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El gualicho de Mbopí Pukú
Chester Swann

Mbopí-Pukú era el prototipo del vivillo pícaro de principios del siglo XX, en la aún colonial, bucólica y bostezante Asunción.  Una especie de Perurimá o Rinconete urbano, que sobrevivía en la Belle èpoque  capitalina desempeñando todas las argucias posibles, menos trabajando. ¡Ah! ¡eso sí que no!  Para eso estaban los judíos y turcos de Pettirossi y los estibadores del puerto; los albañiles del arquitecto Ravizza o las obreras de la fábrica de fósforos. Para Mbopí-Pukú,  la palabra trabajo no figuraba en su mmenguado diccionario de analfabeto impenitente y haragán sin conchabo.  Más bien le recordaba a la maldición bíblica de la expulsión de Adán, aprendida en su infancia de  algún párroco.  Y él no aceptaba ser copropietario de ningún pecado poco original como para merecer tal maldición divina.

Durante la estación calurosa (en el Paraguay el año tiene apenas dos estaciones; el verano y el ferrocarril) se las ingeniaba para vizcachear lo que pudiese a pleno día y vender lo sisado.  A veces al mismo dueño.  Durante el invierno, se hacía apresar para pasar los días fríos en la cárcel pública o en alguna comisaría de barrio —alrededor del tacho de locro o saporó—,  pues que siempre se las ingeniaba para trabajar de ranchero en la cocina de tropa, gracias a sus habilidades culinarias y simpatía untuosa como manteca de cerdo.

Era alto el hombre, y de hábitos noctívagos, generalmente. De ahí su apodo de "Murciélago largo".  

En cuanto a su nombre y apellido, ni la policía lo sabía y quizá ni él mismo lo recordaba, o es posible que ni figurara en el Registro Civil.   ¡Y eso que era cliente habitual de los agentes caquis! Por esos tiempos éstos eran denominados “Akãpararrayo” en alusión a sus cascos prusianos terminados en punta—, con los cuales pasaba dos o tres meses al año.   Tal vez ni él mismo supiese su origen, que era más oscuro que discurso presidencial y más secreto que finanzas públicas.

Mbopí-Pukú vivía, es un decir, en las calles y dormía en cualquier parte. Su dignidad no le permitía mendigar, ya que su contextura era fornida y sus largos brazos, daban para algo más que extenderlos a la caridad pública.    Cierta vez lo hizo, pero sólo recibió ofertas de changas, como albañil o peón de limpieza, los cuales fueron ignorados por él.

Cierta calurosa siesta, contaba mi abuelo Eutanasio, entró en puntas de pie (siempre descalzo y sigiloso) en una tienda, donde el judío Natalio dormitaba apoyando la cabeza en el mostrador. Ni corto ni perezoso, escogió dos grandes piezas de brin de hilo, de los que usaban para los trajes blancos de los pitucos y petimetres tropicales, y los dejó caer ruidosamente sobre el mostrador.

—¿Compra patrón? —dijo inocentemente el lungo al sorprendido cuan sobresaltado tendero.

—Llevá a vender otro lado! No tiene plata yo... —atinaba a responder el somnoliento  Natalio, señalando la puerta al intruso entre broncas y bostezos.

Entonces, Mbopí-Pukú tomaba las dos piezas y se marchaba parsimoniosamente a buscar otro comprador de su mercadería recién sisada.

Nada le quedaba grande.  Cierta vez, aprovechando la caliginosa siesta asuncena y el pirákutu (cabeceada) del dueño de un taller de reparación de máquinas de coser y, sin ser sentido ni percibido, tomó una ya reparada y salió sigilosamente como había entrado con la máquina al hombro cual si fuese ligera como colchón de plumas.  Era fuerte el tipo.  No sabemos a quién le vendió la máquina.  Tal vez a alguna costurera pobre de la Chacarita o de la Loma San Jerónimo, más conocida como el Curecuá  (cueva del cerdo) por entonces.

No se consigna si alguna vez pudiera alzarse con una cocina a leña, de ésas de hierro fundido y doscientos  kilos de peso, pero era muy capaz de hacerlo. La cleptomanía era una de sus debilidades más fuertes ―con perdón del oxímoron

La policía siempre le seguía infructuosamente los pasos, aunque casi nunca pudo pescarlo en un renuncio o relajo. Siempre vivía y dormía alerta como sus alados congéneres de la noche.

De Mbopí-Pukú se decía que tenía un pajé, gualicho o hechizo que lo hacía invisible a ciertas horas.  Tal vez también inaudible e intocable en muchos casos. 

Se cuenta aún por los alrededores del Mercado Guazú, que cierta vez se trenzó en una partida de truco con algunos pescadores de Varadero y no sólo los dejó sin un peso fuerte (moneda de entonces y que ya no era tan fuerte), sino que se llevó además una ristra de pakús, surubíes y dorados a venderlos por ahí. 

Era diestro con las barajas, como los personajes de Cervantes y tampoco era manco para los dados.  De haber nacido en Europa o en la cuenca del Mississipi tal vez se hiciese rico como tahúr profesional.  Pero en un país pobre, recién salido de una guerra larga, apenas lograba sobrevivir.  ¡Eso sí! mañas, no le faltaban y muchos fueron burlados por su diabólica manera de ganarse la vida.

Era de índole pacífica cuando sobrio, y pocos osaban cuestionarle nada, dado su tamaño y corpulencia.  Pero pasado en tragos, era algo pesado el hombre y mejor huirle o hurtarle el cuerpo.

Cierta vez, disponiendo de fondos para convites, se acercó a un barco mercante recién llegado de Buenos Aires y, tras identificar a los tripulantes del vapor, los convidó a unas rondas de tragos, en uno de los tugurios de la zona portuaria.  

Mbopí-Pukú solía andar descalzo y harapiento normalmente, pero de tanto en tanto sacaba a ventilar sus trapos domingueros, que se los guardaba una de sus favoritas, y no lo desmerecían en absoluto, dando como para inspirar confianza.  

Por esos días, andaba de romance con una costurera de la Chacarita que lo hospedaba en su casa y compartía sus vicios de tanto en tanto. Ella lo urgía a usar atuendos más limpios y pulcros de los que él solía gastar, convenciéndolo de que, de esa manera podría lograr algo más que algún "golpe" de mano. Nuestro amigo, ni corto ni perezoso se hizo de traje, chambergo de paño para el frío y chapeau  jipi-japa "a lo parisién" para los días bochornosos, que eran los más.

Con esa pinta de compadrito gallero y su estatura fonteriza con lo descomunal, atrajo a la oficialidad naviera al viejo perigundín del barrio Jaén y, tras mamarlos hasta morir, los dejó sin blanca, sin relojes, alhajas y cuanta prenda pudo sacar a los marinos de agua dulce.

Cuando despertaron de la mona y la resaca, estaban más pelados que el cementerio Mangrullo.  Encima, tuvieron que dejar sus documentos para garantizar el pago de los tragos y otros servicios de las damas anfitrionas, las que alegaron desconocer al ladronzuelo. 

En cuanto a Mbopí-Pukú, se borró de la zona por un tiempo prudencial, yendo a dar sus golpes en otro barrio más desinformado; hacia Pinozá y Manorã donde contaba con las anuencias cómplices y colaboradoras del gineceo local y los chulos de la zona que lo idolatraban.

Nunca fue de armas tomar.  Por lo menos jamás se supo que portase ni siquiera un cortaplumas, pero su puño era una máquina de demolición, aunque pocas ocasiones tuvo de usarlos, pues que nadie se sentía con suficiente autoconfianza como para medirse con él, salvo que por ahí, tragos mediante, alguien se sintiese entonado como para desafiarlo. Pero Mbopí-Pukú prefería pacificar ánimos y en lo posible evitaba excederse en libaciones, ya que su viveza dependía de su serenidad y templanza.

En cierta oportunidad, un estanciero de Ca'azapá, forrado de pesos fuertes y vestido con un cinturón tipo "rastra" enchapado de monedas de esterlinas de plata, botas charoladas, espuelas de orfebrería y chambergo de fino fieltro, se llegó al perigundín bailable en donde medraba por esos días Mbopí-Pukú. 

Más corto que perezoso, nuestro hombre se acercó al recién llegado a homenajearlo con la bienvenida de rigor: dos damiselas con sus buenas horas de vuelo, sonrisa de creyón y percal, nimbadas de perfume barato y grappa, "para el caballero interiorano que nos honra con su presencia"  y azuzó a los musiqueros del local para que interpretasen lo mejor de su alcohólico repertorio de purahéi jahe'o, cuerdas desafinadas y acordeón resfriado de fuelle perforado.

Dos horas más tarde, el estanciero que, dicho sea de paso, estaba en Asunción por segunda vez en su vida, quedó más mamado que ternero adobado y fue cosa fácil retarlo a una partida de truco "al gasto", dejándolo más desplumado que gallina de jueves santo.

Apenas tuvo conciencia suficiente para no apostar sus bombachas de seda y su camisa, que hasta sus botas charoladas con todo y espuelas, engrosaron el patrimonio de Mbopí-Pukú y su cortejo. 

Aunque tuvieron la gentileza de dejarlo dormir allí al estanciero y fiarle la hospitalidad con Ramona Carumbé; que muy bonita no era, pero la resaca del hacendado no le daba para ser muy selectivo con el gineceo del local.  Éste, algo añejo y gastado como la púa de su victrola a corneta y discos de Caruso, Mojica y Gardel, lo más hit del momento.

Recién al día siguiente, bien entrada la media mañana, el personaje pudo salir de la resaca y largarse a su hotel, donde por suerte dejó alguna platita de reserva. Pero nadie le quitaría lo bailado y juró regresar a tomarse el desquite al truco un día de ésos.

No pudo cumplir su promesa, porque a poco de regresar a su valle, un rival de amores le hizo seis orificios en el apellido y lo envió a ver crecer raíces de ciprés al camposanto más cercano.

Pero Mbopí-Pukú, pecador impenitente y vivillo irredento ya había saturado la paciencia de muchos asuncenos.  Incluso muchos periféricos que se la tenían jurada. La policía se ocupaba muy frecuentemente de él y ya no le tenían tantas contemplaciones en las comisarías.  Por lo general le asignaban trabajos forzados en las chacras de los comisarios o limpieza de letrinas en los cuarteles. La pasantía en galeras ya no era llevadera ni hospitalaria como antes, en que se las hacían livianas. 

El propio Mbopí-Pukú comenzó a tener algún atisbo de dignidad y evitó al máximo las ocasiones de caer preso, que, dados  sus antecedentes de reincidencias, no eran pocas.

Su compañera la costurera de Chacarita trató de convencerlo de que era hora de asentar cabeza y buscar trabajos menos insalubres y riesgosos.  Algo duro, para quien no hubiese sacralizado nunca el sudor de ganarse el pan y los vicios, sino que buscase las vías fáciles para vivir de lo ajeno. 

Pero de todos modos, Mbopí-Pukú prometió pensarlo.  Y quizá, de haber vivido mucho tiempo más, lo seguiría pensando hasta que dejase de respirar.

Pero estaba escrito que su tiempo estaba cerca y las ganas de trabajar, muy lejanas.  Y no porque fuese enfermizo, deficiente o borracho. Nada de eso.

Su concepto de la dignidad no le permitía caer en la maldición bíblica del Adán post-paradísíaco y siempre que pudo, se mantuvo al margen de ella. Las pocas veces que se ganó el locro o el saporó  trabajando, fueron cuando estuvo preso. Y fueron más veces de las deseables, según él.

Como dijimos, el repertorio de vivezas se le iba agotando rápidamente y su luenga figura morena y ladina ya despertaba suspicacias, por lo que tuvo que ir aguzando ingenio hasta hacer chispear sus neuronas y echar humo, aunque nunca llegó a tener cortocircuitos en la mollera.

Sus barajas marcadas eran rechazadas en las mesas de los garitos; sus gallos  de espolones envenenados eran radiados de los ruedos y si era sorprendido ingresando en casa ajena sin ser invitado, solía parar en algún calabozo policial, no sin antes ser acariciado por las porras y planazos de la Ley con escasas consideraciones. 

La ciudad le iba quedando chica, pero no podía irse a otra parte pues no soportaría estar lejos de las empedradas arterias asuncenas y sus faroles mortecinos de amarillenta luz; que lo atraían cual si fuese fototrópica mariposa. 

Dejar la ciudad por las adormiladas aldeas del interior, lejos del jolgorio bohemio, los musiqueros y las bailantas ya no lo seducía en absoluto y por tanto, estaba dispuesto a morir en su ley.

La mendicidad tampoco lo atraía y los plagueos de su compañera de la Chacarita, Lisandra Caburé, para que produjera sustento, ya lo tenían hasta la coronilla. Ser un delincuente de acción tampoco era su fuerte.  No le gustaban las armas y asaltar cristianos no estaba dentro de su moral.  Pero sus espacios se iban contrayendo y sus ingresos eran cada vez más magros. Su estrella declinaba a ojos vistas y bocas oídas.  Su famoso gualicho  no funcionaba, tal vez por desgaste o final de vida útil.  O quizá por abuso o caducidad de garantía.

Claro que Mbopí-Pukú nunca hubiese inspirado a Bob Kane, el creador de Batman.  Más bien a Cervantes o a su rival, Avellaneda el apócrifo.  Tal vez las preocupaciones o las tensiones de jugador de media trampa o los trasnoches de rigor, abreviaron las hojas de su calendario y cierta tarde, lluviosa y triste de invierno, en llegando a la Plaza Uruguaya, sintió un dolorcillo sospechoso en el lado siniestro del pecho y, tras resollar un poco como imitando a la locomotora del ferrocarril cercano, se derrumbó en un astroso banco de la plaza de marras. 

Tal vez merecía ser enterrado como cristiano, pero su destino fue servir de carne de estudio de los aspirantes a matasanos de la facultad de ciencias médicas, ya que nadie reclamó sus despojos, ni siquiera su concubina Lisandra Caburé, quien no disponía de fondos para un entierro decente.  O si disponía, se lo guardaría para trapos.

Esto significa que nuestro personaje fue más útil a la sociedad después de finado y como nunca lo fuera en vida.

Contra lo que se pudiese pensar, muchas mujeres, hasta entonces alegres, lo lloraron con tristeza y mucha gente, aún quienes lo maldijeran en vida, sintieron la ausencia de un personaje, pintoresco si los hay,  pese a su conducta transgresora,  de esta no menos pintoresca Asunción del Paraguay, ciudad madre de suciedades.

Chester Swann
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