Nueva visita al Gran Hotel Viena

 Por Fernando Jorge Soto Roland*  
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Febrero de 2010

 

Hoy, los datos de la historia real se confunden con aquellos que a diario le dan vida al inmenso hotel y que poco tienen que ver con la información convencional que manejamos en Historia. Todo parecería indicar que la leyenda —y aquello que denominamos “patrimonio intangible de una comunidad”— se está fagocitando a la historia tradicional del edificio. Lo paranormal, especialmente después de la proyección por televisión de la serie norteamericana Ghost Hunter International (GHI), ha copado el interés y la curiosidad de la gente. Y es un riesgo porque de seguir aumentando esa tendencia, el “hotel de los nazis” terminará convirtiéndose en el “hotel de los fantasmas”.

 

Alguien me dijo (1/2/10): «No hay que dejar que la verdadera historia del Viena desaparezca o se olvide por esas cuestiones fantasmagóricas… en la que no creo».

Claro que muchos empresarios de Miramar reconocen que el misterio atrae gente y que el turismo puede aumentar su volumen —y gasto— por ese motivo tan en boga. No estaría del todo mal estimular la fantasía del público —siempre en pos de emociones fuertes— pero no por ello debemos dejar a un lado los aspectos concretos de la historia del Gran Hotel Viena y convertirlo en un mero tren fantasma.

 

Las leyendas —“rumores solidificados”, como una vez fueron definidas— revelan siempre un estado de ánimo determinado; y las leyendas de fantasmas muy especialmente.

 

¿Acaso el pueblo, que en gran parte murió con la gran inundación de 1977, pretende con las historias de fantasmas de su emblemático hotel resucitar aquellos días lejanos que no volverán nunca más? ¿Son los espectros del Viena un síntoma de resistencia pasiva a una decadencia que se vuelve patente al ver antiguos filmes y fotografías de los años ’50 y ’60 del siglo pasado? ¿Será que sólo quedan los fantasmas?

 

En las primeras horas que pasé en Miramar durante la primera semana de febrero de 2010, varias historias (“storys”, dirían con mayor precisión los anglosajones para diferenciarlas de las “histories”) llegaron a mis oídos. Todas hacían referencia a sucesos extraños dentro del hotel, siendo los espectros sus principales protagonistas.

 

Paso a consignarlas.

 

Durante el mes de enero de 2010, una turista que fue fotografiada en los pasillos del hotel se sorprendió al advertir que en la foto aparecía rodeadas por rostros fantasmales.

 

En el mismo mes, tras la proyección de la serie GHI, un “vidente” de Río Cuarto (Córdoba) se apersonó en el hotel y contrató la visita guiada nocturna, comentándole a Patricia Zapata (guía del hotel) la siguiente historia (demasiado “victoriana” para mi gusto): «En este hotel hay muchos fantasmas. Varios de ellos son de mujeres y niños, “almitas” que murieron aquí como consecuencia de los abortos ilegales que se practicaban en el edificio. Esas “almas” penan en el hotel sin poder salir de él porque son retenidas por un fantasma más poderoso. Esas “almas” piden ayuda para ser liberadas».[1]

 

Otra historia que pude recopilar es aquella que dice que, a poco de empezar la temporada veraniega 2010, un grupo de de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena visitó, junto con el intendente, las instalaciones derruidas del edificio y sucedió algo que se extendió como reguero de pólvora por todo el pueblo: en varias fotos grupales que se sacaron, Patricia Zapata —que posaba junto con los demás— no apareció en ninguna de las placas.

 

Una remisera miramarense llamada Sandra me relató que hace unos 20 años, durante la década de los ’80, y mientras el hotel funcionaba como casino, varios mozos que trabajaban allí «vieron y oyeron cosas extrañas» en el edificio.

 

¿Qué dice la gente que visita en Gran Hotel Viena?

 

Todas concuerdan en el asombro. Pocas son las que permanecen imperturbables ante el antiguo hotel.

 

La mayoría siente una inmensa tristeza al verlo en semejante estado de decadencia. Las ruinas siempre despiertan una extraña nostalgia.

 

Las comparaciones con la historia general del país son inevitables. El Viena se transforma en un símbolo perfecto del devenir de la Argentina. Las referencias a una mítica «edad de oro» se cuelan por los labios de los más viejos.

 

Una sensación de irreversibilidad sacude las conciencias. «Ya nada volverá a ser lo que era antes».

 

El Gran Hotel Viena constituye un gran escenario en donde la razón y la irracionalidad libran a diario una batalla permanente. En sus abandonados y sucios pasillos la superstición se enfrenta al análisis cartesiano y el clima que genera su decadente estructura inclina la balanza hacia la imaginación y a la necesidad de seguir viviendo en un mundo animado por entidades misteriosas. Sólo la luz del día modifica un poco el tenebroso aspecto que el hotel posee cuando cae el sol. Los contextos generan significado. Es imposible analizar cualquier cosa fuera de su contexto particular. No hay miradas neutras al hotel. Un simple cambio en la inclinación de las sombras modifica todo el panorama y la interpretación del mismo. De majestuoso a espectral: esa es la gama de apreciaciones que observamos y oímos de él con el solo paso de las horas. Como si de un gigante camaleón de ladrillo se tratara, el Viena modifica su aspecto y su sentido según se lo admire con o sin luz natural. No existe una visión unívoca del complejo.

 

El Gran Viena se experimenta como si fuera un edificio que tuviera vida propia. En muy pocas construcciones antiguas he sentido algo semejante. Quizás sea su proximidad en el tiempo lo que produce esa sensación de misteriosa vitalidad (a fin de cuentas la década de 1940 no pasó hace tantos años). El hecho de haya fotos de sus días de gloria nos permite imaginar de un modo concreto la vida que una vez lo habitó. Hay rostros, sonrisas, muebles y objetos que reconocemos como familiares.[2] Esa es la magia que tienen las fotografías antiguas. Son como ventanas al pasado. Eso es lo que le da al hotel —y sus ruinas— el aspecto fantasmagórico que depositamos en él.

 

La impermanencia es la sensación y la idea que nos envuelve al recorrerlo. Es imposible permanecer inmutable ante ella porque esa impermanencia de las cosas nos habla de la nuestra propia. Aún así, el Gran Viena —de seguro— seguirá estando cuando todos nosotros no seamos más que polvo y olvido. Sus ruinas nos sobrevivirán. ¿Por cuánto tiempo? Sólo los fantasmas que lo habitan lo saben.

 

En medio del polvo, el óxido y las telarañas, los muebles estilo racionalista del hotel pierden la seguridad con la que fueron construidos. La certeza de continuidad y control que alguna vez pretendieron simbolizar se diluye en un contexto de corrosión inevitable. Las bellísimas mesitas de luz de sus habitaciones, arrumbadas en cuartos llenos de escombros, emergen como los icebergs de una época confiada que, a la postre, terminó siendo una mera ilusión.

 

La falta de dinero y la escasa voluntad política de rescatar el «Gigante de Miramar» se advierte en ciertos actos de resignación, expresados frente al avance de la decadencia edilicia que el Viena viene sufriendo.

 

El Sector VIP (frontal o Principal) del hotel ha sido sellado. Es la parte más azotada por el tiempo y los elementos. Hoy permanecen tapiados todos sus accesos y ya nadie puede —sin esfuerzo— seguir saqueando sus instalaciones. El ingreso es imposible. El sector de primera clase (construido entre 1940 y 1943) está aislado, ajeno a la mirada curiosa de los turistas audaces y a merced de la humedad del Mar de Ansenuza. Los pájaros son los únicos moradores visibles desde la costa. Camas, roperos, colchones, mesas, sillas, inodoros, bañeras y sillones serán consumidos por el tiempo. La vetustez copó el sector principal. Imposible de ser restaurado en breve, la impotencia resignada de sus guardianes lo dejó en las manos del tiempo y el descuido.

 

«Yo al Viena lo conozco desde que era chico. Estuve en él miles de veces. Entrábamos a jugar. Todo estaba en ruinas. Tengo 30 años y nací en Miramar, así que imagínese si lo conozco. En esos días éramos “indios”. La pasábamos jugando. Ingresábamos al hotel por una claraboya que daba al sótano y lo recorríamos todo. En una época había un cuidador. ¡Pobre tipo! Nos perseguía, pero no podía evitar que fuéramos al lugar. Hoy el hotel se puso de moda. Es algo nuevo eso. Antes ahí estaba, sin que nadie le diera “ni cinco de bola”. Ya de más grandecitos íbamos con alguna chica. Teníamos muchas camas a nuestra disposición. ¿Fantasmas?...Jamás vi ni escuché nada raro. Entre miles de veces y nunca vi nada. Claro que mucha gente jura y perjura haberlos visto. El hijo de un cuidador del hotel es uno de ellos. Además, la gente que vivió allí (ya que la municipalidad se lo permitía cuando no tenían vivienda) dicen que permanecer en el hotel era imposible. Ruidos, pasos, conversaciones, gente caminando por los pasillos… pero yo no creo en nada de eso».[3]

 

Curioso destino fue el que tuvo un hotel que costó 25 millones de dólares para terminar convertido en una lúgubre “villa cariño” o en el carcomido “parque de diversiones” de los niños del lugar.

 

¡Cuántas cosas terminan cumpliendo funciones inimaginadas al momento de su inauguración! ¡Qué humillante ironía! ¡Qué alarde de soberbia destruida!

 

Observo el Gran Hotel Viena al atardecer.

 

Decenas de pájaros nidifican en el sector principal y los veo entrar y salir por las ventanas, planeando como si fueran barriletes sin hilos, sobrevolando la gigantesca estructura, ejerciendo una soberanía impensada en los días de Max Pahlke o Carl Martin Krüeger. Desde lejos, remedan diminutas moscas revoloteando el inmenso cadáver de un coloso vencido.

 

 

Notas:

* Profesor Universitario en Historia por la Facultad de Humanidad de la UNMdP.

[1] Desde hace unos años ya se rumoreaba que se practicaban abortos en el hotel. Estaban a cargo de una enfermera que vivía cruzando la calle. El hijo de esa enfermera visitó el Viena en una oportunidad y contó esa historia. Era evangelista y sostuvo que las calamidades que sufriera el pueblo estaban bien merecidas por los crímenes que se cometieron en el edificio.

[2] No me ocurre lo mismo cuando recorro ruinas incas en el Perú.

[3] Testimonio recabado el 3/2/10 de un camarero de la confitería miramarense llamada Brasilia. Esta misma persona me dijo que en una época, sobre la esquina izquierda del hotel y a la altura de la terraza había una estatua de bronce o hierra de un águila bicéfala (símbolo del hotel). No hay ninguna foto antigua que certifique este dicho, ni otra persona que haya relatado lo mismo.

 

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

enero de 2010

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