Futuros
Eduardo A. Soto Pimentel

Aridez. Año 3055. No hay calles ni avenidas ni fuentes ni parques ni la “M” de McDonalds ni columpios ni carros ni música. Sólo páramos agostados acometen el paisaje en lontananza. El pinchazo del frío se mete bajo la piel como ladrón artero. Duelen tantas soledades y duele el viento yerto. Llueve un agua azul fosforescente.

Entonces la veo. Es una mujer desnuda que me acecha, y empuña lo que parece un puñal. De su boca no sale palabra, pero le arde en la mirada en un grito brutal: “te lo voy a hundir hasta el fondo”, vocifera desde su oscuro silencio escrutador.

Ruinas. Están amontonadas de tanto en tanto, como dunas de hormigón en centinela actitud de efigie. Apuntan al cielo púrpura. Las puedo oír: lloran. Hay una pared que no se tornó en polvareda cuando se vino abajo, y está recostada en uno de los cerros de concreto viejo. Un cartel político con una cara de mujer sobrevivió a la degollina, y sigue adherido al milagroso pedazo de tapia que no se rompió. Quien sepa hacerlo podrá leer: “Ella es el cambio”.

Un relámpago deja caer un iracundo chispazo sobre la tierra indemne, y un fragor apocalíptico ruge sobre todas las cabezas que, ahora distingo, están por todas partes. Arrecia la lluvia. Los hombres y las mujeres sin ropa que pululan por aquí y por allá, han abierto agujeros en el suelo desértico, y ahí viven y se esconden y se abrigan, como ratas campesinas, como serpientes. Le temen al ruido y a la luz. Temen ver sus caras sucias y tener que aprender a hablar para ponerse nombre.

La mujer y el puñal siguen ahí. Ella da un paso hacia mí. Tiemblo.

Cuando la borrasca amaina, hombres y mujeres vuelven a la superficie. Veo niños. No es correcto decir que son familias esas que están ahí. Hordas, eso sí. Tiran de sus cabellos polvorientos, se escupen, de sus bocas escapan gritos y gemidos guturales, como el que se cuela por la garganta al vomitar; sacan sus lenguas en gesto ramplón, y las mujeres aferran los testículos de ellos con vehemencia y tiranía. Los hombres chillan, pero no parece que sea de dolor. No hacen el amor, se agreden.

Los niños comen tierra más allá. ¿Tierra dije? No, es cemento. Lo único que flota en el aire y está por todos lados. Los niños se meten este feo material en la boca sin dientes. También están desnuditos y sucios. Se ven serios, silenciosos y panzudos. No juegan, buscan lombrices para comer. Y cucarachas que, una vez más, han sobrevivido a la tragedia.

Ahí está la mujer otra vez, mucho más cerca. Ella me mira.

Entonces encontré la bola de topacio. Era de un grueso cristal amarillo bermellón, refulgente a pesar de las sombras. Y tenía voz. Una palabra, un destello súbito. Otra palabra, la luz. La verdad brilló sin frenos cuando contó esa historia de horror, de aquellos miles de años atrás, del infierno desaforado, y el rebenque del tiempo que castigó la vida conocida.

La mujer también oía. Dejó de avanzar hacia mí cuando oyó la palabra, esa cosa que tejía sonidos, desconocida, peligrosa.

“Ideologías”, dijo la piedra y su fulgor, “ellos las abandonaron, se acabaron las bancadas, las teorías; todos se mezclaron en promiscua aleación corrupta (...) Se acabaron los colores y sobreabundó el gris... los ambidextros”. Entendí que el poder dejó de tener tinte, y cada cual se vendió al mejor postor. Un día de tantos, el augurio se cumplió y se quebró el mundo, porque ya no había principios para sostener el parapeto. Fue entonces cuando empezó a llover, y desde aquella vez no para. 

Volví a mirar la lejanía. Había niños que corrían, alaridos de miedo primitivo, pánico. Vi sangre en sus cabecitas sin cabello.

Alerta; la mujer viene hacia mí. Me toca con la punta del puñal. Una baba blancuzca le mana de la boca torcida por una mueca vulgar. ¡Llegó la hora! ¡Satán está suelto! 

Volteo para encarar el final, escrito desde el principio de los tiempos. La miro: ¡Noooo!... El grito se ahoga en una almohada húmeda sabrá Dios por qué secreción extraña y adhesiva: cuando abro los ojos, veo a mi madre que me urge, perentoria: “ “¡despierta, despierta... no sonó la alarma... se hace tarde!” 

En la mano traía un enorme cepillo de dientes.

Eduardo A. Soto Pimentel
Cuentos nada más
Septiembre de 2003

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