El francotirador
Eduardo A. Soto Pimentel

marquito garcía, pensé mucho en ti,
mientras escribía este cuento

Si hubiesen investigado bien antes de entrar al cuarto disparando, los policías de la Secreta se habrían enterado que Juan Antonio no podía ser un asesino a sueldo, sino que era un muchachón alelado por tantos ataques epilépticos, que afinaba todas las tardes el violín sobre su panza peluda. Pero no se dieron tiempo; descoyuntaron la puerta a patadas, y sin hacer las preguntas necesarias irrumpieron con su estropicio de caníbales, lo vieron parado frente a la ventana, y le tiraron a matar.

—Voy a comprar un rifle— había dicho Juan en la barbería esa mañana. “Cacho” Pérez, el barbero, quien lo tenía tumbado en la poltrona giratoria para darle su afeitada a navaja de los lunes, le siguió la corriente. A Juan Antonio todos le seguían la corriente, porque lo querían mucho.

¡Un rifle! ¿Y eso pa’qué, el’ijo?

Será un Blaser R93 Tactical —contestó Juan Antonio en diagonal. Realmente “Cacho” era un telón de fondo, un extra en esta escena crucial, así que no sus comentarios estaban de más. Lo que le importaba a Juan era su propia voz, su discurso... su declaración—. Blaser: alemán. Como no llega a las doce libras, es ideal para correr largos trechos; monotiro; y el cañón, ¡ah, el cañón!, veinticuatro pulgadas de pura velocidad y precisión, que pienso forrar con un tubo plástico y espuma de goma para silenciarlo.

Sí que sabe de eso, el’ijo. Es bueno leer, muy bueno.

El R93 trae el gatillo ajustable, y eso es excelente porque ya no hay armeros como antes, que los ponían en punto de puro oído, con piedra de Arizona y aceite, nada más.

Ya no hay artesanos de’na; to’ es prefabricado, Juan.

Blaser R93... lo mejor de lo mejor.

¿Y un rifle así pa’qué sirve en este barrio, el’ijo?

El techo: el muchacho dejó de mirar el alto cielo raso del viejo caserón, donde desde niño se refugiaba jugando a encontrar figuras: una mano gigante, un conejo, la estrella de David... Entonces fue cuando el sedante olor a mentol y a espliego avanzó cerebro adentro, en conjuro eficaz contra el cortocircuito que le desataba los demonios. “Cacho” Pérez ya no era más un extra, y se convertía en el actor secundario, ese que a veces salva las historias; el que sostendría en su mano el cabo del hilo de esta madeja de misterio. Lento, como lo haría el chico malo de la película, Juan volteó hacia el viejo fígaro el caramelo de sus ojos ratoniles, que casi se perdían bajo ese par de cejas de turco. No era una mirada abyecta. No podía serlo. Juan tenía bien ganada una fama de chico bueno, gracias al tono angelical de sus atisbos. Inclusive fue cariñoso cuando le agarró al barbero la mano en la que blandía la navaja, lo hizo como si estuviera asiendo una flor, y le dijo muy en serio:

—Voy a matar al presidente de los Estados Unidos.

Eso fue todo. La ocurrencia serpenteó por el barrio, y antes del mediodía se había colado por la acuarela del mercado, cobró vida por encima del tilín que platos y vasos hacían al chocar en el café Coca Cola, y dio largas zancadas de boca en boca como hasta las dos de la tarde, cuando todavía daba algunos respingos en la terminal de los tranvías.

Pero nadie creía que pudiera ser. Nunca Juan Antonio, un huérfano de cuna al que las monjas carmelitas criaron en el agua tibia del convento, donde se hacía el bien por el puro gusto de ver feliz a la gente. Juan pintaba las casas de todos, preparaba el nacimiento que se tomaba toda una nave lateral de la Catedral, tocaba el violín en el coro de la iglesia, dirigía el tránsito a la salida de la escuela primaria, vendía revistas viejas para ganarse los reales que después le obsequiaba a los mendigos, y tallaba en madera unos angelitos primorosos a los que sólo les faltaba hablar.

La epilepsia le impidió pasar del segundo grado. Las monjitas prefirieron ahorrarle a los niños del barrio el desencanto de sus sacudidas infames, los trancazos que se daba al caer de sorpresa en cualquier parte, y el olor impuro de sus barreduras porque perdía el control de los esfínteres. Pero le enseñaron de todo en el claustro. A pesar de su traza despretinada y fofa, en esa cabeza guardaba 27 años de información de diversa índole y tamaño, sacada a trompicones de revistas científicas, enciclopedias, periódicos, y libros en tres idiomas, pues las religiosas que lo mimaron con esmero, le enseñaron los rudimentos del italiano, el inglés y el alemán durante las oraciones de la noche.

Tanto aprendió de sus tutoras, que las mamás del barrio le encargaban sus hijos a Juan para que les enseñara  los trucos de magia de las matemáticas, y porque conocía mejor que los maestros de escuela las entretelas de la historia universal y la poesía.

Así que no era extraño que Juan supiera tanto de ese rifle. La palabra virgen en su boca era esa: matar.

El presidente gringo había llegado hacía 48 horas, y en ese tiempo recorrió medio país regalando medicinas y lápices de colores a los indios, y cientos de sillas de ruedas a los orfanatos. Vino por lo del tratado, y esa tarde terminaba el aquelarre político con un paseo en auto descapotable (buen momento para acertarle un balazo), vestido de guayabera y sombrero montuno, saludando a todos con su mano demasiado blanca, y su risa de oreja a oreja.

El desfile terminaba justo en la esquina de las cariátides, en el parque de los próceres, frente a la ventana de Juan Antonio.

Lo que ningún periodista ni nadie supo nunca es que, mucho antes de su arribo, el Presidente había deslizado por la ciudad una avanzada de vigilancia. Era un escuadrón de expertos en explosivos, tiro, contra inteligencia, antiterrorismo y combate cuerpo a cuerpo, y demostraron conocer las misteriosas artimañas del camaleón, porque en las narices de todos se hicieron pasar por meseros, policías de a pie, buhoneros, limpia botas, músicos ambulantes, taxistas, y las únicas nueve mujeres del equipo bailaron desnudas sobre las mesas de todas las cantinas urbanas buscando información sobre un posible atentado.

Fue una de ellas quien oyó hablar de Juan y sus propósitos, y en un santiamén empezó la sigilosa cacería. Siguieron el rumor desde el local de “Cacho” Pérez y lo vieron zarandearse en la antigua plaza de toros, donde ahora hay un solar arbolado en el que los jubilados se sientan y ven pasar la muerte. Se encontraron con un chisme retozón, que iba de esquina en esquina, mientras crecía como ola brava, sin descansar en ninguna orilla, y se les convirtió en engendro mefistofélico al llegar al colegio salesiano, donde el portero borrachín les dijo que sí, que Juan Antonio iba diciendo por ahí semejante cosa, y agregó de su propia cosecha que había visto la bala, una enorme cosa dorada del tamaño de un cohete, que tenía grabado en un costado la palabra Potus, que ellos entendieron, enterrados hasta el cuello como estaban en las arenas movedizas del pánico, que era el código clave de su jefe: el President of the United States.

Una hora antes que el Presidente diera su vuelta del triunfo por el parque de los próceres, sentado como un actor de cine en el auto descapotable, sus hombres tenían todos los pelos y señales del francotirador, y estaban parapetados en el zaguán de su casa, azuzando a la policía Secreta para que sacara de circulación al tipo... ¡y rápido!

Pero Juan no estaba.

La verdad era que nadie sabía dónde se había metido. Chichío, un chico sin piernas que vende periódicos en el kiosco, fue quien se enteró de lo que pasaba porque un policía encubierto, a quien todos conocen de nombre y apellido en el barrio, le dijo a bocajarro, pero en susurros, “vamos a matar a Juan”.

El muchacho, temblando como una hoja, hizo rodar el patinete de madera que le servía para andar, y salió disparado con el corazón en la boca, advirtiéndole a todo el que podía que si veían a Juan le dijeran que no se asomara por ningún lado ¾con su cara de pánfilo, decía Chichío¾, porque un tropel de confundidos le querían arrancar la cabeza.

Indagó con Luchín, el abarrotero, quien le dijo que hacía un rato lo había visto pasar, con el violín bajo el brazo, en compañía de la beata Margarita. Chichío le haló la falda desde el piso bajo de la acera, cuando la vio en el Bazar Latino a punto de comprar un rosario. “Sabes que Juan ya tradujo del latín el papelerío ese que encontraron en las ruinas de Santo Domingo”, le contestó en contravía la beata, cuando el periodiquero preguntó por él; “y me regaló unos versos preciosos que le escribió a Jesús Sacramentado”. “¡Dónde está Juan, carajo, que lo van a matar!”, le gritó el chiquillo, y ella respondió trastornada que no sabía, que cuando lo dejó le pareció que iba para los lados de la puerta de mar, y se santiguó con los ojos en blanco, al ver que Chichío desaparecía como un bólido, gritándole a todos que se quitaran, puta madre, que esta es una vaina de vida o muerte.

En la puerta de mar tampoco estaba. Ni en el jardín de infantes, donde a veces se aparecía para enseñarles a los pequeñuelos la oración cantada de la Rosa Mística. A esas horas, la mitad del barrio sabía que matarían a Juan, y se lanzaron a la calle para protegerlo.

El viejo Miguel, famoso por el tabaco perfumado de su cachimba, lo divisó en una esquina del parque, alimentando con leche y sonrisas a los gatos, pero con su paso lento no pudo llegar antes que volteara y se perdiera en los callejones que daban al orfanato de la Santa Familia. Otros dijeron después que lo habían visto entrar al museo central, y que lo buscaron con un escándalo de emergencia en la sala del oro, porque ahí siempre se instalaba, frente a las narigueras indias, a las que les cantaba un miserere en lengua extraña... Ni rastro.

Alguien llegó a decir que le gritó desde el balcón de un tercer piso que se escondiera, porque lo iban a fusilar, pero él respondió con un saludo de mano y su risa de niño grande, sin haber oído nada de lo que aquel le decía. Cuando bajaron a buscarlo en la acera, no estaba.

Les avisaron a las hermanas carmelitas de la inminente catástrofe, y todas salieron en estampida a hurgar en los lugares donde sabían que se metía a escribir sus versos, pero había desaparecido como el fantasma prematuro que ya era.

Creyendo que era en honor al Presidente visitante, la Policía dejó que las monjas improvisaran un rezo masivo del Angelus en la plaza de los próceres, y hasta que sacaran en procesión a los niños de las guarderías por todas las calles del barrio, pero ellas lo hacían con la esperanza de que Juan escuchara los acordes del Tú Reinarás que tanto le gustaba, y se asomara por cualquier boca calle con los brazos abiertos y la cara iluminada... No lo hizo.

Una delegación de ciudadanos intentó explicarle a la gente de la Secreta que se estaban equivocando, que en qué cabeza cabía que Juan Antonio pudiera ser la bestia bruta que ellos andaban cazando, pero fueron arrestados por razones de seguridad, y cuando salieron de la cárcel ya Juan estaba muerto, enterrado, y le habían rezado sus nueve noches obligatorias.

A lo lejos se oía el ulular de las sirenas. La caravana presidencial cruzaba la ciudad y se acercaba oronda hacia el viejo sector colonial. Los hombres se comían las uñas. Lágrima suelta entre las mujeres. Juan Antonio no aparecía, y las calles estaban tomadas por soldados armados, que sacaron a los niños de en medio con delicados empujones de animal grande.

Las madres solteras que él tanto ayudaba se apostaron en las cuatro esquinas del parque, haciendo guardia para atajarlo cuando lo vieran venir, sin saber que ya estaba en su cuarto, y se había engarzado el violín en la barbilla. Nadie supo nunca cómo hizo para pasar sin que lo vieran.

El comando de asalto recibió la orden quince minutos antes que el descapotable entrara al área de máxima seguridad. Subieron. Era un viejo caserón de dos plantas, y al piso superior se accedía por una escalera acaracolada y chirriadora. Avanzaron lento. Un paso, un segundo de espera. Otro paso, otro segundo. Espaldas a la pared. Sudor a mares debajo del pasamontañas, el overol y los chalecos antibalas.  Una doña en delantal, y con la cabeza atiborrada en rollos plásticos de colores, fue interceptada en el pasillo. Una mano enguantada la aferró desde atrás y le tapó la boca, mientras otro de los enmascarados le hizo señas con el dedo índice erguido sobre el lugar donde debía tener los labios, para que no hiciera ruido. Al final del corredor, la puerta.

Al hacerla saltar de sus goznes, la cancela fue a parar al centro de la sala, que al mismo tiempo servía de comedor, cocina y dormitorio, pues aquello era un tabuco del tamaño de una mano abierta. Había estampas de santos pegadas a todas las paredes, menos en la que se había colocado el camastro, sobre el que colgaba una cruz sola, sin Cristo y sin letrero de INRI, que fue lo único que se llevaron las monjas carmelitas cuando había pasado todo.

La Secreta se encontró con un Juan Antonio “con aires de pudibundo”, según el informe que alguien demasiado leído para ser policía escribió esa misma noche. Estaba frente a la ventana, con su violín encajado entre la clavícula y el mentón, y con la mirada perdida en el cielo, tal vez buscando el toque de Dios. La luz de la media tarde entraba vacilante por el ventanal, y eso ayudó a que el comando confundiera el instrumento con un Blaser R93 Tactical. Con todo el barullo que se formó, no escucharon el Concierto en Re Menor de Mendelsshon que el muchacho tocaba, y creyeron que la música venía de la plaza, donde la sinfónica municipal afinaba para recibir a Potus.

Juan volteó, y se encontró con diez demonios vestidos de negro que le apuntaban. Levantó el violín...

Dispararon.

Por levante apareció el carro descapotable del Presidente, quien saludaba emocionado a una muchedumbre, entre las que se destacaban las cabezas níveas de las monjas carmelitas, y el patinete de madera de Chichío. El tumulto lloraba ríos. El Presidente creyó que era por él, y les lanzó un beso.

A Juan Antonio lo recuerdo porque me enseñó a contar hasta cien en griego, cuando todos los demás apenas llegaban al diez, y en la común y silvestre lengua madre. Sí, era un chico raro. Pero nunca dejó de sonreír. Algunas veces lo usamos como tarjeta de tiro de burlas, ofensas y sobras de naranjas, pero cuando eso ocurría su boca se iluminaba con una risa entera, apuntaba hacía nosotros su mano derecha, y dibujaba en el aire una cruz imaginaria que nos cubría a todos. Jamás le escuché maldecir, y a algunos nos contagió su pasión por la música.

Cuando se lo llevaron quedó un vacío insondable, y todavía algunos lo lloramos, sobre todo en Navidad. Hay una calle que lleva su nombre, y en el museo central instalaron una urna especial para el único objeto de madera en la sala del oro: el violín ensangrentado.

Eduardo A. Soto Pimentel
Cuentos nada más
Arraiján, Panamá, 2003

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