Estación Tlatelolco

De cómo Benito Matela fue y tomó
Mariluz Suárez Herrera

La familia Matela se estableció en ese escondido pueblo de la Mixteca desde la época del Plan de la Noria. Benito nació en una casa baja, de un solo piso, muy simple de fachada, maciza de muros con aspecto de fortaleza. Igual que todas las demás, no era por defenderse de los enemigos sino de lo implacables terremotos. Era una casa incómoda y fea con un gran zaguán y patio, elemento característico de las casas viejas, sin faltarle el grueso baño de cal a todos los muros. Gruesa cal que al llegar la tarde se mezcla con el calor y éste con vapores fétidos, sudor y mugre. Las construcciones de este pueblo se acomodan una a una sin sombra que se pegue a los muros. La invariabilidad del panorama hacía monótono el paisaje y monótona la vida.

Ese día que nació  hacía fresco y las pocas personas que se encontraban en la calle limpiaban rápida y eficazmente las deterioradas banquetas, consecuencia de la noche anterior que habían pasado calientitos, en una celda, después de la acostumbrada borrachera.

Durante su niñez Benito fue poseedor de una sonrisa amable, que tuvo la desventura de desaparecer con el tiempo. Sus andanzas juveniles, las jaladas de la escuela y los desahogos de la pubertad también pasaron. Su pequeño cerebro no podía explicarse la descarada acción del hacha que como cruel verdugo de práctica se hizo costumbre. Ya adulto, la incomodidad de su vivienda, la promiscuidad y su escuálido salario ayudaron a su afición. Estaba fuera de su casa el mayor número de horas, su carácter alegre y dicharachero era bien conocido pero su existencia fue pobre, fea y triste. De la misma manera en que sufrió la tala que le proporcionaba un salario, sin que él mismo se diera cuenta, así surgió ese hábito con el que hizo camino. Paulatinamente se fue desarrollando en él una tendencia a la destrucción y al daño. Adoptó conductas negativas y se cerró por completo a cualquier ayuda. Compartía su afición con la pena de los pequeños delincuentes, con la miseria de los menesterosos y con la vergüenza de los exconvictos. Junto con ellos, en esas noches de libertad fingida manifestaba su dolor sumiso. Muchos prejuicios había contra los de su clase, el pueblo, sin embargo, lo toleraba y lo aceptaba como personaje molesto que indiscutiblemente ofendía al recato.

Soñó con cambiar el mundo, al no poder conseguirlo, su enojo lo levó a comprometerse con ese cosmos donde las abejas zumbaban y el agua borboteaba iluminada por el agridulce sabor de la bebida. Cada vez que tomaba licor, sentía que esa primera gota maravillosa, gota de oro, lo volvía a la vida, remplazaba a la sangre que le corría por las venas en licor de bienaventurada  alegría. Su angustiada existencia se transformaba paulatinamente en un templo de paz y tranquilidad por el que suavemente posaba los pies.

Se transformó en un ser solitario. Bebía siempre a sorbos pequeños, su respiración se había vuelto difícil, su esquelético cuerpo a duras penas sostenía un rostro enrojecido. La noche que murió se hizo un silencio absoluto cuando el propietario de local lo notificó con un penoso y largo sonido gutural. No se sabe si le embargó el dolor de la noticia o la pérdida de un salario semanal, que íntegro pasaba del pagador a su bolsillo por intermediación de Benito Matela.

Mariluz Suárez Herrera 
De "Una mañana cualquiera" 
Ediciones Luna de Papel, Monterrey, N. L. México 2006

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