De cómo hacer un relato, 
sin morir en el intento
Chester Swann

No me miren con esos ojímetros expectantes, abiertos como huevos fritos al plato, esperando otro relato cadencioso, chamullante, parlotero, costumbrista y superlativo cual discurso de graduación; que la saliva se me atosiga en el colodrilo y no me vienen las ideas en fila como tren para turistas bobos.  Nunca hay que confiar en demasía por las casquivanas memorias lacerantes; que también los cicatrizantes olvidos nos llenan, las oquedades cavernosas de la sabiola del Paraninfo de los Enajenados y, a veces, las palabras se nos atragantan en el garguero, como dudando entre salir o entre sacar y se nos traspapelan en el secretaire  como colacionados acreedores, motivando engañifas y revoltijo de datos al socaire.  Y, que conste mi previa declinación y renuncia a todos los boatos de la retórica herética, común a todo maestro de ceremonias en plumaje de gallipavos poco realistas.

Fíjense que no siempre las ideas pueden ser hiladas, surfiladas, remendadas, zurcidas o entretejidas como peluquín —que también encubre la cabeza como prótesis poco inteligente—, sino que requieren un cierto tiempo de maduración como el buen vino; aunque sin dejar que se pudran de tanto madurar o claudiquen de tanto esperar.  Es decir, ni tan tan, ni muy muy como podrán barruntar en el caletre, si la lucidez no se les ha apagado aún en las molleras por falta de pago a la proveeduría de kilovatios. 

Un léxico menesteroso y cojitranco —de andar en muletillas indecisas— puede ornamentar, apenas, un papiro de cuarta o un tomo de papel pulpa de segunda en tamaño bolsillo, que, si no me recuerdan a la Corín Tellado y sus mamotréticos novelones romanticoides, me vuelo el melón grisáceo con un treinta y ocho marca a la derecha.  O tal vez, a esos bolsilibros Bruguerianos de Marcial Lafuente Estefanía, donde siempre los malos eran bandidos y los buenos eran de ley.  No como ahora, que uno no sabe de qué lado está cada quien y las pistolas se sienten a gusto con cualquiera que las sepa manejar con cariño, como las mujeres y las mascotas.

Miren que, en literatura no existen misterios develados, ni avalados por una sintaxis cuadrúpeda, solecismos anacrónicos o metáforas mutiladas por las oxidadas tijeras de la limitación lingüística.  El modo de pergeñar un relato, leído, escrito, cantado, oral o telepático, ha tenido consuetudinarias variantes a través de los tiempos, como habrán visto; desde los delirios míticos y atrozmente discursivos de Homero, pasando por las kilométricas teogonías milagreras del Pentateuco y los que le siguieron, hasta los tiempos actuales pluscuamposmodernistas de la ciencia-fricción post-futurista. 

Y no me pregunten acerca de ello, pues que ya se los saben de pe a pa, por haber participado antes de esos talleres para señoras gordas, sabihondas vacas profanas y adictos irrecuperables a las letras de entrecasa; que, es de heterodoxos quijotes alucinados, el asaltar a gigantes arremolinados, en las mismas barbas del Diccionario de La lengua, y con galanura desprovista de claudicaciones contrahechas o contradichas.  Además, barrunto que algo habrán leído, aunque sea de ojito y gratirola por ahí, que no me cabe en la encefálica cacuminosa sospecha alguna en contrario.  Si no, no estarían aquí, rodeándome en corro de curiosos ávidos de emociones, inconfesas como calentura de novicias menarcas.  

Como les decía, un relato no solamente requiere introducción, desarrollo y desenlace; que también los enlaces cuentan y suman, así como las extroducciones que, por lo general, no figuran en los considerandos y desiderandos de esos talleres tan postineros, paquirris y nobiliarios a los que ustedes acuden, de tanto en tanto, como mariposas fototrópicas y suicidas en busca de traidoras lucernas de candiles incinerantes.  Si lo miramos mejor, a veces ni siquiera se requiere de esas entradas del tipo: “había una vez…”, o, “En los tiempos de…”, cual nos los suelen empaquetar en algunos libracos para infantes, como si los escritores de esos engendros tuvieran el síndrome de Herodes en sus de-mentes. 

No. Un relato —de la longitud que fuere—, es cosa seria como funebrero de tercera clase; que hay que cuidar de no meter la pata en berenjenales ajenos, ni hacer alarde de erudición artificiosa como corbata de chimpancé, cuando el caso requiera de palabras sencillas, como desayuno de pobre o cartilla de alfabetización para adúlteros.  

Que no les desfallezca el desafío de ningún Ateneo de contertulios dipsómanos; por profuso e impenetrable que les parezca el bosque de epifonemas trepidantes y apestillas —perdón, apostillas quise decir— culturosas de periféricos parnasos sub decadentes. 

Sí.  Sé que ustedes están impacientes por oír un relato que les ponga en pie los pelos del alma; que les sacuda las fibras cardíacas hasta reventar en un orgasmo emocional; que les haga gallinear la piel hasta sudar frío; pero no quiero soltar prenda, sin estar ustedes debidamente preparados para asimilar las nuevas técnicas psicofuturistas, que este servidor está desarrollando y desenrollando, in abstractum, para el secreto goce de los Silenciosos Sensibles encerrados en alguna ebúrnea Torre de Marfil. 

No cabe desanimarse por el tórrido desierto, donde el único número es infinito; donde el único sendero es el horizonte abierto; sin trepidar ante alambradas restrictivas, ortigas urticantes, zopencos poli necios, o, podencos y gozques, con más ladridos que colmillos, que tampoco faltan en el discurrir de los caminantes.

Desde el habla lunfardosa y trepidante de los rioplatenses y sudacas de a caballo, hasta las pulidas expresiones filológicas de los sedentarios clásicos del idioma, han de brillar por sus fueros en cualquier palestra vindicadora.  Fíjense que el tres veces grande Jorge Luis Borges (solicito un minuto de silencio para tan trascendental y gallarda pluma, hoy omniausente), no pudo haber relatado esas epopeyas cuchilleras, con sabor a callejuelas arrabaleras y compadritos de tacón y facón, sin las afanosas manos y la jocunda verba trabucada de Adolfo Bioy Casares; quien llevara a niveles casi culteranos el habla salvaje de los mataderos orilleros del sur, tal como John Dos Passos exaltara al áspero cow-boy y al bandolero fugitivo de “Pasó por aquí”.

También García Márquez llevó a la literatura universal (siguiendo los pasos de Elliott, Joyce, Faulkner y otros), el lenguaje coloquial de la Colombia profunda, vallenata y visceral.  Lástima es, sin duda, que nuestro experimentado extinto y eximio, don Augusto Roa, haya intentado pulir —cual locuaz orfebre, munido de maravilloso cincel lexicográfico—, el habla interiorana del Paraguay sin conseguirlo, o lográndolo a medias; Quizá haya sido enredado en la patriada por su bibliofagia hispánica, macerada en queso roquefort à la touloussienne.  Letras lederes, Sancho, que los molinos patean y el crepuscular guaraní se pierde por falta de uso inteligente.  Por algo será que los perros ladran a la luna; quizá porque nunca la podrán morder y que las ganas les hagan provecho.

En cuanto a don Mario Vargas Llosa, otro que le ladra a la luna: pasó, de trosko arrepentido a idiota útil del primer-mundismo aunque, por fortuna, sigue escribiendo bien toda vez que le paguen ídem, que no desdeña dólares o euros para no perder ese hábito, que no hace monjes ni votos de pobreza resentida, que no consentida, pero sí escribas a la orden.  

Mas el que les habla desde el hangar de mis dientes, no es más que un contador de cuentos que, menester inconmensurable tiene de orejas oidoras y corro de estupefactos en torno.  No hay excesivo lugar, en la literatura contemporánea, para concesiones graciosas al gayo gusto populachero y zafio, ni para hacer fintas de florete esgrimista al florilegio despalabrado del despelote verbal deslustrado.   A veces, menguado y anémico favor nos hace Salamanca, frente al parloteo costumbrista, altisonante y viril que impone, consuetudinariamente, sus fueros comunicativos en la hispano-parlanchina región austral que pisotean nuestros extremismos inferiores.

Pero, volviendo al tema del relato, sabrán que la gestualidad y la oralidad guturalizada han dominado, por milenios, la comunicación humana anterior a hieroglifos y letra escrita.  Luego, pasarían a convertirse las palabras en grafemas visuales, papiros, vitelas, estelas, pergaminos o simples papeles, amarillentos de tanto aburrirse en librescos laberintos de crípticas bibliotecas, pletóricas de necia erudición florentina, tamizada por latinajos resucitados, o galicismos anacolutos, noblesse oblige; cuando no de citas germánicas con sabor a hierro gótico oxidado, que nunca las hubiera exhumado el propio Goethe, si me permiten acotar.  

En los tiempos en que la garganta de los homínidos no albergaba sonidos coherentes, les digo, hablaban con gestos, danzas, saltos y gruñidos… y eran comprendidos por sus congéneres y, hasta por algunos animales domesticados. 

Recién cuando el desaliñado pitecanthropus erectus dominó su aún áspera laringe, a fuerza de blasfemias guturales tal vez, pudo articular sonidos más o menos inteligibles, dejando de lado los saltitos y las danzas, más por comodidad, quisiera creer.  Aunque continuó, hasta hoy, con los gestos ampulosos de sus simiescos brazos y sacudidas afirmativas de piloso cacumen ideicida sobre hombros indecisos, y, una que otra reverencia untuosa al más fuerte de la tribu.  Observen nomás a los políticos discurseros, especialmente cuando mienten con enjundioso descaro.  ¡Esos sí que saben hacer cuentos! ¡Sólo que, para idiotas e infradotados en serie, expelidos de educastradoras instituciones con diligencia digna de mejores causas!

Pero prosigamos dándoles lata acerca de relatos.  Una frase acá, coreada discretamente por la puntuación de rigor; otra más allá, con el correspondiente condimento saborizador del estilo y, así, poco a poco, uno va hilando la trama de un cuento, como pueden ver.  Y no me miren con cara de yo no fui, que soy más explícito que señal de autopista europea. 

Los protagonistas de un relato, ficticio o no, deben tener apariencia humana y, sobre todo, ser buenos actores vivenciales de una escena —invisible pero tangible—, de la cotidianeidad dicharachera y jacarandosa… o de la mufa depresiva en camiseta, que tampoco hay que desdeñarla.  ¡Voto al Bello Cuervo! 

Ésos, que relataron fábulas acerca de seres casi sobrenaturales o animales parlanchines no emparentados con el loro, no merecen la devoción de mi plumífera alcurnia transgresora; pues son los precursores de la política, de sus provi-demenciales engendros caudillescos y espadones acartonados de epopeyas mitológicas.  Prefiero relatos acerca de gente común, como yo, como ustedes, como hijos de vecino, antes que de dioses o ángeles de teología-ficción. 

¡Pues, miren que ese mono sapiens con revólver ha derramado saliva y tinta, para inventarse dioses y superhombres de utilería a lo largo de varios milenios de mitopopeyas escritas!  Y todo ¿para qué? 

Para huir de la certeza inexorable de los obituarios y la nadería —a que está condenado todo ser viviente—, se fabrica paraísos ultra sepulcrales literarios, como vano consuelo pre mortem.. Consuelo de tontos, diría; que la inmortalidad es un mito aglutinador de idiotas místicos o desesperados confesos, obnubilados de Opus Ætillicum. Amén.

Pero veo que ustedes están impacientes por oír algo que tenga pies, tronco y cabeza; por fagocitarse un relato que les llegue a las fibras más profundas, aunque sea con batiscafo imaginario.  Mas como integrantes de este taller, poco formal y para nada finolis, deben asimilar ciertas reglas que, posteriormente, podrán romper a voluntad.  Que para eso están las reglas y reglamentos.  Para conocerlos, acatarlos y luego arrojarlos al olvidadero de la Real, esa que dice que limpia, fija y da esplendor a no sé qué.

Y no se me pongan en inquisidores bibliófagos ahora, que luego van a rogarme una tregua licenciosa, o una insípida sopa de letras, para merendar ideas fictas y frases hechas de gallegáceos orígenes refranescos. 

En cuanto a la hereje palabrota, catártica y cerril, exige un párrafo aparte de mi aporte clarificador. 

Muchos clásicos contemporáneos las usan y abusan; mas soy del parecer que se debe administrarlas con delicada mesura, para que no pierdan su bilioso y bullicioso encanto secreto.  También para que su peyoratividad triunfalista no se diluya por exceso de uso, como veneno homeopático, hasta perder su agresiva vis semántica y oligofrénica.  ¡Y dejen de bostezar, carajo! Que me estoy desgañitando la golilla por ilustrarles acerca de lo relativo de los relatos, mientras ustedes, ¡siguen nadando ostentosamente en el aguamanil de la trivialidad, tratando de hacer olas extemporáneas!

Habrán observado, si son linces avizorantes y pespicaces, que, a veces, la demografía estilística de mi broncíneo léxico se me ralea un tanto  —quizá por lo que llaman la fuga de cerebros— licuando mi capacidad expresiva y dejándome la testa algo calva de ideas por dentro.  Es inevitable, pues que no suelo ladronear al Pequeño Larousse, sino más bien succionar ávidamente las tetas de buena leche de la literatura cervantina y la del Siglo de Oro, copiosa y nutritiva si las hay.  Que tampoco soy tan bisoño ni lepantino manco en esa patriada de plumas, cálamos y teclas mecanográficas; pero, oralmente, aún suelo depender de la grisácea materia memorial, como dice un tango que no recuerdo. 

Y esta casquivana entidad, que camina exultante sobre mis hombros como un péndulo al revés, suele engolosinarse —involuntariamente, quisiera creer— con baratijas impresas, tipo Reader’s Digest; no siempre fidedignas y, más bien fide indignas; más que nada por su sospechosa parcialidad de brújula desmagnetizada con excesivo norte. 

No se si me cachan el chamullo, porque los veo nuevamente con cara de signo de interrogación a medio destilar.  Como les decía, un relato debe tener especias que le den sabor y aroma; como el humor, el suspenso, la incertidumbre, lo inesperado, lo caótico a veces, adobado con una pizca de relaciones humanas; sin caer en esa atroz cursilería, a la que los decadentes llaman “romanticismo”; los modernistas, “enroque sentimental”; los posmodernistas, “empatía” y, los pre futuristas, “erotismo feromonal”.  Todas esas figuras no siempre son coincidentes, ni reincidentes, aunque incidenten al relato. 

Es cierto que muchos cuentos empiezan por el desenlace y hacen cangrejadas a posteriori; es decir: reculan hacia el principio, como buscando un retorno al caliginoso útero de la imaginación; o quizá como una suerte de ruptura cronológica de lo lineal.  Mas todas las posturas y pasos retrogresivos son lícitos para tramar un argumentum. 

Muchas páginas se han escrito, pero sobre sus incidencias no hay nada escrito; sobre gustos, tampoco. Los más imaginativos, hacen relatos de ficción pura; los otros, se basan en lo histórico documental pre-digerido y prestidigitado. 

Los más, prefieren correr por los trillados senderos de lo banal y archiconocido, haciendo refritos de leyendas o “casos” de la tradición oral.  Es decir: mera recopilación folletinesca.  Así como Horacio Quiroga hiciera refritos de Kipling, aunque a la sudamericana. 

También la locura puede ser un buen tema de relatos metapsicológicos, como la tragedia “Der Jugend Werther” de Goethe, o los cuentos macabros de Poe y Hawthorne, por citar algunos.  Las transgresiones brujeriles, ya caen en la tercera opción, pues no pasan de meras recreaciones de los archivos de la non sancta inquisición y sus horrendos pre juicios de potro, bota y empolgueras.   No siempre he trepidado en denostar contra tantos y tontos escribas, abarrotados de truculencia gratuita, como menesterosos o desdeñosos de imaginación y humor; que es, a la literatura, lo que la sal al condumio y —debo creer asimismo, sin ambages— lo que el clítoris a la mujer.

Hay gente que apenas puede comprender guasas de grueso calibre o  chistes chabacanos… y demora en digerir chascarrillos más finos, de ésos de salón y tertulia trasnochada de cafetines.  Eso sí, las literaturas macabras y tanatofílicas le caen como un guante a cualquiera.  Si no me creen, vean la cantidad de relatos de terror y películas de dar pánico a los menos avisados.  ¡Y miren que esos engendros pseudo fantásticos venden como pan caliente!  Pero ¡guarda la tosca! Que eso es una forma de apología del terror y la violencia, digo yo. ¡Voto a Belcebush!

Pero no se me duerman, coños, que el púlpito dicharachero me va quedando chico para la aclaratoria acerca de cómo hacer un relato con todo y barahúnda bataholística.  Ahora, cada uno de ustedes tiene la posta para no pasar al congelador de ideas, y, para la próxima sesión me traen un relato breve de su cosecha, con tema libre y un máximo de diez carillas a espacio y medio.

¿Cómo me van a pedir una relación relativa de la confección de un relato, si de eso les estuve parloteando toda la tarde?  ¡Que les vaya benetton y que les garúe finocchio! ¡Y saluden de mi parte al Manco del Espanto!  

Chester Swann
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Luque, Paraguay — 2006

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