Percy Harrison Fawcett

Sus expediciones, sus mentiras y El Mundo Perdido de Arthur Conan Doyle

por Fernando Jorge Soto Roland*

Percy Harrison Fawcett (1867–1925), inglés, miembro de la Real Sociedad Geográfica, topólogo y militar del ejército británico, personifica, como ningún otro, al prototipo del explorador romántico de fines del siglo XIX y principios del XX. Entre 1906 y 1925 (año en que desapareció) organizó variadas expediciones al “Infierno Verde” amazónico para actuar como árbitro en los conflictos limítrofes suscitados entre Bolivia, Perú y Brasil. Agudo en sus observaciones, Fawcett estableció con pericia los límites político de dichos Estados, internándose y explorando regiones por las cuales pocos occidentales habían dejado sus huellas. Si bien cronológicamente sus viajes se practicaron a inicios del siglo XX, debemos dejar por sentado que su espíritu, motivaciones y valores fueron claramente decimonónicos. Fawcett fue un hombre del siglo XIX, hijo del imperialismo inglés y del expansionismo europeo sobre suelo americano. Su función, como árbitro entre Estado soberanos de Ibero América, perseguía un objetivo que él mismo dejara por escrito en su obra A Través de la Selva Amazónica: ”aumentar el prestigio inglés en la zona”[1].Y es que Inglaterra se veía sumamente interesada en mantener su presencia en la región a causa de un producto que por sí solo encierra una larga y trágica historia: el caucho, el “árbol que llora”, fuente de inmensa riqueza, y de la que los británicos no querían quedarse al margen.

Así pues, con la intención de prestigiar a su país y mantener activa la presencia británica en la región, Fawcett entró en relación con una selva misteriosa, que terminaría amando y en la cual dejaría sus propios huesos.

Las crónicas de sus viajes (que escribiera en 1924, un año antes de morir) se encuadran dentro de la denominada literatura de supervivencia, inaugurada con las grandes exploraciones del siglo XVI y que perdurará hasta bien entrado el siglo XX.

En este género, el explorador/escritor se convierte en el héroe de su propio relato (igual que Edward Malone en la novela de Conan Doyle), describiendo las penurias, peligros y sucesos extraños de los que fuera testigo. A lo largo de las páginas de su libro, Fawcett hace desfilar los más variados productos del imaginario, esos que van desde las ciudades perdidas a las minas ocultas y de las tribus “blancas” a los monstruos. Así, el excéntrico explorador inglés, hace de la selva un escenario en donde toda proporción, toda norma, queda desequilibrada. El “infierno emponzoñado”, como él la denomina, es el símbolo mismo de la anarquía. Allí, la ley de los hombres  y de la naturaleza no tienen cabida. Todo es caos, desorden, nada es claro ni “ajustado a derecho”. Tanto la esclavitud por deudas (sufrida por los indios, en pleno siglo XX) como los actos de espantosa barbarie (cometidos impunemente por los empresarios del caucho o fugitivos alejados de la civilización) denotan que esas selvas son “otro mundo”; uno muy distinto del que Fawcett salía.

Tampoco la naturaleza se manifiesta de manera “normal”.

Las descripciones que hace de animales y plantas están empapadas de exotismo y misterio. Serpientes, pirañas y cocodrilos (sic) co-protagonizan más de una de sus desventuras a lo largo de la obra, y en todos los casos llaman la atención por lo desproporcionado de sus dimensiones.

De todas las bestias que habitan el Amazonas, la anaconda gigante es, con seguridad, la que mayor cantidad de historias ha desatado y Fawcett fue uno de los tantos que se encargaron de divulgarlas.

Según el propio explorador, él mismo fue testigo presencial de la aparición de una anaconda que medía un total de 18 metros de largo. Un verdadero monstruo que, al decir de los lugareños, no era el de mayor tamaño, ya que afirmaban haber encontrado ejemplares de 23 metros, y aún de 40 metros de longitud (por más que los zoólogos sostengan que dimensiones como esas sean muy poco probables y que la exageración haya dotado a esos reptiles de una monstruosidad dimensional que excede con creces los 9 metros científicamente comprobados a la fecha).

Pero Fawcett no se limita a la anaconda, va mucho más allá.

Su galería de monstruos incluye también a un “[...] Tiburón de agua dulce, enorme, pero sin dientes, de los que se dice que ataca a los hombres y los traga, si tiene una oportunidad” [2].

Habla del Mipla,  

“un gato negro de aspecto perruno y del tamaño de un sabueso”[3], de “culebras e insectos aún ignorados por los hombres de ciencia y, en las selvas del Madidi (Bolivia), de bestias misteriosas y enormes que han sido perturbadas frecuentemente en los pantanos, posiblemente monstruos primitivos como aquellos que se han informado en otras partes del continente” [4].

Monstruos primitivos”. Aquí Fawcett pega un salto hacia la credulidad más absoluta y se zambulle de lleno en el imaginario aborigen del Amazonas (repleto de seres extraños y demonios descriptos como antediluvianos). Él no los desecha, los incorpora a una realidad plausible cuando escribe la siguiente pregunta retórica:

“[...]¿Por qué dudar, si quedan aún tantas cosas extrañas por descubrir en este continente misterioso? ¿Por qué, si viven insectos, reptiles y pequeños mamíferos todavía no clasificados, no podría existir una raza de monstruos gigantes, remanentes de especies extinguidas, que viviesen en la seguridad de las vastas áreas pantanosas aún no exploradas? En el Madidi, Bolivia, se han descubierto grandes huellas, y los indios nos hablan de una criatura enorme, descubierta a veces semisumergida en los pantanos” [5].

El párrafo anterior sintetiza, como pocos, el típico Mundo Perdido del que hablamos. Un espacio inaccesible en el que el tiempo parece haberse detenido y los vestigios del pasado se mantienen con vida, atentando todo razonamiento lógico y evolucionista.

Al respecto, quisiera desarrollar una relación que encuentro sumamente interesante y que probaría las íntimas conexiones existentes entre la novela de aventuras y el espíritu de exploración. 

Como ya hemos explicado anteriormente, Conan Doyle relata la peripecias sufridas por un grupo de científicos en una expedición realizada a una misteriosa y aislada meseta de la selva amazónica; en la que sobreviven especies prehistóricas, extinguidas desde hace millones de años. A lo largo de sus páginas se pueden detectar claramente los prejuicios de la época, el imaginario imperante y el atractivo despertado por lo exótico en las mentalidades victorianas. Es, en sí mismo, un compendio inmejorable de todas las expediciones de ficción que se escribirían más tarde y una fuente de inspiración para muchos exploradores de la vida real que, imitando al personaje de la novela (el profesor George E. Challenger), se lanzaron en la búsqueda de cápsulas territoriales, detenidas en el tiempo.

Fawcett fue uno de ellos. 

Escribe el malogrado explorador inglés:

“Ante nosotros se levantaban las colinas Ricardo Franco, de cumbres lisas y misteriosas, y con sus flancos cortados por profundas quebradas. Ni el tiempo ni el pie del hombre habían desgastado esas cumbres. Estaban allí como un mundo perdido, pobladas de selvas hasta sus cimas, y la imaginación podía concebir allí los últimos vestigios de una Era desaparecida hacía ya mucho tiempo. Aislados de la lucha y de las cambiantes condiciones, los monstruos de la aurora de la existencia humana aún podían habitar esas alturas invariables, aprisionados y protegidos por precipicios inaccesibles” [6].

Creo que no hay mejor ejemplo para reflejar el sentimiento de insularidad que el párrafo anterior; pero por más que Fawcett se esfuerce en decirnos que fueron sus experiencias exploratorias, y sus fotografías, las que inspiraran a Arthur Conan Doyle a escribir su encantadora novela[7], hay ciertas discordancias cronológicas, y paralelismos en las tramas de ambos textos, que nos permiten sospechar que el sentido de la influencia fue exactamente al revés: Conan Doyle fue el que incitó la imaginación de Fawcett

Conan Doyle publicó El Mundo Perdido en 1912 y Fawcett escribió sus aventuras recién en 1924 (casi veinte años después de haber vivido las experiencias de las que habla). Si se comparan ambos textos, se vuelve evidente que el explorador inglés organizó todo su relato a partir del folletín del Strand Magazine, emulando en muchos aspectos al profesor Challenger. Fawcett es Challenger, y las estribaciones de la meseta de Ricardo Franco (Serra do Roncador, Estado do Mato Grosso, Brasil) no son otras que las de la fascinante Tierra de Maple White (nombre con el que Conan Doyle bautizó a su mundo perdido).

Basta con comparar el párrafo citado anteriormente —y escrito por P. H. Fawcett en 1924— con el siguiente, extraído de la novela publicada en 1912:

“[...] Desde aquella altura me encontraba en situación ventajosa para formarme una idea más exacta de la meseta que se alzaba en lo alto de los montes rocosos. Saqué la impresión de que era extensísima; no pude distinguir ni por el Este ni por el Oeste el final del panorama rocoso cubierto de verde.[...] Una zona, quizás de la extensión del condado de Sussex, fue alzada en bloque con todo su contenido viviente y cortada del resto del continente por precipicios perpendiculares de una dureza que los hace resistentes a la erosión que tiene lugar en todo el resto del continente. ¿Qué resultado se derivó de ahí? El de que las leyes naturales quedaran en suspenso. Allí quedaron neutralizados o alterados los distintos impedimentos y trabas que influyeron por la lucha de la existencia en el ancho mundo. Sobreviven seres que de otro modo habrían desaparecido ya[...]. Han sido conservados artificialmente gracias a esas condiciones accidentales y extrañas” [pp. 50-51].  

¿Quién es quién?

¿Quién fue primero, Fawcett o Doyle-Challenger?

El coronel Fawcett arribó a Bolivia en 1906, y fue recién en su segunda expedición de 1908 en la que pudo observar las colinas de Ricardo Franco. Sus comentarios a Conan Doyle debieron de haberse realizado entre ese año (ya en el mes de noviembre estaba en Buenos Aires de regreso de la selva) y 1912, año de la publicación de la célebre novela. No negamos (aunque no es un hecho comprobado[8]) que Conan Doyle se haya sentido atraído y motivado por los relatos del explorador; especialmente por sus sugestivas fotos de la meseta, tal como el propio Fawcett lo indica[9].

Lo que no es desatinado es suponer que, varios años más tarde, el militar británico reacomodara sus recuerdos y apuntes al argumento central de la taquillera novela de aventuras; y que en las expediciones posteriores a 1912 buscara y encontrara los lugares y situaciones que describiera Conan Doyle en la novela.

Así, la ficción y la realidad se mezclan, se entrecruzan y confunden. La realidad alimentando la imaginación de un escritor, y ésta movilizando a un explorador a seguir buscando ilusorios parajes, civilizaciones y razas[10].

Esta interrelación señala un aspecto de interés, al que muchos historiadores de mentalidades le han dedicado largas y debatibles páginas. Me refiero a los mecanismos por los cuales situaciones,  generadas en un marco estrictamente literario, se transportan a la realidad histórica y pasan a ser  objetos de búsqueda, ya no por personajes de ficción, sino por hombres de carne y hueso que, como P. H. Fawcett, arriesgaron sus vidas en pos de maravillosas quimeras.

Por otro lado, el ejemplo analizado deja claramente al descubierto aquella excelente máxima escrita por Jean Paul Sartre, en su libro La Náusea, en la que dice que “todas las aventuras se viven en el pasado”; revelando —como lo hace Fawcett— que en todo relato de viaje la invención no queda nunca ausente.

Desde los días de Francisco Pizarro (siglo XVI), las inmensidades sudamericanas han venido generando un imaginario movilizador. Una simple palabra o frase bien armada fueron suficientes para catapultar a una expedición en búsqueda de Dorados fantasmas (sean éstos culturales o biológicos).

Ciertos escritores han sabido explotar muy bien la veta y, sin proponérselo, contribuyeron al impulso romántico por explorar lo inexplorado.

Luis Córdova, un ensayista chileno que ha publicado varios artículos interesantes por Internet, reconfirma lo que decimos cuando indica que:

“Poco después de la publicación de la novela de Conan Doyle, un diario inglés informó que el yate Delaware había partido desde Filadelfia, Estados Unidos, rumbo al río Amazonas. La tripulación estaba compuesta por un osado grupo de exploradores que pretendían recorrer a fondo este cauce y sus tributarios en interés de la ciencia y la humanidad, buscando el mundo perdido de Conan Doyle, o alguna evidencia física sobre su existencia. La expedición estaba encabezada por el capitán Rowan y el profesor Farrable” [11].

Según se dice, el novelista británico al enterarse de semejante aventura le dijo a su esposa: “Déjalos que vayan, si no encuentran la meseta con seguridad van a encontrar alguna otra cosa de interés para la ciencia”.

Pero, ¿En dónde buscar? ¿En qué región de Sudamérica se inspiró Conan Doyle para concebir la fantástica Tierra de Maple White? ¿Tiene razón el coronel Fawcett cuando afirma que son las colinas de Ricardo Franco la fuente de donde manó todo?...

Según algunos investigadores, Conan Doyle imaginó su mundo perdido en la meseta de Roraima, una elevación de 2.772 metros, ubicada en donde confluyen las fronteras de Venezuela, Brasil y Guayana[12]. En la novela se dan vagas referencias al sitio exacto en donde transcurre la acción principal; así todo se dice claramente que avanzaron por el Amazonas y que, desde Manaos, se desviaron por un tributario hacia el norte, llegando finalmente ante las paredes verticales de la meseta. Es cierto que no hay referencias directas a Roraima, aunque sí parece tratarse de ese lugar. La ruta coincide, y en determinado momento Lord Roxton apunta: “Bien sea por aquí, en el Mato Grosso, o aquí arriba, en este rincón, en el que coinciden tres países, no me sorprendería nada(...)”.

Además, hay otros datos que nos permiten afianzar esta hipótesis.

Desde 1890, los conflictos limítrofes entre Venezuela y la Guayana Británica (zona en donde se levanta Roraima) estaba en boca de la “gente culta de Londres”, de la diplomacia y de unos cuantos exploradores. Hacia 1884, Evarard Im Thurn consiguió ascender por primera vez al Roraima y regresó a Europa con muestras y relatos de la famosa meseta, afirmando que había especies desconocidas en la cima[13]. Estos comentarios llegaron a oídos de Conan Doyle ya que —como indica su biógrafo— el escritor quedó vivamente impresionado por una charla que Thurn dio en Londres.

Hoy en día el tepuy de Roraima pertenece a Venezuela y su superficie es bastante distinta a la descripta por Conan Doyle. En su cumbre no hay selvas ni pantanos, sino un terreno rocoso donde escasean las plantas y los únicos animales raros son los insectos[14].

Pero lo que pudo haber sucedido es una operación una tanto más rebuscada, aunque muy común en los escritores de ficción: poner las descripciones que Fawcett le hiciera (mostrándole las fotos) en un espacio geográfico distinto. Es decir: transportar los contornos de las colinas de Ricardo Franco (Serra do Roncador, Brasil) a suelo Venezolano (sitio donde se levanta la meseta de Roraima).

Escribe el protagonista Edward Malone, en El Mundo Perdido:  

“Aquella noche acampamos al pie mismo del despeñadero rocoso. El sitio resultaba salvaje y desolado. Los acantilados que se alzaban encima de nosotros no eran precisamente verticales, sino que cerca del borde superior estaban combados hacia fuera, desafiando de ese modo toda posibilidad de escalarlos. No lejos de nosotros se alzaba una roca altísima en forma de pináculo (...), y su parte superior alcanzaba igual nivel que la meseta, aunque entre ambas se abren las fauces de una enorme sima” [Pág. 108].

Las fotos dejadas por Percy H. Fawcett concuerdan a la perfección con la descripción que acabo de transcribir. Basta con observarlas para advertir que ahí están las paredes verticales y combadas, la vegetación en la cumbre y lo más característico: la altísima roca en forma de pináculo[15].

Los exploradores perdidos.

“(...)Metí mi cabeza entre las cañas y descubrí un cráneo descarnado. Estaba allí todo el esqueleto; pero la calavera se había desprendido y yacía algunos pies más próxima al terreno libre. Eran los detalles de una tragedia ya vieja (...). Quedaban las botas, y dentro de ellas los pies huesudos; haciéndonos ver con claridad que se trataba de un europeo. Encontramos restos de un reloj de oro de Hudson (New York) y una cadena de la que colgaba una pluma estilográfica. Había también una pitillera de plata que tenía grabadas en la parte exterior las iniciales J.C. de A.E.S. El estado del metal daba a entender que la catástrofe era aún reciente (...). No cabe la menor duda de que son los restos de James Colver, el compañero de nuestro antecesor por estas tierra, el explorador Maple White” [Pág.113].

Las inquietudes y especulaciones que han despertado, y despiertan, las expediciones perdidas son otras de las constantes que se repiten dentro del imaginario de Occidente. Un sentimiento recurrente que, no exento de  morbo, moviliza a la opinión pública y facilita, al ocasional escritor, captar la atención de sus lectores a través de la romantización del drama, y su posterior conversión en aventura. Y es que, generalmente, el escenario de la “atrayente” pérdida no está en el ajetreado mundo urbano, en el que la mayoría vivimos. Las expediciones no se pierden en las grandes metrópolis, sino en un marco natural que suele tener como telón de fondo a la selva y la montaña; sitios no controlados y en los que toda nuestra tecnología suele convertirse en un adorno inoperante que, si bien ayuda, en muchos de los casos (reales o literarios) termina convirtiéndose en el ajuar funerario de los audaces e inconscientes exploradores.

Ya desde la época de la conquista de América se vienen registrando historias sobre náufragos o huestes perdidas en las selvas, que han alimentado las tramas de inolvidables novelas y películas. La narración de las penalidades y sufrimientos de exploradores desaparecidos han dejado flotar mil y una interpretación sobre la suerte corrida; y en torno a ellos se tejieron rumores y leyendas que terminaron haciendo, de muchos incautos, verdaderos héroes. Así, aquel que buscaba lo exótico, al desaparecer, se volvía, él mismo, en objeto exótico de otros.

Enrique de Gandía, el brillante historiador argentino que analizara con detenimiento los mitos y leyendas de la conquista americana, escribe:

“En verdad ninguna fantasía humana podrá superar en belleza y en misterio el hechizo que rodea el recuerdo de aquellos náufragos y conquistadores [exploradores] olvidados, cuyas voces parecerían llegar desde el fondo de las selvas sombrías y las costas heladas, hasta los oídos de sus hermanos que los buscaban empeñosamente sin poderlos hallar” [16].

Hombres perdidos en tierras desconocidas. Una conjunción ideal para el imaginario. Una oportunidad más para recrear emocionalmente la tragedia y transformarla en objeto de indagación, especulación y búsqueda. Una constante que adquirió mil rostros y personajes a lo largo del tiempo. Un incentivo extraño a la curiosidad que nace del dolor.

El tópico del explorador perdido despierta una singular atracción debido a las múltiples posibilidades que se encierran en el acto mismo de desaparecer.

Quien desaparece no termina de morir del todo, y la agónica esperanza de volver a encontrarlo con vida facilita el despliegue de toda una serie de especulaciones que prolongan la presencia del desafortunado viajero más allá de los límites normales del duelo.

Ante la dificultad de resolver el misterio, el explorador desaparecido abre una ventana a “otro mundo”, de lleno imaginario. Un mundo caracterizado, fundamentalmente, por la distancia y el aislamiento, en el cual es posible construir las más fantásticas hipótesis; esas que van de la pura y sencilla muerte en manos de aborígenes y animales salvajes, hasta la irresistible fantasía de imaginarlo siendo el rey de un nuevo país en el que ejerce su fuerte personalidad de “hombre blanco”.

En el Amazonas y en el Orinoco subsistió largo tiempo la creencia de que por aquellas regiones había españoles perdidos desde hacía muchos años. Esta creencia se viene arrastrando aproximadamente a partir de 1528, cuando, desde Venezuela empezó a divulgarse el rumor de que en lo profundo de las selvas había cristianos perdidos. De igual modo, los naufragios en costas americanas generaron comentarios semejantes, y la imaginación, que nunca olvidó a aquellos desafortunados viajeros, los supuso con vida pero apartados del mundo, lejos de la civilización y “barbarizados” por el entorno que los devorara.

Se oyó decir también que estaban rodeados de riquezas en maravillosas ciudades perdidas, reconstruyendo sociedades ideales y conservando los secretos que tanto habían deseado desvelar. Irónico destino para un explorador y clara mezcla de impotencia y de crítica al mundo del que provenían. Ambivalencia de una situación límite que conserva en sí misma dos posibilidades, repetidas una y otra vez en cientos de mitos y leyendas: la de recuperar el Paraíso Perdido o la de ser prisionero en un infierno terrestre, húmedo, selvático y controlado por celosos salvajes pertenecientes a razas desconocidas.

El explorador perdido pega así un salto y sale del tiempo. Adquiere, de algún modo, cierto halo de eternidad y su no presencia —producto de un fracaso— se convierte en ejemplo, símbolo y modelo de futuros exploradores.

¿Pulsión de muerte? Es posible, ya que parece no existir mayor impulso para un aventurero que el fracaso de una expedición anterior.

Deseo de una muerte romántica; ansias de perdurabilidad, que se sostuvieron activas hasta bien entrado el siglo XX y que todavía se detectan en los marginales exploradores que recorren las selvas en nuestros días.

Pero hay un aspecto que las expediciones y exploradores perdidos revelan: la permanente existencia de fronteras abiertas hacia Terras Incógnitas.

Una y otra vez, los mismos argumentos se repiten en diarios de viajes y novelas. Como en los viejos cuentos infantiles, que reiteran constantemente hasta el cansancio idénticas situaciones (que no son lícitas modificar, a menos que se pretenda quitarles el efecto emocional que éstas encierran), cuando se hace referencia a personas desaparecidas en regiones alejadas de la civilización, suele caerse en argumentaciones de este tipo:

“Imagine la superficie de la Tierra, reste los océanos, los desiertos, las montañas y las regiones árticas. ¿Qué queda? Un 20 % aproximadamente. Habitamos una quinta parte del planeta y creemos que estamos en todas partes, que no hay espacio para nadie más o que todo está completamente explorado y conocido”.

Suena emocionante, atrayente; el mundo inacabado perdura de algún modo. Los espacios en blanco de los mapas picanean la curiosidad y hacia ellos continúan marchando expediciones, de las que, en muchos casos, jamás recibiremos noticias. Los espacios en blanco (que existen) se transforman, así, en verdaderos agujeros negros.

Una selva inmóvil y en movimiento a la vez; insumisa, barnizada de musgos húmedos y con senderos desconocidos. Árboles gigantescos cubiertos de lianas y espesura. Un universo nacido de las crónicas. Un lugar al cual sólo los suicidas pueden desear encaminar sus botas; pero, como dijo André Malraux,

nadie se mata sino para existir”.

Esa fue la suerte que corrieron muchos exploradores que hoy engrandecen los libros de geografía. Ese es el sendero que transforma a un hombre en leyenda, tal como le ocurrió al hoy célebre explorador británico, Percy Harrison Fawcett, conocido aventurero que recibiera de Conan Doyle, y su Mundo Perdido, una tremenda influencia.

Mato Grosso, Brasil. Mayo de 1925. Desde el campamento bautizado “Caballo Muerto”, localizado a 11º 43’ Sur y 54º 35’ Oeste, tres hombres envían las últimas cartas a sus familiares y se internan en plena jungla. A partir de entonces: silencio. Jamás se supo nada de ellos. Desaparecieron mientras iban tras una supuesta ciudad perdida. El coronel Percy H. Fawcett, su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh Rimmell, entraron a formar parte de las estadísticas.

A partir de ese momento se desató desde Inglaterra, y otros países, una verdadera fiebre por encontrar a Fawcett y los suyos. A la misteriosa desaparición se le sumó un nuevo incentivo, casi deportivo: el de la búsqueda. Hallar al militar británico podría significar encontrar también la evanescente ciudad “Z”, que Fawcett pretendía localizar; y en pos de ambos se organizaron, a lo largo de casi veintiséis años, costosas expediciones de rescate (muchas de ellas financiadas por periódicos, que supieron detectar la enorme veta comercial que despertaba la estampa del explorador perdido).

En 1927, comenzaron a circular rumores sobre un anciano blanco, y aparentemente loco, que deambulaba solo por las selvas amazónicas. La bola de nieve no dejó jamás de crecer y la imagen del europeo asalvajado por la jungla impactó fuertemente en la imaginación de lectores y viajeros.

Personas respetables contaban historias fantásticas sobre el malogrado explorador. Por ejemplo, un ingeniero francés dijo haber visto a Fawcett en la región Minas Gerais, dos años después de su desaparición. Era como si la antigua aventura de Henry Stanley, en su búsqueda de Livingstone[17], volviera a reeditarse.

En 1928, la North American Newspaper Alliance (NANA) colocó al comandante George Dyott al frente de una expedición en la que se pretendía averiguar la suerte corrida por Fawcett. Tras internarse en la selva y alcanzar una aldea de indios anaqua, Dyott llegó a la penosa conclusión de que el coronel británico y su hijo habían sido asesinados por una tribu vecina, los kalapalos.

Como era de prever, la familia del militar se negó a aceptar tal contundente y pesimista hipótesis. Rechazaron  las conclusiones de Dyott y continuaron proponiendo las más románticas explicaciones acerca de la suerte corrida por su esfumado pariente. Según éstas, Fawcett aún conservaba la vida en alguna parte de la selva, sugiriendo posibilidades que iban más allá de todo sentido común.

En 1930, el periodista Albert de Winton siguió los pasos de Dyott hasta alcanzar la propia aldea de los kalapalos. En el sitio, Winton reconfirmó la opinión de su predecesor, quedando convencido de que Fawcett había sido muerto por los aborígenes de la región. Por desgracia, jamás pudo debatir con los testarudos familiares del coronel inglés: Winton no volvió a aparecer. También a él la selva pareció tragárselo para siempre.

Dos años más tarde, en 1932, un suizo llamado Stefan Rattin regresó del Mato Grosso diciendo que había encontrado a Fawcett prisionero de una tribu, al norte del río Bamfin. Juró haber hablado con él y, para poder probar que sus dichos eran ciertos, organizó una expedición a fin de ubicar definitivamente al inglés perdido. Ingresó en la selva y nunca más volvió a salir de ella.

Las desapariciones se acumulaban (Fawcett, Dyott, Rattin...) y junto con ellas la fascinación por la región aumentó. El Mato Grosso se tragaba a la gente. Eso era noticia. Y los periódicos colaboraron en hacer más grande el misterio, o directamente en construirlo.

Se llegó a sostener que el coronel británico estaba prisionero de ciertas tribus amazónicas pero impedido de abandonar sus aldeas. Brian Fawcett, hijo sobreviviente del militar, escribió:  

“He oído decir que los indios salvajes gustan de mantener cautivo a un hombre blanco. Esto aumenta su prestigio ante los ojos de las tribus vecinas y el prisionero, generalmente bien tratado pero estrechamente vigilado, ocupa una posición similar a la de una mascota” [18].

El mundo al revés.

Así era conceptualizada la selva. En ella, hasta el más insigne representante del Imperio Británico podía llegar a convertirse en un simple trofeo de guerra o un objeto de diversión de seres humanos que encarnaban el salvajismo más primitivo. Occidente creaba un nuevo mártir, un héroe detrás de las “líneas enemigas”; un símbolo de fortaleza y no-resignación que, aún diez años después de su desaparición, seguía siendo imaginado con vida  y enviando crípticos mensajes desde la espesura. Mensajes que sólo podían ser descifrados por la “inteligencia blanca” y en los que se indicaban los caminos a seguir para el descubrimiento de la civilización perdida que lo retenía. Así, cualquier objeto que se encontrara pudriéndose en la humedad de la jungla era una pista. Brújulas, valijas o teodolitos oxidados abrían puertas inesperadas tras los pasos de Fawcett.

En 1933 ya se hablaba de indios blancos descendientes de su hijo, Jack; y en 1935 se pusieron en marcha dos fracasadas expediciones que terminaron divulgando informes sobre esqueletos y cabezas reducidas. Pero ninguna de estas exóticas noticias fueron nunca confirmadas. Recién en 1951 un tal Orlando Vila Boas sostuvo haber escuchado de boca de un cacique kalapalo que él había asesinado a Fawcett y sus compañeros. Incluso encontró los que podían llegar a ser sus huesos. Pero guiados por un esperanzado romanticismo, la esposa del coronel y su hijo, siguieron negando los hechos.

Brian Fawcett (que escribiera el epílogo del libro de su padre) supuso en aquella oportunidad que sus amados familiares:

“Pueden haber penetrado la barrera de tribus salvajes y haber alcanzado su objetivo [la ciudad perdida de “Z”]. Si esto hubiese pasado realmente, y si es verdad que los últimos sobrevivientes de las razas antiguas han protegido el refugio, rodeándose a sí mismos de fieras salvajes ¿Qué esperanza habían tenido de regresar, divulgando con ello el secreto conservado tal fielmente durante miles de años?” [19].

La leyenda de Fawcett estaba firme y resistió por décadas los embates del racionalismo más derrotista; tanto así que, en 1996, se organizó otra expedición para recabar los datos que se pudieran sobre el elusivo explorador inglés. Por supuesto que no se esperaba encontrarlo con vida, pero aún así, sus huesos continuaron atrayendo a curiosos y estimulando el imaginario de fines del siglo XX[20].

Más o menos por la misma fecha en que Brian Fawcett lanzaba la esperanzada prórroga de encontrar con vida a su padre, un joven explorador francés llamado Raymond Maufrais desaparecía en las selvas de la Guayana Francesa..

Corría el mes de noviembre de 1950 cuando este ex - soldado y deportista se internó solo en lo más desconocido de la selva septentrional de América del Sur. Tenía como único acompañante a su perro, Bobby; y según el escritor Barros Prado (que describe la desastrosa experiencia de Maufrais en su libro):

“[...] el joven galo, de 24 años de edad, había decidido lanzarse en busca de las civilizaciones prehistóricas seguro (como todos los que lo hicieron antes que él) de hallar la tan codiciada Atlántida de Platón y las famosas minas de Los Martirios y Araés, en cuya existencia mucha gente de reconocida intelectualidad insiste en creer” [21].

Es posible que Maufrais se halla sentido atraído por la leyenda de Fawcett y de su inalcanzable ciudad “Z”, pero lo cierto es que, contrariando todo buen juicio se internó sin más guía que sus fantasías en una de las regiones más duras del continente.

Meses más tarde, un indio encontró, en la zona de los ríos Tamaurí y Onaguy, las pertenencias del francés. Una cámara de fotos, un saco, un sombrero y un revelador diario de viajes en el que estaban consignadas las penurias que sufriera. Éstas iban desde el cansancio físico y las durezas del ambiente, hasta el hambre más terrible (Maufrais terminó por comerse a su propio perro). La última anotación tenía fecha 13 de enero de 1950. Desde entonces la jungla no devolvió nunca al inexperto explorador, aunque sí atrajo un buen número de expediciones de rescate. La primera (de las ocho que organizara) fue la de su padre, Edgar Maufrais, quien repitiendo el guión de la familia Fawcett, creía que Raymond se encontraba prisionero de alguna tribu, en la zona fronteriza entre Guayana y Brasil. Recién en 1955 regresó solo a Francia, sin éxito, pero manteniendo la convicción de que su hijo aún estaba con los indios.

Pero, la pregunta es: ¿Con qué indios?

Cuando los europeos se desplazaron por el mundo, en momentos de la última gran expansión imperialista (fines del siglo pasado y principios del XX), creando colonias y explorando regiones hasta entonces intransitadas por occidentales, supieron recopilar extraños informes sobre aborígenes de piel muy clara, habitando rincones que el sentido común jamás hubiera considerado propicios para el desarrollo de comunidades blancas. El mito del indio rubio se propagó como una mancha de aceite por los cinco continentes y no tardaron en ser considerados los responsables de las más magníficas obras arquitectónicas de la antigüedad. Ya sea  en África, Asia o América, la raza blanca se endosó todo aquel pasado que, a ojos de un explorador europeo, resultaba admirable.

Las selvas sudamericanas conservaron ese arraigado mito.

Cuenta Eduardo Barros Prado que hacia 1951 le llegaron noticias, provenientes de cazadores, que habían sido avistados indios extraños, con todo el aspecto de hombres blancos, en la cuenca del río Alto Sucundurí (Brasil). Intrigado y con el deseo vehemente de comprobar la realidad de tal extraño hallazgo decidió consultar al célebre Mariscal Rondón, el gran explorador brasileño fundador del Servicio de Protección a los Indios (S.P.I.) de Brasil. En la oportunidad Rondón le dijo:

“Mire, mi amigo, solamente en el estado de Amazonas habrá todavía unas cincuenta tribus sin clasificar, además de las doscientas treinta y cinco que mis ayudantes y yo hemos catalogado. Pero, lamentablemente el SPI no puede respaldar un compromiso tan grande [asegurar o negar la existencia de los indios blancos] por la carencia absoluta de recursos para la investigación[22].

Han tenido que pasar cuarenta y siete años para reconocer, junto con Rondón, que las partidas presupuestarias siguieron siendo exiguas. Esto lo prueba una noticia publicada por el diario Clarín de Buenos Aires, con fecha 9 de junio de 1998, y titulada: “Encuentran en la Amazonía una tribu desconocida”. El artículo, difundido por EFE y France Press, refiere que

“Entre las plantas gigantescas, hundidas en la humedad caliente de la selva, están las casas  de una tribu que los blancos vieron por primera vez la semana pasada.[...]En la frontera entre Brasil y Perú, un grupo de antropólogos brasileños vio una docena de construcciones de 15 metros de largo y personas que corrían. Habían encontrado un grupo aislado”.

La noticia no elude el lenguaje emocional. Repite adjetivos y describe situaciones que podemos encontrar en cualquier novela o diario de viaje. Y si lo hace es porque llama la atención de la gente. Se pretende rescatar la alteridad cuando se describen a las plantas como “gigantes”, o cuando se dice que las “casas están hundidas en la humedad caliente de la selva”. Lo desmesurado, lo perdido, lo aislado, lo desconocido...¿Cuántos futuros exploradores saldrán la próxima temporada en busca de esas “extrañas” gentes?

Pero esto no es todo, ya que repitiendo casi las mismas palabras de Rondón en 1951, la Fundación Nacional del Indio de Brasil (Funai)

“[...] considera que existen en el país 55 grupos indígenas aislados, y que todos están en la Amazonia sin haber hecho contacto con la civilización blanca’”[23].

Las tribus perdidas, las sociedades aisladas, parece que todavía son posibles de encontrar y de seguir adornando desde la distancia, dejando abierto el mito de los indios blancos, que durante tanto tiempo ha venido difundiéndose de boca en boca por los senderos de las selvas; aunque hallarlos haya implicado siempre emprender actos temerarios y contar con una indispensable cuota de suerte. Pero volvamos a los testimonios recogidos por Eduardo Barros Prado a mediados del siglo y tratemos de entrever qué características poseían (¿poseen?) los miembros de la elusiva comunidad de indios rubios del Alto Sucundurí.

Cuenta un serengueiro (cauchero), llamado Deodoro Cavalcanti, que hacia 1918 llegar a territorios de los extraños indios implicaba sortear penalidades de distinto tipo. En principio, ríos tempestuosos y traicioneros durante 16 días de navegación; después, sortear rápidos y saltos que ponían en peligro a la embarcación y los tripulantes; y, por último, atravesar las comarcas controladas por tribus de reconocida agresividad. Toda una iniciación que culminaba al alcanzar el rancherío de los indios blancos, “que poseían todo el aspecto de los europeos, pero que andaban completamente desnudos”. También dijo que se convenció de que eran indios por su “promiscuidad y modales primitivos”[24]. El serengueiro creyó que se había topado con los descendientes de los primeros caucheros blancos que, desde hacía tres o cuatro generaciones, se habían perdido y adaptado a la selva...”degenerándose”[25].

No hablaban portugués ni holandés, sólo un dialecto selvático desconocido. Vivían de la caza y de la agricultura; y habían mantenido una actitud de total apatía frente a la comitiva de los caucheros recién llegados. Su nudismo los acercaba a las bestias y la promiscuidad (que no detalla) era un claro signo de salvajismo. Esa tribu sólo compartía un rasgo propio de lo humano: era blanca. Pero eso no bastaba.

Deodoro regresó sano y salvo a la civilización y transmitió la historia cuarenta (!) años después de vivida. Barros Prado, que fue quien la recogió, trata de darle una explicación lógica sosteniendo que la hipótesis de los europeos perdidos no termina de convencerlo ya que el lapso de 1877 (fecha de ingreso de los primeros caucheros blancos a la zona del río Sucundurí) a 1918 (fecha del supuesto encuentro) es extremadamente corto para que “[...] aquella gente hubiese sufrido tan grande transformación”[26]. Pero, si los indios blancos no son descendientes de europeos extraviados, ¿de dónde provenían? Es aquí cuando el autor se deja llevar por la moda mística de su tiempo y entreabre la posibilidad de acordar con Raymond Maufrais y Percy H. Fawcett; quienes sostuvieron que los miembros de la extraña tribu serían los restos de una raza blanca antiquísima que había poblado la Atlántida.

Este argumento, del que ya hemos hecho referencia en páginas anteriores, posee una dosis peligrosamente oculta de racismo. Expliquemos, brevemente, por qué.

Cuando, en el siglo pasado, el auge de la arqueología, y el interés por las antiguas civilizaciones orientales o precolombinas, empujaron a los estudiosos europeos a abandonar sus ciudades y trasladarse a los rincones más extraños del planeta, para practicar in situ sus investigaciones, se llevaron la gran sorpresa de toparse con testimonios culturales que jamás habían imaginado. El régimen colonial les abría las puertas a nuevos mercados, a más y variadas materias primas, pero también a un pasado totalmente ignorado y que no encajaba con los prejuicios del hombre culto, burgués y europeo de entonces.

Las ruinas egipcias, mayas e incaicas que salían a la superficie, tras siglos de olvido, no parecían concordar con la situación social de los países en las que se levantaban. Regiones pobres, dependientes, con un sistema educativo deficiente o inexistente, como así también una tecnología por completo importada de Europa, habían poseído en el pasado antecesores maravillosamente creativos y con una disposición técnica que sus descendientes contemporáneos habían perdido u olvidado.

¿Cómo era posible que “simples indios o negros” pudieran haber construido obras de arquitectura e ingeniería tan fabulosas? ¿Cómo adjudicarles a sociedades semisalvajes logros tan magníficos en el campo de las artes? No cabía otra explicación que esta: sus constructores eran miembros de una raza desaparecida, superior y, por supuesto, blanca.

Así, pues, fenicios y romanos, cartagineses y griegos, vikingos o atlantes, habrían difundido sus legados culturales por todo el mundo, enseñando, a los pobres salvajes, métodos y técnicas que luego éstos olvidarían para siempre. Estas teorías difusionistas fueron muy convenientes para los colonizadores europeos de los siglos XIX y XX, puesto que con ellas creaban un precedente histórico para la ocupación y explotación imperialista. Si se fijaba un origen extranjero (“blanco”) a los monumentos arqueológicos que se encontraban, se legitimaba y justificaba la apropiación de ricas regiones del planeta. “Nosotros, los blancos, hemos estado primero aquí. Les hemos enseñado todo y ustedes lo perdieron. Aquí estamos, nuevamente, para civilizarlos”. Ninguna sociedad cobriza o negra era considerada capaz, por sí misma, de alcanzar un nivel de civilización y progreso propio del hombre blanco. Racismo puro.

Por lo tanto, los rumores sobre “indios rubios” en las selvas amazónicas venían a confirmar los postulados del imaginario racista que analizamos ( por más que los mismos exploradores o arqueólogos no fueran conscientes del arraigado prejuicio que cargaban).

Misioneros y censistas; cazadores y exploradores; aventureros y contrabandistas, sean del grupo étnico que sean (indios, blancos, mestizos, mulatos, negros), continúan (actualmente) denunciando avistamientos de indios rubios que, como las sombras de la selva, pasan y desaparecen, sin saberse nunca a dónde van.

Los hombres salvajes de los bosques.

Pero no todas las tribus perdidas son blancas y rubias. También están las negras y enanas (el otro extremo de la escala imaginaria de la alteridad) o aquellas que conservan el más atávico de los primitivismos por ser  caníbales, violentas y completamente peludas. Seres a mitad de camino entre la bestia y el hombre. El verdadero, y tan buscado, “eslabón perdido”.

“Trepé, —escribe Edward Malone— pero el árbol era enorme; miré hacia abajo y no pude distinguir ningún claro entre las ramas. En una de estas, por la que estaba trepando, había un matojo tupido, como de un arbusto parásito, agarrado a ella. Alargué mi cabeza apoyándola en su borde, para ver lo que había del otro lado, y la sorpresa y el horro que me produjo lo que descubrí estuvieron a punto de hacerme caer del árbol.

Una cara clavó su mirada en la mía. El ser al que pertenecía estaba agazapado detrás del matojo, y se había asomado a mirar al mismo tiempo. Era una cara humana, o, por lo menos, mucho más humana que la de todos los monos que yo había visto en mi vida. Alargada, blancuzca, la mandíbula inferior saliente, con un brillo de pelambre cerdosa alrededor de la barbilla. Los ojos protegidos por cejas espesas y largas, eran bestiales, feroces, y cuando abrió la boca, para mascullar lo que parecía una maldición, me fijé en que tenía colmillos afilados y curvos. Por un momento, leí en aquellos ojos malignos el odio y la agresión.

Pero un instante después, los invadió como un relámpago de miedo incontenible. Hubo un crujido de ramas rotas cuando se lanzó en zambullida frenética por entre la maraña del follaje. Tuve la rápida visión de un cuerpo peludo, algo así como el de un cerdo rojizo, y desapareció entre un remolino de hojas y ramas.(...) La aparición de aquel mono-hombre me había producido tal sorpresa, que vacilé y estuve a punto de emprender el descenso(...)” [pp. 161-162].

Las historias sobre hombres salvajes se proyectan en el imaginario desde los más remotos tiempos. Su presencia en la antigua Epopeya de Gilgamesh, bajo la figura de Enkkidu, un semihumano que vive entre las bestias —datada en el segundo milenio antes de Cristo—, es bastante sugerente. Por su parte, la Edad Media tampoco olvidó al hombre salvaje de los bosques y lo representó de cientos de formas distintas haciendo resaltar, en todos los casos, las características paradigmáticas de la bestia con el objeto de confrontarla con el civilizado habitante de la ciudad[27].

El salvaje es la otra cara de lo urbano, el lado negativo del hombre, lo primitivo, lo instintivo. Su estampa, esculpida en las catedrales europeas desde el siglo XIII, ha podido perdurar hasta nuestros días en leyendas contemporáneas, como las del Yeti o Pie Grande. Su hirsuta figura y sus hábitos, muchas veces nocturnos, lo convierten en un negativo de lo que nosotros somos. Marca contrastes y evidencia el prejuicio racial que se derivó (renovado) de la teoría evolucionista del siglo XIX.

Para el hombre salvaje su ámbito es el bosque, la montaña o la selva, y mantiene con la naturaleza una relación que en mucho se diferencia a la que el occidental tiene desde los tiempos clásicos de Grecia y Roma. Él conservó un íntimo contacto con el reino animal (cuyo destronamiento se inicia en el período Neolítico) sin dejar del todo de pertenecer al universo de lo humano. Representa lo inculto y, por ello, se lo suele ubicar en regiones poco conocidas o exploradas. Simboliza el aspecto bestial del ser humano, su faceta irracional e indomable, motivo por la cual lo transferimos fuera, con el objeto de poder combatirlo con mayor facilidad.

Conan Doyle califica a sus mono-hombres salvajes de la siguiente manera:

 

“(...) Diablos cobrizos” [Pág. 192].

“(...) Aquello brutos eran incapaces de correr lo que un hombre en terreno abierto” [Pág. 192]

“En la explanada, junto al borde del despeñadero rocoso, se había reunido un grupo de aquellos seres hirsutos, de pelo rojizo, muchos de ellos de enorme corpulencia, y todos de aspecto horripilante. Delante de ellos, un grupito de indios eran unos hombrecillos de miembros simétricos y cuya piel brillaba como bronce pulimentado(...). Junto a ellos estaba un hombre blanco, alto delgado (...) [Pág. 195].

El hombre salvaje del que hablamos (el del imaginario), es, al mismo tiempo, objeto de curiosidad y de legitimación para la tarea “civilizadora” del hombre blanco y su ciencia.

Compleja y confusa, la imagen del salvaje de los bosques, es encontrada en casi todos los continentes, y a pesar de ser un producto típico de la imaginación humana, aguijoneó búsquedas verdaderas hasta la actualidad. Como las ciudades perdidas, los monstruos o los tesoros ocultos, el hombre salvaje encarna la fuerza, la rareza, lo misterioso y lo secreto. Es otro claro ejemplo de que la imaginación y la conducta se prestan mutuo apoyo, ejerciendo una acción conjunta que arrastra a la vivencia de sucesos y lances extraños; en otras palabras, a la aventura.

La explicación más popular sobre el origen de la creencia en los hombres salvajes es que fue un vestigio de los tiempos paganos, el recuerdo distante y distorsionado de una creencia anterior en tales dioses de la selva; deidades que se ubicaban más allá de los límites cultivados.

Otra teoría afirma que estos seres son en realidad las personificaciones del anhelo del hombre civilizado por liberarse de las restricciones del mundo moderno. Algunos psicólogos y sociólogos proponen que el recurrente mito del hombre salvaje es un símbolo de nuestro lado reprimido o animal. En sí representa el lado oscuro de los hombres.

“—(...) ¿Dónde están los profesores? ¿Y quién los persigue?

—Los monos-hombres. ¡Válgame Dios, y qué fieras!—exclamó lord Roxton—. No alce la voz, porque tienen oído muy fino y ojos penetrantes. En cierta ocasión caí prisionero de unos caníbales papúes, pero son unos señoritos comparados con esa gentuza” [Pág. 187].

Finalmente, la última postura teórica sostiene que las leyendas se inspiraron por el encuentro con un ser bípedo, peludo y semihumano real, pero aún no identificado por la ciencia [28]. Es ésta la que a nosotros más nos interesa puesto que constituye la materia prima indispensable del gran número de historias que originales novelistas y exploradores han difundido con gran éxito.

“Los salvajes [...] no se conocen todavía; hay tribus cuya existencia ni se sospecha. Tribus que [...]no viven cerca de los ríos navegables, sino que se retiran más allá del alcance del hombre civilizado. En todo caso, cuando se presume su existencia son temidos y evitados (por mi parte, yo siempre los he buscado). Tal vez por esto, la etnología del continente (Americano)ha sido basada sobre un concepto erróneo que trataré de rectificar[...]”[29].

Con estas presuntuosas palabras, Percy H. Fawcett nos introduce en otra de sus extravagantes exploraciones por el Amazonas, mezclando, una vez más, realidad y fantasía; y tomando, como base para su relato, la novela que al parecer tanto le impactara: El Mundo Perdido, de Arthur Conan Doyle.

Cuenta Fawcett que hacia 1913, mientras recorría las Sierras de Parecis, en Bolivia, se topó, junto con su grupo, con un camino ancho que les condujo hasta unas grandes cabañas, semejantes a colmenas. La tribu que las habitaba era la de los Maxubis (aparentemente un pueblo sumiso y pacífico, que Fawcett lo hace “descender” de una elevada civilización —perdida— por el solo hecho de advertir en ellos un color de piel más claro que el normal en los indios). Fueron los maxubis quienes les hablaron de otro grupo aborigen, caníbal y violento, denominados los Maricoxis, y que habitaban “en una selva sin huellas” a pocos días de camino.

El coronel inglés no pudo contener su curiosidad y encaminó sus pasos hacia la tan temida comunidad. Cinco días después, según él, los encontró:

“Eran hombres grandes y velludos, de brazos extremadamente largos y con frentes huidizas que empezaban en prominentes arcos superciliares; hombres en realidad de un tipo muy primitivo y completamente desnudos” [30].

Y prosigue:

“[...] Sus guaridas eran primitivas, y en ellas se agazapaban los salvajes de aspecto más ruin que había visto jamás. [...] Brutos con aspecto de orangutanes, que parecían haber evolucionado muy poco sobre el nivel de las bestias [...]. Eran horribles hombres-monos [...], para quienes el lenguaje humano estaba más allá de sus facultades de comprensión” [31].

Y termina con su galería prehistórica, diciendo:

“Antes de partir supe que [...] hacia el Este había otra tribu de caníbales, los Arupi, y hacia el NE. otra más distante de gente pequeña y oscura, cubierta de pelo, que ensartaban a sus víctimas en un bambú sobre el fuego y una vez cocinadas les sacaban los trozos para comérselas [...]. Yo había oído hablar antes de toda esta gente y ahora sé que las narraciones están bien fundadas” [32].

Las descripciones de Fawcett son significativas porque, en muy pocas líneas, condensan gran parte de los prejuicios racistas de su época (comunes en la mayoría de los grandes exploradores del siglo pasado), combinándolos con elementos de un imaginario que pueden rastrearse hasta bien entrada la edad antigua y medieval. Sus primitivos aborígenes encarnan el atraso, el salvajismo y la violencia que, a principios del siglo, solían atribuirse a los miembros de las comunidades prehistóricas, de los albores de la humanidad.

Las características del rostro (alargado, huidizo, con fuertes arcos superciliares), como también el aspecto tosco y velludo de los cuerpos desnudos, nos alejan bastante del mito roussoniano del “Buen Salvaje” y nos aproxima más a la estereotipada imagen que de los neandertales se tenía en las últimas décadas del siglo XIX. Encorvados, semi-estúpidos y violentos por naturaleza, los hombres-monos de Fawcett y Conan Doyle señalan no sólo contrastes, sino límites bien precisos entre la modernidad del hombre blanco y el salvajismo incivilizado del primitivo.

“Yo les llamo monos, pero es lo cierto que iban armados de garrotes y de piedras, y que chapurreaban algunas palabras entre ellos (...). De modo que están mucho más adelantados que todos los animales que yo he tenido ocasión de conocer, eso es lo que son, los eslabones perdidos y ojala que no los hubiésemos encontrado nunca” [Pág. 187].

Por otra parte, la crónica del coronel inglés introduce un elemento, repetido hasta el cansancio en las novelas de aventuras, y es el que hace referencia a la convivencia —en un mismo tiempo— de individuos pertenecientes a diferentes especies homínidas (cada una en su propio estadio evolutivo).

Según Fawcett, la selva amazónica es un verdadero mosaico de razas. En ella pueden encontrarse grupos humanos semisalvajes, que comportan características propias de los niños (bondadosos, inocentes, pacíficos,... conquistables) y que facilitan la aplicación de una política paternalista por parte del sector maduro, civilizado y superior de los blancos. En el lado opuesto de la línea evolutiva están los hombres-monos, a los que cuesta ubicarlos dentro de la escala humana. Curiosamente, Conan Doyle utilizó (varios años antes) el mismo artificio para resaltar las capacidades intelectuales del europeo por sobre encima de negros, mestizos y —como él los denomina en su novela— los “monos-hombres”.

Nadie encontró, después de Fawcett, a los Maricoxis, ni volvieron a reportarse hombres peludos en las Sierras de Parecis. Los elusivos “Yetis” sudamericanos quedaron, pues, confinados al ámbito en el que siempre estuvieron: el de la literatura de viajes, la novela y la imaginación

Pero las puertas permanecen abiertas. Seguirán descubriéndose viejos sitios con nuevos ojos y a ellos continuaremos transfiriendo todos aquellos aspectos, preciados o despreciados, de nuestra propia cultura. El imaginario se adaptará a las circunstancias por venir, manteniendo siempre viva   la posibilidad de que occidente siga soñando con otros universos, con la diferencia, con lo ajeno; siendo, como el mismísimo profesor Challenger y su grupo, los primeros en descubrir mundos perdidos que, para bien o para mal, finalmente pertenezcan sólo al hombre”(Conan Doyle).

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Director de la Expedición Vilcabamba 1998

sotopaikikin@hotmail.com

BIBLIOGRAFÍA

 Barros Prado, Eduardo, La Atracción de la Selva, Editorial del Sol, Buenos Aires, edición 1994 (primera edición de 1950).

Bartra, Roger, El Salvaje Artificial, Ediciones Destino, Barcelona, 1997

Cohen, Daniel, Enciclopedia de los Monstruos.

De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del libro, 1946, pp. 251-252.

Fawcett, Percy Harrison (edición 1974). A Través de la Selva Amazónica, Madrid, Editorial Zigzag, Madrid.

Hermes Leal (1996). Coronel Fawcett, A Verdadeira História do Indiana Jones, Sao Paulo, Brasil, Editorial Geraçao.

Notas:

* Profesor en Historia, explorador.

[1] Fawcett, Percy Harrison (edición 1974). A Través de la Selva Amazónica, Madrid, Editorial Zigzag, Madrid.

[2] Fawcett, P.H., op.cit., pág.177.

[3] Ibíd., Pág. 266.

[4] Ibíd., Pág. 266.

[5] Ibíd., pp. 177-178.

[6] Fawcett, P.H., op.cit. pág. 191.

[7] Ibíd., Pág. 192.

[8] Conan Doyle nunca reveló de donde vino la inspiración para escribir El Mundo Perdido.

[9] Respecto de la misteriosa meseta de Ricardo Franco y sus supuestos misterios “Eso pensó Conan Doyle cuando más tarde en Londres, yo le mencioné esas colinas y le mostré fotografías. Me habló de la idea para una novela en la América del Sur central y buscaba información, que yo le proporcioné gustosamente. El fruto en 1912 fue su Mundo Perdido, que apareció como folletín en el Strand Magazine, y después en forma de libro, consiguiendo amplia popularidad.” (P. H. Fawcett, A Través de la selva Amazónica, Ed. Zig-Zag, Pág. 192).

[10] Véase: Hermes Leal (1996). Coronel Fawcett, A Verdadeira História do Indiana Jones, Sao Paulo, Brasil, Editorial Geraçao.

[11] Córdova, Luis, Los dinosaurios de Conan Doyle, Internet.

[12] Nota: los indios de la Gran Sabana Venezolana llaman a estas inmensas mesetas de paredes verticales con el nombre de tepuys, y las imaginan habitadas por misterios y maravillas.

[13] Nota: El primer europeo en ver Roraima fue el alemán Robert Hermann Schomburgk, quien escribió: “Me quedé atónito al mirar el gigantesco paredón y, dominado por una sensación de opresión casi angustiosa, mi corazón empezó a latir con violencia, como si fuera amenazado por algún peligro oculto frente al cual mi fuerza diminuta era impotente”. Schomburgk no pudo llegar a la cumbre. Tiempo después, en 1879, el explorador y artista J. W. Boddam Whetman, dibujó una impactante postal de la meseta/tepuy de Roraima.

[14] Hay casi un centenar de tepuys al norte de Sudamérica y actualmente se los explota turisticamente. Roraima sigue siendo, para la moderna industria de los viajes de aventura, el Mundo Perdido que fuera hace un siglo en la imaginación de Conan Doyle.

[15] Véase foto: Fawcett, P.H., A Través de la Selva Amazónica, pág. 226.

[16] De Gandía, Enrique, Historia Crítica de los Mitos y Leyendas de la Conquista Americana, Centro Difusor del libro, 1946, pp. 251-252.

[17] NOTA: En el año 1871 el periódico norteamericano Herald le encomendó a su periodista estrella, Henry Morton Stanley, que buscara y encontrara a un famoso misionero británico, David Livingstone, desaparecido desde hacía años en el centro inexplorado de África. La cobertura periodística fue espectacular y el mundo entero siguió los pasos del rastreador. Stanley encontró a Livingstone el 10 de noviembre de 1871, en la aldea de Ujiji, a orillas del Lago Tanganika.

[18] Fawcett, Brian, op.cit., pág. 450.

[19] Ibíd, pág. 458.

[20] Leal. Hermes, Coronel Fawcett. A verdadeira história do Indiana Jones, Gerçao Editorial, Sao Paulo, Brasil, 1996.

[21] Barros Prado, Eduardo, La Atracción de la Selva, Editorial del Sol, Buenos Aires, edición 1994 (primera edición de 1950).

[22] Barros Prado, E., op.cit., pág. 54.

[23] Véase: Diario Clarín, "Encuentran en la Amazonía una tribu desconocida", Martes 9 de junio de 1998.

[24] Barros Prado, E., op.cit., pág. 56.

[25] NOTA: Con el auge del caucho, desatado hacia la década de 1870, se produjeron en Brasil importantes migraciones internas que llevaron a muchos blancos pobres (descendientes de holandeses) a ingresar en el Amazonas. Se han registrado dos grandes "entradas": una en 1877 y la  otra en 1904.

[26] Barros Prado, E., op.cit. pág. 58.

[27] Véase: Bartra, Roger, El Salvaje Artificial, Ediciones Destino, Barcelona, 1997

[28] Cohen, Daniel, op.cit., pp.17-18.

[29] Fawcett, P.H., op.cit., pág. 266.

[30] Ibíd, pág. 309.

[31] Ibíd, pág. 310.

[32] Ibíd, pág. 314.

 

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

marzo de 2010

Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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