La crecida
Mención Especial, concurso de cuento breve COOMECIPAR 2005
Chester Swann

Froilán Aratikú olfateó el aire, como intentando atrapar a los efluvios del viento boreal, que traían señales inequívocas de malos tiempos para los costeños del río Paraguay,  los pescadores del Bajo Chaco y los pobladores de Chacarita y el Bañado de Takumbú.  Olía llegar la crecida con terca insistencia, y aunque no se perfilaban lluvias ni nada parecido, la presentía con ese instinto montaraz de los centauros de canoa y camalotes que cabalgan sobre el lomo del río de sur a norte y de norte a sur.  Una crecida significaba abandonar las casas y refugiarse en la inhóspita ciudad, vendiendo chucherías de contrabando en lugar de pescado fresco de su cosecha fluvial.

Tal vez lloviese más arriba, hacia el Pantanal y las riadas viniesen en seco. Quizá llegarían las lluvias interminables de la primavera que mataban cultivos y enmohecían los ánimos de los ribereños hasta arrugarlos de tedio y nostalgia. A lo mejor o peor ni siquiera eso; pero de que venía la crecida, venía.  Inexorable como la muerte, inesperada como orden de desalojo judicial; insalubre como hospital de caridad; inhumana como todas las catástrofes naturales y de las otras; indiferente como los políticos anestesiados contra los reclamos populares. En fin, llegaría en pocos días más y habría que alertar a los hermanos de la ribera, para tomar providencias de salvar lo que pudiesen de las aguas desbocadas.

Froilán Aratikú dio vigorosas paladas de remo a su canoa para acercarla a la orilla cuando el sol anunciaba su muerte cotidiana hacia el poniente.  La Prefectura Naval prohibía a botes pequeños permanecer en el río durante la noche, salvo que tuviesen permiso militar, para contrabando desde Clorinda y balizas luminosas de reglamento.  Minutos después de caer la cortina de estrellas itinerantes desde el oriente al poniente, llegó a las arenas de la Chacarita donde tenía su base de operaciones: su hogar de tablillas, cartón y chapas de desecho requisadas de alguna demolición.

Hacía tiempo se dedicaba a cruzar personas a través del río, a fuerza de brazos y remos; a pescar de tanto en tanto y cazar algún carpincho, yacaré o venado de hacia el Chaco, para variar el puchero. Su mujer, lavaba ropa ajena con esa paciencia resignada de quienes se saben encadenadas al destino de por vida; con ese fatalismo de las mujeres del bajo, acostumbradas a pelearle a las aguas sin odiarlas; con esa sonrisa triste de luchadora que se bate diariamente contra la pobreza, para acabar finalmente empatando con ella, o dejándose ganar sin resistencia.

Sus tres hijos vivos ya estaban en el humilde catre de tramas de cuero, tras el mate cocido con magro reviro, con que mentían descaradamente al hambre proletaria que roía sus entrañas. Los dos primeros habían fallecido de deshidratación y estaban enterrados ahí nomás, cerca de la playa al arrullo de las oleadas y las marejadas.  No había con qué llevarlos a un cementerio, que hasta  tierra para sepultura les es aún negada a los pobres.  Los otros, sobrevivieron gracias a lo aprendido con los muertitos. Una vecina les enseñó a preparar suero hidratante y los ayudó a sobrevivir de las diarreas malignas del malsano ambiente de los bajos del cabildo, donde plantaran su rancho de burdo cartón, hojalata y basura plástica reciclada. 

La mujer de Froilán estaba aún despierta, con una plancha de carbón en ristre y alisando ropas para entregar al día siguiente. Este la besó en la frente y le preguntó por los niños.

—Ahí están tratando de dormir... si las chinches lo permiten  —respondió ella en guaraní, con voz asordinada por la fatiga.  —Mañana tienen que madrugar para salir a vender diarios antes de irse a la escuela. 

Froilán encaró a su mujer, con ojos casi apagados de forzar las tinieblas, a través de la luz mortecina del rústico farol de mecha perfumado de keroseno, como tratando de infundirle ánimo.

—Se viene la crecida, Flora.  Vamos a tener que desmantelar el rancho y buscar algún baldío allá arriba, hacia el parque Caballero. No sé cuándo ha de llegar, pero lo siento en la nariz.  Se viene nomás. Mañana, cuando vayas a lavar al río, avisale a la comadre Pepa y a las otras que se preparen ya mismo.  La cosa no va a tardar mucho.  Días, tal vez.  

—Pero si ni siquiera llueve en estos días —respondió ella. —No se ve una nube miserable por ahí.  No sabés cómo pica este solazo de mierda.  ¿Qué crecida decís vos que va a venir? ¿estás loco, cheirü  (socio)?  

—Vos sabés que no. Y para que se venga la crecida no hace falta lluvia por aquí; basta que llueva al norte nomás. Preparáte, te digo. Después no digas que no te avisé.  El hombre procuró no alzar la voz ni demostrar fastidio por la incredulidad de su mujer, pero pensó en sus tres hijos, acurrucados en un catre y chupados por las chinches, rascándose e infectando sus laceradas pieles infantiles, casi transparentes de anemia y hambre cotidiana engañada a cocido y azúcar, a regañadientes y arañazos presupuestarios.

Como lo suponía, aún estaban desvelados a causa del calor, los mosquitos de la ribera y otras sabandijas que infestaban colchones y sábanas semisucias.   Los hizo levantar y les aplicó un chorrito de repelente que llevaba en sus avíos de pesca (los mosquitos, jejenes y polvorines del Chaco son poco menos que máquinas de tortura) y los acostó de nuevo.

Luego calentó agua como para tomarse unos mates antes de echarse en el jergón que hacía de cama. Al día siguiente debería madrugar para desmantelar su rancho clavo por clavo y ver cómo trasladaba sus escasos enseres en su repetido exilio de cada crecida. Algunas veces acamparon en las afueras del parque Caballero, pero en la anterior, la municipalidad los hizo echar con la policía. Recordó que hacia la Salamanca había lugar. Uno de sus vecinos se había mudado allí y ya no regresó cuando bajaron las aguas. Bueno.  Ya vería qué hacer.

Era bien tarde en la noche, cuando su mujer, tras planchar cinco docenas de ropas, se acostó a su lado casi sin sentirla él. Apenas lo hizo y quedaron ambos dormidos, arrullados por la fatiga que los acompañaba desde siempre, invisible y letal.

Al primer atisbo de claridad, Froilán abrió los ojos, viendo a su mujer pava y mate en mano, preparando tortillas y mate cocido para los obreros de una construcción del microcentro asunceno. Los niños ya estarían haciendo cola frente al edificio de un matutino, aguardando por la mercancía informativa.  Tras vender los diarios, deberían hacer a toda prisa sus tareas e ir a la escuelita del barrio, un poco más en la altura.  Volvían casi al oscurecer; y tan cansados que apenas tomaban un cocido aguanoso y sin leche, con dos duras galletas de harina picada de gorgojos, que luego se tiraban en el catre a intentar dormir, sin siquiera quitarse la ropita o pedir tregua a chinches y zancudos.

Froilán mateó con su mujer hasta que ésta se despidió de él con su canasta de tortillas con mandioca y una olla de cocido negro. Quizá regresaría para las nueve de la mañana a lavar ropa. El, en tanto, entregaría las ropas lavadas y planchadas el día anterior por su mujer. Luego, debería ponerse en campaña para la mudanza.

No sabía por qué, pero sentía la crecida cada vez más inminente, como los golpes que se rumoreaban por ahí y al final nunca se efectuaban. Pero su olfato no podía engañarlo.  Es cierto que estaba despejado y sin señales de nubes ni tormentas de verano, aunque sentía esa ansiedad incontenida de profeta de las malas nuevas, que es descreído por todos... hasta que la calamidad llega sin aviso, como las furtivas parcas.

No sabía cómo llegaría la crecida, ni de dónde. Pero llegaría pronto.  No le cabía la más mínima duda.  Llegaría.

Tras los mates, se puso a ordenar algunas cosas, como para embalarlas en cajas de cartón cuando regresara su mujer.  Puso algunas cajas vacías en un sobrado y comenzó a buscar herramientas para desarmar la estructura frágil de su rancho de pescador, de peces y oportunidades.

Luego comió un par de trozos de mandioca y dos tortillas que dejó su mujer en un plato de hojalata y fue a avisar a sus vecinos y amigos, entre chupadas de tereré, acerca de la crecida que él sentía que se venía.  La mayoría, tras mirar al cielo, lo escuchaban con una sonrisa de incredulidad.  El sol brillaba y no precisamente por su ausencia, sino que estaba para pelar chanchos.  Los vecinos pensaban que la próxima crecida estaba muy lejana aún como para salir corriendo ante un aviso más presentido que calculado. Vaya y pase si es que lloviera, o se nublase siquiera pero así por que sí...  Froilán Aratikú recordó a los  escépticos que hasta entonces nunca erró en sus avisos y las crecidas se vinieron nomás.  Más tarde de lo previsto quizá, pero vinieron; y muchos que no le creyeron entonces, vieron llegar las aguas sin haber sacado sus pertenencias de la riada y bastantes de ellos, perdieron lo poco que poseían a causa de su dejadez e incredulidad.

Froilán Aratikú el pescador y remero del río se dio por vencido en la tarea de convencer a los ribereños para que preparasen el obligatorio éxodo a zonas altas.  Se encogió de hombros y sin perder la calma se dispuso a ejecutar lo que húbose propuesto: prepararse para la crecida que el instinto le preanunciaba.  La escolaridad de sus niños era el único problema, pero su hogar era lo primero. Miró otra vez a la bahía para comprobar que el nivel de las aguas se mantenía estable y más bien bajo.  —Pero esto no puede durar mucho  —pensó para sí. ––Tarde o temprano las aguas invadirán todo el bajo.

Poco más tarde regresaría su mujer con su canasta y olla vacíos y lista para preparar el almuerzo para los albañiles: locro de garrón, tortillas de harina, guiso de arroz y mondongo con mandioca.   Froilán pensó en pelar los tubérculos, para que, cuando volviese Flora estuvieran como listos para la olla.  Dudó unos instantes y lo hizo. Al llegar su mujer, lo felicitó por tener hecha la parte más difícil y mientras hervían alegremente las raíces, puso el locro en remojo para sazonarlo con los garrones de vaca y lo demás. Tal como les gustaba a los rudos obreros.

Al regreso ya había hecho sus compras en un conocido supermercado de la Plaza Uruguaya y mientras preparaba la comida, Froilan le relató la conversación con sus escépticos vecinos. Ella estuvo de acuerdo con éstos.   La riada era aún improbable.  El tiempo estaba estupendo, el calor era casi de sequía y no había probabilidades de tormentas y menos de lluvias.

—Pero la siento, Flora, protestó él. —Hasta ahora no me falló el pálpite y no creo que el instinto me engañe.  La crecida está al venir nomás.  Ya vas a ver...

—¡Naumbréna, Froilán! Dejate de joder con eso de la crecida, que parecés una lechuza de mal agüero —respondía ella, bien segura. —Aprovechá que no están los chicos ahora y haceme kunu'ü, mba'é. ¿Cuánto hace que no me hacés caso? ¿o ya no sirvo ni para eso?  Al oír esto, Froilán sintió un ramalazo de rubor encendiéndole la cara y el pecho y se sintió nuevamente entero.  Sin decir una palabra, cerró la precaria puerta del rancho y se acomodó en el catre para lo que venga.

Tras el apresurado y casi rutinario desahogo, terminaron de preparar la comida.  Era casi mediodía y los chicos vendrían a comer algo antes de ir a la escuelita, aunque las lombrices ni hambre les dejaban tener en las tripas.  Y de seguro, estarían cansados de correr por ahí vendiendo diarios, para pagarse los cuadernos y lápices.  Para más no daba el oficio de voceador de prensa.

Al atardecer, Froilán volvió a percibir ese cosquilleo que le anunciara la crecida. Y esta vez, con un poco más de seguridad. Miró como de costumbre hacia la playa de la bahía donde estaba atada su canoa color camalote. De pronto, notó que ésta estaba medio flotando y recordó que la había dejado varada en la arena, bien en seco. Corrió hacia la playa, para comprobar que efectivamente las aguas estaban dos centímetros más altas que hacía dos horas. Observó un palo de escoba pintado de blanco sucio clavado en el suelo, donde tenía las marcas de nivel, las cuales le confirmaron la muda pero insinuante presencia de aguas intrusas. Volvió de prisa al rancho y a los gritos anunció a la gente de la vecindad su descubrimiento.

Casi nadie se alarmó, acostumbrados como estaban a las amenazas y predicciones del pescador.  Pocos le hicieron caso como de costumbre.  Esta vez, se puso a empacar de prisa en las improvisadas cajas de cartón mientras el sol siestero brillaba y calcinaba en todo su esplendor tropical.  Los niños comieron de prisa y salieron para la escuelita.  Flora juntaba ropas, zapatos y cuanto pudiese mojarse y tras doblarlos y acomodarlos en las cajas, iba por más enseres dispersos alrededor de la casa. Ahora sí, estaba segura de que la intuición de su hombre era certera y eficaz.

Tres horas más tarde, la canoa estaba ya a flote, aunque sujeta a una soga por un grueso poste. Una parte del rancho estaba desmantelada y apilada en el pasillo caminero, que discurría hacia las alturas del cabildo como serpiente colorada de barro y arena gorda. Los otros vecinos estaban muy entretenidos fumando, bebiendo cerveza o tereré y escuchando música barata de dudosa tropicalidad y paupérrima poesía.  Nadie quiso dar el brazo a torcer y algunos se burlaban de Froilán Aratikú y su alarmismo; mas él sin hacer caso a los groseros chascarrillos, embalaba tranquilamente sus pertenencias.  Esa misma tarde, emprenderían el viaje a las alturas. No sabía dónde pero ya hallaría algún lugar.

Un amigo que trabajaba de chofer de una carpintería industrial les acercó un camioncito de dos toneladas, donde rápidamente cargaron casi todo.  Luego, mientras su mujer aguardaba a los niños, él fue a buscar un sitio en la Salamanca donde su antiguo vecino se había mudado, el cual ya le había ofrecido con anterioridad unos metros cuadrados en el asentamiento de los llamados damnificados, donde recalaban cada temporada los perseguidos y exiliados de la crecida y la miseria.

Una vez allí, bajó apresuradamente sus cosas y despidió a su amigo el chofer con una pequeña propina por el servicio. Más no podía oblar. Inmediatamente, púsose a erguir nuevamente su rancho clavo por clavo; chapa por chapa; tabla por tabla, alambre por alambre, hasta caer la noche.

Sin descansar, tomó un ómnibus hasta el microcentro y regresó a donde había estado su casa. Su mujer ya lo esperaba con los niños y algunas bolsas y canastas con lo que quedaba de sus trastos. Su fiel canoa, quedaría allí hasta tanto pudiese servirse de ella para rescatar a los rezagados que no habían confiado en su intuición y recién al día siguiente comenzarían a preocuparse.

Para entonces, las aguas ya llegaban hasta donde había estado su rancho y se hallaban chapoteando en el lodo. Froilán Aratikú agradeció, a quienes fueran que lo pusieran sobre aviso.  Nunca sabría el porqué de la riada repentina.  Tal vez alguna lluvia torrencial en el Brasil, o lo que fuese; pero ellos, momentáneamente estarían a salvo de las traidoras aguas crecientes; aunque nunca lo estarían de la pobreza.

Chester Swann
de "Cuentos para no soñar"

Obra registrada en el Registro Nacional de Derechos de Autor
Del Ministerio de Industria y Comercio de la República del Paraguay
Bajo el folio Nº 2.446, Foja 87
Art. 34 del Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999
A los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 De la Ley Nº 1.328/98
“De Derechos de Autor y Conexos”

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