Enrique III y su corte
De Alejandro Dumas (padre)
Traducción francés -español:
Mariluz Suárez Herrera

A la memoria de Hugo Argüelles

A Mme. Thérèse Foucaud por su tiempo y paciencia
Para Mariluz
Rafael
y Saúl

Este libro es el resultado de una iniciativa del maestro Hugo Argüelles, quien me comentó su inquietud porque algunas obras de teatro de Alejandro Dumas (padre) se tradujeran al español para el lector mexicano. De las 123 obras de teatro escritas por Alejandro Dumas Enrique III y su corte nace de una anécdota que Dumas leyó en El espíritu de la Liga de Anquetil, donde se narraba que Saint-Mégrin, aunque favorito del rey –por lo tanto enemigo del duque de Guisa– amaba a la duquesa; se dice que ella también lo amaba. Un día el duque le da a elegir a su mujer entre morir envenenada o apuñalada. Catherine elige el veneno; después de beberlo, espera la muerte entre plegarias. El duque le confiesa una hora más tarde que sólo ha bebido consomé. Dos meses después, terminada la obra, el 17 de septiembre de 1828 es aprobada por el comité de lectura de la Comedia Francesa.

Se presentó por primera vez el 10 de febrero de 1829, representándose 43 veces en ese mismo año. La curiosidad del público hizo que se agotaran los boletos ocho días antes del estreno. Esta historia que sucede en 1578, en un corto lapso, es creada, estrenada y publicada. Es la primera obra que lleva al calce la firma de Dumas. Una de las razones por las que utilizaba seudónimos fue para evitar ser perseguido por sus acreedores.

Aunque cultivó otros géneros es a través del teatro que Dumas entra en el mundo de las letras. Su obra es de vital importancia pues incorpora características que hasta ese momento no se habían utilizado de manera regular en el teatro, como son: copia para el apuntador, correcciones y recortes hechos por el mismo autor, notas para la dirección en un texto impreso y el hecho de que en 1829 se publicaran también las acotaciones generales para la puesta en escena. Incluyó también las indicaciones para el decorado, la ropa, los accesorios y el lujo de los detalles para otorgarle color histórico a su obra.

Todos hemos oído hablar de Dumas, pocos estamos conscientes de la importancia de su talento. El gran éxito de este prolífico escritor, en ese momento con apenas 26 años, suscitó envidias y calumnias al día siguiente del estreno. Dumas no era conocido, tampoco se le consideraba un teórico del teatro como Hugo y Vigny; es decir, que su trabajo fue totalmente intuitivo. Enrique III y su corte reflejó el estado de ánimo de toda una generación que, después de la caída de Napoleón, sólo le quedó soñar con los actos heroicos. Se le considera "drama histórico" porque los diálogos y la emoción transmiten una intriga novelesca y política. Marca la transición entre el "teatro histórico" y el "teatro romántico".

El caso de La Torre de Nesle, escrita en 1832, que narra una historia en el año 1314, es considerada una obra de arte del melodrama. Para este momento ya Dumas había establecido su sitio como creador y dramaturgo. Esta pieza concentra diversos elementos: es un drama francés, popular; tiene escenas violentas, detalles cotidianos e intrigas políticas. Desde la primera hasta la última escena atrapa nuestra curiosidad. La obra es prohibida por la censura después de su estreno. Esta historia consolida el sentido innato de la intriga. Dumas incorpora elementos de la literatura fantástica en su teatro pues incluye personajes que se transforman en fantasmas o espectros. En La Torre de Nesle un ejemplo sería Philppe Daulney, quien para el espectador está presente y ausente en determinados momentos de la historia. Otro ejemplo de construcción de personajes, sería la fuerte personalidad de una reina Margarita cruel y viciosa que queda grabada para siempre en el lector o espectador.

Existe una gran diferencia entre estas dos obras de teatro: paradójicamente, esa diferencia se rompe al compartir las siguientes características: ambas obras tienen un fondo histórico, los héroes son nacidos de la imaginación del autor y hay una defensa de la mujer adúltera. En consecuencia, son obras de fuerte originalidad, que ameritan largamente ser atendidas por nuestros lectores.

Mariluz Suárez Herrera

Personajes

Enrique III - Rey de Francia

Catalina De Médicis - Reina madre

Henri de Lorraine - Duque de Guisa

Catalina de Clèves - Duquesa de Guisa

Paul Estuert - Conde de Saint-Mégrin, favorito del rey

Nogaret de la Valette - Barón D’Épernon, favorito del rey

Anne d’Arques - Vizconde de Joyeuse, favorito del rey

Saint-Luc

Bussy D’Amboise - favorito del Duque d’Anjou

Balzac D’Entragues también llamado Antraguet

Cosme Ruggieri - astrólogo

Saint-Paul - ayuda de campo del Duque de Guisa

Arthur - paje de madame La Duquesa de Guisa

Brigard tendero

Bussy-Leclerc - procurador

La Chapelle-Marteau - Encargado de las cuentas

Crucé

Du Halde

George - sirviente de Saint-Mégrin

Madame De Cossé - dama de La Duquesa de Guisa

Marie - dama de La Duquesa de Guisa

Cuatro pajes del duque de guisa

Tres pajes de los tres favoritos del rey

Ocho señores de la corte

Cuatro ujieres

Dos guardias suizos

Dos alabarderos

Domingo y lunes 20 y 21 de julio de 1578

PRIMER ACTO

Una gran cámara de trabajo en casa de Cosme Ruggieri; algunos instrumentos de física y de química; una ventana entreabierta al fondo del departamento, con un telescopio.

ESCENA I

Ruggieri; después Catalina de Médicis

Ruggieri: (Descansado sobre su codo con un libro de astrología abierto enfrente; hace mediciones con un compás; a la derecha, una lámpara sobre una mesa alumbra la escena) ¡Sí! Este conjuro me parece más poderoso y más certero. (Mira el reloj de arena) Pronto serán las nueve. ¡Quiero que ya sea media noche para hacer la prueba! ¿Tendré éxito al fin? ¿Podré evocar a uno de esos genios que el hombre, se dice, puede obligar a obedecer, aunque sean más poderosos que él? ¡Pero si la cadena de seres creados se acabara con el hombre! (Catalina de Médicis entra por una puerta secreta; se quita su media máscara negra, mientras que Ruggieri abre otro volumen, parece comparar y grita) ¡Dudas por todos lados!.

Catalina: Padre. (Lo toca) ¡Padre!

Ruggieri: ¿Quién? ¡Ah! ¡Su Majestad! ¡Cómo, tan tarde, a las nueve de la noche, usted corre riesgo por esta desierta y tan peligrosa calle de Grenelle!

Catalina: No vengo del Louvre, padre; vengo del Hôtel de Soissons, que comunica con su retiro por este pasadizo secreto.

Ruggieri: No me esperaba el honor.

Catalina: Ruggieri, perdone si interrumpo sus doctos trabajos; en cualquier otra circunstancia, le hubiese pedido permiso para participar de ellos. Pero esta noche…

Ruggieri: ¿Alguna desgracia?

Catalina: No; todas las desgracias están aún por venir. Usted mismo ha hecho el horóscopo de este mes de julio, y el resultado de sus cálculos ha sido que ninguna verdadera desgracia nos amenazaba, ni a nosotros, ni a nuestro augusto hijo, durante su período. Hoy estamos a 20 y nada ha desmentido su predicción. Con la ayuda de Dios, se cumplirá por completo.

Ruggieri: ¿Es entonces un nuevo horóscopo el que usted quiere, hija mía? Si quiere usted subir conmigo a la torre, sus conocimientos astronómicos son suficientemente grandes para que usted pueda seguir y comprender mis operaciones. Las constelaciones están luminosas.

Catalina: No, Ruggieri; es en la tierra donde ahora se fija mi mirada. Alrededor del sol de la realeza se mueven también astros luminosos y funestos; son esos los que con su ayuda, padre, quiero conjurar.

Ruggieri: Ordene, hija mía; estoy listo para obedecerle.

Catalina: Sí, usted me tiene gran dedicación. Pero también mi protección, aunque todos lo ignoran, no le es inútil. Su reputación le ha ocasionado muchos enemigos, padre.

Ruggieri: Lo sé.

Catalina: La Mole, al morir, ha jurado que las figuras de cera parecidas al rey, que se encontraron en el altar, perforadas por una puñalada en el corazón, fueron proporcionadas por usted; y probablemente los mismos jueces que lo condenaron encontrarían, bajo las cenizas aún calientes de su hoguera, fuego suficiente para encender la de Cosme Ruggieri.

Ruggieri: (Temeroso) Lo sé. lo sé.

Catalina: No lo olvide. Siga siéndome fiel y, mientras el cielo conceda la existencia y el poder a Catalina de Médicis, no tema nada. Entonces ayúdela a conservar ambos.

Ruggieri: ¿Qué puedo hacer por Su Majestad?

Catalina: Primero, padre, ¿firmó usted a favor de la Liga, como se lo pedí por escrito?

Ruggieri: Sí, hija mía; la primera reunión de los de la Liga tuvo lugar aquí; pues ninguno de ellos sospecha la alta protección con la que Su Majestad me honra. Vea usted que le he comprendido y que he ido más allá de sus órdenes.

Catalina: ¿Comprendió usted también que el eco de sus palabras debía quedar en mis aposentos, y no en los del rey?

Ruggieri: Sí, sí…

Catalina: Ahora, padre, escuche. Su profundo retiro, sus trabajos científicos, le dejan poco tiempo para seguir las intrigas de la corte. Y, además, sus ojos, habituados a leer en un cielo puro, mal penetrarían la espesa y engañosa atmósfera que lo rodea.

Ruggieri: ¡Perdón, hija mía! El ruido del mundo llega a veces hasta aquí: sé que el rey de Navarra y el duque de Anjou han huido de la corte y se han retirado, uno a su reino y el otro a su gobierno.

Catalina: Que se queden allí; me inquietan menos en provincia que en París. El carácter franco del Bearnés, el carácter indeciso del duque de Anjou, no representan para nosotros grandes peligros; nuestros enemigos están más cerca de nosotros. Usted ha escuchado hablar del sangriento duelo que se llevó a cabo el pasado 27 de abril, cerca de la puerta de San Antonio, entre seis jóvenes de la corte; de los cuatro que mataron, tres eran favoritos del rey.

Ruggieri: Conocí su dolor; vi las magníficas tumbas que hizo erigir para Quélus, Schomberg y Maugiron; pues les tenía gran amistad. Había prometido, se asegura, cien mil libras a los cirujanos, en caso de que Quélus escapara de la muerte. Pero ¿qué podía la ciencia de la tierra contra las diecinueve heridas que recibió? Antraguet, su asesino, al menos fue castigado con el exilio.

Catalina: Sí, padre. Pero este dolor se calma mucho más rápido, ya que mucho se exageró y Quélus, Schomberg y Maugiron fueron remplazados por D’Épernon, Joyeuse y Saint-Mégrin. Antraguet reaparecerá mañana en la corte: el duque de Guisa lo exige, y Enrique no puede negar nada a su primo de Guisa. Saint-Mégrin y él son mis enemigos. Ese joven gentilhombre bordelés me inquieta. Más instruido, menos frívolo sobre todo que Joyeuse y D’Épernon, ha logrado en el espíritu de Enrique un ascendente que me asusta. ¡Lo haría rey!, padre.

Ruggieri: ¿Y el duque de Guisa?

Catalina: Lo haría monje, él... No quiero ni lo uno ni lo otro. Necesito de alguien un poco mayor que un niño, un poco menor que un hombre. ¿Hubiese yo entonces envilecido y degradado su corazón a fuerza de voluptuosidades, apagada su razón por prácticas supersticiosas, para que otro que no fuese yo, se adueñara de su espíritu para dirigirlo a su gusto? No; le di un carácter artificial para que ese carácter me perteneciese. Todos los cálculos de mi política, todos los recursos de mi imaginación a eso se han encauzado. Tenía que quedar como regente de Francia, aunque Francia tuviera un rey, era necesario poder decir un día: "Enrique III ha reinado bajo Catalina De Médicis". Hasta ahora he tenido éxito en eso. ¡Pero esos dos hombres!

Ruggieri: Bien, René, su mayordomo, ¿no podría preparar para ellos, manzanas de olor como aquellas que usted envió a Jeane d’Albret, dos horas antes de su muerte?

Catalina: No. Los necesito: ellos mantienen en el alma del rey esa irresolución que me da fuerza. Sólo con lanzar otras pasiones a través de sus proyectos políticos, para distraerlos un instante; entonces me hago presente entre ellos; llego frente al rey, al que habría aislado por su debilidad, y reaseguro mi poder. He encontrado un medio. El joven Saint-Mégrin está enamorado de la Duquesa de Guisa.

Ruggieri: ¿Y ella?

Catalina: También lo ama, pero todavía sin confesárselo a sí misma, tal vez ella es esclava de su reputación de virtuosa. Están en el punto en que bastaría una ocasión, un encuentro, un tête a tête, para que la intriga se anude; ella misma teme su debilidad, pues ella le huye. Hoy se verán, padre, se verán a solas. Ruggieri: ¿Dónde se verán?

Catalina: Aquí. Ayer, en el círculo, escuché a Joyeuse y D’Épernon idear, con Saint-Mégrin, venir a hacerse leer sus horóscopos por usted. Dígale a los dos primeros lo que le parezca sobre su porvenir, que el rey quiere llevarlos a la cumbre, puesto que él cuenta con hacerlos cuñados. Pero encuentre usted la manera de alejar a esos dos locos jóvenes. Quédese sólo con Saint-Mégrin; arránquele la confesión de su amor; exalte su pasión; dígale que es amado y que, gracias a su arte, usted podrá servirlo; ofrézcale un tête-a-tête. (Muestra una alcoba escondida entre las paredes de madera) La Duquesa de Guisa ya está allí, en ese despacho tan bien escondido entre la madera, que usted hizo construir para que yo pudiera ver y escuchar si fuese necesario, sin ser vista. ¡Por Nuestra Señora! Bien que nos ha sido útil, a mí para mis experiencias políticas, y a usted para sus mágicas operaciones.

Ruggieri: ¿Y cómo la convenció usted para que viniera?

Catalina: (Abriendo la puerta del pasaje secreto) ¿Piensa usted que le pedí su consentimiento?

Ruggieri: Entonces ¿usted la hizo entrar por la puerta que da al pasadizo secreto?

Catalina: Sin duda.

Ruggieri: ¿Pensó usted en los peligros a los cuales expuso usted a Catherine de Clèves? ¡Su ahijada! El amor de Saint-Mégrin, los celos del duque de Guisa.

Catalina: Es exactamente ese amor y esos celos lo que necesito. El señor de Guisa iría muy lejos, si no lo detenemos. Démosle una ocupación. Además, usted conoce mi máxima:

Hay que todo intentar y hacer,

para al enemigo deshacer.

Ruggieri: Así, hija mía, usted está de acuerdo con descubrirle el secreto de esta alcoba.

Catalina: Ella duerme. La invité a tomar conmigo una taza de este licor que se saca de las habas árabes que usted consiguió en sus viajes, y allí mezclé unas gotas del narcótico que a usted para eso pedí.

Ruggieri: Su sueño ha de ser profundo; pues la virtud de este licor es suprema.

Catalina: Sí. ¿Podrá usted sacarla de ese sueño a su voluntad?

Ruggieri: Al instante, si usted lo desea.

Catalina: ¡No lo haga!

Ruggieri: Creí haberle dicho que al despertar todas sus ideas estarían confusas por un momento y que su memoria no regresaría sino en la medida en que los objetos se presenten ante sus ojos.

Catalina: Sí. ¡Así es mejor! Estará en menor posibilidad de darse cuenta de su magia. En cuanto a Saint-Mégrin, es, como todos esos jóvenes, supersticioso y crédulo: ama y creerá. Además, usted no le va a dar tiempo para reconocerse. ¿Tiene usted algún medio de abrir esta alcoba, sin dejar este cuarto?

Ruggieri: Sólo hay que apoyarse en el resorte escondido dentro de los adornos de este espejo mágico. (Se apoya en el resorte y la puerta de la alcoba se levanta a la mitad)

Catalina: Su destreza hará el resto, padre, y yo confío en usted. ¿Qué hora tiene?

Ruggieri: No puedo decírselo. La presencia de Su Majestad me ha hecho olvidarme de cambiar el reloj de arena, habrá que preguntar a alguien.

Catalina: Es inútil; no deben de tardar; eso es lo importante. Mandaré pedir un reloj de Italia, padre; lo haré traer para usted. O más bien escriba usted mismo a Florencia y pídalo, cueste lo que cueste.

Ruggieri: Su majestad cumple todos mis deseos. Desde hace tiempo, yo hubiese comprado uno, si el precio exorbitante que hay que pagar...

Catalina: ¿Por qué no se dirigió a mí, padre? ¡Por Nuestra Señora! Faltaba más para que yo dejara de dar dinero a un sabio como usted. No. Venga mañana, ya sea al Louvre, o a nuestro Hotel de Soissons, y un bono de nuestra real mano, del superintendente de nuestras finanzas, le probará que nosotros, la reina, no somos ni olvidadizos, ni ingratos. ¡Qué Dios esté con usted, padre! (Se pone de nuevo la máscara y sale por la puerta secreta.)

ESCENA II

Ruggieri, La Duquesa de Guisa, dormida.

Ruggieri: Sí, te recordaré tu promesa. No es sino a precio de oro que puedo conseguir esos preciosos manuscritos que me son tan necesarios. (Escuchando) Tocan. Son ellos. (Cierra la puerta de la alcoba)

D’Épernon: (En off) ¡Hola! ¡Eh!

Ruggieri: Vamos, gentilhombres, vamos.

ESCENA III

Ruggieri, D’Épernon, Saint-Mégrin, Joyeuse

D’Épernon: (A Joyeuse quien entra apoyado en una larga cerbatana y en el

brazo de Saint-Mégrin) Vamos, vamos, ¡ánimo, Joyeuse! He aquí al fin a nuestro

brujo. ¡Viva Dios! Padre, hay que tener piernas de gamo y ojos de búho para

llegar hasta usted.

Ruggieri: El águila lleva su nido a la cima de los acantilados para poder

mirar más lejos.

Joyeuse: ( Se extiende sobre un sillón) Sí: pero al menos se ve claro para llegar

hasta allí.

Saint-Mégrin: Vamos, vamos, señores, es probable que el sabio Ruggieri no

contara con nuestra visita. Si no, hubiéramos encontrado mejor iluminada la

antecámara.

Ruggieri: Se equivoca, conde de Saint-Mégrin. Yo los esperaba.

D’Épernon: Entonces ¿tú le habías escrito?

Saint-Mégrin: No, lo juro por mi alma; no hablé a nadie de esto.

D’Épernon: (A Joyeuse) ¿Y tú?

Joyeuse: ¿Yo? Sabes que no escribo sino cuando no me queda otra.

Escribir me fatiga.

Ruggieri: Los esperaba, señores, y desde antes que llegaran ya los atendía.

Saint-Mégrin: En ese caso, sabes lo que aquí nos trajo.

Ruggieri: Sí. (D’Épernon y Saint-Mégrin se acercan a Ruggieri. Joyeuse

también se acerca, pero sin levantarse del sillón)

D’Épernon: Entonces todas tus brujerías son preparadas de antemano;

podemos interrogarte, y ¿nos responderás?

Ruggieri: Sí.

Joyeuse: Un momento, ¡Voto va! (Jalando a Ruggieri hacia él)Venga aquí, padre.

Se dice que usted tiene comercio con Satanás. Si fuera así, si este encuentro con

usted comprometería nuestra salud, espero que lo piense mucho antes de actuar,

antes de hacer daño a tres gentilhombres de las principales casas de Francia.

D’Épernon: Joyeuse tiene razón, y nosotros ¡somos muy buenos cristianos!

Ruggieri: No se preocupen, señores, yo soy tan buen cristiano como

ustedes.

D’Épernon: Ya que nos aseguras que tu brujería no tiene nada en común

con el infierno, entonces, veamos ¿qué necesitas, mi cabeza o mi mano?

Ruggieri: Ni la una, ni la otra; esas formalidades sirven para el vulgo;

pero, tú, jovencito, estás situado muy por encima de ello para que sea

dentro de un astro brillante, entre todos los astros que yo lea tu destino.

Nogaret de la Valette, Baron D’Épernon.

D’Épernon: ¡Cómo! ¿También a mí me conoces? De hecho no hay nada

sorprendente en ello. ¡Me he vuelto tan popular!

Ruggieri: (Retomando) Nogaret de la Valette, Barón D’Épernon, tu suerte de

ayer, no es nada, frente a lo que será tu suerte de mañana.

D’Épernon: ¡Viva Dios! Padre, ¿Y cómo llegaré más lejos? El rey

me llama hijo.

Ruggieri: Ese título, sólo su amistad te lo da, y la amistad de los reyes es

inconstante. Te llamará su hermano, y ¡los vínculos de sangre se lo

ordenarán!

D’Épernon: ¡Cómo! ¿Sabes del proyecto de matrimonio?

Ruggieri: ¡Es muy bella la princesa Christine! ¡Afortunado el que la llegue

a poseer!

D’Épernon: Pero ¿quien ha podido decírtelo?

Ruggieri: ¿No te dije ya jovencito que tu astro es más brillante que

todos los astros? Y ahora respecto a usted, Anne d’Arques, vizconde de

Joyeuse; para usted a quien el rey llama también hijo.

Joyeuse: Bien; Padre, ya que usted lee tan bien lo que dice el cielo,

usted podrá ver allí todo el deseo que tengo de permanecer en este excelente

sillón, si de todas maneras eso no perjudica mi horóscopo. O ¿no? Bien,

veamos, le escucho.

Ruggieri: Jovencito, alguna vez en tu ambicioso delirio, ¿soñaste que el

vizcondado de Joyeuse pudiese erigirse en ducado, que el título de Par de

Francia que se agregaría, te daría poder sobre todos los Pares de Francia, excepto

los príncipes de sangre real y aquellos de las casas gobernantes de Saboya,

Lorena y Cleves? Sí... Y bien, no has hecho sino presentir la mitad de tu

fortuna. ¡Salve al esposo de Marguerite de Vaudemont, hermana de la

reina! ¡Salve al gran almirante del reino de Francia!.

Joyeuse: (Se pone de pie con energía) Con la ayuda de Dios y de mi espada,

padre, allí llegaremos. (Le entrega su escarcela) Tenga, está muy mal

recompensada una predicción de tan altos vuelos; pero es todo lo que llevo

conmigo.

D’Épernon: ¡Por Dios! Me has hecho pensar en ello, y yo que me

olvidaba. (Registra dentro de su escarcela) Bien, unas bolas para cerbatana, eso

es todo. No pensé que hubiese perdido a la primera hora, hasta mi último

centavo. No sé a donde va a parar este maldito dinero; pero tiene que morir, no

hay que quedarse con él. ¡Qué muera! ¡Viva Dios! Saint-Mégrin, tú que eres

amigo de Ronsard, deberías encargarle su epitafio.

Saint-Mégrin: Está enterrado entre los bolsillos de esos bribones de la

liga. Creo que ya sólo podemos encontrar escudos ingleses y doblones de

España. Sin embargo, aún me quedan algunos, y, si quieres...

D’Épernon: (Riendo) No, no, guárdalos para comprar eléboro; pues debe usted

saber, padre, que desde hace tiempo, nuestro camarada Saint-Mégrin

está loco. Sólo que su locura no es alegre. Sin embargo, acaba de

darme una buena idea. Tengo que hacer que uno de la liga, pague mi

horóscopo. Veamos ¿quién cubrirá una letra mía? Ayúdame duque de Joyeuse.

Suena bien ese título ¿o no? Veamos busca.

Joyeuse: ¿Qué dices de nuestro maestro de cuentas, La Chapelle-Marteau?

D’Épernon: Insolvente. En ocho días habría gastado los tesoros de

Felipe II.

Saint-Mégrin: ¿ Y el pequeño Brigard?.

D’Épernon: ¡Bah! ¡Un ayudante de tendero! Ofrecería pagar a la reina con

canela y hierbas.

Ruggieri: ¿Thomas Crucé?

D’Épernon: Padre, si yo le tomara la palabra, su espalda cargaría por un

tiempo el rencor de sus palabras. Ése no lo va a resistir.

Joyeuse: Entonces, ¿Bussy Leclerc?

D’Épernon: ¡Viva Dios! Un procurador. Tú eres astuto, Joyeuse. (A

Ruggieri) Ten, he aquí un bono de diez escudos ingleses. Cuida que este escudo

no esté devaluado como el escudo sol y el ducado polonés; vale doce libras.

Ve con ese bribón de la liga de parte de D’Épernon y haz que te pague: si se

rehúsa, dile que iré yo mismo con veinte gentilhombres y diez o doce pajes.

Saint-Mégrin: Entonces, ahora que tu cuenta está arreglada, te recuerdo que se

nos espera en el Louvre. Hay que regresar, señores; ¡vámonos!

Joyeuse: Tienes razón; ya no encontraremos palanquín.

Ruggieri: (Deteniendo a Saint-Mégrin) ¡Cómo! Jovencito, ¡te vas sin consultarme!

Saint-Mégrin: Padre, no soy ambicioso. ¿Qué podría usted ofrecerme?

Ruggieri: ¡No eres ambicioso! Al menos en el amor, no lo eres.

Saint-Mégrin:¿Qué dice, padre? ¡Hable bajo!

Ruggieri: No eres ambicioso, jovencito y para convertirse en la dama de

tus pensamientos, una mujer tuvo que conseguir en su escudo de armas dos

casas soberanas, bajo una corona ducal.

Saint-Mégrin: ¡Más bajo, padre, más bajo!

Ruggieri: Bueno ¿dudas todavía de la ciencia?

Saint-Mégrin: No.

Ruggieri: ¿Aún quieres salir sin consultarme?

Saint-Mégrin: Tal vez debería.

Ruggieri: Tengo bastantes revelaciones que hacerte.

Saint-Mégrin: Ya sea que vengan del cielo o del infierno, las escucharé.

Joyeuse, D’Épernon, déjenme: pronto los alcanzaré en la antecámara.

Joyeuse: ¡Un instante, un instante! Mi cerbatana. ¡Por Dios! Si veo una sola casa de los de la Liga a cincuenta pasos a la redonda, no quiero dejar vivo un solo vidrio.

D’Épernon: (A San Mégrin) Vamos ¡apúrate! Y te cubriremos mientras tanto.

Salen.

ESCENA IV

Ruggieri, Saint-Mégrin, después La Duquesa de Guisa

Saint-Mégrin: (Empuja la puerta) Bueno, bueno. (Regresa) Padre, una sola palabra. ¿Ella me ama? Usted se queda callado, Padre. ¡Maldición! ¡Oh! ¡Haga, haga que ella me ame! Se dice que su arte tiene recursos desconocidos y verdaderos, ¡brebajes, filtros! Cualesquiera que sean sus medios, los acepto, aunque comprometan mi vida en este mundo y mi salud en el otro. Soy rico. Todo lo que tengo es para usted. Oro, joyas; ¡ah! ¡Su ciencia podría menospreciar estos tesoros mundanos! Bueno ¡escúcheme, Padre! Se dice que los magos tienen necesidad algunas veces, para sus experimentos cabalísticos, de sangre de un hombre todavía vivo. (Le muestra su brazo desnudo) Tenga, Padre. Comprométase únicamente a hacer que ella me ame.

Ruggieri: Pero ¿estás seguro que ella no te ama?

Saint-Mégrin: Qué puedo decirle padre. Hasta el momento de mayor angustia ¿acaso no queda una sorda esperanza en el fondo del corazón? Sí, alguna vez creí leerlo en sus ojos, cuando no volvía la vista demasiado rápido. Pero puedo equivocarme. Ella me huye y nunca más me he encontrado solo con ella.

Ruggieri: ¿Y si al fin pudieras hacerlo?

Saint-Mégrin: De ser así, padre. Su primera palabra me diría lo que temo o lo que espero.

Ruggieri: Bien, ven y mira por este espejo. Se le llama el espejo de la reflexión. ¿Quién es la persona que deseas allí ver?

Saint-Mégrin: ¡Ella, padre! ( Mientras que él mira, la alcoba se abre detrás de él y aparece La Duquesa de Guisa dormida)

Ruggieri: ¡Mira!

Saint-Mégrin: ¡Dios! ¡Dios verdadero! ¡Es ella! ¡Ella dormida! ¡Ah! ¡Catherine! (La alcoba se cierra de nuevo) ¡Catherine! Nada. (Buscando alrededor) Nada por aquí tampoco, todo ha desaparecido: es un sueño, una ilusión. Padre, haga que yo la vea, ¡que la vea de nuevo!

Ruggieri: ¿Dices que estaba dormida?

Saint-Mégrin: Sí.

Ruggieri: Escucha: es sobre todo durante el sueño que nuestro poder se hace más grande. Puedo aprovechar el de ella para transportarla aquí.

Saint-Mégrin: ¿Aquí, junto a mí?

Ruggieri: Pero, en cuanto ella despierte, recuerda que todo mi poder no puede nada contra su voluntad.

Saint-Mégrin: Bueno. ¡Apresúrese! Padre ¡apúrese!

Ruggieri: Toma este pomito; será suficiente que ella respire de él para que vuelva en sí.

Saint-Mégrin: Sí, sí; pero apresúrese.

Ruggieri: ¿Juras que nunca contarás esto?

Saint-Mégrin: Juro por el pedazo de paraíso que espero obtener, lo juro.

Ruggieri: Y entonces, lee… (Mientras que Saint-Mégrin recorre las líneas del libro abierto por Ruggieri, la alcoba se abre detrás de él. Un resorte hace avanzar el sofá dentro de la recámara, y la pared de madera se cierra de nuevo) ¡Mira!

Sale Ruggieri.  

ESCENA V

Saint-Mégrin, La Duquesa de Guisa

Saint-Mégrin : ¡Ella! ¡Es ella! Allí está. ( Se lanza hacia ella, y se detiene súbitamente) ¡Dios! Leí que algunas veces los magos levantaban de la tumba a los cuerpos que, por la fuerza de sus encantamientos, se asemejaban a una persona viva. Si, ¡qué Dios me proteja! ¡Ah! Nada cambia. Entonces, no es una fascinación mágica, un sueño del cielo. ¡Oh! Su corazón apenas late. Su mano. ¡Está helada! ¡Catherine! Despierta: ¡este sueño me asusta! ¡Catherine! Duerme. ¿Qué hacer? ¡Ah! Ese pomito. Me olvidaba. ¡Mi cabeza está perdida!

(Hace que ella respire del pomo)

La Duquesa de Guisa: ¡Ah!

Saint-Mégrin: ¡Sí, sí, respira! ¡Levántate!¡Habla, habla! Prefiero escuchar tu voz, aunque ello me aparte de ti para siempre, que verte dormir en este frío sueño.

La Duquesa de Guisa: ¡Ah! ¡Qué débil me siento! (Se levanta y se apoya sobre la cabeza de Saint-Mégrin, quien está a sus pies) Dormí mucho tiempo. Mis damas. ¿cómo es que se llaman? (Reconociendo a Saint-Mégrin) ¡Ah! ¿Es usted, conde? (Le extiende la mano)

Saint-Mégrin: Sí. Sí.

La Duquesa de Guisa: ¿Usted? ¿Pero por qué usted? No es a usted a quien estaba acostumbrada a ver en mi sueño. Mi cabeza está tan pesada, que no puedo juntar dos ideas.

Saint-Mégrin: ¡Oh! Catherine, que sea una sola la que aparezca, ¡qué una sola allí se quede! La de mi amor por ti.

La Duquesa de Guisa: Sí, sí, usted me ama. ¡Oh! Desde hace tiempo me he dado cuenta de ello. Y yo también, le amaba, y no lo decía. Pero ¿por qué? Sin embargo, me parece que ¡es una gran felicidad decirlo!

Saint-Mégrin: ¡Oh! ¡Entonces dilo de nuevo! Dilo, pues ¡es una gran felicidad escucharlo!

La Duquesa de Guisa: Pero yo tenía un motivo para ocultarlo. ¿Cuál era? ¡Ah! no era a usted a quien debía yo amar. (Se levanta, y olvida su pañuelo sobre el sofá) ¡Santa madre de Dios! ¿Le habré dicho que lo amaba? ¡Qué desgraciada soy! Se ha despertado mi amor antes que mi razón.

Saint-Mégrin: ¡Catherine! No escuches sino a tu corazón. ¡Tú me amas! ¡Tú me amas!

 

La Duquesa de Guisa: ¿Yo? Yo no he dicho eso, señor conde; no es así; no vaya a creer que así sea. Era en un sueño, el sueño, el… ¿Pero cómo es que estoy aquí? ¿Qué es este cuarto? ¡Marie! ¡Madame de Cossé! Déjeme, señor de Saint-Mégrin, aléjese.

Saint-Mégrin: ¡Alejarme! ¿Y por qué?.

La Duquesa de Guisa: ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué me está pasando?

Saint-Mégrin: Señora, me encuentro aquí y aquí la encuentro, no sé cómo. Esto es encantamiento, magia.

La Duquesa de Guisa: ¡Estoy perdida! Yo que hasta ahora había huido de usted, ya que las sospechas del señor de Guisa, mi señor y dueño…

Saint-Mégrin: ¡Señor de Guisa! ¡Mil diablos! ¡Señor de Guisa, su señor y dueño! ¡Oh! Ojalá que él no sospeche erróneamente de usted y que toda su sangre, toda la mía…

La Duquesa de Guisa: Señor conde, usted me asusta.

Saint-Mégrin: ¡Perdón! Pero cuando pienso que podría conocerla libre, ser amado por usted, convertirme así en su señor y dueño... El señor de Guisa me hace mucho mal; pero que mi ángel bueno no aparezca el día del juicio sin que yo se lo devuelva a él.

La Duquesa de Guisa: ¡Señor conde! Pero en fin... ¿dónde estoy? Dígame. Ayúdeme a salir de aquí, a regresar al hotel de Guisa, y yo lo perdono.

Saint-Mégrin: ¡Perdonarme! Y ¿cuál es mi crimen?

La Duquesa de Guisa: Estoy aquí. Y usted me lo pregunta. Usted se ha aprovechado del sueño de una mujer que le es ajena, para raptarla, mujer que no puede amarle, que no le ama, señor conde.

Saint-Mégrin: ¡Que no me ama! ¡Ah! Señora, no se ama como yo amo, para no ser amado. Yo creo en sus primeras palabras, yo creo en ellas.

La Duquesa de Guisa: ¡Silencio!

Saint-Mégrin: No tema nada.

Joyeuse: (En la antecámara) ¡Vive Dios! Estamos de centinelas y no hay paso.

El Duque de Guisa: (En off) ¡Voto va! Señores, hay del que quiera jugar con un zorro, y despertar a un león.

La Duquesa de Guisa: ¡Santa María! ¡Es la voz del duque de Guisa! ¿Por dónde huir? ¿Dónde esconderme?

Saint-Mégrin: (Dirigiéndose a la puerta) ¿Es el duque de Guisa? Y entonces…

La Duquesa de Guisa: Deténgase señor, ¡en nombre del cielo! Usted me está arruinando.

Saint-Mégrin: Es verdad. (Corre hacia la puerta, pasa entre los anillos de hierro la barra que sirve de pasador)

Ruggieri: (Entrando y tomando a la duquesa de la mano) Silencio señora. Sígame. (Abre la puerta secreta: La Duquesa de Guisa corre hacia allí, Ruggieri la sigue; la puerta se cierra detrás de ellos)

El Duque de Guisa: (Con impaciencia) ¡Señores!

D’Épernon : ¿No se te hace que aquí hay un ligero acento de la Lorena muy agradable?

Saint-Mégrin: (Volviéndose) Ahora, señora, podemos… Bueno, ¿dónde está ella? ¿No será todo esto obra del demonio? ¿Qué creer? ¡Oh! ¡mi cabeza! ¡mi cabeza! Ahora, que entre. (Abre la puerta)

El Duque de Guisa: (Entra) Debí de haberlo adivinado, por los de la antecámara, quién me iba a hacer los honores del aposento.

Saint-Mégrin: Hay que atenerse a las circunstancias, señor duque, si yo no me aprovecho del momento para rendirle todos los honores que creo dignos de usted... Ya llegará nuestro momento, eso espero...

Joyeuse: ¿Cómo, Saint-Mégrin, es El Acuchillado mismo?

Saint-Mégrin: Sí, sí, señores, es él. Pero se hace tarde; ¡vámonos! ¡vámonos! (Salen)

ESCENA VI

El Duque de Guisa, después Ruggieri

El Duque de Guisa: ¿Cuándo es que un buen arcabuzazo de favoritos nos salvará de insolentes prendidos como estos? El señor conde Caussade de Saint-Mégrin. El rey lo ha hecho conde; y ¿quién sabe donde parará este champiñón advenedizo? Mayenne, antes de su partida, me lo había advertido. Dijo que debo desconfiar de él: dijo que le pareció que amaba a La Duquesa de Guisa e hizo que Bassompiere me previniera. ¡Dios Mío! ¡Si yo no estuviera seguro de la virtud de mi mujer, el señor de Saint-Mégrin pagaría caro esta sospecha! (Entra Ruggieri) ¡Ah! Eres tú, Ruggieri.

Ruggieri: Sí, señor duque.

El Duque de Guisa: He adelantado un día la reunión que debía llevarse a cabo en tu casa. En pocos minutos, nuestros amigos estarán aquí. Llegué primero, porque quería encontrarte solo. Nicolas Poulain me ha dicho que podía contar contigo.

Ruggieri: Ha dicho la verdad. Y mi arte.

El Duque de Guisa: Dejemos allí tu arte. Que yo lo crea o no lo crea, soy muy buen cristiano para recurrir a eso. Pero sé que eres un sabio, versado en el conocimiento de manuscritos y de archivos. De esta ciencia tengo necesidad. Escúchame. El abogado Jean David no pudo obtener del santo padre la ratificación de la Liga y regresó a Francia.

Ruggieri: Sí; las últimas cartas que recibí de él estaban fechadas desde Lyon.

El Duque de Guisa: Allí murió; era portador de importantes documentos. Esos papeles han sido sustraídos. Entre ellos se encontraba una genealogía que el duque de Guisa, mi padre, de gloriosa memoria, mandó hacer en 1535, a François Rosiéres. Allí probaba que los príncipes de Lorena eran la única y verdadera descendencia de Carlomagno. Padre, hay que rehacer un nuevo árbol genealógico que tenga raíces en los Carolingios; hay que sustentar nuevas pruebas. Es un trabajo difícil y laborioso, que será bien pagado. He aquí un adelanto.

Ruggieri: Usted quedará contento conmigo, señor mío.

El Duque de Guisa: Bueno... ¿Y qué vinieron a hacer estas jóvenes mariposas de la corte que aquí encontré?

Ruggieri: A consultarme sobre el futuro.

El Duque de Guisa: ¿Están acaso descontentos con el presente? .

Sería mucho pedir de su parte. Se han alejado, ¿no es así?

Ruggieri: Sí señor mío; ahora se encuentran en el Louvre.

El Duque de Guisa: Que el Valois se adormezca con el ruido del aleteo de sus alas, para no despertar sino hasta que suene la campana de maitines. Pero hay alguien en la antecámara. ¡Ah! ¡ah! Es el padre Crucé.

ESCENA VII

Los mismos, Crucé, después Bussy-Leclerc,

La Chapelle-Marteau y Brigard

El Duque de Guisa: ¡Es usted, Crucé! ¿Qué noticias hay?

Crucé: Malas, señor mío, malas! Nada funciona, todo se degenera. ¡Diablos! Somos conspiradores de opereta.

El Duque de Guisa: ¿Cómo está eso?

Crucé: Pues sí. Perdemos el tiempo en boberías políticas; vamos de puerta en puerta para que firmen en pro de la Unión. ¡Por Santo Tomás! Con tal que usted dé la cara, señor duque; en cuanto lo miren, los hugonotes ya serán de la Liga.

El Duque de Guisa: ¿Acaso su lista…?

Crucé: Trescientos o cuatrocientos activos la han firmado, ciento cincuenta políticos han puesto allí su garabato; una treintena de hugonotes se ha negado haciendo muecas. ¡En cuanto a ellos, caramba! He hecho una cruz blanca sobre sus puertas, y si se presenta la ocasión de descolgar mi pobre arcabuz que está en reposo desde hace seis años... pero no tendré esa dicha, señor; las buenas tradiciones se pierden... ¡Voto a bríos! Si estuviera en el lugar de usted.

El Duque de Guisa: ¿Y la lista?.

Crucé: Aquí está. Rellénela usted a su gusto, señor duque, y más tarde que temprano...

El Duque de Guisa: Eso llegará, amigo mío, eso llegará.

Crucé: ¡Dios lo quiera! ¡Ah! ¡Ah! Están llegando los compañeros. (Entran Bussy-Leclerc, La Chapelle-Marteau y Brigard.)

El Duque de Guisa: Bueno, señores ¿estuvo bien la cosecha?

Bussy-Leclerc: No estuvo mal, por mi parte dos o trescientos firmantes; abogados, juristas.

Crucé: Y tú, mi pequeño Brigard, ¿Te ganaste a los tenderos?

Brigard: Todos firmaron.

Crucé: (Golpeándole la espalda) ¡Viva Dios! Señor duque, he aquí a un hombre celoso de la causa. Todos aquellos de la Unión pueden presentarse en su tienda, al final de la calle de Aubry-le Boucher; tendrán allí una rebaja de treinta denarios por libra sobre todo lo que compren.

El Duque de Guisa: ¿Y usted señor Marteau?

La Chapelle-Marteau: Yo tuve menos suerte, señor. Los que llevan las cuentas tienen miedo, y el señor presidente de Thou ha firmado pero con restricciones.

El Duque de Guisa: Entonces ¿tiene el presidente de Thou sus flores de lis, adentro en su corazón? ¿Qué no vio que se le promete obediencia al rey y a su familia?

La Chapelle-Marteau: Sí; pero nos reunimos sin su permiso.

El Duque de Guisa: Tiene razón el señor de Thou. Señores, mañana acudiré al concurrido despertar de Su Majestad. Mi primera solicitud debió de haber sido obtener la sanción del rey, no habría osado negármela. Pero, ¡gracias a Dios! Aún no es tarde. Mañana, pondré frente a los ojos de Enrique de Valois la situación de su reino; me haré el intérprete de los disgustos de sus súbditos. Ya reconoció tácitamente a la Liga; quiero que nombre un jefe, públicamente.

La Chapelle-Marteau: ¡Cuidado, señor mío! No está lejos de la cazoleta1 la mecha de una pistola, y algún nuevo Poltrot2.

El Duque de Guisa: ¡No osaría! Además, yo iré armado.

Crucé: ¡Qué Dios esté con usted y con la buena causa! Hecho esto, señor mío, creo que será tiempo que usted se decida.

El Duque de Guisa: ¡Oh! Mi decisión está tomada desde hace tiempo; lo que no decido en una hora, no lo decidiré en mi vida.

Crucé: Sí; y con su prudencia, tal vez toda su vida no bastará para ejecutar lo que se decidió en un cuarto de hora.

El Duque de Guisa: Señor Crucé, en un proyecto como el nuestro, el tiempo es el aliado más seguro.

Crucé: ¡Voto va! Usted tiene el tiempo para esperarlo; pero yo, yo tengo prisa; y ya que todo el mundo está firmando...

El Duque de Guisa: Sí. Y los doce mil hombres, tanto mercenarios suizos como jinetes alemanes, que su Majestad acaba de hacer entrar en nuestra ciudad de París, ¿han firmado? Cada uno de ellos lleva un arcabuz adornado con una bella y buena mecha, señor Crucé; sin contar a los falconetes de la Bastilla. Tenga confianza en mí para decidir el día; y cuando éste haya llegado...

Bussy-Leclerc: Entonces ¿qué haremos con el Valois?

El Duque de Guisa: Lo mismo que le prometía ayer a madame de

Montpensier, al mostrarme un par de tijeras: una tercera corona.

Bussy-Leclerc: ¡Así sea! ¿No es así, mi viejo brujo? Pues yo presumo que tú estás con nosotros, ya que no dices nada.

Ruggieri: Yo esperaba la ocasión favorable para presentarles una pequeña petición.

Bussy-Leclerc: ¿Cúal?

Ruggieri: (Dándole la letra de D’Épernon) Ésta.

Bussy-Leclerc: ¡Cómo! Una letra de D’Épernon a mi cuenta? Es una broma.

Ruggieri: Dijo que si usted no le hacía el honor, él iría a buscarlo, y él mismo la cobraría.

Bussy-Leclerc: ¡Qué venga, demonios! ¿Ha olvidado que antes de ser litigante, fui maestro de armas en el regimiento de Lorena? Yo creo que el querido favorito está celoso de las estatuas que adornan las tumbas de Quélus y de Maugiron. Y bueno, eso no importa: nosotros la haremos tallar en mármol cuando sea su turno.

El Duque de Guisa: ¡Cuídese mucho de ello, maestro Bussy! Yo no quisiera, por veinticinco de mis amigos, perder un enemigo como ése. Su insolencia nos favorece. Deme ese billete, Ruggieri. Diez escudos ingleses, son ciento veinte libras tornesas. Aquí están.

Bussy-Leclerc: ¿Qué hace usted señor mío?

El Duque de Guisa: Quédese tranquilo; cuando llegue el momento de saldar nuestras cuentas, me arreglaré de manera tal, que no quede como mi deudor. Pero se hace tarde. Hasta mañana en la noche, señores. Las puertas del hotel de Guisa estarán abiertas para todos nuestros amigos; madame de Montpensier hará los honores; y serán doblemente bien recibidos por ella aquellos que vengan con la doble cruz. Ruggieri, reconduzca a estos señores. Así, está dicho; hasta mañana en la noche, en el hotel de Guisa.

Crucé: Sí señor mío.

(Salen)

 

ESCENA VIII

El Duque de Guisa, solo.

Se sienta sobre el sofá donde la duquesa olvidó su pañuelo.

El Duque de Guisa : ¡Por San Enrique de Lorena! Es un oficio rudo el que he emprendido. Esas gentes creen que se llega al trono de Francia como a un beneficio de provincia. El duque de Guisa ¡rey de Francia ! Es un bello sueño. Sin embargo así será; pero, antes de eso, ¡cuantos rivales que combatir! El duque de Anjou, primero; es el menos temible; es tan odiado por el pueblo como por la nobleza, y se le declararía fácilmente hereje e inepto para la sucesión. Pero, en su defecto, el español ¿no está allí para reclamar, en calidad de cuñado, la herencia del Valois? El duque de Saboya, su tío político, querrá hacer valer sus pretensiones. Un duque de Lorena desposó a su hermana. Probablemente allí habría una solución: sería colocar la corona de Francia sobre la cabeza del viejo cardenal de Borgoña y obligarme a reconocerlo como heredero. Lo pensaré. ¡Cuántas penas! ¡Cuántos tormentos! Para que, después de todo, la bala de una pistola o la hoja de un puñal... ¡Ah! (Deja caer su mano con desenfado; cae sobre el pañuelo olvidado por la duquesa) ¿Qué es esto? ¡Mil calamidades! ¡Este pañuelo pertenece a La Duquesa de Guisa! Aquí están reunidas las armas de Cleves y de Lorena. ¡Ella vino aquí! ¡Saint-Mégrin! ¡Oh Mayenne! ¡Mayenne! ¡Entoces no estabas equivocado! Y él, él. (Llamando) ¡Saint- Paul! (Entra su escudero) Yo voy. ¡Saint- Paul! ¡Que vayan por los mismos hombres que asesinaron a Dugast!

SEGUNDO ACTO

Un salón del Louvre. A la izquierda, dos sillones y algunos taburetes preparados para el rey, la reina madre y los cortesanos. Joyeuse está recostado en uno de estos sillones, y Saint-Mègrin, de pie, apoyado contra el respaldo del otro. Del lado opuesto, D’Épernon está sentado a una mesa en la cual está puesto un juego de ajedrez. En el fondo, Saint-Luc y Du Halde entrenan con las espadas. Cada uno de ellos tiene cerca un paje portando sus colores.

PRIMERA ESCENA

Joyeuse, Saint-Megrin, D’épernon,

Saint-Luc, Du Halde, Pajes

D’épernon: ¿Señores, quien de ustedes juega una partida de ajedrez, mientras llega el rey? ¿Tu revancha, Saint-Mégrin?

Saint-Mégrin: No, hoy mi mente está en otra cosa.

Joyeuse: ¡Oh! Evidentemente, es la predicción del astrólogo. ¡Por Dios! Es un verdadero brujo. ¿Sabías que predijo a Dugast que sólo le quedaban unos cuantos días de vida, cuando la reina Margarita lo mandó asesinar? Apuesto que es un horóscopo del mismo tipo el que preocupa a Saint-Mégrin, y que alguna gran dama de la que está enamorado...

Saint-Mégrin: (Interrumpiendo bruscamente) ¿Pero, tú Joyeuse, por qué no juegas en lugar de D’Épernon?

Joyeuse: No, gracias.

D’épernon: ¿Es que tú también quieres reflexionar?

Joyeuse: Al contrario, es para no tener que reflexionar.

Saint-Luc: Y entonces, ¿quieres entrenar conmigo, vizconde?

Joyeuse: Es muy cansado, y aparte no estás a mi altura. Haz una obra de caridad, saca a D’Épernon del apuro.

Saint-Luc: Así sea.

Joyeuse: (Sacando un diábolo de su escarcela). ¡Qué viva Dios! Señores, he aquí un juego. Este no fatiga ni al cuerpo ni al espíritu. ¿Sabes que esta nueva invención ha tenido un prodigioso éxito en casa de la presidenta? A propósito, tú no estabas, Saint-Luc; ¿dónde andabas?

Saint-Luc: Fui a ver a los Gelosi; sabes, esos comediantes italianos que consiguieron el permiso de representar los misterios en el hotel de Bourbon.

Joyeuse: ¡Ah! Sí, cobrando cuatro monedas por persona.

Saint-Luc: Y después, al pasar… Un momento, d’Epernon, aún no he jugado.

Joyeuse: Y ¿después, al pasar…?

Saint-Luc: ¿Dónde?

Joyeuse: ¿Decías... al pasar?.

Saint-Luc: Sí. Me detuve frente a la torre de Nesle, para ver poner allí la primera piedra de un puente que se llamará Le Pont Neuf.

D’épernon: Es Ducerceau el que se encargó de ello. Se dice que el rey le va a otorgar títulos de nobleza.

Joyeuse: Y se hará justicia. ¿Sabes que me ahorrará al menos seiscientos pasos, cada vez que necesite ir a la Escuela de Saint-Germain? (Deja caer su diábolo, y llama a su paje quien está del otro lado del salón) Bertrand, mi diábolo.

Saint-Luc: ¡Señores, importante reforma! Esta mañana, la señora de Sauves me ha dicho en secreto que el rey había dejado las golillas encañonadas para usar los cuellos volteados a la italiana.

D’épernon: ¡Eh! ¡Por qué no nos lo dijiste! Estaremos un día retrasados. Mira, Saint-Mègrin lo sabía, él. (A su paje) Que yo encuentre mañana un cuello volteado en lugar de este cuello encañonado.

Saint-Luc: (Riendo) ¡Ah ! Recuerdas que el rey te exiló quince días, porque le faltaba una botonadura a tu jubón.

Joyeuse: Y entonces, yo te daré noticia por noticia. Antraguet vuelve a entrar hoy en gracia.

Saint-Luc: ¿De verdad?

Joyeuse: Sí, definitivamente él es un seguidor de Guisa. Es El Acuchillado quien ha exigido al rey que le devuelva su mandato. Desde hace algún tiempo, el rey hace todo lo que él quiere.

D’épernon: Es que lo necesita. Parece que el Bearnés está en campaña, con los arreos puestos.

Joyeuse: Verá usted que ese condenado hereje nos obligará a pelear durante el verano. Imagínese usted entonces en campaña con este calor. ¡Con ciento cincuenta libras de hierro en el cuerpo! Para regresar curtido como un andaluz.

Saint-Luc: Eso sería jugarte una mala pasada, Joyeuse.

Joyeuse: Yo lo confieso; tengo más miedo de un rayo de sol que de un espadazo y, si yo pudiera, siempre lucharía como lo hizo Bussy d’Amboise en su último duelo, al claro de luna.

Saint-Luc: ¿Alguien tiene noticias de él?

D’épernon: Sigue en Anjou, cerca de Monsieur, hermano del rey. Es otro enemigo menos para el de Guisa.

Joyeuse: A propósito del de Guisa, Saint-Mégrin, ¿sabes lo que dice de él la mariscala de Retz? Ella dice que al lado del duque de Guisa, todos los príncipes parecen plebeyos.

Saint-Mégrin: ¡Guisa! ¡Siempre Guisa! ¡Que viva Dios! Que llegue la ocasión. (Sacando su puñal y cortando su guante en pedazos) Y ¡por San Pablo de Burdeos! Quiero despedazar a todos estos principitos de Lorena igual que a este guante.

Joyeuse: ¡Bravo, Saint-Mégrin! ¡Por Dios! Yo lo odio tanto como tú.

Saint-Mégrin: ¡Tanto como yo! ¡Desgracia! Si eso es posible; yo daría mi título de conde por sentir cinco breves minutos su espada contra la mía. Tal vez eso suceda.

Du Halde: Señores, señores, he allí a Bussy.

Saint-Mégrin: ¡Cómo! ¿Bussy d’Amboise?

ESCENA II

Los mismos, Bussy D’Amboise

Bussy D’Amboise: ¡Eh! Claro, señores, él mismo, en persona… Para los amigos, saludos…Buen día, Saint-Mégrin.

Saint-Mégrin: Y nosotros que te creíamos a cien leguas de aquí.

Bussy D’Amboise: Era así, hace tres días. Hoy, aquí estoy.

Joyeuse: ¡Ah! ¡ah! Entonces ¿ustedes se han reconciliado? Él quería matarte junto con Quélus. No fue su culpa, si no lo logró.

Bussy D’Amboise: Si, por la dama de Sauve. Pero, desde entonces, medimos nuestras espadas, y resultaron del mismo tamaño.

Saint-Luc: A propósito de la dama de Sauve, se dice que, para que esté más segura de tu fidelidad, le escribes con tu sangre, como escribía desde Polonia Enrique III a la bella Renée de Châteauneuf. Sin duda ella sabía de tu llegada, ella.

Bussy D’Amboise: No, viajamos de incógnito. Pero no quise pasar tan cerca de ustedes, sin venir a preguntar si había alguno que necesitara de un auxiliar.

Saint-Mégrin: Bien se podría, si no te vas muy de prisa.

Bussy D’Amboise: ¡Voto a bríos! Llegado el caso, puedo retrasar mi partida; no te preocupes. ¡Hace tanto que eso no me sucedía! En provincia, cuando mucho, uno encuentra con quien pelear una vez por semana. Afortunadamente, tenía yo a la mano, a mi amigo Saint-Phal; nos peleamos tres veces, porque él sostenía haber visto unas equis en los botones de un jubón, donde yo creo que tenía unas y griegas.

Saint-Mégrin: ¡Bah! No es posible.

Bussy D’Amboise: ¡Palabra de honor! Crillon era mi auxiliar.

Joyeuse: ¿Y quien tuvo la razón?

Bussy D’Amboise: Aún no lo sabemos: el cuarto encuentro lo decidirá. Pero ¿qué es lo que veo? ¡Los pajes de Antraguet! Yo creía que desde la muerte de Quélus...

Saint-Luc: El duque de Guisa solicitó su gracia.

Bussy D’Amboise: ¡Ah! Sí, solicitó... entiendo. ¿Sigue siendo tan insolente, nuestro querido primo de Guisa?

Saint-Mégrin: No lo suficiente, aún.

D’épernon: ¡Dios verdadero! Eres complicado. ¡Estoy seguro que en el fondo de su corazón, el rey no piensa como tú!

Saint-Mégrin: Entonces que diga algo.

D’épernon: ¡Ah! Mira, es que él está muy ocupado en este momento, está estudiando latín.

Saint-Mégrin: ¡Voto va! ¿De qué le sirve el latín para hablar a los franceses? Que diga únicamente: "¡Conmigo, mi valiente nobleza!" y mil filosas espadas saldrán de la vaina donde se están oxidando. ¿Será que ya su pecho no encierra el mismo corazón que latía en Jarnac y en Moncontour, o sus perfumados guantes han debilitado sus manos, al punto que no pueden ya apretar la guarnición de una espada?

D’épernon: ¡Silencio, Saint-Mégrin! Aquí está…

(entrando) ¡El rey !

Bussy D’Amboise: Me voy a apartar un poco. Sólo apareceré si está de buen humor.

Un segundo paje: ¡El rey!

(Todo el mundo se levanta y se agrupa)

Un tercer paje: ¡El rey!

ESCENA III

Los mismos, Enrique, después Catalina

Enrique: Saludos, señores, saludos. Villequier, que se avise a mi señora madre de mi regreso, y que se me informe si han traído mi nuevo traje de amazona. ¡Ah! Dígase a la reina que pasaré a verla, para fijar el día de nuestra salida para Chartres; como ustedes saben, señores, la reina y yo hacemos una peregrinación a Nuestra Señora de Chartres, para obtener del cielo lo que nos ha negado hasta ahora, un heredero para nuestra corona. Aquellos que deseen seguirnos serán bienvenidos.

Saint-Mégrin: Señor, si, en lugar de una peregrinación a Nuestra Señora de Chartres, ordenara usted una campaña en la región de Anjou; si sus gentilhombres fuesen vestidos con corazas en lugar de silicios, y llevasen espadas en lugar de cirios, Su Majestad no carecería de penitentes, y usted me vería en primera fila, señor, aunque yo tuviera que hacer la mitad de la ruta descalzo sobre carbones ardientes.

Enrique: Cada cosa tendrá su lugar, hijo mío. No nos quedaremos atrás cuando tengamos que hacerlo; pero en este momento, gracias a Dios, nuestro querido reino de Francia está en paz, y gozamos de tiempo para ocuparnos de nuestras devociones. ¡Pero qué veo! ¿Usted en mi corte, señor de Bussy? (A Catalina de Médicis quien entra) Venga, madre, venga: tendrá usted noticias de su muy querido hijo, quien, de haber sido hermano sumiso y súbdito respetuoso, no hubiera tenido que dejar jamás nuestra corte.

Catalina: Tal vez a ella regrese, hijo.

Enrique: (Sentándose) Es lo que queremos saber. Siéntese usted, madre. Acérquese, señor de Bussy. ¿Dónde dejó usted a nuestro hermano?

Bussy D’Amboise: En París, señor.

Enrique: ¡En París! ¿Estará en nuestra querida ciudad de París?

Bussy D’Amboise: No; pero aquí ha pasado la última noche.

Enrique: ¿Y se dirige…?

Bussy D’Amboise: A Flandes.

Enrique: Escúchelo usted, madre. Sin duda tendremos en nuestra familia a un duque de Brabante. ¿Y por qué pasó tan cerca de nosotros, sin venir a rendir vasallaje de fidelidad a su hermano mayor y a su soberano?

Bussy D’Amboise: Señor, él sabe de la gran amistad que le brinda Su Majestad, y teme que una vez dentro del Louvre, usted ya no lo dejará salir.

Enrique: Y tiene razón, señor; pero en este momento, la ausencia de su buen sirviente y de su fiel espada deben de hacerle falta; pues tal vez piense emplearlos pronto contra nosotros, tanto uno, como la otra. Arregle usted entonces, señor de Bussy, reunirse con él lo más rápido y dejarnos lo más pronto. (Entra un paje) ¿Qué sucede?

Catalina: Hijo, tal vez sea Antraguet, quien se aprovecha del permiso que le otorgó usted voluntariamente, para reaparecer ante su real presencia.

Enrique: Sí, sí ¡voluntariamente! ¡El asesino! Madre, mi primo de Guisa me impone un gran sacrificio; pero, por mis pecados, Dios quiere que éste sea completo. (Al paje) Hable.

El paje: Charles Balzac d’Entragues, barón de Dunes, conde de Graville, ex teniente general ante el gobierno de Orleáns, pide rendir homenaje de fidelidad y de respeto a los pies de Su Majestad.

Enrique: Sí, sí; pronto recibiremos a nuestro fiel y respetuoso súbdito; pero antes, quiero dejar a un lado todo lo que podría recordarme ese terrible duelo. Ten, Joyeuse, ¡ten! (Saca de su pecho algo similar a un sobrecito) He aquí los aretes de Quélus; úsalos en memoria de nuestro común amigo. D’Épernon, he aquí la cadena de oro de Maugiron. Saint-Mégrin, yo te daré la espada de Schomberg; ¡era muy pesada para un brazo de diez y ocho años! Que te defienda mejor que a él, en circunstancias similares. Y ahora, señores, hagan como yo, no los olviden en sus plegarias.

Qué reciba Dios en su seno

A Quélus, Schomberg y Maugiron.

Permanezcan junto a mí, amigos míos, y siéntense. Hagan entrar... (Toma de su bolsa un pomito, inhala frente a Antraguet) acérquese aquí, barón, y flexione la rodilla. Charles Balzac d’Entragues, le hemos acordado el favor de nuestra presencia real, en medio de la corte, para devolverle su dignidad y sus títulos, aquí donde se los habíamos quitado. Levántese usted, barón de Dunes, conde de Graville, gobernador general de nuestra provincia de Orleans, y retome cerca de nuestra real persona, las funciones que usted desempeñaba anteriormente. Levántese usted.

D’Entragues: No, señor, no me levantaré, hasta que Su Majestad no haya reconocido públicamente que mi conducta, en ese funesto duelo, fue la de un leal y honorable caballerango.

Enrique: Sí, lo reconocemos, pues es la verdad. ¡Pero usted dio golpes fatales!

D’Entragues: Y ahora, señor, besaré su mano, como testimonio de perdón y de olvido.

Enrique: No, no, señor, eso no lo espere de mí.

Catalina: Hijo, ¡qué hace usted!

Enrique: No, señora, no. Pude perdonarlo, como cristiano, por el mal que me ha hecho; pero no lo olvidaré en toda mi vida.

D’Entragues: Señor, espero que el tiempo venga en mi ayuda; quizá mi fidelidad y mi sumisión terminarán por doblegar la ira de Su Majestad.

Enrique: Es posible. Pero imagino que su gobierno necesita de su presencia; usted le hace falta de un tiempo a la fecha, barón de Dunes, y el bien de nuestros fieles súbditos podría sufrir por ello. ¿Quién hace ese ruido?

D’épernon: Son los de Guisa.

Enrique: Nuestro querido primo de Lorena no goza del privilegio que tienen los príncipes soberanos, de aparecer frente a nosotros sin ser anunciados. Sus pajes se encargan siempre de hacer bastante ruido para que su llegada no sea un misterio.

Saint-Mégrin: ¡Él trata con Su Majestad, de igual a igual! Él tiene súbditos como usted los tiene, y sin duda que llega, armado de pies a cabeza, a presentar en nombre de ellos una humilde petición a Su Majestad.

ESCENA IV

Los mismos, El Duque de Guisa

Está cubierto por una armadura completa, es precedido por dos pajes, y seguido por cuatro, uno de ellos lleva su casco.

Enrique: Venga, señor duque, venga. Alguien que se volvió al oír el ruido que hacían sus pajes, y que los escuchó a lo lejos, ofreció apostar que usted venía una vez más, a suplicarnos corregir algún abuso, suprimir algún impuesto... ¡Mi pueblo es un pueblo muy afortunado, mi querido primo, al tener en usted a un representante tan infatigable, y en mí a un rey tan paciente!

El Duque de Guisa: Es verdad que Su Majestad me ha concedido muchos favores... y me enorgullece haber servido tantas veces de intermediario entre ella y sus súbditos.

Saint-Mégrin: (Aparte) ¡Sí, como el halcón entre el cazador y la caza!

El Duque de Guisa: Pero ahora, señor, un motivo imponderable me trae frente a Su Majestad, ya que tengo que exponerle a la vez los intereses de su pueblo y de usted.

Enrique: Si el asunto es tan serio, señor duque, ¿no podría usted esperar a nuestra próxima asamblea en Blois? Los tres estados: nobleza, clero y pueblo tienen allá representantes que, al menos, han recibido de nosotros la misión de hablarme a nombre de sus mandatarios.

El Duque de Guisa: ¿Querrá su Majestad considerar que la asamblea en Blois acaba de disolverse, y no se reunirá sino hasta el mes de noviembre? Mientras el peligro sea inminente, creo que un consejo privado...

Enrique: ¡Mientras que el peligro sea inminente!.. Pero usted nos aterra, señor de Guisa. Pues todas las personas que componen nuestro consejo privado están aquí. Hable, señor duque, hable.

Catalina: Hijo, permita que me retire.

Enrique: No, señora, no; sabe bien el señor duque que no tenemos nada que ocultar a nuestra augusta madre, y que, en más de un asunto importante, sus consejos nos han sido de útil ayuda.

El Duque de Guisa: Señor, la solicitud que hago frente a usted es arriesgada, quizá muy arriesgada. Pero dudar por más tiempo no sería digno de un súbdito bueno y leal.

Enrique: Al grano, señor duque, al grano.

El Duque de Guisa: Señor, los inmensos gastos, pero necesarios, ya que Su Majestad los ha hecho, han agotado al erario. Hasta hoy, Su Majestad, con la ayuda de sus fieles súbditos, ha encontrado los medios para llenarlo de nuevo. Pero eso no puede durar. La aprobación del santo padre ha permitido tomar doscientas mil libras de renta sobre los bienes del clero. Un préstamo ha sido hecho por los miembros del Parlamento bajo pretexto de suprimir a los soldados extranjeros. Los diamantes de la corona están en prenda para asegurar los tres millones que se deben al duque Casimir. Los dineros destinados a las rentas del Ayuntamiento han sido destinados a rechazar la propuesta, cuando Su Majestad pensó ceder los dominios.

Enrique: Sí, sí, señor duque, sé que nuestras finanzas se encuentran en muy mal estado. Tomaremos otro superintendente.

El Duque de Guisa: Esta medida basta en tiempos de paz, señor. Pero Su Majestad se verá obligada a la guerra. Los hugonotes, que su indulgencia alienta, hacen progresos sorprendentes. Favas se ha apoderado de la Réole; Montferrand, de Périgueux; Condé, de Dijon. Vieron al Navarro cerca de las murallas de Orléans; Saintonge, Agénois y Gascogne están en armas, y los españoles se aprovechan de nuestros conflictos, han tomado Anvers, han quemado ochocientas casas y han pasado por el filo de la espada, a siete mil habitantes.

Enrique: ¡Con un Demonio! Si lo que usted me dice es verdad, hay que castigar a los hugonotes adentro y a los españoles afuera. Nosotros no tememos a la guerra, mi bello primo; y, si fuese necesario, iríamos nosotros mismos sobre la tumba de nuestro ancestro Luis IX a empuñar el estandarte y encabezaríamos a nuestra valiente armada, al grito de guerra de Jarnac y de Moncontour.

Saint-Mégrin: ¡Y si le llega a faltar el dinero, señor, su valiente nobleza está allí para devolver a Su Majestad lo que de ella ha recibido! Se puede sacar partido de nuestras casas, nuestras tierras, nuestras alhajas, señor duque; y ¡Viva Dios! Al fundir únicamente los bordados de nuestros mantos y las iniciales de nuestras damas, tendríamos suficientes balines de oro y balas de plata para disparar contra el enemigo, durante toda una campaña.

Enrique: ¿Lo entiende usted, señor duque?

El Duque de Guisa: Sí señor, pero, antes de que esta idea le surgiera al señor conde de Saint-Mégrin, treinta mil de sus valientes súbditos ya la habían tenido; ellos se habían comprometido por escrito a proporcionar dinero al erario y hombres a la armada; esa fue la meta de la Santa Liga, señor, y ella lo cumplirá cuando llegue el momento. Pero no puedo ocultar a Su Majestad el temor que tienen sus fieles súbditos, al no ver altamente reconocida esta gran asociación.

Enrique: Y ¿qué habría que hacer para eso?

El Duque de Guisa: Nombrarle un jefe, señor, de una gran casa soberana, digno de su confianza y de su amor, por su valor y su cuna, y que sobre todo haya dado pruebas de ser buen católico, para tranquilizar a los celosos de la causa, al ver cómo actuaría en circunstancias difíciles.

Enrique: ¡Con un demonio! Señor duque, creo que su celo por nuestra persona real es tan grande, que usted estaría presto a ahorrarle la fatiga de buscar lejos a ese jefe. Nosotros nos tomaremos el tiempo de pensarlo, mi querido primo, nosotros nos tomaremos el tiempo de pensarlo.

El Duque de Guisa: Pero tal vez su Majestad debería hacerlo ahora mismo.

Enrique: Señor duque, cuando yo quiera escuchar un sermón, me haré hugonote. Señores, es suficiente de asuntos de Estado. Pensemos un poco en nuestros placeres. Espero que hayan recibido nuestras invitaciones para esta noche, y que madame de Guisa, madame de Montpensier, y usted, primo mío, accedan a engalanar nuestro baile de máscaras.

Saint-Mégrin: (Levantando la coraza del duque) ¿No ve su Majestad que el señor duque ya está disfrazado de perseguidor de aventuras?

El Duque de Guisa: Y de deshacedor de agravios, señor conde.

Enrique: En efecto, mi querido primo, ese traje me parece muy caluroso para estos tiempos.

El Duque de Guisa: Es que para estos tiempos, señor, vale más una coraza de acero que un jubón de satín.

Saint-Mégrin: El señor duque siempre cree escuchar la bala de Poltrot chiflando en sus oídos.

El Duque de Guisa: Cuando las balas me llegan a la cara, señor conde (Mostrando su herida en la mejilla derecha), he aquí algo que demuestra que no vuelvo la cabeza para evitarlas.

Joyeuse: (Tomando su cerbatana) Es eso lo que vamos a ver.

Saint-Mégrin: (Quitándole la cerbatana) ¡Espera! No se dirá que otro que no fui yo lo hizo (Disparándole una bola en medio del pecho) Por usted, señor duque.

Todos: ¡Bravo! ¡bravo!

El Duque de Guisa: (Llevando la mano a su puñal) ¡Maldición!

(Saint-Paul lo detiene)

Saint-Paul: ¿Qué va usted a hacer?

Enrique: ¡Con mil demonios! Primo de Guisa, creí que esta bella y buena coraza de Milán era a prueba de bala.

El Duque de Guisa: ¡Y usted también, señor! Que ellos rindan tributo a la presencia de Su Majestad.

Enrique: ¡Oh! Que no quede por eso, señor duque, que no quede por eso; actúe como si nosotros no estuviéramos.

El Duque de Guisa: ¿Entonces, permite Su Majestad que yo descienda hasta él?

Enrique: No, señor duque; pero yo puedo elevarlo hasta usted. Nosotros encontraremos, en nuestro querido reino de Francia, un feudo vacante, para asignarlo a nuestro fiel súbdito, el conde de Saint-Mégrin.

El Duque de Guisa: Usted es el amo, señor. ¿Pero de aquí a entonces?

Enrique: Entonces, no los haremos esperar. Conde Paul Estuert, te hacemos marqués de Caussade.

El Duque de Guisa: Yo soy duque, señor.

Enrique: Conde Paul Estuert, marqués de Caussade, te hacemos duque de Saint-Mégrin ; y ahora, señor de Guisa, respóndale usted, pues él es su igual.

Saint-Mégrin: Gracias, señor, gracias; no necesitaba este nuevo favor; y puesto que Su Majestad no se opone, quiero desafiarlo de manera que resulte en combate o deshonor. Ahora bien, escuchen, señores; yo, Paul Estuert, señor de Caussade, conde de Saint-Mégrin, ¡va por ti, Henri de Lorraine, duque de Guisa! Tomemos como testigos a todos los aquí presentes, nosotros te desafiamos a combate a muerte, a ti y a todos los príncipes de tu casa, ya sea sólo con espada, ya sea con daga o con puñal, mientras el corazón lata en el cuerpo, mientras que la hoja se sostenga en su empuñadura; renunciando por adelantado a tu merced, como tu debes renunciar a la mía; y, sobre esto, ¡qué Dios y San Pablo me ayuden! (Aventando su guante) ¡Por ti solo, o por varios!

D’épernon: ¡Bravo, Saint-Mégrin! Buen desafío.

El Duque de Guisa: (Mostrando el guante) Saint-Paul...

Bussy D’Amboise: ¡Un momento, señores! ¡Un momento! Yo, Louis de Clermont, señor de Bussy d’Amboise, me declaro aquí padrino y auxiliar de Paul Estuert de Saint-Mégrin; ofreciendo el combate a muerte a cualquiera que se declare padrino y auxiliar de Henri de Lorraine, duque de Guisa; y, como señal de desafío y prenda de combate, he aquí mi guante.

Joyeuse: ¡Viva Dios! Bussy, es un verdadero robo el que me haces. No me has dado tiempo. Pero quédate tranquilo, si te matan

El Duque de Guisa: ¡Saint-Paul! (Aparte) Tu me provocas muy tarde, tu suerte está decidida. (En voz alta) Antraguet, tú serás mi auxiliar. Lo verán ustedes, señores, yo jugaré limpio: les ofrezco la forma de vengar a Quélus. Saint-Paul, prepararás mi mejor espada; es exactamente del mismo tamaño que la espada de combate de estos señores.

Saint-Mégrin: Tiene usted razón, señor duque: esta espada sería muy débil para dañar una coraza tan prudentemente sólida como ésta. Pero podemos llegar a las manos, desnudos hasta la cintura, señor duque, y veremos qué corazón sigue latiendo.

Enrique: Basta, señores, ¡basta! Nosotros honraremos el combate con nuestra presencia, y lo fijamos para mañana. Ahora, cada uno de ustedes puede reclamar un don, y, si está en nuestro poder real otorgarlo, quedará satisfecho al instante. ¿Tú qué quieres, Saint-Mégrin ?

Saint-Mégrin: Una parte igual de terreno y de sol; por lo demás, confío en Dios y en mi espada.

Enrique: Y usted, señor duque, ¿qué pide usted?

El Duque de Guisa: La promesa formal de que antes del combate, Su Majestad reconocerá la Liga, y nombrará un jefe. He dicho.

Enrique: Aunque no esperábamos esta petición, nosotros la otorgaremos, mi bello primo. Señores, ya que el Señor de Guisa nos obliga, en lugar del baile de máscaras para esta noche, tendremos un consejo de Estado. Los convoco a todos, señores. En cuanto a los dos héroes, los invitamos a aprovecharse de este intervalo, para pensar bien en la salvación de sus almas. Vamos, señores, vamos.

ESCENA V

Enrique, Catalina

Enrique: Y ahora, madre, usted debe de estar contenta, sus dos grandes enemigos se destruirán entre ellos, y usted debe darme las gracias; pues he autorizado un combate que hubiera podido prohibir.

Catalina: ¿Lo hubiera usted hecho, hijo, de haber sabido que una de las condiciones de ese combate sería nombrar un jefe para la Liga?

Enrique: No, lo juro por mi alma, madre; pensaba en una diversión.

Catalina: Y ¿qué ha decidido usted?

Enrique: Nada aún, pues el desenlace del combate es incierto. Si el Señor de Guisa muriera, se enterraría la Liga con su jefe; si no fuese así, entonces rogaría a Dios me iluminara. Pero, en todo caso, mi decisión, una vez tomada, se lo advierto, nada me hará cambiarla. Al ver mi trono siento, de vez en cuando, deseos de ser rey, madre, y estoy en uno de esos momentos.

Catalina: ¡Ah! Hijo, ¿quién desea más que yo, ver en usted una voluntad firme y poderosa? Miron me aconseja el reposo. Y más que nunca, deseo no tener parte alguna en el fardo del Estado.

Enrique: Si no me equivoco, madre, vi extenderse hacía mi trono un brazo acorazado de hierro con voluntad de librarme de parte de éste, si no es que de todo.

Catalina: Y seguramente usted le otorgará lo que pide, pues ese jefe que la Liga exige a través de su voz...

Enrique: Sí, sí entendí muy bien que abogaba por él mismo; y tal vez madre, me ahorraría bastantes tormentos al dejarme llevar por él, como lo hizo mi hermano Francisco II, después del conjuro de Amboise. Y sin embargo, no me gusta que vengan a rogarme armados como lo estaba mi primo de Guisa; las rodillas no se pueden doblar bien dentro de una armadura de acero.

Catalina: Y su primo de Guisa jamás ha doblado la rodilla frente a usted, sin haberse llevado un pedazo de su manto real al levantarse.

Enrique: ¡Con un demonio! Sin embargo, nunca ha acosado nuestra voluntad. Lo que le hemos concedido siempre ha sido con plena convicción y, esta vez también, si lo nombramos jefe de la Liga, será una tarea que le impondremos como Su Señor.

Catalina: Todas esas tareas lo acercan al trono, hijo. Y desgraciademente, para usted será una desgracia, ¡si llega a poner el pie en el terciopelo del primer escalón…!

Enrique: Eso que usted dice, madre, ¿podría probarlo?

Catalina: Esa Liga, que usted autorizará, ¿sabe usted cuál es su intención?

Enrique: Apoyar al altar y al trono.

Catalina: Al menos es eso lo que dice su primo de Guisa; pero, en el momento en que un súbdito se convierte, por su propia autoridad, en defensor de su rey, hijo, pronto será un rebelde.

Enrique: ¿Tendrá el señor duque intenciones tan pérfidas?

Catalina: Al menos, las circunstancias lo acusan. He allí, hijo, que no puedo ya cuidar de usted como lo hacía antes, y por lo tanto, es probable que tenga todavía la dicha de frustrar un gran complot.

Enrique: ¡Un complot! ¿Se conspiraría en mi contra? Dígalo, dígalo, madre. ¿Qué es ese documento?

Catalina: Un agente del duque de Guisa, el abogado Jean David, murió en Lyon. Su valet era un hombre mío; todos sus documentos me han sido enviados, éste formaba parte de ellos.

Enrique: Veamos, madre, veamos (Después de haber echado un ojo al documento) ¡Cómo! ¡Un tratado entre don Juan de Austria y el duque de Guisa! Un tratado donde se comprometen a ayudarse mutuamente: uno a subir al trono de los Países Bajos, y el otro ¡al trono de Francia! ¿Al trono de Francia? Entonces ¿Qué pensaban hacer conmigo, madre?

Catalina: Vea el último artículo del acta de asociación de los de la Liga, pues allí está tal... No como usted podría conocerlo, mi querido Enrique, sino tal como se presentó a la sanción del santo padre, quien se ha negado a aprobarlo.

Enrique: "Después, cuando el duque de Guisa haya exterminado a los hugonotes, será jefe de las principales ciudades del reino, y cuando todo se incline ante el poder de la Liga, él llevará a cabo el juicio contra Monseñor, como indudable causante de los heréticos y, después de haber quitado al rey, de haberlo confinado a un convento..." ¡En un convento! ¡Quieren sepultarme en un claustro!

Catalina: Sí hijo; dicen que es allí donde le espera su última corona.

Enrique: Madre ¿acaso el señor duque osaría?

Catalina: Pepin fundó una dinastía, hijo: y ¿qué dio Pepin a Childéric, a cambio de su manto real?

Enrique: Un cilicio, madre; un cilicio, lo sé; pero los tiempos han cambiado; para llegar al trono de Francia, es preciso que la cuna conceda los derechos.

Catalina: ¿Se puede suponer eso? Veamos esta genealogía.

Enrique: ¿Se remontaría la casa de Lorena, hasta Carlomagno? No es así, bien sabe usted que no es así.

Catalina: Ha visto usted que se han tomado las medidas para que así se crea.

Enrique: ¡Ah! Nuestro primo de Guisa, cómo anhela usted desesperadamente nuestra bella corona de Francia. Madre, ¿no se le puede castigar por osar pretender a ello sin nuestro permiso?

Catalina: Entiendo, hijo; pero no es sólo quitar y poner, es preciso volver a coser.

Enrique: Pero mañana se bate contra Saint-Mégrin. Saint-Mégrin es valiente y diestro.

Catalina: Y ¿cree usted que el duque de Guisa sea menos valiente y menos diestro que él?

Enrique: Madre, si hiciéramos bendecir la espada de Saint-Mégrin...

Catalina: Hijo, si el duque de Guisa hace bendecir la suya.

Enrique: Tiene usted razón. Pero ¿quién me impide nombrar a Saint-Mégrin jefe de la Liga?

Catalina: ¿Y quién querrá reconocerlo? ¿Acaso tiene seguidores? Tal vez habrá forma de todo conjurar, hijo; pero se necesita determinación.

Enrique: ¡Determinación!

Catalina: Sí; hay que ser rey, el señor de Guisa se convertirá en un sujeto sumiso, si no es que respetuoso. Yo lo conozco mejor que usted, Enrique; es fuerte porque usted es débil; bajo su aparente energía, se esconde un carácter indeciso. Es una caña disfrazada de hierro. Insista, él se doblegará.

Enrique: Sí, sí él se doblegará. Pero ¿cómo lograrlo? ¡Veamos! ¿Habría que exiliarlos a los dos? Estoy listo para firmar su exilio.

Catalina: No; tal vez tenga yo otra solución. Pero júreme que en un futuro usted me consultará antes que a ellos todo lo que quiera usted hacer.

Enrique: ¿Sólo es eso, madre? Se lo juro.

Catalina: Hijo, Dios prefiere los juramentos pronunciados frente a su altar.

Enrique: Y unen mejor a los hombres ¿no es así? Entonces, venga, madre, me abandono a usted por completo.

Catalina: Sí, hijo, entremos en su oratorio.

TERCER ACTO

Oratorio de La Duquesa de Guisa

PRIMERA ESCENA

Arthur, Madame De Cossé, Marie

Madame De Cossé: (Poniendo un dominó negro sobre una mesa de tocador) ¿Cree usted, Marie, que la señora duquesa de Guisa, quiera ir al baile de la corte en un simple dominó?

Marie: (Dejando las flores sobre la misma mesa) Es que madame la duquesa no es coqueta.

Madame De Cossé: Pero, sin ser coqueta, se puede sacar partido de sí misma. ¿De qué le serviría ser bonita, y bien hecha, si se le cubre la figura con esta máscara negra, y se le envuelve el talle con este dominó largo como un traje de anacoreta? ¿Por qué no vestirla de Diana o de Hebe?

Arthur: Es que ella quiere dejarle a usted este traje, madame de Cossé.

Madame De Cossé: ¡Mire nada más a este prendidito! Vaya a buscar el abanico de su ama, o a sostener la cola de su vestido, y no hable de su atuendo; usted todavía no sabe nada de eso. ¡Dentro de tres o cuatro años, podrá hacerlo...!

Arthur: Vamos. Voy a tener quince años.

Madame De Cossé: Catorce años, mi querido paje, aunque no le guste.

Marie: Este dominó, por otro lado, sólo es para entrar en el salón de baile. Una parte de las damas, usted lo sabe, sólo se disfraza para disfrutar de la primera mirada, y después regresan en traje de diario.

Madame De Cossé: Y he allí la equivocación. Antes, se conservaba el disfraz toda la noche. Por ejemplo, el famoso baile de máscaras que tuvo lugar por la subida al trono de Enrique II, hace veinticinco años. Yo sólo tenía veinte.

Arthur: Hace treinta años, madame de Cossé, aunque no le guste.

Madame De Cossé : Veinticinco o treinta, qué importa. Entonces no tenía yo más que quince. Entonces, todo el mundo permaneció disfrazado, hasta el momento en que el astrónomo Lucas Gaudric predijo al rey que moriría en un combate singular. Once años después Montgomery llevó a cabo la predicción.

Arthur: ¡Qué desgracia! Desde entonces, ya no hay más torneos.

Madame De Cossé: Es realmente algo muy lamentable. Sería bueno ver disputar en justas a los jóvenes de su época: esos son unos pisaverdes, en comparación con los caballeros de Enrique II.

Arthur: Usted podría incluso decir, en comparación con los caballeros del rey Francisco I. Usted los vio, madame de Cossé.

Madame De Cossé: Yo era una niña. No lo recuerdo. Una niña de cuna, ¿entiende?

Marie: Pero me parece, señora, que el barón, duque D’Épernon, el vizconde de Jouyeuse, el señor de Bussy, el barón de Dunes...

Arthur: ¡Y el conde de Saint-Mégrin, también!.

Madame De Cossé: ¡Ah! De nuevo con su pequeño bordelés. Me hubiera gustado mucho verlo, con una armadura de doscientas libras, como la que llevaba el señor de Cossé, mi noble esposo, cuando me coronó dama de la belleza y de los amores, y rompió cinco lanzas en mi honor, de las cuales el señor de Saint-Mégrin no podría mover ni la mas pequeña con las dos manos. Eso fue en el famoso torneo en Soissons.

Marie: ¿El famoso torneo de Soissons?

Arthur: ¡Eh! Sí, el famoso torneo de Soissons, en 1546, un año antes de la muerte del rey Francisco Primero, cuando madame de Cossé estaba todavía en la cuna.

Madame De Cossé: ¡Pequeño bribón! Se aprovecha de que usted es pariente de La Duquesa de Guisa

ESCENA II

Los mismos, La Duquesa de Guisa

Arthur: (Corriendo hacia ella) ¡Oh, Venga, mi bella prima y ama! Y protéjame de la ira su primera dama de honor.

La Duquesa de Guisa: (Distraída) ¿Qué es lo que ha hecho? ¿Alguna otra diablura?

Arthur: Caballero descortés, me acuerdo de las fechas…

Madame De Cossé: (Interrumpiendo) La señora duquesa parece preocupada.

La Duquesa de Guisa: ¿Yo? No. ¿No encontrarían por aquí un pañuelo con mis armas?

Marie: No, madame.

Arthur: Lo buscaré; y si lo encuentro, ¿cuál será mi recompensa?

La Duquesa de Guisa: ¿Tu recompensa, niño? ¿Merece una gran recompensa, un pañuelo? Entonces, búscalo, Arthur.

Marie: Mientras que madame se retiró a su habitación, cuando dijo, al regresar, que quería permanecer sola, la reina Louise vino a visitarla; ella traía en su bolsa un muy bello manguito.

Madame De Cossé: Sí, quería ver el disfraz de madame. Entró en el departamento de madame de Montpensier; como yo estaba allí, vi todos los disfraces de los señores y damas de la corte.

La Duquesa de Guisa: (A Arthur, que regresa a sentarse a sus pies)

Y ¿entonces?

Arthur: No encontré nada.

Madame De Cossé: El señor de Joyeuse irá de Alcibíades. Lleva un casco de oro macizo. Se rumora que su traje le costó diez mil libras tornesas. El señor D’Épernon se vestirá de…

Arthur: ¿Y el señor de Saint-Mégrin? (La duquesa tiembla)

Madame De Cossé: ¡Ah! ¿El señor de Saint-Mégrin? También tenía un traje muy brillante; pero hoy, pidió otro, muy simple, un traje de astrólogo, parecido al que usa Cosme Ruggieri.

La Duquesa de Guisa: ¿Ruggieri? Dime, ¿no vive Ruggieri en la calle de Grenelle, cerca del hotel de Soissons?

Marie: Sí.

La Duquesa de Guisa: (Aparte) ¡No hay duda! Fue en su casa. Me pareció reconocerlo. (En voz alta) ¿No vino ninguna otra persona?

Madame De Cossé: Sí. El señor Brantôme, para regalarle el volumen de sus Damas galantes. Lo dejé sobre esa mesa. La reina de Navarra juega allí un papel importante. Y también vino el señor Ronsard. Quería verla sin excusa. Usted le reprochó, el otro día, en casa de madame de Montpensier, que no cuidaba sus rimas lo suficiente, y él le traía una pequeña obra en verso.

La Duquesa de Guisa: (Distraída) ¿Sobre la rima?

Madame De Cossé: No, señora; pero mejor rimada de lo que acostumbra hacer. ¿La señora duquesa quiere escucharlos?

La Duquesa de Guisa: Dásela a Arthur, él la leerá.

Arthur: (Leyendo)

Pequeña, vamos a ver si la rosa

Que esta mañana abría

Su vestido de púrpura al sol,

No ha perdido esta tarde

Los pliegue purpúreos de su traje

Y su tez a la tuya parecida.

¡Ay! Mira como en poco espacio

Pequeña, deja en su sitio,

¡Ay! Su belleza desvanecida

¡Para que una flor como esa dure

De la mañana a la noche!

Escúchame pues, pequeña:

Mientras tu edad florece

En su más tierna primicia,

Goza, goza tu juventud;

Así como a esa flor,

La vejez empañará tu belleza.

La Duquesa de Guisa: (Todavía distraída) Pero me parece que estos versos están bien.

Arthur: ¡Oh! El señor de Saint-Mégrin hace unos igual de bellos.

La Duquesa de Guisa: ¿El señor de Saint-Mégrin?

Madame De Cossé: No son versos de amor, siempre...

Arthur: ¿Y por qué?

Madame De Cossé: Es probable que no haya encontrado aún a la mujer digna de su amor, ya que él es el único, entre todos los jóvenes de la corte, que no lleva las iniciales de su dama sobre la capa.

Arthur: ¿Y si amara a alguna de quien no pudiera llevar las iniciales? Eso puede ser.

La Duquesa de Guisa: Sí, puede ser eso.

Madame De Cossé: (A Arthur) Pero ¿qué tiene tan notable ese condecito de Saint-Mégrin, para ser objeto de su entusiasmo?

Arthur: ¿Tan notable? ¡Ah! Yo no pido nada más que ser digno de convertirme en su paje, cuando ya no pueda ser el de mi bella prima.

La Duquesa de Guisa: Entonces ¿lo quieres mucho?

Arthur: Si yo fuera mujer, él sería mi caballero.

La Duquesa de Guisa: (Con energía) Señoras, puedo terminar sola mi arreglo; yo las llamaré, si las necesito. Quédate, Arthur, quédate; tengo algo que pedirte.

ESCENA III

La Duquesa de Guisa, Arthur

Arthur: Espero sus órdenes.

La Duquesa de Guisa: Bien; pero ya no recuerdo qué te iba a ordenar. Estoy distraída, preocupada. Eres raro, ¡con tu fanatismo por ese joven vizconde de Joyeuse!

Arthur: ¿Joyeuse? No, Saint-Mégrin.

La Duquesa de Guisa: ¡Ah ! sí, es verdad ; pero ¿qué encuentras de extraordinario en ese joven? Yo, he buscado en vano.

Arthur: ¿No lo ha visto jinetear con el rey en el juego de anillos?

La Duquesa de Guisa: Sí

Arthur: ¿Y entonces, con quién podría usted comparar su habilidad? Si monta a caballo, siempre el caballo más brioso, es el suyo; si se pelea menos frecuentemente que los otros, es porque conocen su fuerza, y se duda en buscarle pleito. Sólo el rey, probablemente, podría defenderse de él. Todos nuestros jóvenes señores de la corte lo envidian, y por lo tanto, amoldan el corte de su jubón y de su capa tratando de imitarlo.

La Duquesa de Guisa: Sí, sí, es verdad. Es un hombre de buen gusto; pero madame de Cossé hablaba de su frialdad hacia las damas, y tu no querrás elegir como ejemplo a un caballero que no las ame.

Arthur: La señora de Sauve allí está para decir lo contrario.

La Duquesa de Guisa: (Enérgicamente) ¡La señora de Sauve! Se dice que él no la ha amado jamás.

Arthur: Si ya no la ama, seguramente ama a otra.

La Duquesa de Guisa: ¿Te habrá escogido para su confidente? No demostraría prudencia, al elegirlo tan joven.

Arthur: Si yo fuese su confidente, mi bella prima, me matarían antes que arrancarme su secreto. Pero no me ha confiado nada. Lo he visto.

La Duquesa de Guisa: ¿Lo has visto? ¿Qué? ¿Qué has visto?

Arthur: ¿Recuerda usted el día que el rey invitó a toda la corte a visitar los leones que hizo traer de Túnez? Los que pusieron en el Louvre con los que allí se encuentran.

La Duquesa de Guisa: ¡Oh, sí! Me asusté sólo de verlos, aunque los haya visto desde una galería elevada a diez pies por arriba de ellos.

Arthur: Ahora bien, apenas habíamos salido de allí, cuando su guardián lanzó un grito; entré de nuevo: El señor de Saint-Mégrin acababa de arrojarse dentro del cerco de los animales para recoger un ramo de flores que allí se le cayó a una dama.

La Duquesa de Guisa: ¡Pobrecito! Ese ramo era el mío.

Arthur: ¿Era el suyo, mi bella prima?

La Duquesa de Guisa: ¿Dije que era el mío? Sí, el mío, o el de madame de Sauve. Usted sabe que amó perdidamente a madame de Sauve. ¡Está loco! ¿Y qué hizo con ese ramo?

Arthur: Lo apoyó contra su boca apasionadamente, lo estrechó contra su corazón. El guardián abrió una puerta, y lo hizo salir casi a la fuerza. Reía como un loco, le aventaba dinero; después al verme, escondió el ramo en su pecho, corrió hacia un caballo que lo esperaba en el patio del Louvre, y desapareció.

La Duquesa de Guisa: ¿Eso es todo? ¿Es todo? ¡Oh! ¡Más, más! ¡Háblame más de él!

Arthur: Y entonces, yo lo vi, él...

La Duquesa de Guisa: ¡Silencio, niño! El señor duque. Quédate a mi lado, Arthur; no me dejes, sólo si te lo ordeno.

ESCENA IV

Los mismos, El Duque de Guisa

El Duque de Guisa: ¿Ya estaba levantada, madame? ¿Iba usted a entrar en sus habitaciones?

La Duquesa de Guisa: No, señor duque, iba a llamar a mis damas, para mi toilette.

El Duque de Guisa: Es inútil, madame; no habrá baile, y usted debe de estar contenta, ¿parecía que usted iba a asistir de mala gana?

La Duquesa de Guisa: Yo seguía sus órdenes, e hice lo que pude para que no se diese usted cuenta que me pesaba.

El Duque de Guisa: ¡Qué quiere usted! Pensé que esta reclusión a la que usted se condenaba era ridícula para su edad... y que había, de vez en cuando, necesidad de que usted fuese vista en la corte, ciertas personas, madame, podrían notar su ausencia, y atribuirlo a motivos... Pero se trata de otra cosa, madame. Arthur, déjenos.

La Duquesa de Guisa: ¿Por qué alejar a este muchacho, señor duque? ¿Es acaso algo secreto lo que usted quiere?

El Duque de Guisa: ¿Y por qué retenerlo? ¿Temería usted permanecer sola conmigo?

La Duquesa de Guisa: ¡No, señor! ¿Por qué?

El Duque de Guisa: En ese caso, salga, Arthur. ¿Entonces ¿Qué pasa?

Arthur: Espero las órdenes de mi ama, señor duque.

El Duque de Guisa: ¿Escucha usted, madame?

La Duquesa de Guisa: Arthur, váyase.

Arthur: Obedezco.

(sale)

ESCENA V

Duquesa de Guisa, El Duque de Guisa

Debe haber un tapiz que cubra una puerta*

El Duque de Guisa: ¡Dios Verdadero! Señora, me extraña que las órdenes dadas por mi boca tengan necesidad de ser ratificadas por la suya.

La Duquesa de Guisa: Este joven me pertenece, y ha creído su deber esperar que fuese yo misma.

El Duque de Guisa: Esta necedad no es natural, madame; se conoce a Henri de Lorraine, y se sabe que ha sido su puño el encargado de reiterar una orden de su boca.

La Duquesa de Guisa: ¡Y! Señor, ¿qué consecuencia puede usted sacar de la mayor o menor obediencia de este muchacho?

El Duque de Guisa: ¿Yo? Ninguna. Pero tenía necesidad de su ausencia para exponerle más libremente el motivo que me trae. ¿Quiere usted servirme de secretaria?

La Duquesa de Guisa: ¡Yo, señor! ¿Y para escribir a quien?

El Duque de Guisa: ¡Qué le importa! Yo soy el que dictaré. (Acercando una pluma y papel) He aquí lo que necesita.

La Duquesa de Guisa: Temo no poder escribir una sola palabra; me está temblando la mano; ¿no podría usted pedirle a otra persona?

El Duque de Guisa: No, madame, tiene que ser usted.

La Duquesa de Guisa: Pero, al menos, déjelo para más tarde.

El Duque de Guisa: Esto no puede esperar, madame; además, se necesita que su escritura sea legible. Entonces escriba.

La Duquesa de Guisa: Estoy lista.

El Duque de Guisa: "Diversos miembros de la Santa Unión se reunirán esta noche en el hotel de Guisa; las puertas permanecerán abiertas hasta la una de la mañana; usted podrá, con la ayuda del uniforme de la liga, pasar sin ser descubierto. Las habitaciones de madame La Duquesa de Guisa se encuentran en el segundo piso."

La Duquesa de Guisa: No escribiré más, sin antes saber a quien está dirigido este documento.

El Duque de Guisa: Usted lo sabrá, madame, al poner la dirección.

La Duquesa de Guisa: No puede ser para usted, señor mío; y para cualquier otro, compromete mi honor.

El Duque de Guisa: Su honor. ¡Viva Dios! Madame. ¿Y quien debería estar más celoso de su honor que yo? Permítame a mí responder por su honor, cumpla mi deseo.

La Duquesa de Guisa: ¿Su deseo? No puedo complacerlo.

El Duque de Guisa: Obedezca mis órdenes, entonces...

La Duquesa de Guisa: ¿Sus órdenes? Podré tal vez tener el derecho a preguntar el motivo.

El Duque de Guisa: ¿El motivo, madame? Todos estos pretextos me confirman que usted lo conoce.

La Duquesa de Guisa: ¡Yo! ¿Y cómo?

El Duque de Guisa: ¡Poco me importa! Escriba usted.

La Duquesa de Guisa: Permítame que me retire.

El Duque de Guisa: Usted no saldrá.

La Duquesa de Guisa: Usted no obtendrá nada de mí, forzándome a permanecer.

El Duque de Guisa: (Forzándola a sentarse) Probablemente, usted reflexionará, madame: mis órdenes, desdeñadas por usted, no lo son así por todo el mundo, y, con una sola palabra, puedo sustituir el elegante oratorio del hotel de Guisa por la humilde celda de un monasterio.

La Duquesa de Guisa: Designe usted el convento donde deba yo retirarme, señor duque; los bienes que yo le he aportado siendo princesa de Porcian pagarán la dote de La Duquesa de Guisa.

El Duque de Guisa: Sí, madame; sin duda, usted misma estime en su interior que eso no sería sino una leve expiación. Por otro lado, la esperanza le acompañará más allá de las rejas; no hay muros suficientemente elevados que no se puedan brincar, sobre todo si es con la ayuda de un caballero diestro, fuerte y abnegado. No, madame, yo no le daré esa oportunidad. Pero regresemos a esta carta; hay que terminarla.

La Duquesa de Guisa: ¡Jamás, señor mío, jamás!

El Duque de Guisa: No me saque de mis casillas, madame; ya es suficiente con las dos veces que me permití amenazarle.

La Duquesa de Guisa: Entonces, prefiero una reclusión eterna.

El Duque de Guisa: ¡Maldición y muerte! ¿Cree usted que sólo tengo ese recurso?

La Duquesa de Guisa: ¿Y qué otro? (El duque vierte el contenido de un pomito en una pequeña copa) ¡Ah! Usted no osaría asesinarme. ¿Qué hace usted, señor de Guisa? ¿Qué hace usted?

El Duque de Guisa: Nada. Sólo espero que la visión de este brebaje tenga la virtud que no han tenido mis palabras.

La Duquesa de Guisa: ¡Y qué! ¿Usted podría? ¡ah!

El Duque de Guisa: Escriba, madame, escriba.

LA DUQUESA DE GUISA: No, no. ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!

El Duque de Guisa: (Tomando la copa) Y ¿entonces?

La Duquesa de Guisa: Henri, ¡en nombre del cielo! Soy inocente, se lo juro. Qué la muerte de una débil mujer no manche su nombre. Henri, esto sería un espantoso crimen, pues yo no soy culpable; beso sus rodillas; ¿qué más quiere? Sí, sí, le temo a la muerte.

El Duque de Guisa: Hay una forma de que usted la evite.

La Duquesa de Guisa: Ésa es todavía más terrible que la muerte. Pero no, todo eso no es sino un juego para asustarme. Usted no pudo tener... usted no pudo haber tenido esa abominable idea.

El Duque de Guisa: (Riéndose) ¡Un juego, madame!

La Duquesa de Guisa: No. Su risa me lo ha dicho todo. Déjeme un instante para recogerme. (Ella baja la cabeza entre sus manos y ora)

El Duque de Guisa: Un instante, madame, sólo un instante.

La Duquesa de Guisa: (Después de haberlo hecho) Y ahora, ¡oh, Dios mío! ¡Ten piedad de mí!

El Duque de Guisa: ¿Está usted decidida?

La Duquesa de Guisa: (Levantándose por sí sola) Lo estoy.

El Duque de Guisa: ¿A obedecer?

La Duquesa de Guisa: (Tomando la copa) ¡A morir!

El Duque de Guisa: (Quitándole la copa y aventándola al piso) ¡Cómo lo amaba usted, madame...! Ella ha preferido... ¡Maldición! ¡Maldición para usted y para él! ¡Sobre todo para él por ser tan amado! Escriba.

La Duquesa de Guisa: ¡Desgracia! ¡Desgracia para mí!

El Duque de Guisa: Sí ¡desgracia! Pues para una mujer es más fácil expirar que sufrir. (Tomándole el brazo con su guante de fierro) Escriba.

La Duquesa de Guisa: ¡Oh! Déjeme.

El Duque de Guisa: Escriba.

La Duquesa de Guisa: (Tratando de soltar su brazo) Me lastima usted, Henri.

El Duque de Guisa: ¡Escriba, he dicho!

La Duquesa de Guisa: ¡Usted me lastima, Henri; me lastima terriblemente! ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Ah!

El Duque de Guisa: Entonces escriba.

La Duquesa de Guisa: ¿Puedo hacerlo? Se niebla mi vista. Un sudor frío... ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! Te agradezco, voy a morir. (Casi se desmaya)

El Duque de Guisa: No, madame.

La Duquesa de Guisa: ¿Qué exige usted de mí?

El Duque de Guisa: Que usted me obedezca.

La Duquesa de Guisa: (Agobiada) ¡Sí! ¡sí! Obedezco. ¡Dios mío! Tú lo sabes, yo he desafiado a la muerte; sólo el dolor me ha vencido, ella está más allá de mis fuerzas. Tú lo has permitido, ¡Oh dios mío! El resto está en tus manos.

El Duque de Guisa: (Dictando) "Las habitaciones de madame La Duquesa de Guisa están en el segundo piso, y esta llave abre la puerta." Ahora la dirección (Mientras que dobla la carta, madame de Guisa recorre su manga y se ven moretones en su brazo)

La Duquesa de Guisa:¿Qué diría la nobleza de Francia, si supiera que el duque de Guisa ha lastimado brutalmente un brazo de mujer con un guantelete de caballero?

El Duque de Guisa: El duque de Guisa rendirá cuentas a cualquiera que venga a preguntárselo. Concluya: "Al señor conde de Saint-Mégrin."

La Duquesa de Guisa: ¿Entonces sí era para él?

El Duque de Guisa: ¿No lo había usted adivinado?

La Duquesa de Guisa: Señor duque, al menos mi conciencia me permitía dudar de ello.

El Duque de Guisa: Ya, ya. Llame a uno de sus pajes, y entréguele esta carta (yendo hacia la puerta del salón y aventando la llave) y esta llave.

La Duquesa de Guisa: ¡Ah! ¡Señor de Guisa! ¡Se puede tener más piedad por usted de la que usted ha tenido por mí!

El Duque de Guisa: Llame a un paje.

La Duquesa de Guisa: Ninguno está por allí.

El Duque de Guisa: Arthur, su paje favorito, no debe de estar lejos; llámelo, ¡se lo ordeno! ¡Llámelo! Pero, antes, madame, no olvide que estaré aquí, detrás de este tapiz. Una sola seña, una sola palabra, este niño es niño muerto y será usted la que lo habrá matado (él sale) piénselo bien madame.

La Duquesa de Guisa: (Llamando) ¡Arthur!

ESCENA VI

Los mismos, Arthur

Arthur: Aquí estoy, madame; ¡Dios! ¡Gran Dios! ¡Vaya que está usted pálida!

La Duquesa de Guisa: ¿Yo, pálida? No, no, te equivocas. (Le entrega la carta y él la toma) No es nada. Vete, Arthur, déjame.

Arthur: Yo, dejarla, ¡cuando usted está sufriendo! ¿Desea que llame a sus damas?

La Duquesa de Guisa: Ni lo quiera Dios, Arthur. Toma esta carta, esta llave, y vete. ¡Ve! ¡Ve!

Arthur: "Al señor conde de Saint-Mégrin" ¡Oh! ¡Estará muy feliz, madame! Voy corriendo. (Sale)

La Duquesa de Guisa: ¿Feliz? ¡Oh! No, no, ¡regresa! ¡regresa, Arthur! ¡Arthur!

El Duque de Guisa: (Poniéndole su mano sobre la boca) ¡Silencio, madame!

La Duquesa de Guisa: (Cayendo en sus brazos) ¡Ah!

El Duque de Guisa: (Llevándola dentro del salón y cerrando la puerta con doble llave) Y ahora, ¡que esta puerta no se abra de nuevo si no es para él!

CUARTO ACTO

Misma decoración que en el segundo acto

PRIMERA ESCENA

Arthur, después Saint-Mégrin

Arthur: En la sala de consejo, a la izquierda, la habitación del señor de Saint-Mégrin. (Sale Saint-Mégrin de su habitación) Para usted, conde.

Saint-Mégrin: ¿Dices que esta carta y esta llave son para mí? Sí. "Al señor conde de Saint-Mégrin." ¿Quién te las dio?

Arthur: Aunque usted no esperaba nada de nadie. ¿Podía esperarlas de alguien?

Saint-Mégrin: ¿De alguien? ¿Cómo? ¿Y tú quién eres?

Arthur: Es usted tan ignorante en heráldica, conde, ¿qué no puede reconocer las armas reunidas de dos casas soberanas?

Saint-Mégrin: ¡La Duquesa de Guisa! (Poniéndose la mano sobre la boca) ¡Cállate! ¡Claro! (Lee) ¿Ella misma te ha dado esta carta?

Arthur: Ella misma.

Saint-Mégrin: ¡Ella misma! Muchachito, ¡no trates de tomarme el pelo! No conozco su escritura. Confiésalo, me has querido timar.

Arthur: ¿Yo, timarlo? ¡ah!

Saint-Mégrin: ¿Dónde te dio ella esta carta?

Arthur: En su oratorio.

Saint-Mégrin: ¿Estaba sola?

Arthur: Sola.

Saint-Mégrin: ¿Y qué parecía estarle pasando?

Arthur: No lo sé, pero estaba pálida y temblorosa.

Saint-Mégrin: ¡En su oratorio, sola, pálida y temblorosa! Todo esto debió haber sido así, y sin embargo, yo estaba muy lejos de esperarlo. No es imposible (Lee de nuevo) "Diversos miembros de la Santa Unión se reunirán esta noche en el hotel de Guisa; las puertas estarán abiertas hasta la una de la mañana. Con la ayuda de un traje de la liga, usted puede pasar sin ser visto. Las habitaciones de madame La Duquesa de Guisa están en el segundo piso y esta llave abre la puerta. Al señor conde de Saint-Mégrin." Claro que soy yo, es para mí; no es un sueño, en absoluto, mi cabeza está bien. Esta llave, este papel, esta líneas trazadas, ¡todo es real! No hay nada de ilusión en ello, (lleva la carta a sus labios) ¡soy amado! ¡amado!

Arthur: ¡Le corresponde, conde, guardar silencio!

Saint-Mégrin: Sí, tienes razón, ¡silencio! Y a ti también muchachito, ¡silencio! Debes ser mudo como una tumba. Olvida lo que has hecho, lo que has visto, no recuerdes ni mi nombre, ni recuerdes el de tu ama. Ella ha demostrado prudencia al encargarte este mensaje. No es entre los niños que se deban de temer a los delatores.

Arthur: Y yo, conde, estoy orgulloso de tener un secreto entre nosotros dos.

Saint-Mégrin: Sí, pero un secreto terrible; uno de esos secretos que matan. ¡ah! Tienes la suerte de que tu fisonomía no te traicione, que tus ojos no lo revelen nunca. Eres joven: conserva la alegría y la despreocupación de tu edad. Si sucede que nos encontremos de nuevo, pasa sin reconocerme, sin mirarme; si tuvieras en el futuro alguna cosa que decirme, no lo expreses con palabras, no lo confíes en papel; una señal, una mirada me dirá todo. Yo adivinaré el menor de tus gestos; yo comprenderé tu más secreto pensamiento. No puedo recompensar la alegría que te debo. Pero, si alguna vez tienes necesidad de mi ayuda o de mi auxilio, ven a mí, habla; y lo que tú me pidas, lo tendrás, sobre mi alma, así fuera mi sangre. Sal, sal, ahora, y cuida que nadie te vea. Adiós, adiós.

Arthur: (Apretándole la mano) Adiós, conde, ¡adiós!

ESCENA II

Saint-Mégrin, después Georges

Saint-Mégrin: Vete, jovencito, y ¡que el cielo vele por ti! ¡ah! ¡Soy amado! Pero son la diez; apenas tengo el tiempo de buscar el traje con la ayuda del cual... ¡George ¡George! (entra su valet) Necesito para esta noche un traje de la liga; ocúpate inmediatamente de conseguirlo. Que lo encuentre aquí cuado lo necesite; vete. (Sale George) ¿Pero quien viene para acá? ¡Ah es Cosme Ruggieri!

ESCENA III

Saint-Mégrin, Ruggieri

Saint-Mégrin: Ven, ¡oh ven, que yo te dé las gracias! Entonces, todas tus predicciones se han realizado. Te doy las gracias, pues soy feliz ¡Oh sí, sí, más feliz de lo que puedo creer. ¡No me respondes, me examinas!

Ruggieri: (Conduciéndolo hacia la luz) Ven conmigo joven.

Saint-Mégrin: ¡Oh ¿qué puedes leer en mi frente, si no es sino un futuro de amor y de bienestar?

Ruggieri: La muerte, tal vez.

Saint-Mégrin: ¡Qué dice usted, padre!

Ruggieri: ¡La muerte!

Saint-Mégrin: (Riendo) ¡Ah! Padre, por favor, déjeme vivir hasta mañana, es todo lo que le pido.

Ruggieri: Hijo mío, recuerda a Dugast.

Saint-Mégrin: ¡Dugast! Es cierto que corro peligro; mañana, me bato a duelo con el duque de Guisa.

Ruggieri: ¡Mañana! ¿A qué hora?

Saint-Mégrin: A las diez.

Ruggieri: No es eso. Si mañana, a la diez, todavía ves luz en el cielo, cuenta entonces con días largos y felices. (Se acerca a la ventana) ¿Ves esa estrella?

Saint-Mégrin: ¿La que brilla cerca de otra, todavía más brillante?

Ruggieri: Sí; y, al poniente, ¿distingues esa nube negra que no es sino un punto en la inmensidad?

Saint-Mégrin: Sí; y ¿entonces?

Ruggieri: Entonces, en una hora, esa estrella habrá desaparecido bajo esa nube, y esta estrella, es la tuya.

(Sale)

ESCENA IV

SAINT-MEGRIN, después Joyeuse

Saint-Mégrin: ¡Esta estrella, es la mía ! Ruggieri, ¡espera! No me escucha; entra a ver a la reina madre. Esta estrella, es la mía; y ¡esa nube! ¡viva Dios! Soy un insensato al creer en la palabras de ese adivinador. Estos signos nunca lo han engañado, dice él. ¡Dugast, Dugast! Y tú también, tú volabas como yo hacia una cita de amor, cuando te asesinaron; y tu sangre, al salir de tus veintidós heridas, hervía todavía de esperanza y felicidad. ¡Ah! Si yo tengo que morir así, ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡que al menos muera al regreso!

(Entra Joyeuse)

Joyeuse: Te buscaba, Saint-Mégrin. ¿Qué haces allí? ¿Tú, leyendo los astros?

Saint-Mégrin: ¿Yo? No.

Joyeuse: Al entrar te confundí con un astrólogo. ¿Qué? ¿Sigues? ¿Pero qué te pasa?

Saint-Mégrin: Nada, nada: miro el cielo.

Joyeuse: ¡Está bellísimo! Brillan las estrellas.

Saint-Mégrin: (Con melancolía) ¿Crees tú Joyeuse que después de la muerte, nuestra alma viva en uno de estos globos brillantes, en los que nuestros ojos tantas veces se vieron?

Joyeuse: Esos pensamientos nunca habitaron mi alma; son demasiado tristes. Tú conoces mi lema: ¡alegrarse, alegremente! Eso es por lo que respecta a este mundo. En tanto al otro, poco me importa lo que será, con tal que allá me encuentre bien.

Saint-Mégrin: (Sin escucharlo) ¿Crees que, allí nos reuniremos con las personas que aquí hemos amado? Dime; ¿crees que la eternidad puede ser la felicidad?

Joyeuse: ¡Dios verdadero! Te has vuelto loco, Saint-Mégrin; ¿qué clase de idioma me estás hablando? Arréglatelas para que mañana, a esta hora el señor de Guisa te haya afianzado la vida, y no me lo preguntes a mí. Ya tengo el cuello dislocado de estar mirando hacia el cielo.

Saint-Mégrin: Tienes razón; sí, soy un insensato.

Joyeuse: Viene el rey. Veamos, deja ese aire de preocupación. Se diría, sobre mi alma, que ese duelo te inquieta. ¿Estarás enojado?

Saint-Mégrin: ¿Yo, enojado? ¡Dios verdadero! Si me mata, Joyeuse, no será mi vida lo que me dolerá, será el dejarlo con vida.

ESCENA V

Los mismos, Enrique, D’épernon, Saint-Luc,

Bussy, Du Halde, diversos pajes y señores;

después Catalina De Médicis

Enrique: Estén tranquilos, señores, estén tranquilos; ya tomamos todas las medidas. Señor de Bussy, nosotros le otorgamos nuestra amistad, en recompensa por la manera en que usted ha secundado a nuestro valiente súbdito el conde de Saint-Mégrin.

Bussy D’Amboise: ¡Señor!

Enrique: (A Saint-Mégrin) He allí, mi muy digno amigo; ¿por qué no habías venido a verme? Señores, mi madre asistirá a la sesión; avísenle que va a iniciarse. ¡Ah! Antes, pongan un taburete en el primer escalón para el conde de Saint-Mégrin. (A Saint-Mégrin) Tengo que hablarte. ¡Por la muerte de Cristo! Estamos todos juntos, señores; sólo nos falta nuestro querido primo de Guisa.

Catalina: (Entrando) No habrá que esperar, hijo; me encontré con sus pajes en la antecámara.

Enrique: Sean bienvenidos, madre. Señores, tomen sus sitios. D’Épernon, el tuyo está en esa mesa; tú serás nuestro secretario, en ausencia de Morvilliers.

Catalina: Sobre todo, señor...

Enrique: Tranquilícese, madre, tranquilícese, tiene usted mi palabra.

ESCENA VI

Los mismos, El Duque de Guisa

Enrique: Entre, mi querido primo, entre. Hemos pensado antes que nada, en encauzar, nosotros mismos, el acta de reconocimiento que habíamos prometido; pero hemos pensado, después, que la que el señor d’Humières hizo firmar a los nobles del Péronne y de la Picardie, sería la mejor. ¿En cuanto al nombramiento de jefe, una cláusula al final de la primera bastará, y sin duda usted ya tendrá algunas ideas para redactarla?

El Duque de Guisa: Sí, señor, ya me he ocupado de ello. Quería ahorrar a Su Majestad la molestia… el fastidio…

Enrique: Es usted muy amable, primo mío; quiere usted dar esta acta al señor barón d’Épernon: léanoslo en voz alta e inteligible, barón. Escúchenlo, señores.

D’épernon: (leyendo) "Asociación acordada por los príncipes, señores, gentilhombres y otros, tanto del clero como de la nobleza de la provincia de Picardie. Primeramente..."

Enrique: Espere, D’Épernon. Señores, todos nosotros conocemos esta acta, de la que yo les he mostrado copia; es inútil, por lo tanto leer los diez y ocho artículos que la componen; pase al final; y usted señor duque, acérquese y dicte usted mismo. ¡Piénselo bien pues se trata de nombrar un jefe para una gran asociación! Es necesario entonces que ese jefe tenga grandes poderes. En fin, mi querido primo, hágalo como para usted.

El Duque de Guisa: Agradezco su confianza, señor, será usted complacido.

Saint-Mégrin: ¿Qué hace usted, señor?

Enrique: Déjame.

El Duque de Guisa: (Dictando) "1º El hombre que Su Majestad honrará a su elección deberá descender de una casa soberana, digna del amor y de la confianza de los Franceses por su conducta pasada y por su fe en la religión católica. 2º El Título de lugarteniente general del reino de Francia le será otorgado, y las tropas estarán puestas a su disposición. 3º Como sus acciones tendrán por objetivo el más grande bien de la causa, no deberá de rendir cuentas más que a Dios y a su conciencia."

Enrique: Muy bien.

Saint-Mégrin: ¡Cómo que bien! ¡Y usted puede aprobar condiciones similares, señor! ¡Revestir a un hombre de un poder tal!

Enrique: ¡Silencio!

Joyeuse: Pero, señor...

Enrique: ¡Silencio, señores! Deseamos, entiéndanlo bien, sea cual sea nuestra elección, que el elegido por nosotros, sea del agrado de ustedes. Primo mío, por lo tanto, deles usted como súbdito bueno y leal, ejemplo de sumisión. Usted es el primero después de mí, en este reino, mi querido primo, y, sobre todo en este caso, a usted le interesa que se me obedezca.

El Duque de Guisa: Señor, reconozco desde ahora como jefe de la Santa Unión a aquel que usted vaya a designar, y veré como rebelde a cualquiera que ose contradecir sus órdenes.

Enrique: Está bien, señor duque. Escriba, D’Épernon. (Se pone de píe frente a su trono) "Nosotros, Enrique de Valois, por la gracia de Dios, rey de Francia y de Polonia, aprobamos, por la presente acta redactada por nuestro fiel y amado primo Henri de Lorraine, duque de Guisa, la asociación conocida bajo el nombre de la Santa Unión. Y, por nuestra autoridad, nosotros nos declaramos el jefe."

El Duque de Guisa: ¡Cómo!

Enrique: "Habiendo dado fe de ello, lo hemos hecho revestir con nuestro sello real (descendiendo del trono y tomando la pluma), y la hemos firmado con nuestra mano ENRIQUE DE VALOIS." (Pasando la pluma al duque de Guisa). A usted, primo mío; usted que es el primero en el reino, después de mí. ¿Qué sucede, duda usted? Cree usted que el nombre de Enrique de Valois y las tres flores de lis de Francia no figuran tan dignamente al pie de esta acta como el nombre de Enrique de Guisa y las tres merletas de Lorena? ¡Por la muerte de Cristo! Usted quería un hombre que contara con el amor de los franceses. ¿Acaso no somos amados, señor duque? Responda desde el fondo de su corazón. Usted quería un hombre de alta nobleza; yo me creo tan buen gentilhombre como cualquiera de los que están aquí. Firme entonces, señor duque, firme; pues usted mismo dijo que cualquiera que no firmara, sería un rebelde.

El Duque de Guisa: (Aparte a Catalina) ¡Oh Catalina, Catalina!

Enrique: (Indicando el lugar donde Guisa debe firmar) Allí, señor duque, debajo de mi firma.

Joyeuse: ¡Viva Dios! Yo no me esperaba esto. (Extendiendo la mano para tomar la pluma) Después de usted, señor de Guisa.

Enrique: Sí, señores, firmen, firmen todos. D’Épernon, te encargarás de que sean enviadas copias de esta acta a todas las provincias de nuestro reino.

D’épernon: Sí, señor.

Saint-Paul: (A media voz, al duque de Guisa) No tuvimos suerte, señor duque en nuestra primera empresa.

El Duque de Guisa: (También a media voz, a Saint-Paul) Tendremos éxito en la segunda, la fortuna nos debe una compensación. Ha llegado Mayenne. Usted recibirá sus órdenes.

Enrique: Señores, les pedimos total perdón por esta larga sesión; esto no ha sido tan divertido como un baile de máscaras; pero pídanle cuentas a nuestro querido primo de Guisa; es él quien nos forzó a ello. Adiós, señor duque, adiós. Cuide siempre las necesidades del estado, como buen y fiel súbdito, como acaba usted de hacerlo y no olvide que cualquiera que no obedezca al jefe que he nombrado, será declarado culpable de alta traición. Después de esto, yo los abandono al cuidado de Dios, señores. Espera, Saint-Mégrin. ¿Madre, está usted contenta conmigo?

Catalina: Sí, hijo; pero no olvide que soy yo...

Enrique: No, no, madre; además, usted se encargaría de recordármelo, ¿no es así?

Saint-Mégrin: (Aparte) Ella me espera y el rey me ha pedido quedarme.

(Todos salen)

ESCENA VII

Enrique, Saint-Mégrin

Enrique: Entonces, Saint-Mégrin, he sacado provecho, eso espero, de tus consejos; he destronado a mi primo de Guisa, y estoy aquí como rey de la liga, en su lugar.

Saint-Mégrin: Ojalá no se arrepienta usted, señor. Pero esa idea no ha sido suya. Yo la reconozco como...

Enrique: ¿Y qué? Habla.

Saint-Mégrin: La política cautelosa de su madre. Ella cree tener todo ganado, cuando lo que ha ganado es tiempo. Yo me temía que tramaba algo contra el duque de Guisa. Yo la escuché cuando le hablaba llamándolo su amigo. En cuanto a usted señor, con pesar le he visto firmar esta acta. Usted era rey, ahora no es sino un jefe de partido.

Enrique: Y ¿qué habría que hacer, entonces?

Saint-Mégrin: Entorpecer la política florentina, y actuar francamente.

Enrique: ¿Cómo?

Saint-Mégrin: Como rey. ¡Viva Dios! Pruebas de la rebelión del señor duque de Guisa no faltarán.

Enrique: Las tenía.

Saint-Mégrin: Sólo había que utilizarlas y hacerlas efectivas.

Enrique: Él tiene todos los parlamentos.

Saint-Mégrin: El rey tenía que imponer a todos los parlamentos el poder de su voluntad. La Bastilla tiene murallas gruesas, y fosas hondas, un gobernador fiel; y el señor de Guisa, al entrar allí sólo hubiera tenido que haber seguido las huellas de los mariscales de Montmorency y de Cossé.

Enrique: Amigo mío, no hay murallas suficientemente sólidas para encerrar a un prisionero como ese. No conozco sino un féretro de plomo y una tumba de mármol que me lo podrían garantizar... Entonces, tú oríllalo a que lo arresten, Saint-Mégrin, y yo me encargo de hacer fundir el primero y de erigir el otro.

Saint-Mégrin: Y, siendo así, señor, será castigado, es cierto, pero no como lo hubiera merecido.

Enrique: Poco importa la diferencia de los medios, cuando el resultado sea el mismo. ¿Espero Saint-Mégrin, que hayas arreglado todo bien para este combate?

Saint-Mégrin: No señor; porque todavía no he tenido el tiempo de cumplir con mis deberes religiosos.

Enrique: ¡Cómo! ¿aún no has tenido tiempo? ¿Entonces has olvidado el duelo de Jarnac y de la Chataigneraie? Había sido fijado quince días después del desafío. Y esos quince días, Jarnac pasó rezando, mientras que la Chataigneraie corría de placer en placer, sin pensar en Dios. Así, Dios lo castigó, Saint-Mégrin.

Saint-Mégrin: Señor, mi intención es cumplir con todas mis obligaciones de cristiano; pero, antes, hay otras que tengo que cumplir. Permítame.

Enrique:¿Cómo... otras?

Saint-Mégrin: Señor, mi vida está en las manos de Dios… y, si él ha decidido mi muerte, ¡qué se haga su voluntad!

Enrique: ¡Eh! ¿Qué es lo que dices? Su existencia, le pertenece señor, ¿y le hace tan poco caso? No, ¡por la muerte de Dios! Ella es para nosotros, que somos su rey y su amigo. Cuando se trate de sus asuntos, usted se dejará morir, si tal es su deseo; pero cuando se trate de los nuestros, señor conde, nosotros le pedimos mirarlo con más atención.

Saint-Mégrin: ¡Dios verdadero! Señor, haré lo mejor que pueda; no tenga cuidado.

Enrique: ¿Harás lo mejor? No es suficiente; haz que jure que no tiene ni cota, ni talismán, ni armas ocultas; y, cuando lo haya hecho, entonces usa toda tu fuerza, todo tu valor; lánzate enérgicamente, contra él.

Saint-Mégrin: Sí, señor.

Enrique: Una vez que te hayas deshecho de él, ya no seremos dos en Francia, seré realmente rey, realmente libre. Mi madre estará orgullosa del consejo que me ha dado; pues, tú tenías razón, vino de ella y tendré que pagarle obedeciéndola.

Saint-Mégrin: Señor, Dios y mi espada me ayudarán.

Enrique: Tu espada, yo mismo quiero juzgar. (llama) ¡Du Halde! Trae las espadas más filosas.

Saint-Mégrin: ¿Señor, en un momento como este, cuado su Majestad debe tener necesidad de reposo?

Enrique:¿Reposo? ¡reposo! ¡Todos me hablan de reposo! ¿Crees que él duerme? O, si duerme, ¿que está soñando?¡Que mande insolentemente desde el trono de Francia, y que yo… yo, su rey… yo rece humildemente en un claustro! Un rey no duerme, Saint-Mégrin. (Llamando) ¡Du Halde! Tráenos esas espadas.

Saint-Mégrin: (Aparte) Las horas vuelan; ella me espera. (En voz alta) Señor, me es imposible; usted me recordó lo deberes sagrados, tengo que cumplirlos.

Enrique: Entonces, escucha, mañana... (Suena la hora) Espera; es medianoche, ¿creo?

Saint-Mégrin: Sí señor, es medianoche.

Enrique: Cada vez que suene la hora, yo ruego a Dios bendiga el día en que voy a entrar en... Debo dejarte; pero ven a verme mañana antes del combate. Du Halde, lleva estas espadas a mi aposento.

Saint-Mégrin: Yo lo haré señor, lo haré.

Enrique: ¡Bueno! Cuento contigo.

Saint-Mégrin: Ahora, ya puedo retirarme. Su Majestad está satisfecha.

Enrique: Sí, el rey está tan contento, que el amigo quiere hacer algo por ti. Ten, he aquí un talismán con el que Ruggieri pronunció unos embrujos; el que lo lleve no puede morir, ni por hierro, ni por fuego. Te lo presto; tú me lo devolverás, ¿después del combate?

Saint-Mégrin: Sí señor.

Enrique: Adiós, Saint-Mégrin.

Saint-Mégrin: Adiós, señor, ¡adiós !

(El rey sale)

ESCENA VIII

Saint-Mégrin, Georges

Saint-Mégrin: Al fin estoy solo. (llamando) ¡Georges! Ah! Allí estás. Mi traje. Bueno. ¡Ayúdame!… ayúdame.

Georges: ¿Va usted a salir? ¿Quiere usted que haga venir un palanquín?

Saint-Mégrin: No

Georges: Viene una tormenta.

Saint-Mégrin: Sí. (Va a la ventana, riendo convulsivamente) Después no habrá más que una estrella en el cielo.

Georges: ¿Y va usted a caminar?

Saint-Mégrin: Sí, voy a caminar.

Georges : ¿Sin armas?

Saint-Mégrin: Tengo mi espada y mi puñal, es suficiente. Sin embargo, dame la espada de Schomberg; está mejor. (aparte) Voy a verla; un instante más y estaré a sus pies.

Georges : Aquí está. ¿Quiere usted que lo acompañe?

Saint-Mégrin: No. Tengo que salir solo.

Georges: ¡Después de la media noche! ¿Qué diría su madre si lo supiera?

Saint-Mégrin: ¡Mi madre! Sí, sí, tienes razón. La tormenta crece. ¡Mi pobre madre! Como quisiera verla, aunque sea un instante. Escucha: tú le darás esta cadena (cortando un rizo de su cabello con su puño), estos cabellos, si no me ves mañana, ¿has entendido?

Georges: Y ¿por qué, por qué?

Saint-Mégrin: Tú no sabes, tú no lo sabes. Dame mi capa.

Georges: Señor mío, mi joven amo, no salga, ¡en nombre del cielo! La noche se volverá terrible.

Saint-Mégrin: Sí, puede volverse terrible (Aparte) No importa, hay que hacerlo, ella me espera; ya me entretuve demasiado. ¡Maldición! Si ya fuese demasiado tarde.

Georges: En nombre del cielo, permítame seguirlo.

Saint-Mégrin: (Enojado) Quédate, te lo ordeno.

Georges : ¡Señor mío!

Saint-Mégrin: (Le extiende la mano) ¡No! Bésame. Adiós. No te olvides de mi madre.

QUINTO ACTO

Salón en el que se encuentra encerrada La Duquesa de Guisa.

PRIMERA ESCENA

La Duquesa de Guisa, sola

Aún lleva las flores que le adornaban la cabeza en el tercer acto;

escucha al reloj dar la hora.

La Duquesa de Guisa: Treinta minutos después de la media noche. Qué lento pasa el tiempo. ¡Oh! Si no me amara lo suficiente como para no venir. Hasta la una de la mañana las puertas del hotel permanecerán abiertas; ya he visto entrar a los miembros de la liga que debían aquí reunirse. Sin duda, él no estaba con ellos. Todavía media hora de angustia y de tormento. Y, desde hace dos horas que estoy encerrada en este cuarto, sólo tratando de identificar el ruido de sus pasos. He querido rezar; ¡rezar! (Escuchando y acercándose a la puerta) ¡Ah! ¡Dios mío! No, no, aún no es él. (Va a la ventana) Si esta noche fuera menos obscura, podría verlo y, con alguna señal, tal vez, advertirle el peligro; pero ¡no hay esperanza! ¡La puerta del hotel se cierra! ¡Está salvado! Al menos por esta noche. Algún obstáculo lo habrá mantenido lejos de mí. Arthur no habrá podido encontrarlo; y probablemente, mañana, habrá algún modo de hacerle saber de la trampa que querían tenderle. ¡Oh! Sí, sí ya encontraré como... yo... (Escuchando) Me parece oir... (Se acerca a la puerta) ¡Pasos! ¿Serán los del señor de Guisa? No, no, suben; se detienen. ¡Ah! Se acercan ¡Alguien viene! (Con temor) ¡No entre! ¡No entre! Huya, ¿y cómo huir? Fue detrás de él que se cerraba la puerta. ¡Ah! Dios mío! ¡Ya no hay esperanza!

(La puerta se abre; ella retrocede a medida que Saint-Mégrin avanza)

Escena II

La Duquesa de Guisa, Saint-Mégrin

Saint-Mégrin: No me equivoqué ; era su voz la que había escuchado; ¡ella me guió!

La Duquesa de Guisa: ¡Mi voz! ¡mi voz! Ella le decía que huyera.

Saint-Mégrin: ¡Qué insensato fui! ¡No podía creer tanta felicidad!

La Duquesa de Guisa: ¡Esta puerta está todavía abierta! ¡Huya, señor conde, huya!

Saint-Mégrin: ¡Abierta! Sí, ¡qué imprudente soy!

(La cierra)

La Duquesa de Guisa: ¡Señor conde, escúcheme!

Saint-Mégrin:¡Oh! ¡Sí, sí! ¡Habla! Tengo necesidad de escucharte, para creer en mi felicidad.

La Duquesa de Guisa: Huya, ¡huya! ¡Allí está la muerte...! ¡Asesinos...!

Saint-Mégrin: ¡Qué cosa dice! ¿Qué son esas palabras de muerte y de asesinos?

La Duquesa de Guisa: ¡Oh! Escúcheme, escúcheme. ¡En nombre del cielo! Salga de este insensato delirio. ¡Allí le va la vida, se lo digo yo! Le han tendido una trampa infernal; quieren asesinarlo.

Saint-Mégrin: ¡Asesinarme! ¿Esta carta no era entonces de usted?

La Duquesa de Guisa: Era mía; pero la violencia... la fortuna... ¡Vea! (Ella le muestra su brazo) Vea.

Saint-Mégrin:¡Ah!

La Duquesa de Guisa: Soy yo la que escribió ese mensaje; pero es el duque quien lo dictó.

Saint-Mégrin: (Rompiéndolo) ¡El duque! ¿y yo que lo creí? No, no, yo no lo creí un solo instante. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Ella no me ama!

La Duquesa de Guisa: Ahora que usted sabe todo, huya, ¡huya! Se lo he dicho, está en riesgo su vida.

Saint-Mégrin: (Sin escucharla) Ella no me ama. (Mete su mano en el pecho y se lo golpea con fuerza)

La Duquesa de Guisa: ¡Oh, Dios mío! Dios mío!

Saint-Mégrin: (Riendo) Es mi vida, usted dice, ¿lo que quieren? Entonces, yo se las llevo, pero ¡sin quedarme con nada de usted! Tenga, he aquí este ramo, que casi me costó la vida. En una palabra, usted me ha arrancado la vida, como de su tallo, estas flores. ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Hasta nunca! (quiere abrir la puerta) Esta puerta está cerrada.

La Duquesa de Guisa: ¡Es él! Él sabe que usted está aquí.

Saint-Mégrin:¡Ah! ¡qué venga, qué venga! ¡Henri! ¡ Henri! ¿Tendrás el valor para herir el brazo de una mujer? ¡Ah! ¡Viene, viene!

La Duquesa de Guisa: ¡No lo llame! ¡no lo llame! ¡tiene que venir!

Saint-Mégrin:¿A usted qué le importa? A usted, yo le soy indiferente. ¡Ah! ¡la piedad! Sí.

La Duquesa de Guisa: Pero, si usted me ayudara, tal vez podría huir.

Saint-Mégrin: ¡Yo, huir! Y ¿por qué? ¿Mi muerte y mi vida no son igualmente ajenas para su existencia? ¡Huir! ¿y huiría también de su indiferencia, tal vez de su odio?

La Duquesa de Guisa: ¡Mi indiferencia! ¡mi odio! ¡ah! ¡Ruego al cielo!

Saint-Mégrin: ¡Ruego al cielo! ¿Tú lo dices? Una palabra, una palabra más y te obedeceré ciegamente. Dilo; ¿para ti es más terrible mi muerte que el asesinato de un hombre?

La Duquesa de Guisa: ¡Gran Dios! Él lo pregunta. ¡Oh! Sí, sí.

Saint-Mégrin: ¡No me engañes! ¡Te lo pido! ¡Hablabas de huir! ¡cómo! ¿Con qué medios? ¡Huir! Yo, ¿huir ante el duque de Guisa? ¡Jamás!

La Duquesa de Guisa: No es ante el duque de Guisa que usted huiría, es ante asesinos. Acorralado en alguna otra parte del hotel, por esa reunión de los de la Liga, él ha querido asegurarse que una vez aquí, usted no podría escaparse de él. Si sólo pudiéramos cerrar esta puerta, tendríamos entonces algunos instantes; pero quitaron la tranca; en sus manos está una segunda llave (buscando) y la otra...

Saint-Mégrin: ¿Sólo es eso? Espere. (Rompe la punta de su puñal dentro de la cerradura) Ahora, esta puerta ya no se abrirá a menos que la derriben.

La Duquesa de Guisa: ¡Bueno! ¡bueno! Busquemos una manera, una salida. ¡Mis ideas se confunden! ¡Me explota la cabeza !

Saint-Mégrin: (Corriendo hacia la ventana) Esta ventana...

La Duquesa de Guisa: ¡Tenga cuidado! ¡Se mataría!

Saint-Mégrin: ¡Matarme sin venganza! Tiene usted razón; los esperaré.

La Duquesa de Guisa: ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío! ¡ayúdanos! ¡Oh! Todas las medidas para la venganza han sido muy bien tomadas. Y soy yo, yo la que no ha podido sufrir. (Cayendo de rodillas) Conde, ¡en nombre del cielo! Su perdón (levantándose) o mejor, no, no, no me perdone, y, si usted muere, ¡yo moriré con usted!

(Ella cae en un sillón)

Saint-Mégrin: (A sus pies) Entonces, dame la más dulce muerte. Dime , dime que me amas. Es con un pie en la tumba que te lo suplico. No soy para ti más que un moribundo. Los prejuicios del mundo, desaparecen; los lazos de la sociedad se rompen ante la agonía. Rodea mis últimos momentos de felicidades celestes. ¡Ah! Dime, dime que soy amado.

La Duquesa de Guisa: Claro, sí, ¡yo a usted lo amo! Y desde hace mucho tiempo. Cuántos combates he tenido que librar para huir de sus ojos, ¡para alejarme de su voz! Sus mirada, sus palabras me perseguían por todos lados. ¡No! Para nosotros la sociedad ya no importa, el mundo ya no tiene prejuicios. Escúchame entonces: sí, sí, te amo. Aquí, en este mismo cuarto, ¡cuántas veces huí de un mundo que tu ausencia despoblaba para mí! ¡Cuántas veces vine a aislarme con mi amor y mis lágrimas! Y entonces, veía de nuevo tus ojos, seguía escuchando tus palabras, y te respondía. Esos momentos, han sido los más dulces de mi vida.

Saint-Mégrin: ¡Basta, basta! ¿Entonces no quieres que muera? ¡Maldición! Aquí, toda la felicidad de la tierra, y allá, la muerte, el infierno. ¡Oh! Cállate, no me digas más que me amas. Con tu odio, hubiera desafiado sus puñetazos, y ahora , ¡ah! Creo que tengo miedo. ¡Cállate! callate!

La Duquesa de Guisa: No me maldigas, Saint-Mégrin.

Saint-Mégrin: Sí, sí te maldigo, por tu amor que me hace medio ver el cielo y morir. Morir, joven, ¡amado por ti! ¿Acaso puedo morir? No, no; dime de nuevo que todo esto no era sino una ilusión y una mentira. (Se escucha un ruido)

La Duquesa de Guisa: ¡Escucha¡ ¡Ah! ¡Son ellos!

Saint-Mégrin: Son ellos. (Sacando su espada y descansando sobre ella con calma) Aléjate; me has visto débil, insensato; frente a la muerte vuelvo a ser un hombre. ¡Aléjate!

La Duquesa de Guisa: (Después de un momento de reflexión) ¡Saint-Mégrin! Escuche, escuche. ¡Esta ventana, sí, sí! Ahora recuerdo. Hay un balcón en el primer piso; si logra llegar allí... Un cinturón, una cuerda; podría usted llegar hasta allí, y entonces estaría salvado. (buscando) ¡Dios mío! Nada, nada.

Saint-Mégrin: ¡Cálmate! ¡Cálmate! (Va hacia la ventana) Si sólo pudiera distinguir ese balcón, pero no es sino una boca de lobo.

La Duquesa de Guisa: Escucha. Se escucha ruido en la calle. (Precipitándose hacia la ventana) A quien quiera que sea, ¡auxilio! ¡auxilio!

Saint-Mégrin: (Quitándola de la ventana) ¿Qué haces? ¿Quieres alertarlos? (Cae un bulto de cuerdas dentro del cuarto) ¿Qué es eso?

La Duquesa de Guisa: ¡Ah! ¡Esta usted salvado! (Toma la cuerda) ¿De dónde viene? Una nota. (Ella lee) "Algunas palabras que escuché me han dicho todo. Sólo tengo este medio de salvarlo y lo empleo. Arthur." ¡Arthur! ¡Oh querido niño! (A Saint-Mégrin) Es Arthur; ¡huya, huya de prisa!

Saint-Mégrin: (Amarrando la cuerda) ¿Tendré tiempo? Esta puerta (la mueven violentamente) esta puerta...

La Duquesa de Guisa: Esperen. (Pasa su brazo entre los anillos de hierro)

Saint-Mégrin: ¡Ah! ¡Dios! ¿Qué hace usted?

La Duquesa de Guisa: ¡Déja! ¡Déja! Es el brazo que él ya lastimó.

Saint-Mégrin: Prefiero morir.

El Duque de Guisa: (Sacudiendo la puerta) Abra, madame, abra.

La Duquesa de Guisa: Huya, ¡huya! Al huir, salva usted mi vida; si permanece, juro que moriré con usted, y moriré deshonrada. ¡Huya, huya!

¿Me seguirás amando?

Saint-Mégrin: Sí, si.

El Duque de Guisa: (Desde afuera) Unos perros, unas hachas, que pueda atravesar esta puerta.

La Duquesa de Guisa: ¡Entonces vállase! ¡sí, sí, adiós!

Saint-Mégrin: ¡Adios! ¡Venganza! (Pone su espada entre los dientes y desciende por la ventana)

La Duquesa de Guisa: ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! Te agradezco, está salvado. (Un momento de silencio; después gritos, golpes de armas) ¡Ah! (Se aleja de la puerta, corre a la ventana) ¡Arthur! ¡Saint-Mégrin! (Lanza un segundo grito, y cae en medio del escenario)

ESCENA III

La Duquesa de Guisa, casi desmayada;

El Duque de Guisa, seguido de Saint-Paul, y de 

varios hombres.

El Duque de Guisa: (Después de echar un rápido vistazo) Habrá bajado por esta ventana. Pero Mayenne estaba en la calle con veinte hombres, y el ruido de las armas... Ve, Saint-Paul; ustedes síganlo. Ve, y me dirás si todo ha terminado. (Tropezando con el pie de la duquesa) ¡Ah! Es usted, madame, entonces, le he proporcionado un tête a tête.

La Duquesa de Guisa: Señor duque, ¡lo ha mandado asesinar!

El Duque de Guisa: Déjeme, madame; déjeme.

La Duquesa de Guisa: (De rodillas, agarrándolo por la cintura) No me soltaré de usted.

El Duque de Guisa: ¡Déjeme le digo! O bueno, sí, sí. ¡Venga! Con la luz de las antorchas, usted podrá verlo una última vez. (La arrastra a la ventana) ¿Entonces, Saint-Paul?

Saint-Paul: (En la calle) Espere; no ha caído solo. ¡ah! ¡ah!

El Duque de Guisa: ¿Es él?

Saint-Paul: No, es el joven paje.

La Duquesa de Guisa: ¡Arthur! ¡Ah! ¡pobre niño!

El Duque de Guisa: ¿Lo habrán dejado huir? ¡Los miserables!

La Duquesa de Guisa: (Con esperanza) ¡Oh!

Saint-Paul: Aquí está.

El Duque de Guisa: ¿Muerto?

Saint-Paul: No, cubierto de heridas, pero todavía respira.

La Duquesa de Guisa: ¡Respira! Se le puede salvar. Señor duque, en nombre del cielo.

Saint-Paul: Seguramente tenía algún talismán contra el hierro y contra el fuego.

El Duque de Guisa: (Lanzando por la ventana el pañuelo de La Duquesa de Guisa) Entonces, apriétale la garganta con este pañuelo; la muerte le será má s dulce; lleva las armas de La Duquesa de Guisa.

La Duquesa de Guisa: ¡Ah! (Cae)

El Duque de Guisa: (Después de haber mirado hacia la calle por un instante) ¡Bien! Ahora que hemos terminado con el fiel servidor de Su Majestad, ocupémonos del amo.

TELÓN

Traducción francés -español:
Mariluz Suárez Herrera

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