Le catalogue 44 est arrivé

Narrativa de Carlos Suchowolski

"(la vida está hecha así, de pequeñas soledades)"

(Roland Barthes, La cámara lúcida)

Seducido por las antigüedades que se exhibían en los escaparates, nos detuvimos, M., entonces todavía mi mujer, y yo, ante la tienda de Monsieur Bernard. La tienda destacaba encantadora en un chaflán arrinconado de una calle perdida de Ginebra de la zona alta de la ciudad apenas poblada de farolas y como recortada sobre una fachada en la que no había ni una sola ventana iluminada; destacando así como algo único en la penumbra gris de aquel atardecer de lloviznas intermitentes de principios de mayo, que en ese momento habían cesado, gracias a la luz anaranjada que escapaba a través de los cristales de la puerta y las dos vitrinas gemelas que la flanqueaban; un color que, al acercarnos, vimos que lo aportaban los reflejos de la luz eléctrica sobre las maderas lustrosas de las que en gran medida estaban hechos la mayoría de los objetos que se exhibían allí dentro, especialmente los que descansaban en los mostradores o colgaban de las paredes de los escaparates.

El dueño o, como sabría más tarde, el encargado en funciones, estaba de espaldas, al fondo de la tienda. Lo observé a través de la puerta de cristal después de subir los dos escalones por los que se llegaba a ella, en la que figuraba, pintado en arco, el nombre de la tienda, Kalypso, cuyo sentido no comprendería de inmediato, y debajo del cual se leía, en francés, "Antigüedades". De cabellera blanca, se inclinaba sobre el mostrador rodeado de incontables satélites como habría podido estarlo un sol, un rey, un dios. Tal vez apuntando una reciente venta o una entrada pendiente en el registro. En los escaparates gemelos que daban a la calle, uno a la izquierda y otro a la derecha de la entrada, en una simetría que contrapunteaba con la amalgama de matices irregulares que se desplegaba dentro, se repetía el mismo anuncio sobre dos sendos folios apaisados de cartulina o de un papel amarillento de considerable gramaje, fijados dentro con esmero por medio de cuatro gotas de pegamento depositados con prolijidad en las esquinas, indudablemente sopesadas a la milésima de gramo, seguramente, me atreví a sospechar, utilizando alguno de los extraordinarios instrumentos de medida expuestos. Los cartelitos anunciaban en gruesas letras tipográficas:

Le catalogue 44 est arrivé!

Los artilugios de la tienda eran francamente soberbios, en su mayor parte instrumentos de medida o de música venidos vaya uno a saber de qué tiempos y qué tierras, tras surcar qué mares o qué cielos y soportar cuántos avatares y cambios de mano, actualmente en desuso, convertidos en piezas de museo o destinados a alguna colección privada. Supervivientes a la manipulación y tal vez, sin haber sido jamás utilizados, como si hubiesen sido fabricados para su contemplación, convivían con otros, incontables, más pequeños, quizás incluso más caros, que se conservaban en el interior de diversas vitrinas en fila, y que dejaban al visitante unos estrechos pasadizos que se debían recorrer para observarlas con detenimiento. Muchos eran extraños acorde con mis pobres conocimientos, otros más reconocibles, pero de todos modos singulares. Y, mientras algunos habían sido agrupados por su teórica o primitiva utilidad, hoy puramente teórica, en incontables variaciones estéticas y complementarias creadas por la imperiosa necesidad de la inventiva, otros, más exclusivos si cabe, se agolpaban sin concierto discernible, aunque en ningún caso de manera descuidada sino en un desorden que parecía pretender realzarlos ante el observador interesado, animándolo a que los descubriera y valorara, siempre evitando roces irreparables o pérdidas de protagonismo. Mi mirada, extasiada, no dejó de dar brincos de unos a otros a través de los escaparates. Termómetros que dejaban ver su metal líquido cristalizado, seco o congelado en sus tubos de cristal amarillentos; brújulas y sextantes de diversos estilos que habrían permitido a unos u otros navegantes dar la vuelta al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, expandir Occidente hasta la Polynesia o encontrar la Isla del tesoro; balanzas y barómetros de precisión propios de gabinetes científicos de la primera hora; telescopios que debieron recibir en ofrenda príncipes y reyes, y que tal vez continuaran encerrando reflejos de las estrellas mediceas; un par de periscopios de bitácora; una cornamusa de bronce; unos sextantes y un astrolabio que habría dicho que provenían de la Isla Flotante de Laputa y más concretamente de Flandona Gagnole o la Cueva del Astrónomo; algunas piezas de grandes maquinarias, como una rueda de timón y una hélice, y otras muy pequeñas, en ciertos casos diminutas; medallas; alhajeros; sellos de cobre para señalar la identidad en lacre recordando la inviolabilidad de la correspondencia; alfileres de insectólogo o de estudiosos de la electricidad biológica; monedas herrumbradas o mordidas; unos cuadros de pequeño tamaño, algunos para que una dama los llevara al cuello; un globo terráqueo rodeado por anillos engarzados, de uno de los cuales una bella varilla materializaba la gravedad y la inercia centrípeta a un tiempo al sostener la luna siempre a la misma distancia, y que llevaba a pensar en Mélies y en Julio Verne; unas pistolas de duelo y un sable que inevitablemente recordaban a Münchausen, a Cirano, a Miguel Strogoff..y, creo, creo, porque no supe bien qué podía ser aquello, hasta ¿un pequeño sismógrafo?, ¿un diapasón?...

Ignorando a mi mujer -con la que intentaba aún recuperar nuestra desgastada relación durante aquella escapada de tres días-, que me observaba en silencio pensando que ya estaba a punto de hacer aquello que no sé por qué le molestaba tanto, recorrí con la vista todo lo que estaba al alcance de la vista desde afuera, un recorrido preliminar e insuficiente que me empujaría definitivamente a entrar, como ella precisamente temía. "Un sinsentido", como murmuraba ella -lo sabía aún cuando sólo lo hubiese pensado-, para acabar protestando explícitamente al fin en cuanto vio que yo giraba el picaporte:

—¿Te vas a comprar algo? Pero si ya no tienes dónde poner nada...

Justamente, por eso sólo estaba en mis planes solicitar el catalogue sin llevarme nada más, como habría hecho en otras ocasiones, regresando del viaje con algún objeto, a veces voluminoso, que muchas veces requerió la compra de un gran bolso extra, para que, en efecto, como ella decía con razón, acabara sin encontrar un solo hueco visible en toda la casa, por lo que terminaba metido en un armario; de tratarse de un póster, en el tubo de cartón en el que me lo habían entregado, en una caja acondicionada o, simplemente, sin protección alguna, por lo que le tocaría permanecer allí años y años a merced del polvo o la carcoma. Y mientras comenzaba a abrir la puerta, que emitió un sutil chirrido, me pregunté si el catálogo número 44 registraría todas las maravillas que allí había y no sólo las entradas más recientes e incluso las que hubiese almacenadas en el sótano o cualquier lugar al que no se me permitiría acceder; algo que haría de él, en sí mismo y con una economía incapaz de crear nuevos conflictos domésticos, una pieza más que digna para mi colección, que obviamente incluiría en una u otra carpeta de las que contenían folletos, ilustraciones, recortes de periódicos, postales, dibujos primerizos de hijos y de nietos, etc., y apilaba en los estantes, junto o encima de libros, álbumes y revistas; recuerdos todos de viajes y aventuras repasados cada vez más casualmente y que, por falta de tiempo suficiente por mi parte, seguía sin ordenar. Pero a ella no le dije nada, inseguro en el fondo de que pudiera no llegar más lejos a la vista de aquellas maravillas que me costaba no poder hacerlas mías. Así que, dado que era evidente que no pensaba acompañarme, la dejé allí afuera, dándole a entender, tan sólo con un gesto, que no tardaría "nada" o que "sería un minuto...", evitando como Ulises , ser capturado por aquel coro de sirenas.

—¿Tiene interés por algo, señor? -dijo el hombre, sin darse la vuelta ni dejar de garrapatear algo en un cuadernillo, y con cierto malhumor.

—Por todo — respondí incapaz de contenerme y sin dejar a mi vez de contemplar una cosa tras otra—. Pero —dije al fin, volviéndome hacia él un tanto avergonzado—- todo esto debe ser muy caro para mí y, además, no podría hacerle sitio en casa, para lo cual tendría que desplazar alguno de mis queridos recuerdos... todos demasiado queridos... De modo que me contentaré con llevarme un ejemplar del último catálogo. ¿Se edita uno por año, verdad?

—Sí, cabe decirlo de ese modo.... Mais non, non... Me temo que con le catalogue usted no podrá conformarse. Y cabe, en realidad, si podemos decirlo de este modo, una alternativa, ¿sabe?: quedarse usted aquí, entre ellos, en esta tienda que, por lo visto, hoy me toca abandonar...

Vacilé entre seguirle la corriente (acariciando, no obstante, la idea, vagamente aún en ese instante, dejándome llevar por el juego de mi imaginación) o simplemente insistir, diciéndole que no podía demorarme mucho porque afuera mi mujer esperaba. Añadiendo incluso que, si la conociera, podría comprobar que lejos de hacerlo con la paciencia y la comprensión que yo necesitaba, es decir, por no más de cinco, diez minutos a lo sumo, comenzaría a golpear con los nudillos en el cristal de la puerta o de uno de los escaparates. Pero no lograba decir nada concreto que tuviera algún sentido, y permanecí en silencio, desviando otra vez la vista hacia los objetos que se distribuían a mi alrededor como si estuviera considerando una propuesta seria en lugar de reírle lo que debía ser sólo una broma de experto y sutil vendedor de antigüedades.

—¡Todo esto es subyugante! —dije sin poder contenerme—. ¡Cada cosa... todo... la tienda entera!—. Lo miré a los ojos—: ¿Cómo puede usted soportar venderlas, dejarlas ir en manos de quien sea... por mucho que estuviesen dispuestos a pagar por ellas?

De repente, mientras el hombre sonreía de un modo que me resultaba poco menos que mefistofélico, dominado yo ya sin duda por un poder de atracción inverosímil, me encontré diciendo la incongruencia más asombrosa que jamás habría imaginado que pudiera salir de mi boca en circunstancias similares:

—¡Monsieur Bernard, me gustaría quedarme en la tienda, me gustaría sustituirlo, quiero ocupar su puesto y encargarme del próximo catálogo!

El hombre, cuyo nombre me debí inventar o quizá leyera mecánicamente en el pin que lucía en la solapa (Monsieur Bernard, Anticuario), que no recuerdo que lo mencionara, continuaba mirándome con expectación creciente y una satisfacción más que visible que yo me negaba a interpretar, mientras, al mismo tiempo, un temblor me sacudía, anunciándome que se produciría algo sorprendente... ¡tanto que llegué a imaginar que me lanzaba sobre él amenazante, no sé, dispuesto incluso a asesinarlo para arrebatárselo todo si no consentía por las buenas a cedérmelo; todo! En el acto me pregunté si me había vuelto loco, como pensaba mi mujer, pero, justo cuando estaba por desdecirme y reconocer que no entendía por qué había dicho lo que dije ni de dónde lo habría dejado salir, él habló antes, para aclararlo todo:

—¡Oh, qué interesante, la sintonía es formidable! ¡Pero creo que aún no está seguro! No obstante, a qué negarlo... ha llegado al fin la hora, como se podría decir, y como era de esperar... Sin duda, es usted quien ha venido a reemplazarme, y justo cuando estaba yo actualizando el inventario. Es la persona que me obligará a salir y me permitirá volver... estoy preparado para que así sea, como se me dijo y tengo que trasmitirle: son las reglas, las que usted también tendrá que respetar. Ha llegado para mí el momento de ceder el paso... después de más de... creo que doscientos, catálogos debo decir... Le dejo pues a usted le catalogue quarante-quatre en vivo, aquí, a su alrededor. Es decir, la tienda, mon cher ami, un catalogue vivant. A lo que habría que añadir lo que guarda el almacén, muchas cosas sin catalogar. Tal vez alimenten el quarante-cinq ou six ou sept... Si prefiriese continuar numerándolos a partir del presente, lo que no es más que un decir, porque el número por el que tendríamos que ir a estas alturas sería poco apropiado para reflejarlo en los anuncios, además de que cualquier número que se le pusiera tampoco reflejaría la estricta realidad de la historia. Porque, si hubiese contado desde mi llegada, le catalogue 44 habría sido mi catalogue 244. o tal vez... el 355, ya no lo recuerdo; y, si me fío de lo que me contó mi antecesor, el mil novecientos ochenta y cuatro desde que comenzara todo esto, desde el día en que Guttemberg diera a conocer su invención, lo que requeriría, ya ve, un anuncio kilométrico y muy poco estético, impreciso y hasta disuasivo. Ahora bien, si aceptara las condiciones exigidas, usted podría vivir en medio de le catalogue 44 durante.no sé, sin duda mucho tiempo; o, más bien, el que le permita su suerte. Aunque siempre, al menos unas pocas veces, podría darse y dar alguna buena excusa para poder continuar, o ser lo bastante riguroso como para rechazar al evidente sustituto que se llegase a presentar. un día, por decirlo de algún modo, considerando, por ejemplo, no verlo lo suficientemente apropiado, al argumentar que presenta alguna inconveniencia, una presencia indecorosa, falta de sinceridad, de amor auténtico, alguna mala intención... Yo mismo podría hacerlo con usted si me dejara llevar por una avaricia repugnante en lugar de cumplir con mi deber y con la confianza que mi antecesor depositara en mí.

Di un pequeño salto atrás. Y volví la cabeza hacia la calle, buscando el apoyo indispensable que me podría proporcionar aquella "mujer difícil" con la que aún me sentía ligado a pesar de los malentendidos y sinsabores que se estaban sucediendo últimamente entre nosotros. De algún modo, tan necesaria para mí como un anillo a un dedo o un grillete para un criminal. Pero no la vi en la puerta ni a través del cristal de los escaparates en los cuales se alzaban y amontonaban decenas de cosas que obstaculizaban la visión a modo de una espesa selva o de un jardín hidropónico en el cual una extraña brisa parecía mover los objetos a uno y otro lado como arbustos o copas de pequeños árboles domesticados; hipnotizándome.

Estaba solo y tendría que salir solo de aquella situación, tan absurda como prometedora. En mi mente se formó un nuevo pensamiento ajeno: "No tema, no soy peligroso; y puedo intentar explicárselo mejor". Era increíble, pero tenía que reconocer que esa habilidad mía de saber lo que pensaba el otro volvía a demostrarse verosímil, algo que pasaba a veces y con contadas personas, mi mujer, precisamente, entre otras.

—Yo... —balbuceé —sólo querría un catálogo... para... para mi colección.

Y sé que no debería, que ya tengo muchas cosas para nada, que a pesar de todo incluso le compraría alguna de las extraordinarias piezas que vende, aunque tuviera que hacer una extensión en un estante o apilar un par de las que tengo en mis estanterías o pasando una más al techo, apretujándola junto a las demás, o colocando esta delante de las otras; eso sí: donde pudiera resaltar... donde pudiéramos contemplarla, mi mujer, u otra en todo caso si no hubiera más remedio, los que me visitan cada muerte de obispo, pero, sobre todo, yo mismo.

—Cada "muerte de obispo"... —repitió Monsieur Bernard muy despacio mientras suspiraba; por lo que dijo luego, aunque como si no comprendiese la expresión—. Debieron morir unos cuantos desde que estoy aquí metido, ¿verdad?

—Perdone, fue un decir...

—No tiene importancia, lo que interesa ahora es saber si se siente usted capable pour le poste. Estos preciosos objetos me han rodeado durante los últimos... no sé, ¿doscientos... quizá, doscientos cuarenta y cuatro ediciones?...

Y por lo visto, hoy ha llegado el momento de dejarlo... De dejar todo en sus manos.

—¿Dos... doscientos..., doscientos... cuarenta...? —exclamé dando otro respingo mientras eso de "dejar todo en mis manos" se repetía en mi cabeza sin que pudiera asegurar que no lo hubiese simplemente imaginado. ¡En cualquier caso, ese hombre estaba rematadamente loco! Volví a mirar con desesperación hacia la calle: ¿Dónde se pudo meter esta mujer?, me dije.

—Confieso que el trabajo acabó por ser agotador, aunque nunca aburrido.

Seguía sin saber qué hacer ni qué decir, y no me sentía inclinado, inútilmente, a mentir. Aún, de todos modos, insistí—: No... no puedo... Y menos así, de sopetón. Mi mujer está afuera, esperándome; no la puedo abandonar de esta manera. Además, acabará por fin entrando, a buscarme. Usted no la conoce: aunque manifieste una fachada espartana, es española, con un corazón sensible aunque un tanto arrugado, como la nuez en la corteza... Vamos, que quiero decir que es muy testaruda y no estará en absoluto dispuesta a consentir algo así.

—¡Oh, no se preocupe por eso! Si por fin acepta sustituirme... como ha confesado desear, por mucho tiempo que pase para usted aquí dentro, eso no representará más de unos minutos allá afuera... y, cuando salga, todo estará tal y como lo dejó, el mundo igual de próximo y ajeno, los relojes marchando al ritmo acostumbrado. Confío que para mí será lo mismo, como se me aseguró. Me consta que allá afuera, donde aún no estará ni usted ni su mujer, siguen los amigos con los que salí una noche de juerga y con los que me detuve ahí, en esta misma calle, delante de la tienda, pidiéndoles que me esperaran fuera unos minutos. Sin duda alguna, amigo, si me permite llamarlo de ese modo, somos de la misma estirpe y nos esperan experiencias semejantes por más que en siglos diferentes. Casos singulares que siempre habrán de sucederse. Pero no sienta obligación alguna, como no sea para consigo mismo. Yo puedo continuar esperando, y, en parte, lo deseo: del catalogue, los que somos así no nos cansaremos nunca... Podría incluso esperar que usted volviese, siempre que lo haga dentro de un tiempo prudencial y me encuentre, claro... antes de que se presente algún otro que no pueda desechar sin hacer trampas. Aunque eso sería lo de menos: si se demora, encontraría a otro en mi lugar, esperando lo mismo, deleitándose con todo esto, responsablemente, eso sí; amando cada pieza como si la hubiese creado. ¡Vamos, anímese, no desperdicie esta oportunidad; téngalas durante una eternidad a la vista, dedicado sin prisa a descubrir sus incontables detalles y a cuidarlas, evitando que el polvo de cada día se acumule en ellos -algo muy propio del tiempo, como supondrá-, abrillantándolos, si cabe; restaurarlos incluso de producirse, eventualmente, un accidente... En fin, manteniéndolo todo tal y como he hecho yo hasta ahora.

Yo no podía aún dejar de estar preocupado por ella, a quien seguía sin ver del otro lado, lo que me hacía cada vez más vulnerable. ¿Cómo escapar de esa extraña pero singular y atractiva idea de que la media hora o más que habría empleado ya en conversar con ese hombre y en observar detenidamente todo lo que había en la tienda no hubiese significado más de uno o dos minutos para el mundo, el resto del mundo o del afuera; inclusive que en realidad el tiempo no pasara en absoluto para ella y los demás?... ¿De haber podido sucederse en ese instante y sin consecuencias vaya a saber cuántos catálogos que yo podría editar si me quedaba?... ¡Todo, sí, mientras, según Monsieur Bernard, la misma mujer aún me estaría esperando en todo caso un puñado de minutos, congeladas las mismas debilidades y capacidades que tendría que seguir enfrentando en cuanto saliera! ("¡Sí, verá cómo vuelve a ser usted y el mundo el conocido en su justa medida!", reverberó su voz en mi cabeza, lo que no me pareció del todo de mi agrado.) Y, por un momento, jugué con esa idea como si me la probara ante un espejo antes de adquirirla, mientras ya iba y venía por la tienda, huésped intemporal de aquel cubo de las maravillas, estudiándolas con vistas a la edición siguiente del le catalogue. Preso de una sensación irrenunciable de poder que se aposentaba cada vez más hondamente en mí.

—Vamos, déjese llevar. El mundo no notará su ausencia y usted podrá gozar de estos bellísimos objetos a los que jamás podría hacerles sitio en casa. Eso sí, tendrá que aceptar que no todo permanezca inamovible, que de vez en cuando alguien entre y se lleve alguna pieza que, con suerte para usted, tal vez acabe por volver; y que entren cosas nuevas cada tanto, quizá aún más espectaculares que las vistas, que usted podrá añadir si le parecieran bien. Las transacciones comerciales, por mucho que le pese o lo pudiera compensar, deben ser bien atendidas por el encargado con diligencia extrema, bien sur. Incluso contribuyendo en todo lo posible a que quien entre por la puerta se lleve algo al salir... (Recordé en ese momento su displicencia inicial y sonreí.) No, no ponga esa cara, así debe ser... Tanto una cosa como otra... Incluso es importante que, a quien viniera buscando algo que hubiésemos vendido o nunca hubiésemos tenido, le recomendara volver, explicándole que el objeto de su interés está en restauración o formando momentáneamente parte de una exposición... o le ofreciera algo en su lugar... Una mentira piadosa que, no obstante, esconde una verdad inevitable. Pocos, aunque huelan la trampa, dejarán de volver, y más de uno de llevarse otra cosa a cambio.Además, los enamorados de un objeto creen que serán constantes, fieles quiero decir, pero un día resulta que han cambiado de opinión y entran en busca de algo diferente, algo que vieron en el catálogo que se les ha suministrado; le cagalogue "actualizado" que todos reclaman, o viniendo con la misma idea cambien de objeto de su predilección y se lleven otra cosa a la que antes no le prestaron atención, cegados por la idealización que los habría capturado. En fin, insisto porque observo que sigue preocupando: las horas, los días, los meses... se sucederán aquí sin que nadie de afuera lo perciba ni le perturbe a usted más de lo que lo hacía en el instante previo.

Y diciendo esto, extendió hacia mí el cuaderno y el lápiz en el que estaba apuntando el estado presente de las existencias.

Yo no sabía qué decir. Eché una mirada en redondo, acariciando todos esos objetos maravillosos. Detrás de cada uno asomaba una promesa de viaje.

El de un nuevo Odiseo, el de un hijo o nieto de Gulliver, el de un Simbad reencarnado, el de otro obediente Miguel Strogofl, el de un intrépido Orfeo o Dante "en mitad de su vida"... ¿Cuántos podría llegar yo allí a hacer antes de que se presentara un sustituto apropiado, otro ingenuo navegante como yo, imprevisor a diferencia de Ulises?

Volví la vista al cuadernillo que no sé en qué momento había pasado a mis manos y permanecí un instante allí, sin moverme, con la vista clavada en las anotaciones; lo suficientemente obnubilado como para no notar que la puerta se abría y se cerraba a mis espaldas con el chirrido que ya había conocido. Monsieur Bernard había abandonado la tienda y estaría ya en su mundo, dispuesto a acabar desgastándose en él. Aunque sin poder decirle nada a mi mujer, que seguiría allí sin saber ni haber podido ver nada. Porque, de ser como había dicho Bernard, él habría reaparecido hacía años, posiblemente haría un siglo.

Entretanto, comencé a experimentar la eternidad del instante, como, si cabe, habría vuelto a decir Goethe en mis circunstancias; moviéndome a través de un tiempo impreciso e inmensurable. Efectivamente, de tanto en tanto algunas piezas del tesoro fueron compradas a destiempo por gente que tan pronto entraba como salía, reiterando apenas el chirrido de la puerta al abrirse y al cerrarse, antes y después. Del mismo modo, en menor medida empero, se incorporaban otras a la tienda, que yo compraba por lo general, no para mí, claro, sino para exponer entre las que allí seguían, colocando las más pequeñas y curiosas dentro de las vitrinas. Apuntándolo todo en el cuadernillo con vistas a la próxima edición del catalogue 44, que volvería a asignarle siempre el mismo número, como hiciera Monsieur Bernard con toda sensatez. El tiempo corría locamente y yo, ya que por suerte la tienda era poco concurrida (de esas que al pasar yo solía preguntarme cómo podrían aún sobrevivir), me permitía soñar, unas veces mientras contemplaba un objeto determinado, otras tan sólo recordándolo con los ojos cerrados, pudiendo incluso, con el tiempo que tenía por delante -si cabía decirlo de ese modo-, volver a soñar viajes distintos a partir incluso de la misma pieza. Para ello contaba, detrás del mostrador, con un sillón muy cómodo, cubierto de almohadones, dispuesto allí por Bernard o por alguno de sus antecesores si no por el propio fundador de Kalypso, en el que me apoltronaba e inclusive acababa por dormirme por las noches -si así se podían llamar esos instantes de oscuridad que repentinamente daban paso a la luz y al ajetreo-, durante las cuales me deleitaba contemplando, largamente no obstante, al compás de un chapoteo en la mar chicha o al embate de las olas de la tempestad, el sextante o alguna de las brújulas flotando en la bruma para llegar a mis manos; o disfrutando de mis viajes a la luna, a la que llegaba por el ojo de alguno de los telescopios, a veces solo y otras acompañado; del pasaje a través de la selva en la que sonaban los rugidos feroces de unos enormes fantasmas que enseñaban los dientes y las garras, que empezaban en el filo de un antiguo machete; a veces combatiendo, otras llevando un mensaje a la carrera, hasta reventar mi cabalgadura, a la vista de una espada curva como la de Hajdi Murat, que llevaba en alto o dejaba que golpeara a un lado; o encontrándome en medio de alguna audición en alguno de los lugares más maravillosos de la tierra saltando sobre las cuerdas del Stradivarius.. .Y así hasta verme súbitamente devuelto a aquella cueva de Aladino al sonido de la puerta al abrirse para dejar pasar a un cliente o un proveedor al que debía atender con diligencia, como correspondía a un encargado responsable.

Era una navegación en la eternidad -instantánea como la de Goethe, idea que volvía a mí de tanto en tanto- durante la cual los ajustes en el inventario, las facturas, la verificación de autenticidad de las piezas que llegaban con la pretensión de ser incorporadas, los cobros y los pagos, las reediciones del catálogo con el mismo número, se sucedían sin fin mientras el tesoro seguía y seguía rodeándome, al alcance de mi mano, disponible pero inapropiable.

A veces sentía el deseo de cerrar y colgar el cartel de rigor para no ser molestado o ese que decía que volvería "en media hora", pero me sabía obligado por las reglas a atender al movimiento y la rutina de la tienda. Mi sentido de la responsabilidad -parte de esa otra mitad mía, inevitablemente práctica, realista si cabe así decirlo, que me aseguraba que aquello acabaría antes o después- no me lo permitió ni una vez. Sin duda, Bernard supo ver en mí a la persona idónea para el puesto, y yo lo debía asumir en todos sus aspectos, inclusive el de prestar atención a los que entraban en la tienda, concretamente solos, esperando dar con aquel que se detendría en medio y se pusiera a observarlo todo con ojos fulgurantes, que dejara ver en el brillo de su mirada furtiva la avidez por todas aquellas piezas, que los destellos escaparan de sus ojos al pasar de una a la otra, cada cual más embriagadora que la anterior.

Mil y una veces creí suponer que alguno de los que entraban fuera el adecuado, porque no sería capaz de dejar la tienda en manos de cualquiera. Esto también se había constituido en mi deber. Alguien que permaneciera apabullado en medio de la tienda, contemplando con recato, como para llevarse todo en el recuerdo, los objetos expuestos a un lado y al otro, arriba y más abajo, los que colgaban de las paredes, los que encerraban las vitrinas, maravillado ante ese mundo sorprendente que de repente lo rodeaba: termómetros que aún dejaban ver su metal líquido cristalizado, seco o congelado en sus tubos de cristal amarillentos; brújulas y sextantes de todos los estilos que habrían permitido a unos u otros navegantes ancestrales dar la vuelta al cabo de Hornos o al de Buena Esperanza, expandir Occidente hasta la Polynesia o encontrar la Isla del tesoro; balanzas y barómetros de precisión propios de gabinetes científicos de la primera hora; telescopios que debieron recibir en ofrenda príncipes y reyes, y que tal vez continuaran encerrando reflejos de las estrellas mediceas; un par de periscopios de bitácora; una cornamusa de bronce; unos sextantes y un astrolabio que sin duda provenían de la Isla Flotante de Laputa y habían formado parte de Flandona Gagnole, la Cueva del Astrónomo, y quizás antes, incluso, del refugio de Circe, del mundo de los Cimerios o del palacio del feacio Alcinoo; algunas piezas de grandes maquinarias, como una rueda de timón y una hélice, y otras muy pequeñas, en ciertos casos diminutas, medallas, alhajeros, sellos de cobre para señalar la identidad en lacre recordando la inviolabilidad de la correspondencia, alfileres de insectólogo o de estudiosos de la electricidad biológica, monedas herrumbradas o mordidas, unos pocos cuadros de pequeño tamaño, algunos para llevar del cuello de una dama, un globo terráqueo rodeado por dos anillos engarzados, de uno de los cuales una varilla hermosa simbolizaba en sí la gravedad y la inercia centrípeta al sostener la luna a una distancia fija y que invitaba a recordar a Mélies y en Julio Verne, unas pistolas de duelo y un sable que inevitablemente remitían a Münchausen, a Cirano, a Miguel Strogofi, y, sí, sí, ¡al fin sabía lo qué era con certeza!, el delicado y preciado sismógrafo... evitando mantener la mirada en alguno para no delatar el deseo de llevárselo y atreverse a dar un paso más, sintiéndose un tanto intruso, avergonzado, para acabar por pedirme el catálogo que se anunciaba en los escaparates, quizá el cuatrocientos setenta y uno o ya el quinientos treita y dos; es decir, el cuarenta y cuatro actualizado.

Al fin, me decía a la vez apenado y deseoso de que de una buena vez sucediera, tendría que llegar el cándido-candidato que, sin comprenderlo del todo, deseara quedarse a cualquier coste, dispuesto incluso a echarme, a asesinarme de no hallar otra manera, ¡como sin duda habría intuido Monsieur Bernard que yo habría llegado a hacer aquella vez! Al que acabaría por soltarle la parrafada que imponía el protocolo, poner el cuadernillo del inventario inconcluso en sus manos y marcharme resignado, de repente entristecido, anclado aún al ansia de la posesión idílica.

Mi mujer, me decía sin poder evitarlo, seguiría allí afuera, esperando verme al fin salir con un paquete, con algo que, pese a ella y al reducido espacio que quedaba en casa, no habría podido resistirme de adquirir; algo inclusive voluminoso y difícil de transportar que luego me obligaría a desplazar algún otro en casa para hacerle sitio, aunque sin renunciar por ello a ninguno de los que llevaban tiempo agregándose allí. No podía olvidarme de ello, quizá como le debió pasar también a Monsieur Bernard que, cuando yo saliera, habría probablemente muerto en un tiempo que pudo suceder incluso antes de que yo naciera (¡muerto, sí, a estas alturas... igual que me sucedería al final a mi, tarde o temprano por así decirlo: ¡salir para acabar de vivir!)

Sí, de tanto en tanto me invadía la nostalgia, como le debió pasar a él. Pero sobre todo el miedo. Preso de mi ambivalencia, el mundo, el de afuera, me seguía exigiendo una responsabilidad tan seria como la que me mantenía en la tienda atento a todas las necesidades de su buen funcionamiento. Sentía la obligatoriedad de responderle antes de que la vacilante llama del cabo de vela que me permitía continuar allí se consumiese, dejándome en la oscuridad de la locura. ¡Oh, sí: el miedo!

Pero por fin, sucedió, cómo estaba estipulado. También como a Monsieur Bernard y a todos sus antecesores, se me impondría (no del todo lamentablemente) renunciar para reincorporarme al tiempo abandonado, al mundo del desgaste, del olvido y de la muerte; en todo caso dueño ya dueño de las imágenes y sus sugerencias, preso de las inevitables evanescencias. Yo también tendría que volver y resignarme.

Entró, como yo antes, ya encantado a la vista del escaparate, y como yo se quedó dando vueltas sobre sí mismo como la bailarina de la cajita de música del XVIII, contemplando todos los objetos de la tienda, muchos los mismos que había visto yo al entrar. Lo vi en sus ojos, destellar cuando pasaban a posarse en la siguiente pieza, arriba y abajo o más allá... La mirada que debió ver brillar Bernard en los míos aquella vez que tan lejana sentía en aquel instante.

Al fin estaba nuevamente afuera, como me había prometido Bernard, tras unos pocos minutos de la misma noche, templada y húmeda, que descansaba sobre la misma calle de adoquines salpicados aún por las pepitas de plata de la llovizna reciente, que brillaban a la tenue luz de las farolas, y a las que se añadían las últimas gotitas que se desprendían de tejados y balcones, plinc, plinc, plinc, plinc, al tiempo que sentí como un golpe en los riñones el chirrido inolvidable de la puerta que se cerraba a mis espaldas.

M. estaba ahí, según lo establecido, esperándome con inusitada paciencia, quizá hasta ese instante entretenida pensando en vaya a saber qué para reaccionar de repente a mi aparición, de inmediato para buscar con una mirada capciosa el paquete que supondría que llevaría debajo del brazo y que podría querer ocultarle. Al momento para sonreír satisfecha, saboreando mi aparente claudicación, al ver que al fin, como era su deseo, salía sin nada que pudiera afectar a la total ausencia de espacio en las paredes y las estanterías de la casa... así como crear problemas para el equipaje; ignorante aún de que ni siquiera traía conmigo el catálogo que, obviamente, ya no necesitaba.

Bajé los dos escalones con algún esfuerzo, propio de un prolongado anquilosamiento pero sobre todo apesadumbrado, y di los siguientes tres pasos que me separaban de ella, dejando que me tomara del brazo para conducirme en dirección al hotel donde pasaríamos la noche. No decía nada, supongo que para evitar zaherirme. Y mientras caminábamos la contemplé con atención: iba cabizbaja, probablemente ensimismada como si estuviera en otra parte, y me pregunté si ella también se lo habría permitido y si lo vendría haciendo desde hacía algún rato, viviendo instantes al margen del tiempo que nos desgastaba, con lo deseado al alcance de la mano, similares al que yo había experimentado. Y, sin sentirme capaz de responder con certeza en su lugar de habérselo preguntado, di por posible que, al menos en ese momento, lo hacía. Porque no es fácil, supongo, para nadie, resistir a la tentación de aferrarse a las eternidades que se nos ofrecen emergiendo de la maleza que a todos nos flanquea.

Llevábamos andado un rato, no sé cuánto, mientras comenzaban a borronearse unas y otras de las cosas que hasta hacía un rato me rodearon y que quedaban atrás, cuando se escucharon -o los escuché yo sólo- unos pasos descompensados a lo lejos, posiblemente los de una pareja, aproximándose a la tienda; tan semejantes a los nuestros que los supuse ecos rezagados de los mismos que se hubiesen quedado allí, atrás, para repetirse eternamente. Las gotas, a su vez, volvían a caer, produciendo un tamborileo entre las ramas y los techos de metal de las farolas que me hizo pensar en los dedos de un enano relojero reclinado en su mesa de trabajo, trabajando aún, a esas horas, bajo los adoquines de Ginebra, en una cueva o un sótano, dudando qué hacer con el reloj abierto ante sí, bajo su sórdido monóculo, sin optar por volver a hacerlo marchar hacia delante o que fuera hacia atrás.

Entonces me detuve sin poder evitarlo, obligando a M, la mujer que caminaba a mi lado, a que también lo hiciera y, arrancada de ese modo de su propio mundo, me mirara de nuevo sin comprender. El repicar de los pasos se había detenido dejándome sin respiración por un momento, el tiempo suspendido como el de aquel reloj que esperaba cobrar vida para continuar o para retroceder. Entonces se produjo el chirrear de la puerta de la tienda, abriéndose y cerrándose una vez más, confirmándome que, fuera como fuese, la estancia en Kalypso se repetiría por más que me alejara, por mucho que se desvaneciera.

 

narrativa de Carlos Suchowolski

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 91, Article 31 año 2020

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