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Delirios circulares
Chester Swann

Hubo un tiempo —y de esto dan fe algunas crónicas apócrifas del cabalista Abraham Zacuto Ben Zohar de Sepharad— en que convivieron filósofos, alquimistas, magos de todos los colores incluido el gris, teólogos y heresíarcas, doctos charlatanes, guerreros de oficio, usureros, artesanos, mercaderes y hasta tahúres y ganapanes en perfecta armonía, si no felicidad plena. 

Si bien el califato de Córdoba estalló en pedazos en el siglo X, dividiéndose en taifas, la vida cultural siguió siendo armónica.  Aún con el predominio judío en Toledo, Almería, Hispalis (Sevilla), Zaragoza, Tarragona y muchas más de la península.

Al-Andalus era, en la antigua Hispania peninsular, un oasis post africano regado por generosos ríos de eterno y cristalino discurrir; donde moriscos devotos del Profeta, judíos adictos a la Torah y rudos cristianos visigodos, de metálicas vestiduras, brutales espadas y mollera zapallar, compartían un espacio común sin pisarse los callos ni anatematizando creencias ajenas.

Fueron tiempos en que, hablaban los sabios y callaban las armas, salvo en torneos festivos o una que otra incursión contra bandoleros montañeses, de los que nunca faltan para incordiar a las autoridades.  La palabra escrita era apreciada y guardada como tesoro; las escuelas de traducción, dirigidas por maestros hebreos, árabes, persas y latinos, eran centros de cultura y de erudición tanto teológica, filológica y administrativa, como filosófica y artística.  Pero descollaron igualmente en poesía, medicina, y retórica.  Fueron años deliciosos, en que pergaminos, códices y palimpsestos, eran acunados con el mismo amor que profesaban al Altísimo, pese a no coincidir algunos con las ortodoxias en curso.

Los islámicos entraron a la península en plan de invasores, esgrimiendo los templados alfanjes de Tarik e iluminados por la media luna de Barjamat, como mercenarios del conde don Julián, enemigo del rey don Rodrigo, en 711 de la era cristiana y 89 de la Hégira.  Pero también es justicia mencionar que introdujeron en la atroz Hispania visigótica, aliterada y guerrera, el amor a la filosofía, el álgebra, el ajedrez, la poesía, la música, una envidiable arquitectura armónica de interminables corredores azulejados, ajena a los feos y macizos castillos pétreos… y el hábito del baño cotidiano, también vedado a las costumbres locales.  

Hay que recordar que el primitivo cristianismo celtíbero, abominaba con fervor teológico de la higiene y los excesos en la utilización del agua, salvo para una que otra aspersión sacramental de rigor; o para apagar la sed, toda vez y cuando no hubiera vino, hidromiel o cerveza para tal menester.  Tal vez, basados en la conversión del agua en vino por el galileo.

Las discusiones teológicas que se daban en el resto de la Europa Cristiana, distaban mucho del mesurado diálogo que tendía puentes, invisibles pero sólidos, entre musulmanes, judíos y cristianos.  Incluso algunas opiniones, tenidas por herética y dignas de hoguera en la Europa negra inquisitorial, eran comentadas sin altisonancias y rebatidas sin pedantería en Al-Andalus, entre el 800 y hasta la extinción del reino de Granada en 1492. 

Por ejemplo, la de los monótonos o circulares, que sostenían que en todo hombre hay dos hombres y uno, repite hasta el hartazgo, siglo tras siglo, sus vidas y razonamientos, sus abominaciones y virtudes; en tanto que su duplicado está en el Cielo.  Quizá estos razonamientos fueron basados en los mitos de Sísifo o Prometeo, Hércules y sus doce trabajos, o vaya uno a saber en cuáles doctrinas provenientes del Hindostán, acerca de las reencarnaciones infinitas de la rueda del destino.

El símbolo de estos herejes, era la rota (rueda) y negaban la cruz, aún admitiéndose cristianos.  ¿Por qué —sostenían— un atroz instrumento de suplicio pueda ser admitido como emblema de salvación?  Pero los circulares aún ignoraban que su símbolo más preciado, también tornaríase otro instrumento de tormento administrativo, apenas un siglo después; muchos exégetas de tal doctrina lo comprobarían en carne propia, tras la destrucción del Temple, de Albi y Montségur.

En los jardines perfumados de rosas y naranjos de Córdoba, Toledo y Granada, era fama que tenían lugar largas disquisiciones en torno a lo divino y a lo demoníaco; a lo físico y metafísico, las cosmogonías aceptadas o no; acicateados por los diálogos de Platón, las sátiras de Luciano de Samósata, las poesías de Omar Al Khaiyam y el estoicismo del hispano romano Lucio Anneo Séneca.  Allí se discutían diversos temas relacionados con teologías, tan variadas y razonadas, como disparatadas y heréticas.

De tanto en tanto, algún prelado cristiano presente sacaba a relucir sus interpretaciones de la Summa Theologica, de la ilustre pluma de Agustín el de Hipona; a confrontarla eruditamente con Averroes y Maimónides, con Juan de Panonia y Aureliano de Aquilea; con Atanasio y Arrio de Alejandría; mas alejados de la gravedad inquisitorial de las Iglesia y más afín a los festivos delirios circulares de los histriones. 

También los escritos de Gerbert D’Aurillac, más tarde Papa con el nombre de Silvestre II, eran tema casi obligado de los ágapes en Córdoba, Hispalis, Granada y otros centros culturales de esos felices (aún) reinos, taifas y califatos.  Nada era aceptado sin previas discusiones, dentro de las más elementales normas de la cortesía caballeresca (también exaltada por los devotos del Profeta) y la nobleza intelectual.

De no ser por algunos iluminados al revés, que impulsaron a las guerras de intolerante reconquista cristiana, quizá Al-Andalus sería hogaño una suerte de centro multicultural en Europa, digno de la admiración de los más preclaros pensadores del orbe.  También ¿por qué no?  No habrían, hogaño, sangrientas e irreconciliables rivalidades entre las tres culturas monoteístas más grandes de la humanidad, ni la seguidilla poco feliz de violencia interracial.

Mas no siempre la historia discurre hacia el lado correcto, si de lateralidades se habla en esta breve narración. Fueron los triunfadores, bajo el estandarte de la lacerante y patética cruz, quienes sumieron a esa España, entonces armoniosa y próspera, en un oscurantismo suicida que la alejaría definitivamente del Renacimiento, exaltados por las fanáticas prédicas penitenciales de Domingo de Guzmán, Tomás de Torquemada e Isabel La Católica. 

Serían los portadores de los nuevos lábaros y pendones de Castilla, Calatrava y el Temple, quienes exportarían a las “salvajes” tierras descubiertas desde 1492, la tradicional intolerancia racista de los nuevos amos de Europa.  El exterminio de cátaros y albigenses fue, para el papado, un perverso experimento piloto de ingeniería social, aunque este concepto fuese aún ignorado por entonces, o disfrazado con la equívoca máscara de la piedad teologal.

Ahora, tocaba a moros y judíos ser absorbidos a la fuerza…por la Iglesia; o probar la abominable virulencia de espadas cristianas y hogueras seglares, alentadas desde Roma por el ¿santo? Oficio.

Pero, si durante los primeros siglos de ocupación musulmana, Al-Andalus no pudo equipararse con el Paraíso de Mahoma, o con el Terrenal del judeocristianismo, se le aproximó bastante, dentro de los límites de la época y el clima feraz de la península que invitaba a la molicie y la meditación. 

Tras estas primeras digresiones, se ilustrará al lector acerca de algunos célebres debates que tuvieron lugar en esos felices califatos y taifas, aún bajo las banderas de la media luna de Ramadán y las cimitarras de Abd-el-Ramán III. 

Abulgalid Muhámmhad Ibn-Amad Ibn-Muhámmhad Ibn-Rushd, luego Benraist, luego Avenryz, posteriormente Aben-Rassad, hasta Filius Rossadis (Más de un siglo después de tan largo patronímico, sería conocido, sintéticamente, como Averroes), exponía entonces, a través de sus exégetas y de su caligráfico al-qàlam (cálamo o pluma) el “Tahafaut-ul-Tahafaut” (destrucción de la destrucción), en el que discrepa con el ascético teólogo persa Ghazzalí, autor a su vez del “Tahafaut-ul-Falasifa” (destrucción de los filósofos), a la sombra de los perfumados frutales de las riberas del Guadalquivir.

Aún atareado en sus disquisiciones y sus discípulos, Averroes, hijo de los infinitos desiertos, agradecía a Dios la persistente constancia del fluir del agua, que acunaba sus jardines cordobeses, en donde palomas y otras aves embarullaban, deliciosamente, sus meditaciones.  Mientras disfrutaba del fresco aire mediterráneo, iba anotando, de derecha a izquierda, sus reflexiones sobre generosos pergaminos de nívea blancura. 

Su refutación versaba acerca de la doctrina del asceta persa, referente a una divinidad creadora pero desconocedora del individuo; abrumada eternamente por un conocimiento —vasto pero superficial— de las leyes universales, mas eternamente insensible al alma humana personal.  La divinidad de Ghazzalí sólo tenía conocimientos genéricos de la naturaleza, especie por especie, pero cada hombre le era ajeno o ignorado en pro de las multitudes y naciones.

Pero esta refutación, para Averroes era la menor preocupación, en contraste con la búsqueda afanosa y tenaz de la interpretación de Platón, de quien lo separaban catorce siglos y era considerado el non plus ultra de la filosofía (Cívitas Dei, La República y Los Diálogos). 

Incluso, hubiera deseado interpretar al ateniense con la misma autoridad con que un ulema interpreta el Al-Qurain.  De todos modos, no faltarían quienes fuesen inaccesibles al Conocimiento e insensibles a la Razón pura; no siempre la filosofía de los sabios coincide con las ortodoxias de la Fe.  Averroes lo sabía y actuaba en consecuencia.

Cierta vez, para desafiarlo a un duelo verbal y teologico, en una conversación informal acerca de las rosas del jardín del emir de Córdoba, el teólogo Abulkássim comentó que en los jardines del Hindostán, según recordaba haber leído de un viajero turco, existe una variedad de rosa perpetua, en cuyos encarnados pétalos se puede leer “No hay otro dios que Allah, y Muhámmhad es su profeta”.

Ibn Qutaiba, otro comensal presente, comentó al desgaire que, sin duda Averroes las conocería, quizá esperando alguna respuesta de éste.   Si dijera que sí en temeraria afirmación, podría ser tachado de impostor.  Si negara su existencia, acusado de impío o infiel.

Averroes, prudentemente, alegó que la sabiduría de Allah es infinita, pero ajena a plantas y animales que son producto de la naturaleza; pero que no hay nada sobre la tierra que no esté registrado en su Libro, citando una de las primeras Suras, lo que le valió unos murmullos de aprobación de los presentes.

Cuando el docto Abulkássim iba a replicar su insatisfacción por la ambivalente o aparentemente dubitativa respuesta, Ibn Qutaiba alegó que lo de las rosas era posible; si éstas eran mensajeras de su creador, tenían que ser reales y perceptibles.

—Menos me cuesta admitir un error en las palabras del sabio Ibn Qutaiba, o en la laboriosa labor de los copistas, que admitir rosas que den profesión de fe.  —replicó Averroes, sin un átomo de duda—. Los frutos, las flores y los pájaros, pertenecen al mundo de lo natural.  En cambio, la escritura es un arte, que, sin duda no han de profesar las rosas; aunque el Libro haya existido desde el principio de los tiempos y antes que lo creado,  puedo admitir que Allah hable acerca de las cosas de este mundo, pero lo opuesto me es ajeno a la razón y a la fe.

Con estas palabras, Averroes dio por concluida su exposición.  Luego tornó nuevamente a su hogar para continuar la composición de su refutación a Ghazzalí.  Ya se tomaría su tiempo para emprender la ardua tarea de interpretar a Platón.

También Moises de León por su lado buscaba, a través de los matemáticos senderos de La Cábala, el origen y destino final del Hombre, discurriendo por los diez caminos de luz, a través de los tiempos.  La Cábala surgiría, como el Sufismo, a la búsqueda de lo trascendente, desdeñando ciertas ortodoxias exotéricas que reducen al hombre a la condena o a la bienaventuranza, un dualismo ajeno a la inteligencia y al libre albredrío, aunque más afín a las doctrinas de Tzarathustra y el Zend Avesta. 

—Si has fracasado en tus primeras experiencias, como un Adán Kadmón —decía Moisés de León—, deberás probar otros caminos, hasta llegar a la Corona (Kéther), donde serás un bienaventurado en ascensión. 

Quizá la heterodoxia cabalística surgiera como una suerte de esoterismo judío, emparentado gnósticamente con la rosacruz o el sufismo musulmán, (fundado por el profeta persa Al Mansur, también crucificado y luego decapitado por los ulemas, a causa de proclamar la unión personal con Dios, sin intermediaciones de ulemas o imanes), basados más en el Conocimiento que en la fe exotérica de la Culpa. 

Ochos siglos fueron atareados por grandes maestros, para civilizar a los brutales celtíberos, godos y éuskaros, de la mano del Islam y de la Torah y las distintas filosofías traídas por Avicena, Averroes y tantos otros, que mi nebulosa memoria olvida, aunque no los ignore.  Ocho siglos de literatura y fusión de lenguas entre Oriente y Occidente han transcurrido, para gloria futura de una España incipiente; que todavía no acaba de redescubrirse y arrancarse el trágico velo, impuesto por el oscurantismo escolástico, que ni siquiera el inmortal Manco de Lepanto lograría rasgar con su afilada pluma. 

De todos modos, en todo Al-Andalus hubo clarificadoras teas flameantes y veneros de luz, para quienes tenían oídos para escuchar y ojos para ver… más allá de sus narices.

Tal vez los únicos inasequibles al Conocimiento y a las artes, serían quienes trajeran la cruz, la espada y la Culpa asolando las tierras del nuevo mundo, en un holocausto infame, como no han visto los siglos pretéritos ni verán los venideros.

Chester Swann
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Luque, Paraguay — 2006

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