El cobertizo

Narrativa de Carlos Suchowolski

Llevaba recluido desde el accidente casi un año con la sensación de quien, habiendo perdido un brazo o una pierna, no dejara de sentir el miembro allí donde no está, siendo lo mío aún más angustioso al no poder, en el extremo del recuerdo, rescatar el nombre, la figura, el número y el significado que debió tener en su día lo perdido. No fue algo que hubiese dejado simplemente en el camino por falta de interés, sino un conjunto de cosas, o eso creo, que, en el instante en que me fueron expropiadas, se esfumaron, sin más, sin dejar la menor huella, como si nunca hubiesen, esas cosas, existido, dejando sólo el hueco informe que habrían ocupado, oscuro e impreciso, y el puro estigma de una alevosa intervención quirúrgica como vaga pero dolorosa señal de lo irrecuperable. Para colmo, nadie fue culpable salvo yo, y con ello el escarnio ahondó la angustia hasta volverla insufrible. Sí, yo había provocado la ruina en la que desaparecería, lo que hubiese sido al abusar de mi propio recuerdo.

Traté con todo de imponerme distracciones; de dedicar el resto de mi vida al presente y al futuro; pero no resultó. Pasaron los días, las semanas, los meses. y era cada vez más incapaz de volver a viajar como hacía antes, aunque más no fuese a los lugares cuyos detalles no me hubiese importado demasiado olvidar, al haberse instalado en mí el pánico a que, de paso o por descuido, pudiera perder algo que acabaría sin poder determinar después si realmente lo habría sido. Por otra parte, había dejado de confiar en la disciplina, el esmero y la profesionalidad del mayordomo que no debe tocar los objetos a su cargo si no es mediante guantes inmaculados y paños delicados o, a lo sumo, utilizando el plumero para quitarles el polvo; en cuya calidad me había cuidado en viajar hasta entonces.

¡Ay, cuánto llegué a añorar aquellos viajes que comenzaban y acababan en mi sillón predilecto, a cuyos brazos me aferraba cuando se presentaban las emociones más fuertes y las temibles tentaciones! ¡O incluso aquellos otros en los cuales, porque el destino o las circunstancias lo recomendaban, iniciaba -y terminaba, como es lógico- en otros sitios, igualmente cómodos y estables, para el caso equivalentes: ora sentado en el otro sofá, que estaba frente al televisor, ora en la butaca bajita del mirador, desde donde podía distraerme por momentos con lo que sucedía en la calle; incluso en la un tanto incómoda silla de madera de la cocina, que utilizaba cuando preveía que podría dejarme atrapar por el tiempo y apelaba a la incomodidad que me empujaría a regresar... Eso sí, para volver a partir casi de inmediato hacia algún nuevo rumbo. O recostado en la cama, cómo no, cuando se presentaba una urgencia nocturna o durante las convalecencias, añadiendo dos o tres almohadas gordas y mullidas a la espalda, que siempre tenía a mano, y optando por arrugar en estos casos las sábanas al asalto de las emociones... Todos ciertamente idóneos para esos viajes inocuos y, en cualquier caso, placenteros, aunque ninguno como el viejo sillón orejudo, que, con sólo verlo de reojo o al paso, me invitaba con un guiño cómplice a que lo reservara con antelación, como si se tratase del asiento de un tren o de un avión, un lugar en el taxi o la habitación de hotel desde la cual mi fantasma saldría a reconocer la escena.

Pero era incapaz de ignorar lo sucedido y disponerme a correr nuevos riesgos. No lograba convencerme de que no tendría por qué repetirse algo así si me atenía a las viejas reglas. ¿Cómo negar las muchas veces que había experimentado el deseo de manipular el utillaje mientras me encontraba en los escenarios que estaba visitando? ¿Cómo ignorar los esfuerzos que, más de una vez, debí realizar para mantener el pasado libre del asedio de mis ansiedades depredadoras? ¿Cómo desconocer las ocasiones en que me vi -¡no sólo la última y nefasta vez!- a punto de desfallecer...? Ciertamente, el miedo a cometer nuevos destrozos me había paralizado, conculcando mis ansias de viajar, fuese como fuese, aún cuando ello no habría implicado, vade retro, que pudiera tomar contacto físico con sus tesoros.... El accidente había conseguido amaestrarme al extremo de que apenas si me atrevía a mirar —de reojo, claro—, al interior de la memoria desde cuyos laberintos cantaban las sirenas... Incluso, cuando los sueños involuntariamente me perdían, el dolor previsible de la pérdida me alertaba sin consideración, amenazante, admonitorio, y me devolvía a la vigilia.

La situación parecía insalvable, y la parálisis y los recaudos adoptados para no volver a equivocarme me conducían igualmente al colapso. Lo que continuaba aún en la memoria, lo notaba día a día, se estaba volviendo inservible; la colección que había logrado reunir y conservar se hacía ridícula e, incluso, comenzaba a perderse por piezas que se añadían al pozo ciego del olvido. El mundo, mi mundo, se veía de una u otra forma condenado a desaparecer; a encoger de manera irreversible. Pronto no quedaría, por mucho que lo deseara, nada de los sucesos pasados, nada de las cosas que me habían pertenecido, de las palabras escuchadas y empleadas, de los contactos realizados, de los reflejos mutuos, que tantas veces antes había podido volver a la vida. Definitivamente, experimentaba la propia desaparición, la muerte en vida.

Entonces, a punto ya de darme por vencido y claudicar, a casi un año del accidente, una idea muy simple —"elemental", como habría dicho Sherlock Holmes—, emergió para devolverme la esperanza. Era tan "elemental" que me costó comprender cómo no se me había podido ocurrir antes. Por lo visto, la desesperación -ella, sin duda, la verdadera maga- había abierto una grieta en la robusta roca del miedo con más eficacia que la más persistente de las gotas. ¡Había despertado mi imaginación y esta, "en el límite de la desesperanza" (la frase llegó de mi pasado y con seguridad de mi otro yo), desintegró en un santiamén la resignación en la que me estaba consumiendo! En cualquier caso, por fin tenía lo que necesitaba para atreverme a viajar de nuevo —insisto, al viejo modo, porque esta vez no pensaba descuidarme—; por fin había descubierto no sólo cómo recuperar mi vida, mi vieja vida, sino el medio... para... -lo veo de ese modo aunque fuese mediante un subterfugio- reparar los daños. ¡Era ciertamente increíble!

Así fue como decidí dedicarme por entero a la restauración, para lo cual estaba decidido a repetir el viaje durante el que provoqué el desastre. En fin, no exactamente el mismo, claro, porque del modo en sucedió entonces ya no se volvería a repetir, o no, jamás. Esta vez, siguiendo los antiguos hábitos, no sólo no se perdería nada sino que, por el contrario, volvería con los nombres perdidos y fortalecida la confianza. Y listo y animado como estaba, me dirigí de inmediato hasta el viejo sillón que me seguía esperando, arrinconado aún en el ángulo más oscuro y silencioso de la sala, contra mi biblioteca, desde el día en que regresé despavorido de Rosario; mi sillón orejudo, mi viejo favorito, en el que al sentarme en él me sentí rejuvenecer.

Unos instantes bastaron para que me viera nuevamente en el punto en el que había comenzado todo.

El día en que decidí comprar, a un precio tan razonable que no pude resistirme —¡menuda zancadilla del diablo!—, la vieja casona de mis tíos de Rosario, una entrañable pareja a cuya muerte la propiedad había quedado en manos de un banco que, después de mucho tiempo, había decidido quitársela de encima. ¡La casa contenía muchísimos buenos recuerdos míos: toda una colección en sí mismos!

Era, sin duda, una ocasión de oro que no podía despreciar, que podía permitirme regresar... -¡he ahí el error decisivo!- de una manera tangible a uno de los lugares más añorados de mi infancia. De modo que, sin pensarlo de nuevo, me dejé llevar.

Y el día en que partí para Rosario no me pareció que viajaba de otro modo que como de costumbre, preguntándome al respecto lo de siempre: si la encontraría en ruinas, arrasada de uno u otro modo por la historia, enterrada bajo estratos sucesivos hollados por extraños odiosos e ignorantes como me gustaba sospechar... Y así fue. La realidad daba cuenta de los temores que en mis demás viajes se esfumaban. Cuando abrí y atravesé la puerta ya no estaba como en mi recuerdo aunque, por suerte, reconocible pese a los extraños que sin duda habían agravado el trabajo natural del tiempo (como siempre me habían hecho sospechar los recelos hacia quienes hubiesen asaltado mis tesoros y a quienes me gustaba suponer displicentes y dañinos..., y quizás para aplacar la tentación de volver físicamente a aquellos sitios encallados en el tiempo con el espurio fin de comprobar qué quedaría; otra tentación sin duda repugnante; algo que, ay, por qué aquella vez no me frenó...).

Ahora, me pregunté aún, aquel recuerdo luchaba contra el más antiguo, ese que nunca debí profanar. Pero no me amilané. Había dado con la solución a mi penuria y me dispuse a continuar. De modo que me sobrepuse y comencé de inmediato a reconstruirla tal y como había sido cincuenta años antes, y conseguí que por ella volvieran a pasearse los personajes inolvidables y volviera la misma luz veraniega de entonces a través de las rendijas de las persianas, que brotaran en mi paladar los mismos sabores del chocolate en taza y de las tartas de manzana y sintiera el calor de los abrazos y las caricias precoces, la seguridad de las frases lisonjeras o consoladoras que me empujaron a crecer, el calor y la humedad de esos veranos. Lo hice antes de volver a partir, pero para pasar de inmediato a verla tal y como la recordaba ahora de manera más fehaciente y cercana, con los dos recuerdos vivos entretejiéndose y presentándose a la vez; en realidad, tal y como me sucedió durante el viaje maldito. Y mientras comienzo a rememorar lo sucedido, esto es, mientras voy dejando atrás el umbral y la puerta cerrada a mi espalda, noto que todo vuelve a parecerme el producto de un delirio, el que un año atrás, al final de la visita, me hizo abandonar la casona en estampida, abandonando las ausencias y olvidos que ocasionaría a raíz de mi presencia.

Claro que al entrar, lo vuelvo a vivir perfectamente, nada me pareció extraño o sospechoso. Los juegos proféticos me habían preparado para encontrarla en ruinas y así precisamente se encontraba. Como si estuviera imaginando el futuro más probable que habría podido tener el pasado lejano, observé hasta qué punto las enredaderas habían crecido salvajes y desmadradas sobre el muro de la mediana y que el amplio patio había explosionado en mil puntos, mostrando baldosas rotas, levantadas a empujones por el herbaje, y diversos socavones. Las puertas de las habitaciones se hallaban desvencijadas, los suelos de parqué estaban destrozados. Dentro, recordé enseguida, mis padres, mi abuela Rosa, mi tío Benjamín —hermano de mi madre—, mi hermano Eduardo y yo, pasando las vacaciones de verano, durmiendo siestas y noches sobre colchones dispuestos en el suelo, cerca de las ventanas abiertas para hacer más soportable el infierno caluroso y húmedo que creaba el ancho e impetuoso río Paraná, pese a que, así, también entraran a devorarnos los mosquitos, zumbando mientras se dejaban caer sobre nosotros como cazas japoneses, o pasaban a ras de nuestras orejas, burlándose de nuestra protección insuficiente, supuestamente repelente para ellos. ¡Ah, esos hilos de humo blanco que subían hasta desaparecer en el aire, que nacían de la punta encendida de esas inolvidables espirales verdes que se iban consumiendo mientras nos dormíamos, sostenidas por un pie de latón! ¡Esas espirales verdes que mi hermano y yo nos peleábamos todas las noches por encenderlas sin importarnos en realidad que su misión fuera más o menos inconsecuente, y que durante la noche, mientras soñábamos y los mosquitos intentaban despertarnos, se iban transformando en esqueletos de ceniza, gris y fragmentado, sobre el plato sobre el que descansaba el pie metálico; unos fósiles que conservaban empero la forma pero como si hubiesen atravesado el umbral de otra dimensión, dejando allí su huella para recordarnos lo que fueron y lo que intentaron.

Permanezco estático un momento, viendo esos colchones en el suelo, a nosotros tumbados sobre ellos, las cabezas casi pegadas observando la punta de la espiral que quien se hubiese impuesto esa vez habría encendido, la punta roja en el extremo verde, y escuchando las voces que nos dicen que dejemos ya de hablar y nos durmamos. El sueño viene, por fin, con el comienzo de la metamorfosis, formado el primer trozo de ceniza que todavía colgará unos instantes antes de caer para ir formando la imagen gris y segmentada del otro lado del espejo, a través del cual el pasado se convertirá en futuro, es decir, en ruinas, en espectros, en columnas abatidas y fragmentadas, en anfiteatros semisepultados por el abandono, la pérdida de utilidad o de significado y el deterioro, laberintos de ceniza con apariencia de piedra. Y desde arriba, y desde la distancia, la imagen nítida de la espiral que ha pasado a copiarse en el plato a la mañana siguiente, sufre un nuevo cambio a instancias del espacio-tiempo, y me veo arriba en sentido estricto, en pleno aire, a esa altura en la que unas cosas desaparecen mientras otras aparecen, como si me hallara en un globo aerostático (alguno de los de Julio Verne, sin duda), contemplando las ruinas de la casa igualmente ordenadas en espiral, troceadas, inútiles, abandonada, en todo caso tan sólo vivas en mi memoria, como la anterior espiral verde que recién se encendía antes de dormirnos. Una espiral que conduce mi mirada al centro, a la boca estrecha del embudo, al agujero negro.

Entonces volví la cabeza y continué la visita.

Por fin, recuperado el rumbo y con los pies otra vez sobre la tierra, vuelvo a andar, como aquella vez, entre los restos apenas reconocibles del pasado, entre los que pronto podré subsanar las ausencias con lo que esté a mi alcance. A mi paso, emergen los intrusos esperados: telarañas, montículos de tierra que delataban decenas de hormigueros, trozos de cristal, de plástico y de madera, azulejos rotos, polvo y cascotes de ladrillo, cañerías que salían retorcidas de las paredes como tentáculos mutilados de vaya uno a saber qué seres que con el tiempo habrían muerto de angustia allí empotrados. Indudablemente, había vuelto a un sitio que se había convertido en extraño con el paso del tiempo (¡no se me ocurrió aún hasta qué punto!) En cualquier caso, un tanto despistado todavía, me vi impulsado por una ola de nostalgia que me volvió a alejar, aunque sólo en apariencia, lejos de allí, hasta la tarde en que mi padre nos sacó del cine, a mi hermano y a mí, antes del final de la película para decirnos que la casona en la que nos habíamos divertido hasta el último verano había sido visitada por la muerte.

Entraba en la cocina desde el pasillo que la separaba del comedor y desde la que se salía por el otro extremo al patio, cuando me vi otra vez con algo más de nueve años siguiendo esa película, creo que la segunda del programa doble habitual por esos tiempos, y escuché de repente a mi padre, que intentaba llamar notoriamente nuestra atención. Porque nuestro padre, sin importarle lo más mínimo, utilizaba un silbido único en el mundo para indicarnos que se encontraba cerca y que nos estaba buscando, que no nos veía y no podía venir directamente hasta nosotros, que teníamos que aparecer de inmediato para reunirnos con él; lo hacía incluso en medio de una multitud cuando nos perdía de vista, irrumpiendo donde fuese, induciéndonos bochorno, seguridad y sentido del deber a un tiempo.

Mi hermano y yo lo reconocimos enseguida y al girarnos hacia el sonido lo vimos recorriendo arriba y abajo el pasillo del cine, buscándonos ansioso. «Vamos», nos dijo, y dirigiéndose a mí, porque yo tenía ya casi diez años, añadió: «Tu bisabuelo ha muerto». Se había decretado el primer luto que yo conocería en la familia y lo último que me llevaría, hasta esta vez (¡esa vez!), a la casona, entonces todavía de mi tía Anita y mi tío José, el "de Anita", como lo llamábamos para distinguirlo de mi tío José "de Fanny", el otro tío mío de Rosario, padre de mis primos Nélida Carlota y Jaime, a cuya hospitalidad apelaría cuando, con veinticuatro años, camino de mi matrimonio, me detuve en Rosario debido a un hambre terrible y compartida con la chica que acabaría casándose conmigo; cuando pasé por delante de la casona, ya abandonada, y ni se me pasó por la cabeza entrar en ella.

Poco después viajaba yo en tren a Rosario (un viaje como un relámpago, como alguna de las tantas traslaciones instantáneas que me llevarían de un sitio a otro en la vida), con mi padre, mi abuela Rosa y Benjamín, hermano de mi madre, mientras esta se había quedado en casa con mi hermano Eduardo y el recién nacido Mario, para asistir al funeral y todo eso.

Eso fue lo que rememoré en aquel instante, mientras cruzaba la cocina y los fantasmas de la familia iban y venían.

Al salir al patio continué recordando los detalles: por ahí iba yo de pequeño montado en la perra collie de mi tío José, el "de Anita", claro. Lo hacía como si la perra fuese un caballo, dale que te pego al galope, rompiendo algunas de las plantas de grandes, de inmensas hojas, que llamábamos gomeros y que crecían en unos maceteros gigantes que se distribuían por el patio y que había que sortear a la carrera. Enormes los maceteros y las hojas como se fijaron en el estrato infantil de la memoria, latente aún como podía comprobar, y enorme la lengua del pobre animal que trataba en vano de no dejarme caer al suelo. En ese patio me emborraché con una copa de sidra, quizá con dos, una noche calurosa de Año Nuevo, e hice de Chaplin utilizando el bastón de mi bisabuelo, que se mostró algo disgustado pero que a fin de cuentas también se divirtió y acabó riéndose de mis bufonadas.

Allí jugábamos en calzoncillos, mi hermano y yo o, como lo atestigua una foto, los dos en compañía de mis primos, que venían a jugar con nosotros.

Y percibíamos el perfume de las tartas y del strudel que se enfriaban por la tarde sobre el alféizar de la ventana, cuando descuidaban mantenerlas más arriba, lejos de nuestros dedos y pellizcos, tartas que hacían por turnos mi abuela Rosa y mi tía Anita, a cuál más deliciosa, y que debían resistir enteras hasta la hora del té. Por el patio corríamos mi hermano y yo, y quizá mis primos, hasta el huerto, el huerto tras el que estaba el cobertizo de mi tío; del "de Anita", claro.

Busqué con la mirada el jardín y el huerto de entonces, un espacio ahora yermo, de tierra seca, de troncos escuálidos y ramas desnudas sin limones ni naranjas ni colores, incapaces ya de volver a dar aquellos frutos cuya vida truncábamos antes de tiempo para convertirlos en proyectiles de nuestras batallas. Ahora —comprobaba a la distancia—, ya no servían más que para la nostalgia y la pena. Pero al fondo y a la izquierda, aunque desde donde estaba no podía divisarlo aún con precisión, el cobertizo..

¿Estaría allí, de. de nuevo; en pie, lleno de todo lo que recordaba, con el techo todavía protegiéndolo de la lluvia y el sol?

La inquietud me paralizó un instante, pero enseguida, una fuerza como la de un imán, quizá la de los muchos imanes de diversos tamaños con los que yo había jugado allí de niño, tiró de mí hacia las incontables herramientas, clavos, tornillos y tuercas que fui inmediatamente recordando y que seguían allí, amontonadas como en el pasado, borrando todo vestigio del cobertizo imaginario arrasado por el vendaval del tiempo. Allí había varias hachas de múltiples formas y tamaños, madejas grandes y pequeñas de alambre en toda la variedad imaginable de diámetros, neumáticos, enseres de jardinería o de labranza, dos, tres o más yunques, dos, tres o más sierras, alguna vieja rueda de rayos de madera apoyada en la pared, tal vez la rueda de un aún más viejo carro ya en aquel tiempo desaparecido, creo que usado para repartir la leche, y cajas y cajas y cajas de tornillos, alcayatas, clavos, todos los del mundo, tiesos y doblados, despuntados y descabezados, limpios, oxidados y sucios, cilindricos y cónicos... Estaba al final del invadido y casi sepultado camino de piedras que atravesaba el huerto y que permitía sortear los limoneros y naranjos y alcanzar al cobertizo y no me lo podía creer. ¿Se trataba de un espejismo, de una alucinación que nacía de mis expectativas? Ahí estaba, como lo debí dejar la última vez que había jugado en aquel lugar de niño.

¡Ay, qué terrible es sentir otra vez esos vacíos!, me dije regresando por un instante a mi sillón, casi a punto de dar marcha atrás y resignarme antes de que volviera a cometer un fallo. Pero continué, dándome ánimo, y, personificándome en mi mismo, me vi haciendo lo que con seguridad debí hacer, lo hiciese o no, de niño. En el mismo sitio, en aquel lugar mágico en el que había estado. Aunque tuve que hacer un esfuerzo, reconociendo que el año de reclusión había tenido consecuencias, para recordar lo que hacía exactamente cuando visitaba el cobertizo, seguramente por lo que ya no veía por ninguna parte. Pero venía preparado, y, sin dudarlo de nuevo, decidí que me pondría de inmediato a enderezar —como si lo hubiese hecho una vez, y con la firme intención de no volver a olvidarlo— unos cuantos clavos hasta dejar la marca de sus cabezas en las baldosas de barro, al tiempo que daría los consabidos ayes de dolor cada vez que, al no dar en el clavo, me martilleara, como de costumbre, un dedo. Sí, esos "ay" que una vez habrían escapado de mi boca y que, igual que Ferdydurke (como hacía poco había leído) escuchara el grito de su tío, yo ya estaba escuchando tintinear en el aire... esos que, por lo visto, "todavía estaban aquí".

Envalentonado, volví a avanzar a través del maremagno de metal y madera, reconociendo uno a uno los objetos que continuaban allí, aquellos que no había tocado. Un instante permanecí indeciso ante el tablero de pinzas, alicates, llaves francesas e inglesas colgadas aún de sus ganchos y alcayatas, en perfecto orden (un orden que quise darle alguna vez en casa a mis propias herramientas sin lograr reproducirlo). Esos segundos fueron gloriosos, porque me proveyeron de una honda inspiración que llenó de aire fresco mis pulmones oxidados.

El tablero ya no me devolvía la perspectiva formidable del pasado, pero debía reconocer que se trataba del que entonces había sido. Sí, así seguía estando en mi memoria... Pensé en aquel momento (sé que puedo reproducir lo que pensé sin tergiversar nada, ya que, en todo caso, es lo único que pude haber pensado): "¡Cómo me gustaría verme en este mismo instante tal como me sentía de pequeño ante este panorama, pequeño en el centro de todo!" Sobre la mesa de trabajo permanecían ciertos útiles cuyos nombres y funciones nunca supe —por lo que seguía sin tener por qué saberlo—, pero cuyas formas. casi todas ellas, seguían vivas. A un costado, se mantenía. sí, ajustado aún al borde de la mesa, una morsa. Casi a punto de caer al suelo escapaban del marco una lima sin mango y el mango de. qué sino un., digamos: un martillo...

(¡Sí, un martillo debió ser...; uno de mis sacrilegios!, me dije volviendo por un instante a mi casa, al sillón, para regresar de inmediato a la casona, al cobertizo, satisfecho de haber repuesto uno de los estropicios..., en especial, por hacerlo antes de que se cometiera...).

Contra un poste, de los tres que sostenían el techo como si fuese un alero, y a media altura, se apilaban siete u ocho herraduras oxidadas que colgaban de un grueso y largo clavo. Eran las mismas que no podía alcanzar de niño sin subirme a un cajón o a un banco. Con la misma cantidad de herrumbre. Pensé: mi tío coleccionaba esas cosas; sin duda, porque yo nunca había llegado a ver allí el caballo con el que tal vez saliera él a repartir la leche, lo que pudo suceder antes, en un tiempo en el que yo aún no había nacido. Pudo ser así... aunque también de otro modo. Y no recuerdo haberlo podido averiguar jamás (lo que ni está en mi mano reparar ni... debo). Es obvio que en aquellos tiempos esos detalles no me importaban demasiado; los orígenes, los motivos. Quizá porque sentía que todo aquello estaba allí tan sólo para que yo me divirtiera: una pantagruélica caja llena de juguetes. Ahora, en cambio, la idea me había venido a la mente desde algún sitio recóndito donde fuera sepultada tras escucharla de pasada. Sí, pudo ser así, y en realidad seguía sin resultarme importante. Al pie del poste descansaba algo... digamos, porque bien pudo serlo... un. una..., pues definitivamente me inclino por un hacha. Extendí, pues, la mano y la tomé con la seguridad propia de cualquier adulto (¡ése fue mi primer atentado!), y en ese instante volvió a resonar la voz argentina de mi tía: «¡No jugués con esas cosas que podés hacerte daño!» ¡De esas palabras estoy más que seguro, y tuve que recordarlas en aquel instante! Así como los reproches, en yiddish, que en aquellos tiempos ella le hacía luego y reiteradamente a mi tío, como buena mame sustituta, como madre del marido: «¡Todo esto tendrías que tenerlo lejos del alcance de los chicos; bien alto para que no les pase nada!»

¡Bien alto!, me repetí un par de veces: habría sido una pena. Pero había pasado el tiempo y ya no estaba ahora tan seguro de que mi tía estuviese equivocada, porque un... eso, un hacha justamente, es algo peligroso en manos infantiles, y más ésa, tan... pesada. Pero, con todo, el niño que aún estaba en mí se alegró al recordar que mi tío siguió dejando todo al alcance de mis manos traviesas. En ese instante me asaltó una vez más la extrañeza, como el repicar de una alarma a la que, no obstante, no haría caso. ¿Cómo pudo permanecer inmutable el cobertizo mientras el resto de la casa se venía abajo? Ni siquiera los bichos habían avanzado lo previsible en esa zona. Tuve incluso la increíble certeza de que sus nidos, sus telas, sus caminos subterráneos, seguían siendo los de aquellos tiempos. De todos modos, el carácter absurdo e inexplicable del fenómeno perdió en seguida relevancia y mientras sostenía... lo que pude haber descolgado, olvidé, por así decirlo, cualquier nuevo intento de explicarme los hechos y de formularme nuevas preguntas, y me sentí animado a fundirme todavía más con el entorno y con ese tiempo querido que, fuera por lo que fuese, continuaba allí, a mi disposición, todavía al alcance de mis manos traviesas. ¡Sí, así fue de terrible! Dejé en el suelo, contra el poste de donde la había bajado, el hacha, el hacha sí, no debo darle más vueltas, y me dirigí hacia los estantes donde los clavos me seguían esperando, como siempre. Y tomando unas cajas me puse a revolver dentro de una y de otra y de otra, pinchándome varias veces las yemas de los dedos... en silencio (como debió ser dado que, esta vez, no consigo escucharme soltar un alarido). Procurando que todo se hiciera como debí hacer en mi visita del año anterior, es decir, preparándome para repetir mis viejos juegos con cajas y clavos seguramente similares. Luego desparramé unos cuantos de ellos por el suelo, descubriendo que los había doblados y hasta retorcidos de muy extrañas maneras (¡sigo viendo aún aquellos que no llegue por lo visto a tocar, y sigo tentado de volver a cometer la trágica torpeza de la vez anterior, la de representar en la realidad mis viejas obsesiones, pretendiendo ser pese a todo fidedigno).

Voy a enderezarlos, me dije, respondiendo a la indiscutible tentación.

Y volví a la mesa en busca del martillo. ¡Ahí, sí, ahí, fue cuando se produjo mi primer sobresalto! ¿No era a su lado donde había desparramado los... clavos... y dejado... las cajas? ¿Dónde estaban ahora? Miré al suelo y allí tampoco había nada.

Si me encontrase en otro lugar, no en ese laberinto que era el cobertizo, lo habría asegurado. Pero había pasado tanto tiempo, había allí tantos rincones parecidos, tantos recovecos. Pude incluso haberlo empujado con el pie, pude hacerlo todo en otro sitio. Por eso realicé una búsqueda metódica, aunque al final tuve que admitir que esos objetos habían desaparecido. Pude, por qué no, preguntarme en ese instante si la escena que recordaba haber vivido hacía un momento, de remover dentro de las cajas y de retirar un puñado de clavos, había sido ficticia, puramente imaginaria, si había sido sólo una intención, aunque tan fuerte como para hacerme sentir y creer que lo había hecho sin que en realidad sucediera (¿o esto lo supongo ahora?). Tomé entonces (¿qué otra cosa si no?) otra caja de clavos de la estantería (donde tampoco estaban las tres cajas que doy por hecho haber visto allí, colocado en la mesa y haber rebuscado antes en ellas) y, lógicamente, revolví en su interior con los dedos, volviéndome a pinchar con las puntas, como... muchas otras veces. Hice esto procurando grabarme en la cabeza lo que sucedía, en ese lugar y en este preciso tiempo, con todos esos detalles, con toda mi fuerza, para que volviera eso a borrarse o a desaparecer... como debí suponer que había pasado un rato antes, porque cabía pensar que en aquel momento lo había imaginado.

En el montón hallé (¡claro que sí!) un clavo doblado, digamos, estrafalariamente retorcido, cuya forma compleja y única también traté de fijar en la memoria (¡era ciertamente un bonito recuerdo que me remontaba a muchas de mis incursiones por el cobertizo!). Dejé la caja a un lado y tomando ese clavo y el martillo me agaché, como habría hecho cincuenta años atrás, para comenzar a golpearlo mientras lo giraba, poco a poco, a uno y otro lado, con el fin de enderezarlo. Igual que entonces pude hacer con otros clavos similares, fui dejando nuevas marcas de la cabeza y de la punta en las baldosas del suelo. Y, como entonces, me martilleé alguna que otra vez los dedos, reproduciendo los ayes infantiles (que vuelvo a oír, lo que confirma y restablece todo). Como entonces, y como acostumbro al terminar alguna cosa, respiré hondo al ver la tarea concluida, al verlo prácticamente recto -apenas con leves ondulaciones-; lo suficientemente recto como para que pudiera resultar otra vez útil. Podría ahora, por ejemplo, unir con él dos trozos de madera, una vieja idea que volvió a capturarme. Pero esta vez preferí, movido por una súbita aprensión, llevar conmigo el clavo y el martillo hasta la mesa —además, el estado de mis articulaciones había dejado de ser el que permite trabajar mucho tiempo en cuclillas—. Y allí los encontré, sí, dos bloques bien cortados que podrían haber servido como cuñas o ser tan sólo sobrantes; en el cobertizo siempre hubo de todo y mucho. Emocionado, coloqué las piezas una sobre la otra y en el centro puse el clavo de punta, luego martilleé hasta atravesarlas, inclusive hasta penetrar la mesa. Otra vez, como otras, no había elegido el tamaño con exactitud, pero al menos no se me había torcido ni la punta se salió por un costado. Desprendí el conjunto, lo puse del revés y golpeé lo que sobresalía hasta doblar el diente sobre la madera y hundirlo en ella de lado. Debí ser tan poco cuidadoso y delicado como de pequeño, pero sonreí satisfecho: el trabajo estaba concluido y mostraba una cierta simetría. Ahora, el hacha. Dejé todo sobre la mesa y empujado por la ansiedad infantil que me embargaba, sin duda embriagado de precipitado triunfalismo, salí corriendo a buscarla. Estaba seguro de haberla dejado contra el poste, al pie del que la había descolgado. Contra el del medio. Pero no estaba. ¿Qué había sucedido? ¿Qué estaba sucediendo? Miré por las dudas junto al primero, junto al tercero, en las proximidades, luego un poco más lejos, encima de las ruedas, en el hueco oscuro que dejaban otras, entre los alambres, en la huerta, en el techo... El fenómeno increíble se había vuelto a producir. Regresé volando a la mesa, presuponiendo lo que me esperaba, sólo para confirmarlo: en efecto, las dos piezas unidas por el clavo ya no estaban allí, tampoco el martillo, tampoco la hendidura que la punta había producido -estaba seguro- en la mesa. Me puse entonces de rodillas y examiné de cerca el suelo donde había martillado el clavo retorcido para enderezarlo: la loseta no estaba mellada, al menos no en ese sitio. Había cerca otras huellas, pero no de los golpes recientes sino de los de hacía muchos años, todas estas cubiertas por un relleno seco de polvo. Volví a la mesa y alcé la vista hacia los estantes. Las cajas que quedaban eran las que yo no había tocado, las demás... Ahora tenía la certeza de que las tres primeras también se habían esfumado, que aquello no había sido una ilusión, y que todo pasaba por la misma causa, una causa incomprensible. Asustado, sí, muy asustado, retrocedí con el mayor sigilo hasta alcanzar el huerto, aunque sinceramente no sé si tropecé con algo, si quebré alguna rama de naranjo o limonero, si desprendí una hoja que antes no había creído ver o un fruto de reluciente color que aún se conservaba al sol de aquellos años lejanos (¡ay, en mi atolondramiento... no pude precisar si ya habían desaparecido antes o en aquella ocasión..., pero, en cualquier caso, por las dudas, los supongo...!). Fuese como fuese, todo quedó atrás en un instante, porque no dejé de correr despavorido, sin volverme, directo hacia la salida. No obstante, en la carrera debí apreciar los huecos de varias baldosas del patio y que alguna que otra puerta o uno u otro picaporte no estaban en sus sitios... Como es obvio, no recordaba haber visto ni esas ausencias y esos estropicios ni lo que se pudo haber desvanecido... pero sí me constaba haber pasado por ahí, y por eso me decidí a incluirlos. Ante mí sólo quedaba el hueco de la entrada, ¡y eso imponía la lógica de una puerta, que yo tuve que abrir y empujar para entrar! Pero ya no podía detenerme, ni fui capaz entonces de pensar, de modo que crucé el umbral como una exhalación, deseando salir cuanto antes de la casa para no volver...

Han pasado algunos años desde entonces. En este tiempo viajé a muchos sitios, en especial a los más desdibujados. ¿Por qué no, ahora que sé cómo salir del paso en el extremo; ahora que sé que una mentira puede muy bien ocupar el lugar de lo olvidado? Y varias veces más a la casona abandonada, porque me encantaba repetir la vivencia que me estremeció una vez: sentir que el lugar seguía siendo más extraño que conocido a causa del tiempo, que el cobertizo continuaba relativamente intacto y que en él volvían a desaparecer, sucesivamente, en un orden y bajo unos nombres precisos, un hacha, cuatro cajas de clavos, dos piezas de madera unidas entre sí por uno de ellos (bastante recto, lo puedo recordar), el martillo y las pequeñas hendiduras que provoqué en el suelo cuyo número y profundidad... ¡vaya, no comprendo por qué no me preocupé por definirlo; ni cómo recién ahora me doy cuenta del descuido, estando aquí sentado, a mi regreso!

¿Pudo deberse al olvidar planificarlo antes de partir, como evité que sucediera con los demás detalles? ¡Bah; a qué preocuparse cuando se tiene ya la solución! Lo dejaré para el próximo viaje, en cuanto vuelva a recordarlo. Cuando lo haga, aprovecharé para incluir esa cifra. Sólo tendré que escoger cuál será.

 

narrativa de Carlos Suchowolski

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 91, Article 31 año 2020

Providence College’s Digital Commons email: DigitalCommons@Providence

Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=3008&context=inti

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Carlos Suchowolski

Ir a página inicio

Ir a índice de autores