La Noticia
Eduardo A. Soto Pimentel

A René K.

Aníbal recuerda cuando acercó su oreja enaretada a los labios de la ex primera dama, y la escuchó intranquilo mientras ella, por fin, le contaba la verdad. 

Era un hospital para aristócratas en los Países Bajos, donde todo era de un blanco quirúrgico, lácteo, desde las paredes y la cara de las enfermeras, hasta las paletas para orinar y las flores del jardín. Minerva Gutiérrez, viuda distinguida y leal del presidente David De la Lastra, se encerró ahí tres años antes para luchar contra el cáncer. Al menos eso fue lo que publicaron los periódicos de la isla, sin sospechar que en realidad lo hizo para huir una vez más y para siempre de la historia de terror que le quitó el sueño durante media vida, desde el día que su marido el Presidente se descerrajó un tiro en la boca, a dos días que terminara su mandato. Aquélla tarde del suicidio, De la Lastra era un hombre todavía joven, hermoso como galán de cine, y con el talento de doble filo que se necesita para entrar en la historia. Si hubo nota de despedida, jamás la encontraron. Aníbal tenía cómo saberlo, pues sus contactos a todo nivel en la Policía Judicial se lo habrían dicho. Por eso, ni entonces ni nunca se entendieron los motivos de este hombre, quien horas antes del final gozó de un almuerzo lleno de risas con sus suegros y su mujer, llamó a su hermana a Italia para avisarle que llegaría la próxima semana con toda la familia, y apenas cinco minutos antes le concedió una entrevista telefónica relámpago al periodista Aníbal Barsallo, durante la que le habló de la vida de turista y escritor que tendría cuando pasado mañana entregara el poder.

Al rato, entró en la austera sala de trabajo del Palacio Presidencial, y se desbarató la cabeza con una bala de su Magnum 44.

Desde entonces Aníbal Barsallo buscó la verdad oculta de esta historia. Abandonó todas las demás preguntas, y se dedicó a hacer sólo una: “¿Por qué se mató Su Excelencia?”

Minerva, una mujer de estirpe colonial y mirada de tigre, escapó de este periodista obcecado por casi cuarenta años, y lo vio seguirla por medio mundo. Incansable. Perpetuo. No era extraño que estuviera ahí, junto a su lecho de moribunda, con el eterno arete de gitano y la melena y barba de leñador, esta vez blanqueadas por unos arbitrarios pelillos blancos. No pudo dejar de sonreírle. Fue más bien un esbozo de risa que se escurrió cansado por la esquina de su boca pálida. Tal vez pensó: “otra vez este muchacho (...) ¡qué paciencia!”.

Y le contó todo. 

Debajo de la hirsuta pelambrera cana y las arrugas como talladas con acero candente, en esa mujer se adivinaba una rara belleza de estatua. Él le agarraba la mano, sentado junto a la cama, preocupado por su ritmo cardíaco y la mala respiración de la señora. También Aníbal había envejecido, obsesionado por las dudas que nunca nadie le aclaró, y cuya respuesta hasta sus jefes se cansaron de esperar. Lo que ninguno de los dos pensó es que sería él quien estaría a su lado en el último momento que, sin duda, estaba llegando. Cada uno a su manera y en su propio mundo, padeció este episodio triste que estremeció al país; pero nunca se habían acercado tanto. Ella, porque lo consideraba un fastidio para su paz espiritual; él, porque a pesar de su apetito por la primicia, aprendió a respetar los silencios y negativas de esta hermosa princesa sin corona. En lugar de odiarla porque le truncó el camino de ascenso que llevaba en el periodismo nacional, aprendió a valorar sus reservas y prudencias. Mientras ella más se resistía, la presión de él era mayor. Entre puja y repuja ambos se trenzaron en algo que pasó de la desconfianza al aprecio, y luego a un cariño mutuo, pero silencioso, que jamás hasta ese día supieron que sentían.

Aníbal usaba la vieja y enorme grabadora de su juventud; una máquina ruidosa del tamaño de un ladrillo, y tan pesada como tal. Cuando ella abrió los ojos casi sin brillo, Aníbal encendió el aparato. No disimuló. Ella conocía muy bien sus impertinencias, y la cercanía de la muerte le daba la certidumbre de que este hombre no la dejaría partir sin antes grabarle un testimonio completo de lo que ocurrió ese día que la vida de ambos cambió a consecuencia del pistoletazo presidencial.

Minerva estaba cansada del tema. Todos querían saber qué había ocurrido, por qué, por qué él, por qué un hombre con tanta dignidad y dominio, por qué David el bello. Al principio ni ella tenía todas las respuestas, y escapó a Europa en búsqueda de un olvido que nunca encontró, pero que sí la encontró a ella, pues en el país y el mundo todos echaron el tema al cesto de los papeles viejos en menos de dos años.

Al principio, el silencio oficial lo que hizo fue abrir esos pequeños agujeros que siempre aparecen en las investigaciones secretas, y que hacen que se filtren del expediente las gotitas agridulces de la verdad a medias. Si algún sirviente o funcionario decía algo a un detective, aunque fuese bajo la más estricta confidencialidad, y peor cuando se trataba de un comentario de pasillo, enseguida aparecía en las primeras planas de los periódicos, bajo grandes titulares, en notas que le achacaban la culpa de la versión a “una fuente oficial”. Y se publicó de todo: Que si se había pegado el tiro porque descubrió a su mujer en la cama con un chofer mulato (eso jamás lo creyó Aníbal); que si el diagnóstico de una enfermedad incurable lo volvió loco, porque nunca soportaría verse sin cabellos, sin dientes y con el cuerpo tachonado de llagas hediondas y verduscas por el pus; que no soportó oir al presidente electo cuando dijo que el día de su toma de posesión revelaría un escándalo millonario por la venta de la telefónica, contrato que el propio De la Lastra había firmado y que, supuestamente, le quintuplicó su fortuna en Suiza.

Esto y más. Y la gente lo creyó todo, más si la nota venía acompañada con la foto del cadáver del Presidente, tapado con la sábana blanca bajo la que se podía adivinar de cuál lado estaba la cabeza, por el rosetón escarlata y acartonado que dejó la sangre, y porque del otro extremo se salían un par de zapatos Florsheim Serie Imperial, negros, que algún coleccionista compulsivo se había robado de la morgue al día siguiente, para venderlos en el mercado negro a precio de subasta. Periodistas y lectores se contentaron con esas historias no formales que entintaron toneladas de papel a lo largo de los meses que duró la euforia. Después de un tiempo, el asunto pasó a ser una más de las anécdotas del mundillo político nacional, y todos se olvidaron.

Menos Aníbal. Él, quien a pesar de ser el periodista estrella nunca escribió una línea del asunto, sólo aquella en la que daba evidencia de su conversación con De la Lastra antes del suicidio, jamás se resignó a lo publicado. Justo el día del entierro solemne del mandatario en el cementerio de Santiago de Los Caballeros, juró sacarle la verdad a la boca fidedigna de Minerva Gutiérrez, porque estaba seguro que nadie más que ella sabía la verdad.

Y lo hizo. Ese día en el hospital, Minerva hablaba pausado, como si le pesaran las palabras. Cada detalle de ese trágico día le fue saliendo del alma como un alambre de púas que le laceraba la garganta. Aníbal escuchaba, con el agua de la vida al pecho; mientras en una orilla estaba la felicidad por haber logrado la meta de la primicia, en la otra una gran pena le iba aguando los ojos, cuando se iba dando cuenta del tamaño gigantesco del dolor de esa mujer, quien esperó cuarenta años para liberarse de la carga. Él también había esperado, y no fue en vano, aunque en el camino todos le llamaron “el loco”.

Al igual que aquélla vez, siete años después de la tragedia, cuando fue a parar a Ginebra, luego de recolectar entre sus jefes, compañeros, amigos y enemigos el dinero para el pasaje y la estadía en una pensión de jubilados, cerca del jardín de los castaños en Friburgo, donde le habían dicho que estaría la ex primera dama, recuperándose de un resfriado. Tenía fondos para una semana, pero se quedó un mes. Sin saber una palabra de francés ni alemán, con las buenas mañas de embaucador que heredó de sus abuelos árabes, logró vivir sin comer y comer sin pagar hasta que encontró a Minerva Gutiérrez sentada a la sombra en una tasca del casco viejo de la ciudad, acompañada por su cuñada y su hermano menor. Bebían vino tinto, mientras conversaban en susurros. Él llegó y se sentó como Pedro en su casa, y soltó a bocajarro la pregunta de siempre, mirándola a ella a los ojos: “¿Por qué se mató Su Excelencia?”.

Claro que nadie le respondió entonces. Ni otra tarde en Barcelona, ni años después en Guanabacoa, o en el callejón de los libreros cerca de la Plaza de Armas en la vieja Lima; ni después en la discreta casa, parecida a tantas otras, en el suburbio negro de Little Orange, en Queens, donde ella fue a esconderse de la historia y de los malos recuerdos.

Para desaliento de sus editores, Barsallo cada vez volvía con las manos más vacías, y la libreta llena de apuntes deshilados sobre ella: su talante de faraona, sus dotes de artista, sus idas y venidas por el mundo, comprando ropa cara a precio de ganga, y cuadros de pintores venidos a menos, a los que admiraba más por su tesón que por su talento, su pose inquebrantable de viuda triste y dama rigurosa, los colores con que iba pintando sus canas mientras le caían los años, nunca con un hombre, siempre con los sobrinos, las cuñadas, o las compañeras de té y caridades en su guerra franca contra el SIDA. La fue dibujando poro a poro en cuarenta años, y llegó a conocerla mejor que ella misma. Tanto, que era capaz de leerle la tristeza en el blanco de los ojos.

Aníbal miró a Minerva Gutiérrez a través de su cámara fotográfica, y fue así que la conoció mejor que si la hubiera tratado en persona. Fue una tarea ardua, de escondrijos, vigilias y descaros imperdonables. Algunas veces, sus ojos verde aceituna fueron atrapados en fotos que parecen tomadas casi boca a boca, y lo extraordinario es que pueden adivinarse en ellos los estados de ánimo de la señora. En una ocasión que la sorprendió en su casa de campo de la isla, Aníbal logró congelar una lágrima, ¿por quién lloras Minerva?, la que se le escapó mejilla abajo. Y hay otras en las que el llanto se advierte en ese goterón inicial que se equilibra en el borde de los ojos, antes de soltarse en avalancha. Lo que más hay son fotos de su cara y sus ojos tristes. Pero también Minerva Gutiérrez tenía una pequeña cicatriz en la barbilla, tal vez producto de una travesura infantil. Por más maquillaje que intentaba, la marca siempre aparecía, necia, brillante, hermosa para Barsallo, quien hizo una serie en todos los ángulos. 
Era una mujer que detestaba los espacios cerrados, como el de los teléfonos públicos, que poco usaba, aunque Aníbal la tiene metida en una caseta, de esas que ya no hay en la ciudad, hablando quién sabe con quien, mientras hacía girar y girar, como en un carrusel histérico, un escapulario.

Es el mismo que tenía ese día en el hospital, estrujado entre sus manos cansadas, mientras le habla al periodista Barsallo, a quien no deja de mirar a los ojos, y a quien de vez en cuando le regala un ademán de sonrisa melancólica.

Muy pocas veces se le vio sonreír en público después de la muerte del marido, una vez quizá, y Barsallo tiene la foto. Fue una risa abierta, pero silenciosa; más bien un amago, una tentativa, y no una risa en sí. Fue en Panamá, bajo el cielo abierto de un restaurante de marineros que tenía la pequeña bahía de la ciudad como telón de fondo, en la que flotaban como pícaro aderezo los farolitos encendidos de los barcos. Sentada junto al barandal, con la sedante brisa de mar acariciándole la cara, Minerva leía una novelita que compró en el hotel. Era una obrita corta, pero intensa, que catapultó a la fama a una escritora tica de vocación tardía, y que narraba la triste historia de tres hermanos que pierden el amor que se tenían, y al final se traicionan unos a otros, por la pura ambición que les corroyó el alma cuando se enteraron que el abuelo muerto había dejado escondidos, en alguna parte de la casa, un millón de dólares. Minerva la leyó de un tirón, muy seria y compungida por el severo drama de esos muchachos. Pero al pasar a las páginas centrales, por algún episodio cómico que Aníbal no pudo determinar con certeza, ¿O tal vez gozaba con la tragedia ajena?, estalló el aspaviento mudo de Minerva, una carcajada taciturna de chiquilla. Barsallo le apuntaba desde un farallón no muy lejano con su Nikon 350 motorizada, y apretó el obturador cuando la tuvo en la mirilla con los dientes en fiesta, y expuesto por vez primera el rosado pececillo de su lengua. Él no lo podía creer. Minerva ríe. A solas. Escondida. Pero ríe. Fueron unos segundos nada más, pero bastaron para que Barsallo disparara no menos de doce cuadros. Cuando reveló y amplió las fotos, pudo contemplarla en todo su esplendor, sin la niebla cuadriculada que esas lentes telescópicas le dan a las escenas. La gran señora estaba metida en una blusa bermellón de hilo, ligera y juvenil, en juego con unos pantaloncillos albos, de bocas anchas y sensuales, por las que salían un par de robustas y felinas piernas del color del pan. Un delicado collar de quinceañera, con una letra M tallada en oro macizo, le colgaba sobre el pecho pecoso. En esta secuencia de la marina Minerva parece feliz, con su cola de caballo coqueta y despreocupada, al arbitrio de la ventolera, y con una mirada que irradia alborozo. Fue esa vez y nunca más. Al menos jamás frente a la Nikon de Aníbal, a quien le bastó la imagen para aprender a mirarla con otros ojos. Esa es tal vez la mejor fotografía que Barsallo pudo sacarle a la mujer del Presidente. 

En una ocasión el rumor de que la primera dama estaba escribiendo sus memorias le paralizó el brazo a Aníbal antes que se tomara la cerveza de todas las tardes en “La Bodeguita”, una cálida taberna propiedad de un matrimonio irlandés, quienes habían sido profesores de antropología y un buen día se cansaron de la universidad y los universitarios, para servirle a quienes realmente se interesan por las verdades de la humanidad: los bohemios.

Fue él, Harry, el irlandés, quien le habló del asunto: “ella está escribiendo sus memorias”. No fue necesario que Harry le explicara a quién se refería cuando decía “ella”. Siempre que alguien hablaba de la primera dama en presencia de Aníbal, se abstenía de mencionar su nombre, porque era innecesario. No había otra “ella” en su vida desde el suicidio. Esa noche tuvieron que llevarlo al hospital, tieso como una piedra por un desmayo patológico. La sola impresión de que alguien más imprimiera los detalles del suceso, aunque esa persona fuera la primer testigo, le cortaba la respiración y le detenía en seco el corazón.

—¿Dónde está ella ahora? ¿En qué parte del mundo?— preguntó aquélla vez desesperado, aferrado como un loco a la bata del médico que lo atendía, y que había sido su amigo de toda la vida.

—No lo sé, Aníbal, nadie lo sabe.

—¡Maldita sea la concha...!— y se tuvo que apretar ahora su propio pecho, del lado del corazón, que se le estaba partiendo en dos como un pedazo de pan duro.

Pero nunca fue cierto lo del libro. Pasaron los años y la edición no se concretó. Eso le devolvió la calma al periodista, pero le hizo caer en una dependencia enfermiza al tema. No quería escribir de nada más, y terminaron echándolo del puesto. “Te falta foco”, le dijeron ese día en el periódico, a lo que él contestó con la manera animal que lo había hecho famoso:

—Y ustedes tienen plumas donde debieran tener huevos—, y se fue para siempre, dejando tras de sí el eco de un portazo, y un vacío irremediable en el periodismo de la isla.

Ella nunca cruzó palabra alguna con él, hasta ahora, en su lecho de muerte. Cuando terminó de hablar, le señaló un bolso pequeño que tenía colgado en uno de los ganchos del ropero, donde Aníbal encontró la carta. En ella, David De la Lastra enumeraba las razones del suicidio. Era una nota íntima, escrita con su letra preciosista de graduado en Harvard, pero llena de diminutivos y alusiones familiares. Se la escribió a ella, a su Minerva, como Barsallo sospechó siempre.

Aníbal volvió junto a la ex primera dama después de leer la nota, y le aferró la mano. Una lágrima larga y fatigada corría por el rostro de la mujer. Había llegado el fin y, ¡eureka!, todo estaba en paz. Se acabaron las escapatorias y los silencios. Ahora él contaría la verdad, y punto. Nada importaba. Ella estaría muerta, así que no valía la pena saber los detalles. Después de un momento, hizo señas para que Aníbal se acercara más. Él acercó una vez más su rostro y esta gran dama, sin prisas y con gran dignidad de reina sin trono, lo besó en los labios. Un prolongado ¡biiiiiiiip! se escuchó sobre sus cabezas. Era el monitor cardiaco que registró la muerte de Minerva con la larga línea verde de un final feliz.

Todo acabó, pensó él.

Aníbal Barsallo volvió a su pequeño cuarto de hotel en la abigarrada calle Damrak, a tres cuadras de la morgue donde yacía el cadáver distinguido de la ex primera dama, y se sentó frente a una botella de whisky a contemplar el casete con la voz de Minerva, y la carta de suicidio que ella le dejó. Por fin tenía lo que tanto había buscado. Se sentó y escribió su despacho noticioso en seis cuartillas, a doble espacio, usando la vieja Olivetti que le acompañó a todas partes. Le tomó siete horas redactarlo, cuando en sus mejores tiempos no habría demorado ni quince minutos. Pero esta vez quería hacerlo despacio, a fuego lento, repasando a fondo cada recuerdo y una por una sus notas de cuatro décadas, volviendo atrás si le parecía que había alguna falta o redundancia. No quería lagunas en el texto, porque esos editores novatos eran capaces de arruinarlo todo si metían sus manos carentes de técnica y cultura en la historia. Apretujó el artículo, el casete y la nota de suicidio dentro de una bolsa de papel, junto con las fotos que le tomó a la ex primera dama un mes antes que muriera. Afuera, con un marcador rojo, escribió: “Diario El Vocero, Juan Albinez, Editor Jefe”, y puso la bolsa sobre la mesa de noche. Ahí estuvo durante toda la semana posterior a la muerte de Minerva Gutiérrez, sin que él se decidiera a mandarla a la isla. Hasta hoy.

Momentos antes Aníbal había entrado como un tifón en el cuarto de hotel, agitado y triste porque no le gustó para nada el funeral sin gracia con el que despidieron a la ex primera dama. Contando al sepulturero, no llegaron a doce los presentes. A Aníbal no había que contarlo porque estaba a cien metros más allá, accionando su Nikon por última vez para Minerva. A él le molestaba que ni siquiera se dignaran llevarla a la isla, y la dejaron en uno de los rincones asépticos del cementerio en las afueras de Amsterdam, donde nadie le llevaría flores. 

Por eso él estaba que tronaba. Tomó el paquete que tenía listo para enviar por correo, y lo quemó en la bacinilla que había encontrado cuando alquiló la habitación. Mirando el humo negro de la pequeña hoguera, bebió frenético el litro de vino rosado que tenía bajo la cama, se paró frente la ventana, mirando el canal, y colocó en su boca el cañón de una oxidada Magnum 44 que nadie supo nunca de donde sacó. Con el hierro entre los dientes balbuceó un nombre... Minerva...

....Y apretó el gatillo.

Eduardo A. Soto Pimentel
Cuentos nada más
Ciudad de Panamá, 2001-2003

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