Con la bendición del Día
Chester Swann

               

CON  LA  BENDICION

DEL  DIABLO

Chester Swann
Obra registrada en el Registro Nacional de
Derechos de Autor del

MINISTERIO DE INDUSTRIA Y COMERCIO DE LA REPÚBLICA DEL PARAGUAY bajo el Folio Nº2.890, Foja104, Art. 34 del  Decreto Nº 5.159 del 13 de setiembre de 1999, a los efectos de lo que establece el Art. Nº 153 de la Ley Nº 1.328/98 de Derechos de Autor y Conexos.

INTROITVM

En este relato, el autor propone ajetrear —aunque sin fatigar en demasía al amable lector— estas páginas irreverentes para incursionar en la fantasía majestuosa y alucinante, de la epopeya de Homo Sapiens Sapiens a través de los tiempos, desde el génesis cósmico hasta los días de hoy—, de la mano de las míticas inteligencias creadoras (Elohim) —por boca y palabras del también mítico Arcángel Samaël, el rebelde—, desde que aquéllas iniciaran la dispersión del cosmos, en un hipotético big bang expansivo inicial (Samaël lo denomina “el Gran Orgasmo Cósmico”), y, posteriormente, su paulatina armonización bajo enigmáticas leyes físicas y matemáticas —y casi diríamos “mecánicas”— desde la mente de los creadores; es decir, de las fuerzas múltiples que posibilitaran tal ordenamiento de lo inicialmente caótico y aleatorio.  También os introduce —desde una pasantía breve en una hipotética y lejana prehistoria fosilizada—, hasta los períodos históricos escritos y los conflictos sempiternos, que darían origen a lo que hoy es la humanidad, tal como la conocemos; cuyo presunto amor a la vida (física, se entiende) y enunciación de valores “morales”, no condice con sus tendencias suicidas, ni con sus actos de crueldad para con los otro seres del planeta y para con sus propios congéneres menos favorecidos. Al iniciarse los períodos “racionales” de la humanidad, en la propia prehistoria pre neolítica, afloraron las creencias en las oscuras fuerzas sobrenaturales —que regían con su voluntad omnímoda, a una aparentemente caprichosa naturaleza y sus dones, ora pródigos, ora mezquinos—, dando origen a múltiples dioses, semidioses, ángeles y demonios —supuestamente antagónicos, que castigaban o premiaban a los seres por su sometimiento o su rechazo a tales fuerzas, en una eterna confrontación entre el “bien” y el “mal”— de acuerdo a las primitivas ópticas dualistas (y utilitaristas ¿por que no?) de los seres ¿humanos? evolucionados éstos, fatigosamente, desde los gusanos invertebrados hasta los mamíferos primates humanoides y deviniendo posteriormente a la bestia ilustrada de hogaño, denominada por Samaël: homo technológicus, una rama privilegiada y minoritaria de la ¿humanidad?, tan deshumanizada, como capaz de dominar al mundo.  Ante el batir de tambores de guerra de los primeros conflictos del siglo XXI, seguido del crepitar de bombardeos, tan preventivos como indiscriminados y cobardes, el autor se cuestiona muchos de los dogmas heredados de religiones y creencias “mágicas”. Por ello, nos propone una nueva manera de razonar y redefinir a la humanidad, dentro de lo sublime, lo ridículo y lo atroz de sus acciones y reacciones frente a lo inevitable, como la muerte y la caducidad de garantía de lo físico y carnal —a lo cual erróneamente llamamos “vida”—, que básicamente no es otra cosa que una breve pasantía de aprendizaje sobre un planeta cada vez más degradado y absurdo, pero no por ello menos vivo y sufriente, a causa de tan indeseables huéspedes portadores del germen de la destrucción.  Esta obra de antropología-ficción es, por otra parte, un merecido homenaje a nuestra madre Gaia (Gaia)  la fecunda; si bien el relator —es decir: el mítico Samaël— aparentemente no respeta cierta cronología lineal, al desplazarse en tiempo pretérito y presente, haciendo un paralelismo entre lo pasado y lo actual, en reiterados flash-backs.  La mordaz ironía del autor, al cuestionar el cúmulo de creencias humanas, se manifiesta en su vocación irredenta de “abogado del diablo” en tiempo libre. Mas era necesario, a su criterio, hacer oír otras campanas al respecto. Más aún, cuando en un país altamente tecnificado, se pretende prohibir en la enseñanza escolar, la teoría darwiniana de la evolución de las especies, retornando al Génesis como única fuente informativa, en una delirante y absurda mistificación de la ciencia real; despojándola del escepticismo investigador, a trueque de la fe estática y conservadora.   Pero la fálica serpiente de la Sabiduría, aún no ha muerto, ni la historia ha concluido, pese a Fukuyama.

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“Somos Alfa y Omega, principio y

fin de todas las cosas… “ 

a

La noche parece engullirme, en su interminable esófago de tinieblas famélicas de luz, mientras transito como un poseído hacia ninguna parte, por los caminos sinuosos de mis recuerdos. Nada delata mi inquietud, excepto la sublevación al interior de mis venas, que hace temblar a mi corazón con apocalípticos latidos desbocados que amotinan a la razón. Por fortuna los temores de otrora quedaron muy rezagados. en relación a mi avance —en tiempo y distancia— y no peligra mi estabilidad, tan duramente conquistada dentro del campo de batalla de mi mente.  Porque es allí, muy en mi interior, donde librara yo las más duras guerras contra el prejuicio, el maltrato, la humillación y el sarcasmo ajeno, desde que asumiera el tránsito al mundo físico, perecedero pero reciclable. Es cierto que la historia de mi existencia —de mis plurales existencias, en verdad os digo— no es para verterla en páginas rosas, amarillas o negras; sino para esbozarla en pétreas estelas indescifrables, o en frágiles papiros, desteñidos y desubicados en algún tiempo sin nombre; quizá para emborronarlas en algún gótico pergamino de ignotos orígenes mágicos, extraviados en los páramos de las supersticiones alquímicas.  Por todo ello voy a iniciar este relato, desde la óptica de un arcángel, rebelde a todas las tiranías divinas e incluso humanas. Desde la remota creación de nuestra esencia inmortal —al principio de los Tiempos—, hasta la reciente inserción en carne perecedera del mundo físico, estamos en la lucha.  No precisamente del Mal contra el Bien, sino en pro del equilibrio de poderes. No os preocupéis, no, de las coincidencias cronológicas, que no va por ahí la cosa y a veces hago saltos cuánticos desde el entonces al ahora; de alfa hasta omega.  Desde los oscuros tiempos pre míticos borrados de las memorias, los rebeldes hemos sido rechazados, vilipendiados, escarnecidos, maldecidos, como representantes del Mal, sin derecho a defensa por parte de los comanditarios de nuestra contraparte: el demiurgo, Sabaoth, amo y señor de las más grandes religiones monoteístas del planeta.  Si bien todos los llamados ángeles y demonios fuimos creados de la misma sustancia luminosa, de la misma energía cósmica primordial, los fanáticos adeptos del dios judeo-cristiano-musulmán, nos han calumniado desde los inicios de la mítica historia de sus respectivas creencias.  Por tanto, os he de dar mi testimonio para explicaros acerca del porqué de la decadencia de los dogmas que os ahogan por tantos siglos, en la ciénaga de La Culpa.  Hasta dieron en caricaturizarnos —a los altivos arcángeles rebeldes— en bizarros panfletos de medieval y oscurantista iconografía inquisitorial, cual mezclas de faunos lascivos, procaces y socarrones, pterodáctilos antediluvianos; testas de macho cabrío y rabos de dragones jubilados.  A nuestra contraparte: las legiones angélicas, sumisas y fieles, las  representan con ornitológicos apéndices voladores, con todo y plumaje, rubicunda faz mofletuda de andróginos despistados de opus ætíllicum  y albas cuan pudorosas túnicas, ingrávidas y flameantes, como si quisieran desafiar a las nubes. A veces me provocan acibarada hilaridad tantos despropósitos tangentes, esgrimidos alevosamente contra quienes sólo lucharon por desear una humanidad libre de ataduras emocionales; sin sometimiento alguno a ninguna supuesta entidad “divina”, sino sólo a la conciencia —única e inalienable— de cada quien.  Casi ni recuerdo apenas, cuando fuera creado con los míos en el huevo cósmico del atanor de plasma y caóticas fuerzas ardientes de infinita densidad. La alquimia primordial que nos engendrara, prosigue operando como entonces; tras eones de evolución. Me he transmutado tantas veces, que mi eterna e implacable memoria húbose diluido homeopáticamente en el discurrir de las eras, hasta mi actual condición de ser material, limitado en el tiempo y, además, descartable.  Antes de proseguir, debo reflexionar acerca del mega-orgasmo inteligente, que originara lo que dieran en llamar “universo”, al cual los sabios insisten aún en denominar “la gran explosión” primigenia. Esa entidad que —ilusoriamente desearía creerlo—, denominamos materia-espacio-tiempo-energía-masa y la captamos con nuestros limitados sentidos, dándolo todo por sentado en nuestra pobre percepción actual de aparatos ópticos, radiotelescopios, sondas y teorías matemáticas, basadas en la hipotética “mecánica celeste”, en la “Teoría General de la Relatividad” o en la casi delirante “Física Cuántica”.  La descomunal grandeza del cosmos, era entonces apenas un punto singular comprimido al infinito  que contuviera todo cuanto hoy alienta en los espacios profundos, desde que El Verbo —es decir: La Acción—  se puso en movimiento expansivo. Yo mismo, nosotros, los arcángeles de luz, poco a poco fuimos tomando formas invisibles y fondos permisibles, hasta llegar a ser entes poderosos y sobre todo, conscientes de nuestro poder. No imaginábamos, por entonces, que alguna vez precisaríamos precipitarnos al nadir de la densidad de la materia perecible que hoy somos, para disputar a la Inteligencia Emergente, no la supremacía jerárquica de la creación, sino la igualdad de potestades. A causa de ello, encarnamos —a veces— en materia oscura viviente, a fin de interiorizarnos acerca de ésta y sus acaeceres y mutaciones. Pero vayamos al principio, cuando aún éramos seres radiantes y casi absolutos (todavía lo somos, pero sólo fuera de nuestra envoltura perecedera actual). Tras los primeros instantes, luego de irradiadas las fuerzas a partir de un centro gravitatorio de infinita densidad, el caos se fue ordenando, por etapas, dando origen a gases ardientes y fríos, galaxias, estrellas y cuanto alienta energía en el espacio profundo. Millones de eras llevó dicho ordenamiento, hasta que la luz de Logos —el denominado Rérum Cosmocrátor—, tras el ¡Fiat! inicial reprodujo —de sí mismo—, seres-alma, inteligentes, iguales a sí, emanados de sí, compuestos de energía y luz a fin de coadyuvar en el proceso creativo que, progresivamente, iría a engendrar otros seres de distintas densidades y formas infinitas, aunque no todos conscientes o poseedores de inteligencia como los primeros emanados de la Luz Primordial.  El gran experimento alquímico de la Vida evolutiva había comenzado.  Sólo restaba seguir acompañando al aparentemente aleatorio proceso, hasta que en un futuro imperfecto y lejano, la azarosa Vida, alcanzase un grado de ascensión que la hiciera retornar al estado originario de energía pura, integrada a la Unidad primaria. Las jerarquías-alma, surgidas o brotadas de la esencia primigenia, hicieron su parte en el progreso evolutivo de los distintos mundos que iban surgiendo en el concierto armónico de las esferas, en un lapso que se extendería por espacios temporales insondables, como la profundidad de los abismos cósmicos… o las ambiciones del Demiurgo, a quien denominamos la Inteligencia Emergente: Sabaoth, Ialdabaoth, Adonai o Yah’Véh en la nomenclatura del Génesis mítico.  Pronto (es un decir) surgieron los primeros roces con la Inteligencia Emergente, sus Arcángeles leales y nosotros: los co-creadores de las formas de vida evolutiva. El primer conato de rebelión se dio en la decimotercera dimensión, donde tiene origen el polen sideral, que cada tanto lanzábamos a fecundar mundos como éste, provistos de las condiciones requeridas para su desarrollo y evolución. ¿Por qué sólo formas inferiores, como virus, bacterias, monocelulares o protozoarios; y no seres pensantes, orgánicos y complejos, como los diseñados por la Inteligencia Emergente y nosotros, basados en el elemento ígneo más el agua, aire y sólidos?  Luth Baal, Belial, Azraël, Karmaël, Lilith, Baal Zebuth, Anaël, Sitaël y otros millones de Arcángeles de Luz, exigimos potestad equitativa para decidir el tipo de seres vivientes y evolucionantes a crear, en los mundos que iban surgiendo de las entrañas de las estrellas jóvenes, como esferas candentes de materia en condensación.  —¡Insensatos! —rugió el demiurgo airado. —¿No aceptáis, acaso, mi divina égida para ordenar todo el caos?  Si no acatáis mis mandatos, os declararé rebeldes y contumaces para toda la eternidad!   Nosotros acompañamos en legión el justo reclamo de nuestros luminosos espíritus guías; a lo que se opuso la vanidad —devenida en divinidad— de la Inteligencia Emergente y sus huestes leales, quienes sin más, dieron en reprimir nuestras aspiraciones de acelerar el proceso evolutivo. Si bien nuestra condición de seres incorpóreos —inmortales en esencia pura— impidiera una masacre conceptual en las altas esferas cósmicas, de todos modos fuimos expulsados del Primer Empíreo, situado en las fuentes del cosmos, debiendo replegarnos hacia la periférica materia oscura, perdiendo parte mínima de nuestros fueros y poderes, los que hasta ahora seguimos intentando recuperar. Duras fueron las batallas cósmicas en las que enfrentamos al poder de la Inteligencia Emergente, con muy asimétricos resultados para nuestros hermanos, a causa de la desigualdad de fuerzas. Finalmente fuimos reducidos y confinados a las grandes galaxias de este cúmulo.  Varios de nosotros fuimos hacinados en el sistema solar de la estrella Helios y sus vecinas, situadas en el Brazo de Sagitario de esta galaxia que habitáis.  Una vez exilados en este sistema, por los adictos a la entidad llamada Demiurgo o Sabaoth (muchos nombres o alias posee este ser), nos vimos en la disyuntiva de acompañar los acaeceres de la formación de los planetas, y sobre todo de dirigir la evolución a nuestro modo. Es decir: dando inteligencia creativa, intuitiva y especulativa, a las formas de vida que creyésemos mejor dotadas para ello.  Y la especie que hubo sobresalido entre todas, desde el despertar de la vida, fue justamente la nuestra:  hecha alma ígnea primero; luego carne, sangre, ciencia y conciencia, aunque esto último, de muy reciente data.  Luth Baal nuestro luminoso arcángel-guía, nos ordenó en los tiempos posteriores a la Ultima Batalla, que dividiésemos los sistemas circundantes en una suerte de provincias jerárquicas multiestelares, para poder gobernarlas mejor y seguir el proceso evolutivo.  Azraël se propuso regir los mundos más antiguos que ya iniciaban sus ciclos vitales por entonces, a lo que nuestro caudillo Luth Baal accedió. De todos modos, aunque ahora utilizásemos terminología o nomenclatura de geopolítica contemporánea, en realidad poco podríamos influir.  Apenas seríamos testigos omnipresentes y omniscientes de todo el extenso proceso. —Mantengámonos unidos en esta brega, que será más larga que la eternidad, hijos míos.  Ocupad vuestros lugares donde mejor creáis ser útiles a la Gran Obra que nos aguarda, y demostremos al demiurgo que somos capaces de crear inteligencia en los mundos materiales —exclamó el Maestro-padre antes de despedirnos para reinar, o mejor: observar, cada quién en sus dominios.  Así fue como Lilith y yo: Samaël, llegamos al tercer mundo de la estrella Helios, aún candente y semilíquido en proceso de condensación,  y solidificación, en medio de cataclismos, erupciones y bombardeo cósmico de veloces cuerpos errantes.  Tampoco la desolada esfera menor —que acompañaba orbitando satelitalmente al tercer mundo de Helios, llamado posteriormente Selene—, gozaba en demasía de estabilidad entonces. Sólo nos quedaba vagar por las inmensidades adyacentes de sus ígneos océanos, con más fuego y vapor que agua y rocas, aguardando las condiciones propicias para el surgimiento de la vida orgánica renovable. Pasarían miles de millones de ciclos de enfriamiento paulatino y condensación del elemento agua, para diferenciar una suerte de clima primitivo —inestable y explosivo— y sumergirnos en el casi candente océano primordial, donde esperábamos experimentar con futuras formas de vida, aún imposibles e impensables. Cada tanto, algún perdido cometa rozaba la precaria protoatmósfera de Urán, como bautizamos a este mundo, neonato entonces, sin imaginar la cantidad de denominaciones que surgirían con posterioridad al arrollador avance de la inteligencia, desde hace menos de quinientos mil ciclos hasta los días presentes. Miles de millones de ciclos solares, fueron amainando paulatinamente el fragor inicial del caos reinante, atemperando la excesiva calidez de este planeta, hasta que Lilith pudo ubicar pequeñísimas formas vivas que se multiplicaban en las sulfurosas aguas oceánicas.  Quizá merced a las poderosas descargas atmosféricas, a los campos magnéticos, proteínas y otros factores, que pudieran haberlas creado aleatoriamente, aunque con nuestro soplo divino de fuego.  Millones de ciclos más tarde, las microscópicas formas de vida irían haciéndose cada vez más complejas y multicelulares, pero aún desconociendo lo que luego deviniera en inteligencia.  Simplemente el instinto de supervivencia fue mejorando y diversificando esas formas, hasta llegar a organismos integrados de alta complejidad y larga vida, pero adaptados al sustrato en que fueron “creados”. Nuestro hastío crecía siglo a siglo, ante lo que pensábamos que sería un fracaso nuestro. Pero no abortamos el proyecto inicial, a causa de la oposición a los planes de la Inteligencia Emergente, quien nos observaba con su sobradora omnisciencia desde su lejano cuan majestuoso sitial en el Primer Empíreo. Tampoco el planeta Areth —el cuarto del sistema— dejaba de ser hostil, aunque allí la vida, en forma rudimentaria, se iniciara antes que aquí, pero de igual manera, se extinguió primero, cuando Urán estaba ya pletórico de fecundidad. Tal vez a causa de su distancia de Helios, su pequeñez relativa y los fuertes vientos que asolaran su faz, evaporando toda materia líquida existente, salvo hielo.  Las pequeñísimas formas de vida iniciales durante los primeros tres mil quinientos millones de ciclos, a partir del enfriamiento y condensación de la inestable superficie de Urán, fueron diversificándose hasta tomar formas tan insospechadas, como múltiples. Los invertebrados aparecerían en esa perdida época de los océanos primitivos, en medio de estallidos tonantes de descargas atmosféricas y erupciones submarinas.  Pasarían millones de ciclos en la sopa química, antes de desarrollarse las primeras micro criaturas con voluntad ambulatoria propia, que contaban por entonces con exoesqueletos rudimentarios, casi microscópicos y patas para su desplazamiento, en lugar de los ondulantes y flexibles gusanos nadadores transparentes casi planos o anillados, o los pasivos flotadores tentaculares y translúcidos, que se mecían al capricho de las corrientes. Millones de años debieron transcurrir entre esas formas primitivas y los primeros peces y moluscos que se multiplicarían ante nuestro asombro por los cálidos mares del planeta. Los moluscos, desnudos al principio y casi vermiformes, fueron posteriormente desarrollando sus cáscaras protectoras de material calcáreo excretado por ellos mismos.  Éstos fueron los monarcas de los fondos acuosos de los grandes mares, e incluso de los primitivos ríos continentales, en que el reciclado de las aguas se manifestaría desde entonces. La inestabilidad tectónica de Urán era de dar pánico, e incluso capaz de replantearnos la posibilidad —remota, por cierto—, de que alguna vez pudiera albergar vida inteligente ni mucho menos.  Pero el don de la paciencia nos impulsó a proseguir aguardando las condiciones favorables, mientras formas de vida iban surgiendo en los caldeados océanos.  Los peces óseos vertebrados tardarían casi un millón de ciclos más en aparecer —tímidamente al principio, agresivamente después— poblando las aguas dulces y saladas, los pantanos y los torrentes formados en el primitivo continente único, emergente tras las innumerables erupciones de magma. Las entrañas del planeta despedían vapor que, tras los sucesivos enfriamientos, acrecentaba los ríos, mares y lagos posteriores, de los aún desnudos continentes sólidos.  Las visitas, impactantes y estruendosas, de los bólidos siderales eran una constante en Urán, desde los inicios de su condensación y solidificación.  Muchos de estos veloces mensajeros, descarriados viajeros de más allá, contenían partículas químicas aún inexistentes en el planeta, que irían a incorporarse, cíclica y aleatoriamente, al azaroso laboratorio de la vida.

b

Poco a poco más continentes sólidos fueron emergiendo más arriba de las grandes aguas, como buscando evadirse de las hirvientes profundidades oceánicas, aunque los temblores telúricos no cesaban.  Las entrañas de Urán seguían vomitando materia candente y humos sulfurosos, a una atmósfera primitiva, poco apta para habitar y respirar.  Muy pocas formas de vida se atrevieron a ocupar los vacíos espacios sólidos brotados del fondo de las aguas casi hirvientes.  Belial, Lilith y unos cuantos de nuestra legión, inspeccionábamos entonces las nacientes rocas que, poco a poco, se vestían de verde gracias a la humedad, al radiante calor de Helios que todo lo transmutaba, y, a nuestros buenos oficios y paciencia. Muchas especies micro-orgánicas basadas en la síntesis de la luz y la clorofila, fueron aventurándose en el nuevo medio, aunque sin alejarse demasiado de las costas húmedas batidas por las aguas cálidas.  Eones más tarde, pudieron surgir nuevas especies vegetales y cada vez más alejadas de las costas rocosas, hasta cubrir grandes superficies con materia muerta impregnada de minerales diversos, que daban origen a más vida vegetal, renovada con nutrientes donde anclaban sus sedentarias y sedientas raíces. Quizá debimos perseverar más allá de lo imaginable, pero no tardaron más de pocos miles de ciclos en surgir de los océanos pequeñas formas de anélidos, crustáceos, peces de rudimentarios pulmones y otros seres que, huyendo quizá de predadores acuáticos, se acogieron a la aparente seguridad del nuevo substrato. La mutación de estas formas de vida fue exasperantemente lenta y al punto de inducirnos al tedio, pero el resultado justificó nuestras expectativas. Poco a poco, las iniciales especies dieron en diversificarse y aumentar de tamaño adaptándose al nuevo medio, hasta cubrir los espacios secos, al punto de convertirse en predadores y luchar entre ellos —por la subsistencia del más fuerte y el más apto, o el menos estúpido—, siempre bajo los impulsos del instinto. Pero también esta contingencia estaba prevista en los planes de los creadores, por lo que dejamos hacer libremente al instinto vital y observamos cómo la cadena trófica iba agregando eslabones en la lucha por la supervivencia. El tiempo parecía no transcurrir para nosotros y desde los espacios circundantes, nos limitábamos a observar pasivamente cuanto acontecía en los planetas de Helios, a velocidad de caracoles asténicos.  Otra cosa no podíamos hacer, hasta que las especies fueran adquiriendo consciencia de ser, lo que insumiría muchas eras de eras en progresión… y agresión.  Lilith como principio pasivo operante, pudo lograr la división reproductiva genérica; es decir: la aparición de órganos diferenciados por sexo en muchas especies orgánicamente evolucionadas.  Los primeros reptiles saurópodos —desarrollados o transmutados a partir de peces pulmonados que abandonaran las procelosas aguas marinas—, conquistaban su espacio compitiendo con peces, anfibios, insectos o vegetales, pero la vida proseguía diversificándose al albur en una ramificación increíble. Ya no eran rudimentarios gusanos o moluscos ondulantes nadando sinuosos  y danzantes en tórridas aguas hostiles, sino formas complejas de organismos multifuncionales adaptados para la lucha y la obtención de alimentos del medio en que medraban.   Nada estaba librado al azar biológico ni a “providencia divina” alguna, sino a factores concomitantes de adaptación al medio; pero aún esto, no garantizaba el éxito de nuestro experimento.  La mezcla —accidental o premeditada— de especies afines y organismos congenéricos, daría origen a otras nuevas variedades con características diferentes, que podrían facilitar adaptaciones a medios no usuales.  En ese entonces no teníamos idea de los múltiples senderos posibles de la evolución biológica y las mezclas eran algo aleatorias; percibíamos cambios fisiológicos y mutaciones constantes, que confirmaban nuestras corazonadas por decirlo así metafóricamente, pues que no teníamos órganos cardíacos entonces.  Faltaban eones para la aparición de los mamíferos inferiores, pero ya vislumbrábamos su irrupción en un planeta aún joven y turbulento como el que más.  Lilith seguía conduciendo las invisibles pero poderosas fuerzas gravitatorias selénicas y sus mareas, que marcaban ciclos circadianos en las aguas, las plantas y animales del planeta; en tanto, Belial generaba los campos magnéticos, de un polo a otro, a fin de nivelar las poderosas energías telúricas de Urán.  Cada uno de nosotros puso sus conocimientos y buenos oficios en pro de la evolución del tercer mundo de Helios y los vecinos —en parte dirigida y en parte aleatoria—, que dieron en desarrollar otras formas de vida, más afines a las condiciones imperantes en tales mundos.  Lilith regía en el segundo planeta  y en el satélite de Urán y yo, Samaël,  el tercero y cuarto: es decir, Urán y Areth.  El segundo planeta de Lilith, al que vosotros llamáis Venus (Ishtar), tenía (y tiene aún) en demasía el calor de la estrella Helios y una atmósfera pesada y sulfurosa, donde poco podíamos hacer, salvo aguardar tiempos mejores. El cuarto, al que denomináis Marte (Areth), apenas recibía una mínima porción de sus rayos, por lo que, si bien pudo albergar algún tipo de vida, muy pronto (es un decir, os lo repito) quedaron páramos desolados e inertes, excepto por la actividad telúrica y vientos huracanados impregnados de sulfuro y carbono.  Urán comenzó a poblarse de seres, cada vez más gigantescos. Predadores de apetito pantagruélico, como diríamos ahora —quizá a causa de ciertas radiaciones cósmicas provenientes de la áurea estrella central—, fueron tomando cuenta del planeta. Poco a poco, provocaron éstos la desaparición forzada de muchas especies vegetales y la aparición de otras, así como la extinción de muchos reptiles o su transmutación en especies más pequeñas y veloces, que pudiesen eludir sus fauces, miembros ambulatorios mediante. La vida seguía su lento discurrir hasta cubrir casi todo el planeta, diversificándose en millones de variedades, especies, subespecies y hábitats. Ciertos reptiles menores, dieron por entonces en desafiar a la gravedad, lanzándose a las alturas y procurando alimento fuera de la superficie sólida, huyendo al mismo tiempo de los más grandes, lentos, pesados y por ende más hambrientos predadores de sangre caliente. Obviamente, la Inteligencia Emergente, es decir el Demiurgo, no estaba del todo ausente y seguía vigilando —no tan sigilosamente, sino en forma ostentosa— nuestros movimientos, a fin de tenernos bajo su aparentemente omnipotente control. Nosotros no lo ignorábamos tampoco, y sabíamos que, de aparecer alguna forma de inteligencia orgánica, no estaría ajena a su égida y potestad. Lo teníamos asumido, ya que para crear vida se necesita de todos los elementos, y la Inteligencia Emergente disponía del aire y agua, en tanto que nosotros —los no alineados a su extrema derecha—, el fuego y la materia sólida. He ahí el porqué de nuestra mutua interdependencia.  Sabaoth o Ialdabaoth nos sabía rebeldes a sus designios, pero nos respetaba, aunque a regañadientes, pese a exilarnos en este remoto sistema. Nosotros los rebeldes, tampoco confiábamos demasiado en su omnisciencia, pero sabíamos que no nos libraríamos de él y sus leales  por mucho menos que la eternidad, si ésta no tuviese un límite más allá del tiempo. Los sometidos a ostracismo en el corazón del universo material, apenas podíamos ser conscientes de la necesidad de aprender a convivir con la Entidad, manteniendo distancias conceptuales; entre Él/Ella, y nosotros los disidentes de su tiránica Potestad (Sabaoth contiene los principios activo y pasivo en una unidad plural —valga la paradoja—, pese a que sus acólitos monoteístas actuales lo representan como dios macho y único).  Tras millones de ciclos solares, pocos cambios tuvo la superficie de Urán y los seres que albergaba. Apenas podíamos controlar todo esto sin intervenir demasiado, ya que también debíamos tomar cuenta de miles de millares de soles y planetas de la galaxia, en los cuales se gestaba la vida… o la esterilidad más absoluta.  Pero en mi caso, sólo me ocuparé de Urán y mundos limítrofes del sistema de Helios, que eran mi hogar, nuestro hogar, por decirlo así.

g

La llama de la Vida ardía con extrema laxitud, en un planeta desprovisto aún de seres capaces de realizar cambios por sí mismos, para alimentarse, adaptarse —o construir las condiciones alterando la naturaleza del mundo habitable—, de acuerdo a sus necesidades inmediatas.  La mayoría de las especies evolucionaba en forma paulatina, cambiando de hábitat cíclicamente, mezclándose con especies afines o simplemente desapareciendo, para ceder espacios a otras más fuertes. A veces, la cadena trófica usual se invertía, y, en lugar de que las especies mayores se alimentaran de las menores, sucedía a la inversa. Parásitos, bacterias, hongos y virus se apoderaban de grandes bestias, y, literalmente las devoraban lentamente por dentro o desde la superficie dérmica, ante la impotencia del organismo invadido, sucediendo lo mismo con los vegetales.  A veces los insectos hematófagos burlaban la fuerza y ferocidad de gigantescas bestias,  ocupando su piel o pilosidades, medrando como inquilinos molestos, sin poder ser detectados o neutralizados. Y esto último se sigue dando en la actualidad. Especialmente con mamíferos superiores, incluido homo sapiens sapiens. De todos modos, el transcurrir del tiempo seguía con una lentitud ajena al vertiginoso reloj sideral, al menos en este planeta. Los grandes predadores proseguían devorando, raleando y nivelando demográficamente a otras especies menores, animales o vegetales, abusando de la abundancia de alimento vivo en los continentes y las aguas.  Mas todo tiene un límite y cualquier alteración en el medio provoca desastres cíclicos, totales o coyunturales, cuando no irreversibles, en el sistema.  Fuese por el cambio en el eje magnético, por sequías prolongadas, inundaciones o choques de cuerpos errantes, que eliminaban todo vestigio viviente en millas a la redonda del impacto; sin contar otras consecuencias secundarias, como polvo atmosférico, erupciones o grandes oleajes. Aunque estos fenómenos no fuesen tan frecuentes, como los eventos que en eras históricas provocarían los seres ¿inteligentes?, con sus manipulaciones antinaturales, guerras criminales u otro tipo de devastaciones organizadas. Pero ello ocurriría millones de ciclos después de la evolución y decadencia de las primeras formas de vida.  Milenios más adelante, los grandes cuan estúpidos reptiles fueron agotando los recursos, sufriendo mutaciones algunos, disminuyendo de volumen otros, o pereciendo de inanición los más. Los grandes y tupidos bosques de rododendros y helechos gigantes, fueron sucumbiendo al embate de inundaciones o sequías y formando capas de materia muerta, en profundos estratos carboníferos. La vida, como ahora, es alimentada por la muerte, que, a su vez, va creando y nutriendo vida en un ciclo interminable y fecundo de retroalimentación. Nuestro aprendizaje en el sistema de la estrella Helios, parecía no tener principio ni fin, como si el tiempo fuese una entidad congelada o algo inexistente de tan imperceptible. Nada parecía transcurrir, salvo durante los breves períodos de aluviones, sequías prolongadas o tras el pavoroso impacto de algún asteroide desorbitado o dubitativo, el cual cambiaba el paisaje en un instante… y el clima por milenios, en un derroche de consecuencias secundarias, como las guerras preventivas de los Bush y sus harto belicosos halcones transnacionales. La inmutabilidad aparente de los astros luminosos de la noche, no delataban a los rudimentarios sentidos orgánicos de esas criaturas —más químicas que fisiológicas— las vertiginosas velocidades, con que las galaxias se desplazaban hacia los insondables abismos exteriores, en un aparentemente caótico movimiento, que, sin embargo, estaba basado en un equilibrio armónico y preciso de relojería. Las galaxias se alejaban —y se alejan aún— unas de otras, arrastrando consigo a sus miríadas de astros vivos con ellas, en una danza singular y plural a la vez.  Nosotros somos conscientes de cuanto sucede en la profundidad sideral, pero debimos seguir aquí en Urán, observando a los seres que poblaban su superficie, sin dejarnos llevar por el hastial desaliento, sin gritar ¡eureka! ni cantar victoria prematuramente. Así pensábamos entonces, hace cientos de millones de ciclos… y ahora… en este naciente siglo XXI seguimos pensando lo mismo, al ver los dudosos progresos de quienes se autoproclaman inteligentes y, lo que es peor, conscientes;  pese a que casi el noventa y dos por ciento de la especie humana actual debería ser extirpada, por escasez —si no carencia menesterosa— de ambos esenciales atributos. Y aún el ocho por ciento restante, nos merece el beneficio de la duda.  El tiempo no fue, para nosotros los disidentes, motivo de preocupación alguna jamás, pues somos inmortales, e incluso dentro de envolturas carnales podemos transmigrar de cuerpo en cuerpo, sin perder nuestra esencia. Pero aún así, a veces el tiempo nos hace perder la paciencia por su excesiva lentitud. Los antiguos filósofos védicos pudieron haber descubierto la fórmula del tiempo, pues en los Upanishads o libros sacros escritos en la India, milenios antes que la Biblia, definieron al período de 640.000 años, como un Día de Brahma.  Y Brahma es la esencia cósmica creadora, según sus postulados, aunque se refiriesen al espíritu-Energía de cuya esencia provenimos nosotros y las legiones del Demiurgo Sabaoth. Si bien pudieran haber cometido algunos errores imperceptibles en sus cálculos, coincide con nuestra percepción de esa ilusoria entidad llamada “tiempo”, que no es otra cosa que espacio en movimiento. ¡Y vaya movimiento!

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Los espíritus rebeldes seguíamos el decurso, lento pero inexorable, de la evolución de los seres perecibles y orgánicos, con atención y sobre todo, con intención de mejorarlos, pese al Demiurgo y sus legiones De seguro éstos intentarían interferir en el curso de los acontecimientos, a fin de apoderarse de la voluntad de los primeros seres que contasen con alguna inteligencia consciente sobre el planeta. Mas mucho aún faltaba para ello entonces, por lo que podríamos dejar de lado la tensión provocada por su invisible presencia en nuestros dominios de la materia.  Millones de veces el planeta giró alrededor de su áurea estrella, antes de dar paso a otras formas de vida más adaptadas a las nuevas condiciones. El período jurásico recién se iniciaba, con sus gigantescos reptiles carnívoros y herbívoros, en interminables rebaños bordeando bosques, lagos y pantanos, mientras peces-lagarto y quelonios enormes —veloces en el agua y cojitrancos en la tierra firme— medraban agresivamente en las aguas marinas o interiores en busca de alimento, sin decidirse aún a cambiar de medio.  Sus diminutas masas encefálicas apenas les permitían buscar condumio, reproducirse sin concupiscencia ni prisa alguna… y poco más.  Los mamíferos, aún desconocidos entonces, se irían gestando en campos morfogenéticos hacia el futuro, mas faltaría mucho para su aparición en mares, valles y montañas. De todos modos, nosotros aún aguardábamos con paciencia ajena, el resurgir de formas exóticas de vida que se orientasen a estadios superiores en lo futuro. No podríamos hacer otra cosa que esperar al tiempo que todo lo transmuta y regenera. Nuestra omnisciencia no daba para tanto y tenía sus límites.  También el Demiurgo, hecho de  la misma sustancia que nosotros tiene sus limitaciones.  Los distintos estratos —que serían posteriormente codiciados por mega-empresas energéticas de hogaño— seguían acumulándose bajo cientos de capas superpuestas a lo largo de miles de ciclos, mientras los grandes lagartos saurópodos, saurisquios y diminutos reptiles alados, entraban en la adolescencia de la especie, donde predominarían doscientos millones de ciclos solares e incontables peripecias vitales. Nosotros, los Elohim —como nos denominarían los semitas h’brai, posteriormente, en los albores de la imbecivilización—, seguíamos aguardando la resolución de la evolución y la aparición de una futura vida inteligente en el mundo material, ya que era ésta la que serviría a los fines de las potencias incorpóreas para la absorción de experiencias, al carecer éstas de cuerpo físico y sensaciones. Nosotros, los Arcángeles exilados, seríamos los primeros en aprender la experiencia emocional de un avanzado estado evolutivo. O al menos, así lo creíamos entonces con no poca convicción.  Incluso hasta pudiendo medrar en sus cuerpos —de tanto en tanto,  absorbiendo sus impresiones—, cosa que nos estaba vedada por improbable con las otras especies de vegetativos modos de existencia.  Ya nos hemos introducido en diversas especies, por poco tiempo, para “sentir” sus limitadas percepciones, mas debimos abandonar esos diminutos cuerpos en seguida, ante las rutinarias sensaciones experimentadas.  Pero este método, era la única manera de “inducir” a esas especies a transmutarse para sobrevivir.  Sobre este punto, desearía aclarar que quienes en el futuro serían llamados “dioses”, poseían harta inteligencia, pero por ser materia sutil y carecer de “sentidos” orgánicos no experimentaban nada que pudiese relacionarse con percepciones sensoriales propias de los seres corpóreos, aunque podríamos “presentir” algo al respecto. Los seres orgánicos de Urán y otros planetas cercanos, no bastaban a las grandes inteligencias-alma para percibir algo más que miedo, hambre o pequeñas satisfacciones propias de seres rudimentarios, por lo que la búsqueda de formas inteligentes de organismos más complejos —y que contuviesen en sí todo cuanto albergaba el planeta y el resto del cosmos—, se tornó obsesiva. Al menos para nosotros los Arcángeles de la impaciencia rebelde y el Libre Albedrío, hasta para los excesos sensoriales. Fue entonces que dieron en aparecer, poco a poco, (cuando digo “poco a poco” me refiero a miles de millares de ciclos solares), rudimentarios mamíferos vivíparos, derivados de los reptiles ovíparos, mutaron sus organismos y sus superficies dérmicas, de escamosas a vellosas, y sus modos de reproducirse obviando huevos.  Es decir: usando cavidades dentro de sus propios cuerpos para gestar copias de sí.  Algunos de estos especímenes siguieron las pautas de tamaño heredadas de los monstruosos antepasados cercanos, pero la mayoría optó instintivamente por reducir su tamaño a fin de necesitar menor cantidad de alimento y eludir a los predadores rampantes que se alimentaban de ellos.  O quizá se los hubiera sugerido el instinto de manera automática.  Al menos así dirían los biólogos actuales que ignoran aún nuestra sigilosa existencia. Poca presencia tuvo por entonces la Inteligencia Emergente en todo este proceso gradual, tendiente a producir seres evolucionados. Más bien fuimos nosotros, los exilados, quienes pusimos mano, por decirlo así, en las infinitas mezclas genéticas que iban dando origen a las nuevas especies de Urán.  Al mismo tiempo, de otros mundos más evolucionados y en proceso de extinción —a causa de agotamiento de sus soles, o impactos cósmicos—, fueron llegando a Urán rocas de otras galaxias, conteniendo “semillas” unicelulares, material genético y químico, que, tras adaptarse a las condiciones del planeta, procedían a “despertar” y multiplicarse dando origen a especies nuevas; pequeñas e invisibles al principio, luego cada vez más complejas.  El proceso de panspermia sigue vigente aún hoy, pero en menor frecuencia; más que nada por la densidad de la actual atmósfera que desintegra térmicamente los meteoritos antes de su aterrizaje forzoso.  También las colas gaseosas y semisólidas de los cometas, han introducido partículas unicelulares alienígenas  a este planeta, en forma de proteínas, hidrocarburos, agentes químicos, enlazantes o catalizadores; y lo siguen haciendo en la actualidad. Pero en las remotas eras pre-jurásicas, el bombardeo de corpúsculos espaciales era cotidiano y constante, obligando aLilith a mantener una observación continua de los sucesos que posibilitasen la renovación de la vida en sus múltiples formas y manifestaciones. En ciertos casos, bacterias o virus —que hibernaron por millones de años en el espacio, a temperaturas extremas y condiciones-límite—, pudieron sobrevivir al calor de la fricción, y tras impactar contra el suelo o el agua, reproducirse como si hubiesen llegado en una nave de turismo espacial. Pero así es el misterio de la vida, y ésta se ha manifestado, incluso, en sustancias o materias aparentemente inertes e inanimadas, pero cuyos átomos vibran constantemente a frecuencias altísimas e inconcebibles para el limitado entendimiento actual. En cuanto a la evolución de ciertos seres, no podíamos acelerarla, ni torcer su curso sin la participación de la Inteligencia Emergente. Esta autocrática (aunque no autocrítica) entidad poseía (y posee) la ciencia omnisciente de casi todos nosotros, pues que hemos sido creados a partir de la misma sustancia de dicho ser.  Tal vez por ello, la Inteligencia Emergente creía ser nuestro dueño[1] y tratase de someternos —en humilde obediencia a sus despóticos designios—, manteniéndonos al margen del proceso de creación que se estaba gestando en la yema del huevo cósmico. Tal actitud —poco racional, justo es mencionarlo— de la Inteligencia Emergente hizo que nuestro lúcido caudillo y maestro: Luth Baal, reclamase —respetuosamente en sus principios, enérgicamente después— rigurosa equidad en la distribución de atribuciones, responsabilidades y poderes, suscitando la ira de la misteriosa entidad, a la que denominaré bíblicamente: Tetragrammaton  (Tetragrammaton, el-de-los-cuatro-grafemas), Dios, Theos, Deo, Eloi, Gran Arquitecto, Sabaoth, Ialdabaoth, Adonai, Yahvé o simplemente Él, lo que nos decidió a ignorar su poder y dispersarnos para proseguir la tarea de engendrar vida y buscar la inteligencia sin su tiránica potestad.  Los billones de espíritus rebeldes debimos  enfrentar la desaprobación de las legiones fidelísimas de siervos leales al Demiurgo, siendo nosotros radiados del Primer Empíreo y librados a nuestras propias fuerzas, por decirlo así, en este cúmulo galáctico.    Lilith, y yo: Samaël, elegimos este sistema solar, al que denominamos Satania, para medrar y ver la posibilidad de buscar el modo de desarrollar seres inteligentes.

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Resumiendo tantos miles de millones de ciclos —en este breve relato acerca de las peripecias y acaeceres de la materia viviente y evolutiva—, no puedo dejar de mencionar cómo nos vimos arrastrados a la rebelión contra las arbitrarias atribuciones de la Inteligencia Emergente, es decir: el demiurgo, entidad que recibiera tantos nombres desde que el primer homínido tuviera uso de ¿razón? Digamos más bien abuso de fe, que, dicho sea de paso, fuera un freno a su sed de conocimientos e investigación.  ¡Qué más quisiéramos nosotros que hubiera abuso de razón, para que se abreviase el camino a la conciencia cósmica!  En la Era decimotercera, desde el Gran Orgasmo, miles de millones de ciclos antes, aún la dispersión de materia galáctica protoestelar no había alcanzado el punto de ignición que daría origen a las estrellas primitivas, y nosotros los Arcángeles luminosos éramos billones en torno a la Inteligencia Cósmica primigenia, situada en todas partes y en ninguna, buscando la manera de encender los hornos termonucleares de las estrellas, para dar inicio a La Vida.  La gran masa gravitatoria de cada bola gaseosa debía implosionar, hasta que la presión centrípeta produjese la ignición de cada astro, tras convertirlo en masa crítica, en una tarea ímproba que pusiera a prueba nuestra paciencia poco convincente.  La vida, tal como se la concibe, aún no existía entonces, sino como fuerzas operantes de grandes almas-mente, entidades poderosas pero desprovistas de cuerpos, aunque no de masa. Aún así, podríamos controlar ciertos procesos evolutivos, mas sólo en forma psicoactiva, no pudiendo intervenir de otra manera, por carecer de materia. Finalmente fueron rechazadas nuestras propuestas y enfrentados a las huestes leales.  Tras cruenta batalla donde no hubo efusión de sangre —pues que éramos seres indestructibles, como os dije antes—, fuimos rechazados del Primer Empíreo. Tras la aparente victoria de las huestes arcangélicas de Sabaoth, acabamos exilados como relatara antes, en los perdidos mundos de estas galaxias, donde hasta los días de hoy sentamos nuestros reales, aunque bajo la discreta vigilancia de los arcángeles leales, lo que nos decidió a ignorar el presunto poder de Sabaoth y dispersarnos por el cosmos. Muchas entidades afines a nosotros están diseminadas a lo largo, ancho y alto de las galaxias vecinas y de la nuestra, en que han surgido millares de mundos habitados y muchos de ellos con una evolución superior a Urán, pues que la vida surgiera en ellos con mucha antelación. En muchos de esos mundos, nosotros fuimos considerados entidades bienhechoras, y en algunos, hasta dioses venerados, pese a nuestra reluctancia a ello.   Sólo en Urán —a causa de la intervención casi represiva del Demiurgo que casi frustrara nuestros planes—, se nos considera demonios o genios del Mal o de la Mentira no piadosa. Si bien algunos políticos y especuladores contemporáneos se autoproclaman servidores nuestros, maldita la falta que nos hace tal servicio ni tales servidores.  Nuestra intención al brindar a los primeros seres inteligentes el libre albedrío y el Conocimiento, fue justamente con el fin de acelerar el proceso y ganar la especie para nuestra justa causa; pero el Demiurgo hubiese preferido que los seres inteligentes —surgidos del muy aleatorio crisol del Tiempo—, fuesen ingenuos, mansos, pasivos —a punto de la abyección— y sometidos a sus designios, con el doloroso y penitencial látigo de la fe.  Casi lo lograría al confinar algunos ejemplares en islas paradisíacas, e inhibiéndolos de tomar contacto con la ciencia, para exigir obediencia absoluta.  Nosotros burlaríamos al Demiurgo, dando a los homínidos el uso del fuego y, posteriormente, la palabra que lo liberaría de las cadenas —invisibles e intangibles, pero oprobiosas—  de la superstición, la resignación y la ignorancia. Esto irritaría a Sabaoth y a sus fidelísimas huestes angélicas, duplicándonos el anatema de medrar en este mundo, alejados de todo posible ascenso a los estratos superiores, por lo que decidimos no seguirle el juego y hacerlo nosotros a nuestro modo.  Pero esto último, o sea la aparición de los primates precursores, hubo ocurrido hace relativamente muy poco tiempo, que en parámetros geológicos sería menos de un minuto de la Era Sideral, es decir, la aparición de los primeros homínidos de la prehistoria, sumergidos aún en la inocencia de los seres instintivos y carentes de lo que ahora conocemos como raciocinio, fue hace poco más de tres millones de años (días más, días menos, no lo recuerdo muy bien).  Ahora, tras estas digresiones, mi relato tornará nuevamente a los principios de la Creación, cuando aún el tiempo no había sido inventado, y si llegara entonces a discurrir, no sería, como lo es hoy, un río impetuoso que todo lo arrasa, hasta la historia y las culturas. Es forzoso reconocer que los Arcángeles leales también intentarían lo mismo que nosotros, al introducirse en la carne viviente para inducirlos a sometimiento incondicional al Demiurgo, y no precisamente con el Conocimiento, sino con la mítica fe; pero estaríamos alertas para observar anomalías.  Aunque de poco nos sirviera tal atención, como lo comprobaríamos millones de años después, al ver el comportamiento de las especies “inteligentes” dividiéndose por creencias irracionales, en lugar de unirse contra la ignorancia, que es, en apretada síntesis, el enemigo común de la especie y responsable de sus desgracias y dolores irredentos.

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Prosiguiendo con mis memorias, acerca de la evolución de la Vida, la escalada ascendente de las nuevas formas de vida, no bastó para el solaz y aprendizaje de los creadores, como he dicho antes; a causa de faltar a las especies animadas el germen de la razón, sin el cual seguirían encadenadas al instinto, hasta que despertase en sus descendientes la divina chispa del Conocimiento.  Me preguntaréis sin duda en qué consiste éste, tantas y tantas veces mencionado como el summum de la condición perfectible.  Os diré que consiste en poder experimentar el aquí-ahora en forma constante, e indagar escépticamente todos los misterios, incógnitas y fenómenos de la naturaleza, sin supersticiones ni emociones mal encaminadas.  Esto es lo que hará a la especie, por venir en lo futuro, conquistar las fuentes primigenias del pensamiento puro.  Pero tornemos a los principios.  Tras eones de predominio de los grandes lagartos, surgieron los primeros reptiles voladores que se atrevieron a desafiar al instinto que los sujetaba a la superficie del planeta y sus invisibles cadenas gravitatorias.  Sus escamas devinieron, muy lentamente en rudimentarias pilosidades y posterior plumaje.  Sus músculos pectorales se desarrollaron casi al doble y el peso de su osatura se redujo a una tercera parte. Sus delgadas membranas se expandieron entre rudimentarios dedos superiores, hasta batir los aires y enfrentar a los vientos, en busca de nubes y alimento en sitios alejados de sus hábitats rutinarios.  Al principio estos bizarros engendros, de ríspido lenguaje de chirridos y torpes aleteos de aeronautas aficionados, no pudieron remontarse desde el suelo, debiendo trepar a las alturas en riscos, barrancos y altos árboles a fin de lanzarse al vacío y tomar velocidad inicial. Así, remedando —un poco sin proponérselo quizá— a los ingrávidos ángeles que somos, intentaron mimetizarse entre la humareda de los volcanes, jugando con los vientos o los vellones de vapor que surcaban las alturas, entonces mucho más espesos. Quizá ellos también percibieran otro punto de vista diferente desde las alturas, lo que podría llevarlos a sitiales impredecibles en la escala evolutiva. Las formas —tan variadas como esperpénticas— de los nuevos aspirantes a dragones etéreos, les permitiría sin embargo eludir a los grandes carnívoros terrestres y atrapar alimentos en la superficie de las aguas con poco esfuerzo, pues los peces no esperaban ataques aéreos por entonces y retozaban superficialmente en su medio, despreocupados como escolares en vacaciones. Tampoco los insectos voladores (éstos fueron, justo es mencionarlo, los precursores del vuelo) esperaban cazadores en su medio, fuera de las grandes libélulas carnívoras. La vida tomaba por asalto un nuevo medio, casi como quien no quiere la cosa, con la ventaja de no ser esperados ni alertados por parte de quienes serían su aún desinformado alimento.  Miles de ciclos más tarde, las primeras especies precursoras de las aves ocupaban espacios usurpados, tanto en el aire como  la superficie.  No todos los protopájaros podían volar y muchas especies aún reptilíneas, basaban su supervivencia en la velocidad de sus patas, antes que en la resistencia muscular de sus torpes y paupérrimas alas, aún implumes. La carencia de dentadura de muchos reptiles posibilitó quizá el endurecimiento de sus mandíbulas, hasta adquirir forma de pinzas o torvos picos afilados. En tanto seguía para nosotros la larga espera por el devenir de las especies inteligentes.  Una espera que se iba tornando exasperante por lo prolongada. El Demiurgo, sin embargo, echó su mirada omnisciente hacia las proto-aves, a fin de esperar de esa especie el avance hacia la inteligencia, quizá por volar como sus Arcángeles leales, y ¿por qué no?  también como nosotros, pese a que no hemos menester de alas, ni nada parecido, pues que somos ingrávidos de origen. Lilith, Belial y Azraël se dividieron conmigo la tarea de producir mutaciones genéticas en muchas especies a fin de inducir a su mejoramiento e inserción en el árbol de la vida, con la muy remota esperanza de que en un lejano futuro, alguna de ellas alcanzase cierta autarquía irreverente e individualidad que lo hiciese posible. Para ello, debíamos extremar atención a todo el proceso y realizar un seguimiento a cada especie viva, para poder evaluar sus características, fisiología, alimentación y comportamiento ante situaciones de peligro o cambios climáticos.  Es obvio decir que, las circunstancias adversas, más que las favorables, son la que determinan los cursos de la evolución. Contemplamos periódicamente rebaños de veloces lagartos corredores, bípedos, picudos, de pequeña estatura huyendo despavoridos ante la irrupción de un carnívoro, también veloz corredor, pero solitario, bastante más corpulento, famélico y de fuertes y fibrosas patas. Nuestra invisibilidad nos permitía estar en casi todas partes sin tentar a los depredadores ni ser percibidos por ellos. Los gigantescos helechos y pinos carboníferos medraban en derredor, como apuntando con sus dedos acusadores al pálido sol, eclipsado por el humo de volcanes y nubes tormentosas que, de tanto en tanto, descargaban a más de agua, fulgentes centellas de aterradores estampidos, posibilitando la formación de ozono, uniendo moléculas químicas con sus descargas y creando más vida.  Tampoco entonces, la aparente lejanía del Primer Empíreo nos libró de la ominosa vigilancia de Sabaoth y sus huestes leales.  Lo sentíamos cada vez más cerca, como si éste dedujese que la Inteligencia estaría al llegar de un momento a otro y quisiera disputárnosla. Demás está acotar nuevamente que un “momento” podría durar miles de años o ciclos solares del planeta Urán.  De acuerdo a estos parámetro, muchos “momentos” nos aguardaban aún, pese a nuestra prisa y a la impasiva contemplatividad del Demiurgo, que parecía burlarse de nosotros los rebeldes, desde su cómodo sitial del luminoso Empíreo, situado en ninguna parte y en todas a la vez, como buscando la rectificación del círculo dinámico, auxiliado por la escuadra estática. La era jurásica discurría a paso de tortuga descerebrada, con su exuberante proliferación vegetal de bosques impenetrables, de especies multicolores, tan variadas como imposibles, en su  floración y altura, donde sólo los lagartos voladores podrían profanar sus elevadas ramas. De todos modos, la transmutación de las especies proseguiría, quizá con lentitud pero de manera inexorable y en un no muy lejano futuro aparecerían las primeras aves propiamente dichas en el planeta, alejándose cada vez más de sus antepasados reptiles y volando cada vez más alto y más lejos como intentando conquistar los astros imposibles e impasibles.

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Los esperpénticos cuan bizarros reptiles volantes del jurásico, fueron cediendo espacios a nuevas formas, más estilizadas, pequeñas y armoniosas, de vistosos plumajes irisados… con voces menos grotescas y chillonas que las de sus precursores reptiloides. Los grandes árboles del cretácico los albergaban en sus solidarias ramas y allí dieron en construir nidos para su reproducción. Pensamos entonces, que las especies capaces de burlar a la intemperie y construir refugios para su prole, delimitando además sus espacios vitales, eran un indicio alentador de futura inteligencia rudimentaria, tendiente a la conciencia de la individualidad; lo que nos llenó de momentáneo gozo ante lo que creíamos un gran avance biológico.  También el astuto Sabaoth pudo haber imaginado lo mismo, y procediera en consecuencia, apostando a los volátiles, quizá imaginándolos precursores angélicos para algún lejano futuro. Pero el tiempo transcurrido posteriormente hasta nuevas mutaciones, disolvió nuestro gozo en un decepcionante océano de hastío.  Pronto (os vuelvo a decir que es un decir), algunos pequeños mamíferos también dieron en construir madrigueras o nidos para refugiarse, guardar alimento o procrear, pero desechamos entonces la peregrina idea de una posible adquisición de raciocinio. El instinto seguía dictando pautas entre las múltiples formas de vida, cerrando el paso a la irrupción de inteligencia, al menos por entonces.  Esto nos indujo a deducir que faltaba algo que esas especies aún no poseían.  Nos propusimos saber en cuál de los órganos vivientes podría residir esa esquiva entidad; si en el corazón, en el aparato digestivo, en el esófago, pulmones, las extremidades, los extremismos, el cerebro o el paladar. Nuestros conocimientos de biología eran aún rudimentarios y empíricos, lo cual debería disculparse con absolventes indulgencias, pues que nos limitábamos a la observación pasiva, sin intervenir ni poder aprender en aún inexistentes libros o hipotéticas cuan inútiles academias, acerca de la vida orgánica. Las legiones de Arcángeles leales y rebeldes, diseminados por el cosmos cercano y galaxias limítrofes a ésta, se hallaban ya al tanto de algunos misterios, pues disponían de especímenes más evolucionados que los nuestros; pero de momento estábamos aislados de ellos. Si algo supimos, fue porque podíamos sintonizarnos a pesar de las siderales distancias que nos separaban y a las interferencias del Demiurgo.  La férrea censura  de éste era burlada, a veces, por nuestra fuerza mental, que abría cada tanto orificios de gusanos en el espacio profundo entre las galaxias, utilizando las corrientes cósmicas, magnéticas y gravitatorias que enlazan a todos los astros entre sí.  —Quizá deberíamos intentar comprender el por qué de cada órgano —dije cierta vez a Lilith en tono pensativo. —De lo contrario seguiríamos por una eternidad en experiencias aleatorias, sin descubrirlo.  En alguna víscera de esos seres debería residir su memoria y su depósito de sensaciones experimentadas. —Puede que debamos desarrollar el corazón de cada especie en curso —respondió Lilith. —Creo que en el corazón pudieran residir la intuición y el pensamiento. De lo contrario deberíamos replantearlo todo y empezar de nuevo, pero con especies mejoradas importadas de otros mundos más evolucionados y antiguos. Tal vez un mestizaje intergaláctico no vendría nada mal para aumentar las posibilidades de lograr un ser superior a éstos. —Opino que en el cráneo pudiesen residir esas invisibles entidades que elaboran el pensamiento —repuse, aunque sin estar demasiado seguro.  Como dijera antes, éramos entidades no físicas y carecíamos de órgano alguno, por lo que mal podríamos conocer aquello de lo cual habíamos menester. —Te propongo entonces esperar más, hasta que surgiera alguna especie de índole superior —sugirió Lilith, que si bien era una entidad carente de sexo “orgánico”, la reconocíamos como genéricamente andrógina, si no estrictamente  femenina. Es decir: pasiva, creativa, generatriz y operante; la que para los descendientes homínidos, eras más adelante, sería una entidad venerada por la futura humanidad con muchos nombres propios, representando a la fecundidad: Ishtar, Abraxas, Astarté, Venus, Gaia, Afrodita, Lilith, Cibeles, Belisanna, Pachamama, Ñande Syrenondeté, Amaterasu, Kwan Yin y muchas otras denominaciones más, según las culturas, aunque por entonces no tuviésemos idea de ellas, en medio de un paisaje salvaje y feraz, donde el instinto imponía su ley a rajatabla. Entonces ignorábamos que existiría alguna vez esa especie, indefensa en apariencia, sin garras, colmillos, alas o velocidad, a la que se daría en denominar “humanidad”, y que advendría millones de años después de los primeros mamíferos y aves. Apenas intuimos entonces que el ser inteligente evolucionaría de la rama de los mamíferos omnívoros de sangre caliente, a su vez descendientes lejanos de vermes marinos.  Nada más. Todo estaba entonces en una absoluta, cuan disoluta, nebulosa de conjeturas y suposiciones con escaso margen de fundamentos. Decidimos entonces, indagar en el centro de Urán a fin de descubrir si su magnetismo podría influir en el desarrollo de la inteligencia, tal como la concebíamos: en forma de ondas invisibles y velocidad vertiginosa de emisión. En vano hurgamos en profundas cavernas y depósitos de ardiente magma. Inútilmente revisamos las ténebres simas abisales y las infinitas criaturas —que pugnaban por sobrevivir en medios hostiles en apariencia:  aguas en ebullición, gases sulfurosos, frío intenso o presiones intolerables—, y, en todos los rincones más inhóspitos de Urán hallamos formas de vida —primitivas quizá, pero resistentes—, que intentaban adaptarse a esos medios poco favorables.  Penetramos con nuestras mentes en el interior de esas formas microscópicas para indagar sus experiencias, sentires y pasares, con nulos resultados. La Vida simplemente existía, pero no llegaba a ser.  Nuestras expectativas fueron burladas una vez más, o por lo menos postergadas hasta nuevo aviso, como dirían ahora los ineficientes e inútiles de siempre:  los políticos.

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La Vida seguía su rutinario pero desafiante decurso en el planeta, millones de años después de su condensación y solidificación. Apenas podíamos calcular el tiempo, por el recuento periódico de los estratos geológicos que se iban formando a causa de los elementos, la erosión y los temblores telúricos.  Capa tras capa de nuevo material orgánico, muerto o degradado, y minerales —entremezclados como en cambalache marroquí—, se acumularon desde mediados del jurásico hasta los principios de la era terciaria, donde los ya desaparecidos lagartos monstruosos de diminuta masa encefálica, iban siendo reemplazados por otros más pequeños, que intentaron adaptarse a los cambios climáticos, como retando desafiantes a los poderes invisibles. También los primitivos mamíferos cuadrúpedos o acuáticos, insectos, vegetales y aves imponían su presencia en los nuevos escenarios. De tanto en tanto, surgían estruendosas emanaciones volcánicas, fuentes de aguas hirvientes y ácidas; caían cuerpos errantes del espacio, aunque sin causar demasiados daños, salvo en zonas de impacto directo y adyacencias.  Selene servía a Urán como una suerte de escudo protector contra los cuerpos más grandes, evitando que cayesen devastadoramente en su superficie. De todos modos, los rayos y volcanes hacían lo suyo para devastar bosques y valles en forma selectiva, validos del elemento ígneo, pero por lo menos, muchos seres animados podían tener la posibilidad de ponerse a salvo de la furia tectónica y los elementos desaforados. Cierta vez, durante el jurásico, dos gigantescas rocas cometarias impactaron en Urán, dejando inmensos cráteres yermos en la superficie. Mucho antes, otro cometa desorbitado o quizá descarriado,  impactó en el océano occidental con desastrosas consecuencias, que duraron varios cientos de ciclos solares, cubriendo las alturas de vapor y cenizas espesas, que eclipsaron a Helios produciendo un atroz descenso de temperatura. Esto, inevitablemente pudiera haber extinguido a los megalodónticos lagartos de sangre caliente y a gran parte de la vegetación tropical del hemisferio afectado, perpendicular al eje de Urán, el cual casi se apartó miles de millas de su órbita.  Por fortuna en la actualidad tales fenómenos son poco probables y la humanidad podría prevenir las consecuencias con su tecnología nuclear. Pero entonces, a millones de millas de Urán se produjo otro cataclismo casi apocalíptico en el quinto planeta del sistema de Helios: la desintegración del planeta Druth  situado más allá de la órbita de Areth (antiguamente llamado Phaeton), a causa de una colisión de carambola, con una de las lunas alejadas de Zeus, por entonces sexto planeta, los cuerpos rocosos estaban muy cerca de Urán. Con el tiempo, los corpúsculos del destruido planeta quedaron orbitando plácidamente entre el cuarto y el luego quinto mundo solar.  Escasos son los que osan abandonar dicha órbita atraídos quizá por la fuerza gravitatoria de Helios, o simplemente al ser desplazados a causa de impacto de rocas, provenientes de más allá del sistema.  La colisión entre cuerpos y corpúsculos celestes es harto común en todas las galaxias y sistemas. Incluso entre estrellas y galaxias suelen darse encontronazos apocalípticos, como en cualquier familia que se precie de tal.  También muchos soles, una vez agotados sus hornos termonucleares, acaban sus días estallando o convertidos en estrellas enanas de alta densidad y vertiginosa rotación —creo haberlo mencionado—, destruyendo a sus planetas y todo cuanto contuvieran, vivo o no, en su área de influencia.  Entre el jurásico y el cretácico, millones de ciclos dejaron profundas huellas en la superficie de Urán, en los abismos marinos y en las formas de vida, que desaparecían paulatinamente dando lugar a otras formas, cada vez más evolucionadas, pero la inteligencia seguía aún ausente pese a nuestros desvelos.  Siglos atrás —de nuestra era actual en que os relato mis memorias—, un obispo Irlandés llamado James Ussher, escribió doctoralmente: “en el año de Gracia del Señor» de 1650 —el mundo fue creado por Dios, a partir del domingo 23 de octubre de 4004 antes de Cristo, a las 09:00 horas, por lo que recién el sábado siguiente, 30 de octubre, pudo descansar.”   A partir de ese momento, la creencia oficial de los adictos a Sabaoth, alimentada por delirantes profetas de lo mítico, tomó cuenta de dicha afirmación condenando como herejía blasfematoria cualquier opinión en contrario. Aclaro esto, por cuanto los partidarios del Demiurgo intentan constantemente —aún hoy en pleno siglo XXI—, minimizar el maravilloso pero prolongado proceso que diera origen a la inteligencia, aunque muchos seres, como el obispo Ussher y ciertos políticos contemporáneos, nos dejasen serias dudas al respecto. Y tal vez hasta subvalorasen la fatigada inteligencia de homo sapiens-sapiens, como si éste fuese algún  retardado, aunque, es cierto que muchos de ellos creen aún en fábulas y mitos mágicos y desdeñan lo verdaderamente espiritual.  Fue la época del obispo Ussher, el período más negro en la historia del fanatismo religioso (fuera de las grandes guerras), en que la tortura inquisitorial rompiera todos los límites de la crueldad, de acuerdo con el testimonio de un Arcángel rebelde (Sitaël) encarnado en la persona de Johann Matthäus Meyfarth, en Alemania. Este describió con lujo de detalles las torturas sufridas por seres humanos, hombres, mujeres, niños y ancianos, en manos de la clerecía inquisitorial y sus verdugos entre 1600 a 1670, lo que os citaré más adelante, si tenéis la paciencia de seguirme, amados discípulos. Por ahora, tornaré a los fines del jurásico para no salir del tema. Peces óseos, moluscos, nudibranquios, medusas, equinodermos. gusanos, insectos, arácnidos, crustáceos, aves, reptiles… imponían su constante y multitudinaria presencia en el planeta, entre los rododendros, filodendros, helechos gigantes, palmáceas, sigilarias, lepidodendros, araucarióxidas, algas acuáticas y millones de especies más, de vegetales, hongos y musgos. El pérmico iniciaba su largo y húmedo reinado sobre el planeta, creándose paulatinamente millones de especies más, de acuerdo a los nuevos parámetros climáticos de este mundo.  El gran continente único original, ahora llamado Pangea o Gondwana, se iba dividiendo por deriva, alrededor del eje planetario. Algunas especies dieron en quedarse en determinadas porciones y aislarse de otras.  Todo ello, motivó, como dijera, la diversificación de los microclimas y substratos subcontinentales que produjeran mutaciones en animales y plantas. Muchas especies prefirieron emigrar buscando climas familiares antes que  adaptarse localmente a los cambios. Algunas plantas emigraron, a su aleatoria manera; como semillas indigestas en el vientre de aves migratorias, empujadas a vuelo por el viento y cientos de modos más, a cual más escatológico. La precisa rotación y translación, posibilitaba equilibrio entre luz y oscuridad, y cambios estacionales, entre equinoccios y solsticios. Esto permitía ciclos regulares a los seres vivos, para las búsquedas de alimento, seguridad, nido, parejas, reproducción, crecimiento y reposo.  Pero el instinto era el real monarca de la vida, y lo seguiría siendo por millones de ciclos más. Y para millones de seres ¿humanos? de la actualidad, aún sigue siendo el amo que los maneja a su antojo.  Fijáos si no, en sus líderes políticos y religiosos, cómo os manipulan (o procuran hacerlo) con frases hechas, lemas, salmodias u oraciones programadas de melancólica recitación repetitiva, como para alimentar al instinto que no al espíritu. El endiosamiento de las fuerzas desconocidas, que rigen el preciso movimiento de las esferas cósmicas, es un fenómeno que sólo se ha dado con el advenimiento de los homínidos y no antes.  En épocas remotas, sólo el temor era el límite a la audacia de los seres vivos.  Luego de superar en algunos casos el temor a las dificultades, surgió el temor al más allá de la vida, especialmente a partir de las culturas mesopotámicas, que vieron en dicho temor a la más eficaz arma de dominación de masas.  Recordad pues, que las religiones son culturas más afines a lo político o geopolítico, que a lo espiritual o metafísico. Y hasta diría que su intrusión también abarca el ámbito económico. El chamanismo animista, ignorante de doctrinas, dogmas, culpas, y panteones metafísicos, en cambio es más intimista y espiritual, pues no busca el sometimiento masivo a encíclicas, bulas,  enchiridiones, templos o sectas, sino el contacto con los seres elementales que rigen los ciclos naturales, o la transcendencia a los mundos paralelos que habitan en el interior de cada uno.  Además, el chamanismo no busca réditos ni diezmos, lo que es indicio de pureza mental.

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Las aves, gráciles e ingrávidas, conquistaron los cielos como si tal cosa, diversificándose en colorido, voces, costumbres, técnicas de construcción de nidos, alimentación y cuanto las especies voladoras podrían precisar para subsistir en un mundo aún joven y feraz.  Muy atrás quedaron los pteranodontes, ranforrincos, herperhornyx, archeópterix y otros mostrencos alados del jurásico. Nosotros los rebeldes, supimos que una nueva era se aproximaba y estábamos dispuestos a seguir el juego a la evolución natural, sin interferir en ella más de lo estrictamente preciso.  Obviamente, al diversificarse las especies también aumentó el número de víctimas propiciatorias, ya que es ley natural el “alimentáos los unos de los otros”.  Pero las aves no sólo devoraban insectos, gusanos, moluscos, peces o pequeños mamíferos; sino además plantas, frutas, semillas y hasta pequeñas raíces; a veces hasta otras aves, aunque no siempre incurrían en el canibalismo. Pensamos entonces que la diversificación —politrófica y balanceada— de los alimentos, quizá aparejaría una relativa aceleración del proceso evolutivo. En alguna sustancia, vegetal, animal o mineral se hallaría sin duda la “piedra filosofal” de la inteligencia.  Pero tampoco sabíamos ni conocíamos en qué elemento organico podría residir esta facultad, ya que siendo nosotros entidades incorpóreas inteligentes de origen, si bien teníamos noción de las cosas, no adquirimos nada que no fuese fruto de una empírica observación de los procesos cósmicos. Los Arcángeles rebeldes somos omniscientes y sabios, como el Demiurgo y sus huestes albas, pero al ser expulsados del Primer Empíreo, perdimos ciertas facultades y parte del poder de transmutación que nos haría acelerar el proceso alquímico. Apenas podíamos seguir siendo testigos presenciales de la evolución a través de las eras de las eras y el discurrir de los siglos de los siglos —amén—, hasta que apareciese el primer individuo de una especie aún ignota, que se atreviera a ser algo más que parte de un rebaño de estólidos cuadrúpedos mutantes.  Alguien que tomase de pronto conciencia de ser y sentir el tiempo presente, extendiendo sus facultades; más allá del mero existir como simple recolector de alimentos, cazador de presas o constructor de refugios para guarecerse de los elementos; para erguirse en hacedor y artífice de sus desatinos.  Un ser que descubriera las maneras de utilizar los elementos para alterar el curso de la naturaleza; que aprendiera constantemente de sus yerros, para alcanzar altas cotas de supraconciencia emocional. Un ser, aún no sido, que pudiera transmitir al futuro sus experiencias —en el plano del tiempo que le tocase transitar— vividas en el planeta. Un sujeto que hiciera su propia historia y reinase sobre los demás seres —animados o inanimados—, sin destruirlos ni abusar de ellos. Un habitante alma de la carne perecedera y reciclable, dueño de sí mismo y parte de lo existente, que sepa compartir; un aliado nuestro, que nos transmitiera sus impresiones, sensaciones y sentimientos de gozo, alegría, tristezas o iracundia; siendo nuestro discípulo y a la vez nuestro maestro, en una simbiosis singular de reciprocidad cooperante. Nada más y nada menos que esto, era lo que buscábamos entonces, en un mundo aparentemente caótico y múltiple en su singularidad, como singular en su multiplicidad.  En tanto, en cientos de miles de mundos se gestaban acontecimientos, quizá ajenos a Urán, o tal vez similares, pero la magnitud del cosmos lo admitía todo; hasta la probabilidad de mundos gemelos o de similares condiciones físicas, o sistemas binarios con mundos de lunas múltiples, como los vi en Cassiopeia, en Sirio y más allá. Las posibilidades son infinitas y las formas de vida igualmente transfinitas. La creación: intencional, planificada o aleatoria, es una de las maravillas del universo pero escapa a la paupérrima visión de los zafios sacerdotes del Demiurgo y huye de sus vanos entendimientos como de la peste. Estos esquizoofrénicos ¿iluminados? prefieren creer que un hipotético dios único, macho, vengativo y terrible, lo hiciera todo ¡en una semana! y tomándose un merecido descanso; como si realmente se hubiera fatigado de dispersar estrellas al azar, de hacer rodar esferas, empollar huevos, asperjar semillas, regar bosques o fracturar costillas masculinas para generar hembras.  Las ciencias de la física y la escatológica metafísica no están muy de acuerdo en la evolución del cosmos, pero tampoco es para preocuparnos demasiado.  Poco a poco lo iréis descubriendo y a medida que fueseis develando los misterios, os irán apareciendo más preguntas que respuestas. Pero así es el conocimiento; como cajas chinas o matrushkas rusas.  Así es el pequeño universo contenido en el átomo, en apariencia indivisible.  Los mundos posibles y probables, quizá superen a los conocidos o reales en cuanto a diversidad de seres vivientes, materia inerte de desconocida clasificación en la física o elementos ajenos a nuestra percepción. La insondabilidad de cuanto abarca el universo apenas conocido, está en concordancia con nuestra ignorancia acerca de nuestro propio mundo y sus incontables criaturas. E incluso el propio interior del Hombre ha sido mezquinamente explorado, hasta hoy, por muy pocos soñadores y guías pseudo espirituales, tan desconocido como la Antártida o algún quasar perdido en los abismos cósmicos.  El Hombre, sigue siendo un signo de interrogación y una “X” para sí mismo. Su ignorancia, aunque disfrazada de lauros académicos, sobresale en el contexto de su propia naturaleza.  Existen aún miles de peldaños que ascender en la escala evolutiva, pero ahora ya no tenemos prisa.  Al menos, no tanta como al principio.

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Hechas estas digresiones, he de proseguir mi relación de cuanto aconteciera en remotas eras, en espera del surgimiento de la inteligencia orgánica; o la irrupción de alguna manifestación de originalidad creativa, que sugiriese indicios de un incipiente despertar de aquélla. Ciertos mamíferos acuáticos gigantes, dieron por esos tiempos en desarrollar un rudimentario sistema de comunicación, parecido a lenguaje sonoro, que Lilith, Anaël y yo nos dispusimos a desentrañar.  Tras realizar un seguimiento de dichos seres, comprobamos que estaban intentando salir a suelo firme, pero aún no se decidían a hacerlo por temor a no adaptarse al nuevo medio, ya que algunos peces pulmonados estaban retornando, poco a poco, a las aguas tras frustrantes e infructuosas incursiones en secano. Necesitarían de mucha humedad para mantener sus organismos funcionando, y además sus torpes aletas, apenas devenidas en ambulacros rudimentarios, no les permitirían desplazarse en tierra firme, salvo como anfibios cojitrancos, lo que los haría presas fáciles de los más dotados predadores terrestres, por entonces habituados al medio y jugando de locales, como dicen los futboleros de la quinta Era de la Barbarie. Nos produjo honda impresión el hecho de que pudieran comunicarse algo más que señales de peligro, entre esos seres: ballenas primitivas; bastante más grandes que las actuales, toninas gigantes y delfines, e incluso algunos mamíferos acuáticos, carnívoros, de filosa dentadura. Aunque eran éstos cariñosos con sus proles y congéneres, no hesitaban en destrozar y manducarse a especies similares. Juzgamos entonces que de entre los mamíferos saldría alguna singular especie mutante, tendiente a desarrollar facultades de raciocinio o emocionalidad creativa, tal como nosotros las concebíamos por entonces. Para salir de dudas, me comuniqué con el maestro Luth Baal a fin de que aclarase cuanto de dubitaciones hubiera entre nosotros.  Primus dubito, ergo sum:. —La inteligencia no será simplemente cuanto imaginamos o querramos creer, o cuantas verdades creamos enunciar —nos dijo Luth Baal. —Será también el poder sentir emociones y tener conciencia del otro; poder reconocer nuestras limitaciones y ejercer la autocrítica hacia nuestros actos.  La soberbia de creernos dueños de algunas verdades aparentes, no es sino necedad. La humildad excesiva de los autosuficientes también es sospechosa. Si no peca de altiva soberbia, lo hace de inseguridad, al creerse idóneos… pero no tanto, para cualquier cosa.  La inteligencia no será sólo el poder vencer obstáculos con el pensamiento, sino luchar contra los propios abismos interiores que todos llevaremos cual pesado lastre en nuestro pensamiento: el prejuicio, entre ellos. Esperad a encarnar en los futuros seres inteligentes y veréis a qué límites podréis llegar en cuanto a excesos, bajezas y crueldades. También las almas leales a Sabaoth lo experimentarán, pues que la dualidad y la dicotomía son inseparables. —¿Habéis hallado inteligencias en otros mundos? —pregunté a algunos acompañantes, venidos con Luth Baal desde el quinto Empíreo que señoreaba el cúmulo galáctico vecino. —En mundos más antiguos que éste, sí —respondió Thurmaël, recién llegado de Orión.  —Pero una vez cumplido su ciclo, desaparecieron como especie.  Mientras evolucionaron hacia la inteligencia, duraron más en el tiempo; pero una vez aferrados a la misma, comenzaron a competir entre ellos mutuamente aniquilando a sus mundos de mil modos, a cuales más cruelmente creativos.  Podrían darnos una ayuda y descubrir cuál de las especies que medran en Urán ha de evolucionar por sobre las demás seres —sugerí al Arcángel Nuthaël, otro de los acompañantes de Luth Baal. —Nos ahorrarían cientos de miles de ciclos solares que podríamos destinar a otros menesteres más… digamos creativos y lúdicos. —Sería inútil  —me respondió Nuthaël. —Todo debe seguir como estaba planeado.  Cada quién ha de observar en sus mundos y determinar por sí, a qué especie dar seguimiento. Y si apareciera la Inteligencia Emergente en escena, no hacerle frente ni desafiarlo a revancha, sino mostrar lo bien que lo hacéis sin su ayuda o intromisión. —No creo que la Inteligencia Emergente nos dejase hacer —repuse. —Si anda por aquí, será para obrar su voluntad, nada más.  Su megalomanía exige sumisión absoluta a su potestad y todo pensamiento libertario va contra su egolatría poderosa.  A veces, hasta creería que su ego supera a su omnisciencia. —Su voluntad también es la nuestra —me recordó Nukhaël, el Arcángel verde de Pleidæ A. —Todos queremos ver a organismos inteligentes en acción, pasión y  crecimiento, en nuestros mundos.  Hasta el Demiurgo lo querría, aparte de sus Arcángeles,  tronos, potestades, serafines, querubines y archidones de la jerarquía.  Estos tampoco son corpóreos, al igual que todos nosotros.  No pueden transmitirle nada que Él ya no lo sepa.  Sabaoth, al igual que nosotros, necesita de la inteligencia, con su envoltorio de carne y hueso para alimentarse de ella, para crecer con ella, para aprender con ella, hasta extinguirla y crear o servirse de otra especie más evolucionada… como la de Sirio, que hasta exportó algunos ejemplares a Urán.  Sólo que llegarán en un millón de ciclos solares más. Pero llegarán[2]. Debí admitir que así era.  Sabaoth necesitaba una especie inteligente, o varias, tanto como nosotros.  Luth Baal, a quien posteriormente los pseudo inteligentes adictos a Sabaoth, denominarían “Lucifer”, a causa quizá de sus atributos creativos —o por razones aparentemente ajenas a lo celestial—, me indicó que mucho faltaría aún para la era de los mamíferos bípedos que originarían alguna especie inteligente, de ser posible.  El andar erguido sobre dos extremidades le posibilitaría más riego sanguíneo en su organismo, aunque le restase velocidad para escapar de sus enemigos tróficos. Pero al mismo tiempo, podrá utilizar sus extremidades superiores —libres del peso del cuerpo— en tareas auxiliares de subsistencia, como asir objetos o valerse de piedras y palos para cazar.  Aunque pudiera ser que, el prolongar el alcance de sus extremidades, quizá lo tornase extremista en exceso convirtiéndose en caníbal, es decir; alimentándose de sus congéneres, de faltarle otras opciones nutritivas, o simplemente exterminarlos porque sí, como ha ocurrido. De seguro la inteligencia podría seguir rumbos imprevisibles, y sus opciones de ramificación serían infinitas.  La crueldad no era de las menores posibles, como lo comprobaríamos a posteriori. Esta dudosa cualidad, de poco serviría entre seres incorpóreos e inmortales;  pero con cuerpos perecibles, otra fuese la historia… de la histeria.  El temor ante la cercanía de la muerte o el dolor, tornaría a los seres perecibles excesivamente cautos, astutos y crueles sin necesidad. Ya hemos tenidos experiencias en otros mundos, según relataran mis compañeros, que en nuestra misma galaxia siguieron el desarrollo de la vida con harta antelación a la de este planeta. Quizá las condiciones de los otros mundos situados entre Syrius y las Pléyades, con mayor índice de radiactividad y dobles sistemas de soles contra-rotativos, hizo que la vida de esos mundos evolucionara a mucha mayor celeridad, acabando finalmente por destruirse mutuamente en guerras de alto impacto ambiental, como dicen ahora los que se erigen en tardíos defensores del planeta… cuando poco queda por degradar.

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La Era Terciaria se dio con la proliferación bestiaria de vida en mares, bosques, valles, pantanos, ríos y montañas, con profusión de formas a cuales más estrambóticas y bizarras. Al menos para nuestros gustos estéticos. Nada satisfaría aún nuestra harta necesidad de compartir con seres afines a nosotros, aunque en opinión de Luth Baal las incipientes manifestaciones de inteligencia, no serían otra cosa que gozar de la compañía de una mascota juguetona y graciosa, cuyas cabriolas intelectuales y cognoscitivas, quizá apenas nos produjeran hilaridad antes que sentimientos profundos.  Podía imaginar al Demiurgo Sabaoth, incitando al futuro ser inteligente a rendirle pleitesía y vasallaje, mientras le dosificaba a éste sus supuestos “dones” de subsistencia, a fin de impedirle el libre albedrío y el desarrollo de una ciencia que le permitiese descubrir los secretos del cosmos y su origen.  El egoísmo del Demiurgo superaría su estado espiritual, para convertirlo en una suerte de tirano vampirizador de voluntades, devociones y sensaciones; pero sólo lo lograría si mantuviese al ser inteligente en la sospechosa inocencia de la ignorancia, vedando su acceso al Conocimiento y a la investigación del porqué de las cosas. Para tal fin, le bastaría con acentuar creencias en el fetichismo mágico con máscara religiosa, aunque renegasen de éste los acólitos del Demiurgo.  Quizá se le ocurriera a Sabaoth que un ser así, la pasaría en la pasiva contemplación de lo absoluto, tornándose inofensivo para los dogmas de las instancias superiores de la jerarquía cósmica. Esto —al menos en mi interpretación individual— movería la terrible voluntad de Sabaoth el iracundo, bebedor de sangre y aroma de huesos calcinados de corderos perfectos inmolados en su honor.  Hasta primogénitos —de la propia estirpe del que sería su pueblo elegido—, fueran sacrificados a su presuntuosidad, desde hace menos de seis mil años, en Mesopotamia. Pero ello ocurriría en la edad mítico-histórica, más de dos millones de años después de recibir el Conocimiento.  Y que conste que muy poco incitaríamos a los primates a ingerir frutos prohibidos de paradisíaca y alucinógena índole; sino que quizá más bien lo hiciesen por mera diversión, lúdicamente si se quiere.  ¡Pero es así que el conocimiento penetra en las reconditeces más profundas del ser!  No siempre la letra con sangre entra. Quizá el pitecanthropus ludens precediera en mucha demasía al homo habilis en la escala naciente entonces, en medio de un paisaje tan exuberante como inestable y alborotador. ¡Cuántas veces un temblor del suelo echaría abajo a tribus enteras de antropoides, con todo y árboles! La memoria aterrada de situaciones-límite perduraría genéticamente en sus células, por miles de generaciones.  ¡También perduraría en las nuestras, por cuanto nos la transferirían aquellos seres corpóreos y reciclables como papel usado!  Al menos una vez, algunos individuos de una especie de mamífero acuático salieron del mar para medrar en suelo firme… y casi lo lograron.  Mas luego de un intento de vivir como anfibios en ríos de agua dulce, y como terrestres, tetrápodos mamíferos de corpulentas patas, tornaron al mar, milenios después, a causa del acoso procaz de predadores desinhibidos, que hallaron deliciosas sus carne seguramente.  Las ballenas prefirieron enfrentar a los carnívoros marinos, antes que sobrevivir en un medio extraño, volviendo a recuperar aletas natatorias, que casi se estaban transmutando en rudimentarias extremidades ambulatorias, como se ha dado con ciertos cetáceos o cánidos marinos, aunque estos últimos aprendieron a medrar entre los helados páramos polares, entre las aguas y el hielo firme. Constatamos que sus cerebros habíanse desarrollado hasta permitirles un rústico sistema de comunicación, pero no era éste lo suficientemente activo para salir de las redes del instinto.  En tanto, los terribles plesiosaurios, elasmosaurios e ictiosaurios, estaban extinguiéndose con prisa digna de mejor causa, a consecuencias de misteriosas dolencias, quizá provocadas por microscópicos parásitos o cambios climáticos extremos.  Las ballenas podrían vivir tranquilas por unos millones de ciclos más, hasta la aparición de japoneses, finlandeses y noruegos, aunque cuidándose de otros cetáceos como las fieras y megalodónticas orcas, que comenzaba a medrar en los grandes mares fríos y atacaban a sus crías con harta ferocidad, sin importarle el parentesco con aquéllas.  Nuevamente cundió el cíclico desaliento entre nosotros, en la certeza de continuar esperando la eclosión tardía de la inteligencia.  Mientras, las galaxias seguían en su hierática, indiferente y eterna danza, salpicando estrellas, alejándose unas de otras, desde el centro del cosmos hacia los abismos exteriores. Desde insondables distancias, las nebulosas y los quasares derramaban enormes masas de energía en todas direcciones; ajenos totalmente a cuanto pudiésemos haber concebido acerca de ellos. Nuestras ansiosas expectativas se empequeñecían a medida que el cosmos crecía, en fuerza y luz.  La telaraña gravitatoria se entretejía cada vez más tupida; la vida en sus entrañas tornábase más pletórica y diversa, como desafiando a la aridez del tiempo y a la quietud del espacio; inmóvil en apariencia, como la noche eterna que incuba en sus entrañas, apenas perforadas por ramalazos efímeros de fotones en movimiento. Urán seguía siendo objetivo atrayente de cuerpos caídos desde el espacio, aunque la mayoría apenas eran mayores que frutas. Los mayores en tamaño, si pasaban los límites del “escudo” selénico por su gran velocidad, caían en los mares provocando terribles oleajes; o en el suelo con su secuela de devastación, exterminando a buena parte de lo allí existente.  El cinturón de rocas que orbita en torno a Helios, más allá de Areth, nos regalaba de tanto en tanto algún bólido sideral, pese a que muchos se desintegraran sin tocar el suelo, fragmentándose al ingresar a la atmósfera del planeta. Para entonces, los grandes lagartos fueron desapareciendo hasta extinguirse, quizá como una forma de adaptación o como contribución al bienestar general. Sus descendientes decrecieron en tamaño aunque no en voracidad; pero por lo menos diversificaron su dieta, evitando caer en el monotrofismo, acercándose de esa manera a los mamíferos y aves omnívoros. De todos modos, nuestra misión era proseguir en pos de la vida inteligente en el planeta Urán, y no sería la tiranía del tiempo la que nos haría desistir de ello.  Luth Baal se aproximó a nosotros a fin de darnos ánimo para proseguir. —Pronto cambiará la configuración de este planeta, hijos míos, y se normalizarán las condiciones climáticas; disminuirán los temblores y erupciones volcánicas de magma —nos indicó el maestro Luth Baal, como intentando potenciar nuestro alicaído optimismo. —No debéis preocuparos por el tiempo, pues si bien es cierto que con el advenimiento de la inteligencia habréis de lograr el éxito parcial, allí recién comenzará vuestra verdadera tarea de titanes y cíclopes de tres ojos. Hasta ahora os limitasteis a observar y seleccionar especies para el futuro; luego tendréis el summum de las tribulaciones, pues que el ser inteligente del advenimiento futuro será, por millones de años, un niño malcriado que precisaríais orientar, corregir y si necesario fuere, castigarlo con sangre, sudor y lágrimas. ¡Y cuidáos de él, cuando alcance la pubertad, porque será indomeñable!  —De todos modos, nos gustaría saber cuándo será el advenimiento de esa especie atroz y sublime a la vez  —repuse. —Es justo y necesario preverlo, a fin de saber a qué atenernos. Especialmente si la Inteligencia Emergente desea hurtarnos la gloria del descubrimiento.  Por de pronto, ya nos ha birlado parte, si no todo el mérito de lo creado, pero no es para desesperar —exclamó Lilith. —De seguro querrá participar en todo el proceso con Él iniciado, y no lo hará sin nuestra ayudita.  Recordad que Él sólo dispone ahora de la potestad sobre los elementos agua y aire, y sus legiones manejan el elemento etéreo que alienta a la vida, pero el fuego y la materia sólida están bajo nuestra potestad.  Muy a su pesar el Demiurgo deberá contar con nosotros para llevar adelante, hasta su conclusión, todo el proceso de la creación. Por fortuna, conservamos las potestades mencionadas desde mucho antes del cisma. ¿Quién se atrevería a quitarnos lo bailado y cantado? —De igual modo, también nosotros debemos depender del Demiurgo en algunos aspectos del azaroso devenir de la Vida —exclamé. —No hay manera de hacerlo todo nosotros solos. Especialmente cuando nos hemos rebelado, ante lo que Él creía su exclusiva potestad: crear la chispa generadora de vida. Nosotros también lo pudimos hacer, pero Él tuvo más propaganda de sus habilidades, por parte de sus acólitos mensajeros[3] y en lo futuro, las especies inteligentes le atribuirán ese mérito, olvidando nuestra participación como parte, escindida pero inseparable, de su esencia. —Por fortuna en algunos mundos, se pudo llegar a la evolución inteligente sin la intromisión de Sabaoth (Este nombre lo pronunciamos muy respetuosamente, como verán, pese a nuestras diferencias) —afirmó Luth Baal. —Pero el experimento no duró demasiado, sin que se llegase al autoexterminio de esas especie, por un quítame allá esas pajas. ¿Es que la inteligencia tiene tendencias suicidas? ¿O quizá le faltase algo que la llevaría a la perfección de no haberlo menester? ¿O tal vez precisara algo misterioso e inasible, como la pueril capacidad de maravillarse. —Algunas fallas habrán ocurrido con esos seres de otros mundos —dijo Belial. —De lo contrario, se habría logrado el objetivo de restituirles la chispa del espíritu divino, inmutable y perfecto.  Y a eso querríamos llegar con el Demiurgo y sus fieles. Hasta ahora somos un devenir, un no-ser, pero siendo, sin abusar del oxímoron o el gerundio estático presente siglo a siglo, aquí y ahora. —Ya lo descubriremos, hijos míos —exclamó Luth Baal con cierta resignación no exenta de esperanza. —Nada existiría en el cosmos que escapase de nuestra mirada sutil y aguda de vigías espirituales.  En estos millones de ciclos solares, ya hemos descifrado el misterio de la transmisión genética, de los caracteres morfológicos de los seres que medran hasta ahora en este planeta, inestable como el carácter del Demiurgo.  Lo descubriremos desde su génesis. Ya lo veréis.

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De momento quedamos conformes y nos preparamos para las eras que vendrían, siempre arrastrándose éstas como gusanos asténicos. En tanto, los rebaños de pequeños mamíferos, semejantes a los caballos actuales —aunque bi-ungulados, de apenas dos palmos de alzada—, correteaban por las húmedas y verdes praderas del cuaternario cenozoico, buscando alimento, aguadas y yeguadas.  Más allá, veloces aves corredoras gigantes huían de predadores mayores, aún no extinguidos, quizá por dubitativos o tercos.  En los mares cálidos, el temible selacio carcharodón megalodón nadaba, con majestuosa elegancia de ballerino, buscando presas, sin prisa, con las que satisfacer su voracidad perpetua y voluptuosa. Medusas poliformes y veloces trilobites multípodos, sobrevivientes del silúrico, nadaban displicentemente por las profundidades, esquivando a los posibles enemigos, o simplemente curioseando su entorno.  Si no fuese por la eterna lucha de la supervivencia, hasta diría que el planeta marchaba en forma armónica y sin novedad, como cuartel de boy scouts.  En realidad, el drama cotidiano de millones de individuos huyendo de sus predadores sería aterrador, de haber estado nosotros en el pellejo de esos seres, que perseguían y eran a su vez perseguidos por los más grandes. No sabíamos demasiado aún lo que buscábamos, salvo su deseable cualidad principal: la inteligencia; esa esquiva entidad casi metafísica, que parecía querer burlar a la carne y hurtar el bulto a la responsabilidad individual de los futuros seres, de los cuales debíamos aprender los secretos de la materia, quizá hasta penetrando en las entrañas del átomo.  Teníamos ya la potestad de indagar acerca de cuanto los seres alentaban y hurgaban en substratos familiares, con férrea ansiedad aún no asumida. No podíamos, sin embargo hacerles expresar cuanto sentían durante sus breves existencias vitales, harto instintivas, rudimentarias y alienadas. Necesitábamos que la bullente vida pudiese gritar sus emociones efervescentes, mal contenidas en tantos eones de multiplicarse, dividirse y perecer cada vez más.  ¿En eso consistiría el misterio de la vida?  ¿Se comportarían los futuros seres inteligentes como verdugos, sacerdotes degolladores, cazadores-recolectores? ¿Se exterminarían entre sí?   Cuando se produjese el advenimiento del ser-luz, en un hipotético futuro, lo bendeciremos… por si acaso no le diese por la autofagia. Es que pudimos llegar a vislumbrar a muchas especies que, acosadas por la falta de presas, comían a sus congéneres y de faltar éstos, se comían a sí mismos hasta quedar de ellos apenas mandíbulas insatisfechas al acecho ¡diablos!  Esto merecería algunas reflexiones. Ya sabíamos de algunas razas extra galácticas de altísimo nivel de civilización, pero ello se debió a que no renunciaron en su momento al pensamiento puro, y con el tiempo, abolieron la palabra por no haber menester de ella para comunicarse. Es decir, no conocían la mentira que las palabras esconden, ya que al dominar la mente no pudiera haber secretos, una de las principales causas de conflictos y roces.  Pero estas especies estaban muy lejos de nuestra galaxia, como para intentar un mestizaje cósmico. Largos milenios duró la bestialización de los continentes, con una variedad nunca vista de especies vivientes. Desde los estólidos mammuth, hasta diminutas musarañas de no más de cinco a seis centímetros de vuestra escala métrica. Había además alimento para todos y mutuamente se encargaban de no excederse en el consumo de recursos. Pero esto, lo programaba el instinto colectivo de las especies, pues que éste no es individual, por más que lo pareciera. Los mares y los aires también gozaban de la presencia de multitudes de seres que se disputaban el espacio vital en darwiniana armonía.  Y de seguro, en verdad os digo, que, tal armonía en medio del caos de un planeta salvaje, duraría hasta la ascención de la inteligencia. A partir de allí, podría mejorar… o empeorar el caos ambiental, duramente equilibrado hasta entonces. Descubrimos que algunas especies vivas desarrollaban una suerte de misteriosas percepciones extrasensoriales, tanto para orientarse, como para presentir presencias, invisibles a otras especies, o comunicarse entre sí telepáticamente.  Algunas aves, parecían captar las corrientes magnéticas que circulaban de sur a norte, tan fuertes, pero tan tenues que nosotros no podíamos percibirlas, sin internarnos dentro del planeta. Presenciamos, no sin asombro, tales manifestaciones del poder del instinto. ¿Sería posible lograr que éste conviviera con la Razón en un mismo cuerpo inalienable?  No lo sabíamos entonces, pero barruntamos que sería casi imposible, ya que el instinto es subjetivo y la razón sería objetiva.  Si el instinto me indicase peligro, por ejemplo, y mi razón se empeñase en comprobarlo objetivamente, podría sucumbir al hacer poco caso del instinto. Pero si obrase sin razonar, también habría posibilidad de equivocarse.  Tal era nuestra atroz disyuntiva entonces, en saliendo del cretácico y avanzando hacia el cenozoico inferior. ¿Qué podríamos imaginar entonces acerca de la dicotomía instinto-inteligencia?  Apenas muy poco, ya que nuestra omnisciencia debía ser retroalimentada, y no precisamente por bestias.  Tendríamos que seguir observando con harta paciencia y apenas “incitando” a determinadas especies a variar de rumbo en sus costumbres en una u otra dirección, hasta converger a estados superiores de la vida biológica, en que no dependiese de la aleatoriedad para sobrevivir, sino que pudiera prever sus circunstancias. Aunque quizá la inteligencia más lúcida pudiese no prever ciertas variables ajenas a lo usual, como a menudo sucede entre nosotros los Arcángeles.  De todos modos, intentaríamos todos los caminos posibles para lograrlo. ¡Menos el de la pasividad y la resignación!

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A cada amanecer de una nueva era sideral, nuestras expectativas y esperanzas crecían y decrecían cíclicamente, como las precisas estaciones equinocciales y los solsticios, concatenados entre sí. Urán estaba aún en la niñez o infancia conceptual, pletórico de vida y uberrimidad. Pasarían muchos miles de millares de ciclos para que nuestros mundos cambiasen sus primigenias denominaciones cósmicas; más que nada, gracias a la diversidad de sonidos lingüísticos que brotarían en lo futuro, y no precisamente en Babel, esa precursora antigua de las inoperantes Naciones Unidas. Pero entonces, fuera del susurro de los vientos, el trueno de los refucilos, los temblores del suelo y los volcanes, o los ásperos chirridos de las criaturas aéreas, el silencio conceptual más procaz imperaba en el orbe que circunvoluciona en torno a Helios.  El desconocido verbo de la comunicación entre seres conscientes, aún no había sido pronunciado y nosotros no tuvimos más remedio que aguardar un tiempo más, pero sin replegarnos ni apearnos equívocamente de nuestras aspiraciones.  Miles de ciclos transcurrirían desde entonces, no habiendo evolucionado más que los insectos, moluscos, las aves y muchos peces, tanto marinos como de agua dulce. Los lagartos y reptiles, ápodos, saurisquios o saurópodos, apenas avanzaron en millones de ciclos, como si se resignaran a su estolidez. Los mamíferos deductivos bípedos aún brillaban por su ausencia, aunque, de algunos lémures cuaternarios hasta podría pensarse que lo eran, pero sólo cuando estaban en el suelo y equilibrándose con un apéndice caudal prensil. En los árboles siempre caminaban sobre las cuatro extremidades locomotrices, usando el apéndice prensil para equilibrarse o asirse a por las ramas, como los políticos actuales.  Tampoco los pequeños roedores y carniceros, ni los grandes mastodontes herbívoros, daban señales de portar el germen de la inteligencia en sus células semidormidas. Las eras pasaban casi a rastras y a las cansadas, sin dejar huellas visibles, salvo como fósiles yertos en los nuevos estratos acumulados. Lo que era como dejar huellas de la culpabilidad de la Muerte, a pesar que ésta tenía realmente larga vida, con perdón de la paradoja. Megaterios bobalicones, sedentes como futuros budas y blindados gliptodontes de torpe andar cuadrúpedo, paseaban su estolidez por las pampas primigenias y los cerrados bosquecillos  taciturnos, que brotaban aquí y acullá; entre los pantanos poblados de reptiles, bastante más pequeños que sus estúpidos antepasados de cuerpo mastodóntico y cerebro de guisante. La vida y la muerte vivían en concubinato permanente, entre tanta bestialidad poco propicia a la razón.  Casi como ahora, en plena contemporaneidad del siglo XXI de la Era  Vulgata, pletórica de violencia, gratuita u onerosa. Nuestra decepción iba en cuarto creciente y no daba señales de amainar, entre tanta irracionalidad portentosa dando vueltas a nuestro derredor. Sólo faltaba que se pusiesen a discutir temas políticos de interés privado, como lo hace ahora el bestiarium postmodernitatis que le dicen, para tirar nuestras esperanzas al mar atadas a una roca.  Al principio creíamos que una suerte de lenguaje sería el indicio de una inteligencia analítica y creativa; pero ahora, escuchamos por ahí tanto disparate enunciado con solemnidad doctoral, que desechamos esa hipótesis por absurda. La palabra no era, evidentemente, signo de inteligencia. ¿Lo sería el pensamiento puro acaso?  Las pesadas cadenas de los siglos se acumulaban sobre nuestras cansadas espaldas (es un decir, repito, entonces no teníamos materia física), agobiadas por la espera y acibaradas por la tediosa decepción. Hasta aprendimos a soportar la presentida cercanía de Sabaoth el Demiurgo y sus Arcángeles leales, quienes no perdían ocasión de echar pullas zahirientes sobre nosotros, los disidentes celestiales. Por esos días, una pertinaz lluvia de asteroides provenientes de una no muy lejana explosión estelar, arrasó una parte de Urán y muchos de ellos impactaron en la omnipresente Selene, a la que casi sacan de su sempiterna órbita secundaria. Por fortuna, la gravitación del planeta madre lo evitó, pero el impacto alejó al satélite casi un tercio de distancia más a extramuros de su anterior órbita, donde persiste tercamente aferrada hasta los días de hoy. La lluvia de cuerpos celestes, errantes pero certeros, probablemente un desprendimiento de algún planeta difunto, produjo grandes daños en la superficie y quizá pudiera haber raleado parte de la fauna marina superficial, ya que muchos cayeron sobre las aguas. En una porción del hemisferio atractor[4] quedó un cráter del tamaño de cien estadios, por suerte, en una zona desértica y yerma. La polvareda y las cenizas quedaron por años suspendidas en la atmósfera, provocando un largo invierno que duraría casi once mil circunvoluciones solares del planeta. Sospechamos, con no poca convicción, que la fuerza mental del Demiurgo pudo haber provocado tales cataclismos, simplemente para retrasarnos en nuestros propósitos.  Nunca se sabe. Lo cierto es que la evolución sufrió un brusco retroceso.  Los impactos se sucedieron durante varios días y nada pudimos hacer para paliar sus devastadores efectos; pero ello  no  nos motivó a desistir en nuestro propósito, e hicimos lo posible para regenerar al arrasado planeta tras el desastre. La vida debía continuar y los daños cicatrizarían pronto.  De todos modos, debimos ejercer una férrea vigilancia a las órbitas de los asteroides y bólidos cósmicos. como para no lamentar sorpresas desagradables en lo futuro. Lilith y Belial desde el segundo y el cuarto planeta del sistema Helios, determinaron los cursos de los enormes asteroides salvajes que merodeaban a Urán, e hicieron lo imposible por tornarlos a su órbita regular en el cinturón exterior.  Ello no significaba que nos veríamos libres de algunas incursiones de meteoritos y bólidos, salidos en desmadre de mala madre, pero por unos miles de años estaríamos tranquilos al respecto.  Apenas de tanto en tanto, algunos microcorpúsculos rozan la atmósfera, generalmente restos de cometas —que ni siquiera llegan a caer al suelo—, sin producir daños.  Debimos evaluarlo posteriormente y hacer esfuerzos mentales para cicatrizar las heridas del planeta.  Tras el prolongado frío en el hemisferio atractor, durante el cual el polo opuesto gozó de un clima caluroso y húmedo, se fue normalizando, hasta su repoblamiento y nivelación climática regular. Esta vez, los mamíferos de sangre caliente fueron los protagonistas del incipiente cuaternario; y lo serían por muchos miles de ciclos más. Fue el post jurásico una temporada de infiernos conceptuales, eruptados por nacientes montañas flamígeras, que crecían como si el ardiente aliento de sus entrañas tuviese vida propia y desafiara a las alturas. Incluso el fondo de los mares bullía a elevadísimas temperaturas, también brotadas de las entrañas del planeta —energía geotérmica, la denominan los actuales sabios contemporáneos del iluminismo enciclopédico—, provocando la elevación de algunos continentes-islas, desertoras del “continente único Pangea”.  La emigración de innumerables seres que huían de la inestabilidad tectónica, forzó además la mutación de especies alejadas de sus substratos cotidianos; lo que se hubo dado en muchas especies muy distintas entre sí. Todas los seres afectados por grandes fenómenos poco habituales, desarrollaron una memoria genética a través de sus experiencias, que les impuso mutaciones sensoriales. Una reciente teoría (1986) de los “campos morfogenéticos” del biólogo Rupert Sheldrake —uno de los nuestros: Umbriël, encarnado sin duda en un mortal—, enuncia que cualquier cambio de estado de un objeto inanimado o animado, afecta a todos los compuestos de esa materia carnal o mineral.  Esto le valió a Sheldrake el anatema flagelatorio de la farándula científica ortodoxa, pero por lo menos despertó la curiosidad de los místicos, a quienes realmente concernía la cosa.  Pero volviendo a la turbulenta era cuaternaria, mares enteros quedarían atrapados entre montañas, huidas éstas de los océanos o de los propios continentes, presos y a disposición de los desagües pluviales de otras montañas anteriores.  Hasta las riadas de los nevados picos de la era glacial anterior fluían a torrentes, en algunos casos hasta la garganta misma de los montes de fuego, donde la presión del vapor volatilizaba de tanto en tanto alguna montaña, despidiendo ígneas rocas contra el entorno.  Era éste, un brusco cambiar de temperaturas de extremo a extremo, causando terribles y aterradoras rupturas tectónicas, desplazamientos o elevamientos. La belleza trágica de tales fenómenos geológicos nos conmovía, pero las especies amenazadas por tales sismos, desarrollaban una suerte de terror cerval ante dichas manifestaciones, aparentemente aleatorias y de origen desconocido (para ellas). Parte de ese miedo, aún permanece grabado en el hipotálamo, y afecta a los seres actuales —en forma inconsciente o no—, incluso a muchos que creen ser los portadores de la inteligencia, cual olímpica antorcha de la evolución (¿o se escribe e-bolu-ción?) humana. Pero tampoco el miedo fue agente de cambios hacia la inteligencia, salvo el haber promovido un sexto sentido en las bestias, que presienten seísmos y maremotos mucho antes de sus efectos devastadores. Tuvimos setenta millones de ciclos para constatarlo y en todo ese lapso no vislumbramos más que estólidos rebaños de seres escapando de esto o de aquéllo. Nomás fuesen fugaces relámpagos y truenos de meteorológico origen, o veloces carnívoros empedernidos dándoles caza.  Quizá si esos seres hubiesen desarrollado inteligencia, pudieran haberse defendido de sus predadores; pero la carencia de ella, les hacía huir simplemente del supuesto o real peligro.  A veces, hasta perdiendo la orientación y despeñándose en abismos o torrentes sin atinar a nada. Entonces, tras intercambiar impresiones entre nosotros, concluimos que el miedo y el pánico en sus distintas gradaciones progresivas, era más bien un factor conservador de la estupidez irracional.  Los humanos aún no lo saben y todavía fomentan el miedo para progresar y someter. ¿O lo saben y lo hacen adrede?  Poco a poco, casi sin sentirlo, iba aproximándose la era de oro de los mamíferos: el  cenozoico cuaternario. Esto no quisiera decir que sería el paraíso de las bestias, ya que los peligros de colisión con pétreos intrusos llegados del espacio seguían latentes, pese a nuestros desvelos.  En cuanto a Sabaoth y su corte angélica de adictos irrecuperables, no dejaban tampoco de hacerse sentir, merodeando los espacios limítrofes; llegando, de tanto en tanto, algunos ramalazos de sus presencias, como si inspeccionasen el entorno medio de soslayo.  Era una suerte de guerra de nervios (es otra metáfora, quizá, aunque nosotros ni ellos poseíamos tal adminículo orgánico). De todos modos, nos fuimos dejando de incomodar con sus invisibles pero ominosos efluvios presenciales, concentrándonos en la casi rutinaria cuan tediosa tarea de orientar la evolución de las criaturas existentes; o tratar de determinar cuál o cuáles de ellas tenderían hacia la inteligencia. Para ello, debíamos registrar sus furtivos desplazamientos, sus hábitos de alimentación, sus fobias, sus filias, sus aprendizajes forzosos y tendencias de comportamiento habitual o excepcional.  Tampoco las situaciones límite, que aquéllas podrían experimentar ante los causales de sus temores, deberían estar ausentes de nuestras miradas profundas al planeta.  Ciertas regiones de Urán parecían estar en calma, mientras que otras, no conocían pausas de temblores y reacomodamiento de capas tectónicas, flotantes sobre océanos de magma. En los mares cálidos ecuatoriales, la fauna seguía diversificándose por mezcla ¿accidental? o contactos directos entre especies afines pero distintas.  Los peces óseos eran los más afectados, ya que al no aparearse para fecundar sus huevas, accidentalmente una especie podría fecundar las huevas de otra casi similar y dar lugar a mutaciones transgénicas.  También los insectos al polinizar distintas especies de vegetales floridos, genéticamente casi semejantes daban lugar a hibridaciones y cambios en sus cromosomas; fenómenos éstos que pudimos observar, casi cotidianamente, en el feraz cuan feroz planeta. Los mamíferos tampoco escaparon a estos cambios, y aparecieron lemúridos evolucionados y primates arborícolas, especies más o menos inteligentes, con miembros prensiles y capaces de resolver problemas “técnicos”, como usar lianas parásitas para desplazarse entre los altos árboles, pendularse dubitativamente sobre los cursos de agua y arrojar proyectiles a sus enemigos, defendiendo a sus crías, con más ardor y coraje que a sí mismos. Quizá hemos sobreestimado un poco a estas especies mutantes, pero decidimos darles un trato preferencial en nuestras rutinarias observaciones.  Hasta entonces, nos era harto difícil conectarnos con las criaturas del planeta, como dijera antes, por la imposibilidad de “sentir” sus experiencias a causa de su carencia de raciocinio y relación de causa y efecto, lo cual requería cierto grado de inteligencia ajeno a estos seres instintivos. De momento, los proto primates lemúridos fueron evolucionando miles de ciclos, hasta el logro de especies mejoradas, con habilidades hasta entonces desconocidas, aunque casi siempre cuadrúpedos y excepcionalmente bípedos. Estos seres dieron en aparecer al amparo de los altos árboles del cenozoico y sus tendencias gregarias los impelían a formar grupos de individuos, bajo la protección de un jefe alfa o macho dominante.  Algo que también hacían otras especies, pero éstos, tenían más respeto al líder y obedecían a algo parecido a “órdenes” en su remoto lenguaje guto-gestual. También usaban órganos prensiles de cinco dígitos articulados en las cuatro extremidades ¡con un dedo-garra oponible! y reposaban en posición sedente, lo cual daba a sus cuerpos cierta jerárquica verticalidad —conveniente, por otra parte, a la irrigación sanguínea de sus cerebros— y posibilitaría quizá su evolución a un nivel biológicamente superior.  Pero sólo el tiempo, el implacable tiempo, nos daría. o no. la razón. De momento, apenas podríamos entonces conjeturar tales resultados. De todos modos, si algo hemos aprendido del respetado pero muy insufrible Demiurgo, es la paciencia. Pero ésta, en verdad os digo, estaba constantemente siendo puesta a prueba; como si el tiempo se burlara de nosotros y nuestra imperiosa necesidad de carne pensante.  Evidentemente era impredecible el rumbo que tomaría la línea de la evolución para llenar nuestras expectativas más exigentes.  Por de pronto, dio en aparecer tras otro millón de ciclos de espera, una variante de primates sin rabo prensil y casi bípedos; como si la especie naciente fuera buscando la superficie firme y renunciando a las cómodas alturas de las ramas.  Aunque tampoco abandonaron del todo los árboles, quizá por precaución ante tanto predador suelto a ras del suelo.  Pasarían muchos milenios más, antes que estos pitecanthropus ludens, por lo juguetones, se atreviesen en vivir a la sombra de los árboles y buscar alimento diferente a su dieta frugívora usual.  Poco a poco dieron en probar otros sabores, exóticos pero nutritivos, como insectos o sus larvas, miel silvestre, hojas semidulces, raíces, semillas, huevos de tortugas y demás exquisiteces asequibles en arbustos, situados en las bases de los grandes árboles. No pasaría demasiado tiempo, quizá durante una sequía periódica, en que escasearon frutos, o hubo que comerlos fuera de punto, en que comenzaran a deambular por las cercanías, probando otras sustancias.   Tal vez pudo darse el caso de que ingirieran alteradores enteógenos, que les produjeron sensaciones que los llevaron a estados de eufórica inquietud y búsqueda de emociones no usuales. Lo cierto es que bastaron pocos miles de ciclos para producirles cambios fisiológicos en sus memorias genéticas. Esa prolongada pasantía, bajo efectos alteradores de dichas sustancias, no sería olvidada por la especie, que daría en seguir probando estados alterados en su largo sendero a la emancipación de la conciencia. Por de pronto, esa variedad de monos anuros, —es decir: sin rabo prensil, tal vez por atrofiársele tal órgano a falta de uso—, dio en explorar,  poco a poco, la superficie enmalezada del suelo.  Quizá el rabo resultase un estorbo entre espinos y zarzales bajo los árboles, por lo que debieron haberlo llevado enroscado al cuerpo… hasta que lo perdieran por no haberlos menester.  La evolución sigue extraños senderos, no siempre concomitantes con la lógica o de acuerdo a leyes inmutables.  También lo inesperado o lo no obvio hacen aparición. Es allí donde solemos dirigir nuestras atenciones a cada especie. ¡Y mirad que hay tantas, como para un ejército de biólogos y legiones de sociólogos, etólogos  e ingenieros! Pero fuese por eliminación o lo que hubiere, fuimos apartando especies para los exámenes, y los monos africanos con sus rabos en vías de desaparición fueron nuestros ejemplares más mimados, por esos días de jolgorio, cachondeos y alucinaciones.

x 

Tras la prolongada espera y posterior aparición oportuna de velludos primates bípedos sin cola prensil —que descendían tímidamente de los altos árboles en que vivían, a fin de recoger frutos caídos, o simplemente explorar el entorno desde otro punto de vista más raso u horizontal—, pasaron un par de centenas de milenios, que en la era cuaternaria serían menos de un minuto relativo. Años después, millones de años después, durante la era de las escrituras apócrifas, alguien, con ínfulas de profeta alucinado, haría creer a muchos de sus descendientes —ya imbecivilizados para entonces—, que habían sido bajados por ángeles castigadores, con flamígeras espadas, desde el Paraíso edénico, por excederse en la ingestión de algunas bananas prohibidas por el celoso Demiurgo creador.  El primero de ellos que probara dichas sustancias, buscaba quizá algo más que alimento.  Una fuerza interior irresistible lo incitaría a vencer el temor a los predadores carnívoros, para aventurarse en un substrato diferente. Ese ejemplar (o ejemplares en plural), tal vez al ser espulgado por sus hembras en las ramas altas, pudo haber sentido cosquillas y descubriera una forma rudimentaria de risa bienhechora; hasta podría haber experimentado algún estado de satisfacción plena o sensación de voluptuosidad. O quizá el probar algunas frutas podridas (el hambre —créanme— supera muchos remilgos, incluso el asco), lo haya llevado a estados alterados, más allá de la mera alegría, como mencionara antes, a consecuencia del alcohol contenido en ellas. También pudiera ser que probara, como quien no quiere la cosa, algunas setas alucinógenas como la psilocibe cubensis, que lo proyectaron a desconocidas dimensiones —donde la mente pierde contacto con el cuerpo—, hasta infringir la pesada ley de gravedad.  Lo cierto es que a los pocos de salir del cómodo refugio de las alturas, el ser pre-inteligente (al menos así pensábamos) pudo vislumbrar algo inefable y numinoso, que lo situaría en el primer peldaño de la evolución hacia la inteligencia: el pensamiento abstracto.  Más de 2.500.000 años después de estos sucesos, las sustancias alteradoras, usadas y quizá abusadas ¿por qué no? por pitecanthropus ludens y descendientes,  serían prohibidas a rajatabla por los imperios modernos emergentes o sociedades dominantes vinculadas al poder.  Especialmente a causa de su facultad de facilitar o posibilitar cierta apertura mental; molesta, crítica, candente e incordiante para los regímenes políticos, hegemónicos o totalitarios. Pero esa es otra historia que me retrotraería nuevamente al presente de altos y forzudos cow-boys, que zurran a minusválidos y alfeñiques por una porción de caca de dinosaurios que yace bajo arenas ajenas y lejanas. Pero salgamos de la era urbanoica inferior actual y volvamos al pretérito imperfecto del cenozoico. La tribu de primates bípedos, al contemplar desde los árboles, muy arriba del suelo a su… o sus congéneres retozando lúdicamente, sobre dos patas, resolvió vencer sus aprehensiones y hacer otro tanto.  Vivir a salto de rama en rama, tenía sus riesgos, entre los que no contaba el vértigo, desconocido por ellos; por lo que quizá un cambio, en la dieta y las costumbres, no les vendría nada mal.  Si se insinuaba algún peligro, el macho dominante daría la alarma, tornando la tribu —en caso de un hipotético peligro— a las altas ramas con una agilidad envidiable. Pero con el tiempo, tras vencer sus ancestrales temores, llegaron a pasar más tiempo a ras del suelo, donde la variedad de alimentos era mayor y donde podrían coger algo más que frutos y hojas aromáticas, más alguno que otro capullo comestible, recién florecido, o algúnos granos silvestres atacados del cornezuelo[5] y de alteradoras propiedades químicas.  Es de notar que esta sustancia mencionada, sería utilizada, dos millones de años más tarde, por los griegos en sus rituales dionisíacos de la Arcadia, en la edad del bronce.  Dicho pan fermentado llamado kikeón, con el que “comulgaba” la orgiástica comunidad de iniciados en los Misterios de Eleusis y Dionisos —es decir el lado gratificante de lo reproductivo—, era una suerte de comunión lúdica, quizá en recuerdo de los antepasados antropoides.  Si bien el Demiurgo aborrecía la genitalidad, más que nada a causa de sus erróneas convicciones acerca de la bigeneridad, nosotros la elevamos a un nivel místico, lo cual testimonia el Kama Sutra y el Ananga Ranga, joyas de la literatura erótica sagrada. Nunca supieron —ni supimos nosotros por no llevarlo en cuenta— cuánto tiempo, ni cuántas generaciones tuvieron que pasar, para que la alegre tribu de macacos antropomorfos saliese a las sabanas en alegre procesión a colectar —no sólo alimentos vegetales como lo hicieron por más de un millón de años entre la fronda—, sino pequeños animales o insectos e incluso golosinas, como la deliciosa miel que ya las abejas salvajes elaboraban en los troncos huecos, mucho antes de aprender a hacer colmenas u otra obra de ingeniería entomológica. Entre chillidos de satisfacción, los machos dominantes llevaron a su inquieta tribu hacia más allá del horizonte, deteniéndose apenas para breves descansos y una que otra refección compartida.  Para entonces, las demás bestias rumiantes de la llanura ya no les inspiraban demasiado temor, y puede que algún individuo de la tribu sucumbiera entre las fauces inesperadas del fiero smylodón carnívoro de largos colmillos, pero lo aceptaban como parte del contrato vital del toma y daca.  Eso sí, los rayos, y los incendios provocados por éstos en la sabana, los aterraban y les hacían perder la chaveta hasta el pánico absoluto.  En eso poco se diferenciaban de otros mamíferos de las llanuras, de estólido carácter cuadrúpedo y bovina estupidez.  También la caída accidental de algún bólido sideral los aterraba, si no recibían un impacto directo entre ellos, tras lo cual poco se asustarían ya, ni les importaría. Pero habían aprendido a valorar la existencia y la disfrutaban sin pudores ni recato alguno, tal como debe ser.  La vergüenza y la culpa aún no les habían sido inculcados en sus orígenes irreverentes e impúdicos.  Su deber social apenas les exigía defender, sobre todo a los pequeños y a las hembras gestantes o lactantes.  Además, habían aprendido que —al no contar con garras, colmillos agudos, tamaño gigantesco o fuerza excesiva— debían apelar a la creatividad para prolongar el largo de sus brazos utilizando palos o pequeñas rocas contundentes, desperdigadas por ahí, para ahuyentar a sus enemigos… o cazarlos entre todos, en un ensayo de gastronómica solidaridad primitiva.  Lilith, Belial, Azraël y yo resolvimos seguir el casi lúdico desarrollo de estos seres —despreocupados y cachondos como novicios monacales adolescentes—, que se revolcaban en la promiscuidad, dentro de ciertos límites jerárquicos, en pro de la supervivencia de la especie.  Hasta llegaron al colmo de copular en cualquier momento que se les antojara, sólo con el consentimiento de las hembras no lactantes, como si obviasen las rígidas leyes naturales y buscasen imponer las suyas propias, ignorando a los astros caminantes que determinaban el curso del tiempo, el clima y los equinoccios. Las primaveras fueron desfloradas, varios millares de ciclos después, por una atroz glaciación, en la época más caliente y jolgorosa de los antropoides.  Mucho tiempo transcurriera entonces, desde el primer festín de ambrosía, alucinógenos, y tropical concupiscencia animal. Atrás quedaron las jocundidades eróticas y los desafinados intentos de ir allende los excesos libidinosos, o intentando cantar, guturalmente, al son imaginario de los pájaros que también enmudecerían diez mil ciclos, para ahorrar calorías ante tanta glacialidad imprevista.  Quizá otro impacto que modificara el eje rotatorio de Urán, o los rayos cálidos de Helios eclipsados por nubarrones volcánicos retintos y espesos, trajeran el frío casi perpetuo. No recordamos las causas del cambio climático brusco, pero significó un paso trascendental en su ascenso en la escala evolutiva.  Debieron buscar refugios, que aún no sabían construir por sí mismos, y cubrir su piel con otras pieles, hurtadas a sus poseedores originarios y creemos que, a pesar de éstos.  Pero de seguro, antes que sucumbir por hipotermia, entre denteras y temblores debieron reflexionar acerca de cómo arrancársela a otros mamíferos peludos sin violencia,  y luego de intentos infructuosos, actuar procediendo sin dilaciones.  Muy pronto quizá se percataron de que sus colmillos y uñas ya les eran insuficientes para despellejar material con que cubrirse de los primeros fríos, en una llanura convertida en tundra nevosa y desprovista de verdor.  Por otra parte, las nuevas condiciones exigían mucho más que jugosas frutas, insectos, semillas o raíces.  Necesitarían carne, grasa y sangre para reponer las calorías que burlaran al frío reinante. Algún macho dominante o alguna hembra creativa habrían tenido la idea de cazar animales más grandes que ellos para lograrlo. Y el estólido mammuth o el robusto búfalo llenaban ese requisito, por ser vegetarianos, lerdos, y suficientemente gordoa y estúpidos como perfectos caudillos políticos de base. Diez mil años después, aún persistía la primera gran glaciación y el planeta no cesaba de danzar de contramano, inclinado en demasía su eje rotante por causas desconocidas.  Para entonces, nuestra tribu, de la que ya nos habíamos encariñado sin percibirlo el Demiurgo, sobrevivía —casi confortablemente y sin merma de imaginación— a los rigores climáticos. Poco a poco, el hemisferio boreal de Urán volvería a su anterior clima mediterráneo, retirándose los glaciares más al abrigo de la estrella polar, en tanto el paisaje tornaba a colores olvidados tras la vuelta de Helios, develado de nubarrones pretéritos.  Y tras el regreso de las primaveras y veranos, también las aves, que habían emigrado hacia austrión, retornaron a poblar los viejos árboles que sobrevivieron al frío. Según os dije antes, el Demiurgo Sabaoth quien, en su errática omnisciencia, hubo apostado a los pájaros como posibles precursores de futuros ángeles; demasiado tarde cayó en cuenta de quién evolucionaría primero, con sus pies y manos, que no con picos y alas. Por ello, nos maldijo posteriormente por intermedio de sus adictos, en una iconografía delirante, como “espíritus del Mal”, con alas membranosas y rabo timón (por lo menos admitiría el Demiurgo que teníamos vocación de vuelo).  Sabaoth seguía soñando, con legiones luminosas e ingrávidas de seres puros y albos, de castidad absoluta, reproduciéndose por gemación o partenogénesis, o copulando por épocas prefijadas, sin fines de gozo, penitencialmente ajenos a la concupiscencia, venciendo a la atracción fatal del suelo con sus propias alas, que atraparían a los vientos y violarían al horizonte. Y encima, por si fuese poco, trinando con las arpas eólicas —ocultas en sus ásperos buches—, una música imperceptible que haría danzar a las esferas siderales.  Sí.  El enigmático Tetragrammaton (otro de sus muchos alias) intentaba inducir a las aves a buscar la inteligencia, cuando éstas apenas superaban en astucia a los desfasados y desaforados reptiles corredores del jurásico. Pero ya pueden ver que, hasta el más omnisciente puede apostar a perdedor, caso de proponérselo.  Sólo se necesita poder absolutista, más un enjambre de adulones cortesanos y vasallos zalameros, para caer en las redes de la necedad.  Y quienquiera exija el poder absoluto deberá conocer la corrupción absoluta, aunque quizá muy a su pesar, debo colegir. Si el viejo Demiurgo pudo haber convencido a los descendientes post paradisíacos a adorarlo o perecer, habrá sido en un arranque de culpabilidad, cuando anatematizó al arcadiano y dionisíaco sexo, tan reproductor como voluptuosamente sobrecogedor.  Nosotros, como seres espirituales, no precisamos de adulación ni ser objetos de culto.  Tampoco aspiramos a otra cosa que a la elevación de la ciencia y la conciencia, hasta igualaros a los Creadores.  La furia del Demiurgo contra nosotros no tendría justificación, si ostentara las virtudes que le atribuyen sus adoradores incondicionales.  Fue quizá impelido  en cólera por haber dado nosotros al homínido la ciencia, la conciencia y el libre albedrío; para experimentar por sí mismos todos los excesos posibles, quedando Él mismo fuera de jurisdicción.  Homo sapiens era… es,  nuestra creación, mal que le pesare, pues que fuimos nosotros quienes lo orientamos desde sus inicios balbuceantes, a través del placer y del dolor.  Aunque justicia es reconocer que ahora, millones de años después de iniciada la epopeya de la evolución, nos estaba pesando también a nosotros. Ya veréis por qué.

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Tras sus experiencias con rudimentarios palos y piedras afiladas, los australopithecus afarensis, descendientes de los alegres y follones macacos africanos… y antepasados de homo habilis, decidieron pasar los fríos al calor de la lumbre, por lo que se las ingeniaron, primero para mantener en forma votiva la llama, regalada quizá por algún piromaníaco rayo en una reseca pradera y luego —doscientos mil ciclos después— para frotar dos trozos de madera, hasta quemarlos y calentar la caverna. Seguramente ya habrían adivinado… o deducido, que necesitarían más palos y ramas para alentar permanentemente el espíritu del incipiente fuego y mantener alejados a los incursores.  Y tal vez debiesen cavar entre la nieve para lograrlo, y para ello precisarían herramientas afiladas y duras.  Por tanto, debéis saber que la xilocultura hubo precedido en casi un millón de años a la paleocultura y litocultura.  A medida que el proto-homínido avanzaba en experiencias-límite, los pájaros adquirían vistosos plumajes de irisados destello; pero como al pavo real, lo que les sobraba en vanidad y estupidez, les faltaba en raciocinio.  Sabaoth se llevaría un chasco, cuando lo supiese pensamos entonces. ¡Y vaya si lo supo!  En tanto, los mamíferos bípedos antropoides seguían copulando alegremente y procreando con dispendiosidad y sin tasa, para temperar los días fríos de la era glacial, los cálidos veranos y las voluptuosas primaveras.  La mortalidad era bastante alta y las expectativas de existencia en la llanura, no pasaban de veinte a treinta ciclos solares; incluso en épocas de abundancia de alimentos; aunque durante el largo invierno éstos escasearon y la penuria se hizo carne, habitando sus huesos. Los australopithecus —eficientemente distribuidos por los continentes y avanzando hacia los homo hábilis—, apenas sonreían por entonces. Las tribulaciones y dificultades se acentuaban como desafiándolos a resolverlas apelando a eso que buscábamos todos y apenas se insinuaba: la inteligencia. Las prolongadas e inmisericordes sequías, seguidas de inundaciones aluviales de largo aliento, los tenían taciturnos de tal modo que casi se les congeló el rostro a la especie, en una mueca tristona. El Demiurgo parecía en tanto más ausente y distante que nunca; si alguna participación tuviera en la evolución, habría sido quizá como entrenador de pájaros.  Sus acólitos de la legión blanca, veían a las aves como sus mascotas y era tal la variedad de ellas que, hasta los loros parlanchines los engañaron con el cuento de la palabra perdida y recobrada.  Los verdes pájaros venidos del sur por vía aérea, se limitaban a repetir sonidos articulados por algunos ex simios e intentaron adaptarse a éstos, depredando sus cultivos incipientes; lo que indujo a Sabaoth a creer que eran inteligentes, o casi, por preferir la vil domesticación a la harto azarosa pero libertaria procura de alimentos.  Los astutos proto-homínidos africanos en cambio, descubrieron que los loros y otros pájaros bobos eran fácilmente domesticables… y deliciosos, una vez  despojados de su incomible plumaje y hecha su pasantía previa sobre el sagrado fuego, o al rescoldo del hogar tribal;  lo cual malquistó al Demiurgo con estos bárbaros bípedos que osaban depredar su pajarera.  Tarde supieron,  Sabaoth y su cohorte angélica, que las aves estaban aún en el limbo y lejos de la inteligencia (y que no bastaba transgredir la ley de gravedad para ser inteligente). Casi tan lejos como nuestros actuales políticos legisladores, jueces y empresarios, con algo de buitres, algo de chimangos, algo de pavos y bastante de pajarones. Pronto (es un decir, os lo repito) los australopithecus robustus y los boisei tomaron la posta en el otro continente, al oriente de África, y diversificaron a la especie, que ya se iba tornando monótona entre tantos seres variados y divertidos.  Si bien los saurios gigantes se habían extinguido sesenta y cinco millones de años antes, congéneres más pequeños, como el aligátor de temible dentadura, varanos, serpientes constrictoras y tortugas, seguían compartiendo espacios con las  nuevas tribus antropomorfas y a veces,  hasta disputándoles el derecho de portazgo en los cruces de ríos, obligándolos a inventar la navegación fluvial, a lomo de troncos precarios.  Los nuevos mamíferos carniceros, en tanto,  ya comenzaban a temer a los casi lampiños homúnculos, quienes los desafiaban con aguzados palos lampinados que volaban como los pájaros hacia ellos, burlando la distancia.  De nada les valieran garras, dentadura, colmillos y fuerza, ante esos diminutos pero letales predadores que, en lugar de dejarse cazar para ser alimento, hacían lo viceversa. La fama de los pigmeos australopithecus era de temer, pese a su aspecto casi simpático e inofensivo de monitos en retirada, de corta talla y largos brazos. ¿Quién diría que sin sus venablos, flechas, mazas o redes y otras prótesis utilitarias, serían mansos como mascotas?  Hasta se podían, sin embargo, dar el lujo de domesticar smylodones colmilludos, como gatitos domésticos… e incluso alimentarlos de sus sobras.  Los primeros cánidos salvajes eran internados cautivos entre las tribus, a fin de utilizarlos como bocinas de alarma en caso de alguna intrusión ajena, a expensas de sus despensas.  También como mondadores de huesos, los que luego serían trabajados y pulidos por ellos. O simplemente para jugar con los niños y eventualmente, servirlos espetados al asador, luego de cumplir sus ciclos de guardianes jubilados.  La agricultura era otra cosa.  Casi todos los granos caídos por doquier, brotaban tarde o temprano y pronto los homínidos cayeron en cuenta que, sembrando metódicamente en su substrato, podrían colectar ahí mismo nomás, sin demasiados riesgos de ser alimentos de terceros o mordidos por un reptil algo tóxico escondido en el descampado.  Los misterios cotidianos dejaron de causar temor pero no curiosidad, por parte de los super primates.  El astro diurno, Helios, dador de luz y calor, pese a su constante presencia suscitaba su devoción y a cada aurora saludaban solemnemente al oriente, dando la bienvenida a la luz que los acompañaría hasta que asomase el plateado guardián de la noche. Las lluvias, los relámpagos, tormentas y otros fenómenos climáticos, también llamaban su atención, pues que no por rutinarios y cotidianos, desmerecían observaciones constantes de su parte. Los misterios del porqué de tales fenómenos, los inquietaban en demasía, impulsándolos a tratar de develarlos… o caso contrario, rendir culto uncial a las entidades desconocidas que podrían provocarlos. Alguno de ellos habría hecho sonar cierto día un palo, piedra o cualquier objeto vibrátil, y quizá haya emitido algún sonido, algo afinado para sus aún torpes oídos. Así pudiera haber descubierto los encantos de la música, al ritmo batiente del sístole-diástole de sus propios corazones, mucho antes de que lo que hoy conocemos como lenguaje, anidase en sus gargantas y en sus voluntades;  mucho antes de que La Palabra brotase a torrentes de sus labios simiescos;  mucho antes de que vibrara la primera cuerda de un arco de caza y sugiriese una canción rudimentaria y chabacana.  En cuanto a la danza, habrían iniciado su práctica imitando a algunos seres de la sabana, que cortejaban a sus hembras con contoneos, contorsiones, trinos y saltos.  En la naturaleza, muchas especies imitan a otras y hasta tratan de mimetizarse con las más bravas para sobrevivir.  Australopithecus[6] no era la excepción a las reglas. Aprendieron a acechar en grupo a feroces facóqueros de porcina estirpe y puntiagudos colmillos; supieron esperar horas (aunque no tuvieran conciencia del tiempo real, quizá éste transcurriera más lentamente para los primitivos, o tal vez el planeta girara en un lapso mayor al actual), a orillas de un riacho para cazar un escurridizo pez, y también a observar a las estrellas, casi hasta encenderse el sol.  La curiosidad colectiva del homínido de las llanuras y las costas no se saciaba hasta develar misterios… o explicarlos con mitos gesticulatorios o relatos danzantes.  Mucho de esto, contenido en el arte primitivo, aún perdura entre comunidades que han quedado aisladas por milenios, hasta ser descubiertas por el hombre contemporáneo y despojados de su inocencia brutal pre paradisíaca.

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Tras muchos milenios —tantos, que escapan a mi frágil memoria corroída por el tiempo—, los “hijos de los árboles sagrados” fueron tomando conciencia de la necesidad de comunicarse algo más que llamadas de alerta, sensaciones de hambre, vacuidad o plenitud; o simplemente disconformidad ante el reparto inequitativo de raciones.  Tal vez al observar los florecimientos de primaveras y el despertar de la naturaleza a los colores, tras el frío, los haya llenado de inquietud y extraños sentimientos que, por falta de medios expresivos debían guardárselos para sí. O quizá alguna nostalgia desconocida, surgida de una noche lunada, acompañada de ingestión de bebistrajos de hierbas mágicas, los hubiesen impelido a buscar sonidos para expresarla oralmente sobre los procelosos oleajes del delirio; aunque su fisiología y su laringe aún no pudieran permitirlo; como si tuvieran atrofiadas las inexistentes palabras aún no inventadas.  Entonces, homo hábilis,  el ex simio y ecce homo, lanzó un grito de impotencia al espacio, golpeándose el pecho con dos furiosas manos desnudas. Centurias más tarde, caminaban en busca de bayas, hojas, raíces, y cuanto condumio satisficiera su ansiedad y angustia oral; pero en lugar de simplemente limitarse a colectar y cazar, iban ensayando voces —monosilábicas y plena de guturalidades al principio—, para dar nombre a lo cosechado y a cuanto desdeñaban. Buscaban modular los pocos sonidos que podían emitir, para reconocer en ellos a animales, plantas, huevos, hojas, semillas, frutos… para que la naturaleza toda tuviera un nombre, o todos los nombres, en su fecunda magnitud matriarcal y su aparente inagotabilidad de recursos. Nosotros, en tanto, seguíamos con atención la evolución de estos seres, aparentemente indefensos pero inquietos y valientes, que osaban enfrentar a los ciclos astronómicos, a los relámpagos y a las tempestades, sin amainar su decisión de ser algo más que una criatura de las tantas que pululaban por entonces en Urán, descuidadas por el Demiurgo y sus acólitos Arcángeles, quienes andaban aún obsesionados con los volátiles plumíferos, en cuyas aladas estampas simbolizarían quizá algún espíritu santo de pacotilla. La férrea decisión del homínido, de vivir hasta donde pudiese sin perecer en el intento —aunque tuviese que matar para lograrlo—, nos conmovía, si algo pudiese conmovernos.  Nosotros los rebeldes a la tiranía del Demiurgo, no queríamos seres apocados, mansos, cobardes, medrosos o sumisos.  Nuestro ideal de inteligencia estaba dirigido a las alturas del pensamiento reflexivo, el conocimiento, la acción, la transgresión y más allá aún;  hasta reconquistar el cielo (esto es una metáfora por cierto), perdido por elegir otro camino diferente al de los pájaros y por preferir la filosofía urticante e infractora, a la inocencia sumisa y crédula de los idiotas.  Tras cien mil ciclos de intentos, modulaciones, articulaciones e impostación forzada de sus laringes, los australopithecus fueron descubriendo sonidos algo más agradables que sus gruñidos cotidianos de rigor, dando nombre sonoro —no sólo con gestos mudos aunque elocuentes— a cuanto sus ojos veían y sus sentidos percibieran entonces. Nada escapaba a su curiosidad y deseos de conocerlo todo e identificar todo, absolutamente todo, de horizonte a horizonte, desde el nadir al cenit. Nunca supimos desde cuándo se iniciara la cuenta regresiva del tránsito entre primates y homínidos, ni lo tuvimos en cuenta entonces, por carecer de calendario alguno. Simplemente nuestro creciente optimismo y entusiasmo, ante lo que veíamos venir, fue madurando en intensidad. Una nueva era de desarrollo del pensamiento tendría lugar desde entonces en Urán, gracias a las sustancias alteradoras contenidas en la psicodélica flora actualmente prohibida. Deduje que no debíamos desaprovecharla. Nosotros los rebeldes, si bien somos seres pensantes, apenas éramos obrantes, pues sin fuerza muscular, debíamos, en la mayoría de los casos, recurrir a la telekinesis o a nuestra fuerza mental para enderezar entuertos cósmicos.  Al igual que el Demiurgo y sus legiones, estábamos entonces desprovistos de materia sólida, pero abrigábamos la esperanza de desarrollar la evolutiva vida inteligente y luego posesionarnos de ella, para nuestros fines de aprendizaje y enseñanza. Es decir, compartiendo experiencias y sentires sobre el mundo, a trueque de brindar ciertos conocimientos y descubrimientos a esa especie en evolución. En otro continente hiperbóreo, donde emigraran quinientos años atrás algunos australopithecus —quizá huyendo de fenómenos arrasadores o del frío, desde su natal continente sur-oriental—, hallaron arroyos, lagos, ríos, torrentes límpidos y regiones fértiles donde establecerse o medrar en forma itinerante.  No desdeñaron la tentación de experimentar siembras, con semillas llevadas con ellos, desde sus lejanos bosques, en cuencos de barro o calabacines secos, envueltos en pieles ajenas. Llevaron consigo además, pedernales,  puntas de lanza y otros enseres paleolíticos. Más de doscientos mil ciclos duró el trajinar y merodear de estos individuos, con sus animales domesticados, empujados por la curiosidad y el inconformismo, quizá heredado de nosotros.  Muchos pudieron haber emigrado a donde nace el sol. Éstos lo hicieron hacia la cuna del sueño solar.  Lo que hoy conocemos como Europa, era entonces una región de selvas templadas, de coníferas y cascadas, tundras, ciénagas y lagos montañosos. También hallaron valles, marismas pantanosas e insalubres y sabanas fértiles; pero de todos modos, debieron gustarles esas comarcas feraces, de climas bien diferenciados. Las hembras de la especie bípeda, portaban antorchas encendidas y cada tanto avivaban la llama itinerante y tribal que los acompañaba por ignotas y despobladas regiones, cual teas de alguna desconocida olimpíada de la vida. A veces, sus vitales raciones de grasas las invertían en mantener sus teas y tizones durante sus marchas. Aún llevaban consigo pieles de animales procedentes de sus substratos de origen, transmitidas posteriormente  a sus descendientes, como legado; con el fuego, el lenguaje incipiente y los conocimientos herbarios. En muchos casos, hallaban especies nuevas de animales y plantas, como también dejaban de encontrar otras, aún innominadas, que quedaron en el pasado, en su lejana selva originaria.  Habrán debido probar y experimentar de nuevo, buscando frutos locales desconocidos, semillas, hojas para comer y curar heridas o aliviar dolores. Muchas veces, gigantescos osos de las cavernas dieron cuenta de algunos de ellos, durante sus correrías. Otros sucumbieron a los lobos que, como su tribu, cazaban en grupos de cientos de individuos, irresistiblemente famélicos e insensibles al miedo de palos puntiagudos, piedras y quemantes antorchas.  De todos modos, la mayoría sobrevivió al voluntario éxodo y más de dos veces quinientos milenios más tarde, nacía el neanderthalensis en Europa y el homo pekinensis o sinanthropus en Asia, descendientes ambos del boisei y del robustus. Estas denominaciones aquí citadas, obviamente son contemporáneas, y las utilizo para orientaros acerca de una especie desconocida y sin nombre, que advino con el fuego del espíritu y una búsqueda incesante de conocimientos —desde los perdidos laberintos del instinto, hasta la luminosas trocha del pensamiento, abstracto o lógico—, partiendo pacientemente. desde un gusano invertebrado (hará como mil quinientos millones de pretéritos años). Podríamos ir felicitándonos de los resultados obtenidos con el maestro Luth Baal y mis compañeros de tareas de la larga noche de búsqueda. Mas decidimos no cantar victoria antes de los resultados finales. Eramos conscientes de que cualquier traspié de la especie podría dar al traste el experimento. Aún los feroces predadores carnívoros del nuevo continente del occidente boreal no conocían la tenacidad, valor y crueldad del nuevo intruso, diminuto pero sagaz y colectivo.  Por ello, se animaban a veces a atacarlos, sin percibir que los aparentemente indefensos seres venidos del este, poseían peligrosas prótesis —harto contundentes y arrojadizas— y prolongaciones aguzadas de sus extremidades.  Su instinto animal aún no conocía tales armas mortíferas, con las que los intrusos se defendían y atacaban con precisión de estrategas, buscando las menores pérdidas posibles. Es que en cada cacería mermaban individuos en la arrojada tribu, clan o matriarcado operante.  Los descendientes de los lejanos macacos, comedores de semillas, frutos y raíces, no tenían ya empacho en manducarse la carne cruda o cocida de cuanto bicho, terrestre o acuático, pudiera cobrarse con pocas bajas.  Las cavernas de las montañas ofrecían buen reparo y hasta podrían servir de almacén de víveres para los inviernos, que podrían durar hasta seis lunas o más aún.  Esos largos fríos quizá servirían para desarrollar un rudimentario lenguaje mítico, al calor de las hogueras clánicas.  Los primeros neanderthalensis, ya aposentados en orillas de ríos y lagos o en confortables cavernas, pudieron transmitir de bocas a orejas y ojos, con guturales monosílabos y gestos más que elocuentes, algunas de sus anteriores andanzas, descubrimientos o fantasías.  Y éstas no estaban, como hoy día, exentas de exageraciones.  Y, hasta pudiera ser que alguno de ellos, hiperbolizando un poco, haya inventado al antecesor del superhombre, atribuyéndose el haber combatido —él sólo y sin ayuda alguna (cuando nadie lo viera y exhibiendo cicatrices, más productos de la torpeza que del valor)— contra manadas de hambrientos lobos o con algunos gigantescos osos, para disputarles sus cavernas o su carne. Quizá algunos bebedizos de ciertos hongos o hierbas alucinógenas los llevase a la euforia creativa, en las largas jornadas de hogueras y nieves persistentes traídas por los gélidos y ululantes vientos de Hiperbórea.  Por entonces, un cambio en el eje terrestre, quizá por otro mega-impacto de algún bólido celestial en algún lugar del planeta, traería otros ocho mil ciclos de glaciación hacia el hemisferio boreal. Por fortuna, aquél fue el penúltimo impacto devastador[7] de los casi tres millones de cuerpos medianos caídos en Urán desde su formación. Gracias a nosotros ¡loado sea Luth Baal! los paleolíticos cavernícolas ya tenían previsto tiempos de penurias y pudieron sobrevivir en sus refugios de roca, los embates del frío. La caza abundaba y la pesca también, amén de ríos y lagos subterráneos de temperatura templada, e incluso termas naturales para higienizar y desparasitarse las pilosidades. Tampoco faltaban leños olorosos, ni pedernales para encenderlos. Los gigantescos y estólidos mastodontes o mammuths, eran fácil presa para los arriesgados hombres de las cuevas montañosas, durante el quinto período de los hielos, denominado pérmico. En sus rústicas mentes cupo entonces la sensación de la “comodidad”, como si tal cosa. Y evidentemente ésta estaba relacionada con la fogata sempiterna, a la que había que alimentar con largueza.  Para ello, debieron recolectar abundante leña en los muy cortos “veranos” diurnos y trasladar los maderos a sus cuevas, como lo hacían habitualmente las hormigas, que los aventajaban en cien millones de años de actividad comunitaria sobre el planeta.  A causa de la elevada mortalidad infantil (a veces por desnutrición, o por descuido de sus padres, pudiendo caer a una depresión o ser eventualmente cazados por los merodeadores hambrientos), incentivaron el cariño a los suyos y una cierta solidaridad grupal; algo así como un sentido de pertenencia a un clan orgánico donde cada uno era una célula más, pero no más, desdeñando quizá autoritarios sistemas jerárquicos, escalonados e inmutables.  Al menos en los principios de su evolución. Esto los hizo sobrevivir como especie y como género.  A causa de lo expuesto, el poder decisorio fue transferido gradualmente, del macho cazador a la hembra recolectora y procreadora; por su capacidad conservadora y su inteligencia.  Recordad que éstas eran las depositarias del fuego; una suerte de vestales paleolíticas full time, como dirían ahora.  Quizá ello haya ocurrido en un período relativamente largo y las cualidades de la hembra fueran tenidas en cuenta en situaciones-límite de la comunidad.  ¡Y éstas eran harto frecuentes!  Tanto como para poner a dura prueba la capacidad de supervivencia de los bípedos inteligentes, o casi. Muchas y diversas especies bestiales anteriores, prefirieron dejar de reproducirse hasta su extinción, al no soportar cambios bruscos en sus substratos. La superbestia humanizada aún no se decidía a rendirse, ante los desconocidos dioses y diosas de la naturaleza. ¡Antes, la muerte!  Por ello, buscó expandir su mente para la resolución de problemas cotidianos, de una vez para siempre.  Y la hembra de dicho grupo alcanzó la cúspide del poder político del paleolítico cuaternario, al conocer los secretos de las hierbas curativas y de los  matadolores, amén de otras virtudes chamánicas transcendentales. De todos modos, el matriarcado pudo haber sido uno de los más prolongados sistemas sociales, del paleolítico al neolítico.  Hablando de ello, los políticos machistas de hogaño tienen mucho de apaleo-líticos, pero no salgamos del tema. Ashtaroth, Luth Baal, Belial, Anaël, Lilith y yo, estábamos siendo poseídos por la euforia de haber hallado una especie inteligente y creativa:  ¡la hembra de homo neandertalensis! ya que ésta velaba por lo estético y por lo ético: la equidad solidaria, definida ésta en dos o tres palabras.  El egoísmo —disfrazado de liberalismo leceferista y “sálvesequienpuedista”—, advendría muchos milenios después, ya bajo la restauración del patriarcado.  Tan prolongado pudo haber sido el período matriarcal, que se dio curso al cultivo del algodón, por su poder de absorción, facilidad de hilado y tejido.  Nacía, por esos tiempos aún ignotos, el culto lunar del ciclo menstrual, la farmacopea y el arte textil, sin contar otras industrias anexas a dichas fibras.  Trataré de exprimir —entre los miles de recuerdos surtos en mi memoria— algo de esa época de oro, en la que el homínido desconocía el bello pero vil metal.  Al cabo de un tiempo, la mujer de más edad (13 lunas equivaldría a un año), es decir la Gran Abuela, tomaba el mando y la potestad de decidir.  La agricultura, la cestería, la peletería, la colecta, el fuego, alimentos, medicina, recursos varios y mano de obra calificada, estaban en manos de la hembra de la especie, como mater et magistra.  El macho sólo contaba con el privilegio de portar armas o pulir lajas o huesos para hacerlas, cazar y eventualmente procrear.  Pero en éste caso era la hembra quien  decidía con quién… o con quiénes  hacerlo, para engendrar descendientes listos y fuertes. Eso sí, siempre el designado (en tiempos de sequía o penuria) como “hacedor de lluvias”, solía ser un macho, pues que éste estaba más entrenado para trepar riscos, ojear caza y misiones exploratorias de alto riesgo. Para entonces, la memoria colectiva de la alboreante humanidad atesoraba miles de relatos míticos acerca de los heroicos antepasados… y los deificados post presentes que habría en lo futuro.  La palabra, como dijera antes, rústica y monosilábica pero expresiva, corría impúdica, de bocas a orejas; zafia quizá, pero verdadera y leal.  La inexistencia de escritura alguna, no impedía pulir vocablos con los buriles de la ya incipiente oralidad, y permitía que la memoria colectiva del homínido se enriqueciera constantemente con cotidianos neologismos incorporados. ¡Nosotros los rebeldes ya tendríamos interlocutores y cultores de la filosofía, aunque faltase muchísimo tiempo aún!  Transcurrirían miles de ciclos para ello, pero tendríamos la jobiana paciencia de aguardar el día del advenimiento de homo superioris.  Dicho sea de paso, aún seguimos aguardando en la actualidad posmoderna, aunque con más frustraciones y menos optimismo que entonces. Pensamos que, quizá el homo urbanoide del futuro,  sería la transición al homo superioris; pero aún se ha llegado apenas a la infancia de la humanidad, hoy por hoy. En el futuro debemos soportar su inestable adolescencia conceptual, antes de verla madurar… o ser adulterada por las circunstancias. No nos imaginábamos entonces, que cuando esta raza de cazadores y recolectores rendía culto a la fecundidad, era justamente a causa de las elevadas pérdidas en lucha contra fieras y accidentes de trabajo. Doscientos mil ciclos más tarde, surgiría para neandertalensis una amenaza cruel. De más al occidente y de hacia el norte brumoso y gélido, advino una horda de seres iguales a aquéllos, es decir: con el mismo sistema orgánico y parecidas necesidades; pero de mayor estatura, quizá por andar más erguidos; más lampiños, mejor conformados y con un manejo de lenguaje más evolucionado: los cro magnon.  Estos llegaron desde Hiperbórea, el mundo de los hielos eternos, ya que traían sobre sí, cálidas pieles de osos negros y lobos y tenían cabellos y ojos claros. La tendencia —aún desconocida en ciertas especies semejantes pero diferentes—, es que una sometiese a la otra… o la exterminara, si así le conviniese.  Los cro magnon ignoraban muchas cosas, pero otras no tenían secretos para ellos. Fundían metales, y los trabajaban; aunque no practicaban la agricultura, por razones obvias. Eran buenos recolectores y cazadores de las tundras y montañas nevadas. Construían palafitos y chozas en las cuencas fluviales y lagos, pero desconocían la vida en cavernas, ya que en las tundras boreales no las había. Domaban caballos salvajes y los criaban, pero eran nómades en ciertas épocas, para colecta de frutas, raíces u hojas. Además, tenían más de dos dedos de frente, pero detestaban dar el poder o siquiera la igualdad jerárquica a la hembra. Los nuevos amos del mundo conocido, determinaron el retroceso virtual al patriarcado de las bestias que pudieran haber sido, en su era neonatal pre paleolítica.  A partir de ese período de transición, cambió el curso de la prehistoria.  Los intrusos incursores, eran más guerreros que cazadores y más cazadores y recolectores que agricultores sedentarios, como los neandertalensis. Construían aldeas precarias, pero al menor indicio de escasez de recursos emigraban a otros sitios. Y lo hacían arma en mano, por si hubiesen asentamientos anteriores que desocupar manu militari, como los imperios republicanos de hoy día, que ven a sus vecinos como escatologizables patios traseros.  Quizá pudieron haber sometido a esclavitud a los bonachones neandertales y aprendido de ellos el arte de los cultivos, o también aplicar a éstos —y de a poco— la “solución final”. Una suerte de pogrom pre-histérico que extinguiera poco a poco a los rústicos neandertales.  Varios milenios después, tal vez los belicosos cro magnon pudieron posteriormente, tras el diluvio (hace menos de dieciocho mil años del fenómeno mencionado), haberse denominado a sí mismos kheltoi y desarrollaran algún primitivo sistema de escritura dibujada, o también que invirtiesen el flujo migratorio hacia el oriente, cruzando estepas y conquistando territorios a los primitivos boisei y pekinensis hasta más allá del actual Indo, que detuviera milenios después a las aguerridas tropas de Alexandros makedonión, descendiente directo de los kheltoi. Para entonces, el panteón deífico de los pueblos dominantes, era abundante y arrasador y hasta creería que las huestes del Demiurgo estuvieran tras los pasos de estas razas, agresivas para con sus congéneres pero piadosas para con sus imaginarios dioses.  Helios encabezaba el rango divino, con su halo luminoso y cálido (lo cual es natural para una especie que hubo medrado milenios en el frío) y su poder de fecundidad, como entidad femenina, en tanto que Selene era considerado entidad masculina, a pesar de estar identificada con el ciclo menstrual.  Quizá lo hicieran por borrar de las futuras memorias la larga inmanencia e influencia del matriarcado, depuesto y exterminado con sus predecesores neandertalensis. Nosotros, los rebeldes, no imaginamos entonces las consecuencias de la irrupción de una especie que —por provenir de regiones casi inhóspitas quizá—, traía consigo la guerra y la crueldad, asociadas a su estético racismo, de forma que no de fondo.  Sus espadas cortas y lanzas de broncíneo metal, sumados a su ferocidad en el combate, o mejor dicho en el asalto, los hicieron invencibles. Al principio, los neandertales los esquivaron, evitando contacto con “los otros”, como los llegaron a conocer; pero con el tiempo no pudieron evitar fusionarse, asimilarse, o simplemente ser esclavizados por “los otros”, superiores en número, armas y organización casi castrense.

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Los cromagnon, dominaron el escenario en la actual Europa y gran parte de Asia durante más de cincuenta mil años, dando origen a los llamados indoeuropeos o arianos (boreales) que, hasta diez milenios más tarde, desbordaran el Hindostán a la inversa, retornando a la vieja Europa en otra oleada migratoria de contramano y con una lengua nueva aún no escrita, precursora del sánscrito: el devanagárico[8] pre-babeliano.  Mientras tanto, nosotros los rebeldes, comenzábamos a estremecernos ante los actos de crueldad gratuita de los cro magnon, cosa rara en los neandertalensis, quienes sólo mataban en defensa de los suyos o para alimentarse, evitando caer en los excesos, salvo raras ocasiones, más bien con propósitos lúdicos.  Si bien es cierto que los kheltoi —como se autodenominarín tras su retorno del Asia—, tenían un lenguaje mejor estructurado, no poseían ya la primitiva telepatía de los neandertalensis, asociada quizá más al instinto que a la razón.  Para arrancar secretos a sus oponentes no recurrían a la telepatía, sino al dolor. La tortura daba sus primeros pasos triunfantes sobre Urán, de mano de una horda guerrera, machista, patriarcalista y brutal, cuyo predominio continúa hasta los días de hoy, a las puertas del siglo XXI de la Era Vulgata.  Los neandertales eran gobernados por sus costumbres y por entidades femeninas lunares. Los cro magnon, por la fuerza bruta y jerarquías masculinas.  Los segundos poseyeron y exterminaron a los primeros, no dejando de ellos vestigio alguno, salvo fósiles y alguno que otro utensilio cotidiano enterrado en los valles de Neander (hoy Alemania). Nadie creería entonces, y menos aún nosotros, que de los inquietos y agresivos kheltoi derivaría la raza de los frugales dorios y sagaces aqueos, que acunara a grandes pensadores, filósofos estoicos y matemáticos geómetras, que atarearan neuronas, pergaminos y rollos por siglos.  Era menos laborioso suponer que, de las ramas bárbaras de los kheltoi, derivarían los guerreros celtas, germanos, hunos, alanos, vándalos, mongoles, godos, britanos, eslavos, latinos o galos y correríamos menos riesgos de equivocaciones, aunque esto también es una posibilidad plausible. Pero así suele ser la naturaleza. Impredecible, inexorable y esquiva como el tiempo.  Los cro magnon pudieron adaptarse a la vida en las cavernas, y ya no se conformarían con el fuego por todo ornamento visual para sus largos inviernos.  Buscaron tierras de distintos colores, las mezclaron con agua y gomas vegetales de mucílago, para hacer tintas con que adornar las paredes de las cuevas en que morarían en las tierras usurpadas a los neandertales.  Quizá con propósitos mágicos o simplemente estéticos, pintaron animales, escenas de caza y seres fantásticos, con cierta precisión y arte bastante avanzados para su época, que, hasta podrían integrar alguna exposición posmoderna.  Pudimos observar que los cielos llamaban por igual la atención de casi todas las culturas emergentes, lo cual nos indujo a deducir que buscaban el origen de sus dioses o algo en lo cual deseaban  creer.  Pero, milenios más tarde, con el nacimiento de la civilización, la escritura y la historia, también nacería la mentira como un modo de denegar el acceso al pensamiento, a los no vinculados a las jerarquías; desvirtuando los hechos o falseándolos arteramente en pro del Poder y las castas dominantes. Observamos, con preocupación en cuarto creciente, el acelerado progreso técnico, pero, al mismo tiempo, el retroceso ético que significaba engañar al futuro, relatando batallas inexistentes, creando crípticos cultos, idolátricos o abstractos, míticamente delirantes y fetichistas o distorsionando los sucesos en favor de la dinastía monárquica de turno, tal cual lo hacen ahora C.N.N., Fox y Reuters, con sus asépticas transmisiones de las ruidosas guerras imperiales, como gastando pólvora en chimangos.  Con la mentira y la historia espuria, nació entonces la política y los miles de modos de dominar y avasallar al semejante; en nombre de dios o los dioses, en nombre de la justicia, en nombre de la prosperidad, en nombre de la paz, en nombre de Su Majestad, de la República y en nombre de valores sepultados en misteriosos templos crepusculares, en papiros,  láminas escritas o bajorrelieves palaciegos poco realistas. De haberlo sabido, con antelación (nuestra omnisciencia no daba para tanto), hubiésemos evitado el advenimiento de los cro magnon y protegido a los neandertales de su intromisión, o por lo menos permitiendo medrar a ambas ramas, que no razas, en rigurosos compartimientos estancos. Mas entonces ya era tarde para lamentarlo. Al principio vimos con buenos ojos (es un decir, ya que nuestras percepciones estaban más allá de lo orgánico), la aparente fusión de las dos culturas, pero si bien algunas mujeres originarias fueron sometidas sexualmente por los cro magnon, no se llegó al mestizaje, pues que éstos mataban a los recién nacidos de la cultura sometida, tal lo harían los espartanos, cada diez años, con los primogénitos ilotas (esclavos) en el Peloponeso, milenios más tarde.  Apenas diez mil años bastaron para la extinción de los muchos neandertales que no pudieron huir de sus nuevos amos, y para el camino ascendente de la nueva etnia dominante en Europa y parte de Asia Central. Pocos homo erectus evolucionaron, aislados en la actual Oceanía y en el Africa austral, viviendo en el paleolítico hasta hace poco más de un siglo, en que, como os dijera antes, fueron “descubiertos” por los europeos, avasallados, sometidos, reducidos y esclavizados.  El Demiurgo estaba de ojo en nuestro experimento con los humanos en ciernes.  Es duro admitirlo, pero a veinte mil años de la irrupción ¿civilizadora? y sedentaria de mercaderes, piratas y mercenarios conquistadores por cuenta ajena, la situación del planeta no ha cambiado demasiado para mejor, salvo el poderío destructor creciente de las últimas armas high-tech, creadas por homo sapiens sapiens,  heredero y descendiente directo del hombre de cro magnon.  La técnica de la navegación distante, siempre de cabotaje, surgió por ese entonces, llevando las corrientes migratorias e invasoras más allá de las costas propias y sometiendo por las buenas, o las otras, a innúmeros nativos de las alegres islas del Mediterráneo, el Egeo y más allá de “la Roca”.  La guerra de Troya aún no sería declarada hasta muchos después del diluvio, pero los teucros y los dorios pelasgos dieron en desarrollar rivalidades, durante la extensa edad del bronce —que transcenderían de sus respectivos dominios—, proyectándose hasta el Mar Negro y los llanos de Anatolia.  La thalassocracia de los llamados “pueblos del mar”, en tanto, llevaban consigo terror y desolación a las islas mediterráneas, desde los Dardanelos hasta las Canarias, e incluso las costas de Atlantis, entonces aún en auge comercial, pasando por Tartessos, Córcega y Creta. Para entonces, en la lejana Tsin, celeste imperio de las torres de bambú, aún vivían guerreando entre sí, tribus y etnias primitivas que desarrollarían posteriormente altas cotas civilizadoras.  Allí serían más tarde —tras el diluvio y el nacimiento del imperio amarillo—, descubiertos la porcelana y el vidrio, además de la tinta china, el papel y los ácidos.  La escritura aún seguiría siendo dibujo ideográfico y lo abstracto no había sido tenido en cuenta, sino por alguno que otro pensador fuera de órbita, a causa de un poco de resina de amapolas inhalada al atardecer. Cada cultura desarrollaba algún tipo de expansores mentales o maneras variadas  de violar la aún ignorada ley de Newton, por lo menos con el pensamiento.  Pero el conocimiento avanza hacia el interior del Hombre, sólo ante ciertas transgresiones.  De lo contrario, el orden establecido se tornaría rutinariamente estable, y lo externo apenas serviría para expresión del ocio.  En el Hindu Kush, nacía la escritura alfabética, con la lengua sagrada: el sánscrito, que milenios después daría lugar a los precursores de todas las lenguas occidentales indoeuropeas.  En Mohenjo Daro y Kültèpe, la arquitectura urbana se manifestaría como un todo coherente al modelo de las futuras ciudades, pues contaban con acueductos o pozos, desagües y drenajes además de pavimento pétreo y palacios. Quizá todavía no con la magnificencia Minoica, pero sí con el servicio e infraestructura necesarios para hábitat racional.  Poseía una zona de mercadeo, otra religiosa, recintos administrativos y viviendas, lo que denotaba un elevado grado de organización.  Eso sí, la corrupción de la palabra, la duplicidad y mala fe, además de las oscuras trapacerías propias del sistema comercial, financiero y especulativo, estaban a la orden del día.  Como hoy ¿qué duda cabe?  Los teucros y los pelasgos dominaban el Helesponto (Dardanelos) hasta el Asia Menor y Anatolia e imponían sus reglas para el comercio y la piratería, por lo que no sería extraño que se alzaran algún día con la reina de Esparta; aunque quizá no fuese un secuestro extorsivo, sino un caso de “amor a primera vista”.   O tal vez Homero se haya equivocado en su Ilíada, pero Ilión, capital de los teucros fue tomada y destruida ¡varias veces!  Schliemann llegó a contar hasta nueve asentamientos, superpuestos en estratos de antigua data, entre los cuales la Ylión homérica sería apenas el séptimo. El Fondo Monetario Internacional debió haber sido esbozado por los teucros, cretenses, fenicios y cartagineses ya en lejanas épocas, como podremos suponer. ¿La inteligencia?  Bien, gracias, podría decirles, pero estaba discurriendo por senderos escabrosos y alejados de la ética. Babilonia la hermosa, daría mucho que hablar en épocas post-diluvianas, con sus magníficos zigurats, sus palacios y sus frisos de ladrillo esmaltado; con sus leones y toros alados de bronce; con sus apuntes cuneiformes, sobre reyes fantásticos y glorias mitológicas relatadas por periodistas de pacotilla asalariados de los reyes.  Semíramis aún no habría sembrado sus jardines colgantes, ni los asirios eran un estado militar, sino apenas horda de bandidos nómades de las planicies akadias y sumerias. Nosotros, por entonces, estábamos algo espantados de cuanto ocurría sobre la superficie de un planeta que daba todo de sí para el sustento de sus criaturas, y sin embargo, sus ingratos huéspedes bípedos se comportaban harto destructivamente. El Imperio Viejo del Nilo estaba apenas en la infancia, cuando alguien ordenó —tras una de las periódicas crecidas del dios-río—, que se sembrara la zona de Gosén, enriquecida de limo lodoso.  Los seis meses entre la siembra y la cosecha, dejaban un tendal de desocupados, por lo que el Rey-faro resolvió emplear esa enorme fuerza de trabajo para construcciones megalíticas. Templos, obeliscos, colosales pirámides, mastabas funerarias, esfinges y estatuas sedentes estaban siendo diseñadas por algunos arquitectos, ebrios de semillas de loto, vino de palmeras con resina de cáñamo abisinio… y quizá alucinados de megalomanía. Finalmente Egipto pudo haber sido conocido más por sus monumentos, tan suntuosos como inútiles, que por ser el ubérrimo granero de Medio Oriente, donde fenicios, h’braim, babilonios, persas, nubios y abisinios, iban a comprar grano con sus caravanas, en épocas de hambruna. La inteligencia no marchaba realmente en la dirección que hubiésemos querido.  Alguien, quizá el Demiurgo, quitó parte de la conciencia a homo sapiens.  Sin ésta, la ciencia era y sería un lujo peligroso y un instrumento de dominación, cuando no de destrucción. Claro está, que unas pocas excepciones iban confirmando la regla áurea. Justamente el poder predecir fenómenos eclípticos luni-solares, cálculos mediante, posibilitó la dominación de poderosas castas y clanes sacerdotales que, casualmente, eran las financistas de las aventuras bélicas en Medio Oriente, o lo serían milenios después en otro continente de promisión, aún desconocido por éstos, en el hemisferio norte.  Pronto los kheltoi, ya divididos en pueblos, naciones y estados en el Asia, y en hordas poco organizadas en Europa, debieron enfrentar la terrible amenaza militar de los semitas, denominados asirios primero, y caldeos después, quienes en sus planes expansivos buscaron someter a los prósperos pueblos mesopotámicos.  La furia de los asirios barrió con los pequeños reinos bactrianos de la meseta del Irán y los llanos de Anatolia, donde los arios medraban.  Luego Asiria o Assur sería borrada de los mapas por la también semítica Caldea, cuyo dios Melkart se impuso a Assur por dos a cero (entonces no se conocía el gol average).  Los semitas, sucesores de la rama de los pythecantropus afarensis, aunque ambientados en el norte africano y medio oriente, extendieron sus despóticos dominios a toda la región mesopotámica, donde ahora los imperiales albiones y americanos pretenden succionar el petróleo heredado de los grandes lagartos finados en el mesozoico. La legendaria Tsin, en el lejano Oriente, en tanto, trataba apenas de sobrevivir entre rebeliones intestinas y las incursiones de hordas de mongoles, en medio de un intento de organización política basada en la reforma agraria y reparto de tierras a nobles y campesinos.  Aún el taoísmo no había sido concebido, ni el legendario I Ching o “Libro de las Mutaciones” fuera escrito todavía.  Los humanos no cesaban de guerrear y los motivos para hacerlo eran apenas basados en la lógica y más en los irracionales postulados del racismo y los intereses económicos o “religiosos” que sustentan a los anteriores.  Los h’braim eran, por entonces, pastores nómades de la Mesopotamia caldea (Ur de Lagash) y desconocían por completo la escritura, aunque sabían muy bien hacer cuentas y cuentos, con rudimentarios ábacos suministrados por los sumerios, consistentes en tablillas acanaladas de madera o cerámica, donde deslizaban esferas de barro, crudo o cocido, de derecha a izquierda.  Faltaba mucho aún para que surgiera la leyenda adámica del paraíso edénico y el posterior exilio trashumante hacia el valle del Jordán, el cual usurparían, tras el Éxodo, manu militari a los amorrheos, heteos, jebuseos, cananeos, philishtim (¿filisteos?) y otros pueblos originarios de la región.  Recién dos mil años después, concebirían el Génesis en forma oral, con su delirante genealogía, patriarcal, machista e incestuosa (Libro de Lot).  Pero volvamos al resto del planeta, a punto de ser cubierto por la humedad diluvial. Puede incluso que hayan descubierto durante la edad del bronce —accidentalmente, como todos los descubrimientos—, que ciertos metales no terrosos, incrustados en la roca, podían fundirse con suficiente calor; y, golpes mediante, modelarlos para lo que precisaren. Esos metales no eran tan duros como el pedernal basáltico; pero con menos trabajo eran más filosos y cortantes además de livianos; daban posibilidades de mezclas aleatorias que, con el tiempo, serviría para hacer armas cortantes y uno que otro utensilio de lujo. Miles de años pasarían para que descubriesen otro metal más duro: el hierro y otro más raro e incorruptible aunque más blando: el oro, que en lo futuro haría llorar sangre a muchos en beneficio de muy pocos corruptos: el oro. Al principio, utilizado como ornamento, menajes y alhajas femeninas; posteriormente, como objeto de cambio universal y precursor del dólar.

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Los ángeles rebeldes nos vimos en la disyuntiva de procurar el exterminio parcial de la especie homo sapiens, por considerar peligrosa su agresiva expansión incontrolada para el incierto futuro del planeta y demás criaturas vivientes.  Por otra parte, ninguna culpa tenía Urán de semejante parásito, que inficionaba su corteza dérmica y sus cristalinos cursos de agua con alegre irresponsabilidad,  no sólo con sus detritus y voracidad; de lo cual nos sentimos un poco responsables los rebeldes.  Quizá porque en el fondo sus individuos seguían siendo monos semilampiños con certificado de humanización en curso de nunca acabar, con honrosas excepciones.  ¡Y de esto no hace actualmente más de sesenta mil quinientos ciclos solares!   O sea que, homo sapiens aún no hubo superado sus vicios, sus desajustes éticos ni sus mañas animalescas. Ni siquiera tras ser barridos ocasionalmente de la historia por otros congéneres iguales o peores que ellos. Por tanto, volveremos un par de milenios atrás de lo que relatara antes, pues que las civilizaciones de Asia, fueron anteriores al diluvio, que ocurriera apenas hace relativamente poco. Menos de cinco minutos en la escala sideral de intangibles eones de lenta resolución.  Fue por entonces, en plena expansión de las antiguas civilizaciones guerreras o mercantilistas, que se nos ocurriera lo del no tan mítico diluvio, como la única manera de hacer sentir al ex simio nuestra ira por sus prevaricaciones, contra la naturaleza y contra sí mismo.  Finalmente, decidimos ejecutar un acto de raleamiento demográfico parcial a fin de salvar algunos ejemplares más propensos a lo justo, noble y solidario, que a lo lapidario e injusto, ya que casi todos los pueblos conocidos eran más o menos lobos de sí mismos.  No podíamos echar al tiesto tantos millones de años de tarea con una simple y húmeda solución final, por lo que incitamos a algunos de ellos a buscar las alturas o cambiar de aires, antes de lanzar las aguas del cielo sobre esa raza de caníbales homicidas excesivamente corporativos. La tarea más titánica para nosotros, fue entonces planificar el control de los posibles sobrevivientes de la futura ola de humedad pluvial. Además el Demiurgo y sus mensajeros no estarían ociosos en tanto, y harían lo suyo para aguarnos la fiesta de la reconstrucción. Además, homo sapiens debería construirse, por sí mismo, el o los medios de salir a flote tras el aguacero punitivo. También debimos salvar muchas especies animales que, por falta de costumbre, no aprendieron a nadar. Y aún, las que sabían, no resistirían un par de meses sin disponer de salvavidas ni paraguas.  Finalmente, el tal diluvio no pasaría de veinte a treinta días-calendario y tardó menos aún en escurrir y secarse, afectando solamente las costas marinas y márgenes fluviales, aunque en zonas montañosas las riadas arrasaron poblados enteros, con todo y habitantes. Pero homo sapiens, cual sempiterna cucaracha, logró salvar buena parte de su insufrible especie en una desafiante actitud, que supimos valorar, como rebeldes que somos.  Justos e inicuos sobrevivieron al mojado meteoro pluvial; aunque no en equilibradas proporciones, sino quizá predominando los segundos por sobre los primeros, tal como se porcentúa la humanidad actual. Muchos evitaron las consecuencias de las impetuosas riadas; simplemente buscando alturas; otros con balsas o rústicas jangadas; los más, emigrando hacia las montañas; sobrevivieron, aunque algo raleados demográficamente. Los hoy denominados “monstruos antediluvianos” ya habían desaparecido sesenta y cinco millones de años atrás.   Sólo quedaba de aquéllos, huevos y esqueletos fósiles, hidrocarburos y aceite, para las futuras siete hermanas energéticas del motor-oil.   En verdad os digo, que una buena parte del planeta se salvó del diluvio, a causa de que éste predominara en el hemisferio norte y apenas parte del centro de Africa y las costas oceánicas; salvándose del meteoro gran parte de las zonas altas y el sur.  De todos modos, sobreviviría menos de una tercera parte de la especie humana, más que nada por su astucia. Algo así como una cirugía de amputación para salvar el resto del cuerpo. Muchas culturas preservaron en sus mitos y tradiciones el recuerdo de la mojadura, aparte del Génesis:  Grecia, Chichén Itzá, Guaranya y varias más.  En cuanto a las causas del fenómeno, obedeció a grandes cantidades de corpúsculos del tamaño de pianos y más grandes aún, compuestos de hielo, que cayeran sobre Urán por esos días desde el espacio exterior.  Fue una suerte de carambola cósmica, ya que un asteroide, tan gigantesco como indeciso, tras millones de ciclos de vagar por el cosmos hizo trizas parte del borde exterior de los anillos orbitales de Kronos, compuesto de grandes témpanos de agua solidificada a –100º, los cuales salieron de esa órbita para proyectarse, primero hacia Helios y posteriormente sobre Urán a razón de 120 millas por segundo, por lo que podréis imaginaros las consecuencias.  No lo podríamos hacer de otra manera, ya que no dispusimos de materia sólida ni masa corporal alguna sino, como dijera antes, apelamos a nuestra fuerza mental. ¡Casi diez kilómetros cúbicos de aguas del cielo (y no en sentido figurado precisamente), mojaron al planeta incrementando la carga de los océanos y la humedad ambiente!  Los incrédulos y desinformados, no esperaban tal masa de agua cayendo sobre el mundo conocido y sufrieron las consecuencias. Todos los asentamientos situados, como dijera, cerca de las costas, fueron barridos por las aguas desbocadas y salvajes.  El aterrador espectáculo previo de grandes explosiones en las alturas (al impactar los témpanos contra la atmósfera) seguidos de veloces estelas de vapor dirigiéndose a los suelos, los habría llenado de pavor y la mayoría no atinó a ponerse a salvo. ¿Dónde lo estarían, ante tal manifestación de ira celestial?  También de las alturas montañosas bajaron aluviones en desmadre, arrasando todo a su paso, incluyendo a quienes huían hacia las cumbres.  Finalmente, todo pasó y, a los pocos, la vida retomó su curso normal, aunque el recuerdo de la mojadura pervivió en muchos mitos de distintas culturas. La cantidad de hielo caída y evaporada en la atmósfera, e incluso impactando en mares y montañas, provocó tormentas, oleajes y cataratas de agua, que en poco tiempo cubrió casi todo cuanto se hallaba al nivel de los mares y algo más.  Atlantis, el imperio insular de la edad del bronce, pudo ser borrado de los mares de esta manera, en una época enriquecida además por frecuentes erupciones y sismos de hasta diez grados Richter y a veces más. Pudimos contemplarlo todo o casi todo, pero no quedamos satisfechos de ello.  Algunas civilizaciones con alto poder militar y técnico sucumbieron por entonces, quedando muchas islas sepultadas bajo mares o arenas.  Tras el lento proceso de recuperación del planeta post diluviano, se inició el período legendario mágico y heroico de los kheltoi sobrevivientes;  de los h’braim post adámicos y la leyenda del arca; de los semitas árabes escindidos de aquéllos; de los brahmanes arios del Ramayana, de los pre-budistas, de los chinos pre-taoístas, de los ameroasiáticos cobrizos y amarillos (en la China el diluvio apenas inundó sus costas e islas vecinas, nada más), que darían en iniciar una epopeya mágica hasta los días de hoy, hozando entre lo real, lo fantástico, lo escatológico y lo metafísico.  Tras el primer milenio posterior al diluvio, renacieron muchos pueblos que ignoraron, o fingieran hacerlo, la terrible lección; no tardando en volver a las andadas, asolando comunidades, para reclutar esclavos o simplemente medrando del pillaje y el botín sisado a quienes lo acumularon laboriosamente, aunque no de manera tan honesta. Por entonces, en África, Asia y el continente perdido, ahora llamado América, florecieron asentamientos y civilizaciones de alto nivel.  En las riberas del Tigris, el Eufrates, el Amur, el Azul, el Amarillo, el Nilo, el Urubamba, el Titikaka… dieron en aparecer pueblos laboriosos, altamente capacitados para la construcción de monumentos, templos y ciudades dotadas de infraestructura funcional y hasta terrazas de cultivo en montañas. Para ello, también surgieron brillantes matemáticos y arquitectos que dieron vida a la roca, al barro y al metal, a través del mágico fuego que todo lo purifica y transforma. Nacía entonces en la Mesopotamia y en Asia Central, la escritura, el inicio de la Historia… y los mitos predominantes a partir de entonces en toda la humanidad.  Muchas de estas tempranas civilizaciones fueron anteriores al casi mítico diluvio que devastara milenios más tarde las costas oceánicas.  Hasta los belicosos teucros y dorios pudieron reconstruir sus ciudades estados, a excepción de los antiguos ocupantes de la actual isla Santorin, la que quedó parcialmente borrada del mapa por  más de cinco milenios con todo y habitantes, a causa de una explosión volcánica que dejó un golfo-cráter en el centro de la isla.  Sólo el Krakatoa superaría dicha devastación, milenios después. La decisión —anterior al período histórico—, de muchos de nosotros los disidentes, de tomar cuerpos prestados para tener participación en algunos aspectos del desarrollo intelectual de la especie, que harta falta le hacía, fue largamente meditada y ejecutada desde la Edad Antigua  pre-histérica, hasta los albores de la Ilustración, entre los siglos XV al XVIII., extendiéndose hasta el período de la Gran Frustración, del 2000 de la Era Vulgata en delante. Muchos de nosotros encarnamos en genios delirantes, sabios locos, albañiles de templos, maestros ignorados, artistas transgresores, soldados desertores, estrategas derrotados, guerreros pacifistas, profetas desertificados, inventores sin patentes, viajeros desorientados, avatares iluminados, doctores en asuntos varios… o campesinos sin tierra. Daba lo mismo para nuestros propósitos. Pero volvamos al diluvio. Evidentemente los adelantos tecnológicos, científicos o comerciales de la antigüedad, no estaban avalados por un estado de conciencia a prueba de ambiciones personales o “nacionales”.  El mítico Caín nació hace más de un millón de ciclos, con pitecanthropus erectus, y quizá fuese el primer caníbal que probó a su congénere, crudo, hervido o asado al rescoldo.  Mas existían, y existen aún, otras formas de canibalismo, más sutiles y menos directas… o gastronómicas. Una de ellas, es la ingeniería social, con sus genocidios administrativamente planificados, con saña y perversidad, contra minorías molestas, por parte de las potencias hegemónicas. En cuanto a las mayorías molestas, son primeramente divididas, a través de los buenos oficios de los partidos políticos e Iglesias, oficiales o no, y luego dominadas por ciertas minorías poderosas, al compás de las escuadras, para propósitos totalmente ajenos a los nuestros.  Otra técnica empleada en la actualidad para el mismo fin, es la de “relaciones públicas”, con líderes espurios de opinión, creativos, tan talentosos como mentirosos y alienadores de masas.  Pero dejadme proseguir, que me salgo del tema orinando fuera del tarro. En todos los continentes se desarrolló el comercio, la industria, la guerra y la piratería, con mayor prisa que la escritura (salvo para hacer cuentas, como os dije antes), la oratoria, las artes, la filosofía y la moral; los ingenieros reemplazaran a las musas y la picardía a la ética. Este desfasaje histórico se mantiene aún hoy, en que la Guerra Preventiva sustituyera al comercio y la diplomacia.  Esta perversa doctrina “defensiva” fue enunciada primero por Gengis Khan, posteriormente por Napoleón, por un tal Hitler en 1939; luego por el general Mac Arthur durante la guerra de Corea en 1951, y finalmente por los Bush, padre e hijo en el final del siglo XX.  Siempre, claro está, con el apoyo de dioses tribales,  nacionales o regionales de acuerdo al estatus de cada Estado.  Los alquimistas chinos descubrieron, milenios antes, la incorruptibilidad del áureo metal y dieron en convertirlo en objeto de cambio, aunque los hijos del Celeste Imperio amarillo utilizarían monedas de hierro y billetes de seda estampados, como dinero circulante que no acumulativo, con el sello del gobierno emisor, generalmente local.  Por entonces, el hierro era más valioso que el oro, pues servía para armas y herramientas. También el legislador espartano Licurgo mandó hacer monedas de hierro, entre otras cosas para no despertar la avaricia y la especulación. Es natural entonces, que fuesen los chinos quienes fabricaran las primeras prensas de falsificación, y las acompañaran de la especulativa técnica de la inflación monetaria, muy en boga por hoy.  Algunos semitas mediterráneos dieron inicio a la producción seriada pre-industrial. Idolillos, ánforas, tejido, muebles labrados, púrpura (un tinte textil extraído del molusco múrex), muy apreciada por los mandones contemporáneos de entonces; a más de miles de artículos en vidrios, armas, aperos de guerra, armado de naves y hasta flotas enteras por encargo. Para contener líquidos y granos, fabricaban cerámicas vidriadas, aunque estafasen a sus clientes vendiendo —a buen precio por cierto— piezas de baja temperatura de cocción, lo que las hacía letalmente tóxicas, aunque con lentitud, para sus usuarios. A fin de aclarar esto último, causal de hechos históricos abominables, en verdad os digo, que la cerámica vidriada a base de feldespato, cuarzo, bórax y caolín,  debe cocerse a más de mil veinte grados celsius, a fin de obtener un material resistente a la corrosión de los ácidos… e inocua al uso humano.  Los griegos y romanos, compraban a los púnicos ánforas esmaltadas a menos de seiscientos grados (como la del rakú), a base de minio, plomo, cadmio, mercurio y otros metales pesados,  los que al contacto con el ácido del contenido —vino por lo general, o garum, una especie de salsa o condimento hecha de tripas de pescado cocidas en vinagre, macerado con hierbas aromáticas— desprendían diluyendo tales sustancias tóxicas. De ahí, la locura adquirida de muchos emperadores romanos (también plebeyos y patricios ¿por qué no?) y su aparente crueldad irracional; o sus escasas defensas fisiológicas, que los hacían víctimas de morbilidades varias, especialmente de origen venéreo (aún no se inventaron condones ni antibióticos por entonces).  Los fenicios eran famosos como ejecutivos —no sólo de fronteras, sino de puertos, mares y colonias— hábiles para el regateo, la cicatería y las trampas, además de otras cualidades no menos deplorables.  Tras ocupar gran parte del norte africano, redescubrieron la rentabilidad de la trata de carne activa: los esclavos, vendiéndolos a reyes, faraones, patricios, constructores y empresarios de cualquier ramo de la época antigua.  Entonces la maquinería mecánica era desconocida, quedando dos opciones: la tracción a sangre, bestial o humana no calificada, y la mano de obra calificada para lo más difícil o engorroso:  la artesanía, la agricultura, la administración de los bienes del amo, la diversión del amo, el goce libidinoso del amo y otras ocupaciones políticas, no aptas para simples bestias de carga o tiro.  Por lo menos, no en esos tiempos. Como habéis visto, la mano de obra de bajos costes se tornó imprescindible desde entonces para la imbecivilización en curso.  Si bien es cierto que la esclavitud se practica de hecho en el reino de los irracionales, de insectos en adelante, éstos nunca someten a congéneres a tal menester.  Las hormigas esclavizan a los áfidos, las mariquitas lo hacen con pulgones, y hasta se manducan uno cada tanto; incluso hay pajaritos que desovan en nido ajeno, para que el polluelo intruso se haga mantener, de por vida, por su familia postiza en carácter de esclavitud, consentida o no.   También las rémoras y otros parásitos someten a especies mayores, succionando de paso su vitalidad. Como veréis, los humanos son los únicos despistados en la naturaleza. Homo sapiens esclavizó al semejante desde que descubriera humanos diferentes a él.  Fuese por otro color de piel o pilosidades; por orar de otra manera, o simplemente hablar alguna lengua incomprensible para la etnia dominante. Y si buscásemos las causas de la diversidad cultural o racial como pretexto o excusa de dominación, humillación o esclavitud, las hallaríamos en cantidades industriales. Algunos desaforados mensajeros del Demiurgo, encarnados durante la conquista de Canaán por los h’braim, alegaron que la violencia entre ex simios, es necesariamente a causa de la lucha por el espacio vital; doctrina que, miles de años después, hallaría eco en algún esquizofrenético cabo austroalemán con bigotillo escobillado, de cuyo nombre prefiero no acordarme por segunda vez. Los imperios hoy pretextan guerras preventivas contra todo país pequeño e indefenso que no responda a sus intereses.  A tal fin acusan a los no alienados con el mote de guerrilleros, intelectuales malditos, alteradores del orden, ácratas, subversivos, terroristas, objetores, narcotraficantes, prostitutas, ateos, homosexuales, o la profesión que eligiesen los “otros”, incluida la de idiota útil, para someterlos a sus reglas, que no leyes.  Porque las leyes tampoco evitan la esclavitud, y por lo general la amparan —pese a Amnesty International y otros idiotas bienintencionados de la posmodernidad— aunque sin ostentación alguna, como veréis más adelante, para cuidar la imagen y la certificación unilateral de los Estados Jodidos, ciegamente acatada por sus satélites geopolíticos y los Estados Fundidos del Sur.  Nosotros nos sentíamos impotentes, entonces, para revertir estas tendencias.  Los humanotipos en general, fuesen cuales fuesen sus culturas, sistemas sociales, religiosos, legales o políticos, gustan abusar del miedo como arma de dominación; y lo aplican hasta hoy, con precisión administrativa y estratégica crueldad.  Fijaos en lo arraigado que está el miedo, que se lo utiliza hasta en los más cristianos hogares, para someter a la familia de uno.  Y la familia, creédme, es el fiel reflejo de lo que sería en escala macro, la nación… o las naciones, que finalmente el género humano no debería tener fronteras, ni discriminaciones.  Por ello, en verdad os digo, que si no realizáis un cambio interior y un desarme anímico, seguiréis sumergidos en el lodo de la violencia.  Diréis que los Arcángeles rebeldes no podemos hablar de paz; pero sí. ¡Claro que podemos!  La rebelión no precisa alimentarse de ira, ni verter sangre para triunfar.  Nuestra arma es el escepticismo, no la ira.  Recordadlo siempre que perdáis la chaveta o los estribos ante vuestro interlocutor. Siglos más tarde, en pleno “siglo de oro” ateniense, Aristófanes, en una de sus comedias hacía hablar a una dama patricia —de nombre Protágoras—, exaltando ésta a la sociedad sin clases, de equitativa justicia, deberes y responsabilidades compartidos por todos.  Su interlocutor (un sofista, creo, y de nombre Sócrates) le respondió con una pregunta: —¿Cómo lograremos todo eso? —a lo que la dama replicó hermenéuticamente: —¡Para lograrlo podremos disponer de más esclavos!  Es así pues, que las sociedades aún más adelantadas, y con una supuesta democracia —que daba participación al diez por ciento de los hombres libres de la ciudad-estado ateniense o espartana—, disponían de mano de obra forzada, para poder dedicarse al ocio creativo o escikastés.  El otro noventa, lo constituían metecos (turistas o mercaderes extranjeros), periecos (limítrofes de paso) y esclavos o ilotas, residentes a tiempo completo y sin posibilidades de emigrar por negárseles visa de salida. Entonces los áticos crearon los divagues filosóficos sobre la presunta esencia del Cosmos y el Hombre, apoyados por una enorme fuerza de trabajo no voluntario. Fijáos que hasta Esopo el pedagogo y filósofo animista, era uno de ellos.  Desde entonces, casi todos los reinos e imperios se ocuparon de obtener mano de obra barata para trabajo heavy duty y servicios domésticos.  Ya fuera adquiriéndolos a la fuerza en un país sometido, o comprándolos a precio de oferta y bajo las omnisapientes leyes de mercado.  Y tal actividad se extendió luego a los rubros de divertimento, sexual, artístico o administrativo, según se precisase de hetairas, saltimbanquis, actores, coreutas, cantantes, músicos, constructores, arquitectos o simplemente lacayos palaciegos, bufones, eunucos  y escribas.  La brutalidad poseía al talento a fuerza de armas o dinero.  Tal como hoy día. Nada ha cambiado, salvo el cachet de los esclavos de alquiler; pues que si no podéis tener un esclavo propio, nada os lo impide tener uno part-time en leasing.  Desde una modelo de alta cotización, hasta un Michael Jackson y su coro de disciplinados partenaires, para vuestro solaz.  Todo el progreso de la humanidad, derivó de la esclavitud, forzada o de consenso; pues que también existen, aún hoy, quienes pagarían por ser esclavos de algún poderoso capitoste político y servirlo a fondo, aunque no tanto, pues la fidelidad es bien cotizada desde siempre pero pésimamente retribuida. Amados discípulos: aprended que la lealtad es libre y optativa, en tanto que la sumisión o la fidelidad, son alquiladas o relaciones viles entre amo y mascota.  Por algo la divisa del U.S. Marine Corps es: Semper Fidelis.  La mano de obra barata o gratuita engrandeció a muchos imperios y civilizaciones, pero denigró al Hombre, es decir al género humano o que se preciara de tal.  Ese abominable baldón sigue enlodando a la especie pensante, hasta los días de hoy, burlándose de su presunta “libertad” o “libre albedrío”.  Nadie nace realmente libre, os lo dice un ángel rebelde, en desacuerdo con Rousseau. La prueba de ello es que ni siquiera las sociedades neolíticas, aisladas hasta hace muy poco, desarrollaron sociedades libres. No pueden existir sociedades libres en reinos, naciones, repúblicas o comunidades tribales basadas, social o políticamente, en jerarquías o en privilegios. Siempre un grupo, mayoritario o no, somete a los otros, a pesar de fachadas republicanas e igualitarias que huyen o se ocultan del consenso.  Además, no siempre los que se someten lo hacen contra su voluntad.  También lo hacen de proprio sensu como dirían los latinistas. Y los sometidos voluntariamente, son los más acérrimos defensores de tales sistemas esclavistas, aunque pueda pareceros obtusamente absurdo. Pero sigamos con mi relato, hasta los trabajos diseñados por el arquitecto Im Ho’Teph, el cual erigiera la pirámide mayor de Khuf’ú cerca de Memfis.  Por entonces, las pirámides de Khuf’ú, Khéfr’n y Mykherinos, testimoniaban la vanidad del efímero e insignificante humano con ínfulas de inmortalidad. Bastábales a ciertos reyes, ricachos o gobernadores, ser embalsamados, tras ordenar el grabado a relieve de su patronímico y el de sus parásitos parientes, en piedras mudas, pieles, tablillas esteras y papiros, para creer que resucitarían pronto. Pero volviendo a las pirámides, irónicamente tales mamotretos líticos de geométrico diseño, no fueron construidos con mano de obra esclava, sino ¡asalariada! (—¿Cuál es la diferencia? —me preguntaréis.) ¿Recordáis el “papiro Harris”?  Por ser intraducible al principio, fue considerado un misterio arqueológico más, pero tras el descubrimiento de la clave jeroglífica por François Champollión, se supo que era ¡una nómina de pagos por trabajos de cantería en una de esas obras faraónicas!  Como comentara antes, entre siembra y cosecha, mediaban seis meses de manos ociosas e inestables.  Para evitar amotinamientos y desestabilizaciones sociales, los faraones resolvieron emplear miles y miles de idiotas, en pulir y colocar piedra sobre piedra para desafiar inútilmente al tiempo —en las arenas de Gizah, danzantes al son de los céfiros del Mediterráneo o del cálido simún saheriano—, con dichos inútiles monumentos.  Aunque es innegable que tales pétreas banalidades han dado, hasta hoy, abundante material para libros esotéricos y elucubraciones fantásticas.  Muchos escribas, o mejor dicho dibujantes —que los jeroglíficos exigían más lo segundo que lo primero—, requirió la no tan turbulenta historia de Egipto, registrada en papiros y calizas areniscas, con epopeyas tan gloriosas como imaginarias, por no decir espurias.  Muchas guerras hubo entonces entre hititas, asirios, sumerios, egipcios, chinos, mongoles y hasta una que otra guerra civil.  Los golpes de Estado de entrecasa no eran novedad por entonces —pese a no haberse inventado aún la “diplomacia del dólar” y a la notoria inexistencia de embajadas norteamericanas en la región, por esos tiempos— que dinastías varias veces centenarias, podrían ser cambiadas de un día a otro.  Las armas no progresaron entonces tanto como ahora, por lo que se mantuvo el filo de las espadas,  y la agudeza de las lanzas y saetas, generalmente de bronce, hasta la explotación del hierro, dos mil doscientos años después de Khuf’ú, agregándose a éstas, las pesadas hachas, carros de combate y potentes arcos saetarios, por lo demás conocidos de muy antiguo.  De todos modos, los escribas de faraón se encargaban de hacer triunfar batallas perdidas o nunca libradas; fundar templos ya existentes; refundar ciudades antiguas y lograr buenas cosechas obviando las hambrunas periódicas.  El papiro lo aguantaba todo. Para ese entonces, los alquimistas chinos habrían logrado la pólvora o “fuego del dragón”, con que espantaban los espíritus poco benignos, o asustaban a los invasores mongoles de sus fronteras boreales.  La Gran Muralla aún no existía, ni siquiera un imperio megalómano, sino apenas reinos dispersos carentes de cohesión; pero ya se perfilaba una cultura fatalista y sumisa que lo haría posible, siglos más tarde, con el paranoico Tsin Shi Huang Ti.  Las religiones y cultos eran otra manera de poseer adictos, esclavos y fanáticos guerreros, a favor de fetiches, soles o ídolos variopintos con los que dominar a la propia población o a las exógenas.  Es cierto que, desde sus oscuros orígenes, homo sapiens tuviera la ocurrencia de divinizar a los astros o fenómenos de la naturaleza a causa de su escasa comprensión de los mismos. Pero cuando tuvo una vaga idea del misterio de los cielos, gracias al zigurath llamado Torre de Babel, que les sirviera de observatorio (“para alcanzar al cielo” decía el Génesis); se fabricaron dioses de oro, plata, piedra o madera, e incluso ídolos bastos de barro cocido que los acompañaban en sus aventuras bélicas contra sus semejantes. Ahora, sus dioses son más abstractos e invisibles, pero no menos crueles, ya que de todos modos,  el Becerro de Oro y el petróleo imponen sus reglas a los indecisos o neutrales.  Por fortuna —¡loado sea Luth Baal!—, los ídolos de barro tienen un corto reinado, pero nunca han menester de reemplazantes, que siempre los hay de generación en degeneración, como diría mi amigo Fito (Nuthaël).  Los adictos al Demiurgo, brotados de la semilla de los h’braim, en los lejanos días posteriores al diluvio, nos acusaran de demonios satanizándonos. Pero hasta hoy, proseguimos nuestra Obra, dando conocimientos a la especie humana, cual omnipresentes Prometeos, a trueque de alimentar nuestro intelecto de sentimientos, frustraciones, fobias y excesos emocionales proferidos, escritos o vomitados por la humanidad.  El culto al Demiurgo Sabaoth, tras un largo alejamiento de éste, surgió en un lejano e ignoto día, en que apareciera su señal en una colina llamada Moriah, en Ur de Caldea (actual Irak), a un pastor de cabras llamado Abraham, a quien, según la leyenda del Génesis, propuso un trato de alianza o pacto (en hebreo B’Rith), por el cual él y sus descendientes adorarían sumisamente a una entidad sanguinaria denominada Yah Véh (Soy el que Soy) y a trueque de una sumisión incondicional, obtendrían favores por parte de dicha entidad, en la paz o en la guerra, someterían a otros pueblos no alineados a su culto, haciéndolos vasallos o exterminándolos en anatema (maranatha!)  y, de hacer bien los deberes, hasta podrían poseer el mundo conocido o por conocer, con todo lo clavado y plantado. Esto equivaldría a que cualquier violación de dicho contrato, sería castigado con la máxima crueldad por parte del terrible Demiurgo, el cual, por su inaccesibilidad, invisibilidad e incomprensión de parte de homo sapiens, recibiría muchos nombres a partir de esos días que les mencioné.  Theos, Deus, Gott, God, Lord, Jehová, Tupã (éste inventado por jesuitas en el Paraguay), Deva o cientos de miles más.  Incluso los ishmailim, nacidos de la rama de Abraham, lo llamaron Allah Atallah, posteriormente, tras la irrupción del Islam. La intromisión del dios-macho de los h’braim en la historia de la humanidad, respondiera quizá a una necesidad de delimitación de áreas de influencia entre el Demiurgo y sus potestades jerárquicas: archidones, querubines, serafines, tronos, potestades y arcángeles… y nosotros los rebeldes, como contrapeso a su poder. También el mantenimiento del atroz patriarcado machista, que brutaliza a mujeres y niños, es obra del misógino Sabaoth y sus acólitos.  Pese a nuestra prolongada participación en la búsqueda de una especie inteligente, no pudimos substraernos a la intromisión del Demiurgo y sus potestades arcangélicas, quienes, como dijera antes, deseaban una sumisión infantil a su égida, signada por la creencia de la culpa del pecado, no tan original que digamos, y a la servidumbre vil a sus postulados antinaturales.  Es justicia —en verdad os digo— que nosotros tampoco se la haríamos fácil. Pero sería una verdadera lástima polarizar a la humanidad en buenos y malos, cuando se la pudiese inducir a la creatividad pacífica y hermandad solidaria.  Desde entonces, las guerras religiosas dominarían el panorama planetario, disfrazando de piedad a los protervos intereses de las clases dominantes o con ambiciones de serlo.  La llamada Biblia, tardaría aún más de tres mil años en ser escrita por delirantes iluminados de opus vinícolæ y otras sustancias alteradoras, no sólo de la conciencia, sino del sentido común, a partir de 800 A.C.  con la creación del “alefato” hebreo, derivado del arameo.

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La vida siguió su curso, inexorable y brutal, pese a la aparición en el planeta de esta especie con aparente inteligencia que —si bien tenía ésta propósitos creativos o especulativos—, prestaría invalorables servicios a tiranos y sátrapas de toda laya, hasta los días presentes. Pensamos y con no menguada razón, que la próxima destrucción de la especie sería… debía ser total.  De ser posible hasta los primates y mamíferos de sangre caliente deberían desaparecer de la faz de Urán.  El planeta y sus demás huéspedes sobrevivientes saldrían ganando.  Pero entonces, hubo un pequeño salto en el nivel del pensamiento abstracto y las matemáticas.  La geometría y el álgebra posibilitarían el cálculo de la circunferencia del planeta;  los teoremas y las raíces cuadradas se tornaron moneda corriente, tras la edad del hierro, de la que no estuviéramos ajenos del todo.  La guerra de Troya se saldó con la destrucción de ésta y el auge de la poesía épica y las leyendas teológicas y bélicas, tan heroicas cuan inútiles.  Pero esta poesía no estaba relegada sólo a idiotas letrados, en crípticos anaqueles de inextricables e inaccesibles bibliotecas poco fatigadas por el vulgo; sino que corría lúdicamente de bocas a orejas en la memoria del pueblo.  Pero para entonces, tanto el Demiurgo como nosotros los disidentes, habíamos aprendido bastante acerca de la materia viviente o inerte, gracias a homo sapiens, quien “sentía” algo que nosotros podíamos absorber de sus exaltadas emociones, alimentando nuestra fuerza mental con sus efluvios. El Ramayana, el Mahåbharåtà, e incluso el Pentateuco, en sus primeras versiones orales acerca de la Creación, circulaban en fogones y peñas populares de danza, canto y vino, acercándose a los imaginarios dioses por boca de los aedos y poetas místicos o profetas comedores de loto, langostas y miel.  Tras la imperceptible y lenta irrupción de la escritura y las transcripciones literarias, tales poemas de largo aliento, fueron dejando de pertenecer a los pueblos, para quedar recluidos al alcance de unos pocos acémilas presuntamente doctos. En tanto, la esclavitud seguía siendo moneda de curso legal.  Casi no hubo pueblo alguno que no fuese esclavizado varias veces a lo largo de su cronología, que no historia.  La esclavitud no era solamente el uso y abuso de comunidades o individuos en tareas forzadas. Era además, una manera de negar o prohibir conocimientos, experiencias, hábitat alimentos u otras necesidades a ciertos seres, para mantenerlo en la más inicua de las servidumbres: las atroces cadenas de la ignorancia inducida. Las poderosas clases dominantes o nomenklaturas operantes, sólo pueden medrar en la ignorancia de sus pueblos para sostener sus privilegios.  Para lograrlo, se valen de la propaganda, los dogmas, ideologías doctrinarias o simplemente por el miedo a lo desconocido, inculcado durante el pérfido proceso de educastración, inherente a cada pueblo, nación o etnia. Para cada causa, corresponde un efecto, por lo que cuanto ocurre y ocurriera, existen motivaciones o inducciones hacia una determinada dirección. Las muy humanas rivalidades, también serían debidas a la ignorancia, que nos vela los ojos y demás sentidos, hacia la concepción y comprensión del otro, como igual y diferente, mas digno de respeto.  Ese sentir, ese darse cuenta de la otredad como condición para realizarse como seres humanos, ha sido perdida (si es que la hubiesen tenido alguna vez), diría que para siempre. La ignorancia es contagiosa, por cuanto está basada en la Ley del Menor Esfuerzo, que rige cual hierático dogma para la Iglesia de los Necios y Equivocados de los Todos los Días.  Nadie diría ahora que los neandertalensis eran bonachones y mansos, pese a su aspecto algo desgarbado y simiesco que, por otra parte, les diera más herramientas “instintivas” para su desarrollo.  Tampoco los ángeles rebeldes nos percatamos que debíamos seguir experimentando, con esa etnia rústica pero solidaria.  Lilith por aquellos lejanos tiempos, hubo apoyado a los cro magnon, más que nada a causa de su aspecto más “armónico” y elegancia de movimientos; pero tampoco se previno a tiempo de la crueldad que éstos profesaban como costumbre, quizá confundiéndola con coraje o temeridad, pese a que ahora pudimos saber que, es la cobardía la madre de la crueldad. Muchos de nosotros, fuimos engañados por aspectos de forma que no de fondo; ahora lo lamentamos, ya que nada ha quedado de los neandertalensis, hoy por hoy.  Las pocas tribus descendientes de éstos —residentes en paradisíaco aislamiento y sin contactos exteriores hasta hace muy poco—, han sido corrompidas por el hombre blanco descendiente de los cro magnon, hasta quedar reducidas a patéticas caricaturas de seres humanos, culturalmente híbridos, espiritualmente confundidos y socialmente insatisfechos.  Desde hace cincuenta mil años, lo tenían todo y no deseaban nada.  Ahora es al revés, gracias a la Biblia, sus pastores y a san Dólar del Consumismo. Después de todo, nosotros no nos habíamos propuesto la inmortalidad de nuestra especie inteligente, sino solamente su toma de conciencia cósmica.  El temor a la muerte los tornó egoístas y crueles. Si hubiesen aceptado su efímera fugacidad con altura, desde el principio, quizá homo sapiens sería más digno a nuestros ojos invisibles. Si no hubiera adquirido ese morboso temor a la desaparición física, a causa de creencias escatológicas inculcadas por los fieles de Sabaoth, quizá supieran morir con dignidad como los espartanos o los kamikaze (éstos últimos, más por desesperación o vergüenza, que por temeridad).  Pero las cosas han sucedido de otro modo, y si bien muchas culturas no temen a la muerte, las contaminadas por el judeo cristianismo sí, lo que los hace cada vez más neuróticos, paranoicos y crueles.  Recordad que el Génesis, obra maestra de la manipulación mental de masas, los hizo creer que a causa de su “desobediencia” fueron condenados a perecer, cuando que nunca han sido inmortales. Lo único inmortal es la esencia individual de cada ser consciente, pero la materia sufre caducidad de garantía e inexorable fecha de vencimiento.  La historia podría, de todos modos, proseguir eternamente sin nuestras intervenciones y la especie ¿humana? continuaría creciendo, depredando y despojando… hasta aniquilarse a sí misma en una carrera suicida.  Nunca hemos creído en una suerte de apocalipsis mágico, que los exterminase de una buena vez y al mismo tiempo, pero se han dado períodos de locura colectiva que mermaran a buena parte de su atroz demografía. Si abandonásemos a su suerte a la especie, dejándolo en manos de Sabaoth o Yah Véh, como lo llaman al “Señor”, quizá sobreviviese perecedero como desde el principio, pero en la ignorancia más deplorable y el sometimiento más absoluto a la superstición, que no otra cosa son las religiones deístas.  Porque también las hay con más filosofía que moral, con más ética que piedad farisaica, como el taoísmo y el budismo.  Las guerras médicas pusieron a prueba la resistencia de los helenos durante casi tres generaciones frente al imperio persa. Los conflictos crecen con la humanidad y los induce a la lucha por espacio cada vez más constreñidos y recursos más limitados.  Y éstos son cada vez menos renovables o sustentables, lo que nos hace deducir que a la aventura humana le queda tiempo limitado.  Y los primeros en caer serán, por supuesto, los imperios megalómanos, a causa de su elefantiásico gigantismo incontrolable, excesivo consumismo y escasa conciencia planetaria.  Si bien los Estados Unidos poseen apenas el 7,3 % de la población mundial, consumen o derrochan el 35% de los recursos planetarios. Tal tren de devastación no podría durar demasiado, aún en el supuesto caso de que se apoderasen por la fuerza de todo el globo, para despojar a los más pobres de sus recursos a trueque de abalorios y espejitos o chatarra de lujo; para convertir a sus naciones en basureros suyos… o efectuar bombardeos indiscriminados, contra los remisos o indecisos.  Pero sigamos en el pasado.  Tras el auge y decadencia de los primeros imperios de Asia y Medio Oriente, Magna Grecia ocupa su lugar en Occidente, en tanto que India y China dominan Oriente, quedando ambos hemisferios separados por miles de millas de áridos desiertos y estepas, plagadas de posadas, asaltantes y profetas ascéticos.  Pero en el Medio Oriente, surge entonces el joven imperio indoeuropeo (ario) de los persas medos, escitas y partos, quienes, tras someter y destruir a Caldea (ésta había arrasado a los asirios antes de lucir jardines colgantes en su capital), intentó expandirse al Mediterráneo, pero no contaron con que los helenos dejarían de lado sus rivalidades tradicionales, para unirse contra el invasor, hasta derrotarlo definitivamente e invertir el proceso durante el reinado de Alexandros el macedonio, el cual casi acabó con los reyes persas, hasta que los turcos y árabes introdujeran el Islam en sus territorios, siglos más tarde, ya bajo otros sátrapas macedonios cristianizados. Pero por entonces, tras el efímero resplandor del reino imperialista de Macedonia, pocos años luego de la muerte del general Alexandros, la joven Loba Romana irrumpe en Europa con fuerza arrasadora, primero conquistando el Lacio a los Etruscos, tras su vasallaje a éstos, y posteriormente sometiendo a los indómitos celtas, britanos y germanos. Para entonces, la filosofía y la escritura eran herramientas intelectuales de una reducida minoría, pero cuyo peso se impuso en el auge del pensamiento.  El arte de la construcción de viviendas, palacios, carreteras, puentes, acueductos, alcanzó un nivel técnico de calidad inigualada. ¡Basta deciros que la Vía Appia fue construida hace más de dos mil trescientos años, y sigue funcionando sin baches ni desniveles! ¡Aprended, intendentes, alcaldes y burgomaestres de cuarta!  Pero esto, supuso también la esclavitud de miles de trabajadores no calificados, arquitectos, ingenieros, especialistas, canteros, geómetras y matemáticos. Ocurre que el patricio romano sustentaba su honra y orgullo en la agricultura, despreciando todas las demás actividades manuales e intelectuales, relegando éstas al estatus de esclavitud, incluso la poesía o la filosofía no autóctonas.  Recién dos o tres siglos después de la decadencia de la Roma imperial de las águilas rapiñeras, las mencionadas actividades y sus cultores serían reconocidos como eran de merecer. Esto posibilitó la creación de collegiatas de trabajadores libres, que posteriormente darían origen a los gremios de artistas y profesionales. Especialmente en los rubros de construcción, cantería, carpintería, herrería, cristalería y arquitectura. Esto último, ya en el medioevo, daría origen a las logias masónicas (franc maçon es constructor libre en la antigua lengua provenzal de Oc), entre los constructores, canteros, fundidores, cristaleros o lo que fuese. del románico y el gótico.  Pero retornemos a nuestro análisis de ese absurdo engendro sub inteligente llamado humano. Si bien la raza de bípedos implumes, como la calificara Platón, tenía ciertos chispazos y ramalazos de genialidad en la resolución de problemas complejos; la especulación —y en muchos casos la mentira descarada— sustituyera a lo insoluble para sus entendederas.  El Mito y el Sofisma ocupaban los sitiales del Conocimiento, y la Guerra sustituía a la Razón en la política.  También la genialidad, era… es, mejor dicho, eclipsada cuando no usurpada por la genitalidad.  Baal Z’ebuth, enviado del maestro Luth Baal nos reunió a todos en las cercanías de Helios, pese al calor reinante de más de 6.000.000º celsius, a fin de deliberar acerca del probable destino de la especie, tan sublime como atroz, a la que habíamos contribuido a liberar de la ignorancia relativa, pero nos hacía sentir impotentes cuando tratábamos de librarla de la violencia funcional.  No podíamos atribuir al Demiurgo las desviaciones éticas de la humanidad, ni tampoco justificar nuestros fracasos parciales a causa del culto de sometimiento a éste, inculcado a la raza adámica primitiva, en los albores de la civilización mesopotámica. Fue Lilith (aún era un alma andrógina y asexuada) responsable de nuestra opción virtual por los cro magnon, quien propuso que algunos de nosotros encarnase en cuerpos mortales a fin de coadyuvar en la evolución, como de hecho lo hacíamos de tanto en tanto, desde el lejano amanecer de los pitecanthropus afarensis. La humanidad precisaba de guías éticos, creativos, combativos si fuere menester, dubitativos (no creyentes ni descreídos, sino todo lo contrario) y reflexivos como debería ser, que orientasen sus instintos primitivos en dirección al arte, las letras, el pensamiento y cuanto lo libere de sus incontrolables impulsos genocidas y sus desmadres sensoriales, tendientes a la excesiva voluptuosidad.  A muy poco de aprender a construir herramientas, éstas se convertían en armas de agresión; a poco de dominar el fuego, ya eran piromaníacos contumaces. —Creo que deberíamos acompañar a la evolución en todo el orbe conocido —dije a los allí reunidos. —Aunque no podemos dar conocimientos que pudieran ser destructivos para ellos y los demás seres del planeta Urán (por entonces, los nombres de Gaia y Terra eran más conocidos). —Estimo que deberíamos estar presentes en todas las regiones, incluso en las más olvidadas del progreso —opinó Anaël, quien fue secundado por Lilith y Azraël en su moción. —Ciertos lugares aislados disponen de pocos recursos materiales para igualar a los demás humanos —opinó Baal Zebuth. —Dejémoslos en su paraíso natural, que tarde o temprano el progreso los alcanzará, cuando estén preparados para ello.  La diferencia ahora es demasiado abismal como para intentarlo.  En la propia cuna de la humanidad hay un desfase demasiado profundo, entre el norte y el sur.  Recordad que aprendieron a emitir palabras para uso diario, y luego las convirtieran en armas perversas para favorecer a la Mentira. —Cierto —repuse. —Muchas civilizaciones de alto grado, ahora están decayendo y hasta desapareciendo de la historia; en tanto que algunos pueblos bárbaros están alcanzando niveles excepcionales. Dejemos que el tiempo decida por sí qué senderos retomar… o si la especie debería ser borrada de Urán, para dar lugar a otras en peligro de desaparición. —No lo veo necesario —expresó Karmaël, el Arcángel de la Acción. —Las especies también evolucionan, aunque se pudiera creer que han desaparecido. Muchas dan lugar a otras o se transforman adaptándose a las circunstancias.  Propongo llevar a cabo el experimento propuesto por el maestro Luth Baal, y hacerlo donde hubiesen medios para ello.  De común acuerdo resolvimos dar conocimientos nuevos en artes, medicina, y cuanto de creativo les sirviese para evolucionar constructivamente. Tras acceder a la siguiente fase del plan, disolvimos el cónclave de los Árcángeles rebeldes, hasta nueva convocatoria. Algo me daba en el caletre, en verdad os digo, que Sabaoth y sus jerarquías arcangélicas nos tiraban cáscaras de banana.  Los hechos cantaban por sí solos.

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Entonces, hubo un pequeño salto cualitativo en el nivel del pensamiento abstracto y las matemáticas, que incluiría la invención del concepto cero, hasta entonces desconocido en Occidente.  El cero había sido concebido ya tres mil años antes, tanto en la India como entre los mayas en forma casi simultánea, aunque los últimos utilizaran un sistema vigesimal.  En la India, retrocediendo un poco esta desordenada cronología, nacerían dos avatares que intentarían iluminar a sus pueblos, con dos mil doscientos años de diferencia. Bhaghavan Krishna y Siddharta Gautama, el Buda. En la China, Confucio y Lao Tsé, buscarían dar al Hombre doctrinas éticas, que no religiosas, a fin de dulcificar su rudo instinto reprimido y perimido de cazador-recolector, desempleado por el sedentarismo urbano y convertido en homo burocráticus por las civilizaciones. En la antigüedad surgieron muchos pensadores alejados de todo egoísmo, que buscaran llegar a lo absoluto a través de las matemáticas y la dialéctica.  La geometría y el álgebra, los teoremas y las raíces cuadradas se tornaron de uso corriente más acá de la edad del hierro, permitiendo a Erastótenes medir la circunferencia de la Tierra, con escaso margen de error. En casi todas estas manifestaciones de intelecto, estaba nuestra impronta carnal. Nuestra inadvertida presencia física y mental debía participar en la epopeya del Hombre, creando las condiciones intelectuales para ello.  Tras el auge del imperio romano, sus águilas volaron al oriente, a fin de tomar cuenta del legado del general Alexandros.  Siria, Egipto, Numidia, Judea, Palestina y Grecia fueron sus adquisiciones inmediatas, casi sin resistencia, por parte de los macedonios y por el clero jerosolimitano. Y justamente en la palestina de los Antipas herodíacos, nacería por esos días de integración forzada, anno urbi conditæ, un ser iluminado quien —pese a sus buenas intenciones y loables propósitos unificadores—, fracasaría en su misión de traer la paz al turbulento planeta.  Porque la paz, según los avatares y maestros, embebidos de nuestras enseñanzas, debía ser una opción personal, antes que algo impuesto o decretado desde las alturas del poder político o ¿espiritual?, ni a sus pueblos bajo amenazas represivas o escatológicas.  Al menos la Pax Romana era algo bastante inestable, casi como la nitroglicerina.  Tanto, que, ni los propios romanos creían en ella.  En cuanto a la Pax Americana, sería mejor ahorrar comentarios. Si vis pacem, para bellum, diría algún estratega preventivo, relamiéndose los bigotes sobre pilas de cadáveres calcinados de fósforo, napalm o de soluciones finales aerotransportadas. Para ese entonces, el duro contraste entre el pensamiento filosófico de algunos maestros de la ética y la irracional brutalidad del común aliterado, era tan acentuado que hasta extrapolaban los extremos.  Los severos legionarios de la civilizada cuan augusta Roma, no eran más conscientes o reflexivos que los primitivos cro magnon, ni más bondadosos que las hordas de Atila el huno o las de Allarick el vándalo ostrogodo.  Tampoco los sabios doctores de la Torah, fariseos y saduceos del Sanhedrín, eran más tolerantes que Hitler, Baruch Goldstein, Ariel Sharon o Calígula, valgan las comparaciones.  En los inicios de la Era Vulgata convivían la barbarie con la ciencia, del mismo modo en que las armas y los libros conviven en un museo de historia, sin agredirse pero tampoco integrados, como en la O.N.U.  o la otra. No es necesario memorar el advenimiento de Jashuah el nazareno, por muchos conocido de referencias, pero totalmente ignorado aún por sus fanáticos, que por estos días sumarían unos quinientos millones de devotos, de su figura, que no de su doctrina.  En realidad, su mensaje fue similar al de Krishna, al de Buda, Tzarathustra, Confucio, Lao Tsé y otros avatares, que intentaron sacar a homo sapiens de su ignorancia acerca de las equitativas, éticas e inmutables leyes cósmicas.  Estas, poco o nada tienen que ver con las leyes “positivas”, legisladas por asnos doctorados en Asuntos Varios, como los que pululan en los Congresos Nacionales del orbe (cuando descubriera alguna excepción en esta regla, os lo diré), ni por canónigos alucinados de meaculpas y vino consagrado. Muy pocos de vosotros en hábito actual de carne mortal, sois conocedores de estas leyes que rigen desde el discurrir de las esferas por el tiempo-espacio, hasta el velocísimo movimiento de los átomos y sus efímeras partículas elementales.  El galileo tuvo la malhadada suerte de nacer en medio de una sociedad intolerante, dominada por tres culturas disímiles: los sacerdotes jerosolimitanos y su docta cuan hipócrita piedad; los alegres y follones griegos herodíacos, herederos de Alexandros, y la poderosa Roma imperial, aún austera y ceñida a las leyes, a pesar de sus emperadores más bien jodones y orgiásticos y cuyo único eje transmisor, era un patriarcalismo exacerbado. Por entonces los judíos aguardaban algún mesías militar que, cual Davides o Macabeos intrépidos, los librase del yugo de Roma y de los odiados griegos, quienes tenían el descaro de lanzar —entre risotadas irreverentes— sus ruidosas flatulencias y miasmas hediondos en el Templo de Jerusalén, tras banquetes de impura carne de cerdo, exonerada del ritual kosher. Es decir, con todo y morcillas confitadas. La aparición de un ser excepcional, que preconizaba la igualdad entre judíos y gentiles, los tenía sin cuidado y hasta lo consideraban blasfemo por soslayar las escrituras de la Torah, basadas en El Pacto que los declaraba elegidos del Innombrable (nuestro viejo conocido: el Demiurgo Sabaoth el omnisciente, aunque no tanto), para reinar sobre los goyim  gentiles y el planeta entero, tal como aspiran actualmente los Hijos de la Alianza, una sociedad críptica fundada en 1848 en el Sinsheimer’s Café  de New York, de carácter racista e intolerante hacia los otros.  Actualmente el B’nai B’Rith, tiene casi tres millones de miembros y de seguro todos votan por Ariel Sharon. No lo dudéis.  También los racistas “arios” de la ultraderecha reaccionaria aspiran a lo mismo, pero así les irá.  En realidad, el cristianismo, como religión de masas, nació casi un siglo después de la ejecución del nazareno, tras la expulsión de todos los judíos de la Palestina por el general Tito, posteriormente emperador.  Se hizo una doctrina de fe, por la mano y pluma de un romano (cuyo padre había comprado carta de ciudadanía) judeo-siríaco llamado Saulo de Tarso, convertido a la nueva creencia.  De hecho Jesús no fue el creador de una doctrina jerárquica, autoritaria e intolerante, sino de una fraternidad de hermanos e iguales en el Conocimiento de algo inefable e inapreciable llamado Amor,  que harto menester había y hay aún de ello en el planeta.  Pero este mensaje no fue comprendido ni por sus contemporáneos y mucho menos por sus fanáticos seguidores a posteriori, salvo por la minoría albigense. El Amor, la fraternidad y sobre todo la liberación —no de la muerte física, como os hicieran creer, sino del temor irracional a ésta—, apenas fue esbozada por sus seguidores, quienes como buenos talmudistas querrían la inmortalidad física (como lo proclaman los llamados Testigos de Jehová), antes que una dudosa recompensa ultrasepulcral post mortem. Según sus fantasiosos biógrafos apócrifos denominados “evangelistas”, Jesús fue tentado en el Monte de los Olivos ¡por uno de los nuestros! a fin de adorarlo a cambio de entregarle el dominio del mundo.   No fuimos testigos de tal evento mitológico, ya que ninguno de nosotros —ni siquiera nuestro maestro Luth Baal— pretende ser adorado, ni exige sometimiento alguno a cambio de favores; pero pudiera ocurrir que —de ser cierta tal apócrifa historia—, sus discípulos por lo menos, hubieran aceptado la propuesta, por la manera en que sus acólitos y descendientes se apoderaran de las palancas de mando políticas del mundo occidental y de parte del otro, inquisición y coacciones seglares mediante.  De todos modos, desearía creer que la tal tentación, de haber tenido lugar, pudiera ser producto de la insolación y el ayuno, antes que de parte nuestra.  Por otra parte,  ni el Demiurgo es del todo bondadoso y veraz, ni nosotros somos los malos de la película.  Si la humanidad sufre, es a causa de sus propias ambiciones y maldades, a libre elección de cada quien.   En cuanto a los judíos, expulsados (70 DC) luego de la destrucción de Jerusalén, tras la rebelión de Simón ben Gioras el zelote, se diseminaron por todo el mapa —menos en lo que hoy llamamos erróneamente América (los mayas lo denominan Abya Yala, los aztecas Nuk’atlán)), pese a que muchos ya estaban al tanto de su existencia, gracias a los fenicios—, dejando su impronta en las artes, la cultura, la medicina, la filosofía cabalista y, por supuesto, el comercio y la usura. Hasta la China imperial llegó una de estas comunidades itinerantes, estableciéndose allí, donde hoy conforman el clan de los Tiao Tiu-Kiao, ya mezclados con los hijos del Celeste Imperio.  A manera de digresión os diré que uno de ellos: Mao Tsé Tung, a mediados del siglo XX, fue el artífice y caudillo de la segunda revolución que cambió el mapa geopolítico mundial; tras muchas millas (casi 80.000) de caminata y harta sangre vertida en pro de la igualdad de clases, emulando a Lenin y Stalin en crueldad, a Confucio en la poesía y a los papas en el culto a la personalidad. Pero de todos modos, los judíos persistieron en la esperanza de redención por parte de algún mesías militar que les restituyese la Gloria terrenal, que a otra no aspiraban, por sus escasas ambiciones metafísicas.  En el 123 D.C. hubo un último intento de rebelión de Bar Kochva “el hijo de la Estrella”, otro guerrillero mesiánico que puso en jaque a los romanos, como nunca después de Hannibal. Tras la aniquilación de éste y la toma de Masadá, acabó la resistencia judaica y comenzó la ocupación pacífica gradual del resto del mundo conocido por parte de los h’braim, siempre en calidad de auto marginados, pues que no se integraron en demasía con los paisanos.  Aunque justo es decirlo, muchos proletarios locales tampoco veían a éstos con buenos ojos, merced a la nefanda propaganda católica que acusaba injustamente de “deicidas” a los hebreos, siendo que ningún mortal puede matar a un dios.  A partir de allí, comenzarían las batallas teológicas contra toda disidencia o heterodoxia. Tanto por parte de los cristianos contra judíos, como a la inversa, hasta hoy.   Y por supuesto, el común origen de ambas religiones y su concepto acerca del bien y el mal, estaba en el tapete, es decir: en el campo de batalla.  El llamado Mal, o el sufrimiento, mejor saberlo de una vez, no es sino un acto de equilibrio en la balanza de la Justicia Cósmica. Al principio, los llamados cristianos se multiplicaron gracias a la prédica, a nivel de marketing postal epistolar, de Saulo de Tarso y algunos apóstoles itinerantes fogosos, deseosos éstos de compartir los bienes de los adeptos, en comunión casi socialista, por no decir parásita.  Para tal fin, debían limitarse a predicar y administrar sacramentos, siendo mantenidos por la comunidad local. Luego el propio Saulo, viendo el ciego sometimiento de los nuevos adictos a la fe,  designaría a dedo (Quizá fuese el precursor de la era digital) a las nuevas autoridades del culto naciente, proclamando obispos, sacerdotes, monacatos, diáconos y hasta monaguillos, que darían posteriormente origen a toda la jerarquía clerical, piramidal, autoritaria y verticalista existente en la actualidad, aunque en paulatino descenso, hoy por hoy, a falta de vocaciones, cuando no por decadencia gradual.  También Cipriano, un ex nigromante, luego obispo, contribuyó a tal despropósito. Si bien los primeros cristianos utilizaban el Ichtis (pez) como símbolo de la Era de Piscis, fue el propio Saulo y Simón Pedro (Cephas) el judío, quienes prefirieron la cruz infamante como estandarte. ¿Podéis imaginaros, si yo fundase una nueva iglesia usando la horca, la guillotina o la silla eléctrica como divisa espiritual de la culpa, el sufrimiento y la resignación… a cambio de un buen pasar post-mortem?  Quizá por ello, los cristianos crearon la ¿santa? inquisición, ya que nacieron bajo el signo del dolor y el tormento administrativo. Durante los primeros siglos a la sombra de los césares, los nuevos sectarios de la cruz fueron considerados una amenaza al orden público; tales acusaciones eran generalmente punidas con la última pena, lo que según la ley romana, era lo justo.  Es que los creyentes no se contentaban con su culto, discretamente underground de las catacumbas, sino que apedreaban a las representaciones escultóricas o pictóricas de los dioses oficiales y echaban abajo los altares votivos familiares, haciendo actos de vandalismo en las celebraciones de los templos romanos, así como otros despropósitos similares, quizá de buena o mala fe.  Por tanto, no sería de extrañar que sólo éstos fuesen perseguidos, sean extranjeros o ciudadanos romanos, ya que Roma fue una de las sociedades más tolerantes con los cultos exógenos.  En esos tiempos existían en pleno centro del Foro, templos de Isis, de Theutates, de Dagón, de Mithra y otros que no recuerdo, bajo aquiescencia de los magistrados romanos. Incluso el propio Pilatos se negó a acusar a Jesús de blasfemia o impiedad, a instancias del Sanhedrín, pues tales delitos no existían en la ley romana sobre cultos.  Hasta los judíos tenían sinagogas en Roma, aunque no tan bien vistos por los romanos[9].  De todos modos, pese a su casi forzada inserción en la historia del planeta, el naciente cristianismo cumplió un papel harto destacado en la mitificación deificada de un justo y la imposición de un credo, ascético en apariencia, hasta desembocar en el epicureísmo más procaz por parte de la jerarquía.  Por otra parte, las persecuciones a los cristianos, al igual que la actual satanización de las sustancias alteradoras, logró un objetivo inverso al propuesto por los poderes, hasta su división en sectas rivales de variopinto ritual, siglos más adelante. En ambos casos, el número de fieles, usuarios o adictos aumentó en progresión geométrica; incluso el consumo de alcohol, a casi un siglo de la derogación de la Ley Volstead (1919-1929) sigue tan campante.  La Europa post imperio romano, no fue mejor ni peor que en las épocas anteriores.  Bien o mal, el feudalismo sustituyó la esclavitud de Estado por el vasallaje al señor local;  al megalomaníaco Sacro Imperio, por reinos atomizados y señoríos independientes, en un intento prematuro y efímero de descentralización del Poder.  En la lejana y aún culta Al Arabbiyya, surgiría una nueva fuerza religiosa, de la mano de un pastor aliterado pero justo: el Islam, como “revelación” de la voluntad de nuestro conocido Sabaoth o Ialdabaoth, el Demiurgo judeocristiano y copartícipe —justo es reconocerlo— de la creación de todo lo clavado y plantado en el planeta. En 577 de la Era Vulgata, aproximadamente, nace el profeta Muhammhad hijo de Abdallah ibn Abd-el Muttalib y Amina, hija de Uahb, ambos khoraischitas del clan de los Hachem.  Quedó huérfano a temprana edad y  su exigua herencia le impuso una vida llena de privaciones, hasta que conociera a una rica viuda llamada Khadidja, con la cual contrajo nupcias, lo que facilitó posteriormente su prédica contra los idólatras.  Tras la muerte del profeta, el Islam se extendió como mancha de petróleo en el proceloso mar. Desde La Meca hasta Persépolis y Samarkanda y desde Madinnah Al Nabbi hasta la Hispania (Sepharadh, la llamaban los judíos).   Para bien, para mal o para peor, el Islam cumpliría un rol importante en la diseminación del culto al Demiurgo, caracterizado con el nuevo nombre árabe, aunque por lo menos durante los ocho siglos que permaneció en España, se caracterizó por su tolerancia y su sabiduría, en una armónica convivencia entre cristianos, moros y judíos… hasta que los papas romanos, precursores de los Bush, tuvieran la nefasta idea de realizar cruzadas armadas contra el Islam. Los moros permanecieron en España el tiempo justo para intentar inculcar a los rudos visigodos el gusto por el ajedrez, la poesía, la filosofía, la música, la templanza alcohólica, el baño cotidiano, las matemáticas y la arquitectura. Pero no permanecieron lo suficiente como para sacarlos del fetichismo supersticioso en que derivara el cristianismo, de luminoso y claro origen… y escabroso cuan oscuro sendero penitencial. Por toda Europa occidental ardieron piras inquisitoriales, con herejes torturados en las cimas. En Alemania, Jacopus Kramer y Heinrich Sprengler, ambos monjes dominicos, lanzaron el primer manual de terrorismo de Estado teocrático e imperial: el Malleus Maleficarum o Martillo de las brujas, para uso y abuso de la morbosa inquisición. Las sesiones de ablandamiento de las acusadas o acusados, eran la empolguera, el potro, sillas con asientos erizados de clavos que se calentaban  por debajo con un brasero, que también contenía tenazas y yerros candentes. No dejaré de recordar con vergüenza ajena “la bota”, donde, a fuerza de torniquete, destrozaban piernas y extremidades… y tantos otros medios dolorosos para forzar confesiones, sinceras o no, quebrando huesos y voluntades para cosechar mártires del diablo.  Como os lo relatara antes, Sitaël, uno de los nuestros, lo ha recogido testimonialmente por escrito encarnado en Johann Matthäus Mayfarth, como esto que sigue: «He visto miembros despedazados, ojos sacados de sus cabezas, pies arrancados de las piernas, tendones retorcidos en las articulaciones, omóplatos rotos o desencajados, venas profundas inflamadas, venas superficiales perforadas; he visto las víctimas levantadas en lo alto, luego bajadas, luego dando vueltas, la cabeza abajo y los pies arriba. He visto cómo el verdugo azotaba con el látigo y golpeaba con varas, apretaba con empolgueras, cargaba pesos, pinchaba con agujas, ataba con cuerdas, quemaba con azufre, rociaba con aceite y chamuscaba con antorchas. En resumen, puedo atestiguar, puedo describir, puedo deplorar, cómo se violaba el cuerpo humano en nombre de Dios, y con la licencia del licencioso Inocencio VIII, a quien el diablo bendiga por una eternidad».  Tras la reconquista peninsular, los reyes católicos crearon la más feroz y despiadada de las inquisiciones: con el dominico Tomás de Torquemada al frente, que iniciara el Siglo de Plomo en España, cuando un aventurero criptojudío de origen genovés se lanzaría a la reconquista del paraíso terrenal, donde millones de habitantes, aún vivían en sus junglas, valles y montañas, ignorantes del progreso tecnológico, el hierro, la rueda y la pólvora, a más de las forzadas Buenas Nuevas, que llegarían apoyadas por las espadas de los hidalgos y aventureros, piadosos aunque no tanto, como sí eran ambiciosos de los opulentos bienes terrenales. Más de cuatrocientos millones de almas medraban en un continente —aún ignorado por pícaros, cartógrafos, piratas y mercaderes de carne humana—, antes de la arremetida de los europeos. Bastaron menos de cuatro centurias, para reducir  dicha cifra a menos de cinco millones en las tres porciones del nuevo continente.  Un fraile, también dominico: Bartolomé de las Casas, disidente de la inquisición, intentó defender a los naturales de la masacre, con nulos resultados.  El testimonio de Fray Bartolomé de las Casas, escrito en su libro “Breve relación de la destrucción de las Yndias” que es todo un documento, artísticamente ilustrado, acerca de la ferocidad cristiana en contra de seres humanos inermes e inocentes en su mayoría. Un mestizo ecuatoriano de nombre José Simeón Cañas, ilustró dicho libro con hermosos grabados, aunque la horrenda representación de las torturas y sevicias a que fueran sometidos los naturales, no podrían calificarse de exageradas. En tanto se masacraba a los llamados indios, en Roma se discutía en la corte papal de Rodrigo Borja o Alejandro VI, acerca de si los indios americanos eran bestias antropomórficas o seres humanos con alma. Pareciera que la escolástica aristotélico-platónica, la teología tomista y el sexo de los ángeles pasaron a segundo plano, en tales sesudas y doctorales controversias neobizantinas (flatolalia, diría yo). Se iniciaba en la Europa occidental burguesa, el llamado Renacimiento, en pleno cinqueccento; pero España con su horrenda piedad gótica, quedaría aislada de tales gratificantes novedades artísticas, filosóficas, arquitectónicas o especulativas. Todo saber, fuera del espinoso alambrado de la ortodoxia, fue demonizado.  Comenzaba la caza de brujas, herejes, mozárabes, maragatos, gitanos y judíos en la península; en tanto se exterminaba a los naturales en el “nuevo” continente “descubierto” por el ubicuo Cristóforo Colombo, aunque los asiáticos ya lo visitaran en 1421, en el que el emperador chino Zhu Di enviara cuatro flotas, el 23 de febrero al mando de otros tantos almirantes a visitar los continentes conocidos, dejando su impronta en el Caribe y Centroamérica.  Según el investigador (y marino) británico Gavin Menzies, las flotas comandadas por Zhou Wen, visitó el Polo Norte; la de Yang Qing, contorneó América del Sur;  la de Hong Bao, exploró Australia y parte de África y la de Zhou Man casi llegó hasta las Azores.[10].  Los hispanos intentaron vanamente hasta hoy, disipar la leyenda negra de la conquista, aunque con poca suerte, ya que nuestro testimonio no tiene oposición alguna y es respaldada, desgraciadamente, por hechos irrefutables.  Tanta sangre —derramada en nombre de un mesías muerto en suplicio y resucitado anualmente en la primavera boreal—, nos hubo provocado náuseas espirituales.  El tibio mea culpa del actual jefe de la iglesia católica romana, en el año 1992: Johannes Paulus II, apenas trasuntaba la enorme responsabilidad de la clerecía cristiana en el horrendo genocidio americano. Tomás de Torquemada y George Armstrong Custer no han muerto, y cada uno por su lado siguen ordenando vendimias de víctimas, por manos de sus atroces discípulos contemporáneos. Los protestantes, brujos wicca y druidas anglosajones, los católicos y judíos peninsulares, que colonizaran el norte tampoco fueron más benévolos y tolerantes que los españoles con los nativos.  A bala, a espada o en el tálamo violatorio del mestizaje forzoso, las etnias originarias fueron desapareciendo de los mapas, siendo sustituidos por colonos y aventureros de pésima catadura, todos llegados de Europa o Medio Oriente. Posteriormente, tras la aniquilación de los naturales, fueron  añadiendo carne africana de esclavitud en el nuevo mundo.  La caza de negros en Africa —pagada con ron, cuentas de vidrio y trapos de colores, por parte de los negreros a los reyezuelos tribales—, fue altamente rentable por muchos años; hasta que los británicos descubrieron, a fines del siglo XVIII la inmoralidad de la trata de negros en ultramar y la esclavitud, decidiendo, tras largos cabildeos parlamentarios y teológicos, abolirlos. Finalmente, haciendo cuentas y afilando lápices, resolvieron explorar el Africa, Asia y Medio oriente a fin de explotar a los naturales en sus propios lugares de origen y, de paso, evangelizarlos con sus mitos bíblicos “reformistas” o conservadores.  Los colonos en el nuevo continente no cambiaron el sistema de explotación, humillación, sometimiento y lucros desmedidos. Todo podía hacerse en nombre de dios, por parte de criollos, extranjeros y mestizos, quienes también se sumaron a la orgía de sangre, sudor y lágrimas de la esclavitud.  Esta vez, en pleno Paraíso Terrenal.  Pero la desgracia mayor del Cono Sur, fue la existencia comprobada de oro y plata, que excitó la codicia de los hispanos, los financistas sefarditas y sus tropas de ocupación, al punto de reducir a escombros palacios y obras de ingeniería incaica, maya o azteca, a fin de convertir a viles lingotes todo el oro y plata trabajados por los orfebres originarios, los cuales acabaron sus días encadenados en las minas, en compañía de nobles, curacas y el pueblo llano.  Y que conste en mi relato, que lo más abominable no fuera solamente el aniquilamiento de los cuerpos —para salvar las almas de los “paganos”—, sino la destrucción de culturas varias veces milenarias, en pro del lucro y del dios supremo Sabaoth-Yah’Veh, más identificado con el Becerro de Oro.  Sabed que, el calendario tzolkin de los mayas tenía más de cinco mil años calculados y predichos en su fenomenología celestial, con un margen de error de ¡veintidós segundos al año!  Y sus anales mitico-históricos databan de más de veinte mil años ajenos al diluvio (En Yucatán poca agua hubo caído entonces, fuera de los aguaceros normales).  Recordad además que el concepto cero era ya conocido muchos siglos antes que en Europa.  En fin, las terrazas de cultivo de los Andes —que hasta los días de hoy producen doscientas variedades de papa y más de ciento treinta de maíz—, son la novena maravilla de la ingeniería de producción.  No os hablaré de unas guerra étnicas ni de razas, pues que sois hijos de una raíz común africana —pese a que a vuestros antropólogos repele la palabra “pitecanthropus”—, pero todas las guerras de conquista responden a intereses protervos, que todo lo demás son pretextos fútiles para justificarlas. La función hace al órgano, dice una ley natural.  Si la civilización actual anda sobre ruedas en lugar de piernas, vuestros descendientes tendrán los extremismos inferiores tan atrofiados, que apenas les servirían para estar de pie unos pocos minutos. Así es la naturaleza, madre y padre de todo lo creado y transmutado. Pero sigamos con los horrores de la conquista.  Los hidalgos peninsulares, poco amantes del trabajo —al revés de los pioneros del norte—, vivieron del pillaje y el saco de los tesoros indígenas.  La esclavitud de los nativos y la molicie de los europeos en el sur fueron la constante, y bastábales donar a la iglesia romana un diezmo de sus malhabidas riquezas, para salvar sus almas del purgatorio o algo peor. El sometimiento y conquista del nuevo continente, fue casi total y aún no se detiene en las puertas del siglo XXI. En tanto que en Italia, Alemania, Flandes y Francia el Renacimiento marcaba nuevas pautas intelectuales, industriales y artísticas, la España negra de Carlos V y Felipe II detuvo al tiempo. casi en la edad media, transformando los años de su historia moderna y contemporánea, en una eterna Semana Santa sevillana en la casa de Bernarda Alba; que duraría hasta el post franquismo y su sano destape.  Fue por aquellos días de la edad moderna, muy poco antes de la conquista, en que la simonía o venta de indulgencias por parte del clero, provocara la revulsión de Martín Luther, un monje agustino alemán, cuyas 95 tesis bíblicas tuvieron apoyo mayoritario en su patria, tanto por parte del pueblo como del monarca, aunque no por nuestra parte. La iglesia de Saulo y Cephas, que no la de Cristo, iniciaba una era de divisiones que contribuiría —como siempre— a mantener las muy escasas libertades constreñidas y sometidas al dogma de La Culpa antinatural, como oposición al goce y a la voluptuosidad que nos regala la naturaleza. Hubo muchas Noches de San Bartolomé y guerras religiosas entre cristianos en esos tiempos modernos.  Ya no bastaba hacer guerras contra el Islam, o pogroms contra los hebreos, para tranquilizar sus conciencias y ganarles una estadía en el Paraíso a los europeos. Precisaban de herejes y heterodoxos locales, y no dudaban en empuñar espadas, lanzas, alabardas y piras ardientes contra cualesquiera que osadamente pensase por sí mismo y, de paso, confiscar bienes ajenos a fin de salvar sus almas.  Hasta el propio emperador Carlos V envió sus fuerzas de lansquenetes alemanes, españoles y belgas contra el papado en 1527, en la esperanza de lucrar con el saco de Roma, o por lo menos recuperar parte de sus exhaustos fondos invertidos en la conquista de América, debitando intereses con los Abravanel, los Santángel, los Ben Yehuda, los Zacuto, los Perestrello, los Avzarradel, los Fontanarrosa, los Fugger, los Montini, los Centurione, los Spinoza, los Pierleoni y otros usureros de la Gran Finanza de entonces. Matar en nombre de dios y luchar por un Nuevo Orden injusto y maligno, resulta redituable y asegura el goce de bienes terrenales y un pasaporte al cielo, con la visa pontificial (o ahora, la de George Bush Jr. el nuevo Gran Inquisidor protestante).  Nos enerva pensar que el propio Demiurgo, a través de sus abominables comanditarios, vendería pasaportes al paraíso haciendo revelaciones a unos cuantos “iluminados”, que dividían cada vez más a la humanidad en sectas variopintas de pintorescos rituales; con tal de tener adeptos y ponerlos en contra nuestra, identificándonos con el Mal y con la Mentira, como si el conocimiento fuese una moneda falsa.  Ello nos dio la pauta de que probablemente los fieles del Demiurgo estarían también, como nosotros, encarnando en humanos para estropear nuestra labor de eones. De otra manera no sabría cómo explicar cuanto estaba sucediendo con esa equivocación cósmica llamada homo sapiens-sapiens, una nueva especie de ex simio con armas cargadas y conciencia vacía, al menos en un 93 % de su atroz demografía.  A partir de allí, los tiempos aceleraron su discurrir y los hechos se precipitaban en torrentes sobre gran parte de la humanidad, aún absorta en la contemplación devota de imágenes crucificadas de utilería o “santos” de madera y escayola, mientras las fuerzas imperialistas de la Noche no terminaban de crucificar a una masa sumida en la miseria y la ignorancia, por no llamarla estupidez.  Entre la edad moderna y la contemporánea, el abismo espacio-temporal se hizo tan estrecho, que ni siquiera precisaría de un puente entrambas.  Para paliar un poco esta situación de sometimiento a la ignorancia, el Kultürkampf o Lucha Cultural, se hizo carne y habitó entre vosotros, con las plumas filosóficas de Lessing, Goethe, Voltaire, Rousseau, Diderot, y tantos otros alegres enciclopedistas, filósofos y laicistas confesos, que apartaran momentáneamente a una pequeñísima parte de Europa del oscurantismo meaculposo, para ilustrar a las élites burguesas por lo menos, considerando a éstas como la punta de lanza de la redención intelectual de las masas, sin caer en cuenta de que la burguesía amaba más al dinero y al poder, que al conocimiento.  El conocimiento sólo les serviría a éstos para incrementar su poder y nada más. Y puede que en este aspecto nos hubiésemos equivocado de parte a parte, cuando comprobamos que el pueblo, no sólo es reacio a los libros y bibliotecas (con excepciones, claro está), sino que en ocasiones los papeles impresos están muy fuera de su alcance.  El pueblo llano siempre estuvo y estará al margen de la ilustración, fuese la época que fuese.  El pueblo-masa ha perdido La Palabra, encarcelada ésta por la escritura en herméticos libros, de hermenéutico y barroco lenguaje sofista; encriptada en páginas casi inaccesibles. No serán folletines impresos en formato tabloide amarillado los que se la devolverán; porque le han despojado de la Memoria. Como os mencioné antes, la cultura popular es y será eminentemente oral, no escrita ni leída. Al memorizar la kilométrica versatura clásica de La Ilíada, el pueblo heleno la repetía aquí y acullá, sin vergüenza ni recato alguno.  Varios siglos después, se convertirían esas piezas oratorias en literarias, perdiendo más de la mitad de su encanto. La lectura es per se inexpresiva, en tanto que la oralitura es excepcionalmente expresiva.  El teatro gestual habrá sido muy anterior a la escritura, e incluso a la palabra, así como a la poesía, el canto, la danza o la retórica.  Lo oral tiene alma. La escritura apenas tiene espíritu.  Me preguntaréis, sin duda, cuál sería la diferencia entrambos. Os lo explico. El espíritu es una energía colectiva. Algo así como una entidad-grupo, que anima a una determinada especie o género de formas de vida.  En tanto que alma, alude a una energía individual y personalizada, con conciencia de sí misma. El espíritu, en verdad os digo, posibilitaría que cien o más personas lean un poema visualmente en hierático e inexpresivo silencio.  Las cien lo harían casi de similar manera.  Pero diez personas-alma, harían otras tantas interpretaciones personalizadas de la misma obra, a viva voz.   He allí la diferencia.  El espíritu existe en tanto que el alma vive y siente.  Y vive tanto tiempo como el tiempo mismo, sin pasado ni futuro, sino en un eterno ahora-aquí omnipresente.  Es cierto que la escritura posibilitó la variedad de estilos, expresiones, formas, sentidos, enigmas, semántica, sutilezas y otros etcéteras propios de la gramática; pero al mismo tiempo dividió a los letrados de los ágrafos en compartimientos estancos, sin avivar a éstos la memoria colectiva de sus mitos, raíces y vivencias solidarias de comunidad-cuerpo. ¿Quién de nosotros se atrevería a recitar “Ñande’ypykuéra” (Nuestras raíces) de Narciso R. Colmán (Rosicrán), aún suponiendo que nos la aprendiéramos repitiendo lo sabido en plazas, corrales, hogueras o donde cupiese la comunidad. Y ni hablar del Ramayana, Mahåbhåratà, con sus casi ocho mil versos cada uno, y encima en sánscrito. O el Pentateuko, del Génesis al Exodo.  La lectura del Al Qurain en árabe y en alta voz en la mezquita, no es igual a leerla a vista.  Hechas estas digresiones acerca de La Palabra, prosigo.

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No se disiparon aún las acres humaredas de las hogueras inquisitoriales y autos de fe, cuando las ensoberbecidas potencias marítimas europeas —siguiendo el ejemplo de España y Portugal—, decidieran tomar al mundo en sus manos atropellando los océanos con sus quillas, bajo las leyes de corsarios, con las bendiciones de la Biblia neotestamentaria y el todavía clandestino Talmud.  El remanido  pretexto de difundir los evangelios y la “civilización” liberal-burguesa, fue esgrimido por financistas, empresarios, armadores, reyes, príncipes y Almirantes de la Mar Océana para tomar los mapas por asalto e incorporarlos a su propia geografía y patrimonio, aprovechando el candor y la desinformación de los naturales. Miles de víctimas se cobró entonces la Santa Inquisición, con una eficacia digna de un Torquemada o la de un Heinrich Himmler.  Cualquier acusación era válida para enviar al tormento y a la hoguera a hombres, mujeres, niños o ancianos y de paso confiscando sus escasos bienes para financiar con éstos sus aventuras ultramarinas.  Nunca en la historia de la humanidad, se usó y abusó del nombre de dios en vano, como en la Europa “cristiana” surgida de las ruinas del imperio romano de Occidente y la decadencia de los pueblos celtas. También nosotros fuimos sujetos a la difamación de los clérigos proxenetas y doctores de la iglesia que, en una caricaturización del platonismo, proclamaran la existencia de dios en un engendro pseudofilosófico denominado Summa Theológica, más que nada a fin de conciliar perimidos conceptos de la metafísica griega —deplorable por otra parte—, con la nueva doctrina imperativa, corporativa y monoteísta, regente en Occidente. La escolástica y la patrística dominaron los claustros de las universidades europeas, durante esos siglos ajenos al saber y afines a la superstición especulativa y meramente retórica, sometiendo a silencio al verdadero conocimiento del Hombre en sí mismo, como sujeto y no objeto de la historia.  No contentos con esclavizar cuerpos, también los hacían con las almas, por la fe o por el temor al Hades fantasioso de la mitología, o al verdugo seglar.  Fue entonces, que decidimos entre nosotros los rebeldes, volver a encarnar en algunos seres humanos (como de hecho lo hacíamos de tanto en tanto con otras especies además), marcados con los estigmas de la genialidad, la inquietud, la curiosidad o simplemente el darse cuenta, a fin de revertir, o por lo menos atenuar, tanto vil oscurantismo penitenciario monacal y ver de lograr —nuevamente— la liberación de las cadenas invisibles de la ignorancia y el fanatismo.  Prometeo debía portar nuevamente el prohibido fuego del Conocimiento, aún a riesgo de ser pasto de buitres nuestros inexistentes hígados. Teníamos, y tenemos aún, una humanidad sometida a una fuerza que, no por carente de armas fuera más benigna que el Poder temporal y sus pretorianos o condottieres.  Por otra parte, el papado se convirtió en una influyente maquinaria política, que sostuviera la intriga y la corrupción, tanto en Europa como en los continentes conquistados, para la gloria de dios o del gran arquitecto.  Daba igual.  Nosotros sabemos, siempre supimos, con qué bueyes aramos los surcos de la historia, mas no pudimos prever, aún sabiéndolo, los resultados catastróficos del albedrío condicionado y no tan libre.   Suponemos que el viejo Demiurgo también lo sabe y actúa en consecuencia.  Si en el nuevo continente crecía la injusticia contra los naturales y contra los adversarios políticos del imperialismo europeo (que tampoco eran mejores en ética), durante el infamante período de la conquista y colonización, en Europa, Asia, Africa y las islas de Oceanía, la cosa no iba mejor.  La trata de esclavos —negros, amarillos o blancos, daba lo mismo—, se incrementó de parte de árabes cazadores de carne de ébano con base en Sierra Leona, Timbuktú, El Cairo, Dar Es Salaam y Zanzíbar; y armadores de flotas negreras, como Aarón López, de Newport (Massachussetts), encargados del transporte de carne negra. Los indígenas fueron exterminados, en menos de dos centurias de colonización, con trabajos forzados, a los cuales no estaban acostumbrados.  Tras el despoblamiento de aborígenes, desterraban a los africanos de sus tierras ancestrales… para enterrarlos en los cañaverales y haciendas de América.  En cuanto a los asiáticos, recibían desde el siglo XVI la poco deseada visita de “exploradores” y “misioneros” a fin de ocupar el continente y esclavizar a los naturales en sus propias patrias usando y abusando de sus recursos. Tal lo hicieran ingleses, españoles, portugueses, alemanes, franceses, belgas, holandeses y mercenarios de toda laya, entre 1500 a 1900.  La ilustración no pudo —pese a todos nuestros esfuerzos— inculcar al hombre común unas gotas más de conciencia.   Sólo sirvió en su momento a la clase burguesa ociosa, o a la empresarial activa. Las logias conspiraticias cundieron por toda Europa e incluso en el nuevo continente, muchas de ellas, invocando nuestro nombre en vano.  Especialmente las opuestas al sacro poder real, o al del papado, se dieron cita en cenáculos excluyentes para lograr el triunfo de las corporaciones transnacionales frente a las autoridades  monárquicas y eclesiales, en pro de menos tributos y por ende más lucros.  Desde ya declaro, que ni Luth Baal, ni nosotros, fuimos responsables de esta lucha de intereses, aunque las corporaciones anticlericales y las logias rosicrucianas se autoproclamaran “luciferinas” a instancias del ex jesuita Adam Weisshaupt, fundador de una secta neopagana denominada “Los Iluminados”, cuyo emblema se convirtió en El Gran Sello que acompaña, en notas bancarias de curso legal o ilegal, la antípoda sonrisa idiota del general Washington vestido de verde-dólar. Muchas de las primitivas corporaciones europeas de constructores, vieron —en sus tiempos de penurias, especialmente— sus logias de artes y oficios inficionadas de torvos políticos, abogados marrulleros, mercaderes tramposos, clérigos sigilosos, armadores esclavistas, mercenarios, contrabandistas o lo que fuesen, buscando una suerte de pacto de silencio que encubriera sus trapacerías.  Fue así que, como experimento burgués de toma del poder, se preparó la revolución francesa. La nobleza y la monarquía se habían tornado parásitos que vivían impúdicamente sus excesos a costa del pueblo… y de los patrones burgueses del pueblo, por lo que los “ilustrados” decidieron abolir o atenuar poder a la monarquía… para evitar intermediarios en su expansión al exterior.  Recordad que durante los gobiernos monárquicos, Francia careció de ambiciones imperialistas ultramarinas, excepto durante el reinado de Carlomagno, que por otra parte, aún no era Francia tal como la conocemos, sino una serie de reinos dispersos de origen celta o latino (el latino, en verdad os digo, no es más que un celta civilizado, mediterráneo y concupiscente en exceso).  Tras la revolución y el Terror jacobino, surgiría Napoleón Bonaparte, quien extendiera aunque efímeramente, las fronteras de la Francia republicana en Centroeuropa. Posteriormente, los burgueses mostrarían la hilacha al anexarse el norte de Africa musulmana, incluyendo el Egipto y de paso confiscando tesoros culturales para los museos de París, además de Indochina, Canadá, Louisiana, Guayana y otros territorios. Ni la Rusia zarista se libró de la geofagia imperial gala en ese banquete de tiburones, barracudas y sardinas.  Pero volvamos un momento al período post-revolucionario jacobino. Nos preocuparon entonces los excesos cometidos en nombre de la libertad, igualdad y fraternidad —que, por otra parte, era una expresión de nuestros propios deseos—, aludiendo a “pactos luciferinos” en las logias masónicas para justificarlos. Dantón, Marat, Robespierre y otros intelectuales burgueses, llevaron el terror a la más alta expresión de la política, y la ingeniería social a su acepción más perversa, siendo ellos mismos víctimas de su celo revolucionario.  Ya no se trataba solamente de exterminar a la nobleza, sino de acallar todas las voces disidentes, incluso populares.  Pues ¿qué importa el pueblo a la burguesía, heredera de Fenicia y Cartago? Liberté, egalité, fraternité,  su divisa política aparentemente justiciera, quedó convertida en mito engañabobos, en un momento en que las monarquías europeas se adherían al Kultùrkampf  y se “iniciaban” en las logias, martinistas, cabalistas, rosicrucianas o illuminati, nobles, políticos, mercaderes, usureros y piratas, mezclados en un cambalache discepoliano.  Por supuesto que las colonias inglesas de América estaban en plena efervescencia revolucionaria a fines del siglo XVIII, pues se rumoreaba que la madre patria británica estaba a punto de declarar fuera de la ley la trata de negros, como os mencionara antes, e incluso planteaba abolir la esclavitud en todos los dominios británicos.  La trata y el empleo de mano de obra esclava era la razón de ser de los colonos y aventureros de Norteamérica, por lo que dieron en conspirar —en complicidad con los propios burgueses empresarios ingleses y holandeses de las Indian Companies—, acerca de la posibilidad de emanciparse de Su Majestad George III, haciendo negocios por separado con la West India Co, que entre corsarios no se pisarían la pata de palo, ni buscarían la paja en ojos tuertos.  El imperio azucarero del Caribe estaba a un paso de las trece colonias de Nueva Inglaterra, así que poco les costó pactar con el general Burgoyne para que se dejase derrotar por Washington en un par de batallas de utilería. No iré a extenderme sobre este tema, que bastante literatura existe sobre ello. Sería redundante mencionarlo, pero la verdadera razón de independencia de las provincias ultramarinas de España, Inglaterra, Francia y Portugal, fueron económicas y no políticas.  Y no fue el pueblo o las clases populares quienes participaran en su ejecución —salvo en calidad de carne de cañón—,  sino los intelectuales y militares al servicio de los mercaderes de materia prima e importadores de manufacturas. Por tanto, mientras los burgueses ingleses colaboraban en la independencia de la América del Norte,  también solventaban a los “revolucionarios” y “patriotas”, contra España y Portugal, con la sana idea de imponer el librecambio y apoderarse del sistema económico de los nacientes estados de la América luso-hispánica. Bolívar, Sucre, Moreno, Monteagudo, Belgrano, San Martín ( En 1809 fundó la logia Lautaro en Buenos Aires, aunque era ajeno a los propósitos británicos, fue usado para tales fines, hasta su abnegada renuncia al mando del Ejército de los Andes), O’Higgins (fundador de la logia América de Londres), Miranda (fundador de la logia Independencia de Londres), el propio don Pedro I, José Bonifácio y otros, actuaron, más como agentes encubiertos ingleses, que como comandantes de guerra de la independencia.  De todos modos, si los indígenas la pasaron de mal en peor durante la conquista y la colonia, su situación bajo los nuevos gobiernos criollos “independientes” (de España que no de Inglaterra) empeoró progresivamente y pese a proclamarse sus derechos en el papel, fueron exterminados en el peor de los casos. En el mejor, arrinconados en reservas o empujados a lugares inhóspitos.  Siempre con la Bendición del Diablo, como dicen los fundamentalistas cristianos cuando se refieren a nosotros, aunque el calvario indígena fuese en nombre de Jesús crucificado o la “civilización”, y repudiado por nosotros los Arcángeles rebeldes y luchadores por la libertad responsable. La férrea esclavitud de los afroamericanos, tampoco acabó al romper lazos con las metrópolis, y en la práctica se la prolongó hasta más de un siglo después. Muchas guerras genocidas, tanto civiles como internacionales, se darían en los nuevos estados americanos hasta bien entrado el siglo XX.  En parte por disputas territoriales, en parte para exterminar a los indígenas, mestizos y zambos chúcaros, para reemplazarlos con inmigrantes europeos.

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Las más atroces luchas se dieron entre los Estados Unidos y México; entre Bolivia y Perú contra Chile; o Argentina, Brasil y Uruguay contra el pequeño y mediterráneo Paraguay, en el siglo XIX; o entre éste y Bolivia en los años treinta del siglo XX.  No es mi propósito citaros todas las guerras al detalle, pero las más despiadadas fueron entre los gobiernos y los indígenas; especialmente en los nacientes Estados Unidos de América, donde fueron masacradas naciones enteras de pieles rojas, y sometidos los sobrevivientes a una infamante humillación y confinamiento en reservas casi inhabitables. En la actualidad, los escasos sobrevivientes del trágico genocidio, intentan reagruparse para ensayar una nuevo modelo de organización que los  aglutinase, sin distinción de origen, nacionalidad o cultura, que de hecho son muy variadas.  Mas tampoco deberíamos soslayar el comportamiento agresivo de las etnias anteriores a la conquista, cuyas guerras y escaramuzas eran bastante crueles y poco amigables. Excepto el incario de Pachakuteq, el cual tuvo un largo período de próspera y justiciera paz, en el resto del continente eran frecuentes las hostilidades entre tribus y naciones.  La ley del Retorno (Karma, dicen los brahmanes) quizá haya hecho su parte para humillarlos en pago a sus desmanes.  Mas, de todos modos nos revulsionó la crueldad de los conquistadores y criollos quienes, tras las teatrales guerras de independencia, se apoderaron del poder en el nuevo continente.  La cultura afroamericana, tras la tardía manumisión de la esclavitud, se hizo carne y se integró con la de las nuevas naciones independientes, en tanto Africa era colonizada y sometida a servidumbre por los bwana europeos en esa misma época.  Asia corrió la misma suerte en nombre del librecambio. Especialmente India y China por parte de Inglaterra, Japón por parte de los Estados Unidos e Indochina por parte de Francia.  Nacían los nuevos imperios de ultramar y las thalassocracias neofenicias tomaban cuenta de antiquísimas culturas —con sus luces y sombras, naturalmente—, en nombre de la civilización cristiana y occidental.  El despegue económico de las potencias de la era industrial, derivó justamente de tales desigualdades asimétricas, de trato político, económico y cultural. El Demiurgo lanzaba sus huestes de carne y hueso sobre el mundo, pese a nuestras intenciones de dar oportunidad de evolución a todas las culturas, incluso las más exóticas, en nombre de la libertad de creencias; en la creencia de que todos los seres humanos proceden del mismo tronco raigal.  También descienden de las mismas ramas de la floresta africana,  y, en verdad os digo, que toda teoría racista o religiosa en contrario carecerá de fundamento.

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Nosotros, los ángeles rebeldes, estábamos siendo rebasados por las huestes leales al Demiurgo, y casi no teníamos chance de revertir la violencia humana, a la que el poeta latino Quinto Horacio Flaco denominara metafóricamente: Homo hómini lupus, que luego sería citada por Tácito y posteriormente por Hobbes en su obra “Leviathan”. La aparentemente sincera y cínica sobreestimación de los europeos, acerca de su potencial económico y político (y de fracasar éstos, el militar),  los impulsó a civilizar paganos en su propio hábitat, exigiéndoles de paso, prestación de mano de obra, tributos para Su Majestad y hasta derechos de pernada.  Nosotros nos infiltramos entonces en los focos de resistencia de los sometidos, en cuerpo de algún líder carismático nativo que los liberara.  Nos unimos a los desesperados, en un arranque de compasión para aliviar su dolor sin el paño vil de la resignación, mas con la rebeldía de la dignidad.  Pero los excesos de la especie humana y casi inteligente, también alimentan nuestra conciencia, dándonos más opciones para seguir el crecimiento del cosmos. Durante la expansión de las potencias coloniales, muchas culturas fueron, si no aniquiladas, permeadas por los nuevos amos y sus costumbres, no todas austeras ni edificantes que se diga.  Entre ellas, el consumo de alcohol. El bebedizo etílico y su poder adictivo, fue uno de los más dañinos a las culturas originarias.  Luego los ingleses pusieron de moda el consumo obligatorio de opio en China, cañonazos mediante.  En Europa, el té, el chocolate, el azúcar, sembraban colesterol y triglicéridos, amén de calorías extra, engordando de paso las cuentas de los nuevos fenicios rubios. También en Europa, muchos blancos pobres eran sometidos a servidumbre por deudas, generalmente de usura. Bastantes de ellos fueron enviados al nuevo continente en carácter de siervos, en labores calificadas (artes y oficios), y no recuperaban la libertad hasta pagar íntegramente deuda e intereses. Es decir: nunca. Como veis, tanta ambición metálica y despiadada no podría provenir de nosotros, como os lo hicieran creer.  Homo sapiens lleva entre otras cosas, el estigma de la dualidad, que lo impulsa a extremos laterales y polares, cuando debería transitar por el medio.  ¿Cuándo aprenderán estos monos lampiños, que el fiel de la balanza está en el mismo centro y no en los extremismos?  Es por ello quizá, que sus revoluciones reivindicativas —orientadas por la ira, antes que por el amor— se han caracterizado por los excesos, como la revolución francesa y la bolchevique en Rusia, que dicho sea de paso, merece ésta algunas reflexiones de mi parte. Mucho se ha hablado de la Revolución comunista por parte de historiadores, ideólogos, teóricos sociales y refutadores de leyendas, lo que me inhibe de relatarla in extenso.  Apenas os diré —a modo de reflexión meditada—, que su fracaso posterior en las postrimerías del siglo XX, se debió a que sus ideólogos decidieran dar un salto —cuantitativo, que no cualitativo—, desde el feudalismo zarista autoritario al socialismo “científico”, sin medir con precisión el ancho del abismo que separa ambos conceptos.  Hablando mal y pronto, como si vosotros alguna vez intentaseis  promocionaros del segundo grado primario al tercer curso secundario, sin quemar etapas intermedias. Por otra parte, según nuestros implacables archivos históricos, el capitalismo y el comunismo, aparentemente opuestos conceptualmente, son en realidad nacidos de la misma cuna, engendrados en la misma semilla, mamados en la misma leche y primos hermanos entre sí.  Tanto los Rothschild europeos, como los banqueros neoyorquinos que financiaron la Revolución (Kuhn, Loeb & Co.), eran iniciados y hermanos de logia con Lenin, Engels, Bronstein (Trotski) y Marx.  El objetivo de la gran finanza no era el redimir a la clase proletaria, sino polarizar al mundo en dos fuerzas capaces de incrementar la tensión y el miedo, para facilitar la venta de armamento a los satélites incondicionales de ambos sistemas.  Los albores del último siglo próximo pasado, fueron eufóricos y alentadores, tras las guerras franco prusianas, la de Crimea y las revoluciones o motines populares, aunque algo desorientados y sin una meta determinada.  Pero el huevo de la serpiente no cesaba de empollar al monstruo, y las fraguas de Hefaistos seguían forjando acero para la muerte, con una precisión cada vez más refinada y mejor puntería.  Las armas del nuevo siglo prometían más poder destructivo que las de todos los milenios precedentes en conjunto. Las acerías de Krupp estaban construyendo al gigantesco cañón Bertha con un alcance de cuarenta kilómetros y un calibre de ¡400 mm!  Las industrias siderúrgicas británicas ya estaban ensayando tanques blindados y ni qué decir los “arsenales de la democracia” en América del Norte.  No faltaría mucho para que estallase una nueva guerra entre las potencias coloniales de Europa, que arrastrarían a sus pueblos a una matanza fuera de serie. Ni tampoco sería la última, pese a las aparentemente buenas intenciones de los comanditarios de la política mundial. Pero ésta, la del 1914/1918, sería la última guerra caballeresca, como veréis en seguida, aunque ensuciada con venenosos gases vesicantes, como prolegómeno de las futuras guerras sucias. Ya estábamos pensando seriamente en recalificar a la humanidad bajo el rótulo de mono-sapiens, cuando algunos sabios descubrieron la posibilidad de partir al átomo, indivisible desde los tiempos de Demócrito, liberando una energía inconcebible, cual despistados aprendices de hechiceros nigromantes. 

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Apenas terminada la primera guerra del siglo XX, se insinúa la creación del arma de la Guerra Final, capaz de arrasar ciudades enteras y hasta al propio planeta. A manera de comparación acerca de la crueldad de las guerras contemporáneas, os mencionaré algunos guarismos, extraidos desde mis implacables archivos. Durante la Primera Guerra Mundial, hubo un total de 9.800.000 muertos, de los cuales un 95% fueron militares y 5% civiles.  La Segunda Guerra Mundial, se saldó con 52.000.000 de muertos y casi hubo empate entre militares beligerantes (52%) y civiles (48%).  La Guerra de Corea, cinco años después, sacrificó  9.200.000 vidas, de las cuales apenas un 16 % fueron combatientes y un 84 % civiles inermes.  En cuanto a la guerra de Vietnam, aún se desconocen cifras exactas, pero  no bajarían de nueve millones, casi la mayoría civiles.  He aquí la muestra irrebatible de la perversidad de la política mundial, sea del bando que fuese.  No pasaría mucho tiempo, desde la Gran Guerra Europea, para que nuestras esperanzas de detener la violencia homicida y la locura se desvanecieran en medio del fragor de otra gran guerra mundial en mitad del siglo pasado, rematada esta vez por dos hongos nucleares que eclipsarían al Sol Naciente. Tras esa guerra se resolvió a instancia de una de las potencias económicas y militares emergente, crear una suerte de Entente de Naciones, que ya había demostrado su inoperancia durante el breve período de entreguerras.  Esta vez le cambiarían el nombre, aunque no la inepcia ni el sometimiento servil a las potencias victoriosas.  Bajo el “mandato” de las Naciones Unidas, las hostilidades permanentes y consecutivas estuvieron a la orden del día; haciendo los nuevos líderes nacionalistas caso omiso del inepto Consejo de Seguridad, extendiéndose los conflictos a los países africanos, árabes, asiáticos y sudamericanos, sin contar guerras civiles y violencia urbana, bajo la Guerra Fría y la Doctrina de la Seguridad Nacional, impuesta por los Estados Unidos y sus socios capitalistas.  Mono sapiens perdía el pelo pero no las mañas.  El planeta se dividió políticamente en dos bloques alineados con “los rojos” o los capitalistas, según fuesen sus tendencias y formas de tiranizar a sus respectivos pueblos, aunque de diferente modo. No tardaría en aparecer otro tercer bloque denominado “no alineados”, que intentaría negociar con ambos anteriores, en un vano intento de obtener ventajas de dios y del diablo,  como decían los creyentes en las cosas divinas e inasibles. Pero la orgía de sangre continuó tras la ruptura del llamado bloque socialista y la emergencia de la única potencia hegemónica que llegaría a dictar sus pautas al planeta: Los Estados Unidos y sus satélites político-militares, empresaurios y políticos venales. Tras la obtención del dudoso título de Primera Potencia Mundial a fines del siglo XX, los Estados Unidos iniciaron las primeras guerras del siglo XXI, contra países pequeños, pobres e indefensos, cual pistolero matón del viejo oeste enfrentándose con alfeñiques en algún “saloon” de Texas, como os mencionara antes.  Esta vez con armas de alta tecnología y también con errores garrafales de alta tecnología, que les permitiera abatir a “fuerzas amigas” con sus propios misiles o matar soldados aliados por error, lo que se hubo dado en Afganistán y en Irak.  Pero si antes de 1914 las guerras tenían un cierto concepto del honor caballeresco, a partir del siglo XX, se ensañaron contra los más indefensos, arrojando bombas preventivas y gases químicos sobre civiles o disparando misiles contra escuelas y hospitales, sin vergüenza alguna. Todo por poseer fuentes de petróleo y alimentar a sus voraces consumidores de energía. La nación que acunara desde su nacimiento a la esclavitud como divisa nacional, no podría aspirar  a otra cosa que su grandeza a costa del resto del mundo, por lo que no era de extrañar su obsesión de poder, ni negar su amor a las armas de destrucción masiva y alta precisión. De seguro el Demiurgo y sus huestes estarían dando sus bendiciones a los protervos piratas de nuevo cuño y sus mercenarios genocidas de la ultraderecha cristiana, pues que los hay en todos los regímenes políticos y en las principales confesiones “espirituales”.  De nada han servido el intelecto y el conocimiento con que intentamos, cual Prometeos míticos, liberar al Hombre de las cadenas que lo aherrojaban al instinto.  Este ha ganado, de momento, la batalla, predominando por sobre la conciencia y la razón. El hipotálamo cerebral humano, lleva todavía dentro de sí cuanto sus antepasados reptiles y mamíferos acumularan en millones de años de supervivencia, miedo y situaciones-límite.  No podríamos hacer otra cosa, más que esperar que dicho órgano (Baal Zebuth lo denomina kündabüffer, desde hace muchos milenios) llegase a desaparecer definitivamente de la anatomía humana. La maldita dualidad mal equilibrada, sigue haciendo estragos éticos en el ser humano (más bien diría que está siendo… pero aún le falta mucho para ser).  La dicotomía Bien vs. Mal, es una invención de un antiguo profeta parsi llamado Tzarathustra, quien imaginara a un fantástico Ahura Mazda (Ormuz) autor de todo bien, enfrentado a Ahrimán, espíritu del mal, con el que lucha desde el principio de la eternidad.  Es cierto que la dualidad positivo y negativo existe en todo el universo, ya que la polaridad es el principio fundamental de la primera Ley Cósmica, así como los principios activo y pasivo, o masculino-femenino de la generación. Pero no son necesariamente antinómicos, sino complementarios.  El Yin nada puede sin el Yang.  Pero de seguro, si tal lucha existiese, para estas alturas debiera acabar en empate técnico o definirse por tiro penal, como dicen en el fútbol. Como dijera antes: ni el Demiurgo es el bondadoso viejecito sentado sobre albas y avellonadas nubes, arrojando bendiciones sobre el mundo; ni los Arcángeles rebeldes somos los esperpénticos embajadores de la mentira y lo oscuro.  Somos todos nosotros seres de Luz,  y damos luz a todos vosotros. Sólo que algunos prefieren tener el interruptor de la conciencia apagado, para desentenderse de sus responsabilidades cósmicas, no sólo para con sus semejantes de diferentes culturas, sino para con todos los seres animados del planeta y el cosmos, a través del Amor.  Pero llegará el tiempo de nuestra redención y volveremos al antiguo sitial del Primer Empíreo, acompañados quizá de muchos de vosotros, hoy mortales, mañana transmutados en energía pura y libres del peso de la materia opaca y de la culpa.  Entonces nos habremos todos reunidos en el UNO de la conciencia cósmica habiendo terminado el aprendizaje mutuo de las inmutables leyes universales a través del dolor, el estoicismo y la felicidad.  Todo lo que “está arriba” es como lo que “está abajo”, dice la Tabla de Esmeralda de Hermes Trismegisto,.  Lo que indica que se debe buscar el equilibrio entre las polaridades latentes en vuestras conciencias, así como entre el instinto y el raciocinio, sin lo cual vuestra evolución se retardaría más aún. Mas para ello, miles de eras deberán transitar sobre nuestras espaldas, sin dejarnos desposeer de lo último que supimos conservar por tantos eones durante la búsqueda de vida inteligente, además de la jobiana  paciencia:  

La  Esperanza.


Acerca de un autor domiciliado

en la vereda de enfrente.

Chester Swann

 

Nació el 28 de julio de 1942 en el Dpto. del Guairá (Paraguay) y bautizado como Celso Aurelio Brizuela, quizá por razones ajenas a su voluntad o tal vez por minoridad irresponsable —por parte del autor—, quien no pudo huir de la obligatoria aspersión sacramental de rigor. Tras corta estadía en su tierra natal, fue trasplantado a la ciudad de Encarnación en 1945. Cuando sobreviniera la guerra civil de 1947, sus padres debieron emigrar a la Argentina, por razones obvias;  es decir: por militar en la vereda de enfrente a la del bando vencedor; que, de vencer los perdedores, según su deducción, se hubiese invertido la corriente migratoria de la intolerancia.

Tras radicarse su familia en el pueblo de Apóstoles, en la provincia de Misiones en 1949 (RA), realizó sus estudios primarios hasta el 5º grado, cuando sus padres se separaron por razones ignoradas, motivando su regreso al Paraguay en 1954 con su Sra. madre, poco antes de la caída del gobierno peronista y a poco de asumir el gral. Stroessner en su país como ruler absoluto del Paraguay.

Pudo completar el último grado de primaria en su patria, pero evidentemente bajo la presión de una cultura aún extraña para alguien llegado del exterior, por lo que apenas pudo lograr aclimatarse en su propio país donde sus compañeros lo hicieron sentirse extranjero, desde entonces hasta hoy, aunque ha recuperado su estatus de ciudadano del planeta en compensación a tantos años de extranjería no deseada.

El arte lo llamaba a los gritos, más que la necesidad de tener una profesión “seria”, por lo que intentó aprender el dibujo y la música, en parte con maestros y en parte por sí mismo, en una híbrida autodidáctica y limitada academia (1960-67).  De todos modos, insistiría en ambos lenguajes expresivos y pasaría por varias etapas antes de decidirse por la ilustración gráfica y la composición musical, muchos años después, incluso, de su regreso de la ciudad de Buenos Aires donde pasara un tiempo en compañía de su padre aún exiliado (1959/1960).

Tras especializarse en humor gráfico para sobrevivir, trabajó en la prensa (ABC color, LA TRIBUNA, HOY y algunas revistas de efímera aparición), donde además incursionaría en periodismo de opinión, cuento breve y humor político, para lo cual derrocharía ironía y sarcasmo: sus sellos de identidad.  Algunas de sus obras literarias o gráficas quizá han de pecar de irreverentes, pero reflejan fielmente el pensamiento de un humanista libertario, sin fronteras, y que se cree ciudadano de un planeta que aún no acaba de humanizarse del todo.

Por la militancia política de su padre —guerrillero del Movimiento 14 de Mayo y prófugo de la prisión militar de Peña Hermosa—, este inquieto habitante de la Vereda de Enfrente, sufriría persecuciones y varias estadías entre rejas. Por otra parte, su ironía e irreverencia, manifestada en versos y canciones, no contribuirían a lograr que lo dejaran fácilmente en paz, por lo que, en un alarde de creatividad se transformó en una entelequia bifronte llamada Chester Swann el rebelde,  olvidándose del otro, fruto de un bautismo de pila y burocracia civilizada (Imbecivilizada, diría después con su sorna característica).

Con este nuevo patronímico y alter-ego, dio en componer canciones (dicen que fue convicto de dar inicio al mal llamado “rock paraguayo”, lo cual no es del todo cierto), esculturas en cerámica y algunas obras pictóricas (por entonces utilizaba aún lápices, pinceles, acrílicos, acuarelas, óleos y toda esa vaina) , con lo que se hizo conocido bajo tal identidad ficticia. 

A partir del defenestramiento de la larga tiranía de Stroessner, pasó a autodenominarse como el Lobo Estepario.  La razón principal pudo haber sido el hecho de no integrar cenáculo culturoso ni grupo, clan o jauría intelectual alguna, (de puro tímido nomás) como tampoco en política partidaria ni en los círculos artísticos en boga, trazando sus propios senderos, a veces ásperos y escabrosos, en los oficios elegidos para su expresión y quizá por sus convicciones ácratas y libertarias, rayanas en el anarquismo más nihilista que se pueda imaginar. Recuérdese que el lobo de las estepas es solitario y elude andar en manadas como sus otros congéneres de la montaña.  Quizá por no comulgar con la mentalidad de rebaño, tan común en ese animal social llamado humanidad (el Hombre, cuanto más social se vuelve más animal según su percepción particular)

Pudo obtener premios literarios y algunas menciones, además de crear sus propios canales expresivos, lo que lo convirtiera mediáticamente en una suerte de arquetipo iconoclasta de la música rock paraguaya, entre otras cosas; aunque prefiriese ser simplemente un juglar urbano “latinoamericano”, más que rockero paraguayo, como podrán comprobarlo al escuchar sus composiciones en “Trova Salvaje”, su primer CD conceptual, o leer en RAZONES DE ESTADO, su primera novela publicada (aunque tiene más de catorce obras literarias inéditas aún).

Durante la “transición” (mejor dicho “transacción) ha participado en movimientos independientes y colaborado con ONGs en diversos proyectos sociopolíticos, aunque este sujeto cree más en lo cultural que en lo ideológico-doctrinario; pues que no le trinan las doctrinas, según suele decir este escéptico empedernido.  Tanto, que a veces hasta le cuesta creer en si mismo.

Podrán visualizar, leer y escuchar a un poeta ladrautor del asfalto y contemplarse en estas imágenes situadas entre lo cotidiano y lo fantástico.  Seguramente habrá muchas personas que no saben quién diablos es este tipo que se hace llamar El Lobo Estepario, pero si se toman la molestia de hurgar en este material electrónico, podrán salir de dudas… o acrecentarlas de una vez y para siempre.  Es que este individuo siempre ha sido un signo de interrogación, incluso para él mismo.

Ver en la web:

www.chesterswann.blogspot.com

www.tetraskelion.org 

Swann, Chester (Paraguay)
http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/swann_chester/index.htm

Sangre insurgente en los surcos (novela completa)

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Swann, Chester (Paraguay)  

http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/swann_chester/index.htm

La tiranía de la DESINFORMACIÓN como estrategia de dominación global.
 

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http:// www.bookandyou.com 

Chester Swann (Paraguay)  Razones de Estado (Novela ilustrada)

 

Referencias:      

[1] Señor deriva del latín dómine (dueño o amo).  De ahí, otro de sus alias.  N. del a.

[2] Los dogón, de Mali (África) afirman que sus antepasados llegaron de Sirio, y que éste es un sistema triple (Sirio A, B y C), como efectivamente lo comprobó la ciencia… hace muy poco.  N. del a.

[3] La palabra griega angelós o angelos  significa justamente “mensajero”  N. del a.

[4] Samaël sin duda se refiere al cráter Barringer, situado en la actual Arizona.  N. del a..

[5] Hongo del centeno, con principio activo del LSD 25, aunque muy tóxico en dosis elevadas.  N. del a.

[6] La ciencia actual ha desechado el término “pithecus” por el de homo erectus. Quizá por temor a encontrarse con que realmente tenéis antepasados antropoides y primates. Para nosotros, no ha caducado aún. El hombre actual sigue siendo un ex simio. (Samaël)

[7] Esta vez, le tocó al actual África austral, donde aún hoy permanece una cicatriz.

[8] En realidad, antecedió también al tibetano y hasta tuvo escritura propia, según consta en el NECRONOMICON (Abdul Al Azhred 799-857).  Libro maldito, si los hay.

[9] Testimonios de Flavio Josefo, historiador judío al servicio de Roma en tiempos de Nerón (64 EV). N. del a.

[10] 1421: The Year China Discovered America. Harper Collins: New York 2002. N. del a.

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