El Sentido Histórico del Proyecto Educativo de Lutero (I)
Roldan Tomasz Suárez Litvin

El   presente   es   el   primero   de   un   conjunto   de   artículos   dedicados   a   la comprensión histórica de la reforma educativa que Martín Lutero impulsó en Alemania  a  principios  del  siglo  XVI.  Luego  de  ofrecer  algunos  indicios preliminares acerca de la vinculación entre el pensamiento de Lutero y la crisis del  orden  de  sentido  medieval,  se  procede  a  tratar  en  detalle  las  ideas educativas de este pensador. Se muestra, en primer lugar, de qué modo el tema educativo se le presenta a Lutero como problemático y digno de atención. En segundo lugar se despliega la propuesta educativa que Lutero formula en vista de la problemática que tiene entre manos.

Palabras  claves:  reforma  educativa,  Lutero,  orden  medieval,  comprensión histórica 

This is the first of two papers devoted to the historical comprehension of the educational  reform  promoted  by  Martin  Luther  in  the  early  16th    century Germany.  After  showing  some  preliminary  connections  between  Luther’s thought  and  the  crisis  of  the  medieval  order,  Luther’s  educational  ideas  are treated in detail. First, it is shown in what way education is an issue for Luther, and why it seems to demand closer attention. Second, Luther’s proposals for an educational reform are unfolded as a response to the wider problems confronted by his thought.

Key words: educational  reform,  Luther,  medieval order,  historical comprehension

1. Introducción

 

1. Introducción

El presente trabajo despliega un camino inquisitivo que busca comprender a fondo el  pensamiento  de  Martín  Lutero  en  el  campo  de  la  educación.  La  expresión “comprender  a  fondo”  debe  ser  entendida,  aquí,  en  un  doble  sentido.  En  primer lugar, se trata de superar (ir más allá de) el enfoque usualmente adoptado en esta clase  de  trabajos.  Podríamos  caracterizar  tal  enfoque  diciendo  que  éste  supone dogmáticamente que las ideas educativas de un pensador del pasado forman parte de  un  proceso  histórico  de  continuo  progreso  del  saber  humano  en  esa  materia; progreso que culmina —al menos por ahora— en nuestras presentes convicciones acerca de cómo y por qué debe educarse a los jóvenes de una cierta manera. Desde esta  perspectiva,  lo  que  interesa  del  pensamiento  educativo  de otras  épocas  es  en qué medida y de qué forma éste hizo “avanzar” esa “área” particular del saber —de la cual se presume que está, y siempre ha estado, en continuo perfeccionamiento. Por eso esta clase de investigación busca detectar aquellas ideas del pensador que resultan  novedosas  para  su  época,  y  que  parecen  ser  precursoras  de  las  nuestras actuales,   y   distinguirlas   de   aquellas   otras   que   lucen   como   conservadoras   o retrógradas. Nótese que esto implica ver la obra del pensador como una especie de colección   de   ideas   independientes   entre   sí,   donde   cada   una   de   ellas   puede perfectamente sostenerse por sí sola, sin necesidad de acudir a las demás. Más aún, de acuerdo con esa misma lógica, el conjunto de ideas educativas de un pensador forma  un  “área”  de  conocimiento  auto-subsistente,  es  decir,  fundamentalmente independiente de cualquier otra área en la cual haya podido trabajar ese pensador.

Es  por  ello  que  las  investigaciones  realizadas  bajo  ese  enfoque  pocas  veces necesitan  recurrir  a temas  ajenos  al  estrictamente  educativo  para  construir  sus explicaciones.

Lo  que  el  presente  trabajo  pretende  “superar”  con  respecto  a  ese  enfoque dominante es, en pocas palabras, la ingenuidad histórica en la que éste incurre. Por “ingenuidad  histórica”  entiendo  la  falta  de  conciencia  crítica  acerca  del  carácter históricamente  contingente  de  los  presupuestos  sobre  los  cuales  se  basa  ese  (o cualquier  otro)  enfoque.  Tal  ingenuidad  permite  suponer  que  la  problemática educativa  de  nuestra  época  particular  fue  el  tema  de  fondo  al  que  trató  de  dar respuesta  el  pensamiento  educativo  desde  sus  mismos  inicios,  y  que  nuestras convicciones actuales en ese campo fueron, desde siempre, el gran objetivo que ese pensamiento  se  propuso  alcanzar  —aunque  ciertamente  de  manera  defectuosa  y balbuceante. Esta posición parece olvidarse de una de las mayores ganancias que, en términos de conocimiento crítico, nos ofrecieron la antropología y la filosofía del siglo XX: la noción de “relativismo cultural”, es decir, la idea de que toda realidad percibida y/o comprendida depende (y se da sobre la base) del sustrato cultural en el que  ella  aparece  y  del  cual  forma  parte.  Bien  conocidos  son,  en  ese  campo,  los trabajos  filosóficos  de  pensadores  de  la  talla  de  Heidegger,  Foucault,  Lyotard, MacIntyre y otros similares. De ellos se deduce, claramente, que el tratamiento que una  cierta  época  da  a  una  determinada  temática  sólo  puede  ser  comprendido adecuadamente —es decir, “a fondo”— si logra comprenderse el sentido que dicha temática  tenía  en  su  contexto  original.  El  despliegue  de  ese  contexto  de  sentido epocal  torna  a  ser,  entonces,  una  tarea  de  vital  importancia  para  el  investigador (Fuenmayor, 1991).

Así  arribamos  al  segundo  significado  de  nuestro  afán  por  “comprender  a fondo” el pensamiento educativo de Lutero. Se trata de un tipo de comprensión que busca  destapar  el  “fondo”  de  ese  pensamiento  —o,  mejor  dicho,  su  “tras-fondo”. Ese  trasfondo  no  es  otro  que  la  época  particular  en  la  que  Lutero  vive,  y  que constituye el contexto fundamental e inseparable de su trabajo. La inseparabilidad de ambos puede ser pensada en términos de la relación figura-fondo de la Gestalt: cada  uno  de  los  lados  de  dicha  relación  implica  al  otro,  al  punto  que  intentar prescindir de uno de ellos es destruir al otro. De hecho, el procedimiento utilizado por el enfoque dominante que antes describimos no hace más que tratar de separar la “figura” de su “trasfondo”, obteniendo como resultado un conjunto inconexo de elementos  —en  este  caso:  ideas  educativas  o  “áreas”  independientes  entre  sí— carentes  de  un  sentido  unitario  que  los  englobe  a  todos.  Como  veremos  más adelante,  lo  particular  del  pensamiento  educativo  de  Lutero  es  que  éste  parece responder a un cambio de fondo en la cultura occidental. En efecto, a lo largo de nuestro  camino  inquisitivo  iremos  mostrando  cómo  este  pensamiento  nace  de  la necesidad histórica de develar un nuevo orden de sentido para Occidente, capaz de sustituir  al  declinante  orden  de  sentido  medieval.  Veremos,  también,  que  ese momento histórico particular parece constituir el umbral de la Modernidad, es decir, prefigura  el  orden  de  sentido  al  que  aún  hoy  nos  hallamos  sometidos,  al  menos parcialmente. 

2. El rechazo del orden medieval

Cuenta la tradición que el día 31 de Octubre de 1517, Martín Lutero clavó en la puerta de la Iglesia de Todos los Santos, en Wittenberg, un escrito que pasaría a la  historia  como  el  punto  de  ignición  de  la  Reforma  Protestante.  En  dicho documento  —conocido  como  las  “Noventa  y  Cinco  Tesis”—  Lutero  atacaba  la práctica  eclesiástica  de  la  “indulgencia”,  un  procedimiento  mediante  el  cual  el pecador quedaba eximido de sus pecados a cambio del pago de una cierta cantidad de dinero a la Iglesia.

Aunque la indulgencia había sido practicada por la Iglesia cristiana desde la temprana Edad Media, en su forma original no era más que la conmutación de una pequeña  parte  de  la  penitencia  por  la  donación  de  una suma  de dinero  para  fines religiosos. Tal donación en ningún caso podía ser vista como mérito suficiente para el  perdón  de  los  pecados,  pues  ello  exigía,  además  de  la  penitencia,  la  confesión ante un sacerdote, el arrepentimiento sincero y la absolución. A partir del siglo XII, sin embargo, las indulgencias se transformaron en algo más atractivo para los fieles y más lucrativo para la Iglesia. En ese su momento de mayor poder y esplendor, la Iglesia medieval estaba en pleno proceso de expansión, lo que implicaba, entre otras cosas, tener que multiplicar cargos eclesiásticos, construir todo tipo de edificaciones (catedrales,   iglesias,   monasterios,   universidades,   hospitales)   e   involucrarse   en expediciones  militares  (como,  por  ejemplo,  las  Cruzadas).  Las  indulgencias  se transformaron  en  la  principal  fuente  de  financiamiento  de  tales  actividades  y progresivamente  empezaron  a  ser  presentadas  como  el  medio  de  expiación  más seguro  y  expedito,  sustituyendo  incluso  el  acto  de  confesión.  Con  el  paso  del tiempo, el uso abusivo de las indulgencias se hizo notorio, y para la época de Lutero adquirió unas dimensiones francamente escandalosas. Así, por ejemplo, en 1476 el papa  Sixto  IV  extendió  la  autoridad  de  las  indulgencias  al  purgatorio,  lo  que significaba que gracias a una donación en efectivo era posible lograr la liberación inmediata de un alma que permaneciese atrapada en dicho sitio.

Más tarde llegaron a  ofrecerse  indulgencias  válidas  para  pecados  futuros  y  otras  que  abiertamente eximían al pecador de la necesidad de arrepentirse por sus pecados. El tráfico de indulgencias  llegó  a  convertirse  en  un  negocio  tan  extenso  y  lucrativo  que  los banqueros   más   poderosos   en   la   Europa   de   aquel   entonces   (los   Fugger   de Augsburgo) terminaron por encargarse de su manejo.

Las indulgencias fueron, pues, la causa inmediata de la protesta que Lutero hizo  pública  en  aquellas  célebres  circunstancias.  Al  igual  que  muchos  otros hombres  educados  de  la  época,  Lutero  vio  en  el  tráfico  de  indulgencias  la manifestación  más  cruda  y  descarnada  del  extremo  de  degradación  al  que  había llegado la Iglesia para ese momento. Quizás por ello mismo las “Noventa y Cinco Tesis”,  sin  que  nadie  se  lo  propusiese  intencionalmente,  se  difundieron  por  toda Alemania  con  inusitada  rapidez  y  pronto  levantaron  una  polémica  que  habría  de incendiar a Europa entera. Pero las indulgencias no eran, ni mucho menos, la única situación  percibida  por  Lutero  como  irregular  dentro  de  la  Iglesia.  Tampoco constituían  la  causa  de  fondo  que  impulsaba  el  aún  incipiente  movimiento  de Reforma.  Muchas  otras  prácticas  de  la  Iglesia  estaban  siendo  puestas  en  tela  de juicio: La opulencia y suntuosidad de la que vivían rodeados los altos jerarcas de la Iglesia  (y  cuyo  punto  cúspide  lo  representaba  la  corte  del  papa  en  Roma), contrastaban con su pretendido papel de guías espirituales. La posesión de ejércitos propios  por  parte  del  papa,  su  continuo  involucramiento  en  diversas  guerras,  su intromisión  en  asuntos  de  política,  el  nepotismo  patente  en  los  nombramientos eclesiásticos, todo esto hacía ver al “Vicario de Cristo” como alguien preocupado más  por  asuntos  mundanos  que  espirituales.  A  esto  se  le  sumaba,  además,  un sinnúmero de prácticas que, como en el caso de las indulgencias, a todas luces no buscaban otra cosa que aumentar el drenaje de recursos materiales hacia la Santa Sede.

Ahora  bien;  Lutero  veía  estos  males  no  como  un  alejamiento  accidental  y pasajero de lo que el discurso oficial de la Iglesia planteaba como ideal, sino como el  resultado  inevitable  de  una  concepción  totalmente  errada  del  papel  que  debía jugar   la   Iglesia   en   el   mundo.   Las   indulgencias,   precisamente   por   llevar   la depravación  eclesiástica  hasta  su  límite,  revelaban  con  claridad  cuál  era  ese problema de fondo que constituía la raíz de todos los males. En primer lugar, en la práctica de las indulgencias se hallaba implícita la suposición de que la Iglesia tenía el poder de influir en los juicios y en las decisiones divinas —si es que no gozaba de  control  completo  sobre  ellos.  Sólo  así  podía  explicarse  que  el  perdón  de  los pecados (en principio, un acto libre de Dios) pudiese ser garantizado por decisión del  papa  o  de  alguno  de  sus  agentes. 

Las  implicaciones  que  esto  tenía  eran sumamente  graves:  si  estaba  en  manos  de  los  jerarcas  eclesiásticos  asegurar  el perdón de los pecados, entonces de ellos dependía también la salvación del alma, que era el fin último de la vida humana y de la existencia de este mundo. La Iglesia parecía desplazar a Dios de su sitial de honor y atribuirse ella misma sus facultades. Por  otra  parte,  la  práctica  de  las  indulgencias  suponía  y  promovía  un  modo  de relacionarse con Dios que se reducía a una simple negociación comercial. A Dios parecía no importarle otra cosa que el pago en efectivo que un pecador le pudiese hacer  por  concepto  de  los  pecados  cometidos.  No  importaba  si  el  pecador  se arrepentía o no de sus pecados, si estaba genuinamente dispuesto a enmendarse, ni siquiera importaba si tenía fe o no, lo único que le importaba a Dios, lo único que aseguraba  la  salvación,  era  cuánto  dinero  podía  pagar  esa  persona.  En  pocas palabras, dejaba de tener importancia la disposición interna de cada individuo hacia Dios,  su  apertura  hacia  El,  la  experiencia  personal  que  se  pudiese  tener  de  su presencia.  Claro  está,  la  imagen  de  Dios  como  un  usurero  universal  difícilmente podía servir de inspiración para esta clase de experiencias.

El  problema  de  fondo  que  las  indulgencias  ponían  al  descubierto  era, entonces,  el  que  los  jerarcas  de  la  Iglesia  se  habían  elevado  por  encima  de  los hombres comunes para convertirse en una especie de elite de “allegados” a Dios, un grupo de privilegiados que tenía acceso directo al Creador, que podía influir en sus decisiones  y  que  se  arrogaba  el  derecho  exclusivo  de  hablar  en  su  nombre. 

Esta elevación, a la vez, rebajaba a Dios a la condición propia de un príncipe terrenal: incapaz  de  gobernar  el  mundo  sin  el  apoyo  permanente  de  sus  funcionarios, eternamente  rodeado  de  su  séquito  de  cortesanos  y  alejado  de  las  grandes  masas, siempre ávido por acumular riquezas materiales para preservar su gobierno. De este modo  entre  el  hombre  común  y  Dios  se  abría  un  abismo  insalvable.  El  contacto directo entre ambos, sin la intermediación de la Iglesia, resultaba impensable. Y lo único que los hombres le debían a Dios era una obediencia incondicional a sus leyes (so  pena  de  tener  que  “pagar”  las  transgresiones  en  esta  u  otra  vida),  sin  que importasen en lo más mínimo los móviles internos de esa obediencia.

Pero, ¿qué había llevado a la Iglesia a elevarse de esa manera por encima de los demás seres humanos? Para Lutero la causa estaba muy clara: la Iglesia había caído  presa  del  pecado  más  abominable  de  todos:  la  soberbia.  Desde  la  época  de San  Agustín  la  soberbia  era  entendida  como  el  vicio  fundamental  del  cual  fluían todos los demás pecados (MacIntyre, 1998, p. 155). Era lo que hacía que el hombre se  olvidara  de  Dios  y  concentrara  todos  sus  deseos  en  torno  a    mismo,  en  el engrandecimiento de su propio ego. Por el contrario, la humildad, entendida como la sumisión y obediencia a Dios, era considerada como la virtud fundamental del buen cristiano. La soberbia ya se había hecho presente en los mismos orígenes de la humanidad,  cuando  Adán  y  Eva  probaron  el  fruto  del  Arbol  del  Conocimiento movidos por el deseo de ser iguales a Dios. Ese primer acto de soberbia fue lo que desencadenó  su  expulsión  del  Paraíso  y  todos  los  males  que  sobrevinieron  a consecuencia de eso. Del mismo modo, de acuerdo con Lutero, la soberbia de papa y sus acólitos parecía haberlos llevado a pensar que eran algo más que simples seres humanos,  que  estaban  más  cerca  de  Dios  que  los  demás  y  que  las  limitaciones propias  de  la  condición  humana  (como  la  imperfección  del  conocimiento  y  la debilidad de carácter) no los afectaban. El lujo, el esplendor mundano, las ansias de poder y todos las demás abusos en los que había incurrido la Iglesia de la época no eran  para  Lutero  sino  manifestaciones  de  esa  gran  soberbia.  Por  eso,  cuando  en 1520  Lutero  hace  su  primer  llamado  público  a  romper  definitivamente  lazos  con Roma, lo que denuncia en primer lugar es esa soberbia:

Es  algo  horrible  y  aterrador  el  que  el  líder  de  la  Cristiandad,  que  se  presume Vicario  de  Cristo  y  sucesor  de  San  Pedro,  viva  en  un  esplendor  mundano  tan grande que en este aspecto ningún rey ni emperador pueden igualarlo o, siquiera, acercársele, y que aquel que pretende el título de “más sagrado” y “más espiritual” sea más mundano que el mundo mismo. Lleva sobre su cabeza una triple corona, cuando los más grandes reyes usan una sola; si esto se parece a la pobreza de Cristo y  de San Pedro, entonces  se trata de  un nuevo tipo de parecido  . . . . Si  el papa rezara  con  lágrimas  a  Dios,  tendría  que  dejar  de  lado  esas  coronas,  pues  nuestro Dios no tolera la soberbia; y su cargo no consiste más que en esto: llorar y rezar a diario  por  la  Cristiandad,  y  dar  un  ejemplo  de  toda  humildad.  (Lutero,  1520, Abuses to be discussed in Councils; traducción y énfasis míos).

Más  adelante,  en  el  mismo  texto,  Lutero  denuncia  prácticas  como  la  de besarle  los  pies  al  papa,  cargarlo  como  un  ídolo  sobre  los  hombros,  permitirle recibir  la  comunión  sentado  en  vez  de  arrodillado,  y  otras.  Pero  su  critica  no  se limita a estas cuestiones de carácter más superficial, sino que toca también asuntos de  mucha  mayor  gravedad  y  trascendencia.  Lutero  pone  en  duda  dos  pilares fundamentales  sobre  los  que  descansaba  el  poder  del  papa  en  aquella  época:  su potestad  exclusiva  para  interpretar  normativamente  la  Biblia  y  su  supremacía política sobre las autoridades temporales. Ambas pretensiones se basaban en la idea de la superioridad del “estado espiritual” (al que pertenecía todo el clero) sobre el “estado temporal” (al que pertenecían todos los   laicos). Lutero   rechaza categóricamente tal superioridad argumentando lo siguiente:

Es pura invención que el papa, los obispos, los sacerdotes y los monjes deban ser llamados  “estado  espiritual”,  mientras  que  los  príncipes,  señores,  artesanos  y campesinos deban llamarse “estado temporal”. Esto es, en verdad, una buena pieza de  mentira  e  hipocresía.  Pero  nadie  debería  sentirse  atemorizado  ante  esto,  y  he aquí la razón: todos los cristianos verdaderamente pertenecen al “estado espiritual”, y no hay diferencias entre ellos que no sean las del cargo, como dice Pablo en I Corintios  12:12.  Todos  somos  un  cuerpo,  aunque  cada  miembro  tenga  su  propio trabajo, mediante el cual sirve a todos los demás, y esto porque tenemos un mismo bautismo, un mismo Evangelio, una misma fe y todos somos igualmente cristianos; pues el bautismo, el Evangelio y la fe de por sí nos hacen un pueblo “espiritual” y cristiano. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)

Nótese  que  Lutero  parte  aquí  de  una  idea  de  igualdad  fundamental  entre todos los seres humanos (o, al menos, los cristianos) ante los ojos de Dios. Por ello nadie puede alegar, en virtud del cargo que detenta, que tiene un acceso privilegiado al Creador, y que esto lo autoriza a gobernar en la Tierra.

Tan extravagantes, presuntuosas y torcidas obras del papa han sido concebidas por el  demonio,  con  el  fin  de  que  bajo  su  amparo  pueda  éste  con  el  tiempo  traer  al Anticristo y elevar al papa por encima de Dios, como muchos están dispuestos a hacerlo y lo han hecho. No es propio de un papa exaltarse a sí mismo por encima de las autoridades temporales, excepto en labores espirituales tales como predicar o absolver. En otras cosas él debe ser súbdito . . . . Sus nobles están en el deber de impedir y castigar tal tiranía. El no es Vicario de Cristo en el Cielo, sino de Cristo tal  como  éste  caminó  sobre  la  Tierra.  (Lutero,  1520,  The  Three  Walls  of  the Romanists; traducción y énfasis míos)

Vemos, entonces, cómo el problema aparentemente simple de las indulgencias escondía en su seno una problemática de mucho mayor peso. Lo que Lutero  estaba  cuestionando  era  la  posición  que  la  Iglesia  pretendía  ocupar  en  el mundo,  y  por  tanto  el  papel  que  le  correspondía  desempeñar  ante  Dios  y  los hombres.  Pero  no  sólo  eso.  Si  examinamos  con  cuidado  las  citas  anteriores, notamos  que  el  problema  del  papel  de  la  Iglesia  estaba  llevando  a  Lutero  a plantearse cuestionamientos aún más radicales, tales como: ¿cómo debe practicarsela  virtud  cristiana  de  la  humildad?  ¿en  qué  consiste  nuestra  condición  como cristianos ante los ojos de Dios? ¿cuál es la naturaleza de una comunidad cristiana? ¿cómo debe ejercerse en ella la autoridad? Eran preguntas que interrogaban por la condición humana, por el papel que nos correspondía jugar dentro de la Creación, por  el  modo  como  debíamos  conducir  nuestras  vidas  y  los  bienes  que  debíamos perseguir. Pero, yendo aún más a fondo, la protesta de Lutero estaba poniendo sobre la  mesa  preguntas  estrictamente  teológicas,  como  por  ejemplo:  ¿Cómo  gobierna Dios  al  mundo  y  por  qué  necesita  a  un  Vicario?  ¿En  qué  consiste  la  dualidad “espiritual” vs. “temporal”? ¿Qué es el bautismo? ¿De qué depende el perdón de los pecados  y  la  salvación  del  alma?  Las  respuestas  que  Lutero  estaba  empezando  a formular a todas estas preguntas entraban en conflicto con las doctrinas establecidas por la Iglesia —de hecho, con gran parte del acervo teórico acumulado durante los últimos siglos. Estas doctrinas dominantes, a los ojos de Lutero, no eran más que producto  de  la  soberbia  que  había  cegado  a  la  Iglesia  y  que  le  había  impedido atender e interpretar con el debido cuidado la palabra de Dios. La única función de tales doctrinas era justificar, legitimar y promover esa misma soberbia que las había originado.

No es de extrañar, entonces, que una de las reformas que Lutero vio como más urgente fue la de las Universidades. Las Universidades, por la naturaleza de su actividad, eran el lugar más indicado para llevar a cabo el tipo de debate que Lutero estaba proponiendo y para comprobar la legitimidad de sus planteamientos. De estas instituciones, por tanto, podía y debía partir un movimiento de profunda reforma de toda  la  cristiandad.  Pero  las  Universidades  eran,  precisamente,  los  principales centros  de  elaboración,  difusión y defensa de aquellas  concepciones  erróneas  que Lutero estaba combatiendo:

Los  asuntos  de  los  que  hablo  son  de  domino  público,  y  sin  embargo  carezco  de palabras para contarlos. Los obispos, los sacerdotes y, sobre todo, los doctores en las   Universidades,   que   cobran   sus   salarios   para   tales   fines,   debieron   haber cumplido con su deber y haber escrito y gritado contra estas cosas; pero han hecho todo  lo  contrario.  (Lutero,  1520,  Abuses  to  be  discussed  in  Councils;  traducción mía.)

El que las Universidades hayan podido ponerse al servicio de los errores y abusos  de  la  Iglesia  le  indicaba  a  Lutero  que  estas  instituciones  también  habían caído  presa  de  la  generalizada  decadencia  espiritual  y  se  habían  olvidado  de  la misión  original  que  les  dio  su  sentido:  defender  la  verdadera  fe  cristiana  de  todo error, pecado y herejía. Hacía falta, entonces, encaminarlas nuevamente hacia esa misión,  lo  que  implicaba  depurar  el  currículo  universitario  de  gran  parte  del material  de  estudio  que  con  el  tiempo  allí  se  había  acumulado  hasta  obstruir  por completo el acceso a la Palabra de Dios.

¿Qué   otra   cosa   son   las   Universidades,   si   su   condición   presente   permanece inalterada, que, como dice 2 Macabeos 4:9,12, Gymnasia Epheborum et Graecae gloriae (“lugares para entrenar a los jóvenes en la gloria de los griegos”), donde prevalece la vida disoluta, las Sagradas Escrituras y la fe cristiana poco se enseñan y el ciego y pagano maestro Aristóteles reina por doquier, incluso más que Cristo?

(Lutero, 1520, Proposals for Reform, Part III; traducción mía)

El cambio curricular planteado por Lutero en ese mismo texto distaba mucho de ser superficial. Pedía la eliminación inmediata de toda la filosofía natural y moral de  Aristóteles  (Física,  Metafísica,  Del  Alma,  Etica  Nicomaquea),  que  para  aquel momento constituía el tronco central de la formación universitaria. En los estudios de  teología  proponía  disminuir  o  eliminar  la  lectura  de  los  Cuatro  Libros  de Sentencias de Pedro Lombardo y de los escritos de los Padres de la Iglesia, textos entonces  considerados  como  básicos  e  indispensables  para  esa  disciplina.  En  el campo del Derecho, Lutero abogaba por abandonar el estudio del derecho canónico, lo que para la gran mayoría de los juristas de la época debía significar, simplemente, la  destrucción  del  objeto  de  estudio  de  su  disciplina.  En  resumen,  con  estas propuestas Lutero estaba desmantelando no sólo el currículo universitario medieval —tal como éste había sido concebido y practicado al menos desde el siglo XIII—, sino las bases mismas de todo el cuerpo de conocimientos desarrollado en los siglos precedentes.

Todo lo anterior pone en evidencia uno de los aspectos del pensamiento de Lutero que resulta de la mayor importancia para la investigación que aquí estamos adelantando. Se trata de que, más allá de los asuntos circunstanciales que ocupaban la  atención  de  Lutero  de  manera  explícita  —como,  por  ejemplo,  el  caso  de  las indulgencias—,  su  pensamiento  parecía  estar  destinado  a  cuestionar  a  fondo  la totalidad del orden que hasta ese momento había regido a las sociedades europeas.

Lo  que  Lutero  estaba  poniendo  en  tela  de  juicio,  quizás  sin  ser  plenamente consciente de ello, eran las bases mismas de las instituciones, de la religiosidad y del saber medievales. El terreno fértil en el que cayó tal cuestionamiento muestra que su llegada se dio en el momento oportuno, y que una nueva humanidad pugnaba ya por emerger de las ruinas del orden medieval.

Vale le pena detenernos un momento en torno a este último comentario sobre el carácter “arruinado” del orden medieval para la época de Lutero. Como hemos visto,  Lutero  estaba  convencido  de  que  los  múltiples  abusos  de  la  Iglesia  de  su época se debían, en gran medida, a las falsas doctrinas que se habían impuesto en los siglos precedentes y que aún seguían dominando en sus tiempos. Parece claro, sin  embargo,  que  ninguno  de  los  pensadores  medievales  que  contribuyeron  a  dar forma  a  tales  doctrinas  habría  estado  dispuesto  a  justificar  o  legitimar  aquellos vergonzosos procederes que Lutero enfrentaba en su época. Ninguno de ellos habría esperado  que  su  pensamiento  algún  día  fuese  a  servir  sistemáticamente  como sustento  para  unas  prácticas  a  todas  luces  perversas  y  viciadas.  Cabría  suponer, entonces,  que  el  uso  que  se  le  daba  a  tales  doctrinas  a  principios  del  siglo  XVI constituía una degeneración del sentido que ellas tenían en su contexto original. Al parecer,  entonces,  ese  contexto  original,  ese  orden  medieval  que  les  había  dado sentido, estaba ausentándose ya en la época de Lutero. Más aún, sólo de ese modo podemos explicar el hecho de que el pensamiento de Lutero haya podido poner en duda  aspectos  fundamentales  del  orden  medieval.  Si  Lutero  aún  hubiese  estado sometido a su poder,     no habría sido capaz de distinguir esos aspectos fundamentales, de hacerlos tema, de planteárselos como problema. Por el contrario, habría permanecido aprisionado dentro de ellos: su pensamiento, sin él saberlo, los habría asumido como dogmas incuestionables.

Algunos acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante los dos siglos precedentes al comienzo de la Reforma parecen corroborar la idea de que el declive del orden medieval estaba en marcha desde hacía ya un bien tiempo.

No hay duda de que la corrupción y la decadencia en el seno de la Iglesia, con la consiguiente caída de su prestigio y autoridad, habían comenzado ya desde principios del siglo XIV.  El  período  conocido  como  el  “Cautiverio  Babilónico  de  la  Iglesia”  (1309- 1377), durante el cual el papado cambió su tradicional residencia en Roma por la ciudad francesa de Avignon, inauguró una época de creciente confusión en torno a la legitimidad del papa de turno, precipitando, finalmente, la crisis conocida como el  Gran  Cisma  de  Occidente  (1377-1417),  cuando  Europa  tuvo  que  presenciar  el insólito espectáculo de tres papas rivales disputándose la silla de San Pedro. Poco tiempo  después  el  primero  de  los  Borgia  asumía  el  cargo  de  Sumo  Pontífice (Calixto  III),  dando  inicio  a  uno  de  los  periodos  más  tristemente  célebres  en  la historia de la Iglesia católica.

Pero  no  sólo  el  liderazgo  espiritual,  sino  también  el  liderazgo  temporal  de Europa  estaba  atravesando  por  un  proceso  de  fragmentación  y  desmoronamiento. Desde la coronación de Carlomagno como emperador, en el año 800, Europa había soñado  con  la  unificación  política  de  toda  la  cristiandad  bajo  un  único  gran Imperium  Christianum  (llamado  posteriormente  “Sacro  Romano  Imperio”).  Este proyecto, aunque encontró siempre enormes dificultades a su paso y nunca llegó a realizarse  de  manera  plena,  siguió  vigente  como  proyecto  por  lo  menos  hasta  el siglo  XIII.  A  partir  de  ese  momento,  sin  embargo,  pese  a  que  el  título  formal  de Emperador  del  Sacro  Romano  Imperio  continuó  siendo  utilizado  (de  hecho  hasta 1806),  las  pretensiones  territoriales  se  hicieron  cada  vez  más  modestas,  llegando finalmente  a  cubrir  sólo  el  área  correspondiente  hoy  día  a  Alemania.  Al  mismo tiempo Europa se dividía y fragmentaba en una serie de monarquías independientes que  entablarían  una  multitud  de  prolongados  conflictos  armados  en  los  siglos venideros.

Lo anterior muestra que las dos principales instituciones que reflejaban, en diferentes planos, el orden, la unidad y la armonía del mundo medieval, entraron en un proceso de franco deterioro después del siglo XIII. Dicho deterioro, junto con los conflictos y dilemas que traía para la sociedad europea, lo encontramos reflejado, por  ejemplo,  en  una  de  las  obras  literarias  más  emblemáticas  del  siglo  XIV:  el Decamerón de Giovanni Boccaccio (1353). En ella su autor nos dibuja la imagen de una ciudad —Florencia— que, ante la expansión vertiginosa de la peste bubónica, se  sumerge  en  el  caos  absoluto.  Tanto  las  autoridades  temporales  como  las espirituales abandonan sus cargos y deberes, dejando a la sociedad a la intemperie del  “¡sálvese  quien  pueda!”. 

El  egoísmo  humano  empieza  a  desbordarse  y  a producir innumerables horrores, ante lo cual aparecen no sólo difíciles decisiones morales sino también la necesidad de re-evaluar globalmente el sentido de la vida humana. En particular el valor de la vida monástica, con su ascetismo y desprecio por  lo  mundano,  queda  en  entredicho:  las  difíciles  circunstancias  hacen  que  esa máscara   hipócrita   de   elevación   espiritual   ruede   por   el   suelo,   revelando   la ignorancia, la avaricia y la lujuria que reina en aquellos recintos. Por oposición, otro modo de vida, más condescendiente con las necesidades y los placeres del mundo natural, empieza a abrirse camino.

La imagen del monasticismo que nos presenta Boccaccio se ve reforzada por algunos  datos  historiográficos  que  dan  cuenta  de  la  decadencia  intelectual  que empieza a sufrir el clero desde fines del siglo XIII, y que se profundiza aún más en los  siglos  siguientes.  Diversos  documentos  de  la  época  revelan  una  creciente preocupación  de  algunos  jerarcas  eclesiásticos  por  el  manifiesto   desconocimiento del  latín  que  reina  en  la  mayoría  de  los  monasterios.  Cada  vez  más  sacerdotes  y monjes  son  incapaces  de  leer  y  entender correctamente  el  latín,  mucho  menos  de hablarlo  y  escribirlo.  Este  problema  sólo  puede  ser  comprendido  en  toda  su magnitud  al  recordar  que, a  lo  largo  de toda la  Edad  Media,  el  latín  fue  el  único idioma de la cultura y del saber, al punto de que su desconocimiento cerraba por completo el acceso a cualquier tipo de formación intelectual. Quien no conocía el latín, ni siquiera podía leer la Biblia en su versión estándar (conocida desde el siglo VI como la Vulgata), y mucho menos interpretarla y exponerla de manera acertada. Obviamente esta situación tenía que traer consecuencias nefastas para la educación que  se  impartía  en  los  monasterios  de  la  época  —que  de  hecho  era  la  única educación pre-universitaria existente— donde la ignorancia de los profesores crecía a la par de la brutalidad de sus métodos (Bowen, 1975, Vol. 2, p. 239).

Vale  la  pena  observar  que  el  problema  de  la  desaparición  del  latín  no constituía sólo un problema de la Iglesia y de la educación que ésta impartía en sus instituciones. Entre los siglos VI y IX el latín dejó de hablarse en su forma clásica y se transformó gradualmente en una serie de lenguas vernáculas que dieron origen a los  idiomas  modernos  de  Europa.  Para  el  siglo  X  el  latín  ya  no  era  el  idioma  de ningún pueblo en particular, y desde el siglo XI todo el que estudiaba latín no tenía más remedio que enfocarlo como una lengua extranjera. En los siglos XIII y XIV la pérdida  del  latín  en  el  conjunto  de  la  población  ya  era  manifiesta  (Bowen,  1975, Vol. 2, p. 234). Ahora bien; como ya hemos dicho, el latín era el idioma en el que estaban contenidos todos los conocimientos y toda la tradición literaria de la Europa de aquel entonces. Era, por tanto, el idioma portador de la cosmovisión propia de aquellas  sociedades  medievales,  el  depositario  de  su  orden  de  sentido.  Sólo  por intermedio del latín este orden podía subsistir, dominar y reproducirse en la cultura europea.  Incluso  las  clases  más  bajas  e  incultas  podían  ser  penetradas  por  esa cosmovisión gracias a que podían comprender lo que se decía en las misas a las que asistían regularmente (que hasta bien entrado el  siglo XX se oficiaron exclusivamente en latín). Podemos imaginar, entonces, los efectos que debió haber tenido la pérdida del latín en el común de la sociedad, seguida de su pérdida hasta en las clases más cultas. Este evento no consistió, simplemente, en la sustitución de un “sistema de signos” por otro, como pensaríamos hoy en día. La pérdida del latín necesariamente tuvo que significar la pérdida del poder que aquel orden de sentido ejercía  sobre  la  cultura  europea.  Por  ello  no  sería  descabellado  afirmar  que  el desmoronamiento  del  orden  medieval  tuvo  que  estar  estrechamente  asociado  a  la pérdida del latín como idioma básico de la civilización europea.

Sea  como  fuere,  todos  estos  acontecimientos  sin  duda  eran  testigos  del proceso de declive del mundo medieval. A ellos habría que sumarles, también, dos importantes   eventos históricos que tuvieron lugar en vida de   Lutero:  el descubrimiento  de  América  (1492),  y  la  aparición  del  modelo  copernicano  del universo (1543). Es bien conocido que ambos eventos chocaban abiertamente con la imagen medieval del mundo, e incluso con algunos de los supuestos más básicos sobre  los  que  se  fundaba  el  saber  de  la  Edad  Media.  En  términos  generales, entonces,  podemos  decir  que  para  la  época  de  Lutero  el  orden  medieval  ya  no parecía capaz de seguir dándole sentido ni a la vida humana en su totalidad, ni a los asuntos particulares que los seres humanos enfrentaban a su paso por esa vida. Pero tampoco había surgido aún un orden nuevo y diferente que fuese capaz de sustituir al  anterior.

En  tales  circunstancias  era  inevitable  que  la  vida  humana  perdiese  su sentido de trascendencia y, por consiguiente, fuese dominada por un afán egoísta de satisfacer  deseos  inmediatos.  Esto,  quizás,  podría  explicar  el  mar  de  excesos  y vicios en los que parecía estar ahogándose la sociedad europea de aquel entonces.

3. La problemática educativa

Hasta ahora hemos estado bosquejando someramente la situación en la que se  encontraba  Lutero  al  momento  de  emprender  su  proyecto  de  Reforma,  a principios del siglo XVI. Tal bosquejo constituye un primer intento por desplegar el contexto que impulsa y le brinda sentido a dicha Reforma y al proyecto educativo que la acompaña. Sin embargo, antes de pasar a examinar ese proyecto educativo debemos advertir que el mencionado contexto de sentido aún no ha sido desplegado por   nosotros   con   suficiente   profundidad.   Se   han   anunciado   algunos   de   los principales temas que la Reforma pone en juego, y se ha mostrado que dichos temas apuntan  hacia  una  transformación  de  la  cosmovisión  o  el  orden  de  sentido  de  la cultura europea. Pero todavía no se ha hecho claramente visible en qué consiste esta transformación  de  fondo,  cuál  es  el  orden  que  cede  y  cuál  el  que  avanza.  Como veremos  más  adelante,  la  discusión  en  torno  al  proyecto  educativo  de  Lutero  nos ayudará  a  completar  el  despliegue  en  profundidad  de  ese  gran  contexto  histórico que le da sentido.

Hemos  visto  que  ya  en  1520,  cuando  Lutero  llama  por  primera  vez  a  la nobleza  alemana  a  rebelarse  contra  el  papado  en  Roma,  una  de  las  reformas  que más   le   preocupa   es   la   de   las   Universidades.   A   partir   de   ese   momento,   la preocupación por el tema de la educación será una constante en la vida de Lutero y de  sus  más  cercanos  colaboradores.  Uno  de  ellos,  Philip  Melanhtchon,  jugará  un papel de tan crucial importancia en el establecimiento de escuelas y la reforma de universidades,   que   aún   en   vida   será   conocido   como   Praeceptor   Germaniae (“Maestro de Alemania”). Las voces de estos hombres no fueron desoídas por los gobernantes  de  su  época,  y  bajo  su  patronazgo  pronto  se  inició  un  proceso  de transformación  de  las  instituciones  educativas  alemanas.  Dicha  transformación rindió su fruto más maduro en 1537, cuando Johannes Sturm creó en Estrasburgo el primer  Gymnasium  alemán,  institución  que  sería  copiada  en  todo  el  resto  del continente  europeo,  especialmente  en  los  países  que  habían  adoptado  la  Reforma protestante (Kimball, 1995. p. 93).

La mayor parte de las ideas educativas de Lutero se halla contenida en dos de sus  obras:  La  primera  de  ellas,  compuesta  en  1524,  tiene  la  forma  de  una  carta abierta A los regidores de todas las ciudades de Alemania, para que establezcan y mantengan  escuelas  cristianas  (“An  die  Radsherrn  aller  Stedte  deutsches  Lands: Das  sie  Christliche  Schulen  auffrichten  und  hallten  sollen”).  La  segunda  es  el sermón  De  mantener  a  los  niños  en  la  Escuela  (“Dass  man  Kinder  zur  Schulen halten  solle”),  escrito  en  1530.  En ambos  escritos  el  pensamiento  de  Lutero  está combatiendo, una y otra vez, a un mismo enemigo que se presenta bajo diferentes formas:  la  sujeción  de  la  educación  al  poder  de  “Mammón”  —el  demonio  que personifica la avaricia, la búsqueda  desenfrenada de riquezas materiales. Consideremos  la  opinión  de  Lutero  acerca  del  estado  en  el  que  se  encuentra  la educación en sus tiempos:

En primer lugar, hoy estamos presenciando, en todas las tierras alemanas, cómo por   doquier  las   escuelas   están   siendo   abandonadas   y   van  a   la   ruina.   Las universidades  se  están  debilitando  y  los  monasterios  van  en  declive.  .  .  .  Pues ahora se está poniendo en evidencia, por medio de la Palabra de Dios, cuán poco cristianas  son  estas  instituciones  y  cómo  ellas  están  dedicadas  únicamente  a  las barrigas de los hombres. (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)

El que dichas instituciones fuesen “poco cristianas” y estuviesen “dedicadas únicamente a la barriga de los hombres” significaba para Lutero dos cosas. Primero, que  quienes  enviaban  a  sus  hijos  a  aquellas  instituciones  educativas  no  tenían  en mente  ponerlos  al  servicio  de  Dios,  sino  sólo  hacerlos  partícipes  del  bienestar material que normalmente brindaba la carrera eclesiástica. Prueba de ello es que, en el mismo momento en que el flujo de riquezas hacia los monasterios fue cerrado por la Reforma, los padres dejaron de enviar a sus hijos a estudiar en esas instituciones.

Las masas volcadas hacia lo carnal están empezando a darse cuenta de que ya no tienen la obligación o la oportunidad de empujar a sus hijos, hijas y familiares a los claustros  y  fundaciones,  y  de  echarlos  de  sus  propias  casas  y  propiedades  para establecerlos en las propiedades de otros. Por ese motivo ya nadie desea que sus hijos obtengan una educación. “¿Por qué”, dicen ellos, “debemos preocuparnos por enviarlos a las escuelas si no se van a convertir en sacerdotes, monjes o monjas? Mejor que aprendan a ganarse el sustento.” (Lutero, 1524, p. 348; traducción mía)

[Satanás] engaña a la gente común haciendo que no quieran mantener a sus hijos en las escuelas ni exponerlos a la instrucción. Pone en sus mentes la idea mezquina de que, dado que el monacato y el sacerdocio ya no ofrecen la esperanza que una vez brindaron,  entonces  ya  no  es  necesario  estudiar  ni  hace  falta  que  haya  gente educada,  y  que  en  vez  de  eso  tenemos  que  pensar  sólo  en  cómo  ganarnos  el sustento y hacernos ricos. (Lutero, 1530, p. 217; traducción mía)

Pero estas instituciones también eran “poco cristianas” y estaban “dedicadas a las barrigas de los hombres” por el modo como funcionaban, el tipo de enseñanza que se impartía en ellas y, sobre todo, por lo que animaba su misma existencia.

[El   estado   espiritual]   tal   como   lo   conocemos   hoy   en   los   monasterios   y fundaciones . . . . no es más que un estado fundado por la sabiduría mundana con el propósito de obtener dineros y rentas. No hay nada espiritual en él, excepto el hecho de que los miembros del clero no están casados . . . . aparte de esto todo lo demás es mera pompa externa, temporal y perecedera. Ellos no prestan atención a la Palabra de Dios ni al oficio de predicar —y donde la Palabra no se usa, el clero tiene que ser malo. (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía)

Las escuelas no eran para los monasterios sino otra forma de asegurar que el dinero siguiese fluyendo a sus insaciables arcas. Pero, a pesar de las grandes sumas de dinero que los padres debían donar por la educación de sus hijos, el resultado de esta dicha educación era nefasto:

Los  niños  podían  ser  conducidos,  empujados  y  confinados  a  los  monasterios, iglesias,  fundaciones  y  escuelas  a  un  costo  inexpresable  —todo  lo  cual  era  una pérdida total. (Lutero, 1530, p. 256; traducción mía)

En verdad, ¿qué es lo que los hombres han estado aprendiendo hasta ahora en las universidades y monasterios excepto cómo convertirse en asnos, brutos y tarugos? Durante veinte, incluso cuarenta años estudiaban minuciosamente sus libros, y aún así  fallaban  en  dominar  el  latín  o  el  alemán,  sin  hablar  de  la  vida  inmoral  y escandalosa allí reinante, donde muchos buenos jóvenes fueron vergonzosamente corrompidos. (Lutero, 1524, p. 351-352; traducción mía)

Pero la avaricia también gravitaba sobre la educación por otra vía: era debido a ella que las autoridades temporales tampoco se afanaban demasiado en promover el  establecimiento  de  escuelas.  En  vez  de  ello  sólo  tenían  puesta  la  mira  en  su propia riqueza y poder, o, en el mejor de los casos, en la riqueza y el poder de sus países. Por eso Lutero tiene que recordarles:

Los  príncipes  y  señores  deberían  estar  adelantando  [esta  labor  educativa]  .  .  .  . pero sus inaplazables necesidades consisten en pasear en trineo, beber y desfilar en bailes de disfraces. Cargan con el peso de sus elevadas e importantes funciones en  la  bodega,  en  la  cocina  y  en  el  dormitorio.  Y  los  pocos  que  podrían  estar dispuestos a adelantarla permanecen temerosos de los otros, no sea que los tomen por tontos o herejes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía)

Mis  queridos  señores,  si  debemos  gastar  cada  año  sumas  tan  considerables  en cañones,  caminos,  puentes,  represas  e  innumerables  cosas  de  ese  tipo  para asegurar la paz temporal  y la prosperidad de una ciudad, ¿por qué no deberíamos destinar mucho más a la pobre juventud desatendida —al menos lo suficiente para emplear a uno o dos hombres competentes para enseñar en las escuelas? (Lutero, 1524, p. 350; traducción mía)

El  bienestar  de  una  ciudad  no  consiste  únicamente  en  acumular  vastos  tesoros, construir   poderosas   murallas   y   magníficos   edificios,   y   producir   una   buena provisión  de  cañones  y  armaduras.  De  hecho,  cuando  tales  cosas  abundan  y  se apodera de ellas algún tonto temerario, es tanto peor, y la ciudad sufre una pérdida tanto mayor. (Lutero, 1524, p. 356; traducción mía)

Pero esta concentración de riquezas materiales, esta avaricia que conducía a un  descuido  de  la  educación,  formaba  parte,  según  Lutero,  de  una  actitud  más general:  la  de  no  agradecer  a  Dios  los  bienes  que  éste  nos  dispensa.  En  efecto, Lutero  hace  ver  a  sus  lectores  el  importante  papel  que  juega  la  educación  en  la preservación de dos oficios creados por Dios para nuestro bien: el llamado “estado espiritual”  y  el  gobierno  terrenal.  El  primero  de  ellos  permite  que  los  hombres alcancemos nuestro fin supremo en cuanto seres espirituales: la salvación del alma.

El segundo nos permite alcanzar nuestro bien máximo en cuanto seres dotados de cuerpo:  la  protección  de  nuestras  vidas.  Lutero  presenta  la  naturaleza  de  ambos oficios del siguiente modo:

Espero que los creyentes, aquellos que desean ser llamados cristianos, sepan muy bien que el estado espiritual ha sido establecido e instituido por Dios, no con oro y plata,  sino  con  la  preciosa  sangre  y  la  amarga  muerte  de  su  único  hijo,  nuestro Señor Jesucristo [I Ped. 1:18-19] . . . . El pagó caro para que los hombres pudieran tener  por  doquier  este  oficio  de  predicar,  bautizar,  desenlazar,  vincular,  dar  el sacramento,  confortar,  advertir  y  exhortar  con  la  Palabra  de  Dios  y  todo  lo  que pertenezca  al  oficio  de  pastor.  Pues  este  oficio  no  sólo  ayuda  a  continuar  y mantener esta vida temporal, y todos los estados mundanos, sino que también da vida  eterna  y  libera  del  pecado  y  de  la  muerte,  lo  que  constituye  su  labor  más propia y principal. (Lutero, 1530, p. 220; traducción mía)

El gobierno terrenal es una ordenanza gloriosa y un don espléndido de Dios, quien lo   ha   instituido   y   establecido   y   desea   que   éste   se   mantenga   como   algo indispensable  para  los  hombres.  Si  no  hubiese  gobierno  terrenal,  un  hombre  no podría mantenerse en pie frente a otro; cada uno necesariamente devoraría al otro, como las bestias irracionales se devoran entre sí. Así, pues, del mismo modo como es función y honor del oficio de predicar  hacer santos a los pecadores, vivos a los muertos,  salvos  a  los  condenados  e  hijos  de  Dios  a  los  hijos  del  demonio,  así también  es  función y  honor  del  gobierno  terrenal  hacer  hombres  de  las  bestias  e impedir que los hombres se conviertan en bestias . . . . ¿No pensáis que si las aves y las bestias pudieran ver el gobierno terrenal existente entre los hombres dirían —si pudieran  hablar—  “¡Oh,  humanos!  ¡Comparados  con  nosotros  no  sois  humanos sino  dioses!  ¡Qué  seguridad  tenéis,  tanto  vosotros  como  vuestras  pertenencias, mientras que, entre nosotros, ninguno está a salvo del otro ni por un momento, en cuanto a la vida, al hogar y a la provisión de alimento se refiere! (Lutero, 1530, p. 237-238; traducción mía)

Ahora bien; estos magníficos dones de Dios —de los que dependen los dos bienes  más  importantes  de  la  vida  humana—  sólo  pueden  ser  mantenidos  por nosotros  por  medio  de  la  educación  de  nuestros  hijos.  En  otras  palabras,  sólo gracias  a  una  buena  educación  podremos  formar  a  los  buenos  pastores  y  a  los buenos   gobernantes   que   Dios   desea   que   tengamos.   De   manera   que,   cuando descuidamos la educación, no sólo estamos condenando nuestras almas y nuestros cuerpos  a  un  infierno  en  ésta  y  en  la  otra  vida,  sino  que,  sobre  todo,  estamos despreciando esos dones maravillosos que nos ha otorgado el Creador en su infinita bondad.

Despreciamos vergonzosamente a Dios cuando nos negamos a entregar a nuestros hijos  para  este  glorioso  y  divino  trabajo  y,  en  vez  de  ello,  los  sumimos  en  el servicio exclusivo de la barriga y de la avaricia, haciéndoles aprender nada más que a  buscar  el  sustento,  como  puercos  revolcando  por  siempre  sus  narices  en  el estiércol . . . . (Lutero, 1530, p. 241; traducción mía)

Descuidáis  este servicio como si no fuese asunto vuestro, o como  si fueseis  más libres que otros hombres y no tuvieseis que servir a Dios, sino que pudieseis hacer con vuestros hijos y vuestras propiedades exactamente lo que os place, aún cuando Dios y su reino mundano y espiritual tengan que caer al abismo. Pero, al mismo tiempo,  queréis  hacer  uso  diario  de  la  protección,  la  paz  y  la  ley  del  imperio; queréis tener el oficio de predicador y la palabra de Dios disponibles y a vuestro servicio.  Queréis  que  Dios  os  sirva  de  gratis,  tanto  con  el  predicar  como  con  el gobierno terrenal, de manera que vosotros podáis tranquilamente alejar a vuestros hijos de El y enseñarles a servir sólo a Mammón. ¿No pensáis que Dios algún día lanzará una condena definitiva a vuestra avaricia y a vuestra preocupación por la barriga y os destruirá a vosotros, a vuestros hijos y a todo lo que tenéis aquí y en el más  allá?  Estimados  amigos,  ¿no  se  aterra  vuestro  corazón  ante  esta  abominable abominación —vuestra idolatría, desprecio a Dios e ingratitud, vuestra destrucción de ambas instituciones y ordenanzas de Dios, la injuria y ruina que infligís a todos los hombres? (Lutero, 1530, p. 243; traducción mía)

Así, pues, una abominable ingratitud domina a los hombres haciendo que se olviden de Dios y no vean más allá de sus barrigas. Pero esta ingratitud luce aún mayor ante una nueva observación de Lutero: Dios no sólo ha ordenado, en general, la existencia de muchas cosas buenas para los seres humanos, sino que, además, en ese momento histórico particular, ha hecho aparecer ciertas condiciones especialmente propicias en Alemania para fomentar la buena educación. Entre tales condiciones Lutero destaca la presencia de muchos hombres cultos y educados que podrían brindar un gran servicio como educadores:

No debemos aceptar la gracia de Dios en vano y descuidar el tiempo de salvación. Dios  todopoderoso  graciosamente  nos  ha  visitado  a  nosotros  los  alemanes  y proclamado un verdadero año de jubileo. Hoy tenemos el grupo de los mejores y más educados hombres, adornados con las lenguas y todas las artes, que podrían también  rendir  un  verdadero  servicio  si  sólo  nosotros  los  utilizáramos  como instructores de la juventud. ¿No es evidente que ahora somos capaces de preparar a un muchacho en tres años, de modo que a la edad de los quince o dieciocho sabrá más que lo que han sabido todos los monasterios y universidades? . . . . Ahora que Dios  nos  ha  bendecido  tan  ricamente,  y  provisto  con  tantos  hombres  capaces  de instruir y entrenar bien a la juventud, sin duda es imperativo que no arrojemos tal bendición   al   viento   ni   desoigamos   su   llamado.   (Lutero,   1524,   p.   351-352; traducción mía)

Pero  la  aparición  de estos  hombres  “adornados con  las lenguas  y  todas  las artes” sólo forma parte de un acontecimiento histórico de aún mayor envergadura que  Dios  ha  dispuesto  para  beneficio  de  la  educación  y  de  la  Reforma:  el renacimiento de las lenguas latina, griega y hebrea. En efecto, Lutero dice:

Ahora  que  las  lenguas  has  sido  revividas,  están  trayendo  consigo  tanta  luz  y logrando cosas tan grandes, que el mundo entero se maravilla y tiene que reconocer que tenemos  el evangelio tan puro y  inmaculado como lo tuvieron los apóstoles, que ha sido completamente restaurado en su pureza original, mucho más que en los tiempos de San Jerónimo y San Agustín. (Lutero, 1524, p. 361; traducción mía)

Para  comprender  la  importancia  de  este  punto  debemos  recordar  que  la Biblia  fue  escrita  en  hebreo  (el  Antiguo  Testamento)  y  en  griego  (el  Nuevo Testamento)  y  que  se  difundió  por  todo  el  antiguo  Imperio  Romano  gracias  a  su traducción al latín. Este hecho histórico no es visto por Lutero como algo casual, sino como prueba de que estas tres lenguas fueron escogidas intencionalmente por Dios  para  difundir  su  Palabra  entre  los  hombres.  No  se  trata,  por  tanto,  de  tres “sistemas de signos” cualesquiera que podrían ser sustituidos por cualquier otro sin que  se  vea  afectada  nuestra  comprensión  de  la  Palabra  de  Dios.  Muy  por  el contrario,   Lutero   sugiere   que   la   decadencia   espiritual   de   la   Iglesia   empezó, precisamente, en el momento en que empezaron a declinar las lenguas, lo que trajo como consecuencia la pérdida del evangelio en su pureza:

Tan pronto como las lenguas, luego de la época apostólica, declinaron hasta casi esfumarse, el evangelio, la fe y la cristiandad declinaron más y más hasta que, bajo el  papa,  desaparecieron  por  completo.  Luego  del  declive  de  las  lenguas,  la cristiandad presenció pocas cosas de valor; en su lugar emergieron muchas terribles abominaciones  a  causa  de  la  ignorancia  de  las  lenguas.  (Lutero,  1524,  p.  361; traducción mía)

Efectivamente, desde los mismos inicios de la Edad Media el conocimiento del griego y del hebreo desapareció casi por completo en Europa. Un pensador de la talla  de  San  Agustín,  por  ejemplo,  cuyo  obra  dominó  por  siglos  a  la  teología medieval, tenía sólo un conocimiento muy rudimentario de ambos idiomas. En los escritos  que  estamos  discutiendo,  Lutero  indica,  de  hecho,  explícitamente,  varios errores de interpretación cometidos por San Agustín en su exposición de la Biblia, mostrando que éstos provienen de un dominio deficiente del hebreo. El latín, por su parte, como ya lo mencionamos anteriormente, fue perdiendo el carácter de lengua básica  de  la  civilización  europea  para  convertirse  paulatinamente  en  el  lenguaje especializado de una minoría de estudiosos.  Esta  condición  de  lenguaje  técnico  o especializado inevitablemente fue restándole al latín la vitalidad y el vigor propios de una lengua viva. A esto hay que agregarle, además, el hecho de que gran parte de las obras clásicas de la antigüedad se perdieron al principio de la Edad Media, razón por la cual durante siglos escasearon buenos ejemplos de un uso excelente de estas lenguas. Fue apenas en el siglo XIV, con el trabajo de Petrarca, que ciertos círculos intelectuales se dieron a la tarea de recuperar el legado discursivo de la antigüedad, explorando sistemáticamente los sótanos olvidados y las bibliotecas polvorientas de muchos  monasterios,  iglesias  y  conventos.  Esta  fue  la  labor  que  dio  origen  al humanismo  renacentista  y  que  trajo  consigo,  también,  el  “renacimiento  de  las lenguas” del que habla Lutero.

Esta  situación  duró  hasta  que,  como  hemos  visto,  las  lenguas  y  las  artes  fueron recuperadas  laboriosamente  —aunque  de  manera  imperfecta—  de  pedazos  y fragmentos de viejos libros, ocultos entre polvo y gusanos. Los hombres  aún los buscan  penosamente  cada  día,  como  gente  que  escarba  entre  las  cenizas  de  una ciudad arruinada, buscando tesoros y joyas. (Lutero, 1524, p. 374; traducción mía)

Nótese,  sin  embargo,  que  este  Renacimiento  tampoco  podía  ser  visto  por Lutero como un hecho fortuito:

Anteriormente  nadie  sabía  por  qué  Dios  había  revivido  las  lenguas,  pero  ahora vemos,  por  primera  vez,  que  esto  fue  hecho  por  el  bien  del  evangelio;  El  se propuso traerlo a la luz y utilizarlo para exponer y destruir el reino del Anticristo.

(Lutero, 1524, p. 359; traducción mía)

Ahora   bien;   retomado   el   hilo   de   nuestro   argumento,   nótese   que   esta ingratitud que Lutero identifica como la causa de fondo de los males que aquejan la educación  de  sus  tiempos,  está  estrechamente  vinculada  con  la  incapacidad  para apreciar el orden global en el que se inserta la vida humana. “Apreciar” en el doble sentido  de  ver  dicho  orden  y  de  reconocer  su  valor,  su  bondad.  Los  hombres,  en lugar  de  “apreciar”  tal  orden,  lo  han  estado  “despreciando”,  han  estado  viviendo como si no hubiese nada “más allá de sus propias barrigas”. Hemos visto que esta situación  en  buena  medida  se  debe  a  la  pérdida  de  las  lenguas,  que  trajo  como resultado  una  comprensión  deficiente  de  la  Biblia.  Ahora,  gracias  a  que  Dios  ha “revivido  las  lenguas”,  tenemos  la  oportunidad  de  recuperar  la  Biblia  en  toda  su pureza y, a través de ella, aprender nuevamente a apreciar el orden de la Creación.

Es por eso que todos los esfuerzos de Lutero van dirigidos a lograr que sus lectores puedan apreciar ese orden global y, gracias a ello, reconocer la terrible ingratitud en la que han estado sumidos.

Sólo pensad cuantas cosas buenas Dios os ha dado y os sigue dando todos los días de manera completamente gratuita: cuerpo y alma, casa y hogar, esposa e hijo, paz terrenal,  el  servicio  y  uso  de  todas  las  criaturas  en  el  Cielo  y  en  la  Tierra;  y, además,  el  evangelio  y  el  oficio  de  predicar,  el  bautizo,  el  sacramento  y  todo  el tesoro de Su Hijo y Su Espíritu. Y todo esto no sólo sin ningún mérito de vuestra parte, sino además sin costo ni inconveniencias para vosotros . . . . Lo tenéis todo, y todo   de   manera   gratuita,   y   sin   embargo   no   mostráis   ni   una   partícula   de agradecimiento.  En  vez  de  ello  dejáis  que  el  reino  de  Dios  y  la  salvación  de  las almas de los hombres vayan a la ruina; incluso ayudáis a destruirlos. (Lutero, 1530, p. 254; traducción mía)

Vale la pena hacer tres observaciones en relación con esto. La primera es la estrecha  relación  que  aquí  se  establece  entre  la  capacidad  o  incapacidad  para entender  globalmente  el  sentido  de  las  cosas  y  la  actitud  o  el  humor  bajo  el  cual vivimos nuestras vidas. Cuando no logramos ver “más allá de nuestra barriga” —es decir, cuando no vemos aquello que nos trasciende, aquello que da “lugar” a nuestra existencia—  no  podemos  preocuparnos  por  otra  cosa  no  sea  nuestra  barriga:  sólo atendemos  nuestras  necesidades  inmediatas,  nuestros  deseos  inmediatos,  nuestro entorno  inmediato,  nuestro  futuro  inmediato, etc.  Nuestra  vida  no  se  debe  a  nada más  allá  de    misma,  no  se  debe  a  nada  más  que  a  ella  misma,  en  una  palabra, carece de trascendencia. Por el contrario, cuando vemos que, más allá de nosotros, hay un orden que le ofreció espacio a nuestra existencia, y que nos sigue acogiendo para  que  podamos  seguir  siendo  en  su  seno,  nuestra  vida  se  transforma  en  un interminable gesto de agradecimiento que se realiza cuidando y preservando dicho orden para que éste pueda seguir siendo. Se trata de una vida que no se vive para sí misma, sino para algo que va más allá de ella misma. Es una vida que eternamente se debe a (está en deuda con) el Todo en el que se inserta. En pocas palabras, se trata de una vida con sentido de trascendencia.

La  segunda  observación  es  que  ahora,  a  la  luz  de  lo  anterior,  podemos entender mejor por qué en los momentos históricos de debilitamiento de un orden de sentido pueden cobrar fuerza la avaricia, el egoísmo, la ingratitud y todas estas actitudes que Lutero resume bajo la idea de “no ver más allá de la propia barriga”.

Se  trata  de  síntomas  de  pérdida  de  trascendencia  de  la  vida  humana.  Y  son  esos síntomas, precisamente, los que está enfrentando Lutero al momento de lanzar su proyecto  de  Reforma  de  la  cristiandad.  Esto  parece  corroborar  la  idea  de  que  el problema de fondo al que responde el pensamiento de Lutero es la pérdida del poder del  orden  medieval  de  sentido,  con  su  consiguiente  incapacidad  para  brindarle trascendencia a la vida humana. Recuperar tal trascendencia requiere desplegar un nuevo orden de sentido que pueda establecerse como dominante. Los esfuerzos de Lutero por lograr que los hombres puedan apreciar el orden de la Creación en todo su esplendor —y de un modo que, según él, había sido inaccesible a lo largo de toda la  Edad  Media—  podemos  interpretarlos,  precisamente,  como  un  intento  por desplegar  ese  nuevo  orden,  diferente  al  medieval.  El  punto  de  partida  para  este despliegue, según lo entiende Lutero, es la recuperación de la Palabra de Dios en toda su pureza, lo que implica remover todos los obstáculos que hasta ese entonces habían estado obstruyendo el acceso a la Biblia.

Y esto nos trae a la tercera observación: dado que el despliegue de ese nuevo orden  de  sentido  requiere  que  los  seres  humanos  lleguen  a  apreciarlo  como  tal, resulta  claro  que  el  tema  de  la  educación  tiene  que  jugar  un  papel  central  en  el pensamiento de Lutero. Sólo por medio de la educación los hombres pueden llegar a ver “más allá de sus barrigas” y aprehender ese orden trascendente que los aloja. De hecho, podría decirse que la educación constituye la forma más básica e importante de agradecer y velar por el orden, pues cualquier otra forma de cuidado presupone y requiere que éste sea apreciado como tal. Este papel central de la educación en la preservación  del  orden  también  se  hace  manifiesto  en  el  argumento  que  Lutero construye para establecer la importancia de la educación. Recordemos que el punto central  de  dicho  argumento  es  que  la  educación  permite  mantener  dos  oficios  de enorme   importancia:   el   “estado   espiritual”   y   el   gobierno   terrenal.   Pero   la importancia de estos oficios radica en que ambos están directamente relacionados con  la  preservación  del  orden  que  hace  posible  nuestra  existencia  como  seres dotados  de  cuerpo  y  alma.  En  efecto,  por  una  parte,  los  teólogos  y  predicadores tienen la misión de comprender la Palabra de Dios y enseñársela a los demás seres humanos. Con ello contribuyen a que Dios gobierne las almas de los hombres, y que todos sus dones sean debidamente cuidados y preservados:

Por medio de su trabajo se mantiene en este mundo el reino de Dios; el nombre, el honor  y  la  gloria  de  Dios;  el  conocimiento  verdadero  de  Dios;  la  fe  y  el conocimiento  rectos  de  Cristo;  los  frutos  del  sufrimiento,  de  la  sangre  y  de  la muerte de Cristo; los dones, las obras y el poder del Espíritu Santo; el verdadero y salvador  uso  del  bautismo  y  de  los  sacramentos;  la  pura  y  recta  enseñanza  del evangelio. (Lutero, 1530, p. 228; traducción mía)

Más allá de esto, sin embargo, el [predicador] hace grandes y maravillosas obras para el mundo. Informa e instruye a los diferentes estados acerca de cómo deben conducirse externamente en sus diferentes oficios, de manera que puedan hacer lo que está bien a los ojos de Dios. . . . El refrena al rebelde; enseña la obediencia, la moral, la disciplina y el honor; instruye a los padres, madres, hijos y sirvientes en sus deberes; en una palabra, da orientación a todos los estados y oficios temporales.

(Lutero, 1530, p. 226; traducción mía)

Por  otra  parte,  los  gobernantes,  cancilleres,  consejeros  y  sobre  todo,  los juristas,  son  los  encargados  de  comprender  y  dar  vigencia  al  orden  temporal  — codificado  en  leyes—  al  que  deben  plegarse  las  acciones  humanas  en  esta  vida. Ellos constituyen los principales pilares del gobierno terrenal, y, por tanto, de la paz en  el  mundo.  De  modo  que  los  juristas  cumplen,  en  el  plano  material,  un  papel similar al que los teólogos cumplen en el plano espiritual. Los primeros protegen el “reino terrenal”, mientras que los segundos protegen el “reino de Dios”:

Los juristas y estudiosos en este reino terrenal son las personas que preservan esta ley, y por tanto mantienen dicho reino. Y así como en el reino de Cristo un devoto teólogo y sincero predicador es llamado un ángel de Dios, un salvador, un profeta, un  sacerdote,  un  sirviente,  un  maestro,  .  .  .  .  así  también  un  devoto  jurista  y verdadero  académico  puede  ser  llamado,  en  el  reino  terrenal  del  emperador,  un profeta, un sacerdote, un ángel, un salvador. (Lutero, 1530, p. 240; traducción mía)

Si no hubiese educación, no habría buenos teólogos y juristas, y sin ellos el orden instituido por Dios para nosotros iría a la ruina, trayendo como consecuencia la  total  degradación  de  nuestra  condición  humana,  tanto  a  nivel  espiritual  como material.

Nosotros,  los  teólogos  y  juristas  debemos  permanecer  o  todo  lo  demás  irá  a  la destrucción  con  nosotros;  podéis  estar  seguros  de  ello.  Cuando  los  teólogos desaparecen, la Palabra de Dios también desaparece, y no quedan sino paganos y demonios.  Cuando  los  juristas  desaparecen,  desaparece  la  ley,  y  con  ella  la  paz; entonces sólo queda el robo, el asesinato, el crimen y la violencia, de hecho sólo quedan bestias salvajes. (Lutero, 1530, p. 251; traducción mía) 

4. Las propuestas educativas de Lutero

La  discusión  adelantada  en  la  sección  anterior  ha  permitido  revelar  la importancia y el sentido que Lutero le atribuye a la educación, así como también su explicación  de  por  qué  la  mayoría  de  los  hombres  de  su  época  no  logra  ver  la educación  de  esa  manera.  En  pocas  palabras,  educar  a  los  jóvenes  es  uno  de  los mejores  modos  que  tenemos  para  agradecer  a  Dios  por  el  orden  que  éste  nos  ha dado para que podamos ser lo que somos. Es uno de los mejores modos porque sólo gracias  a  la  educación  ese  orden  puede  ser  apreciado,  lo  que  constituye  una condición fundamental para su preservación. Claro está, cuando no somos capaces de apreciar ese orden, tampoco podemos entender el papel que la educación juega dentro de él, lo que hace que entonces la pongamos al servicio exclusivo de nuestra barriga.  Esta  visión  de  la  educación  es  el  elemento  fundamental  establecido  por Lutero  en  sus  escritos  y,  por  consiguiente,  el  punto  de  partida  para  todas  sus propuestas   de   reforma   en   este   campo.   Pero   veamos   en   qué   consisten   tales propuestas.

La  consecuencia  más  obvia  de  las  ideas  de  Lutero  es  la  necesidad  de  un cambio en el currículo de la educación básica y universitaria. En la sección 2 de este artículo ya habíamos mostrado que Lutero descarta una gran parte del material de estudio que, hasta entonces, había formado parte del currículo universitario. Desde su  punto  de  vista,  la  mayor  parte  de  estas  obras  surgían  de  una  comprensión deficiente de la Biblia o, incluso, eran completamente contrarias a la fe cristiana. De manera  que,  en  vez  de  perder  el tiempo  estudiando  esos  libros  perniciosos,  había que  dedicarse  a  estudiar  las  lenguas,  pues  sólo  mediante  ellas  podía  lograrse  un auténtico acceso a la Biblia.

Es   una   empresa   estúpida   intentar   ganar   una   comprensión   de   las   Escrituras escarbando  entre  los  comentarios  de  los  padres  [de  la  Iglesia]  y  una  multitud  de libros y glosas. En vez de ello los hombres deben dedicarse a las lenguas. . . . Dado que  es  de  cristianos  hacer  un buen  uso  de  las  Sagradas  Escrituras,  nuestro  único libro, y es un pecado y una vergüenza no conocer nuestro propio libro, ni entender el  lenguaje  ni  las  palabras  de  nuestro  Dios,  es  un  pecado  y  una  pérdida  aún mayores  no  estudiar  las  lenguas,  especialmente  en  estos  días  en  que  Dios  está ofreciéndonos hombres, libros y todas las facilidades y estímulos para el estudio, pues  desea  que  su  Biblia  sea  un  libro  abierto.  (Lutero,  1524,  p.  364;  traducción mía)

No  es  necesario  que  tengamos  todos  los  comentarios  de  los  juristas,  todas  las sentencias  de  los  teólogos,  todas  las  quaestiones  de  los  filósofos  y  todos  los sermones de los monjes. De hecho, yo descartaría todo este estiércol y llenaría mi biblioteca con el tipo adecuado de libros, consultando con los estudiosos para hacer mi selección. (Lutero, 1524, p. 375-376; traducción mía)

¿Cuáles son los libros que Lutero recomienda cultivar y preservar? En primer lugar, claro está, la Biblia —en latín, griego, hebreo, alemán y cualquier otro idioma al  que  haya  sido  traducida—  y  una  selección  de  los  mejores  comentarios  que  se puedan hallar sobre ella, preferiblemente los más antiguos. Luego libros que sean útiles para aprender las lenguas, como los de los poetas y oradores de la antigüedad: Homero,  Ovidio,  Virgilio,  etc.  También  libros  referentes  a  las  llamadas  “artes liberales”  —gramática,  retórica,  lógica  (conocidos  como  el  “trivium”),  aritmética, geometría, astronomía y música (conocidos como el “cuadrivium”)— que proporcionaban un entrenamiento básico en lengua latina y matemáticas. Además, buenos libros sobre derecho y medicina —que, junto con la teología, conformaban las tres facultades       superiores de las universidades. Y, finalmente, Lutero recomienda  estudiar  y  conservar  crónicas  e  historias,  en  cualquier  lengua  que  se consigan, pues “ellas son una magnífica ayuda en la comprensión y la dirección del curso de los eventos, y especialmente para observar las maravillosas obras de Dios”

(Lutero, 1524, p. 376).

De  manera  que  lo  que  Lutero  despliega  como  plan  de  estudios  para  las universidades está en perfecta consonancia con su proyecto de hacer accesible a los hombres el verdadero orden de la Creación, tal como éste se halla contenido en la Biblia.   En   cuanto   a   la   educación   básica,   ésta   no   constituye   más   que   un entrenamiento preparatorio para acceder a esa clase de estudios universitarios. Así, según   lo   establecen   las   Instrucciones   para   los   Visitadores   de   las   Escuelas Parroquiales (“Unterricht der Visitatoren an die Pfarherrn im Churfürstenthumb zu Sachsen”) —documento escrito conjuntamente por Lutero y Melanchthon en 1528 con  el  fin  de  normar  el  funcionamiento  de  estas  escuelas—,  la  educación  básica debía constar de tres etapas. En la primera de ellas los niños aprenderían a leer y escribir  en  latín,  enriquecerían  su  vocabulario  y  se  les  dictaría  los  primeros rudimentos  de  gramática.  La  segunda  etapa  estaría  dedicada  por  completo  a  la gramática y a las primeras lectura de obras de autores clásicos (como, por ejemplo, las fábulas de Esopo).

Finalmente, en la tercera etapa se les daría a los estudiantes obras de autores como Virgilio, Ovidio, Cicerón y se les introduciría al estudio de la lógica y de la retórica. Vale la pena destacar que durante las tres etapas a los niños se les haría leer y memorizar fragmentos de la Biblia, empezando por los pasajes más sencillos y fáciles de explicar, y luego siguiendo con los de mayor dificultad. Pues recordemos que,

Por  encima  de  todo,  el  más  importante  y  general  objeto  de  estudio,  tanto  en  las escuelas  superiores  como  en  las  inferiores,  deben  ser  las  Sagradas  Escrituras,  y para los niños, el Evangelio . . . . ¿No debería todo cristiano, a los nueve o diez años  de  edad,  conocer  todo  el  Santo  Evangelio,  del  que  deriva  su  nombre  y  su vida? Una hilandera o una costurera le enseña a su hija el oficio en sus años mozos; pero  ahora  ni  siquiera  los  grandes  y  doctos  prelados  y  obispos  conocen  el Evangelio. (Lutero, 1520, Proposals for Reform, part III; traducción mía)

Esta  última  cita  nos  lleva  a  un  segundo  y  muy  importante  aspecto  de  la reforma educativa de Lutero: la idea de que la educación debe alcanzar a todos los niños,  independientemente  de  su  condición  social.  En  efecto,  la  tarea  de  la educación, según Lutero, no se reduce únicamente a formar doctores en teología y derecho. Estos, sin duda, representan la cúspide del proceso educativo y los niños más  talentosos  deben  ser  educados  para  estos  oficios.  Pero  el  mundo  también necesita  hombres  de  menor  preparación  para  ocupar  una  multitud  de  importantes cargos.

Los niños de gran habilidad deben ser mantenidos en sus estudios, especialmente los hijos de los pobres . . . . Pero también los demás niños deben estudiar, aún los de  menores  habilidades.  Ellos  deben,  cuando  menos,  leer,  escribir  y  entender  el latín,  pues  no  sólo  necesitamos  doctores  altamente  instruidos  y  maestros  de  las Sagradas Escrituras, sino también pastores ordinarios que enseñen el Evangelio y el catecismo  al  joven  y  al  ignorante,  bauticen  y  administren  el  sacramento.  No importa que sean incapaces de batallar con los herejes. En una buena construcción no sólo hacen falta finos revestimientos, sino también piedras rústicas que le sirvan  de apoyo. Del mismo modo debemos tener, también, sacristanes y otras personas que sirvan y apoyen el oficio de predicar la Palabra de Dios. (Lutero, 1530, p. 231; traducción mía)

Cuando hablo de juristas no me refiero sólo a los doctores, sino a toda la profesión, incluyendo cancilleres, secretarios, jueces, abogados, notarios y todos aquellos que tienen que ver con los aspectos legales del gobierno; también los consejeros de las cortes, pues ellos también trabajan con la ley y ejercen la función de juristas . . . . Todos  los  condes,  señores,  ciudades  y  castillos  necesitan  síndicos,  empleados  y toda clase de gente estudiada. No existe un noble que no requiera de un secretario. También  los  necesitan  los  mineros,  los  comerciantes  y  los  hombres  de  negocios.

(Lutero, 1530, p. 240-244; traducción mía)

La educación, incluso, les servirá a aquellos que se van a dedicar a cualquier otra clase de oficio, pues gracias a ella podrán conducirse mejor en su trabajo y en su hogar:

Aún  cuando  un  niño  que  haya  estudiado  latín  deba  luego  aprender  un  oficio  y convertirse en artesano, siempre estará disponible en caso de ser requerido como pastor o para algún otro servicio a la Palabra. Por otra parte, en ningún caso este conocimiento  dañará  su  capacidad  para  ganarse  el  sustento.  Al  contrario,  podrá gobernar su casa mucho mejor gracias a él. (Lutero, 1530, p. 231; traducción mía)

Esta  sola  consideración  sería  suficiente  para  justificar  el  establecimiento  por doquier de las mejores escuelas para niños y niñas: que el mundo tiene que tener buenos  y  hábiles  hombres  y  mujeres,  hombres  capaces  de  gobernar  bien  sobre tierras y gentes, mujeres capaces de administrar la casa y entrenar correctamente a los niños y a los sirvientes. (Lutero, 1524, p. 368; traducción mía)

Todo esto no hace sino confirmar que, en la visión de Lutero, mientras más y mejor educación haya, mejor será preservado el orden en todos sus aspectos, tanto a nivel de la sociedad como un todo, como a nivel de la familia, el trabajo y la vida privada. Tómese en cuenta, además, que en las circunstancias históricas que vivía Lutero la extensión de la educación se hacía aún más urgente debido a la necesidad de enraizar sólidamente el nuevo orden de sentido en aquella cultura. Sin embargo, la  necesidad  de  extender  la  educación  a  todos  no  obedecía  únicamente  a  la necesidad  de  imponer  y  preservar  un  orden.  Había  un  asunto  más  de  fondo  que presionaba en esa dirección independientemente de las bondades que pudiera traer el disponer de muchos hombres y mujeres bien educados.

Recordemos que, según Lutero, la incapacidad para apreciar el orden de la Creación nos conduce a una vida en la que lo único que apreciamos son nuestras propias  barrigas.  Cuando  no  logramos  apreciar  ese  orden  nos  hacemos  soberbios, avaros,  egoístas  y  terminamos  sirviéndole  a  Mammón.  Por  el  contrario,  cuando apreciamos ese orden en todo su esplendor, nuestra vida es poseída por la humildad, la  generosidad,  el  agradecimiento  y  el  servicio  a  Dios.  Pero  resulta  que  sólo podemos ser buenos cristianos si vivimos nuestras vidas de este último modo. En caso  contrario  nos  convertimos,  como  ha  dicho  Lutero,  en  paganos,  demonios, bestias  salvajes,  puercos  escarbando  por  siempre  en  el  estiércol.  Cuando  nuestras almas  se  corrompen  de  ese  modo,  no  sólo  dejamos  de  ser  cristianos,  sino  que dejamos  de  ser  seres  humanos  y  nos  convertimos  en  seres  infrahumanos.  De  esa manera  perdemos  nuestro  ser  distintivo  dentro  de  la  Creación,  por  lo  que,  en esencia, dejamos de ser.

De lo anterior resulta que la educación es absolutamente indispensable para que un niño pueda llegar a ser (humano, cristiano). La condición humana es algo que  se  desarrolla  a  lo  largo  de  la  vida  en  la  medida  en  que  se  va  apreciando  y agradeciendo más el orden que permite nuestra existencia. Ser un ser humano es un oficio que hay que empezar a aprender desde temprano —al igual que las hilanderas y  las  costureras  aprenden  su  oficio  desde  temprano.  No  basta  con  haber  sido bautizado, asistir a misa, obedecer las leyes humanas y divinas, ser caritativo, etc., sino que hace falta aprender a ver el mundo y a disponerse hacia él de una cierta manera. Sólo por medio de la educación, entonces, es posible avanzar hacia la plena realización de nuestra humanidad. Y es por eso que todos los hombres estamos en la obligación  de  proporcionarle  a  todos  los  niños  encomendados  por  Dios  a  nuestro cuidado,  la  oportunidad  de  llegar  en  su  educación  tan  lejos  como  puedan,  lo  que equivale a desarrollar su humanidad tanto como les sea posible.

Ahora  bien;  la  idea  de  que  cada  recién  nacido  estaba  llamado  por  Dios  a apreciar el orden global de la existencia no sólo era contraria a lo que se pensaba y se practicaba en los tiempos de Lutero, sino que rompía por completo con el legado de la tradición medieval en ese aspecto. En efecto, a lo largo de toda la Edad Media se había dado por sentado que el tipo de educación que conducía a la posibilidad de contemplar  el  orden  del  universo  era  dominio  exclusivo  de  un  grupo  social particular:  el  clero.  No  es  que  los  demás  grupos  sociales  careciesen  de  toda educación. Al contrario, cada uno de ellos mantenía en su seno el tipo de educación que  le  era  propio.  Pero,  aparte  del  clero,  ningún  otro  grupo  social  cultivaba sistemáticamente  la  lectura,  la  escritura  y  la  oratoria  en  latín,  y  mucho  menos  la filosofía, la teología, el derecho, la medicina y las demás artes en las que se hallaba comprimido  el  conocimiento  del  orden  del  mundo.  Así,  por  ejemplo,  entre  la nobleza   dominaba   el   ideal   del   caballero   de   armas,   y   sus   hijos   recibían   un entrenamiento  orientado  hacia  las  proezas  militares  —manejo  del  caballo,  de  la lanza, de la espada, código de conducta caballeresca, etc. Por su parte, los artesanos y  comerciantes  solían  preparar  a  sus  hijos  para  los  oficios  que  ellos  mismos ejercían,  por  lo  que  cada  gremio  o  cofradía  mantenía  escuelas  dedicadas  a  la formación de sus miembros. Finalmente, los campesinos formaban a sus hijos en el seno de sus propias familias y comunidades a través de su participación cotidiana en las  labores  del  campo  y  del  hogar,  sin  que  mediara  ninguna  clase  de  educación formal.  Como  resultado  de  esto,  la  inmensa  mayoría  de  la  población  europea  se mantuvo  completamente  analfabeta  a  lo  largo  de  toda  la  Edad  Media,  y  no  era infrecuente que hasta los mismos emperadores, reyes y príncipes fuesen iletrados.

Esta  diversificación  de  la  educación  medieval  muestra  que  aquella  época estaba lejos de dar por sentado que todos los seres humanos estaban destinados a contemplar el orden global del universo. Por el contrario, diferentes grupos de seres humanos  estaban  destinados  a  diferentes  tipos  de  vida  y  a  diferentes  clases  de bienes. El destino de cada quien estaba determinado por la clase social en la que había nacido, lo que imponía límites precisos e intransgredibles a lo que la persona podía ser y hacer. Por ese motivo, la clase social tenía que formar parte fundamental de la identidad básica de cada quien: era aquello que uno no podía dejar de ser a lo largo  de  toda  su  vida.  En  otras  palabras,  la  pertenencia  a  una  determinada  clase social no podía ser vista como un hecho accidental o una circunstancia externa al individuo.

Por el contrario, el ser de cada individuo su hundía profundamente en su pertenencia a esa clase social. Al punto que para el campesino (al igual que para el noble  o  el  artesano),  dejar  de  ser  campesino  debía  significar  algo  muy  cercano  a dejar  de  ser  en  general.  Perder  esa  identidad  básica  significaba  perder  toda orientación con respecto a las acciones, actividades y bienes que se debían realizar o perseguir. Más aún, dado que las diferentes clases sociales representaban diferentes tipos   de   oficios   por   medio   de   los   cuales   los   individuos   contribuían   con   el funcionamiento armonioso de su sociedad, dejar de pertenecer a cualquiera de ellas tenía que implicar una grave pérdida de trascendencia de la propia vida.

Podríamos decir, en resumidas cuentas, que la diversificación social de la educación medieval obedecía  a  una  situación  en  la  que  el  lugar  que  cada  quien  ocupaba  dentro  de  la sociedad le era consustancial a su identidad individual.

Podemos  ver,  ahora,  que  cuando  Lutero  plantea  la  necesidad  de  brindar  a todos  el  tipo  de  educación  que  antes  estaba  reservado  para  el  clero,  entra  en conflicto con ciertos aspectos muy básicos del orden medieval. Bajo la perspectiva medieval  tal  expansión  de  la  educación  resulta  completamente  innecesaria,  tanto desde el punto de vista de la preservación del orden, como del logro de la plenitud humana de cada quien. Para vivir una vida plena de sentido en la Edad Media no hace falta ser capaz de apreciar el gran orden de la Creación. Basta con realizar de manera excelente la tarea que nos ha sido encomendada dentro de ese orden. Esto, ciertamente, requiere que vivamos dicha tarea como “encomendada”, es decir, que experimentemos  su  carácter  trascendente,  pero  tal  experiencia  no  necesariamente requiere de una aprehensión directa del orden. Puede ocurrir, por ejemplo, que el proceso de entrenamiento para un oficio particular no simplemente forme destrezas técnicas (como lo pensamos hoy en día), sino que, en el mismo acto, enseñe una cierta actitud hacia el trabajo, y, en general, hacia la vida, sin la cual todas aquellas destrezas perderían sentido. Es lógico suponer que en una cultura en buen estado, el orden  de  sentido  en  gran  medida  ejerce  su  poder  por  vías  invisibles  y  poco explícitas como ésta. Tal invisibilidad, de hecho, constituye un elemento esencial de su poder. Sólo cuando ese poder se deteriora, como ocurre en la época de Lutero, aparecen  la  necesidad  urgente  y  generalizada  de  buscar  el  orden  y  el  afán  por contemplarlo directamente.

Por otra parte, debemos recordar que todos los individuos de esta sociedad estaban sujetos a una educación regular, aunque informal, ejercida por la Iglesia por medio de las misas y de la confesión. Como mencionábamos en la sección 2 de este artículo,  en  la  medida  en  que  el  latín  era  comprendido  por  todos,  la  Iglesia,  por medio  de  estas  prácticas,  podía  instruir  a  la  población  acerca  del  mundo  en  que vivía, y cuáles eran sus deberes dentro de él. Se trataba, muy probablemente, de una enseñanza de carácter dogmático, enfocada más en aspectos cotidianos de la vida que en temas generales. Más que comprensión, exigía obediencia a las autoridades establecidas. Pero este hecho resultaba perfectamente natural en un mundo en el que de antemano se suponía que los únicos capaces de ganar claridad acerca del orden del mundo eran los clérigos, quienes se encontraban en una situación de cercanía al Creador, y, por tanto, eran directamente iluminados por esa fuente suprema de toda luz y toda verdad. Los demás grupos sociales sólo podían recibir una luz tenue de esa fuente —y ello sólo gracias al papel mediador que jugaba la Iglesia. Más allá de eso se abría ante ellos un misterio insondable con el que debían convivir hasta el fin de  sus  días.  No  era  de  esperar,  entonces,  que  estos  “legos”  ganasen  mayor comprensión acerca de temas de trascendencia,  sino que obedeciesen respetuosamente a quienes sí eran capaces de esa clase de conocimiento. Sobre la base de tal obediencia se sostenía todo el orden social medieval.

La  propuesta  de  Lutero,  entonces,  no  sólo  resultaba  innecesaria  dentro  del orden medieval, sino que era, inclusive, altamente peligrosa para él. Lo que Lutero estaba proponiendo no podía significar allí más que una grave confusión de papeles sociales, un caos en el que las funciones de unos serían usurpadas por otros, lo que aparentemente sólo podía conducir a una situación en la que ya nadie sabría cual es su rol en la sociedad y cómo debía conducir su vida. Además, era de suponer que al expandir  de  ese  modo  la  educación,  todos  se  sentirían  autorizados  para  debatir acerca   del   orden   de   la   Creación,   lo   que   resultaría   destructivo   para   aquella obediencia respetuosa a las autoridades sobre la que se sostenía el mundo medieval.

En  pocas  palabras,  la  propuesta  de  Lutero  “des-ordenaba”  el  orden  medieval  al deshacer la jerarquía de roles sociales que le era constitutiva.

No en vano Lutero abogaba por incluir a todos los cristianos en el llamado “estado  espiritual”  (véase  la  sección  2  del  presente  artículo).  Con  ello  pretendía mostrar, precisamente, que todos los hombres estamos llamados a comprender y a predicar la Palabra de Dios. Esa igualdad fundamental no sólo implicaba que todos podían  poner  en  duda,  cuestionar  y  discutir  lo  que  decían  y  hacían  quienes ocupaban  algún puesto de autoridad, sino que, yendo más a fondo, modificaba la idea  misma  de  autoridad  que  había  dominado  a  lo  largo  de  la  Edad  Media.  En efecto, como ya hemos visto, la autoridad de la Iglesia medieval se derivaba de una presunta cercanía que mantenían los miembros de ésta con el Creador.

Esa cercanía hacía que los clérigos formaran una clase aparte, claramente separada de los demás hombres y jerárquicamente superior con respecto a ellos. Los clérigos se distinguían de las demás clases sociales por una serie de poderes particulares (recordemos, por ejemplo,  la  infalibilidad  del  papa)  o  por  marcas  particulares  en  su  ser  (como  el character   indelebilis   que   Dios   le   imprimía   al   sacerdote   al   momento   de   su ordenamiento).  En  todo  caso  eran  algo  más  que  hombres  comunes.  Pero  si  se aceptaba  la  igualdad  fundamental  que  postulaba  Lutero,  ningún  tipo  de  autoridad podía seguir derivándose de esa fuente, pues era inadmisible la existencia de seres sobre-humanos que gozaran de un acceso privilegiado a Dios. Quienes ocupaban un puesto de autoridad no podían hacerlo, entonces, en virtud de algún poder especial que les fuese consustancial, sino simplemente porque tenían el consentimiento de sus pares: los demás miembros de la comunidad, cada uno de los cuales también estaba  facultado  para  ejercer  ese  puesto.  Debido  a  eso,  además,  quien  ocupaba algún puesto de este tipo era responsable ante la comunidad y podía ser removido por ella cuando fuese necesario.

Mediante el bautismo todos somos consagrados al sacerdocio . . . . Así que, cuando un  obispo  consagra  [a  un  sacerdote]  es  como  si  él,  en  nombre  de  toda  la congregación, cuyos miembros tienen todos igual poder, escogiese a uno de entre ellos  y  lo  encargase  de  usar  ese  poder  en  nombre  de  los  demás  .  .  .  .  Ahora; precisamente porque todos somos igualmente sacerdotes, nadie debe colocarse por encima de los demás y encargarse, sin nuestro consentimiento ni elección, de hacer

lo que está en poder de todos. Pues lo que es común a todos, nadie debe atreverse a arrogarse a sí mismo sin la voluntad y el mandato de la comunidad; y si ocurriese que alguien escogido para tal cargo fuese depuesto por malos manejos, pasaría a ser exactamente lo que era antes de asumir el cargo. De manera que un sacerdote en  la  Cristiandad  no  es  más  que  un  funcionario. Mientras  está  en  el  cargo,  tiene precedencia; cuando es depuesto, es un campesino o un citadino como los demás.

(Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)

Así que, del mismo modo como aquellos que ahora son llamados “espirituales” — sacerdotes,  obispos  o  papas—  no  son  diferentes  de  los  demás  cristianos  ni superiores   a   ellos   (excepto   por   el   hecho   de   que   se   les   ha   encargado   la administración de la Palabra de Dios y los sacramentos, que es su trabajo y oficio), así también ocurre con las autoridades temporales —ellas detentan la espada y la vara  con  la  que  se  castiga  al  malvado  y  se  protege  al  bueno.  Un  zapatero,  un herrero, un granjero: cada uno tiene la labor y el cargo de su oficio, y sin embargo todos  ellos  son  sacerdotes  y  obispos  consagrados,  y  cada  uno,  por  medio  de  su propio trabajo u oficio debe beneficiar y servir a todos los demás, de manera que muchos tipos de trabajo puedan hacerse para el bienestar corporal y espiritual de la comunidad, del mismo modo como todos los miembros del cuerpo se sirven entre sí. (Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)

Como vemos, el cargo, oficio, puesto o, en general, el lugar particular que alguien ocupa en la sociedad no le añade nada adicional a lo que la persona ya es antes  de  asumirlo  y  lo  que  seguirá  siendo  luego  de  abandonarlo.  El  que  alguien juegue un papel social determinado no hace que sea otra cosa que un hombre como los demás. En pocas palabras, lo que la persona es —su ser— no depende del oficio particular que desempeñe. Por el contrario, desde el nacimiento y el bautizo hasta la muerte todos somos lo mismo: seres con cuerpo y alma llamados a alabar a Dios y predicar su Palabra. Esa es nuestra identidad fundamental; con respecto a ella todas lo  demás  en  nuestras  vidas  es  circunstancial  y  contingente.  Y  en  ello  consiste  la igualdad fundamental que hay entre nosotros.

Esto,  evidentemente,  significa  negar  ese  aspecto  fundamental  del  orden social medieval que mencionábamos antes: la suposición de que cada ser humano pertenece  de  manera  necesaria  y  esencial  a  una  determinada  clase  social,  que constituye el eje central de su identidad como individuo. Bajo esta visión medieval, el orden social era algo que fundaba lo humano, en la medida en que sólo dentro de él los hombres podían ganar su ser individual. Puesto de otro modo, el ser humano sólo  podía  fluir  por  los  cauces  que  le  ofrecían  las  clases  sociales.  En  ese  sentido podría decirse que las jerarquías sociales medievales tenían un carácter ontológico. Pero, en la visión luterana, el orden social es secundario con respecto a lo que los hombres   son.   La   jerarquías   sociales   y   la   división   de   labores   sin   duda   son indispensables  para  que  los  hombres  puedan  llegar  a  ser  hombres  en  el  pleno sentido  de  la  palabra.  Pero  son  indispensables  no  porque  sean  el  lugar  donde  se realiza lo humano sino sólo porque constituyen un mecanismo para la producción de ciertos bienes fundamentales —educación, seguridad, etc. Tales jerarquías, por tanto, tienen un carácter operativo: los seres humanos asumen los diferentes puestos que las conforman sin que su ser, su pensamiento y su acción se vean confinados a ellas.

Vemos, entonces, que la idea luterana de extender la educación a todos traía consigo una idea de sociedad muy distinta a la medieval. Una de las consecuencias de esta nueva visión de la sociedad era que los hombres no podían limitar el campo de sus preocupaciones a sólo una pequeña parcela dentro de la totalidad del orden social.  Nuestra  vocación  a  apreciar  y  cuidar  la  totalidad  del  orden  exigía  que estuviésemos permanentemente atentos al funcionamiento de toda la sociedad. Cada quien  debía  vigilar  y  contribuir  con  el  buen  desempeño  de  todas  las  funciones sociales. En pocas palabras, todos éramos responsables de mantener en buen estado cada  una  de  las  actividades  necesarias  para  la  buena  convivencia. 

Esta  idea novedosa, de que todos eran responsables por todo, obviamente tenía que modificar sustancialmente   la   concepción   acerca   de   quién   y   cómo   debía   encargarse   de mantener los procesos educativos en la sociedad. Como veíamos antes, los diversos procesos   educativos   de   la   Edad   Media  no   eran   instaurados,   supervisados   ni coordinados por ninguna institución en particular. Cada clase social, cada tipo de oficio estaba encargado de darse continuidad a sí mismo. Dado que cada oficio era algo “encomendado” a nuestro cuidado, educar a las futuras generaciones tenía que formar  parte  esencial  de  cada  oficio,  pues  sólo  de  ese  modo  evitábamos  que éste pereciera. El oficio de clérigo, y su correspondiente tipo educación, estaban, claro está,  a  cargo  de  la  Iglesia.  La  Iglesia  medieval,  en  otras  palabras,  tenía  total exclusividad  en  lo  referente  al  mantenimiento  y  la  orientación  de  la  clase  de educación que Lutero pretendía extender a todos.

Esta  situación  necesariamente  tenía  que  cambiar.  Había  dos  razones  de carácter circunstancial para ello y otra de fondo. La primera razón circunstancial era que  el  tipo  de  educación  que  para  la  época  se  brindaba  en  los  establecimientos controlados  por  la  Iglesia  era  considerado  como  pernicioso  por  los  reformadores. Hacía  falta  sustraer  todos  aquellos  establecimientos  al  control  eclesiástico  para poder  imponer  en  ellos  los  nuevos  programas  educativos.  La  segunda  razón circunstancial  era  que,  en  las  regiones  que  adoptaban  la  Reforma,  uno  de  los primeros  actos  de  las  autoridades  era  cortar  inmediatamente  el  flujo  de  dinero, donaciones, tierras y otros bienes que habían estado alimentado la actividad de los monasterios, conventos y demás fundaciones de dicha región. Esto obviamente traía como resultado el cierre de tales instituciones, así como también de las escuelas que éstas solían mantener. De modo que algún otro agente social tenía que encargarse  de mantener escuelas. Lutero vio a las autoridades temporales como las indicadas para  llevar  a  cabo  esta  labor.  En  esto,  precisamente,  consistió  el  tercer  aspecto importante de su reforma educativa.

Las  razones  de  fondo  que  llevaron  a  Lutero  a  postular  como  deber  de  las autoridades temporales el mantener escuelas gratuitas para todos los niños, eran las mismas que lo habían llevado a ver a tales autoridades como las más indicadas para luchar contra el poder de la Iglesia y promover, en general, la causa de la Reforma.

En la sección 2 de este artículo vimos que, en la visión luterana del orden social, las autoridades  temporales  no  están  sometidas  o  gobernadas  por  las  autoridades espirituales —como era lógico que sucediese dentro del orden jerárquico medieval. Por  el  contrario,  dentro  de  la  organización  global  de  la  sociedad,  las  autoridades temporales  tienen  una  función  propia  y  claramente  diferenciada  en  la  que  son plenamente  soberanas  —debiendo  sometérseles,  en  ese  campo,  incluso  la  Iglesia misma. Esa función consiste, como ya hemos visto, en preservar el “reino terrenal”, es decir, el orden social que le permite a todos realizar su vocación como cristianos. Con  el  fin  de  preservar  ese  orden  las  autoridades  temporales  ejercen  un  poder coercitivo sobre los hombres, obligándolos a hacer (o dejar de hacer) todo cuanto sea  necesario  para  alcanzar  dicho  objetivo.  Si  bien  las  autoridades  espirituales también cumplen un importante papel en la preservación del orden, su función es predicar,  exhortar,  traer  las  almas  hacia  Dios  por  medio  de  la  Palabra,  pero  no tienen  facultades  para  obligar  a  nadie  por  la  fuerza,  pues  no  les  corresponde gobernar   sobre   las   acciones   humanas.   De   modo   que   es   prerrogativa   de   las autoridades temporales refrenar a todo aquel que atente contra el orden, incluso si se trata de un alto jerarca eclesiástico:

El  poder  temporal  es  un  miembro  del  cuerpo  de  la  cristiandad,  y  pertenece  al “estado  espiritual”,  aunque  su  trabajo  sea  de  naturaleza  temporal.  Por  tanto,  su trabajo debería extenderse libremente y sin obstáculos hacia todos los miembros de todo  el  cuerpo;  debería  castigar  y  usar  la  fuerza  siempre  que  la  culpabilidad  lo merezca  o  la  necesidad  lo  exija,  sin  detenerse  ante  papas,  obispos  o  sacerdotes.

(Lutero, 1520, The Three Walls of the Romanists; traducción mía)

Dado  que  la  educación  de  todos  los  niños  lucía,  ahora,  como  uno  de  los principales  modos  de  preservar  el  orden,  parecía  evidente  que  las  autoridades temporales debían asegurarla, incluso por la fuerza. Este era uno de estos casos en los  que  “la  necesidad  lo  exigía”.  Ciertamente  a  lo  largo  de  la  Edad  Media  las autoridades temporales también tenían por misión preservar el orden social. Pero su condición  de  subordinación  a  la  Iglesia  hacía  que  fuese  impensable  que  ellas pudiesen  encargarse  de  una  labor  que  era  dominio  exclusivo  de  su  superior jerárquico.  Eso  sería  una  escandalosa  usurpación  de  funciones,  algo  tan  absurdo como proponer que los artesanos se encarguen de la educación de la nobleza y de los hijos de la familia real. Por otra parte, como hemos visto, la preservación del orden medieval no requería extender a todos el tipo de educación brindado en las instituciones eclesiásticas. Era suficiente con asegurar la obediencia de todos a la autoridad  de  la  Iglesia. 

El  papel  de  los  reyes  y  príncipes  en  la  preservación  del orden se limitaba, entonces, a servir de brazo armado para afianzar la autoridad de la Iglesia en el mundo. De aquí que las expediciones militares en defensa del papa, de la Santa Sede o del Santo Sepulcro, fuesen un ejemplo paradigmático del tipo de actividad que era considerado como más propio de un gobernante medieval. No en vano  los  reyes  medievales  eran  coronados  por  la  Iglesia,  juraban  obedecerla  y protegerla,  y  se  comprometían  a  combatir  a  los  infieles.  Por  eso,  precisamente, cuando Lutero exhorta a las autoridad temporales a que funden escuelas, compara esta labor con la de mantener ejércitos, y muestra que esto último no es suficiente para preservar el orden.

Mantengo que es deber de las autoridades temporales obligar a sus súbditos a que mantengan sus hijos en las escuelas, especialmente a los más prometedores. Pues verdaderamente es deber del gobierno mantener los oficios y estados que hemos mencionado,   de   manera   que   siempre   haya   predicadores,   juristas,   pastores, escritores,  médicos,  maestros,  etc.,  pues  no  podemos  prescindir  de  ellos.  Si  el gobierno puede obligar a los súbditos aptos para el servicio militar a cargar lanzas y  mosquetes,  proteger  murallas  y  hacer  otras  clases  de  trabajos  en  tiempos  de guerra, cuanto más puede y debe obligar a sus súbditos a mantener sus hijos en las escuelas. Pues aquí enfrentamos una guerra peor, una guerra contra el demonio.

(Lutero, 1530, p. 257; traducción mía)

Lo   distintivo   del   nuevo   papel   que   Lutero   le   estaba   asignando   a   las autoridades temporales era, por tanto, no sólo su independencia de la Iglesia, sino también el hecho de que la preservación del orden debía lograrse no tanto por vía de la  fuerza,  sino  haciendo  que  todos  los  súbditos  pudieran  apreciar  ese  orden,  se responsabilizaran  de  su  mantenimiento  y  participaran  activamente  en  su  cuidado. Esto nos hace volver a un punto que dejamos abierto unos párrafos atrás: la idea de que todos somos responsables por todo y las consecuencias que esto traía para el campo de la educación. En efecto, estrictamente hablando, la responsabilidad por la educación recaía en todos los miembros de la sociedad. Cada quien debía hacer su aporte a ella del mejor modo que se lo permitiera su posición en la sociedad. Así, en las autoridades temporales recaía la responsabilidad de recoger impuestos, construir escuelas e imponer como ley la asistencia obligatoria de todos los niños a ellas. En los  predicadores  y  sacerdotes  recaía  la  responsabilidad  de  exhortar  a  todos,  por medio de la Palabra, a asumir su responsabilidad en el mantenimiento de escuelas (como,  por  cierto,  lo  hace  Lutero  en  sus  escritos).  Y  en  los  padres  recaía  la responsabilidad de enviar a sus hijos a las escuelas, así como también de contribuir económicamente con su mantenimiento en la medida de sus posibilidades.

5. Transición

Con esto cerramos nuestra discusión en torno a los principales aspectos de la reforma educativa impulsada por Lutero. Dicha discusión nos ha permitido ver que tras  esta  reforma  se  perfilaba  ya  un  nuevo  modo  de  concebir  a  la  sociedad  y  al individuo. Vimos que ella apuntaba hacia una transformación del modo de ser del ser  humano  en  el  mundo,  lo  que  necesariamente  tenía  que  estar  en  estrecha correspondencia con el modo de ser de todas las cosas en general. De manera que no podemos seguir postergando la pregunta por la naturaleza exacta del orden de sentido que parecía estar retrocediendo en la época de Lutero, así como también por la  naturaleza  de  aquel  otro  orden  que  parecía  estar  emergiendo.  A  este  tema  nos dedicaremos en el segundo artículo de este ciclo.

Referencias bibliográficas

Boccaccio, G. (1353); El Decamerón; Editorial Bruguera, Barcelona, 1978.

Bowen,   J.   (1975);   Historia   de   la   Educación   Occidental;   Editorial   Herder, Barcelona, 1992.

Fuenmayor,  R.  (1991);  Truth  and  Openness;  Systems  Practice,  Vol.  4,    5; Plenum Press, New York, 1991.

Kimball, B. (1995); Orators & Philosophers; The College Board, New York

Lutero,  M.  (1520);  An  Open  Letter  to  the  Christian  Nobility  of  the  German Nation  concerning  the  Reform  of  the  Christian  Estate,  en  Works  of Martin   Luther:   With   Introductions   and   Notes,   Vol.   2;   A.J.   Holman Company, Philadelphia, 1915.

Lutero,  M.  (1524);  To  the  Councilmen  of  All  Cities  in  Germany  that  They Establish  and  Maintain  Christian  Schools,  en  Luther’s  Works,  Vol.  45; Fortress Press, Philadelphia, 1999.

Lutero, M. (1530); A Sermon on Keeping Children in School; en Luther’s Works, Vol. 46; Fortress Press, Philadelphia, 1998.

Lutero, M. y Melanchthon, Ph. (1528); Instructions for the Visitors of Saxony, en

Luther's Works, Vol. 40; Fortress Press, Philadelphia, 1958.

MacIntyre, A.  (1988); Whose  Justice?  Which  Rationality?; University of Notre

Dame Press; Notre Dame, Indiana

Roldan Tomasz Suárez Litvin

Frónesis, Vol. 10, No. 3, 2003

Centro  de  Investigaciones  en  Sistemología  Interpretativa,  Facultad  de  Ingeniería,  

Universidad  de  Los Andes, Mérida, Venezuela.

Publicación autorizada, para Letras-Uruguay, por parte del autor, el día 21 de enero 2008

Ir a índice de América

Ir a índice de Suárez Litvin, Roldan Tomasz

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio