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El día que florecieron las espinas
Chester Swann

Los adultos solemos estar vacunados —inmunizados, diría— contra la pueril capacidad de asombro; una vez alejados definitivamente de la infancia, por esas cosas de la edad y el inexorable discurrir del tiempo que se lleva a las vidas por delante, nos volvemos pragmáticos y hasta cínicos.  Son muy pocos los adultos —este servidor entre ellos— que recuerdan su infancia, con las impresiones causadas en esa maravillosa época, cargada de magia y donde lo imposible dejaba de existir.

Ya no nos dejamos impresionar, hogaño, por las pequeñas maravillas de lo cotidiano; por los diarios milagros que ocurren en nuestro entorno; por lo insólito oculto bajo el velo de lo obvio.  Como si ya lo supiéramos todo y nuestras urgentes prioridades nos impidieran ver lo importante.  Un nido con polluelos brotados de aparentemente frágiles e inanimados huevos; una flor que despliega sus corolas para ser libada por insectos polinizadores; un eclipse lunar… o cualquier otra manifestación de la mecánica cósmica.

En fin, cosas sin aparente importancia, pero que muestran los milagros de la naturaleza en su lucha por la supervivencia y evolución, a lo largo, ancho y ¿por qué no? alto del planeta, que las aves también tienen su espacio aéreo ajeno a nosotros, pese a nuestra envidia de no poder volar, aunque sea con la imaginación.

Mas cuando fuimos párvulos, movedizos y curiosos, no perdíamos ocasión de asombrarnos de todo, o casi todo cuanto percibieran nuestros sentidos.

Por supuesto que, primero debíamos apartarnos de la rutina prosaica de nuestros hogares, donde la formalidad más pacata imperaba desde la adusta adultez de nuestros mayores, que parecían haber olvidado adrede sus épocas de infancia; como si hubiesen nacido adulterados de origen.

El Misterio estaba omnipresente en la naturaleza y lo disfrutábamos sin inhibiciones ni rubores.  Y eso que la hemos pasado en la ciudad —no importa cuál, que no viene al caso—, donde era raro hallar naturaleza en estado salvaje, fuera de fríos parques, bien cuidados, eso sí, pero con prohibiciones de pisar el césped y trepar a los árboles… y algún descuidado terreno baldío de por ahí.  

Mas tampoco estos últimos abundaban, a causa del celo de las autoridades comunales, que obligaban a propietarios a tenerlos limpios y despejados de alimañas.  Pero la magia estaba en algún rincón, acechando por nosotros.  En cuanto a los parques y plazas, eran terrenos planos, en parte empastados y con algunos árboles, carentes de pilas de arena, charcos y zanjas, que eran nuestro encanto principal.

Y justamente eran las malezas y las alimañas las que atraían nuestra atención.  Casi todos teníamos en nuestras casas alguna que otra planta, generalmente cautivas en personalizadas macetas y tiestos de flores, algo de césped y uno que otro árbol —si podíamos darnos ese lujo— y paremos de contar.  Las calles, con sus escasos y raquíticos árboles luchando con el cemento y el asfalto, poco servían a nuestros exploradores afanes, salvo para disputar uno que otro partido de fútbol sui géneris, en horas de escaso tráfico.

A nuestra corta edad, no teníamos permiso para ir muy lejos a jugar, por lo que nos estaban vedados arroyos, bosques y campos, que rodeaban las arrabaleras periferias de la ciudad, como un misterioso cinturón verdioscuro que parecía querer apretarla en defensa propia.   Apenas podíamos incursionar en la vecindad, dentro de las más estrictas precauciones impuestas por los estirados y medrosos adultos de nuestras familias.

Éramos una pandilla de mocosos harto observadores y lectores insaciables de esos librejos de aventuras para chicuelos, como Robinson Crusoe, Las minas del rey Salomón, Tarzán de los Monos y tantos otros que no recuerdo ahora.  Nos intercambiábamos libros, especímenes colectados en nuestras correrías aledañas y una que otra información sobre casas abandonadas, baldíos y doquiera hubiese… malezas y alimañas para nuestro solaz.

Cierta vez, uno de los nuestros descubrió una casa abandonada y en pie de puro milagro, con abundancia de ubérrima maleza, y fauna variopinta como para satisfacer nuestra curiosidad, situada a menos de dos manzanas de nuestra aburrida cuadra.  

Un domingo, libres ya de nuestras obligaciones escolares y de las otras, nos reunimos entre siete rapaces para explorar dicha propiedad.  De paso nos “equipamos” como esos exploradores de historieta, para jugar a “buenos” y “malos” entre nosotros.

Sobrecogidos de cierto temor, ante el misterio que nos aguardaba, conseguimos infiltrarnos por una estrecha abertura de una de las carcomidas puertas que cancelaban aquella ruina.  El edificio era una casona de estilo neoclásico decadente, probablemente de los inicios del siglo XX, cuyas puertas frontales estaban, además de carcomidas de humedad y termitas, herméticamente cerradas al igual que sus ventanas, lo que acentuaba la penumbra casi mágica de sus vastos interiores.

Tras sortear el primer obstáculo, los siete nos dividimos en dos grupos de tres, mientras el mayor hacía de vigilante para avisarnos de posibles intrusos que nos pusieran en evidencia.   La clandestinidad tiene sus inobjetables encantos; teníamos conciencia de estar allí violando, no sabíamos qué ley, pero gozosos de tener un coto de caza exclusivo para nosotros. 

Yo me hallaba entre el grupo dos, encargado de reconocimiento del patio interior del edificio, que otrora había sido una opulenta residencia de alguna familia pudiente, hogaño quizá venida a menos.  Tenía un amplio patio, lleno de arbustos, árboles frondosos de mango, atiborrados de pájaros, lagartijas, camaleones e insectos de toda especie.  Las malezas ya dominaban el entorno y me llamó la atención una enmarañada santarrita que cubría uno de los corredores, con más espinas que hojas (era invierno, lo recuerdo bien).  Esta planta ya había derribado sus podridos soportes que, en tiempos perimidos de holgura económica, habían constituido una suerte de enramada de sombra.  Mas ahora se arrastraba por los corredores y formaba una casi impenetrable maraña con sus amenazantes espinas, cortas éstas, pero agudamente desgarrantes.

Los otros exploraron cada rincón —con no mucha minuciosidad a causa del tiempo limitado—, a fin de hacer una suerte de inventario para futuros juegos.   En un oscuro rincón, hallamos a una perra callejera pariendo cachorrillos, lo cual fue nuestro hallazgo de valor.  

Esto nos permitió experimentar nuestra primera lección de biología en vivo, acerca de los mamíferos que, según decían nuestros mayores, venían importados de París por vía aérea; según otros, incubados dentro de un repollo.  La perra nos miró y gruñó agresiva, como para mantenernos a buena distancia de su neonata prole; pero poco caso hicimos de ello e intentamos ganarnos su confianza, arrojándole algunos trozos de comida de nuestras provisiones. 

Lagartijas, arañas, cucarachas y ratones correteaban por la penumbra imperante en ese submundo encantado, cual residencia de alguna mítica bruja o mago misántropo.  No percibimos que el tiempo nos estaba dejando atrás, hasta que la oscuridad íbase totalizando en el tétrico paisaje interior de la derruida casona, encortinada de telarañas. 

Cuando era casi imposible divisar nada a menos de un metro, decidimos salir de allí, para retornar en otro momento a proseguir nuestro juego exploratorio.  No sin capturar dos lagartijas, un ratón y media docena de arañas “pollito”, tan impresionantes como inofensivas.

Al salir a la calle, nos dimos cuenta de lo tarde que era.  El sol se desperezaba ya en el horizonte, disponiéndose a dormir.   A toda prisa nos dirigimos a nuestros hogares preparándonos para los reproches de rigor, pero decididos a retornar lo antes posible a nuestro recién descubierto continente de las maravillas.  

Tras la filípica paterna por causa de la demora injustificada, pude esconder mi preciado botín:  una lagartija común, que fue a parar a un terrario de cristal y una peluda araña, destinada al mismo sitio.   Mi terrario estaba cerca de la ventana de mi cuarto, conteniendo plantas, insectos, especialmente hormigas y cuanto éstas pudieran apetecer a fin de que no salieran a buscar pitanza al exterior.  Me lo había construido mi padre, con vidrios viejos y armazón de madera.  Era bastante grande y constituía un ecosistema liliputiense, aunque la palabra ecología era impensable por esos días de mi infancia, quizá por lo innecesaria… aún.

La ansiedad por retornar al mundo encantado que habíamos descubierto era tal, que durante varios días apenas dormía a causa de la taquicardia y la imaginación descontrolada.  Hasta soñaba con la santarrita enmarañada, obstaculizando el largo corredor del ala izquierda de la decrépita residencia, que había conocido mejores tiempos sin duda. 

De todos modos, me entretuve con las andanzas de la lagartija que no perdía ocasión  de zamparse algunas hormigas de tanto en tanto, tras vanos intentos de escapar de allí.  La araña en tanto, pudo hacerse de un hoyo en el terrario, pese a las hormigas.  Para entonces ya se había manducado a un par de saltamontes, que también medraban entre las diminutas plantas.  Me propuse reponer lo perdido y cazar más saltamontes para mantenimiento del terrario.

Al siguiente domingo,  no perdimos tiempo en retornar todos juntos a media mañana, equipados como para un paseo campestre, con todo y vituallas.   Esta vez con el temor algo atemperado y con la curiosidad bastante más incrementada, revisamos habitaciones, instalaciones, patios, buhardillas y no dejamos rincón sin explorar.   Por mi parte, acudí respetuosamente a donde campeaba la ahora salvaje santarrita, que ocupaba buena parte de mi imaginación.  En ella, la veía como una suerte de monstruo marino con innumerables tentáculos, como una suerte de gorgona, o algún proteiforme extraterrestre, o planta carnívora de algún perdido continente de fantasía. 

Como dije, todo me resultaba fantástico y maravilloso, gracias a la infancia y, quizá ¿por qué no? a los libros que, dispendiosamente, me obsequiaba mi padre.   Ese día retornamos bastante más temprano, gracias a que uno de los nuestros consiguió abrir una ventana que daba al amplio patio; lo que permitía el ingreso de luz, pero no llamaría la atención a fisgones del exterior.  De tal manera se atenuaba un poco la penumbra interior y nos tenía al tanto del avance del sol, que era nuestro único reloj.

Tras varias incursiones a “la casa encantada” —como dimos en denominarla—, el invierno tropical fue retrocediendo ante el avance incontenible y arrasador de la primavera.  Esto último es importante, por varias razones.  Los árboles estaban cada vez más pletóricos de nidos; la perra callejera tuvo tiempo de trabar amistad, interesada si cabe, gracias a los restos de comida que, de tanto en tanto, alguno de nosotros dejaba cerca de la abertura de ingreso. Sus cachorros ya estaban algo más crecidos aunque mamando aún; las malezas interiores comenzaban a florecer y la temperatura era menos fantasmal que en los primeros días de nuestras incursiones. 

Nuestra aguda mirada iba notando los cambios estacionales dentro del micromundo de la casona, así como la proliferación de nuestras adoradas “alimañas” e insectos.  Hasta la aparentemente agresiva y casi reseca santarrita estaba reverdeciendo y echando hojas al aire.  Los demás amigos ya comenzaban a jugar con la perra y sus cachorros, a quienes prodigaban mimos inocentes.  Pero mi atención estaba focalizada en la santarrita, sus tímidas hojuelas pálidas y… sus espinas que parecían aguardar intrusos para deshacerlos con arañazos.

Fue en esa primavera, aunque ciertos recuerdos se me diluyen, en que se me manifestó un fenómeno casi mágico y feérico.  Estábamos, como de costumbre, preparándonos para jugar a intrépidos exploradores científicos en la casona, cuando pasé junto a la santarrita reverdecida y desafiante.  Allí me pareció percibir que sus agresivas espinas estaban abriéndose y ¡floreciendo! como si tal cosa.

A los gritos, llamé a mis amigos para observar el suceso, pero cuando éstos acudieron, las espinas volvieron a tomar su forma habitual.  Es innecesario mencionar que los amigos comenzaron a burlarse de mí y de mi “visión”, pero yo seguí en mis trece.  En seguida se desbandaron por el patio y volví a percibir lo mismo.  Pero esta vez, con flores de verdad, de color púrpura intenso.  Mas desistí de convocar a los otros, ante la indiferencia que demostraron antes.  Preferí quedarme allí, embobado, si cabe la expresión, viendo las corolas de tres pétalos abrirse como copas de sangre en alguna misteriosa ofrenda ritual.

Los otros se dieron cuenta de mi arrobamiento y volvieron a rodearme, pero no dije nada.  Tampoco ellos parecieron ver nada más que espinas al acecho, y, tras sacudirme para salir de mi arrobamiento, me indicaron que era hora de zarpar a casa.  Apesadumbrado obedecí a la señal, aunque deseaba quedarme a develar el misterio de las espinas en floración, pese a las pullas de los compañeros de aventura.

El día siguiente fue de asueto escolar, por no recuerdo qué fecha religiosa.   Aproveché para levantarme temprano, desayunar a prisa y partir raudamente hacia la casa de marras.   No demoré en ingresar a ella y dirigirme a donde se hallaba la planta misteriosa.

La santarrita parecía aguardarme a mí, en una suerte de lenguaje secreto e invisible.  Apenas estuve frente a ella, cuando sus retorcidas ramas parecieron moverse y ¡sus espinas volvieron a abrirse en floración! Como si tal fenómeno fuese preparado para mí y para nadie más que para mí.

Largo rato me quedé frente a ella, hasta que, una a una todas sus flores fueron cerrándose lentamente para tornarse nuevamente espinas vulgares y silvestres.   Ello me pareció una suerte de señal en código, aunque no pude interpretarla hasta varios días después.

El domingo subsiguiente, volvimos con mis seis compañeros a la casa, pero ésta estaba ya en proceso de demolición y ya la habían desmalezado totalmente.  Las puertas estaban apiladas al costado de uno de los corredores, la santarrita había desaparecido destroncada y fragmentada por diligentes obreros.  Tan sólo los árboles estaban en pie, aguardando quizá su final anunciado por el avance del progreso edilicio.

Ya no pudimos jugar allí pues, por seguridad, el sereno dejado por la empresa de demolición nos advirtió que el techo estaba a punto de ser desmantelado y era preferible evitar algún accidente.  Entristecidos, nos alejamos de la casona para retornar a nuestros hogares.   Una semana más tarde, ya ni los árboles quedaban en el solar.  Lo que quedaba de la otrora fastuosa residencia, eran apenas escombros informes, que no tardarían en ser despejados del solar para dar lugar a una nueva construcción en cierne.

Para entonces estábamos un poco más crecidos y ya teníamos permiso para salir los domingos hacia los suburbios en busca de naturaleza viva.  Mas cada tanto, nos llegábamos hasta el solar, donde se estaba irguiendo otro edificio, más alto, más funcional y menos elegante quizá que el anterior, pero también mucho menos humano.  Supuse que no pasaría de otra mole de cemento y cristales, para apartamentos, estrechos como la mentalidad de sus proyectistas y destinado a vivienda de cuerpos sin alma.

Nunca mencioné a nadie acerca del fenómeno mágico que me tocara presenciar, pero hasta hoy, tampoco me he olvidado del día en que florecieron las espinas, para mí y sólo para mí.

Chester Swann
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Luque, Paraguay — 2006

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