De rerum diabolicarum
Chester Swann

Pertinacio Menéndez, aún siendo un granjero minifundiario del interior del país, se consideraba instruido muy por encima de las supersticiones y costumbres —algo relajadas y decadentes—, de sus coterráneos, por lo que lanzó una mirada de desprecio —aunque de soslayo y con disimulo, para no incordiar a su anfitrión—, ante el vano intento de éste por convencerlo de la existencia de entidades maléficas, sentando sus reales en la comarca de Paso Mburiká, del Departamento de Paraguarí. 

—¡No me venga con paparruchadas seudomágicas pues, amigo, que soy de un material resistente a la corrosiva ignorancia secular, imperante en la coterraneidad nacional!  Si usted cree en demonios, fantasmas, ángeles caídos, bultos que se menean y almas en pena sin gloria, es, sin duda, porque cree en sus contrapartes divinas y celestiales.  Las creencias en hechos no demostrables por medios científicos o por la percepción sensorial ordinaria, no han sido más que lastre al progreso y freno a la evolución.  Si dios no figura en mi diccionario iluminista, el otro tampoco. ¡Vade retro, ambos!  Que no hay lugar en mis grisáceas células neurománticas para tales creencias.

—¡Le aseguro, vecino, que esa cosa es real! —casi juró Malicio Peralta, su muy católico cuando no supersticioso vecino de finca—.  ¡Le juro, por estos ojos, que me mostraron al Malo en persona, tal como lo estoy viendo a usted ahorita mismo!  ¡No se imagina, ni en pesadillas, lo feo y negro que es... y lo malo que debe ser!  Que, de seguro, fealdad y perversión son casi palabras gemelas.  ¿No lo cree así?

—Mire, vecino —exclamó fastidiado, Pertinacio Menéndez, el escéptico recalcitrante—.  A veces los prejuicios ciegan las entendederas con falsas preposiciones y sofismas apriorísticos.  Conozco mucha gente, bondadosa y gentil hasta la exasperación, poco agraciada en contrapartida. También sé de hermosas mujeres y apuestos mancebos, capaces de dar lecciones de maldad al mismísimo marqués de Sade, aunque la fama de éste es algo inmerecida de acuerdo a mis lecturas.  ¿Cómo puedo estar seguro de que no se pasó de copas, vasos, jarros, cuencos u otros cóncavos receptáculos de jacarandoso contenido?  El delirium tremens nos hace ver cuanto llevamos en la mente, como sombrío equipaje clandestino del subconsciente.  Y usted, no es de los más morigerados, ni devoto de la templanza, que yo sepa.  Hasta podría haber sido un buen poeta, si me permite la digresión, que combustible para la inspiración no le haría falta, y hasta tendría su propio Parnaso particular.  Confiese que se pasó de rayas ese día.

—¡Le juro a usted, por la salud de mi finada madre que en gracia sea, que ese día no probé nada de eso, aunque la sed me daba cosquillas en el colodrilo!  Apenas agua del arroyo, que tampoco tenía para otra cosa.  Mis faltriqueras, entonces, no hacían tintineo alguno, tan desprovistas de metálico andaban que parecían vejigas desinfladas.  Justamente, venía de intentar cobrar, infructuosamente, por unas cabezas de ganado de lo de mi compadre Belisario Troncoso, el proveedor de las carnicerías de la zona.

—Usted, vecino, es capaz de beber de fiado, caso de iliquidez de bolsa.  Y, si de seguro no tomó ese día, lo habrá asaltado a usted el síndrome de abstinencia, que también alucina con retardo burocrático a los cofrades de Baco.  Es mejor que no me insista, que soy más incrédulo que el mítico santo Tomás; no el de Aquino, sino el otro, el hurgador de cicatrices.  Non vedere, non acreditare, como decía mi tatarabuelo cocoliche. 

—No se burle, don Pertinacio, que el dueño de mis huesos se lo asegura bajo fe de juramento.  He visto al malo en persona, y, para colmo, me sonrió con esa picardía que sólo ostentan los malandrines místicos de vocación retorcida, como ramas de palo borracho o espinillo chaqueño, antes de lanzar ese grito que me dejó la sangre como esta espumosa cerveza, que usted está paladeando ahora.

—¿Quiere usted decir que, si hubiera sido bueno el aparecido, no le iba a sonreír y, en cambio, mostraría una cara de dolor de muelas o gol en contra? —replicó Pertinacio Menéndez con sorna.  A lo mejor no era tan malo después de todo.  ¿Le dijo algo, o sólo mostró la caripela muda?

—No.  Apenas hizo esa mueca, mala imitación de sonrisa ladeada y ladina de largos colmillos, lanzó un alarido escalofriante, que me puso a punto de diarrea… y se borró en el aire.  Fue en el cruce, como a quinientos metros de mi chacra, hacia el sur, aproximadamente a las nueve de la noche, cuando venía de la capuera con mi montado.  Le juro, vecino, que yo estaba más fresco que cubito de hielo y sin haber bebido más que agua de arroyo con tereré.   De pronto, como a diez metros del cruce, lo vi sentado sobre un tronco volteado por la última tormenta del verano pasado.  Era más feo y peludo que el mentado “Pombero” y más flaco que esperanza de pobre, pero me dio un no-sé-qué, cuando miré esos ojos que parecían brasas de churrasquero y esas manos de sepulturero de conciencias.  Ahicito nomás caí en seco, como fulminado de rayo... y la cosa se desvaneció.

Pertinacio Menéndez no paraba de sonreír con escepticismo ante el ingenuo relato del vecino, Malicio Peralta.  ¿Flaco, peludo y feo? ¡Vaya! Que gente así las hay a montón; más todavía en las campiñas paraguayas.  Desistiría de esa insulsa charla, de no mediar las heladas (y sabrosas) cervezas, generosamente escanciadas por su interlocutor. De no llevar encima tanta sed y calor, se largaría por donde vino.  Y por la cerveza, aguantaría el parloteo de su crédulo vecino ¡qué diablos! Y si de diablos se trata, no valdría la pena renunciar al rubio néctar  —al menos si, como ahora, el calor apretaba como torniquete de garrote vil—, para esquivarle el bulto al supuesto maloso aparecido en el fatídico cruce de picadas.

Hizo de tripas corazón y se dispuso a seguir aguantando la plática, acerca de la presencia del ángel caído en su valle.  Suponiendo que el tal Belcebú, o quien fuese, existiera ¿Vendría, acaso, a hacer competencia a los protervos políticos del país?  Porque lo que se dice malos, con mayúsculas unciales, éstos superarían sin duda a todos los engendros del bajo astral y a las legiones infernales de la iconografía medieval del “Martillo de las Brujas” y panfletos calvinistas del siglo XVII.

—Como le decía, amigo Pertinacio —prosiguió Peralta, como ignorando sus cavilaciones—, apenas di con mis huesos en tierra, cuando la figurota maléfica se diluyó, quedando apenas el tronco caído allí, como burlándose de mi julepe y temblores de azogado.  Y mire que éstos me duraron como tres días seguidos.

—Conozco el sitio —replicó Pertinacio Menéndez—,  y recuerdo ese tronco del que me habla.  Sé que desde hace meses había allí un árbol caído.  ¿No será el fantasma del árbol, lo que se le apareció en el tal cruce?

—Ahora que me lo dice, es cierto.  ¿Habré visto dos visiones en lugar de una? —dijo dubitativo Malicio Peralta, rascándose la coronilla para reforzar sus ideas—.  Sí.  Recordaba ese tronco, hace tiempo que está allí, que de seguro  harían leña de él, que para tablas era muy delgado.  Pero le vuelvo a re jurar que lo vi, sentado encima.

—Entonces, don Malicio, ha de admitir que tal vez usted, o estaba apintonado, o sufrió las consecuencias de alguna tranca anterior. 

—No, le juro que no.  Mire que, para agarrarme un trancazo semejante, harían falta dos bodegas de buen vinillo estacionado, como para cogorzas de postín, o un par de toneles de la rubia espumante, preferentemente de estirpe germánica.  Que cultura alcohólica no me ha menester por el momento. 

—En eso coincido con usted, vecino.  Pero sigo dudando de sus visiones apocalípticas.   Desde que leo a Nietzsche, Bakunín y Barrett, lo metafísico no tienta a mis neuronas como para comprar a plazos un boleto al Paraíso.  Recuerde que tanto dios como el diablo son creaciones de la mitología mesopotámica, a su vez asimiladas de la India y quién sabe de dónde más.  Y ningún teólogo ha podido demostrar fehacientemente la existencia de tales entidades ajenas a lo material.  Además, no consigo imaginar a qué vendría un supuesto demonio a Paso Mburiká, ya que, tentaciones sobran por aquí.  Tampoco los abigeos, ni las autoridades, precisan de ayuda extra de diablejo alguno para sus tropelías.  Se bastan solos, que no le quepan dudas en la pensadera.

A todo esto, la noche habíase aposentado en el lugar, mientras las botellas iban desfilando —aunque rígidas y enhiestas, cual plúmbeo regimiento de infantes en parada patriótica—, sobre la bien provista mesa de don Malicio Peralta, a quien no parecían afectarle las libaciones, tan acostumbrado estaba. 

En cuanto a Pertinacio Menéndez, sí le estaban haciendo efecto los ascendentes efluvios de la cebada malteada.   Si se retrasaba una hora más en compañía de las botellas (que, como los ángeles no tienen espalda), no sabría cómo recorrer los quinientos y pico de metros hasta su casa y sobre sus pies, que ya comenzaban a temblequear, aunque no de miedo. 

Resolvió cortar por lo fino a fin de tener un pretexto sólido para levantar el campamento, ya que estaba de a pie y sin caballo ni vehículo alguno.  Por otra parte, tampoco podría montarlo de haberlo tenido allí, tan mamado estaba que, de sólo pensar en ascender a un estribo lo aterraba de inusual vértigo.  

—¿Podría llevarme al cruce esta noche, don Malicio? —preguntó el dubitativo y escéptico Pertinacio Menéndez—.  En una de ésas, se me aparece a mí también el tal demonio.  Hoy tenemos luna llena y... el calor está mermando un poco, como para tentar un paseo nocturno.

—No veo inconveniente alguno, don Pertinacio.  Pero le advierto que le puede hacer daño al corazón si no está debidamente preparado.

—No creo en nada de eso.  Por tanto no temo ningún infarto por causas metafísicas, aunque venga la legión de sata-necios en cuerpo presente; que no me corren así nomás con la vaina ni con el azufre de la cochambre. 

Por lo visto, el coraje alcohólico de don Pertinacio se estaba inflando por  demás y no admitiría réplica en contrario.  Su interlocutor tampoco estaba escaso de decibeles y faroles, por lo que aceptó tácitamente conducirlo al macabro sitio del presunto encuentro anterior, aunque no pudo disimular algunos temblores nerviosos previendo otro encuentro como el que tuvo a bien detallar.

Ambos —pese a las súplicas disuasivas de sus respectivas esposas, quienes se hallaban en la sala de la amplia casona campestre de don Malicio Peralta, hablando de temas más prosaicos y femeniles, como trapos y recetas culinarias—, dieron en dirigirse al sitio en medio de la oscuridad, aunque la luna estaba en ascendente casi cenital.   Los dos portaban sendas linternas de cinco elementos, más que nada para esquivar pozuelos y otros obstáculos que nunca faltan en los térreos senderos rurales.

Tampoco rehusaron la fría pero tranquilizadora compañía de revólveres del 38, que ostentaban ambos como parte de su orgullo patrimonial.  De todos modos —pensó don Malicio Peralta—, de toparse con el malo, poca o ninguna utilidad tendrían, los trozos de metal que portaban en cintura.   Ninguno de ellos poseía balas bendecidas en su escaso arsenal de campo, pues, pensaban que no les harían falta sacramentarlas para enfrentar a cuatreros que inficionaban la región de tanto en tanto, con el beneplácito de jueces, militares terratenientes y comisarios policiales. 

De cualquier manera, sólo don Malicio Peralta temblaba ante la no escasa posibilidad de reencontrarse con “la cosa”, pues su vecino, como se dijera, temía más a los vivos que a los difuntos; más a los políticos de la zona que a presuntos diablos u otros mostrencos legendarios de inquisitorial prosapia brujeril.

A los trancos y a los tumbos, ambos chacareros íbanse apropincuando al lugar señalado, que ya los vapores espirituosos ascendíanles a las azoteas.  También la temeridad venía por sus fueros, a fin de animarlos a proseguir, que en algún momento don Malicio Peralta pensó en rajes y reculadas; diz que en plan estratégico, o aguardando mejor ocasión.  

Ninguno de los dos cayó en la cuenta de que la sola mención del diablo era una tentación en cierne; que el malo no atraía precisamente con cantos de sirena, aunque existen opiniones en contrario en ciertos círculos de teólogos del mono teísmo.

No tardaron en perforar la oscuridad con los punzantes rayos de sus linternas, hallando el lugar totalmente desierto.  Nada por aquí, nada por allá.  Sólo el mentado tronco hizo acto de presencia, aunque bastante más raleado por los pródigos hachazos de los leñadores lugareños.  Por entonces la decepción tomó por asalto la faz de don Malicio Peralta, quien esperaba sin duda algo espectacular que corroborase su relato. 

En cuanto a Pertinacio, estaba satisfecho de no tener que abjurar de su escepticismo casi blasfemo.  Su orgullo por poco no ascendió al pedestal del pecado mortal, por momentos, al confirmar sus sospechas.

Ambas linternas grabaron luminosos arabescos en las densas tinieblas, como buscando una imagen imposible.  Pareciera que el tal Lucifer o quien fuese jugara con ellos a las escondidas; o quizá esperaría la medianoche para hacer acto de presencia  (recién eran las once y veinte, aproximadamente).  Permanecieron un buen rato en el lugar, mientras don Pertinacio miraba insistentemente su reloj de pulsera, como si tratara de acelerar sus manecillas y atraer a la medianoche.  Mas la luna seguía impertérrita y luciente sobre sus cabezas, como burlándose de sus frustraciones.

Desalentados ambos —el uno por no confirmarse su relato y el otro por la inutilidad del paseo—, resolvieron retornar.  Apagaron sus respectivas linternas con ayuda de la luna llena que, desde el cenit, guiaría en más sus trémulos pasos.

Un crujir de ramas secas los hizo volverse, justo cuando estaban buscando el sendero del regreso.  Los veloces rayos de las linternas se dirigieron súbitos hacia el sitio donde se oyera el crujido, como de ramitas quebradas por algo pesado.   Lo que vieron no llegó a helarles la sangre, que bien refrigerada la tenían a causa de lo bebido antes, pero sí los dejó tiesos en el lugar.  Una figurota peluda y oscura, de ojos llameantes, les lanzó un aullido escalofriante al ser impactado por un rayo de luz de sus linternas, y dando un salto acrobático, se perdió entre los árboles del entorno.

Tardaron ambos vecinos un buen rato en reponerse de la impresión y en hilar ideas acerca de lo visto y oído. 

Otros enormes monos Karajá que merodeaban por allí, se unieron al coro de gruñidos y aullidos, esta vez como burlándose de los dos beodos frustrados que ni siquiera tuvieron tiempo de probar su puntería, antes de regresar a sus casas con el simbólico rabo bien guardado entre las de andar.  ¿Y el diablo?  Bien, gracias.

Chester Swann
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Luque, Paraguay — 2006

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