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El devoto burlado

1ª, Mención del Concurso Club Centenario 2008

Chester Swann

Más devoto que Abundio Portijú, no hubo ni habrá, en toda la vasta geografía de este país, y menos aún, en el departamento de Concepción;  y mucho menos todavía, en Horqueta de donde era oriundo el personaje de quien les hablo; que en gracia sea.  ¡Amén!

Toda su vida recorrió la región en su oficio de comerciante minorista, con su inseparable carreta de dos yuntas de estólidos bueyes de cansina mirada y pachorrento andar.  Llevaba porotos y mboroviré (yerba mate semielaborada)  a San Pedro, Yvyja'u, Pedro Juan Caballero, Zanja Pytã y Chirigüelo; trayendo a su valle azúcar brasileña, cigarrillos de contrabando, aguardiente y cuanto le pidiesen sus vecinos; quienes le proveían de mercadería de su cosecha, para vender y dinero para comprar por las ciudades fronterizas.

Como se dijera, era muy devoto de la Virgen de Ca'acupé y nunca pudo llegar hasta el santuario serrano; aunque conversando con algunos que sí fueron, pudo saber que el paisaje de la Cordillera era muy parecido con el del Amambay, salvo detalles.  Pero como le iba bien en los pequeños negocios de macate y acarreo, decidió encomendarse a la Virgen y prometerle una visita al santuario, si le iba mejor que bien, claro. 

Abundio no era de ésos que reculan de sus promesas; y estaba decidido a viajar a Ca'acupé con su inseparable amiga de dos ruedas en una travesía que podía ser más larga que esperanza de pobre o retahíla de tartamudo italiano. 

Es que allá por los años cincuenta y pico, los quinientos treinta y pocos quilómetros —de barro colorado en aguaceros y costra polvorienta en las canículas hasta Ca'acupé—, no eran moco de pavo, para carretas de lerda legua por hora.  Y eso a buen andar, lo que significaba para los pobres bueyes una buena tanda de heridas de picana, con moscas chupasangres orbitándoles el lomo, y la fatiga quitándoles el resuello paso a paso.  Porque hay que decirlo;  Abundio no escatimaba picana a sus animales para acelerar el tranco cansino de sus dos pares de pacientes bestias, a cual más estólidas.  Claro que, luego de llegara destino, les lavaba pacientemente sus heridas y hasta les aplicaba solución de creolina para desabicharlas... hasta el próximo viaje. 

Abundio Portijú, por otra parte, quería mucho a sus animales de tiro y a su carreta —a la cual engrasaba los cubos de las ruedas con unción casi religiosa cada diez leguas—, para que le durasen y para que no le chillaran durante la travesía, distrayéndole de sus devociones por la Virgen; a quien rezaba largas letanías, aprendidas en la infancia de catecismo y cintarazos paternos.

A los trancos y a los tumbos, la cansina carreta iba y venía llevando y trayendo mercancía, mientras Abundio Portijú engordaba su alcancía con lo que sobraba de los gastos de manutención de su casa, familia y animales de tiro.  Tal vez en poco tiempo más, pudiera realizar su sueño de homenajear a la Virgen en su propia casa.

Por esos días, la iglesia de Ca'acupé era aún una sencilla estructura de rojo ladrillo mal revocado de barro blanco (caolín) y cal y colonial estilo; sin las pretensiones superlativas del megaproyecto de basílica eternamente inconcluso desde 1908 a la fecha, que propiciara pantagruélicas tragadas de los fondos, que miles y miles de devotos oblaban cada año a su santa patrona con ingenua credulidad, mientras el clero engordaba a cuatro carrillos.

Abundio rezaba un padrenuestro por quilómetro y un rosario por legua para obtener la protección de la Virgen contra accidentes, asaltantes, enfermedad de sus animales, y otros males que suelen acechar a quienes desafían los azares del camino.

Parecía que la Virgen lo protegía, porque, aparte de algunos chubascos y tormentas, nunca tuvo problemas con sus animales ni recordara que su carreta haya roto ejes o volcado en alguna cuneta.  Nunca registró faltantes en peso ni cantidad de sus mercancías de compra y venta.  Tampoco sus vecinos vieron mermas en sus transacciones, ni recibieron productos defectuosos o vencidos por parte de Abundio, quien siempre cumplía a carta cabal sus tratos.  Era éste digno devoto y merecía llegar a los pies de la Virgen (es un decir, ya que la santa imagen carece de ellos y lo disimulan con un ortopédico miriñaque, un vestido rococó en azul y oro y prótesis capilar).  La religiosidad de Abundio Portijú casi rayaba en lo pagano, pero de su sinceridad no cabían dudas.  Era capaz de irse caminando de rodillas, si la santa imagen llenase sus expectativas en lo concerniente a sus negocios; es decir: colmándolo de bienes materiales y permitiéndole tener un camioncito diesel para poder jubilar a sus fieles bueyes y a su ya anciana carreta.

Es que Abundio de tanto recorrer por tres departamentos, —a velocidad de cortejo fúnebre, y una capacidad limitada de carga—, pensaba que mejoraría su situación, si lograba acortar el tiempo de sus travesías comerciales y ello redundaría en beneficio de sus negocios. ¡Amén!

Y si la Virgen lo quería él, Abundio Portijú llegaría a ser un magnate del comercio de macate y compraventa. Nunca se le ocurrió encomendarse al Señor Jesucristo ni al propio Jehová o como se llamase el Señor Dios, ni a los innúmeros santos del panteón católico romano.  Sólo la Virgen ocupaba todos sus espacios devocionales y sus oquedades cerebrales; sus sueños de grandeza y sus delirios de posesiones materiales y goces espirituales.  Aunque nunca supo bien qué significaba la palabra espíritu, o la diferencia entre éste y alma; pero sentía que esos pensamientos y reflexiones eran para los librepensadores y herejes.  No para los creyentes de fe sólida como la roca de Pedro. Tampoco leyó nunca la santa biblia, porque el señor cura decía que eso sólo lo hacían los protestantes y que la lengua sagrada era el latín que sólo los ungidos sacerdotes consagrados podían leer y entender.

Eso sí, estaba algo cansado de bregar día y noche por esos caminos, a veces intransitables, y regatear con compradores de su mercancía y con los vendedores que lo abastecían para el regreso a su valle. Abundio, pensaba que tripulando una terrenave motorizada, sería más respetado que sentado en el tablón de una carreta de tracción a sangre. Claro que en tal tesitura tendría más limitaciones y si lloviese se le cerrarían las rutas; a veces por días enteros, e incluso semanas.  Pero los riesgos son para ser vencidos.  Los desafíos son parte de los negocios; y los negocios son parte de la vida y la lucha por ella,  que sólo cesa al entregar el alma a... digamos que a Dios, aunque Abundio preferiría seguramente descansar eternamente en los brazos de la Virgen ¡vaya uno a saber!

La concubina de Abundio, doña Liduvina Ñanduvái, estaba harta de la fijación de su hombre con la Virgen pero se lo guardaba para su coleto, cuidándose de exteriorizar su disgusto, el cual podría interpretarse como herejía o algo peor.   Es que Abundio era tan devoto, que salvo para engendrar un hijo cada año y medio, dormía de costado y orando letanías para no caer en la tentación de la carne, como llamaba el señor cura a ese vicio del pecado original llamado "amor".

Para ese entonces, doña Liduvina había parido su duodécimo vástago que aún mamaba y su prole parecía un muestrario de fábrica de escaleras, a los cuales más traviesos y movedizos.  Tampoco las largas ausencias del jefe de familia hubieran contribuido a mejorar la conducta hiperactiva de su docena de criaturas semisalvajes, a las que, ni la escuela podría domesticar. 

Abundio no se preocupaba por esos detalles y los encomendaba, como de costumbre a la Virgen, a fin de que hiciese de todos ellos buenos cristianos y devotos de la santa imagen milagrosa. 

Doña Liduvina, harta de las infidelidades de su compañero que dormía con la Virgen en los labios y pensamientos, decidió a partir del décimo año de concubinato, saciar sus caliginosos impulsos febriles, con quien la supiese apreciar como mujer, antes que como máquina de parir carne viva en este valle de lágrimas.  En una de las prolongadas ausencias de su hombre, conoció a un jovencito imberbe en el mercado público del pueblo de Horqueta y, tras engatusarlo debidamente y al darse cuenta de su inocencia, lo invitó a que la visitase ciertas noches, con el consabido sigilo.

El jovenzuelo no tardó en probar las mieles del amor y se engolosinó en demasía, al punto de convertirse en un asiduo visitante de la casi viuda Liduvina, pues aunque madura y algo entrada en carnes, aún prometía. 

Por otra parte la Liduvina tenía, además de apetitos atrasados, una fantasía inagotable y un repertorio variado de tácticas amatorias; con lo que el semipúber quedó prendido como garrapata a los caprichos de la matrona.

Abundio Portijú, en tanto, seguía con sus devociones, sus letanías y sus sueños de futuro empresario de transporte y propietario de una abarrotería de ramos generales (los supermercados eran aún desconocidos por entonces), a lo que los brasileros de la zona denominaban secos e molhados (secos y mojados).  Su fidelidad a la Virgen santísima le impidió darse cuenta de que no todos sus hijos se le parecían a él o a Liduvina; y que tres más pequeños  de ellos ,eran flagrante y alevosamente rubios, de ojos verde gatuno y rulitos eléctricos color zanahoria, como el Protasio Montes, que así se llamaba el devoto de Liduvina; que no era la Virgen de Ca’acupé precisamente, pero no desmerecía dicha devoción, digna de María Magdalena.

Liduvina sonreía para sus adentros, mientras compartía pasivamente el lecho con don Abundio, y oía sus quedas letanías a la Virgen y avemarías interminables que precedían a sus oníricos ronquidos.

Imaginábase en tanto, poseída por el fogoso  y pelirrubio Protasio Montes, el cual estaba aprendiendo las artes del amor a pasos acelerados.  Al principio, éste la amaba a los saltitos, como gorrión en celo, pero a los pocos la satisfacía a plenitud y dormía abrazado a ella hasta oírse el primer canto del gallo, tras lo cual debía escabullirse sigilosamente, tal como vino.

Protasio sabía de memoria la rutina del jefe de familia y que cuando la carreta y los bueyes estuviesen en el patio, debía pasar de largo, cual furtivo pombero y sin despertar las sospechas de los vecinos ni del dueño de casa.

Pero el plazo del cumplimiento de la promesa sagrada, íbase acortando como vencimiento de pagaré.  Los esfuerzos de don Abundio fructificaron y, gracias a la intercesión de la Virgen, pudo reunir para la primera entrega de su soñado camioncito de tdos y media toneladas, de marca brasilera desconocida, pero con motor diésel y traseras duales.  Tendría que gastar un extra en su carrocería, pero valdría la pena el esfuerzo.  De todos modos, debería aprender a manejarlo y desarrollar el motor antes de empezar a trabajar con él. Mientras, seguiría con la carreta. De pronto, recordó que había prometido ir de carreta hasta Ca'acupé y ello le llevaría veinte días entre ida y vuelta,  suponiendo que las rutas no estuviesen clausuradas en tanto.  Pero la devoción de Abundio no podía permitirse una reculada ante las dificultades.   Por esos días, el hijo mayor de Abundio cumplió los diecisiete años y debió ir al cuartel donde aprendería a manejar haciendo de ordenanza de un coronel.   También aprendería forzado a leer y escribir, ya que en su infancia detestó ir a la escuela pese a los cintarazos maternos y a las prédicas de su permisivo y piadoso padre.  

Don Abundio, tras dejar todo en orden en su casa, partió con su cansina y traqueteante carreta un fin de noviembre hacia la villa cordillerana, como para estar el ocho de diciembre ante la Virgen.  No conocía el camino, pero iría preguntando a los lugareños por ahí.

Llevó abundante provisión de longanizas, mandioca y chipá para el viaje.   También yerba y equipo de mate y tereré para saciar la sed del camino y un rosario para abrevar su ansiedad devocional.  Apenas hubo partido el hombre y caído el sol a su lecho del horizonte, cuando el jovenzuelo Protasio Montes llegó con ansias mal contenidas y fiebre atrasada de post adolescente. Para no armar batifondo en el precario rancho con su criaturada semidormida, fueron a arrullarse cerca de la chacra, entre maíces y porotos, hasta el amanecer.  Cuando las criaturas se levantaban para ir a la escuela, Liduvina lucía ojeras como antifaz y se veía agotada —como los bueyes de don Abundio al regreso de un viaje—; pero feliz y suelta, como bailando en una pata.  Fingióse indispuesta para poder reposar y reponer el sueño atrasado, mientras que el Protasio se quedó dormido bajo un tarumá  al borde del camino y faltó a su trabajo en el mercado del pueblo.

Abundio a esas horas estaba a varias leguas de distancia, más allá de Ca’aguazú y mascullando avemarías y padrenuestros a su santa patrona.  No había dormido en casi toda la noche a causa de no querer detenerse y tuvo que soportar los barquinazos de la carreta, por esos oscuros caminos surcados de huellas profundas de camiones y alzaprimas.  Todos cargados de preciada madera que iba a parar a los aserraderos de la zona y linderos con el Brasil.

Sabía que tenía tiempo de sobra para llegar sobre las calendas santas, pero la prisa y la ansiedad carcomían su ser como termitas.   Repasó mentalmente las ofrendas que llevaba para su santa patrona: un anillito de oro fino, una pieza de la mejor seda celeste que le vendiera el turco Mustafá, dos docenas de velas perfumadas y un paquete de incienso bendecido por el párroco de Horqueta.

Pensó de pronto que tal vez se apresurase en cumplir su promesa sin esperar que el camioncito rindiera sus dividendos y beneficios, pero una promesa es una promesa.   Tal vez, más tarde pudiese hacer otra peregrinación al santuario nacional.   Esta vez, al volante de su carreta diesel y en menor tiempo.  Tantos pensamientos rumiaba don Abundio sobre sus devociones, que no cabían en su mente pensamientos pecaminosos y ni sospechaba el jolgorio que se estaba dando en esos momentos la Liduvina con su amiguito Protasio y, tal vez, padre de varios de sus hijos.

En efecto.  Aprovechando la peregrinación de su concubino, el cual le prometió legalizar y bendecir la unión tras su viaje a Ca'acupé, la post cuarentona y querendona Liduvina estaba resarciéndose a más no poder de tanta abstinencia anterior de años y su imaginación no tenía límites.

Hasta su joven devoto estaba agotándose de tanto reviente y trasnoche romántico.  Su patrón ya estaba a punto de echarlo del puestito del mercado de Horqueta y los hijos de Liduvina estaban desconfiando algo, acerca de las frecuentes indisposiciones y jaquecas diurnas de la mamá; muy seguidas éstas, últimamente, desde que la solía visitar el rubio ése, tan parecido con dos hermanas y un hermano menorcito.

El mayor, aún seguía en el cuartel y los otros, a la buena de Dios, entre la escuela, los cintarazos maternales y la canchita de fútbol o la victrola del bolichero de la compañía.   Las nenas casi no jugaban a las muñecas y comenzaban a suspirar con las radionovelas brasileras de cangaceiros, mocinhos y damitas.  

Las hormonas comenzaban a hervir en las mayorcitas y, gracias a Dios que hubiese pocos varones ehn edad de compromiso en las cercanías, que de no, la hubiesen pillado in fraganti con su romeo rubio.

Doña Liduvina por otra parte era muy piadosa e iba cada dos domingos a misa con sus hijos e hijas.  Tal vez para disimular sus preocupaciones y sus largas e insomnes noches de aquelarres de bacante dionisíaca.

 

Tras varios días de lenta travesía por caminos entre fangosos y polvorientos, don Abundio íbase aproximando a su sacro objetivo. Contaba con los dedos y las cuentas del rosario, los días y horas que faltaban para llegar a la villa cordillerana.  

En el último tramo entre San José de los Arroyos y Barrero Grande, venía costeando la ruta por la banquina derecha porque el asfalto todavía era un mito inalcanzable.

La “segunda reconstrucción” se veía venir pero faltaban concretar préstamos brasileros para asfaltar hasta un lugar llamado puerto Franco, hacia la frontera paranaense. Los rapai pagarían el puente para meternos de contrabando  cuanta porquería industrial saliese de los talleres fabriles de São Paulo. 

Juscelino Kubitschek alias Jotaká, tenía planes estratégicos de hegemonía a causa de la presión de los sem-terra y desplazadosdel nordeste y...tudo bem. Pero entonces, apenas existían tramos enripiados para transporte liviano en el Paraguay.

Pero saliendo de estas digresiones de lugar, diremos que Abundio Portijú se aproximaba ―despacio pero seguro a la Meca de sus anhelos, con jaculatorias, padrenuestros, avemarías y pésames en boca.

El júbilo lo embargaba nimbando su faz con un halo místico que sólo poseen los bienaventurados y los idiotas. Las posibilidades de ser bendecido con algunas oportunidades de buenos negocios lo tenía  en una suerte de beatitud conceptual.

La santísima Virgen lo aguardaba y quizá apreciaría y valoraría su entrega y su sacrificio. 

En su azarosa odisea sorteó dos balsas, tres chubascos y casi dos tumbos de su carreta.  Gracias a la Virgen estaba vivo, sano y listo para confesar y comulgar.  Lo que ignoraba el buenazo de don Abundio, era que mientras él hacia las penitencias y expiaciones, su compañera se encargaba de cargar la balanza en el otro extremo.  Y esta vez, las pesas eran justas y no estaban amañadas.  El expiaba y ella pecaba. 

Mientras Abundio contemplaba las Tres Marías en el oscuro pero brillante cenit, tras sobrepasar Barrero Grande, allá en Horqueta Liduvina Ñanduvái iba poniendo fuera de combate a su jovenzuelo que, por haber quedado cesante a causa de lo que suponemos, vivía en un ranchito en el monte cercano y lo mantenía la Liduvina, cada vez más querendona y cachonda, y cada vez más imprudente en disimular su tórrida pasión.

Don Abundio se aproximaba al costado del imponente cerro Cristo Rey, ya en plena Cordillera, sin perder el paso y con sus bueyes en carne viva, picana mediante.  ¡Ya estaba llegando a prosternarse ante el manto de la Virgen!  No sabría a quién darle el anillito de oro para su dama sacra; las velas, las repartiría en los alrededores de la iglesia y la seda celeste al señor párroco.  Si pudiese acercarse hasta la santa, le pondría el anillo en su dedo mismo.  Donde le calzase nomás ¿O se lo dejaría al párroco? ¡Vaya dilema el suyo!

Tras cruento combate amatorio, Liduvina acabó con las últimas energías de su Romeo, pero fue pillada por una de sus hijas que salió intempestivamente a vaciar la vejiga en el patio. Liduvina se hizo la desentendida y con un gesto le impuso silencio, enviándola de regreso a la cama. Luego, continuó desahogándose con el exhausto Protasio Montes, porque la niña lo confundió con uno de sus hermanos entre el mediosueño; tan parecidos eran. 

Tras esto, la Liduvina resolvió que era hora de tomar precauciones.  Le sugirió al Protasio que regresase con su madre y que "ya se encontrarían por ahí".

 

Abundio estaba extasiado ante la bella imagen, como insecto ante una lámpara o sapito ante una serpiente.  Sus velas estaban ardiendo alrededor de la pequeña iglesia y el anillito con la seda celeste, obraban en custodio del señor párroco.  Su misión estaba cumplida, pero por si acaso, entonó dos misereres más, ocho letanías dos credos y nueve avemarías, rosario en mano, antes de regresar a su valle.  Y no olvidó el mantra en latín que aprendiera de monaguillo para agradar a la Virgen.

—¿Dormiste anoche con Pilincho, mamá?  —pregunto con candor Purina la de diez años.

—¿Y a vos qué te importa? Vos no viste nada y estabas caminando en sueños— respondió  Liduvina haciéndose la yo-no-fui. Protasio llegó a lo de su madre todo demacrado y masacrado por borracheras románticas, pero no comentó nada.

 

Abundio regresaba a Horqueta.  Pocas leguas le faltaban, pero se hallaba medio tristón a pesar de haber cumplido su promesa; como si hubiese olvidado algo; con una sensación de haber robado caramelos de su hermano menor.  Recordó a sus hijos y su santa mujer que los crió o los malcrió aunque sin mala intención.  Repasó mentalmente los rostros de sus doce hijos y de pronto se sorprendió al recordar lo parecidos que eran tres de ellos con el Protasio, el puestero del mercado de Horqueta.

¿Tendría él, algún parentesco desconocido con el Protasio?  ¿O su mujer quizá?  —se preguntó para su coleto.

De pronto, se sintió solo como dedo índice apuntador o cocotero en el campo. Tanto tiempo matándose para tener más y dar de comer a los suyos, sin apenas verles más que cada quince días o cada mes. Tanto tiempo amando con indiferencia a su concubina, lo justo para hacerle engendrar un hijo más... y nada más.   Esta vez, no pensaba en la Virgen.   Pensaba en sí mismo y lo lejos que estaba de los suyos.  Y a medida que se acercaba a su valle, se sentía más lejos.  Su tristeza se acentuó paso a paso de sus cansinos animales y su traqueteante carreta. 

De pronto cayó en cuenta de que algunas dudas lo estaban acosando y poniendo en estado de sitio el ánimo.  

Su otrora inquebrantable fe, temblaba como trozo de azogue de termómetro quebrado y se resquebrajaba como la roja tierra herida por el sol.  ¿Sería castigado por eso?  ¿O perdería el miedo al castigo? ¿Qué es el pecado? ¿Es original?

En esto estaba cuando desvió hacia Concepción desde San Pedro. Poco faltaba para llegar a donde nunca había estado o si hubiese estado, nadie lo notó nunca: en su rancho.

Todavía debería trabajar duro en su carreta hasta aprender a manejar y haber desarrollado el camioncito, gastando gasoil sin provecho alguno.  Y encima debería pagar extra por la carrocería de su vehículo, que venía con el chasis desnudo.  Y poco podría esperar de sus hijos.  El mayor, en servicio militar.  Los otros, apenas sabiendo leer mal que mal, de pésimos alumnos que eran; y él, dominado por las ansias de endeudarse para tener más, y ganar más para tener más. ¿Para tener qué?   Porque, aparte de su fe, nada más que la carreta y bueyes tenía.  Sus hijos, eran más de su mujer que suyos; y su compañera, aún sin él saberlo, era más ajena que suya, aunque lo intuía poco a poco.   Especialmente porque desde hacía siete años, la Liduvina no le reprochaba nada ni le recordaba sus deberes de varón, restringidos a procrear y nada más.

Tornó a encomendarse a la Virgen, pero esta vez, le pareció sentirla tan lejana como ausente. Y tan ajena como su mujer.  Trató de pensar en otra cosa, pero vio nuevamente a sus doce hijos, tan diferentes entre sí aunque todos sin excepción ajenos a él, como mercadería hipotecada.

¿Aceptaría su concubina ser nuevamente amada con ese ardor pecaminoso que tanto lo atemorizara antes? ¿Se entregaría ella, ahora, para recibir cuanto él le negara durante más de una década y media? ¿Se conformaría con su carreta y su chacra y dejaría de deslomarse por un camión que ni siquiera sabría manejar?  ¿Estaría arrepentido de no haber pecado bien a tiempo, complaciendo a su sufrida y paciente compañera en lugar de llenarse la cabeza de oraciones a una imagen de madera, tela y cabellos prestados? 

No lo sabría con certeza, pero aún estaba a tiempo de volver a empezar.  Las frustraciones de no haber sido feliz cuando pudo serlo, lo asustaban pero no lo atemorizaban.  Nunca es tarde para reiniciar; ni para redescubrirse.  De pronto, Abundio Portijú cayó en la cuenta de que, gracias a su visita al santuario, pudo zafarse de una obsesión enfermiza y alienante. 

Dio mentalmente gracias a la Virgen, por última vez; por haberlo sacarlo de pronto de su marasmo y  hacerle recuperar la razón, apartándolo de su fanática estolidez de años. Algo es algo.

El buenazo de Abundio Portijú se persignó y santiguó por última vez en su vida.

A sus cincuenta y pico de años, comenzaría de una buena vez a vivir... por primera vez en su vida.  

Chester Swann
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