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El reglamento
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Cuentan los cronistas que fue Cecilia Peralta Ramos, la hija del fundador de Mar del Plata, una de las primeras bañistas que disfrutó de unos agradables chapuzones en la Playa del Bajío —luego Playa Bristol—, allá por el año 1870. Antes de ser fundado el pueblo y cambiándose de ropa dentro de una carpa improvisada con un resto de velamen de una nave encallada, la señorita se refrescaba en el Atlántico.

Aunque los primitivos habitantes del Saladero preferían las mansas y dulces aguas del arroyo “Las Chacras”, cuando el asentamiento humano no pasaba de quinientas almas, lo cierto es que ya en 1886 se iniciaba, la costumbre y, a la vez, el placer de tomar baños en el mar. Las mil cuatrocientas personas que, favorecidas por las ventajas del tren, llegaron ese verano, conocían la existencia de “estaciones de baños” en Europa. Pertenecían a las familias más adineradas del país y traían muchas ganas de imitar lo que habían visto en sus viajes a la ribera del Mediterráneo.

En aquella época, unos se bañaban junto a otros, hombres y mujeres, si pertenecían a la misma familia. De lo contrario, lo hacían en grupos separados. Nadie iba más allá de donde rompían las olas. Las señoras  apenas se mojaban los pies hasta los tobillos. Usaban trajes de baño muy largos y capas que recién se sacaban a orillas del mar. Y sobre todo, no permitían que hombres ajenos a la familia las miraran de cerca.

Desde ese verano de 1886, el cambio de ropas comenzó a efectuarse dentro de pequeñas casillas rodantes, “casetas”, que eran trasladadas de un lado al otro en la arena, hasta que llegó un momento en que fueron estacionadas en lugares fijos.

Además, se inició un mayor contacto entre las familias. Los bañistas se trasladaban de una caseta a otra por intermedio de unos que tablones estaban a más de medio metro del suelo.

Tablón a tablón nació la primera rambla.

Para 1890, ésta ya respondía a un plan prefijado. Su construcción, proyectada y costeada por los veraneantes, se extendía por más de cien metros. Pequeños locales, una confitería y un largo corredor por donde pasear en las tardes aspirando el salino aire marino, integraban la construcción.

Fue en el caluroso verano de 1895 que llegó Evert Romero, proveniente de la capital. Era un hombre de unos treinta años, había nacido en el estado de Río Grande, en Brasil, y desde los quince años trabajaba en diferentes empleos en el barrio porteño de Barracas. Fascinado por los comentarios, se decidió a probar suerte en la pujante ciudad balnearia vendiendo chucherías.

Sus ventas se desarrollaron con tranquilidad durante dos veranos, hasta que decidió comercializar unas lentes con aumento.

El incidente ocurrió en enero de 1897.

Un grupo de señoras bañistas se quejó por la insolencia de un “cambalachero” que alquilaba largavistas. Las ofendidas damas manifestaron que con esos aparatos, hombres desconocidos admiraban sus piernas con insolente desfachatez. La comisión encabezada por la señora Dolores Hurlingham de Altamirano presentó una denuncia formal al jefe municipal y pidió audiencia con el Juez de Paz para dar rienda suelta a la alarmante situación de las mujeres decentes que pretendían refrescarse y disfrutar del sol, como acostumbraban hacerlo en los balnearios de Europa.

El municipio no atendió sus reclamos debidamente. El intendente estaba por aquellos días preocupado en solucionar una cuestión relativa al remodelado de la rambla, que había sido fuertemente dañada por un vendaval. Por otro lado, la situación laboral de los portuarios era un tema pendiente y escabroso que no dejaba mucho margen para hacerse cargo de unos cuantos mirones. Sin embargo, las autoridades prometieron instruir al jefe policial para que tomara cartas en el asunto.

Pasaron los días y la situación continuó sin ninguna novedad.

La señora de Hurlingham no era de quedarse con los brazos cruzados. Al no ser atendidos sus reclamos por el poder político, decidió llevar la queja al periodismo.

En la edición del 3 de febrero, la crónica de un diario porteño recogía la denuncia bajo términos muy severos: “Un grupo de señoras bañistas se queja amargamente contra la impudicia de un cambalachero, comerciante de baja estofa, apellidado Romero, instalado en la playa, cuya única y atrevida ocupación consiste en alquilar o vender anteojos de larga vista a los curiosos impertinentes”. Y el periodista agregaba: “La playa, del lado de las rocas, se convierte en una suerte de apostadero donde no se ven más que tubos de anteojos alineados en dirección a las inocentes bañistas. Dado que las aguas marinas son tan transparentes, eso es una grave complicidad en beneficio de los mirones”. El artículo, extenso por cierto, reproducía una entrevista a la señora Hurlingham quien testimoniaba con elocuente enojo: “Bajo ningún punto de vista, las señoras de respetable apellido y posición, podemos permitir que las miradas de los hombres invadan nuestra integridad corporal. Es increíble que tengamos que apresurarnos a darnos un merecido baño para evitar así las impúdicas observaciones masculinas. Creo que este desacato a la moral debería interesar al gobierno, única arma que el pueblo tiene para hacer valer sus derechos.”

Los larga vistas terminaron por invadir la costa esa temporada y todos hicieron la “vista gorda” al asunto.

 Pero las mujeres eran influyentes y, ante la insistencia de los mirones, al año siguiente, viajaron algunas de ellas e interesaron al Presidente de la Nación.

El doctor Juárez Celman ordenó entonces, mediante un decreto presidencial, la redacción y sanción de un reglamento en el cual se fijaran las pautas de conducta que los bañistas debían seguir en las playas marplatenses. Era evidente que el pudor de las mujeres preocupaba al presidente de los argentinos.

Con asombrosa celeridad, el 5 de enero de 1898 ordenó un inmediato Reglamento de Baños. Hilario Rubio Medina, jefe de la Receptoría Nacional de Rentas, fue el encargado de elaborar el documento prescriptivo. Muy pronto apareció y en él se determinaba: “ Es prohibido bañarse desnudo. El traje de baño admitido es todo aquel que cubra el cuerpo desde el cuello hasta la rodilla. No podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras, a no ser que tuvieran familia o lo hicieran acompañando a ellas. Es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras, debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de 30 metros. Se prohíbe en las horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla del agua cuando se bañen señoras.”

Contando con instrucciones precisas, el poder policial procedió a detener a jóvenes que espiaban con los catalejos, larga vistas o cualquier otro instrumento óptico de largo alcance.

En cuatro días, la acción había resultado efectiva; el decoro femenino estaba a salvo y conforme.

Según establecía el reglamento, los infractores debieron pagar la suma de cinco pesos en concepto de multa. Ocurrió el caso de un chico de dieciséis años quien, luego de incurrir tres veces en la infracción, fue expulsado de la playa por todo el resto del verano. El caso tuvo resonancia porque era el hijo de un senador porteño. Otros, de menos recursos, entregaban las lentes. Al negarse a pagar la multa, eran arrestados por un período de veinticuatro a cuarenta y ocho horas.

Las voces de protesta se levantaron contra la medida. No faltaron quienes argumentaron que la sanción disciplinaria atentaba contra las libertades individuales y era una arbitrariedad  constitucional. Mientras tanto, el periodismo recogía sustanciosas ganancias al incrementar la nómina de lectores.

Una de las personas que estaba bien informada al respeto era justamente Evert Romero. La pérdida del negocio de los catalejos no lo afectaba comercialmente de manera definitiva. Ya buscaría la forma de salir a flote. Pero las denuncias de las ricachonas del balneario y la sanción del reglamento le molestaban. Se sintió herido en su orgullo y decidió jugar el desquite.

Era un caso excepcional el brasileño. El encarcelamiento de algunos cuantos curiosos fue la gota que colmó su paciencia y lo que motivó sus acciones posteriores. Antes de ser expulsada o arrestada una persona —se dijo a sí mismo—, debían atraparla.

 

Al año siguiente, todo parecía haber vuelto a la normalidad. El engorroso incidente del cambalachero estaba definitivamente solucionado. Ya las mujeres podían disfrutar del mar con total tranquilidad. La policía había incautado los anteojos con aumento y estaba prohibida su comercialización en todo el balneario.

La población empezaba a olvidar el asunto.

Pero Evert Romero, no. Y no satisfecho con espiar a las hermosas mujeres jóvenes que tomaban baños, decidió acercarse un poco más a ellas.

Esta vez su osadía iría más lejos.

La temporada de 1899 había resultado alarmante para la seguridad de las damas que deseaban bañarse.

El cambalachero había vuelto con más saña que nunca y asaltaba a las jóvenes en medio del agua para escapar ingeniosamente cuando los guardavidas o la policía intentaban detenerlo.

Las quejas de las señoras influyentes se incrementaron con mayor virulencia. El intendente municipal se encontraba de viaje por Europa por ese entonces. El Concejo Deliberante, temeroso de la reputación del balneario, había expedido una cédula en la cual facultaba al cuerpo policial a tomar “las medidas necesarias”. En consecuencia, toda la responsabilidad recaía en la autoridad máxima de la fuerza: Inspector Mayor Francisco Molinari.

 

Los gritos se sucedían por los pasillos de la comisaría y los portazos retumbaban en las paredes.

El Inspector Mayor Francisco Molinari, jefe interino del cuerpo policial local, estaba desesperado esa tarde de enero. Leía y releía las cartas y comunicados que la gobernación y la presidencia le habían mandado en los últimos dos días. Constituían una especie de ultimátum. No podía entender  cómo el asunto “Evert Romero” se le había ido de las manos.

Desorientado ante la inminente posibilidad de perder su trabajo, recordó el momento en que el problema se había iniciado, dos temporadas atrás con la venta de larga vistas para curiosear las siluetas de las bañistas. Era consciente que cuando se produjeron las quejas de algunas damas, el intendente y él se habían burlado de la señora Dolores Hurlingham acusándola de pacata, a ella y a todas sus amigas. De una cosa cabía estar seguro: esas mujeres tenían una influencia a prueba de todo. La obstinación femenina y los resortes de la Administración Pública estaban acabando con su carrera que, tan sólo la temporada pasada, gozaba de una relativa y duradera tranquilidad.

 Ofuscado y temeroso del anónimo que portaba en sus manos, se decidió a darle batalla al pícaro que amenazaba con destruir su trabajo en ese caluroso mes de vacaciones.

El anónimo indicaba claramente la fecha en la que Evert Romero asaltaría la playa con su satírica desfachatez por última vez..

El desafío estaba sellado.

El miércoles 17, tan sólo dentro de dos días, el cambalachero pondría en estado de alerta a las mujeres que se atrevieran a pisar las aguas del mar. Ya estaba advertido el inspector; si no lo atrapaba en esa ocasión, su relevo sería inminente.

Convocó a una reunión general de oficiales para buscar la solución al problema.

Por aquellos días, dio la casualidad de estar en la ciudad tomando un corto descanso un personaje que había despertado admiración y recelo en los círculos porteños, debido a su profesión de dudosa reputación y caros honorarios.

El Inspector Mayor pertenecía al bando detractor de las actividades de este curioso personaje, a raíz de un dudoso incidente con la hermana de su mejor amigo, el comisario Prudencio Formento de la ciudad de Balcarce. Formento se había irritado de manera insolente y sin motivo al encontrar a su hermana menor conversando con el detective en un café de la calle San Martín la temporada pasada.

Ante la gravedad de los actuales acontecimientos, Molinari no lo pensó más y se decidió a concertar una entrevista. Era posible que un detective privado tuviera la clave para atrapar a Romero.

La presión de la prensa no se quedaba atrás. Por su parte, no paraba de acosar y responsabilizar a la dirigencia política de neto corte roquista por los bochornosos incidentes playeros. En realidad, los periodistas anarquistas hubieran limado asperezas en un caso como el de Romero; pero los intereses políticos estaban primero y usaban el caso del cambalachero para ejercer la lucha ideológica.

No quedaba otro remedio pues, que consultar los servicios profesionales del detective Gaspar Furlon.

Este cuarentón era un dandy porteño que tenía ademanes muy soberbios y pedantes. Su actividad profesional giraba en torno a investigar “asuntos de alcoba”. Esposos celosos y muchas veces cornudos le consultaban para que ventilara las infidelidades conyugales. En otras ocasiones, su tarea consistía en buscar personas desaparecidas voluntaria o involuntariamente..

Reunidos en el despacho de la comisaría Furlon observaba:

—Sin lugar a dudas tenemos un caso de singular picardía entre las manos. Parece desafiar la inteligencia y el grado de previsión de todo el cuerpo policial marplatense.

Molinari se paseaba de un lado a otro e intentaba encender un habano. El cigarro se le resbalaba entre los dedos y no podía sujetarle.

Furlon gustaba de incomodar a los policías para que se sintieran incompetentes. Dijo con aire distraído:

—Me cuesta admitir que una sola persona tenga en vilo a toda la sociedad por la osadía y la desvergüenza... ¿de mirar a las mujeres, no?

El cabo Fernández se sonreía cabizbajo. Molinari no aguantó más la presión del detective y aclaró:

—Mire... hay que reconocer que el hombre tiene ingenio y muy buen humor. He estado hablando con unas cuantas señoritas que están deseando ser sorprendidas por el “cambalachero”. Es el colmo de los colmos. Ese tipo alimenta el morbo y las fantasías eróticas de las adolescentes.

—Y por qué no de las maduritas —interrumpió con cara lasciva el detective Furlon—. Lo que sucede es que no lo reconocen. ¿No cree, inspector?

Molinari se cruzó de brazos y se dirigió a su escritorio. Sobre él había unos expedientes mecanografiados donde se registraban las  picardías más sobresalientes de Romero en las últimas semanas.

—Mirar es una cosa. Pero molestar verbal y físicamente a las personas es otra. Este señor Evert Romero parece hacer muy buenas migas con la gente del puerto. Ya ha logrado fugarse nadando hasta una de las lanchas de pescadores aguardándolo a unos cuantos metros de la playa.

—¿Pudieron identificar al pescador? —preguntó Furlon interesado.

—No. Los portuarios se protegen mutuamente y apoyan al cambalachero. Además sostienen que las lanchas pasaban circunstancialmente por la Bristol y recogieron a personas que se estaban ahogando. ¡Y no hay forma de rebatirles el argumento!

Furlon encendió un cigarro y exhaló con exquisitez el azulado humo.

Molinari se sentó y lo propio hizo Furlon. El cabo servía café.

—Este tipo es muy hábil. La última treta fue la más ingeniosa. ¿No la leyó en el periódico?

—No.

—Pues el muy sotreta se hizo enterrar en la arena durante la noche dejando una pequeña abertura para respirar y espiar a los ingresantes al mar. En esa oportunidad yo había distribuido de forma conveniente varios agentes por distintos sectores. ¡Hasta convoqué por un fin de semana a treinta hombres de Balcarce y formé una patrulla de ciclistas!

Furlon reía tímidamente.

Molinari lo reprimió pero rió también al final:

—¡Y resulta que el tipo éste estaba en la arena! ¡Increíble! Por suerte, la municipalidad nos ha prestado un par de tractores para rastrillar todas las mañanas la arena de casi un kilómetro de costa.

Molinari levantaba los brazos y sus gestos elocuentes descubrían la sensación de impotencia que lo embargaba.

—Pasemos al grano inspector mayor—indicó el detective para darle ánimos—. Sabemos cuándo atacará. Y sabemos también que es la última vez que lo hará. Este dato me parece sincero. Por el tono de la carta deduzco que busca desafiar a la autoridad; lo de las mujeres ha pasado a un segundo plano en su accionar.

Molinari escuchaba las palabras de Furlon y tomaba algunas notas. Levantó la vista y aclaró:

—Unas embarcaciones que hemos contratado evitarán la fuga por el mar. Pero en tierra, no tengo tanto personal. No podemos formar una muralla humana que encierre toda la playa. Podemos controlar las entradas y salidas, pero una cadena humana... sería ridículo. Además quiero que la gente no sospeche nada.

Golpearon la puerta.

Cinco mujeres  ingresaron en el despacho.

Algunas fueron reconocidas por los hombres que empezaron a disimular.

—No, no, no... —se negaba Molinari —, no quiero tener problemas con la Iglesia y la Sociedad Cristiana Moralista. A la playa concurren chicos y gente que no toleraría semejante espectáculo. Además, llamarían mucho la atención. Oiga, Furlon ¿qué pretende?

El detective ejecutó un rápido movimiento de manos y todas evacuaron el despacho.

Fue entonces cuando convocó a los agentes más jóvenes, todos buenos nadadores, a formar una fila. Tres costureras los acompañaban.

—Plan B, señor Inspector.

Con profunda y severa seriedad el inspector permitió el ingreso de sus subalternos. Los seleccionados se cuadraron. Furlon eligió a los cinco más pequeños y menuditos. Luego le indicó a Molinari:

—Me gustaría contar con estos más corpulentos pero no creo que nuestro amigo se chupe el dedo.

Miró en dirección a las mujeres allí presentes, quienes asintieron con un gesto afirmativo. Ante una orden del detective, ellas abrieron las canastas y extrajeron unas cintas métricas y trajes de baño femenino.

La intención empezaba quedar clara. Los muchachos se disfrazarían de bañistas e integrarían como carnada los eventuales contingentes de chicas.

—Estoy de acuerdo con el plan—argumentó el inspector —, aunque no deja de resultarme gracioso. Pero ¿usted cree que las señoras mayores aceptarán bañarse en presencia de algunos de estos muchachos?

El detective se tomó el mentón y luego de unos minutos concluyó:

—No niego que muchas no se prestarán a esta charada. Por lo tanto, le toca a usted, señor, convencer a las damas mayores argumentando razones de fuerza mayor.

—O sea que tengo que enfrentarme con Dolores Hurlingham. ¡Dios mío!

 

Amaneció un día espléndido el diecisiete de enero. La temperatura superaría los veinticinco grados alrededor del mediodía. Los primeros turistas comenzaban a congregarse en el café de la Rambla. Era una mañana digna de ser aprovechada desde temprano y varios eran los que habían decidido desayunar frente al mar.

La  curiosidad flotaba en el ambiente. El panorama de la costa era agradable y la policía disimulaba la formación de sus hombres a lo largo del paseo. Las patrullas iban y venían.

El reloj había dado las dos de la tarde y no había señales de Romero por ningún lado. El calor era ya abrazador.

Un tercer contingente de damas se aprestaba a abandonar las casetas y formaban un pequeño corrillo que se internaba lentamente en el agua. Los bañeros estaban alerta y divisaban la bahía. No había ni una sola lancha de pescadores que importunara el sabroso baño de las mujeres. Las capas y demás accesorios de los trajes eran recogidos por la servidumbre.

Las mujeres se enfrentaban a las torrentes y traviesas olas. Reían y chapoteaban en el agua. Los hombres, por suerte, bien, bien lejos, como lo estipulaba el reglamento.

Una de ellas trajo una pequeña loneta inflable y pronto todas querían subirse a ella.

Los agentes encubiertos formaban parejas de “señoritas” y controlaban muy de cerca la diversión femenina.

El cielo estaba diáfano.

Hacia las tres de la tarde, cuando el sol atormentaba con rigor, una pelota grisácea se recortó en el espacio celeste proveniente de las sierras vecinas.

El globo aerostático que publicitaba la bebida “Campari”, circulaba por la costa desde hacía unos cuantos días. Ya casi nadie le prestaba atención; sencillamente, había pasado la novedad. Sobrevolaba a una altura relativamente alta y el italiano que lo conducía se había hecho famoso en la ciudad por deleitar al público con la simpática invención.

El globo pasó sobre el cerco policial; viró en dirección sur y aprovechó la relativa calma del viento para describir una parábola en diagonal y disminuir considerablemente la altitud en contados minutos. Varias personas pudieron ver cómo se desprendía una escalerilla de cuerdas con escalones de madera pero nadie imaginó la identidad de la persona que descendería en unos instantes más.

Todo el sistema policial vigilaba minuciosamente el frente costero por tierra y mar; pero las autoridades habían descuidado el aire. Tal vez el detective fue el único que advirtió ese error estratégico cuando el paso del aerostático oscureció su sombrilla, mientras disfrutaba una deliciosa limonada en compañía de la señora Hurlingham y el inspector mayor.

Se miraron perplejos ante lo inminente y salieron corriendo  hacia la playa.

Ya era tarde para modificar los planes.

Una silueta con traje de baño blanco a rayas rojas se recortó sobre el cajón del globo. Saludó a toda la concurrencia y emprendió el descenso por la escalinata que se sacudía al compás de la brisa marina. Con gran agilidad sus pies llegaron hasta el último escalón. Arqueó su cuerpo sosteniéndolo con un solo brazo y se dispuso a arrojarse al vacío.

Era el intrépido Evert Romero que desafiaba nuevamente las prescripciones del reglamento.

El piloto descendió hasta los cuarenta metros. Entonces, Evert se zambulló al agua en un clavado perfecto y apareció sobre la cresta de las olas barrenando una de ellas.

El grupo elegido para el asalto había sido el de las jóvenes más intrépidas, quienes, luego de rogarles permiso a sus madres y tías, se habían internado en el mar hasta una relativa profundidad. Algunas habían notado la presencia del globo e incluso, habían levantado la vista hasta reconocer a un hombre que se preparaba a descender por la escalerilla. Pero ninguna hubiera imaginado que alguien se arrojaría desde esa altura.

La caída de Evert desde los cielos las apabulló.

—¡Hola, hermosas! —saludó el cambalachero mientras se precipitaba sobre una joven alta y desgarbada que había quedado paralizada ante la presencia del moreno.

El griterío fue infernal y desde la Rambla la gente se apiñó para contemplar el espectáculo.

—¡El cambalachero! ¡El cambalachero! —gritaban desesperadas todas las mujeres presentes en la playa, estuvieran o no en el agua.

Las campanillas de alerta sonaron desaforadas y varios oficiales apostados en la arena comenzaron a internarse en el mar. Sucedía que lo hacían con mucho miedo, dado que ninguno de ellos sabía nadar y el temor al agua era reverencial.

Evert disfrutaba de su osadía.

—¡Ah... cómo mueven sus cuerpitos, preciosas! ¡Corran o les toco la colita! —intimidaba jocosamente al grupillo mientras las chicas le arrojaban agua a la cara para ahuyentarlo.

De repente, una de ellas se acercó al moreno con aire agresivo e intentó enfundar su cabeza con una capa. Era un oficial disfrazado.

Evert esquivó el latigazo de la tela y se sumergió, alejándose unos tres metros.

El muchacho desenredó una soga a modo de lazo que portaba en la cintura y exclamó:

—¡En nombre de la ley, señor Romero, ríndase!

Evert escuchó las palabras del muchacho y rió para sus adentros al tiempo que manifestaba:

—Resulta que ahora me copian. ¡Fantástico!

El agente tenía dificultades para soportar el embate de las olas mientras, sin querer, el mar lo alejaba de su presa. Con mucho esfuerzo se acercó a Evert y éste retrocedió con cautela. Era difícil hacer pie pues las olas elevaban su nivel. El mar tragaba demasiado ese día y resultaba peligroso seguir internándose. Sin embargo, la destreza del brasileño era notable. Utilizó el envión del oleaje para atacar a su oponente por uno de los costados. El muchacho carecía de fuerza y habilidad suficientes para flotar y luchar con Evert. De manera que arrojó el lazo al agua y huyó con la correntada rumbo a la orilla. 

Entretanto, las damas permanecían en el agua esperando ser salvadas y estaban histéricas. Incluso, muchas de ellas que se encontraban en otros grupos más alejados. Era evidente que varias deseaban ser asaltadas por el misterioso personaje pero otras experimentaban un genuino terror.

Unas lloraban y pedían auxilio sin moverse, aterradas y presas del movimiento del mar. El agua les llegaba a la cintura pero ellas no coordinaban sus movimientos. El pánico, la ansiedad y los nervios las dominaban. Otras ya ganaban la orilla arrastrándose como náufragos de ultramar al borde de la muerte.

Los policías se detenían a socorrer a las mujeres que desfallecían en sus brazos y muchos de ellos pronto olvidaron al cambalachero, seducidos por las jóvenes que les pedían ayuda.

La confusión se adueñó de la playa. Una veintena de hombres y mujeres que descansaban y tomaban sol comenzaron a correr de un lado para otro como si un maremoto se precipitara sobre la costa. Los niños gritaban por sus madres, asustados por el desorden general.

Los agentes disfrazados internados en el mar bracearon con ímpetu y ya estaban realmente muy cerca de atrapar a Romero. Habían formado una pinza imaginaria que amenazaba a Evert por ambos lados.

Era el momento de abandonar la escena.

La escalerilla se había internado unos metros más adentro. Evert debería nadar con rapidez si deseaba atraparla a tiempo. De lo contrario, la fuerza del viento empujaría al globo a lo profundo del mar y el bromista quedaría librado a su propia suerte.

—Apúrate, Evert se levanta la ventisca y no puedo sujetarlo por más tiempo —gritaba el piloto desde la altura.

El cambalachero comprendió que su humor había sobrepasado los límites en esta ocasión. Lo sintió por primera vez; pero no había tiempo para lamentaciones. Debía escapar. Ya los agentes, nadando a toda carrera, le pisaban los talones.

El moreno se dirigía hacia la escalerilla cuando descubrió sobre la superficie del mar unos brazos que se agitaban sin sentido. Un cuerpo pugnaba por emerger, al tiempo que se hundía como una boya enloquecida por el oleaje.

Una de las muchachas se había asustado y el impulso por escapar la había llevado hacia adentro, en lugar de alcanzar la orilla. Era una niña que apenas podía gritar pues ya tenía sus pulmones cargados de agua. En segundos más se ahogaría.

Evert no lo dudó un instante. Abandonó la dirección del globo que se perdía definitivamente y braceó en dirección de la chica para rescatarla. Una ola lo ayudó a desplazarse con vertiginosa celeridad hasta toparse con la camilla flotante que estaba a la deriva, perdida en el océano. El hallazgo fortuito de la goma lo reconfortó.

No estaba lejos de la muchacha pero debía darse prisa.

En un abrir y cerrar de ojos la perdió de vista.

Evert enloqueció.

La niña se había hundido inexorablemente.

Nadó en semicírculo para poder ubicarla.

Tomó aire y se sumergió. Tanteó con sus brazos la profundidad y en un golpe de suerte asió de la cabellera a la muchacha. Fueron unos segundos de desesperación total.

Depositó a la niña sobre la camilla cuando sintió un tirón brusco sobre su cintura y dos recios golpes en la espalda. Los agentes lo capturaban en ese momento, mientras dos guardavidas interceptaban a la niña.

Evert no ofreció resistencia y fue conducido hasta la orilla, tomado del cuello y los pies por cuatro hombres.

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Historias apócrifas de Mar del Plata

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