apa, con la tristeza de haber tenido que matar a nuestra mascota, reflexionaba yo mientras me mantenía alerta ante posibles incursiones de tropas en la frontera.  Ahora eran dos los aviones de reconocimiento que nos rastreaban desde el aire.  Por fortuna los pilotos eran quizá  novatos en el arte de la cacería humana... o simplemente fingían no vernos.  Hay que reconocer que los oficiales de la fuerza aérea, no eran tan hijos de puta (perdonen, magdalenas del mundo), como sus pares de infantería, artillería o caballería a quienes tuvimos el disgusto de conocer. Duarte Vera era de caballería, como todos los petisos que, con botas, espuelas y todo, no pesaban lo que un pollo de cuarenta días.  Napoleones del subdesarrollo con veleidades de Calígula.

Varias veces debimos dispersarnos ante pasadas rasantes de los cazabombarderos NA-T6 de ruidosos motores y lentitud exasperante.  Para colmo, los  motores no ronroneaban al unísono y daban la impresión de no estar bien regulados.  Parecían no habernos visto, aunque la pantanosa vegetación no daba para mimetizarse demasiado. En llegada la noche, proseguimos sigilosamente en fila india, aunque uno de nuestros compañeros, Inocencio Rojas, estaba delirando de fiebre y con dos agujeros de "mauser" (ratonero, en alemán) 7,65 en el omóplato. Debimos dejarlo en un bosquecillo, ya cerca de las riberas del Apa.

Acabó el alambrado. La frontera está cercana pero no debemos bajar la guardia y caer en una celada.  La excesiva tranquilidad del lugar es harto sospechosa. Enviamos una avanzadilla a vanguardia en medio de la noche para aguardarnos allí.

La sed y el sol son insoportables compañeros de ruta y debimos tomar tragos de agua de charcos, tras las largas lluvias que nos acompañaron por casi seis leguas de extenuante travesía con el corazón en vilo y la mente en tensión permanente.  Mas, el hecho de estar a prácticamente un paso de la libertad nos daba fuerzas suplementarias y ánimo extra para llegar a la homérica meta de la libertad, aunque no estábamos muy seguros de la recepción verde-amarela.

Tras horas de angustiante incertidumbre, los punteros nos avisan que el río Apa está a menos de seiscientos metros. ¡Una pavada, después de casi cuarenta y ocho kilómetros de pestilentes pantanos y marismas norteñas.  No dudamos de que Perrota y los otros no tardarían en reunírsenos.   Algo me lo presagiaba.  Avanzamos sin moros en la costa.   Un lugareño nos había asegurado que en un poste cercano a las orillas, habría una trompa de cuerno de vaca, audible a varios centenares de metros, que servía para llamar al canoero de la orilla opuesta, donde el Apa tributa su caudal al río epónimo.  Era un paso habitual de boyeros, troperos y macateros de contrabando.  Allí nos aguardaba la dulce libertad amargamente conquistada.

Tras intentar en vano hacer sonar el turullo, como lo llaman los brasiguayos, esperamos pacientes en un escondite cercano.  Luego un tropero llegó y aún sin vernos lo hizo sonar.  A poco, aunque con exasperante pachorra, el canoero de la orilla opuesta se deslizó hacia nuestra ribera.

Cuando llegaba, aparecimos ante ellos, quienes sin duda se espantarían ante nuestro aspecto, más miserable que truculento.  Explicamos en portuñol  nuestra situación y, tras corto cabildeo, nos embarcamos los que pudimos.   Dos quedaron, pero nos siguieron medio a nado, aunque el Apa suele ser torrentoso en tiempo de lluvia, no era demasiado profundo, más que en el centro y todos llegamos al Brasil, dando hurras a la libertad.

Tras conducirnos a una fazenda cercana, los boiadeiros (troperos) nos dejaron allí para reponernos de las fatigas y especialmente del hambre que corroía nuestras entrañas sin compasión, tasa ni medida.  La sed, la saciamos durante el cruce del Apa, también sin medida.

Al día siguiente, bien comidos, dormidos y descansados, nos condujeron al cuartel de Porto Murtinho, donde el comandante, capitán Saraiva de Albuquerque nos anuncia que quedaríamos allí, no como detenidos, sino para nuestra seguridad, ya que los esbirros del tirano sabrían dónde nos hallaríamos y podrían eventualmente atentar contra alguno de nosotros.

Poco después, el doctor Perrota y los hermanos Cano y Cabrera irrumpen de sorpresa para alegrarnos en el día de la independencia del Paraguay; 14 de mayo de 1961.  Tras esto, nos llevaron a Aquidauana, donde fuimos recibidos por el mayor João Baptista De Oliveira Figueiredo, futuro presidente del Brasil, el cual lo haría retornar al estado de derecho tras una larga dictadura militar. Luego, fuimos conducidos a São Paulo en dos aviones de la Presidencia de los Estados Unidos del Brasil.  Allí nos documentaron como exiliados y pudimos trabajar o retornar a Buenos Aires algunos.

Tras tantos sufrimientos, éramos libres, aunque nuestra nación debería esperar muchos años más, gimiendo bajo el Operativo Cóndor para poder decir lo mismo.  Y todo el resto del continente además.

Chester Swann
de "Sobrevivientes anónimos"

Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”

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