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Percy Harrison Fawcett
y su delirante universo esotérico

por Fernando Jorge Soto Roland
*
sotopaikikin@hotmail.com

 
 

INTRODUCCIÓN

La representación literaria y científica de la Amazonía, durante la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, estuvo marcada por un rasgo particular y dominante, propio de la óptica imperialista en la que había nacido: la de la alteridad más absoluta.

A ese universo diferente, alterno, donde nada se parecía a lo previamente conocido, y en el que todo se revelaba como desmesurado, salvaje, misterioso y críptico, es al que dirigió sus botas uno de los personajes mas conspicuos de la historia del expansionismo europeo: el coronel Percy Harrison Fawcett.

Este famoso explorador inglés, que desapareciera devorado por la jungla en mayo de 1925 y que desatara una búsqueda implacable a lo largo de las décadas sucesivas, es a quien más se lo ha asociado con el mundo del esoterismo, la magia, el espiritismo y las supersticiones amazónicas; que él mismo se encargó ―entre otras muchas cosas― de recopilar y volcar en su libro (póstumo) A Través de la Selva Amazónica.[1]

La personalidad de Fawcett es compleja. En ella se combinan el racionalismo y la ciencia junto a las creencias y teorías más delirantes que puedan haberse generado en la transición del siglo XIX al XX. Romántico, obstinado, exigente. Abierto a las experiencias místicas mientras calculaba, fríamente, con su teodolito distancias y alturas o fijaba límites entre países y descubría geografías inexploradas hasta ese momento. Sus apuntes son un amasijo de datos, anécdotas y aventuras en las que no escasean las exageraciones, incluso las mentiras. Es que en el gremio de los exploradores, como en el de los pescadores amateurs o profesionales, las hipérboles más rimbombantes son muy comunes; máxime en una época en la que era necesario “estar allí” para comprobar lo dicho (y lo visto). No fueron escasos los debates que se generaron por tal motivo, ni las acusaciones de deshonestidad, por parte de los miembros de tal corporación.

En el discurso de Fawcett, y en el que se derivó del suyo hasta hoy en día, podemos encontrar un listado de temas que siguen alimentando especialmente a los acólitos de la denominada Nueva Era (New Age); quienes, armados con argumentos en absoluto comprobables, mezclan una serie de conceptos, a priori considerados verdaderos, con el afán de transmitir una imagen del mundo y de la realidad histórica que muy lejos están de los parámetros heredados de la modernidad, de la ciencia e incluso del sentido común. Se conforma así un imaginario (que Fawcett adquirió y después difundió, directa o indirectamente) en que energías misteriosas, estatuillas esotéricas, atlantes, teosofía, sectas, extraterrestres, civilizaciones antediluvianas perdidas, intraterrestres, ciudades subterráneas, espiritismo, ruinas misteriosas, tesoros y extrañas criaturas derivadas de un evolucionismo mal entendido, se entremezclan creando un clima de aventura y misterio del que difícilmente podemos quedar ajenos.

Y la forma en que la Percy Harrison Fawcett murió contribuye, y mucho, a seguir alimentado esos delirios neo-románticos que tantos libros venden.

El coronel, simplemente, desapareció. Y no en cualquier lado, ni por causa de una decisión prosaica tomada por algún gobierno dictatorial en su contra. No. Fawcett desapareció en el Amazonas. En el corazón de lo que él llamaba “el infierno verde”. En el seno mismo de lo extraño. Y como si eso fuera poco: buscando una ciudad perdida a la que llamaba Z.

En el presente trabajo trataremos de entender el origen, contexto histórico, influencias y derivaciones de su pensamiento esotérico de Fawcett, así como sus contribuciones a la construcción de una representación de la Amazonía llena misterio y, fundamentalmente, escenario ideal de la aventura, tanto espiritual como física. 

FJSR

Buenos Aires, mayo 2013

sotopaikikin@hotmail.com 

FAWCETT Y EL ESPACIO DE LA ALTERIDAD

Con la desaparición de Percy H. Fawcett en el Amazonas, la barbarie pareció devorarse a la civilización. Y lo que antes fuera el “Paraíso Terrenal”, del que hablaban los primeros sacerdotes de la conquista durante el siglo XVI, devino en un “Infierno” húmedo, salvaje y verde, capaz de fagocitarse sin sentimiento de culpa alguno a uno de los hijos dilectos del Progreso.

La suerte que Fawcett corriera en la región del Xingú (Matto Grosso, Brasil) en mayo de 1925 resultó ser una especie de profecía autocumplida ya que, leyendo los apuntes del explorador (esos que sirvieron a escribir su famoso libro) se puede entrever, en decenas de historias que él mismo recopilara en plena espesura, y en las voces de muy distintos aborígenes, que la selva, en definitiva, siempre termina ganando la partida. Que su silenciosa fuerza no sólo podía devorarse a un puñado de hombres bien entrenados y abanderados del “Desarrollo”, sino también tragarse civilizaciones antiguas enteras, lanzándolas al olvido y quitándolas de las páginas de la historia escrita. A una de esas misteriosas civilizaciones dirigía Fawcett sus pasos. Corriendo, en última instancia, la misma suerte.

Tal vez por ese motivo, después de su desaparición, empezara a correr el rumor de que el arriesgado coronel británico no había muerto. Por el contrario, seguía vivo gobernando desde el interior del Amazonas, como rey, a la ciudad y a los indios que lo habían secuestrado. El Progreso occidental no podía dejar de imponerse. Y así, al menos en el plano de lo imaginario, lo consiguió.

La representación de la selva amazónica, que Fawcett junto con otros viajeros y exploradores se encargaron de difundir, fue alimentada, promocionada y vendida, con mayor éxito que la literatura de viaje, por las películas etnográficas y de ficción que, desde la década de 1920, se pusieron de moda, invadiendo las “variedades” (cortos) que se proyectaban antes del film principal en todos los cines, hasta la década de 1950.[2]

Con estas proyecciones, en las que realidad y ficción se entremezclaban a veces con fines comerciales, no sólo se fortaleció la identidad occidental (a través del contraste que estos filmes pretendían, mostrando culturas exóticas) sino que se construyó un imaginario selvático/amazónico que aún hoy en día perdura con tintes y elementos definitorios tan precisos como estereotipados.[3]

Repasar los textos de Fawcett implicaba sumergirse en un universo diferente y raro para el europeo promedio. Todo en él es desmesurado y primitivo. Atractivo y peligroso al mismo tiempo. Incluso, en sus escritos, es factible encontrar fantasías y exageraciones muy parecidas a las que se hallan en las primeras crónicas de la conquista americana, en las que se entremezclan monstruos, sociedades extrañas y salvajismo. Es la otredad en su estado puro.[4]

Y a pesar de tener sobre ella una mirada condenatoria y despectiva (alimentada por el omnipresente eurocentrismo), muchas cualidades que la sociedad industrial empezaba a echar de menos (libertad plena, contacto con la naturaleza, ingenuidad y felicidad despreocupada) empezaron a ser revaloradas. Pero, claro, había que ir a buscarlas a la selva y no todo el mundo estaba dispuesto a correr los riesgos que Fawcett corrió. Era referible un acercamiento intelectual, cómodamente sentados en el sillón del living de sus casas.

Para eso estuvo el coronel. Para hacer de intermediario entre un mundo y otro. Y si ha quedado en la memoria colectiva de tantos es porque hizo muy bien los deberes.

Formado en la escuela de exploradores de la Royal Geographical Society de Londres (RGS), bajo un programa de corte racista, eugenésico y claramente imperialista, Fawcett no pudo obviar ese legado en sus comentarios y descripciones.[5] Aún así, observamos algo interesante: en muchas oportunidades, el salvaje amazónico se salva de un juicio aún más lapidario al rescatar ciertas habilidades “misteriosas” practicadas en sus tribus (capacidad para ablandar piedras, telepatía). Curiosamente, aquello que es ajeno a lo humano (por imposible) es lo que los termina humanizando. 

La geografía amazónica de Percy H. Fawcett, recreada por su “ilimitada imaginación[6] se termina convirtiendo en un útero cálido de infinitas posibilidades. Encuadrada por la selva, todo allí dentro es posible. Aún lo quimérico: desde el descubrimientos de ruinas, decenas de veces milenarias, pasando por tribus primitivas, estancadas en una fase anterior a la del homo sapiens sapiens, hasta llegar a la existencia de animales prehistóricos (extinguidos), cuyas huellas cree encontrar el la región de las selvas del Madidi, en Bolivia.

La Amazonía es también el reducto en donde un conocimiento milenario y olvidado, esotérico y perteneciente a una civilización ultra-avanzada y desaparecida, espera ser descubierto. Y ya no es el oro (el vil metal) el objetivo último de su búsqueda, sino las enseñanzas de ese pueblo misterioso, conservadas en bibliotecas subterráneas con las cuales, los sucedáneos de Fawcett, pretenden hoy en día probar sus delirios milenaristas.[7]

El legado del coronel británico ha sido duradero. Sus fantásticas creencias, también sus exageraciones y mentiras (curiosamente las más estrambóticas)

, perduran; alimentando el núcleo duro de variedades de sectas que, como ya veremos, siguen empecinadas en conservar una imagen “maravillosa” de la Amazonía. Una representación alternativa que se oponga a la monotonía desencantada del mundo contemporáneo, casi por completo explorado.

Tal vez ahí resida el atractivo del libro de Fawcett. Una mezcla de datos realistas, observaciones in situ y leyendas que, como en las novelas de caballería de los siglo XV y XVI, nos permiten soñar con la probable existencia de un planeta aún inacabado.

EL MAESTRO DEL MISTERIO

El universo onírico de Percy Harrison Fawcett estuvo influenciado no sólo por el contexto histórico en el que alcanzó la adultez, sino por su propio entorno familiar, lecturas y experiencias personales. En él quedan condensadas gran parte de las contradicciones de fines del siglo XIX y principios del XX. Una época, sin duda, de transición; en la que se pasó del “encanto” al “desencanto”. De la modernidad exultante a la modernidad criticada. Siendo el propio Fawcett uno de los tantos vehículos de esa transformación cosmovisional.

Su protagonismo en el peor de los procesos históricos que viviera el hombre contemporáneo, la Primera Guerra Mundial (1914-1918), lo convierte en testigo participante de una “época interesante”. Porque nuestro explorador sí estuvo en las trincheras, peleando por Inglaterra entre 1915 y el fin del conflicto, a cargo de una batería de cien hombres en la zona vecina a Ploegsteery, al oeste de Bélgica.

Aunque acostumbrado a experimentar condiciones sórdidas y difíciles en la selva, Fawcett no dejó de sorprenderse del despliegue de locura y muerte durante la conflagración. La guerra que iba a terminar con todas las guerras lo impactó hasta tal punto que, aún haciéndose cargo de las responsabilidades que le cabían[8], no dudó en llamarla el “Armagedón”. Una carnicería de cuerpos y almas destruidos que, con seguridad, hizo se replanteara gran parte del legado, por demás optimista, recibido del siglo que lo viera nacer. Y los salvajes de la selva, que él tan bien conocía, quedaron redimidos en la Gran Guerra porque, como escribió, “el canibalismo al menos proporciona un motivo razonable para matar a un hombre, lo cual es más de lo que puede decirse de la guerra civilizada”.[9]

El hombre y su ciencia eran capaces de cualquier cosa. Incluso la de destruir el concepto mismo de Progreso. En una de sus cartas personales decía: “¡Civilización! ¡Dioses! Para ver lo que uno ha visto, el mundo es una absurdidad. Ha sido una explosión demente de las más bajas emociones humanas”.[10] Sus opiniones sobre la especie debieron cambiar y difícilmente pudo quitarse de encima el decadentismo spengleriano, que tanto éxito tuvo terminado el conflicto. Por todo esto no sería extraño que buscara (conciente o inconscientemente), fuera del ámbito europeo y “civilizado”, el humanitarismo y el conocimiento de otras épocas, proyectándolos a los pocos rincones vírgenes que quedaban en todo el planeta: la Amazonía.

Encontrar esa civilización tan avanzada y perdida en plena selva, era como volver al inicio. Empezar de nuevo. Reencontrar en el pasado ese espíritu elevado, místico, que su propia época parecía haber perdido. En alguna parte debía estar. Intacto. Puro. ¿Qué mejor sitio que en esa Atlántida amazónica? ¿O entre las tribus aisladas? ¿O, quizás, en un mundo escondido, intraterrestre, adorado por sectas y grupos de dudoso prestigio?

No era posible que aquello que volvía humana a la humanidad se hubiera perdido indefectiblemente en aquellas sucias y maloliente trincheras. Tenía que permanecer en algún “otro” sitio. En un espacio prístino, aislado, y ajeno al derroche de maldad del mundo externo. Fue así como Fawcett terminó por encapsularse en sus irrealidades previas, creyéndose sus propias exageraciones.

Y no sólo eso: en 1925 salió en su búsqueda definitiva.

Desde joven, P.H. Fawcett  fue un individuo con muy variadas inquietudes intelectuales. Romántico, irracional en más de un aspecto y con un deseo infinito de aventuras. Su búsqueda de emociones fuertes le imposibilitaron estar mucho tiempo en el hogar familiar. Compartir la cotidianeidad, a la que estaban condenados la mayoría de los mortales, lo inquietaba; y a poco de relajar sus músculos, empezaba a sentir la imperiosa necesidad de volver a la selva, con la que tenía una contradictoria relación de amor/odio.

Regresar al su “infierno verde” lo hacía sentir vivo, por eso, cuando lo recordaba apoltronado en el living de su Inglaterra natal, no podía dejar de recrearlo mentalmente, atribuyéndole cualidades maravillosas y regenerativas de las que, en su momento, no había nunca pensado. Idealizaba la selva. La convertía en el escenario de sus contingencias, romantizando sus experiencias. Sazonándolas de misterio, intriga y peligros que, con la distancia, se volvían más significativos y densos. Más atrayentes y estimulantes. En una palabra: los convertía en la excusa perfecta para tomar impulso y salir de nuevo en la próxima expedición.

La carga emotiva y literaria que Fawcett le dio a sus escritos queda evidenciada en su libro póstumo. Allí, las historias y anécdotas con las que adorna sus penalidades en la Amazonía, se convierten en el decorado más atractivo de su singular prosa. El propio Fawcett termina convirtiéndose en el protagonista de riesgos inimaginables para un inglés victoriano y en el antihéroe de decenas de momentos que, aunque dramáticos, terminaron seguramente exagerados para convertirse en la quintaesencia de lo que él buscaba: la aventura.

Pero la aventura era también algo puramente intelectual. Pasaba por su cabeza y no sólo por sus músculos. El escenario selvático y el bagaje de ideas previas que Fawcett traía a cuestas eran el complemento perfecto para el desarrollo de sus delirantes teorías, que la selva, la distancia, el clima exótico del Amazonas y la tensión, exacerbaban.

El contexto generaba significado. Sumergido en la floresta todo parecía posible. Allí, la modernidad racionalista flaqueaba. Porque flaqueaba el hombre, sumido por la naturaleza desbocada. Y todo esto se veía exacerbado por el hecho de que Fawcett se adentraba solo, o con muy pocas personas, en el corazón de la jungla.[11] Era enemigo de las expediciones multitudinarias. Como dijo el Geographical Journal en setiembre de 1953: “ Fawcett marcó el final de una era. Podría considerársele incluso el ultimo de los exploradores que trabajaba en solitario (…). Él simboliza la heroica historia de un hombre contra la selva.”[12]

Retrospectivamente sabemos que la selva le ganó la partida. Que se lo tragó. Que desapareció en ella. Pero mucho antes de que ello ocurriera, le había devorado el sentido crítico. Lo que posibilitó el despliegue de las creencias que a continuación consignaremos. 

ESPIRITISMO, FANTAMAS Y PROFECÍAS 

Las exploraciones de Fawcett fueron mucho más allá del reconocimiento de montaña, ríos y límites entre países. Sus variados intereses esotéricos y sus místicas creencias lo condujeron a recorrer (y recopilar) historias fantásticas, producto de las supersticiones y cosmovisiones locales. Y, como era de esperar en una persona “abierta” los fenómenos supernaturales (como se los denominaba entonces), no faltan en sus escritos historias de fantasmas que, lejos de consignarlas como anécdotas propias del folclore sudamericano, las toma como indicios ciertos de la existencia de un Más Allá en contacto permanente con el Más Acá.

Cual un moderno y acrítico Heródoto, generoso con los relatos que recibía de la gente que encontraba en su camino, Fawcett consignó el episodio de una casa encantada, en las cercanías del pueblo de Pelechuco, en Bolivia. Según le contaran, en esa localidad vivía un funcionario de aduana junto con su empleado indígena: 

“El caso es que sorprendiendo al sirviente cometiendo raterías, lo amarró, le pasó una cuerda debajo de los brazos y lo descolgó, desde el puente de piedra frente a su casa, dejándolo justamente sobre la catarata. Se cortó la cuerda y el indio cayó al rugiente torrente, que lo arrastró hasta la catarata y se ahogó. Tres noches después, el funcionario estaba sentado en su cabaña, con las puertas y ventanas cerradas, cuando una piedra golpeó la muralla detrás de él y cayó al suelo. Se levantó alarmado, y pensó que alguien había lanzado una piedra desde afuera contra la cabaña, pero la piedra estaba allí sobre el piso, en el interior. ¿Cómo pudo haber entrado? Entonces otra piedra, una grande, cayó con estrépito sobre la mesa, e inmediatamente se oyó otro ruido de cosas que se hacen añicos a caer una tercera en medio de su loza. Cogió el rifle listo para disparar a cualquier movimiento que notara en la oscuridad. Pero apenas tuvo tiempo para volver la cabeza, cuando una piedra lo golpeó en la frente. (…) El funcionario no pudo seguir viviendo allí y durante tres meses quedó la choza desocupada, pero durante ese período varios aldeanos temerarios bajaron a ella, para presenciar por sí mismos el lanzamiento de piedras, ¡y lo vieron!(…) Entonces, la semana pasada un calahuaya visitó Pelechuco y se le pidió que apaciguara al fantasma. Quemó hierbas en el umbral y cantó ininteligibles mantras, después embolsó sus honorarios y se marchó. Desde aquel día no arrojaron más piedras y el funcionario está viviendo allí otra vez.”[13] 

Esta historia, intrascendente en un libro que pretende relatar exploraciones de carácter científico en Sudamérica, puede parece estar de más en el texto. Pero no en el imaginario de Fawcett. Él mismo aclaró la situación al escribir: 

“No me sentí inclinado a descartar la historia (…) como una mentira, pues ya había oído en otras partes sucesos similares. Parecen genuinas visitas de ánimas o aparecidos, no muy escasos en las regiones montañosas andinas.”[14] 

Y para confirmar ese “hecho” presenta a continuación otro suceso extraño ocurrido esta vez en Jauja: 

“El vicario de jauja en el Perú central, me contó que él fue llamado a ahuyentar un ánima que bombardeaba a un trabajador cholo y su familia en los lindes de la ciudad. Todo había sido golpeado por las piedras y una niñita tenía magulladuras en todo el cuerpo. Lo más extraño es que la piedras lanzadas venían de una distancia considerable, pues eran de un tipo que no se encontraba en una radio de muchas millas de Jauja. El vicario fracasó por completo en poner fin a las pariciones. No sólo estaba atemorizado, sino que se encontraba ante algo no reconocido ni previsto en su religión. Con el tiempo el fantasma cesó sus actividades y la paz volvió a reinar en la choza. Jamás se pudieron indicar las razones de este extraño suceso.”[15] 

Lo más interesante del caso es que, a pesar de no conocerse las razones de esos hechos, Fawcett daba por sentado que eran fantasmas o ánimas las responsables de todo.

Años más tarde, en 1913, nuestro crédulo coronel relata que, de paso por Santa Cruz de la Sierra  (Bolivia), arrendó una casa a muy bajo precio, en la que se alojó solo, ya que el resto del grupo que lo acompañaba había preferido instalarse en un hotel, antes que en la casa. “Me alegré”, dice Fawcett, “de la oportunidad de poner al día todo el trabajo geográfico.”[16] Claro que, inmediatamente después de esa acotación, con la que busca mostrase una persona racional y abocaba a asuntos concretos de la realidad material del planeta, se despacha con una nueva historia de fantasmas en la que él mismo es el protagonista.[17] 

“Un arriero cesante se ofreció para cocinar, así el actuaba en las dependencias de atrás, en tanto que yo colgué la hamaca en la gran pieza delantera. El amoblado consistía en una mesa, dos sillas, un estante para libros y una lámpara. No había catre, pero esto no me preocupó, pues en las casas de estos lugares siempre se encontraban ganchos para colgar la hamaca. La primera noche aseguré las puertas y ventanas de madera y el arriero salió al fondo, a su cuarto. Me subí a mi hamaca y me acomodé para disfrutar de un confortable descanso. Yacía quieto después de apagar la luz, esperando que llegase el sueño, cuando sentí algo que frotaba el suelo. ¡Culebras!, pensé, y rápidamente encendí la lámpara. No había nada, y creí que había sido el arriero que se movía al otro lado de la puerta. En cuanto hube apagado otra vez la luz, se reanudó de nuevo el mismo ruido, y un ave cruzó la pieza graznando bulliciosamente. Volví a encender la luz, extrañado de que pudiese haber entrado un pájaro, y otra vez no encontré nada. Al momento de apagar la luz por segunda vez sentí un arrastrar de pies sobre el piso, como de una anciano lisiado que avanzase trabajosamente en zapatillas de paño. Esto fue demasiado. Encendí la luz y la dejé así.

“A la mañana siguiente se presentó el arriero, con cara asustada.

―Lamento tener que abandonarlo, seño ―dijo―. No puedo seguir aquí.

―¿Por qué no? ¿Qué sucede?

―Hay bultos (fantasmas) en esta casa. Señor. Esto no me agrada.

―Disparates, hombre ―dije, en son de mofa―. No hay nada. Si usted no quiere pasar la noche solo, traiga sus cosas para acá. Hay espacio de más para dos.

―Muy bien, señor. Si me deja dormir aquí, me quedaré.

Aquella noche el arriero se envolvió en su manta y se acostó en un rincón, y yo, trepándome en mi hamaca, apagué la luz. En cuanto estuvimos a obscuras, se sintió el ruido de un lbro que era lanzado a través de la pieza, acompañado del revoloteo de sus hojas. Pareció estrellarse contra la pared, encima de mí; pero al encender la luz no vi nada, excepto al arriero enterrado en sus mantas. Apagué la luz y el pájaro volvió, seguido del anciano en zapatillas. Después de esto dejé la luz encendida y cesaron los fantasmas.

En la tercera noche, la obscuridad fue saludada con fuertes golpes en la pared y, después de esto, con un estallido de muebles. Encendí la luz y, como de costumbre, no había nada que ver. Pero el arriero se levantó, abrió la puerta y, sin decir palabra, huyó en la noche. Cerré, aseguré la puerta de nuevo y me acosté, pero en cuanto hube apagado la luz, pareció que se levantaba la mesa y que era arrojada con gran violencia sobre el suelo de ladrillo, mientras volaban varios libros por el aire. Cuando encendí, nada se veía alterado. Después volvió el ave y a continuación el anciano, que entró acompañado del ruido de una puerta que se abría. Mi sistema nervioso estaba en excelentes condiciones, pero, por lo que al día siguiente abandoné la casa, para trasladarme al hotel.

Haciendo las averiguaciones respecto de la casa, supe que nadie quería vivir en ella por su reputación. El bulto tenía fama de ser el fantasma de alguno que había ocultado plata en las habitaciones, un tesoro que nadie antes había la temeridad de buscar.”[18] 

Después de leer estos párrafos no resulta del todo difícil creer en los rumores que, durante la Primera Guerra Mundial, corrieron en las trincheras que Fawcett comandaba. Allí, muchos de sus oficiales sostuvieron que el excéntrico coronel hacía uso de una tablilla ouija (herramienta popular entre los médiums) para tomar las decisiones tácticas en pleno combate.

David Grann transcribe las memorias de un capitán que estaba bajo las ordenes de Fawcett: 

“Él y su oficial de informaciones se retiraban a una sala oscura y colocaban las cuatro manos, aunque no los codos, sobre un tablero. Fawcett preguntaba entonces al tablero, en voz alta, si la ubicación del enemigo estaba confirmada, y si el desdichado tablero e deslizaba en la dirección correcta, no sólo incluía la posición en el listado de ubicaciones confirmadas, sino que a menudo ordenaba que se disparasen veinte ráfagas de obuses del calibre 9,2 en el lugar en cuestión.”[19] 

Pero todas estas acciones, basadas en creencias irracionales y supersticiosas, son sólo la punta del iceberg.

A medida que releemos sus textos y analizamos fríamente sus teorías, explicaciones y credos, se va prefigurando una manera de ver el mundo muy particular. Una cosmovisión fawciana que no siempre requería de la selva amazónica como escenario para que la fantasía del esoterismo fuera el cristal a través del cual interpretaba la realidad.

En el universo mental de Fawcett el espiritismo fue un hecho cotidiano. A principios del siglo XX se convirtió en moda y el vuelco, hacia ese credo, del mismísimo padre de Sherlock Holmes, Arthur Conan Doyle (especialmente después de la muerte de su hijo en la Gran Guerra), ayudó a que ese grupo aumentara su prestigio. Muchos de sus miembros, eminentes intelectuales de la época, pretendieron alcanzar y explicar la existencia del Más Allá a través de la razón. Y las sesiones espiritistas se convirtieron en las supuestas pruebas de todo ello. Claro que había para todos los gustos. Desde los delirantes convencidos a los estafadores que ganaron fortunas vendiendo fotografías espectrales, en las que los espíritus de los muertos se materializaban ante sus dolidos deudos.

Pero, ¿de dónde había sacado Fawcett esa inclinación?

Todo parece indicar que de su hermano mayor. 

Edward Douglas Fawcett había nacido sólo un año antes que Percy y si bien casi siempre a figurado como una simple nota a pie de página en casi todas las biografías del explorador, Edward fue un hombre reconocido y popular, especialmente en Inglaterra.

Teósofo, espiritista, budista, escalador y escritor de novelas de aventuras, el primogénito de los Fawcett debió despertar profunda empatía en su hermano menor y una influencia pocas veces señalada con vehemencia.

En su libro, La Ciudad Perdida de Z, David Grann traza el que es con seguridad el mejor y más completo perfil de tan singular personaje, dejando entrever algunos aspectos que aquí ampliaremos.

Los hermanos Fawcett no tuvieron una infancia feliz. Frente a la imagen de un padre bebedor, jugador y proclive a las prostitutas (vicios que lo llevaron a fundir la economía familiar) y una madre distante, fría, autoritaria y frustrada, el mejor apoyo y referente que Percy debió haber tenido fue Edward, su hermano mayor. Tal vez de allí provenga el cariño, admiración y, a no dudarlo, gran parte de su manera de ver el mundo.

Edward había nacido en 1866, en Inglaterra, y siendo muy joven, el entusiasta británico se convirtió al budismo en un viaje que hiciera a Ceilán (hoy Sri Lanka), en 1890. Por aquel entonces, en medio de una sociedad victoriana, rigurosa y pacata, la conversión de Edward fue interpretada como un acto de rebeldía. El orientalismo estaba de moda, aunque algunas veces entrara en contradicción con la política imperialista de Gran Bretaña. Pero el occidente burgués y capitalista se la amañó para convertirlo en algo exótico, extraño, misterioso y distante. Incluso peligroso, para ser usado a su favor y justificar así la presencia occidental en sitios en los que tenía mucho que ganar. En contraste con los valores de la Europa del desarrollo industrial, los nuevos acólitos budistas pretendían hacer público (aunque no tan público) cierto grado de descontento y, al mismo tiempo, construir una identidad cultural bien definida. Europa siempre se delimitó a sí misma mirando de soslayo al “otro” y Edward Fawcett no fue una excepción a esa compleja y a veces contradictoria regla.

Tampoco lo fue Percy. Quien, siguiendo los pasos de su hermano, también realizó la conversión e hizo propios los Cinco Preceptos del Budismo; además de toda una parafernalia de creencias delirantes, gestadas en el seno de lo que se dio en llamar la Teosofía o “Sabiduría de los Dioses”. Sociedad a la que Edward pertenecía desde hacia tiempo, colaborando fervientemente con una de sus fundadoras: la desquiciada y carismática Helena Petrovna Blavatsky.

Madame Blavatsky, como era popularmente conocida, representa uno de los escalones más elevados del delirio esotérico del siglo XIX. Sus múltiples escritos, herméticos y misteriosos, dieron con el tiempo insospechados frutos en el árbol del irracionalismo occidental. Frutos que aún hoy siguen madurando en decenas de sectas, cofradías y grupos, extendidos a lo largo de todo el mundo, cuyas teorías explotan y difunden los iluminados obispos de la New Age.

Rusa de origen, esta mujer obesa y de profunda mirada, transitó por cuanta actividad mistérica pueda uno imaginarse. Desde el espiritismo con base en la doctrina de Allan Kardec, hasta la supuesta canalización de información procedente de hermanos superiores que vivían en lo alto del Tíbet, en lo profundo de las selvas e, incluso, en subterráneas ciudades secretas, donde se conservaría el legado sapiencial de los antiguos atlantes (raza, según la iluminada rusa, de hombres superiores que habrían dado origen a todas las altas culturas de la antigüedad, a un lado y otro del océano Atlántico).

Con base en estas ideas fundó en 1875 la Sociedad Teosófica, en la que se nuclearon importantes personalidades en torno a teorías de difusionismo cultural y de profunda raigambre racista. Todos ellos contribuyeron a reescribir (sin pruebas y con un estilo libre sorprendente) la historia completa de la humanidad (como lo hicieron, varías décadas más tarde, algunos miembros del partido nazi de Alemania).

En ese corpus teórico, transmitido como si se tratara de una revelación divina, los fenómenos paranormales se mezclaron con elementos de religiones extrañas, con misteriosas razas antediluvianas, civilizaciones perdidas en escondidos centros de poder, culturas intraterrestres, hinduismo, budismo, chamanismo y, como no podían faltar, continentes desaparecidos (Atlántida, Lemuria, Mu). Como producto de esta mezcolanza, los teósofos elaboraron una doctrina secreta y universal que sólo los iniciados en el tema podían conocer. Convertidos en preclaros guías espirituales, ellos serían los nuevos elegidos para guiar a la humanidad hacia una nueva era de conocimiento y humanitarismo, lejos de cualquier sendero racional proveniente de occidente.

Este amasijo de incoherencias atrajo a miles de personas insatisfechas. Y los hermanos Fawcett no se quedaron afuera. Detrás de las locas teorías de Percy, respecto de la antigua historia de América y su ansiada ciudad Z, se enmascara el legado de la rusa y sus acólitos; muchos de ellos destacados escritores de la época, con los cuales Fawcett cultivó cierta amistad. Ejemplo de ello es el caso de sir Arthur Conan Doyle (autor de El Mundo Perdido, 1912) y sir Henry Rider Haggard (autor de la célebre novela Las Minas del rey Salomón, de 1885).

En las biografías de Fawcett siempre se hace mención a esos contactos de alto nivel. Pero ninguna explica con certeza de dónde venían esas amistades. Lo más probable es que se cultivaran a la sombra de charlas sobre esoterismo, a las que su hermano, Edward Douglas, era afecto, y que Percy H. fuera introducido por su pariente directo en ese universo de aberraciones históricas e intelectuales.

Pero, si de ellas hablamos, planteemos brevemente en que consistieron los delirios en los que nuestro explorador estrella basó su búsqueda y sus teorías.

Fawcett tenía en mente una historia de Sudamérica muy particular. Propia. Exclusiva. Y compartida con los locos que seguían (y siguieron) sus destilados etílicos referidos al devenir cultural de esta parte del mundo. Para él esa era una historia que aún faltaba escribir. Que estaba perdida por causa de un inmenso cataclismo del que, de acuerdo con su particular visión, daba cuenta la geología continental. Brasil, por ejemplo, formaba parte de un gigantesco continente (“el más antiguo de nuestro planeta”)[20] cuya historia podía ser reconstruida a través de las tradiciones y mitos que aún circulaban por sus selvas. Ese continente no era otra cosa que la famosísima Atlántida de Platón y sus habitantes, que Fawcett denomina como “toltecas”, los responsables de su poderoso desarrollo y sabiduría.

Seres superiores que construyeron grandes ciudades y enormes templos en honor al sol, que usaban papiros e instrumentos de hierro y eran diestros en artes civilizadas, ni siquiera soñadas por las razas inferiores.”[21]  

Esa gente también usaba escritura ideográfica y jeroglífica y, en Brasil, eso se infería a partir de inscripciones que aún existirían; y que serían parte de un alfabeto fonético que había reemplazado al primero, “posiblemente por razones de comunicación con nuestro Cercano Oriente.[22]

Menuda mezcla realizaba el británico.

Pero sin datos, cualquier cosa era posible, incluso especular respecto de un gran cataclismo que había cambiado la faz del planeta y levantado Sudamérica, produciendo  una gradual degeneración entre los sobrevivientes. Algunos de los cuales fundaron imperios (como el de los incas), en tanto que otros involucionaron hacia la barbarie más abyecta (de las cual era factible encontrar pruebas entre las tribus actuales del Amazonas).

Según Fawcett, los toltecas se separaron y lucharon por su supervivencia, confiando en su educación y sacerdotes, que terminaron transformándose en los guardianes de esas crónicas y tradiciones. Un poco después, la mezcla se volvió más compleja, ya que arribaron al continente pueblos polinesios y chinos. Los sobrevivientes, en tanto, se aislaron del mudo exterior en ciudades levantadas en la selva y, tiempo más tarde, tragadas por la vegetación.

La conexión de la Atlántida con regiones de lo que es actualmente Brasil ―dijo Fawcett― no debe ser mirada despreciativamente, y el creer en ello, con confirmación científica o sin ella, depara explicaciones para muchos problemas que de otra manera serían misterios insondable.”[23]

Uno de los temas más bizarros en el libro de Fawcett está relacionado con la famosa estatuilla de basalto que aparentemente le regalara el célebre escritor sir Henry Rider Haggard en 1922, tres años antes de partir tras la ciudad perdida de Z.

De la mencionada estatuilla, que según el novelista británico había sido traída del interior de la selva brasileña (aunque jamás explicó cómo había llegado a su poder), no se conoce ninguna fotografía que sea confiable. Sólo existe un dibujo que muestra a un posible sacerdote sosteniendo una tabla con 14 símbolos que muchos especulan es de origen atlante. A nuestro entender, este objeto (que desapareciera con Fawcett) sintetiza no sólo las fantasías en las que el explorador estaba sumergido, sino también el inconsistente modo con el que trataba de fundar sus descabelladas teorías difusionistas.

Algunos autores describieron la estatuilla como egipcia, aunque a simple vista de egipcia no tenga nada. Tanto la figura antropomórfica central como los extraños símbolos que soporta en la mano, tienen más un estilo fenicio o mesopotámico que otra cosa. Por lo tanto, ¿qué hacía una estatuilla de ese tipo en las selvas del Brasil? Aunque la respuesta resulte mucho más sencilla de lo que parece (es falsa de cabo a rabo), para Fawcett y su iluminada manera de ver las cosas, no era más que el resultado de una antigua migración proveniente de oriente. La irrefutable prueba del origen alóctono de las grandes civilizaciones precolombinas y de la presencia de atlantes en las Américas. Claro que para llegar a esa conclusión no acudió a ningún análisis de estilo, ni de contexto arqueológico (que nunca tuvo), sino a la misteriosa energía que emanaba del objeto, gracias a la cual, y por intermedio de un médium (sí, un médium) pudo confirmar esa fantástica procedencia y toda la historia que se encerraba detrás de él.

En los primeros capítulos de A Través de la selva Amazónica, Fawcett nos revela el singular método que aplicó para “hacer hablar a la reliquia”: psicometría. Es decir, la facultad de “leer” qué se esconde detrás de una cosa con sólo tocarla. Difícilmente hoy se podría conseguir sponsors para una expedición a partir de una base tan endeble como delirante.

¿O sí sería posible? Hay que reconocer que en el marco de la New Age muchas cosas que parecen imposibles se vuelven posibles. Por ejemplo, los innumerables tours esotéricos que se organizan a selvas y montañas en busca de “energías y contactos espirituales con ociosas entidades extraplanetarias”, y por los cuales se desembolsan miles de dólares. Legiones de resplandecidos sabios llevan a meditar al Amazonas, a Machu Picchu o al Cerro Uritorco (en Argentina), a otras tantas legiones de incautos que buscan escapar de sus mediocres realidades entrando en contacto con Hermanos Superiores escondidos en ciudades subterráneas o que sobrevuelan el planeta en naves espaciales invisibles. Hay para todos los gustos. Tal vez hasta el chupacabras se termine convirtiendo en el nuevo mesías de todos ellos.

Lo cierto es que, ya a principios del siglo XX, el mundo académico había concluido que la estatuilla de Fawcett era falsa. Un burdo fraude. Pero ese dictamen no amilanó al explorador. Por lo general, ese tipo de juicios envalentonan a los “locos” a seguir creyendo con más ahínco que antes en sus quimeras. Suelen argumentar que detrás de esos dictámenes se esconden conspiraciones organizadas por la “ciencia oficial”, que se niega a revelar la verdad a una humanidad que aún no está preparada para esas “grandes verdades”. Como bien dice un refrán: el que cree en conspiraciones no necesita pruebas de nada. Y eso creemos le sucedió a Fawcett. No las necesitó en lo más mínimo. Estaba convencido.

Para principios de la década de 1920 ya tenía crecida y asentada la teoría en su cabeza. No iba a cambiarla. No podía cambiarla. De haberlo hecho, se habría quedado en su casa con su esposa Nina y sus hijos. Ya era demasiado tarde. El delirante difusionismo atlante se lo había fagocitado y creía ver pruebas de ello por todos lados. Cualquier comentario o rumor (por poco fiable que fuera) apuntalaba su onírica búsqueda. Además, hay otro dato interesante que Hermes Leal rescata en Coronel Fawcett, a verdadeira história do Indiana Jones, del que quisiéramos decir algo, puesto que no está consignado en ninguno de los demás libros serios sobre el tema y sí en algunas páginas esotéricas de Internet.

Según Leal, Fawcett y Nina Paterson (su esposa) estaban convencidos de que su hijo Jack (nacido en Ceilán) era una especie de mesías o avatar.

Poco tiempo después de contraer matrimonio, y mientras Nina despedía a su marido en el puerto de Londres, quien salía en una nueva expedición (corría el año 1903), fueron rodeados por cinco monjes budistas que se presentaron como astrónomos y solicitaron hablar con ellos. Sorprendida, la pareja británica escuchó a esos misteriosos y extraños personajes, quienes les dijeron que eran los “portadores de una profecía” y que habían viajado desde la India únicamente para comunicársela.[24] Entonces, esos magos les hablaron del niño que Nina llevaba en su vientre (Jack) y que un gran espíritu iba a renacer con ese hijo.

Uno de los monjes fue el más explícito cuando sentenció mirándolo a Fawcett: 

El día 19 de mayo, día de la fiesta del Buda, la señora dará a luz a un niño que será el padre de una nueva raza. Ese niño, cuando crezca, irá a acompañarlo en un viaje por tierras lejanas del sur, donde ambos desaparecerán juntos. Vuestro hijo volverá, por tanto, para señorear una nueva civilización”.[25] 

Desconozco de dónde extrajo el periodista H. Leal esta historia (no hay una sola cita a pie de página en todo su libro), pero me animaría a decir que (aún si fuera contada por Fawcett en documentos privados) es por completo apócrifa. Tal vez fue imaginada retrospectivamente por Nina, después de la desaparición en 1925, para darle sentido a un drama personal que, seguramente, le costó mucho digerir. Claro que el tono de la historia no resulta descabellado en medio de toda la construcción imaginaria que hemos venido explicitando hasta ahora.

Por lo visto, Nina Paterson no frenaba los delirios de su esposo. Todo lo contrario. Los alentaba. Y siguió alentando, después de la desaparición con vida de Fawcett.

Nina provenía de una típica familia victoriana de diplomáticos y también espiritistas. Tras el desvanecimiento de su marido, expuso claramente que mantenía con él contacto telepático y nunca admitió que había muerto. Trató por todos los medios místicos posibles que tuvo a su alcance de seguir relacionada con su esposo. No faltaron los médiums que decían estar en comunicación con él y, periódicamente, lee traían mensaje desde el Más Allá; informándole  veces que seguía vivo y otras que ya estaba fallecido.

Por ende, si Percy H. Fawcett esperaba encontrar en su esposa un cable a tierra, estaba errando el camino. En ese sentido, ambos (Percy y Nina) fueron los arquitectos de la trama que condujo al explorador a su fin en la selva. Puede que se hayan potenciado mutuamente. No hay datos (al menos hasta hoy) que muestren que Nina le haya “parado el carro”, bajándolo a la realidad. Ambos no concebían la idea de lo imposible. La señora Fawcett lo siguió por todo ese laberinto de ideas esotéricas, no dudando nunca de su historia. Ni siquiera de la premonitoria que citamos más arriba. O de otra historia parecida que, según contara el propio Fawcett, ocurriera a principios de 1886 y en la cual un hombre, vistiendo traje budista (otra vez los budistas) lo abordó para decirle algo importante y misterioso. 

“El desconocido, alto y fuerte, traía una estatua budista en los brazos. Se aproximó al entonces teniente, le entregó la imagen y pidió que la guardara consigo, ara traerle suerte a él y su familia. Pidió que la  imagen fuese colocada sobre un manto de seda amarilla y que nunca dejase que un extraño la tocara”. 

Fawcett guardó la imagen y poco tiempo después, a instancias de su hermano mayor, se convirtió al budismo, como dijimos más arriba.

Se sentía un predestinado. Un “elegido”. Un hombre capaz de soportar los climas más duros y endémicos sin siquiera pescar una gripe. Un privilegiado al que, sectas budistas del otro lado del mundo y novelistas tan crédulos como él, se le acercaban para entregarle las piezas de un enorme rompecabezas, que supuestamente terminaría redefiniendo la historia misma de la humanidad.

Fawcett estaba convencido de que en Z, su soñada ciudad perdida, encontraría las respuestas a todas sus dudas. A la del origen antediluviano de los pueblos americanos; a la procedencia atlante de su enigmática estatuilla de piedra; a la suprema tarea que le tocaría desempeñar a Jack, su hijo primogénito. Es que en el origen estaban las soluciones; y sólo él se sentía capacitado para concretar semejante proeza. Por eso no compartió su proyecto con nadie. Ni siquiera hizo pública la ubicación real en donde él creía estaba emplazada la ciudad de piedra.[26] Temía a la competencia y no quería compartir con nadie esa gloria. Su ego era tan grande como sus fantasías. Su seguridad tan monolítica como su fe.

LOCOS POR FAWCETT

La selva en la que desapareció Fawcett ya no es lo que era. A casi ochenta año de su luctuosa desaparición, la Amazonía fue modificada por la acción del hombre y muchas zonas, antes verdes florestas impenetrables, son hoy campos dispuestos al ganado o al cultivo humano. El romanticismo de la selva virgen permanece sólo intermitentemente en algunas zonas desperdigadas, como si fueran lunares de vegetación prontos a ser extirpados por las máquinas.

Es triste. Triste y desconsolante advertir que muchas de las descripciones que Fawcett hiciera en su libro sean lo único que queda de su “infierno emponzoñado”. Pero no sólo eso permanece. Su legado es muchísimo más profundo y duradero en otra áreas. En el de la renovada cultura esotérica, por ejemplo; que ve en el explorador inglés, no a un victoriano tardío, portador de un cosmovisión particularísima (compartida por muchos de su coetáneos), sino a un “iniciado” en las secretas artes de un espiritualismo místico que mezcla fantasmas, aventura, hermanos superiores, Apocalipsis antediluvianos, tesoros malditos, reinos perdidos y demás yerbas.

Las Sierras de Roncador (nordeste del Matto Grosso, Brasil) han sido sindicadas, desde hace décadas, como el sitio cercano en el que Fawcett, Jack y su amigo Rimmel desparecieron en 1925. Tal vez por eso se constituyeron en un centro de misticismo de fama internacional, generando en torno suyo, y a modo de satélite, toda una serie de historias desopilantes que se perpetúan en decenas de páginas de Internet o se venden en agencias de viajes, pretendiendo llevar a sus modernos turistas hacia umbrales de iluminación que, a la fecha, sólo Siddartha Gaumata ha alcanzado. A esta singular formación rocosa del Brasil la imaginación trasladó la ciudad Z que Fawcett buscaba y, adherida a ella, toda una cohorte de sabios atlantes y archivos secretos que únicamente personas con un alto y especial nivel de conciencia podrían, eventualmente, consultar.

Ningún “especialista” conocido, que se jacte de ser un erudito en estos temas, dejó de lado al explorador inglés a la hora de relacionarlo con esa milenaria sabiduría escondida en lo profundo de la selva o, aún más, en un reino subterráneo al que muy pocos ha podido entrar. Nuestro emblemático Fabio Zerpa no puedo quedar al margen y arriesgó, sin prueba alguna (como era de esperarse), que Fawcett habría alcanzado la ciudad perdida y que “los Superiores que la habitan, como premio a su coraje, tesón y autenticidad de objetivos, le habrían abierto sus puertas”.[27] Y lo que es más: seguiría viviendo en ella, más allá del tiempo.[28]

El deseo de encontrar un espacio virgen, aislado, puro, esencia inmaculada de la alteridad absoluta, más allá de las geografías exploradas de nuestro planeta, condujo a muchos (desde los días en que los conquistadores buscaban el Paraíso Terrenal) a encontrar imaginariamente reservorios de pureza, sapiencia y humanismo prístino, incluso debajo de la tierra. Y cuando la geografía física, reconocida y explorada, resultó no ser tan maravillosa, entró en vigencia la quimera de las dimensiones paralelas o portales interdimencionales, detrás de los cuales no sólo se perpetúan “bibliotecas secretas” sino Hermanos Superiores que, más allá del bien y del mal, dirigen a escondidas los destinos conspirativos de toda la humanidad.

¿Seguirá siendo Fawcett parte de ese cenáculo de privilegiados y eternos dirigentes del mundo?

¿Con qué otros elegidos estará compartiendo semejante misión?

Udo Óscar Luckner arribó al Brasil en 1968 buscando datos acerca de la misteriosa desaparición de Fawcett. Estaba obsesionado con el explorador y sus teorías sobre la Atlántida y por ese motivo se instaló en la región de las Sierras del Roncador, al norte de Barra do Garças. Al poco tiempo develó “al mundo” un experiencia personal sorprendente, que dejó a muchos con la boca abierta (por lo incongruente) y a otros, convertidos en ciegos acólitos, que llegaron a considerar a este risueño personaje de origen sueco como una especie de nuevo Mesías.

Según el propio Luckner, mientras recorría las mencionadas sierras brasileñas se topó con una entrada secreta a través de la cual tuvo acceso a “las profundidades de la tierra” y a una ciudad subterránea en la encontró seres superiores, portadores de un gran avance espiritual y tecnológico. Esta raza de misteriosos dirigentes sería la encargada de tutelar el destino de los hombres e impartir sus sabias enseñanzas a través de iluminados que, como él mismo, les servían de mensajeros.

Con tal objetivo, fundó un singular culto. Una secta cuyo centro de operaciones era el Monasterio Teúrgico de Roncador, al pie de dichos cerros, y cuya misión no sería otra que la de difundir la esotérica sapiencia de los intraterrestres, con los que (supuestamente) Fawcett habría entrado en contacto en 1925.[29]

El mundo está loco. Y como entre locos se retroalimentan la locura, no puedo dejar de mencionar las disolutas teorías de J. J. Hurtak, otro personaje de antología, fundador de la Academia Para la Ciencia Futura, quien también considera que debajo de Roncador vive una civilización subterránea “conectada con la Atlántida, Lemuria y Mu”.

Son legión.

Así, los largos brazos de madame Blavatsky y sus teósofos todavía nos alcanzan, y las sugerencias de Fawcett (quien no se privó de escribir en su tiempo en revistas de esoterismo, como Occult Review) siguen alimentando las elucubraciones más irracionales y faltas de fundamento que puedan imaginarse, elevándolo a la figura de iniciado y precursor de tendencias milenaristas.

PALABRAS FINALES

Sin proponérselo, Percy Harrison Fawcett no sólo arrastró a más de un centenar de exploradores en su búsqueda (muchos de los cuales siguieron su misma “mala” suerte, desapareciendo en la selva), sino a miles de aspirantes al status de “iniciados” o “iluminados” místicos, dispuestos a superar obstáculos físicos (montañas, junglas, pantanos), metafísicos (portales dimensionales, Hermandades Secretas dispuestas proteger misterios milenarios haciendo uso de la telepatía y otros recursos parapsicológicos) e históricos (yendo a contracorriente de todo lo que historiadores y arqueólogos han reconstruidos en el último siglo y medio, a partir de investigaciones serias, pruebas concretas y deducciones lógicas).

Como ningún otro explorador mediático (que lo fue),  Fawcett y su herencia despertaron el interés de diversos grupos sectarios, buscadores de tesoros malditos, ilusionados rastreadores de ciudades perdidas, e incluso de mártires y bufones, partidarios de una supuesta “conjura de sabios” intraterrestres.

Con su misteriosa desaparición (que en realidad  fue mucho menos misteriosa de lo que se elucubró por décadas), Fawcett se convirtió en el centro de un universo repleto de satélites, conformados por fantasmas, monstruos y razas “fuera de catálogo”, estatuillas energéticas, espiritismo, teosofía, difícilmente creíbles, pero emocionalmente interesantes a la hora de analizar la mentalidad de una época o situación determinada (incluso la nuestra)

Las exageradas experiencias de Fawcett motivaron a muchos. Excitaron a otros. Y terminaron sacando de la realidad a muchos más, que todavía buscan imitarlo sin importarles terminar como él terminó.

En definitiva, una muerte así de romántica no deja de ser una muerte envidiada.

FJSR

Notas:

* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP.

[1] Publicado por su hijo menor, Brian Fawcett, a partir de los apuntes de su padre, en 1953. Véase: Fawcett, Percy Harrison, A Través de la Selva Amazónica, Editorial Rodas, Madrid, edición 1974.

[2] Véase el excelente ensayo de Oscar Guerín Martínez, Exploración, ciencia y espectáculo. La cinematografía en la Amazonía en la primera mitad del siglo XX. Disponible en Web: http://www.antropologiavisual.cl/o_guarin.html

[3] Si bien con África y las islas del Pacífico Sur pasó exactamente lo mismo, será la Amazonía la que en América los congregue exitosamente.

[5] Véase: Grann, David, La Ciudad Perdida de Z. La última expedición en busca de El Dorado, Editorial Plaza Janes, Argentina, 2010, pp. 79-87.

[6] Así la calificó el reconocido antropólogo sueco Erland Nordenskiöld, que había conocido a Fawcett en Bolivia. Citado por Rob Hawke, “The Making of legend: Colonel Fawcett in Bolivia (tesis, Universidad de Esse, s.f), p.41. Y Citado por Grann, David, op.cit. pág. 212.

[8] Fawcett fue ascendido a Teniente Coronel en enero de 1916 y puesto al mando de 600 hombres (citado por David Grann op.cit. pág. 201).

[9] Citado por D. Grann op.cit. pág. 204.

[10] Ibídem, pág. 206.

[11] Si la razón occidental nació, como sostienen algunos autores, en el ágora de las polis, la misma fue posible discutiendo y poniendo en duda (entre muchos) los conceptos e ideas que se debatían.

[12] Citado por David Grann, op.cit., pág.128

[13] Fawcett, P.H., op.cit, Pág. 244-245

[14] Ibídem, pág. 245.

[15] Ibídem, pág. 246.

[16] Ibídem, pág. 286.

[17] Nota: En la esquina formada por las calles Charcas y Campero y con frente principal sobre la primera levántase una vieja edificación que es conocida en el pueblo con la curiosa y sugestiva denominación de "La Casa Santa". Construida al parecer hacia la segunda mitad del siglo pasado, conserva hasta hoy lo más sustancial del estilo característico de la antigua vivienda cruceña: Paredes lisas, alta techumbre, puertas de cuatro manos, ventanas con balaústres de madera y espacioso porche sostenido por columnas de ladrillo. Parte de su largo frente ha sido "modernizado" ha pocos años, demoliéndose las columnas que sostenían el porche y reduciendo este a la condición de un alero chato. A pesar del atentado, queda en pie todavía una buena porción de su exterior primitivo.
Según refieren viejas consejas, esta casona tuvo la poco envidiable fortuna de que se adueñaran de su recinto bultos, fantasmas y seres de la otra vida, apenas su edificación fue terminada. Desde que se instalaron en ella los propietarios, dizque empezó una de ruidos, ayes y otras manifestaciones de lo sobrenatural, más tétricas aún, que obligaron a aquellos a abandonarla. Igual suerte corrieron inquilinos que vinieron sucesivamente.
Con el transcurso del tiempo la casona ganó fama de inhabitable, y ni el más guapetón de los cruceños de entonces fue osado de ir a aposentarse allí, por mucho que el canon de alquiler fuese disminuyendo, a medida que los ocupantes intrusos crecían en insolencia. A tales extremos llegó ésta que dieron en espantar aun por fuera de los muros de su sombrío habitáculo. En lo cerrado de la noche los vecinos oían sordos rechinos y confusos estridores, que suscitaban largos aullidos de perros en varias cuadras a la redonda. Más de un solitario viandante nocturno que pasó por la esquina sintió como algo le trababa los pies o, pero aún, alguien le tomaba por el cuello de la chaqueta y le sacudía hórridamente.
Llegó en eso a la ciudad un gringo de recia estampa, fornidos miembros y pinta de corajudo. Tomó la casa en alquiler y fue a ocuparla seguidamente, llevando consigo a un arriero cochabambino y un montón de valijas y petacas de ignoto contenido. Entre las razones que adujo para haberse decidido por la casa, cuya siniestra nombradía ignoraba, y no por el hotel sito en la plaza principal, fue la más convincente la de que en tal hotel abundaban los bebedores, bulliciosos y poco bien educados.
Tratábase nada menos que del coronel Percy H. Fawcett, del ejército inglés, en cuyas filas había servido a su patria en Asia y África, mostrando energía, suficiencia de conocimientos y valor a toda prueba. Retirado de aquél, hízose viajero y explorador en América, y hallándose en Bolivia el gobierno requirió sus servicios para ocuparle en las jornadas de demarcación de fronteras con el Brasil. Alboreaba la segunda década del siglo XX. Disponible en Web: Véase: http://www.soysantacruz.com.bo/Contenidos/1/Leyendas/Textos/B01-LaCasaSanta.asp

[18] Ibídem, pág. 287-288.

[19] Grann, D. op.cit, pp. 207-208

[20] Fawcett, op.cit., Pág. 368.

[21] Ibídem, Pág. 369.

[22] Ibídem, op.cit., Pág. 369.

[23] Ibídem, op.cit., Pág. 32.

[24] Véase: Leal, Hermes, Coronel Fawcett. A verdadeira história do Indiana Jones, Geracaon Editorial, Sao Paulo,, 1997, pp. 12-13.

[25] Ibídem, Pág. 14.

[26] En su libro brinda las coordenadas en donde él creía estaba Z, pero eran falsas. Sólo una artimaña para despistar.

[27] Véase: Zerpa Fabio, Expedición Fawcett la leyenda continúa. Disponible en Web: http://www.fabiozerpa.com.ar/ElQuintoHombre/art_2013/febrero_expedientes.html

[28] El mejor receptáculo virtual en donde todas las teorías más delirantes sobre Fawcett quedan resumidas en una dirección de Internet llamada The Great Web of Percy Harrison Fawcett. Disponible en Web: http://fets3.freetranslation.com/?Sequence=core&Language=English%2FSpanish&Url=www.phfawcettsweb.org

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

Buenos Aires, marzo 2013

Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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