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Wowt
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Un antiguo libro del siglo XVIII le había dado la clave que tanto venía buscando desde hacía años. La suerte lo acompañaba; de eso ya no le cabían dudas. ¿Quién podría haber supuesto que en esa destartalada librería, ubicada en los roídos muelles del puerto, iba a encontrar esa tan preciada obra de biología iluminista? La venía buscando desde hacía años y jamás había imaginado que la conseguiría a tan bajo costo. Evidentemente, el librero desconocía lo que vendía. Así todo, la rápida transacción semejó el paso por una frontera enemiga con documentos falsos. ¿Y si se percataba del sumo interés que le despertaba el escrito? ¿Aumentaría su precio? ¿Lo vendería?...

Apuró la compra lo más que pudo, evadiendo los comentarios insignificantes sobre el clima, que el vendedor articulaba muy lejos de sus desatentos oídos. No lo escuchaba. Estaba enfrascado en esas manos arrugadas que envolvían el libro de un modo tan lento que, por un instante, creyó que el hallazgo no sería suyo. Asentía con la cabeza sin escuchar. Le temblaban las piernas. Cuando pagó y salió del local contuvo el grito de alegría que luchaba por salir de la garganta y, a paso veloz, se dirigió a su casa..

El Tratado sobre las Desigualdades Humanas de Kurleen Jones Shimtlyn había sido publicado en 1754, en París, por una desaparecida editorial de origen prusiano. La tirada había sido muy pequeña, escasos 200 libros, pero la trascendencia teórica del escrito lo había llevado a ser citado por casi todos los grandes exploradores de la segunda mitad del siglo XIX. Naturalmente, visto desde las postrimerías del siglo XX sus alegatos racistas podían despertar ciertos resquemores, que no existían cuando fuera editado por primera y única vez en pleno Siglo de las Luces.

La tapa del tratado mostraba unas profundas manchas de humedad que habían diluido los caracteres del título, otrora color negro, y las páginas amarillentas parecían crujir con sólo tocarlas. Tenía en sus manos una verdadera reliquia. Le costó controlar la ansiedad y acostumbrarse a la sorpresa. Sólo entonces dedicó un fin de semana entero a devorar cada párrafo, cada palabra, cada concepto. Y por fin, encontró lo que buscaba.

La hoja tenía una numeración que jamás olvidaría: página 367. Allí permanecía olvidada desde hacía más de doscientos años una de las descripciones más fabulosas que jamás se habían escrito. El texto confirmaba que sus posteriores transcriptores no habían mentido.

 Jones Shimtlyn hacía, efectivamente, referencia directa a los Wowt.

Copió, esquematizó, resumió cada una de las apreciaciones del pensador en papeles que llevaba a todas partes para volver a releerlas, pensarlas y repensarlas. Estaba obsesionado y sabía que el único remedio a esa obsesión era seguir los pasos del antiguo escritor y viajero. Fue en un café, repleto de gente ruidosa y alienada, en el que decidió emprender la travesía.

Aquella noche, acostado en su cama, organizó todo. Vendería el auto, los muebles, la casa misma si era necesario para poder seguir los pasos de su desaparecido mentor. Si la historia de los Wowt era cierta, como lo creía, él la haría pública para poder recuperar más tarde un nuevo mobiliario, otro auto y una mejor casa.

Cuando apagó la luz, los párrafos, mil veces estudiados, volvieron a su mente insomne. El Tratado parecía dispuesto a no dejarlo descansar.

"Cuando avistamos las costas brumosas de la isla, los marineros del puente experimentaron una extraña sensación de temor. Por mi parte, el deseo de pisar tierra firme, después de casi tres meses de navegación, diluyó todos los malos augurios que podría haber tenido en ese instante. Necesitaba sentir una superficie fija debajo de mis pies, por eso cuando el capitán me preguntó qué debíamos hacer, le recomendé que enviara un grupo de hombres a la orilla para que exploraran el terreno, y que yo mismo los acompañaría con gusto.

Era el día 24 de septiembre de 1723, a las doce del mediodía, cuando por primera vez pusimos nuestra botas en ese islote exuberante de vegetación y enmarcado por puntiagudas montañas, seguramente de origen volcánico. Hacía un calor sofocante y tres de los marineros que venían en el bote decidieron llegar a tierra nadando, para aliviar los dilatados poros de la piel del cuerpo, que no cesaban de despedir una olorosa transpiración. Debí haber hecho lo mismo, pero la ropa que vestía era la única digna que me quedaba, y esperaba lucirla con orgullo en nuestro arribo a París.

Recorrimos cada centímetro de la playa, divididos en dos grupos de cuatro hombres cada uno. El sitio era un verdadero Paraíso. Los árboles frutales crecían por doquier. Naranjales, manzanos, plátanos y cocoteros. Membrillos, cerezos y perales. Todo disponible al alcance de la mano. También detectamos algún que otro cafetal y las impagables hojas de tabaco nos esperaban listas a ser fumadas. Los marinos no salían de su asombro, incluso muchos creyeron que habíamos llegado a la mítica Isla de la Especiería. De nada sirvió que les dijera que esas plantas no eran especias.

Para cuando llegó la tarde, nos percatamos que nos habíamos alejado mucho de la costa y que estábamos subiendo por la ladera de una verde y exótica montaña. El velamen de la Libertad de los Mares, nuestra fragata, podía ser observado por entre las ramas, muy pequeño, allá abajo, en la bahía natural de la isla. Enseguida decidimos regresar pero la noche cayó de golpe, sin darnos tiempo a prepararnos ni aguardarla con la luz y el calor suficiente. Nos las arreglamos como pudimos. Intentamos hacer una fogata, pero la humedad del ambiente y las ramas verdes de los arbustos que nos rodeaban se resistían a recibir las chispas que los marineros producían con los chisperos metálicos que traían. Entonces ocurrió todo.

Primero fue un alarido grueso y seco que retumbó por toda la selva. Después el gruñir, como el de un oso herido. Finalmente el ataque sorpresa.

Puede que la razón científica deseche mi relato, pero juro por el prestigio académico que me antecede, que lo que voy a describir a continuación no es otra cosa que la más pura realidad.

Primero fue una lluvia de piedras, que lastimó a más de uno en cabezas y brazos. Después otra lluvia de barro fétido, que terminó por ensuciarme las prendas que tanto cuidaba. Por último, un cerco de sombras semihumanas, que terminó rodeándonos.

Eran como animales, aunque muy parecidos a nosotros, los hombres. Sus cuerpos estaban literalmente cubiertos por un pelo hirsuto y sucio, que despedía un fuerte olor a pasto mojado. No median más de un metros cincuenta de estatura, pero poseían una fuerza equivalente a tres hombres cada uno. Sus rostros eran huidizos, formando un ángulo facial que denotaba un claro atraso biológico; además, ninguna de esas bestias infectas articuló palabra. Sólo un apagado ladrido, muy gutural, que terminó dándoles el nombre por el que hoy se los conoce: los Wowt.

Nos rodearon unos diez individuos. Todos se mostraban desnudos, insensibles a los buenos modales y a la urbanidad. Sus partes pudorosas se ocultaban detrás de una enmarañada mata de pelos y los brazos, musculosos en extremo, casi les pasaban las rodillas, cuando los dejaban colgados a sus lados. Evidentemente estábamos ante seres antediluvianos; salvajes primitivos, semihumanos, caníbales prehistóricos capaces de los actos más inconcebibles. El horror nos embargó a todos. Uno de los marineros, un tal Pierre de Mencier, desobedeciendo las  órdenes del contramaestre echó a correr desesperado. Dos monstruos salieron tras él. Nunca más volvimos a verlo. Pero no fue la única baja. Horas más tarde, cuando pudimos quitarnos de encima a los Wowt y reencontrarnos con el otro grupo explorador, nos enteramos que dos marineros más habían sido atacados y muertos por tan demenciales criaturas.

De no haber sido por la pericia de uno de los grumetes que me acompañaban, y por la osadía sin límites del contramaestre, hoy mis huesos descansarían en aquella misteriosa isla. ¡Cómo no recordar el excelente manejo de la espada que demostraron tener ambos! ¿Cómo criticar, en una situación como aquella, sus pasados indignos de pirata, uno, y corsario, el otro? A fuer de ser sincero, la indignidad de aquellos hombres me salvó la vida, y puedo hoy escribir estas líneas".

Kurleen Jones Shimtlyn murió en Bruselas en 1768, a los sesenta y seis año de edad, siendo un reconocido biólogo y consultado por cuanto aventurero que decidiera encontrar la tan mentada y desconocida Isla de los Wowt. Sólo décadas más tarde, su tratado fue desprestigiado, criticado, demolido, quedando olvidado en los mohosos estantes de poco prestigiosas bibliotecas europeas. Su historia, tan famosa en su tiempo, se perdió durante casi cien años hasta que un cazador de tesoros, Eric Wallace, la desempolvó en 1865 al publicar su libro, titulado Mitos y Leyendas de los Mares Costeros de África. Desde entonces, decenas de escritores habían vuelto a recrear el relato primigenio; aclarando, en todos los casos, la lamentable desaparición del texto original, que sólo Wallace había tenido la fortuna de poseer en sus manos. Ahora eran dos los afortunados: Wallace y Lorenzo Lynch, el insomne y ansioso buscador de libros curiosos.

Llegar a la costa oriental de África le costó, efectivamente, mucho más que los muebles, el auto y la casa. Debió endeudarse sacando un oneroso crédito bancario, que lo llevó a soportar las más crueles recriminaciones de familiares y amigos. Fue tildado de loco, de delirante y soñador anacrónico. Nadie podía entender cómo era posible que siguiendo el dudoso testimonio de un libro desprestigiado arriesgara no sólo su escasos ahorros y bienes, sino también su propia vida. De nada sirvieron las recriminaciones y amenazas de futuras inasistencias de ayuda. La obsesión por encontrar la Isla de los Wowt lo cegaba. Ya nada parecía importarle.

Curiosamente fue un 24 de septiembre, la misma fecha en que Jones desembarcara en el islote, cuando Lorenzo avizoró, desde la cubierta del trasatlántico Petronius, el recortado litoral de Madagascar. Provenía de Mozambique, del otro lado del canal del mismo nombre, y tenía sobre sus espaldas casi quince días de viaje ininterrumpido. Igual que Jones Shimtlyn, hacía siglos, Lorenzo deseaba pasar una noche en una cama que no se zarandeara con el vaivén de las olas.

Desembarcó en Majunga, uno de los puertos más importantes de la República Malgache, y durante horas aguardó que cada uno de bultos que traía desde la otra parte del mundo fueran revisados por la celosa policía aduanera de la isla. Lo que mayores explicaciones requirieron fueron las trampas para osos. Pero el sobornable espíritu isleño les abrió paso tanto a las trampas como a las dos escopetas de alto calibre, que venían envueltas junto a los soportes metálicos de las carpas.

Tras dos placenteras jornadas de descanso, Lorenzo Lynch alquiló un pequeño velero y, con tres lugareños de confianza, se lanzó nuevamente al mar. Navegaron cerca de una semana, recorriendo las costas de islotes inhabitados y temerosos de ser sorprendidos por modernos piratas. Se hablaba de la desaparición de yates de gran calado y de asesinatos en masa en pleno océano Índico. El contexto no era del todo seguro. Aislados del mundo, sobre un velero semidestruido y con sólo dos rifles, que apenas sabía disparar, dormir plácidamente se convertía en una utopía. ¿Pero qué era, sino una utopía, lo que buscaba? Todo encajaba perfectamente. Eso era aventura pura; pero ¿dónde se encontraba la Isla de los Wowt?

Finalmente, en una nubosa tarde de principios de octubre, el perfil aplanado de una formación rocosa se dibujó en el horizonte. No figuraba en las cartas marinas de Lynch. Ese debería ser el lugar. Apuntó la proa y a toda máquina se dirigió hacia sus costas.

La descripción de Jones Shimtlyn no podía haber sido más precisa. Todo coincidía.

Decidió dejar pasar la noche y abordar  la playa en la mañana.

Por la madrugada dos de sus acompañantes se amotinaron. Experimentaban una sensación de pánico difícil de entender, estando tan seguros en el camarote que los cuatro compartían. Se negaban a desembarcar y exigían regresar a la Gran Isla de inmediato. Lorenzo no estaba dispuesto a abortar el sueño de su vida por dos insensatos criados en la superstición y se negó a acatar el pedido. Les había pagado una cantidad considerable y esperaba que sólo cumplieran con lo prometido. Los africanos se negaron a seguirlo y le tiraron al piso los arrugados billetes que días antes Lorenzo les había dado. Recién entonces, el moderno explorador comprendió que su propia vida corría peligro. ¿Cómo luchar contra dos hombres fornidos y acostumbrados a cargar bolsas diariamente? La única solución era matarlos, pero primero debía alcanzar uno de los rifles, que descansaban en un baúl al otro lado del velero.

Intentó vadear el problema por medio de la diplomacia. Fue inútil, los marineros se empecinaban en volver al puerto. No esperaban sacar ninguna ganancia y estaban dispuestos a perder los días de trabajo realizado. Pero de todas las excusas la más sorprendente fue aquella que decía que...

El velero se inclinó a babor. Toda la estructura de la embarcación se bamboleó de un lado a otro. ¡Alguien estaba subiendo al bote!

Tomaron fuerzas y salieron a cubierta. Lorenzo encabezaba al grupo. Entonces, sin preámbulos ni presentaciones, los vieron.

Seguían siendo tan asquerosamente repugnantes como siempre. Bajos, peludos, olorosos, allí estaban los Wowt. No fue necesario ir a buscarlos.

Tres meses más tarde, la publicación de un artículo en el diario más importante de Madagascar, daba cuentas de la desaparición de un velero y cuatro hombres.

Lynch jamás recuperó su casa, ni pudo saldar su deuda con el banco. Aún hoy se lo busca por un cuadrante muy poco transitado, vecino a un islote que los rumores suelen asociar con monstruos de enmarañado pelambre. Leyendas marinas que nunca morirán y que inocentes libros de viajes y aventuras siguen registrando, desde hace siglos.

Cuentos bizarros - Tomo II

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

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