Estación Miguel Ángel de Quevedo

Peregrina amurallada
Mariluz Suárez Herrera

Irás a la Villa Encantada de virreyes y emperadores, a esa poderosa población de privilegio. Después de intentos aislados como ya lo has hecho, pretendes corregir el penoso rumbo de tu destino. Aquí es precisamente donde se decide de modo sistemático la suerte de ricos y pobres en continua danza sagrada. Te encontrarás rodeada de millones de habitantes que  nunca sabrán de tu llegada.

También tú te preguntarás dónde está el tesoro escondido, las acequias, los lagos y el aire puro. Con los brazos abiertos, plenos de grandeza y miseria, te recibirá la gris capital de la salud perdida. Conocerás a una juventud impetuosa que, como tú, buscará trabajo, y con actitud de sacrificio y deshonra competirá a tu lado por un trozo de pan.

No sabrás que hacer, te sentirás atemorizada; todas las largas tardes, a la misma hora, con el estómago vacío, pensarás que no tiene caso seguir viviendo. Tratarás de dormir entre el estruendo de camiones y cláxones que buscan el difícil paso al día siguiente.

Dieciocho años a lo sumo, tu cuerpo delgado, tus senos aún de niña, casi no pueden distinguirse. Cubierta con un trozo de tela que cae desde tus hombros y que seguramente en algún momento llevó el orgullosos nombre de rebozo. Tu vestido de color discreto, con manga y sin escote que no llega encima de la rodilla.

Esta ciudad que has elegido, se despierta cada mañana, de manera diferente de tu pueblo, en donde un apacible sosiego levanta a campesinos y tenderos. Aquí, gente llegada de diferentes lugares, vaciada por toneladas de trenes, aviones y autobuses, surge desenfrenada por todos lados. Habrá necesitados, hambrientos y afligidos, como también los que vienen a lavar los errores vividos y los seres exitosos.

Te encontrarás rodeada del run run continuo de la ciudad, cuyo sonido se encuentra al máximo, como el de una película con el volumen a más no poder, murmullo ensordecedor. Apenas puestos los pies, muy cerca de los aparadores ausentes de vidrios que muestran sus persianas y en los que se adivinan las sombras de la gente que camina bajo el sol, por las aceras.

Las multitudes son siempre impresionantes, sus sombras se estiran y encogen dentro de las mencionadas persianas, sus voces aumentan el ruido, gritos en un idioma que no entenderás, lenguaje extrañamente incomprensible. El día avanza con velocidad, su paso marcado por el número de voces y el número de peatones vaticina su inaplazable fin.

Al atardecer, la luz se esconde entre las llantas de los autos, poco a poco tu cansada vista se habitúa a la sombría perspectiva de esta selva, que nunca estará quieta. Se acerca la noche.

Habrá días en que tiembles, ante la furiosa caída de la lluvia que parecerá atravesar el pavimento, los rayos sacudirán la tierra y caerá el agua a raudales. Una vez amainada la tormenta, cesarán los truenos, las nubes tomarán otro camino. Escucharás su cadencioso murmullo al abrirse paso, buscando la tenebrosa puerta al centro de la tierra.

Me gustaría poder decirte que actúes con audacia, sin titubear, sin apocarte, sin bajar la vista, sin angustia. Que no importa que hayas huido de tu casa, escondida entre los puercos en un camión carguero, sin comida, con los pies acalambrados por la incomodidad.

Recordaré tu cara, nunca sabré tu nombre, las plantas muertas de calor, la mirada acusadora de la gente de tu pueblo, los ojos de la deshonra. Desde este momento sólo sentirás tristeza. Sabes que la tristeza es tu único bien, la única señal de esperanza en el desierto de tu vida.

El movimiento de la calle gira en todos sentidos, lento y agitado; es la imagen de la prosperidad, no parece dirigirse a ningún sitio, no tiene intenciones de llegar a una meta, nunca estático, nunca en la soledad. Los ciudadanos comunes pensarán que no existes, se dirán a sí mismos no haberte visto, no haberte nunca visto. Pero yo sé que sí existes, yo que he espiado tus movimientos, he visto cómo te detienes cuando yo paso. He tratado de desenmascarar la incógnita que representas para mí.

Observo tus rasgos de mujer joven, de mirada extraviada que hace un  gran contraste con todas nosotras, mujeres conductoras que pasamos indiferentes ante ti y que representamos ese mundo al cual no has tenido acceso.

Me pregunto si esto que nosotras llamamos auto dejará de ser para ti la ráfaga de aire que mueve tus faldas, que moja tus piernas o que quema tus manos cuando intentas aproximarte. Admiro tu frente ancha, tu cabello oscuro y tus manos grandes y toscas con las que seguramente acomodarás al niño que irá pegado a ti, adherido a tu espalda. También te he visto volver la cara y he encontrado tu melancólica mirada.

Dudo que alguien pueda imaginar historias en las que seas protagonista. ¿Se sabrá si eres un ser virtuoso? Tal vez los seres como tú no tienen historia. Me gustaría que el dolor no apareciera en tu rostro, deseo que llegue alguien al rescate de tu alma atormentada.

Una vez más tus labios se agrietan, y repites en perfecta disciplina el pacto hecho con tu protector, bajo el deseo del que ha robado tu libertad e incrédula, con helada vehemencia aceptas una nueva moneda.

Mariluz Suárez Herrera 
De "Una mañana cualquiera" 
Ediciones Luna de Papel, Monterrey, N. L. México 2006

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