De cuando se le llenó a Melesio el buche de piedritas
Mariluz Suárez

Melesio  llegó retador y valeroso. Saludó a Roque,  quien llevaba una  botella bajo el brazo. El conserje abría y cerraba los cajones de su escritorio buscando un sitio en el que meterla. Notó  diferente a su compañero de trabajo, no llevaba el acostumbrado uniforme sino una camisa azul, un suéter de muchos colores y pantalón de casimir, pulcro como todos los días.

-No olvides que hoy me voy temprano -dijo  Melesio mientras ponía las bolsas para la basura y un garrafón de plástico en el  piso del elevador.

-Llevas tres días con la misma cantaleta, a la una, no se me olvida, a la una de la mañana –-respondió el conserje.

Oprimió el botón con el número catorce y respiró hondo. Era un día diferente, muy diferente, y aunque Roque se burlara, era imposible pensar en otra cosa.Tener a Conchita, su mujer, de nuevo entre los brazos, lo animaba a una jornada de trabajo mejor que las anteriores.

Para Muertos voy a ir por tí a la terminal, después te llevo a comer algo. Aquí cerquita venden unos totopos y  unas tortas como los que te gustan y ya verás que hacen un  caldo de pollo igualito al de tu mamá. Luego vamos a caminar por los parques. O te llevo a ver una película. Vas escuchar muchas  canciones que ni conoces,  los mercados y  las tiendas te van caer de sorpresa. También te voy a subir al metro,  a los camiones y al tranvía.

Le complacía ser el responsable de la limpieza de una oficina tan elegante como la del gerente. Días después de haber sido contratado ya podía adivinar cuantas personas habían entrado a verlo. Hacía apuestas con Roque, quien llevaba el control exacto de todo el que entraba y salía del edificio.  Melesio contaba el número de colillas, el gasto de papel de baño y medía el agua en el garrafón; por eso, durante la última semana, todas las apuestas las perdió el conserje.

...vas a ver que se te va a quitar el miedo ese que tienes a la ciudad, aquí la gente es igual a la de allá, y el ruido que dices es como la fiesta de Santo Tomás. Te aviso que ya entré a otra iglesia que te va a gustar todavía más. Hay una virgencita vestida como a ti te gustan, con esos adornos que dices que un día te voy a comprar. Tiene una tela como de cortina larga larga, en la espalda, llena de colguijes de oro y plata. Ya compré cuatro para cuando estemos todos juntos aquí. Vamos a ir a ponérselos con nuestras propias manos.

El jueves era su día favorito,  y todos los jueves pensaba más en Concha, a partir de que descubrió el dulce perfume que cubría el sillón grande y mullido, del lado de la Avenida Insurgentes. Roque le aseguró que el sillón tenía el olor de la contadora del quinto piso, los dos comprobaron que sólo  olía así los jueves.

 ...dicen que es rete milagrosa, y seguro más que la virgen vieja y fea de nuestro pueblo, ésa ya está cansada de oír siempre lo mismo, por eso ya ni caso nos hace. Aquí hay muchas, y la gente pide otras cosas, cosas importantes, y entre tantas virgencitas, siempre hay una desocupada.

La primera vez que entró al despacho miró la ciudad a través de los enormes ventanales, corrió de un lado al otro y  terminó en el piso, contando las cúpulas de las iglesias, los autos de color azul y la partida de los aviones. ¡Qué bonita es esta ciudad!, pensó aunque nunca más la miró desde allí con luz de día. Su jornada se estableció de diez de la noche a cinco de la mañana.

Siempre le sobraban tres o cuatro horas para descansar, lo hacía sentado en la alfombra, contemplando las luces y platicándole a la luna de todo lo que dejó atrás y lo que vendría después.  Entre los grandes placeres de su  vida no había ninguno superior a contemplar ese espectáculo nocturno. Hasta que a las cinco en punto, de martes a sábado, Roque le enviaba el elevador para que bajara la basura y saliera del edificio.

Era un hombre llegado a la metrópoli para luchar por la vida, había dejado la ciudad en los primeros años de la infancia, jamás pensó que regresaría a ella, su majestuosidad lo incitaba a  ya no dejarla. La falta de trabajo, la miserable vida para Conchita y cuatro hijos lo obligaron a volver.

Desde que dijiste que vienes ya no duermo bien, ni tengo hambre, cada día es peor. Ojalá te pongas el vestido rojo, el que te compré cuando llevamos al chiquito con el Padre Juan para que le echara el agua. Con ése te ves bien chula, te voy a estar esperando, yo te voy a ver desde antes de que bajes del camión. Ni traigas dinero, yo  ya junté algo, voy a tener unas flores en las manos, aquí hay de muchísimas, ni te las imaginas, si no me ves a mí, busca las flores.

Empezó a poner todo en su lugar, no podía quejarse, hasta el gerente había cooperado ese día, casi no ensució la oficina, ni agua gastó. Ya ha de venir el elevador -pensó-.  ¿Por qué pusieron esas rejas en las escaleras de servicio?  Bueno, es cierto que vaciaron dos veces el piso 17, pero eso fue antes de que él llegara y antes de Roque, tan serio y tan cumplido, que nunca  ha llegado tarde, ni por enfermedad.   

El conserje tenía escasos minutos de haberse quedado dormido. Acostado en la silla giratoria, con los pies sobre el escritorio, su suéter aventado en el sillón grande del recibidor y los zapatos en el suelo,  junto al sillón de una plaza.   Elevaba rítmicos ronquidos,  con la boca abierta y  una botella de tequila bajo la piel que le proporcionaría un sueño largo y reparador.

En muchos años Roque no había celebrado un cumpleaños tan feliz y a tan bajo costo.

El elevador no subía.  Melesio oprimió el botón hasta el cansancio, pateó las puertas y metió lo que pudo tratando de abrirlas. Quizo forzar la chapa de la escalera de servicio. ¿Pero por qué diablos no me manda el elevador? ¿Lo matarían, entraría alguien en el edificio?  Melesio había cultivado su soledad  pero en este momento no entendía de qué le había servido su amistad con el conserje,  que ahora lo castigaba encerrándolo dentro de estos muros transparentes. Lo que nunca hacía, sacó una cajetilla de cigarros del cajón del gerente. Prendió uno, chupó con voracidad, se tragó el humo. Con la boca entreabierta miraba un edificio alto, pensó en las personas allí dentro. Más pálido que nunca, se encogió, como herido imaginando la llegada de su mujer y el elevador que aún no subía. La ciudad abría sus fauces para recibir a Concha, para tragársela, deglutirla.

¿Qué va a ser de ti? Vas a pensar que no quise ir a buscarte, te va a dar miedo salir a la calle, ni sabrás a dónde ir. Tratarán de robarte, por algo no querías venir. Te imagino pidiendo dinero para regresar al pueblo,  acechada por los policías, prohibiéndote dormir en la terminal. Sin comer, sin un sitio en donde guarecerte, sin tener quien te informe, pasarás la madrugada buscando inútilmente unas flores y al hombre que te devolvería la calma.

Se levantó dirigiéndose a una de las ventanas, golpeó fuertemente con las palmas el cristal: - ¡Maldita ciudad, juro que en cuanto se abra esa puerta me largo! Si se perdió, si le hacen algo, si no la vuelvo a ver, tú tendrás la culpa.

Soltó la última colilla de su huesuda mano que al caer esparció luz y ceniza. Imaginó la sonrisa petrificada de Concepción al no encontrarlo. Tomó de nuevo el teléfono, cuya lejana señal reiteraba que habían cortado la comunicación desde el conmutador. Otro angustioso silencio fue la respuesta.

Cansado de pasear su intranquilidad, frente a una puerta que no se abriría, se sentó de golpe en el sillón giratorio, la cubierta de cristal reflejó un rostro invadido por un dolor sombrío.

Cuando asomó el primer resplandor en el horizonte, Melesio comprendió que ya era inútil insistir.

La visión de sí mismo, encerrado en aquella vitrina, le produjo rabia.

-Tienen que rescatarme -repetía, deseando que Roque se acordara.

El elevador no subiría sino hasta la cinco del martes siguiente, y eso si es que el conserje tomaba en cuenta que era fin de semana de Muertos, fin de semana largo, de descanso, de convivio, en familia.

Golpeó la mesa de centro con los puños cerrados, se tomó la cabeza con ambas manos y fijó la vista en un trozo de cristal por el que todos los días pasaba un trapo. Nunca había tenido la curiosidad de leer la frase allí grabada. “Todos los males del hombre vienen de no saber quedarse quieto en una habitación”  No pudo terminar de leer la frase de Pascal porque las lágrimas empañaron sus ojos. Una gota lodosa recorrió su pómulo derecho.

Con los ojos muy abiertos, respirando por la boca, lo encontró la llegada del alba.

Mariluz Suárez

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