Notas sobre el oficio de la poesía

por Mark Strand

Traducción de Mirta Rosenberg

“¿Qué tiene que ver el oficio con la formación de las imágenes poéticas? ¿Qué tiene que ver con los desconocidos orígenes de un poema?”, se pregunta Mark Strand (Summerside, Canadá, 1934) en este trabajo, originalmente publicado en su libro The Weather of Words. (New York: Random House, 2000).

Para algunos de nosotros, cuanto menos digamos acerca de la manera en que hacemos las cosas, tanto mejor. Y yo, en particular, ni siquiera estoy seguro de tener una manera reconocible de hacer las cosas, y si la tuviera, tampoco estoy seguro de que pudiera explicarla. No tengo un método secreto de escritura, ni tampoco un decálogo que me indique qué hacer y qué no. Cada poema me exige un tratamiento diferente, una adaptación, una búsqueda de su mejor principio y su mejor final. Y sin embargo me estaría engañando a mí mismo si creyera que no hay nada constante en las transacciones que se llevan a cabo entre yo mismo y mis poemas. Supongo que a eso le llamamos oficio: a esas transacciones que se vuelven tan constantes que no sólo las asociamos con nosotros mismos sino que también las autorizamos a representar los medios por los cuales creamos arte. Pero como rara vez se manifiestan en términos de procedimiento, ¿cómo podemos hablar de ellas?. En gran medida, estas transacciones a las que he decidido denominar oficio son propiedad exclusiva de cada poeta y no pueden transferirse ni ser adoptadas por otros. Una de las razones que así lo determinan es que esas transacciones son casi totalmente desconocidas en el momento de la escritura y que se las descubre después, si es que se las descubre.

Un ensayo de gran importancia para mí en el momento en que empecé a escribir fue “Politics and the English Language”, de George Orwell. Leyéndolo encontré por primera vez una declaración moral acerca de la buena escritura. Es cierto que Orwell no tomaba en cuenta el uso literario del lenguaje, sino su empleo como instrumento destinado a expresar ideas. Argumentaba que tal como el lenguaje podía hacerse feo e impreciso debido a la necedad del pensamiento, del mismo modo el lenguaje descuidado nos impulsa a concebir pensamientos necios. Y explica que deben aplicarse estas reglas siempre que se esté en duda sobre el efecto de una palabra o una frase, y la intuición no alcance para tomar una decisión:

1. Nunca use una metáfora o un símil trillados.

2. No use nunca una palabra larga cuando una palabra corta puede cumplir la misma función.

3. Si es posible eliminar una palabra, elimínela.

4. Nunca use la voz pasiva si puede usar la activa.

5. Nunca use una expresión extranjera, un término científico o de una jerga si se le ocurre un equivalente en lenguaje cotidiano.

6. Transgreda cualquiera de estas reglas antes de decir algo directamente brutal.

Por cierto, son reglas muy elementales y es posible -hasta Orwell lo admite- cumplir con todas ellas y de todos modos escribir en mal inglés, aunque no tan malo como podría haber sido en el caso de que las reglas no se respetaran. ¿Pero para qué nos servirán en la escritura de un poema? ¿Y hasta qué punto describen esa transacción que mencioné antes? Si el hecho de cumplir un conjunto de reglas garantizara el éxito de un poema, los poemas no serían tenidos en tal alta estima como se los tiene. A demasiada gente le resultaría sencillo escribirlos, algo que, naturalmente, no ocurre. Pues los poemas que son de mayor valor son aquellos que inevitable, impremeditadamente, transgreden las reglas, poemas cuya urgencia hace que las reglas sean irrelevantes.

Creo que toda poesía es formal en el sentido de que existe dentro de límites, o bien heredados de la tradición o bien impuestos por el lenguaje mismo. A su vez, estos límites existen dentro de los límites de la concepción de cada poeta de lo que es o no es un poema. Porque si el poeta en ciernes no tiene idea de qué es un poema, carece de parámetros para determinar o calificar sus acciones como poeta, es decir, su poema. Debemos recordar que “forma” es una palabra con diversos significados, algunos de los cuales son casi opuestos. Forma tiene que ver con la estructura o la apariencia externa de algo, pero también con su esencia. En las discusiones sobre poesía, forma es una palabra poderosa precisamente por esa razón: la estructura y la esencia parecen venir juntas, tal como la disposición de las palabras y sus significados.

Casi no vale la pena señalar la miopía de aquellos que pretenden hacernos creer que la forma del poema es tan sólo la apariencia del poema. Argumentan que hay poesía formal y poesía sin forma... verso libre, en otras palabras; que la poesía formal tiene dimensiones rítmicas o estróficas, etc., y que es, en consecuencia, mensurable, mientras que el verso existe como una expansión de palabras cuya disposición es arbitraria y, por eso, inmensurable. Pero si algo aprendimos de la poesía de los últimos veinte o treinta años es que el verso libre es tan formal como cualquier otra clase de verso. Hay pruebas de sobra de que el verso libre emplea un amplio espectro de recursos mnemónicos, entre los que se cuentan, entre otros, las estructuras anafóricas o de paralelismo, tanto en su función de restricción sintáctica como rítmica. No pretendo sugerir que el verso medido y el verso libre representan mnemónicas opuestas.

Más bien prefiero considerarlas al mismo nivel, ya que ambas son estructuradas y por lo tanto formales, o al menos formales de manera evidente y fácilmente descriptible.

La forma se manifiesta más claramente en el conjunto del argumento y la imagen o, dicho de otra manera, de la historia y las figuras retóricas. Este aspecto de la forma es de más difícil discusión porque es menos nítido; también es el área en la que los poemas alcanzan su mayor individualidad y en la que, por lo tanto, son más personales. Si es así, ¿cómo es posible aplicar a esto las ideas de un oficio? Bien, podemos decir que las metáforas mezcladas son malas, que las contradicciones, a menos que constituyan paradojas intencionales, deben evitarse, que tal o cual imagen resulta inadecuada. Todo lo cual es muy vago, o muy limitado o improcedente... a pesar de que hay muchos maestros de escritura creativa para quienes la discusión de estas variables y ocultas características de la forma no entraña ningún problema. Y empleo la palabra “ocultas” porque de algún modo, cuando planteamos el tema del significado de un poema nos acercamos mucho a su origen o a aquello que le dio existencia. Por cierto, no existe ninguna prescripción sencilla, como la de George Orwell, acerca de que decir y qué no en un poema.

Al hablar de su poema “The Oíd Woman and the Sta-tue”, Wallace Stevens dijo:

Aunque no hay nada automático en el poema, tiene no obstante un aspecto automático en el sentido de que es lo que yo quería que fuera sin saber antes de escribirlo qué quería que fuera, aunque antes de escribirlo yo sabía qué quería hacer.

Esta es la declaración más precisa que he leído nunca acerca de lo que suele llamarse “el proceso creativo”. Y creo que deja en claro por qué las discusiones acerca del oficio son, en el mejor de los casos, precarias. Sólo sabemos qué hemos hecho después de hacerlo. La mayoría de los poetas, creo, sienten atracción por lo desconocido, y escribir, para ellos, es una manera de hacer visible lo desconocido. Y si el objeto de la búsqueda está oculto o es desconocido, ¿cómo podemos llegar a él por medios predecibles? Confieso mi deseo de olvidar el conocimiento, especialmente cuando me siento a trabajar en un poema. Las constantes transacciones del oficio se llevan a cabo en la oscuridad. Jung lo entendió perfectamente cuando dijo: “Mientras estamos atrapados en el proceso de creación, no vemos ni entendemos; de hecho, no debemos entender, porque nada es más dañoso para la experiencia inmediata que la cognición”. Y Stevens, cuando dijo: “De alguna manera, uno tiene que saber el sonido que es el sonido exacto: y uno lo sabe, sin saber que lo sabe. Ese saber es irracional”. Eso no implica decir que la racionalidad sea equivocada o esté mal, sino tan sólo que tiene poco que ver con la construcción de poemas (inversamente a lo que ocurre, por ejemplo, con la comprensión de poemas). Hasta una figura tan racional como Paul Valéry se torna extrañamente evasiva al hablar de la creación de un poema. En su brillante pero peculiar ensayo “La poesía y el pensamiento abstracto”, Valéry dice lo siguiente:

He advertido en mí mismo ciertos estados que podría llamar poéticos, ya que algunos de ellos resultaron en poemas. Se suscitaban sin ninguna causa aparente, ya que surgían de manera accidental; se desarrollaban según su propia naturaleza y, consecuentemente, yo me encontraba, durante un tiempo, desplazado de mi estado mental acostumbrado.

Y continúa diciendo que “el estado de poesía es completamente irregular, inconstante y frágil, y que lo perdemos, tal como lo encontramos, por accidente”, y que “un poeta es un hombre que, como resultado de cierto incidente, experimenta una transformación oculta”. En su aspecto más cómico, se trata de una situación tipo Dr. Jekyll/Mr. Hyde. Y también supongo que lo es en su aspecto más trágico. Pero resulta asombroso que el oficio, incluso en el caso de una figura como Valéry, esté fuera de la cuestión. Uno siente que Valéry, si hubiera tenido más tiempo, hubiera llegado a parecerse a Bachelard, quien entre otras cosas dijo que “la crítica intelectual de la poesía nunca nos conducirá hasta el núcleo en donde se forman las imágenes poéticas”.

Y qué tiene que ver el oficio con la formación de las imágenes poéticas? ¿Qué tiene que ver con los desconocidos orígenes de un poema? Nada, porque el oficio, tal como se lo enseña y expone, sólo funciona con claridad cuando el poema se considera primordialmente una forma de comunicación. Y sin embargo, suele reconocerse que la poesía recurre a aspectos del lenguaje diferentes a sus aspectos comunicacionales, especialmente como variación, más atenuada, de un texto sagrado. Dado ese estatus, que es el que tiene para el poeta en el momento en que escribe, no puede ser validado por ninguna apelación a la experiencia sino que existe de manera autónoma, o tan autónoma como la historia lo permita. En su ensayo “Sobre la relación de la psicología analítica y la poesía”, Jung se aproxima a tratar ese tema cuando dice:

La obra nos ofrece un cuadro terminado, y ese cuadro es susceptible de análisis sólo en la medida en que podamos reconocerlo como símbolo. Pero si no podemos descubrir en él ningún valor simbólico, habremos establecido tan sólo que, en lo que a nosotros atañe, no significa más que lo que dice o, para decirlo de otro modo, que no es más que lo que parece ser.

Esta afirmación me parece generosa, ya que permite a los poemas una existencia en última instancia tautológica. Por otra parte, Freud, que sugiere una relación entre las ensoñaciones y los poemas -pero sin refinarla-, y que se dedica a las fantasías “de los menos pretenciosos escritores de “relatos, novelas y cuentos”, convirtiendo sus obras en formas prolongadas de realización de sus deseos, parece absolutamente decidido a establecer la prioridad de los estados mentales. Pero el propósito del poema no es la revelación ni el relato de una ensoñación, ni tampoco es un síntoma. Un poema es él mismo y es el acto por medio del cual existe. Es autorreferente y no está necesariamente precedido por ningún orden conocido, salvo el de los otros poemas.

Si los poemas no refieren a ninguna experiencia conocida, a nada que pueda caracterizar su ser, y por lo tanto no pueden ser entendidos sino más bien absorbidos, ¿cómo se les pueden aplicar consideraciones relativas a un oficio, que sólo se justifican por el hecho de que mejoran la comunicación? Esa es una de las razones por las que casi todas las discusiones sobre el oficio no logran tratar los aspectos esenciales de la poesía. Tal vez el poema sea en última instancia una metáfora de algo desconocido, y su concreción un medio de recobrarlo. Es posible que la conservación del origen ausente sea necesario para la continuación de la vida del poema como artefacto inagotable. (Aunque las palabras pueden representar cosas o acciones, tal vez su combinación represente otra cosa..., la no dicha y hasta ahora desconocida unidad de la cual el poema es ejemplo.) Más aún, podríamos decir que el grado en el que un poema es explicado o parafraseado es precisamente el grado en el que deja de ser un poema. Si nada queda del poema, se ha convertido en paráfrasis de sí mismo, y los lectores experimentarán esa paráfrasis en lugar del poema. Por esa razón los poemas no deben existir solamente en el lenguaje, sino más allá de él.

 

por Mark Strand (Canadá / EEUU)

Traducción de Mirta Rosenberg (Argentina)

 

Publicado, originalmente, en: Diario de poesía Año 18. Nº 68. Agosto a noviembre de 2004

Link del texto: https://www.ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-68/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

 

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