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Siberia
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Soplaba el viento constantemente.

Era un viento frío, gélido, capaz de congelar cualquier cosa en minutos. Sólo el espeso manto de coníferas conseguía mantenerse verde durante el año entero. Todo aquello que tuviera vida debía migrar cuando llegaba el invierno siberiano, el crudo invierno de la taiga; ése que sólo algunos renos podían soportar, al menos durante el primer mes. Después, únicamente los pinos, las rocas y la nieve se convertían en los dueños absolutos de la región.

Desde 1898 no se registraban expediciones en la zona. El todopoderoso Imperio de los Zares prohibía el acceso a esas latitudes, generando así la atracción que todo lo prohibido produce. Tres incautos exploradores, salidos de la nobleza moscovita, habían desobedecido el mandato imperial en enero de 1901 y jamás se había vuelto a saber de ellos. Después sobrevinieron los problemas, menos románticos, de la revolución de octubre y para 1923  los entusiastas bolcheviques decidieron trasladar la burocrática tarea de acondicionar a los opositores a las altas regiones, cercanas al Círculo Polar Ártico.

Milosevic Gascanov era un traficante de pieles, un hombre ya entrado en años, hábil, astuto y conocedor, como pocos, de los muchos senderos vacíos que conducían al norte. El Partido lo había contratado para que fijara una ruta provisional hacia Siberia. Su trabajo debía ser practicado durante los meses de verano, pero la naturaleza no conoce de cronogramas humanos y mil inconvenientes lo retrasaron más de lo planeado.

El invierno se adelantó.

Los achaparrados pastos se cubrieron de nieve casi un mes antes de lo normal, y para cuando Gascanov decidió pegar la vuelta —suspendiendo hasta el año entrante su tarea exploratoria— ya era demasiado tarde.

Aquella frígida noche, intentando rescatar del fogón la mayor cantidad de calor posible con sus manos abiertas, el viejo cazador supo que no vería la salida del sol. Las ráfagas de viento eran lacerantes y semejaban cuchillos que le rasgaban el rostro descubierto. Sentía el ruido de las hojas sobre su cabeza y los mil y un sonidos de ramas quebrarse, arrastrarse, chocar entre ellas, desplomarse desde las puntas dobladas de los pinos.

Se acurrucó dentro del grueso saco de piel de oso que tenía puesto y miró con resignación su antigua carpa de campaña, destruida a unos tres metros de él. Recién entonces fue consciente de las veces que ese simple tendal le había salvado la vida. Lo acompañaba desde hacía veinte años, y ahora permanecía inservible, totalmente deshecha, pisoteada por algún animal iracundo, que no podía identificar.

Esas huellas no se parecían a nada que antes hubiera visto.

Hizo un balance de su larga vida. Ya no quedaba otra cosa por hacer. Faltaban más de doce horas para que el sol surgiera detrás del horizonte, caldeando débilmente el ambiente. Para entonces estaría muerto. Ya conocía esa manera de dejar la vida. La había visto en más de una docena de oportunidades. Primero aparece el sueño, luego la resistencia a dormirse; algo más tarde la resignación y, finalmente, una de las más agradables manera de abandonar este mundo. Sólo lamentaba no poder ser testigo de la gran obra de la Revolución bolchevique, que él había ayudado para que tuviera éxito.

Sus párpados se aflojaron.

Ya no tiritaba como al principio. Todo su cuerpo se mantenía tenso, firme en su sitio. Ni siquiera sacudía las rodillas. Sus articulaciones, artríticas, se estaban congelando.

Miró hacia el cielo. Las estrellas brillaban como diamantes, al tiempo que remolinos de niebla muy blanca dibujaban extrañas figuras abstractas sobre un telón de fondo majestuoso.

Entonces, lo escuchó.

Sus pasos semejaban tambores de guerra. Con cada metro que avanzaba el suelo temblaba, sacudiendo los carbones agonizantes del fogón. Estaba muy cerca de Gascanov. Podía olerlo. Era un tufo penetrante, agrio.

El cazador se reincorporó con dificultad y giró su cabeza en redondo. La oscuridad era completa más allá de la lumbre que daban las brasas.

Eso no era un reno, tampoco una manada. Él sabía cómo sonaban. Aquello era distinto.

El silencio volvió a reinar. La bestia se había detenido.

Gascanov le quitó el seguro a su escopeta y la levantó a la altura de la cintura. Su dedo índice derecho rozó el gatillo.

“La última presa”, pensó.

Moriría como todo un cazador.

De pronto, una nube de nieve envolvió lo que quedaba del campamento. Todo se hizo confuso. No podía verse a más de diez centímetros y el fuego terminó por apagarse. La negrura de la taiga se tragó todos los contornos y la perspectiva desapareció.

Era como estar dentro de las fauces de un lobo.

Disparó a ciegas. El relampagueante fogonazo de la escopeta iluminó por un instante un perímetro no mayor a los dos metros, y fue entonces cuando finalmente creyó verlo.

Observó una mole inmensa, de casi tres metros de altura, desplazándose delante del bosque que crecía a escasos pasos de él. Un atajo de greñas sucias que caían como cataratas desde lo alto. Un gigantesco felpudo móvil con sólo una extremidad, muy larga, que sacudía por delante con furia. Ésta también estaba revestida con pelos, aunque más cortos. Parecía una culebra excitada.

Escuchó un resoplido a escasos centímetros de su cuerpo. Volvió a disparar y la luz del fogonazo permitió que lo observara.

Era un ojo enorme, rojo, profundo, irritado. Brilló a casi dos metros por encima de la cabeza de Gascanov.

El ruso dio un grito de terror, se tambaleó y cayó de espaldas sobre la nieve.

Cuando aquel extraño tentáculo le aprisionó la pierna derecha, supo que también había fallado con el segundo disparo.

Jamás pudo imaginar el destino de su Revolución.

Pudo haber muerto en la Segunda Guerra Mundial o haber sido asesinado en las purgas stanilistas; pero, no. Falleció solo, aterrado y con el desconcierto propio de aquellos que, en el último segundo, ven desmoronarse todo el modelo de realidad, construido a lo largo de la vida.

Si hubiera existido el proceso tecnológico de poder descifrar la imagen grabada en la retina del incauto Milosevic Gascanov —esa que lo despidiera de la tierra de los vivos— los miembros del Comisariato del Pueblo podrían haber identificado los rasgos inequívocos de su victimario: un desgreñado, sucio e inmenso mamut lanudo.  

Cuentos bizarros - Tomo I

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

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