Los relámpagos de la muerte

 por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor Universitario en Historia

UNMdP-Argentina

Es común advertir en muchísima gente la seguridad más absoluta al afirmar que tal o cual comportamiento viene dado desde los orígenes de los tiempos, asegurando que los gestos, hábitos, actitudes y creencias que compartimos colectivamente hoy en día son —o parecerían ser— eternos; como si el devenir histórico no modificara en absoluto conductas y “mentalidades”, consideradas éstas “naturales”. A menos que queramos caer en anacronismos (“el peor pecado de un historiador”), debemos admitir que eso no es así.

Conceptos tales como familia, amor, amistad, intimidad o confort han sido pensados y sentidos de diferente manera según las épocas (y los lugares). De ese modo, los comportamientos individuales y sociales derivados de estas conceptualizaciones son muy distintos a los que nosotros —hombres y mujeres de principios del siglo XXI— podemos considerar “racionales”, “naturales” o “moralmente aceptables”.

Basados en estas premisas, los historiadores hemos intentado —desde hace algunas décadas— interpretar, comprender y explicar las diferentes actitudes que el hombre ha adoptado, a lo largo del tiempo, ante el fenómeno universal e irreversible de la muerte.

Todos moriremos algún día.

Como certeramente lo señaló el rey Alfonso X (1254-1284); “El relámpago de la muerte no miente y sus rayos no yerran […]”.

Inevitablemente, cada uno de nosotros tendremos que bailar esa tan famosa Danza Macabra que, desde los siglos XIV y XV, ha venido siendo ilustrada en el occidente cristiano. Pero, lo interesante de todo este asunto es que no siempre hemos danzado al ritmo de la misma melodía. Las actitudes ante la muerte han sufrido modificaciones con el correr de los siglos y la temida Parca no siempre fue tan recelada ni resistida como lo es actualmente. Ya lo señaló el célebre historiador Francés Philippe Ariès en su obra El Hombre Ante la Muerte, cuando definiendo las reacciones antiguas y medievales frente al óbito (“atenuadas, indiferentes y familiares”) las comparaba con la visión que desde el siglo XIX nos ha venido acompañando y que está caracterizada por el predominio del miedo e inclusive el asco. Motivo por el cual el sociólogo norteamericano G. Gorer se atreve a hablar de una “muerte pornográfica” de la que nadie que se precie de tener “buen gusto” puede hablar o hacer referencia directamente.

Y tiene razón. Antes, eran los temas referidos al sexo los que reprimíamos socialmente. La sola mención a una teta bastaba para que una niña de la sociedad pudiera ser encerrada en un convento de monjas por pervertida. Los niños tenían prohibido rozar siquiera tópicos que incluyeran las “obscenidades del cuerpo y sus fluidos” cuando se referían al sexo. Incluso hasta la década de 1950-1960, no eran pocas las muchachas que se casaban sin conocer cómo se gestaba un hijo o qué diablos era el clítoris o un orgasmo.

Y si lo sabían lo silenciaban. Estaba mal visto divulgar conocimientos de esa especie.

Paralelamente, la muerte era mucho más pública que hoy día. Ningún velorio podía jactarse de tal sin niños perfectamente almidonados, vistiendo sus pantalones o vestiditos negros y dándole el último adiós al familiar muerto con un caluroso y húmedo beso en las mejillas. Pero, cada vez con más frecuencia, actitudes como ésas serían catalogadas como morbosas y de mal gusto, temiendo inclusive por la salud mental de las criaturitas.

Actualmente, la muerte es un tema tabú; de la misma forma en que el sexo lo había sido en el aburguesado siglo XIX.

La muerte se fue relegando del ámbito público. Ya no se muestra tanto como antes. Se la esconde, se la enmascara, se la maquilla. Las manifestaciones de dolor, el duelo, el luto y el pésame parecen ir lentamente desapareciendo. Incluso producen cierto malestar y una vergüenza poco entendida. Claro que lo antedicho queda enmarcado dentro de un margen cronológico bastante corto. A medida que nos sumergimos en los siglos pasados, las actitudes ante la muerte se diversifican al punto de ya no reconocerlas como nuestras y se me hace muy interesante observar cómo ha cambiado dicha actitud, modificando la postura del occidental no solamente ante el óbito, sino también ante la vida y ante uno mismo.

El estudio de los cementerios es una de las tantas vías para intentar acercarnos al tema de la conceptualización histórica de la muerte a través del tiempo. Es una historia de larga duración y su análisis revela que no siempre hemos reverenciado a nuestros muertos de la misma forma.

Durante mucho tiempo, especialmente durante la primera parte de la Edad Media (siglo V al XII aproximadamente), el muerto era abandonado en una iglesia. Esta institución religiosa se encargaba de inhumarlo en la nave del edificio, si el personaje en cuestión era de relieve, o en el cementerio (conocido también como “atrium”), si era un “vecino común”. Las “fosas de pobres” eran fosas comunes de varios metros de profundidad —iguales a las que tantos malos recuerdo nos reviven aún hoy en Argentina—en donde se depositaban los cadáveres envueltos en sábanas (mortajas), sin féretros, hasta que quedaban repletas. Una vez saturadas de cuerpos, se las tapaba y se abría otra fosa nueva (anteriormente habilitada). La más antigua era vaciada y los huesos que de allí se extraían eran retirados para formar parte de los llamados “osarios”, que eran extensas galerías en las que, con todo arte, se disponían las osamentas anónimas, a la vista de todo el mundo. Incluso era muy frecuente que esas galerías fueran visitadas por vendedores ambulantes y mercachifles  que, en ocasiones, llegaban a organizar bailes y ruidosas fiestas entre los caracúes de sus ancestros cercanos.

Es significativo notar que en Francia, hacia el año 1231, un concilio reunido en la ciudad de Ruan, prohibió los bailes en los cementerios, como así también las fiestas y los juegos que allí se practicaban.

Con todo esto estamos inclinados a pensar que la necesidad de tener al muerto en un determinado lugar, claro e identificable, no era necesario. Lo que hoy llamaríamos “la morada perpetua” no existía por aquel entonces. En otras palabras, el mundo medieval no se interesaba en conocer en qué lugar descansaban los huesos del abuelo, siempre y cuando las osamentas se encontraran en un terreno consagrado por la iglesia o ubicados muy cerca de los restos de alguna persona considerada santa.

Hoy por hoy nos resultaría un tanto descabellado vender golosinas en un cementerio a viva voz, organizar una despedida de soltero o no saber en qué pasillo, pabellón o número de tumba descansan los restos de nuestros padres. Parecería que existiera un mayor apego al cuerpo, aunque por otro lado —y en camino inverso— observamos que el espacio entre los vivos y los muertos ha aumentado considerablemente desde el siglo XIX (cementerios extramuros) y que hoy nadie osaría “profanar” terrenos que no son propios. Ni los vivos deberían jugar en el cementerio, ni los espectros irrumpir en las casas de los primeros.

Por lo que se observa en la documentación, antes la muerte era algo más “familiar” —según decía Ariès— y el cementerio carecía del carácter lúgubre, neblinoso y potencialmente peligros que goza hoy en día. Para que eso ocurriera, aún faltaban muchos siglos.

 

Si bien el anonimato medieval de las tumbas perduró casi hasta el siglo XV, de manera imperceptible y lenta es posible advertir —desde el siglo XII— un gradual resurgir de las inscripciones funerarias (desaparecidas durante casi novecientos años)[1]. Personajes relevantes e ilustres de la incipiente burguesía comercial empezaban a individualizar claramente el sitio en donde descansaban (o iban a descansar) sus restos. Tanto es así que, a partir del siglo XIII, reaparece la efigie (sin ser todavía retrato) y que durante el siglo XIV irá tomando cada vez más rasgos realistas, hasta derivar en las conocidas “mascarillas fúnebres”, hechas en el muerto a poco de fallecer, y que adornan y conmemoran tantas tumbas de la Edad Moderna.

Los cementerios se renovaban, denotando una nueva sensibilidad.

El individuo ahora importaba. Su “Yo” —el ego— intentaba trascender a la muerte mostrándose como tal —único e irrepetible— y, amparándose en la fortuna acumulada a lo largo de la vida, pretendía dejar de sí mismo una escultura, un bajorrelieve o un enorme catafalco que expusiera una lápida clara y visible.

Lentamente, durante los siguientes trescientos o cuatrocientos años, la muerte se exaltará como uno de los momentos más dramáticos en el devenir de las personas y el “yo” de carne y hueso, que hasta ese instante era un “siendo”, tratará de inmortalizarse en la piedra, en el mármol o bronce, para terminar de “ser” definitivamente en la memoria de los demás.

Parménides se imponía a Heráclito, al menos simbólicamente.

Desde entonces cobró importancia visitar a los muertos y conocer la ubicación exacta de su sepultura. El recuerdo —alimentada por la estatuaria y el fervor de los sobrevivientes— se transformó en un complejo e ilusorio canal hacia la inmortalidad.

Los siglos XVIII y XIX serán entonces testigos de una gran cambio. En lo sucesivo, con la irrupción del sentimiento nacionalista, los cementerios y sus “muertos ilustres” pasaron a ser una “cuestión de Estado”. Las necrópolis se volvieron más organizadas. Los higienistas y políticos los transformaron en respetables sitios de culto, en donde lo cívico y lo religioso se confundían y mezclaban.

Los senderos se volvieron prolijos. Las bóvedas —en estilo neoclásico o barroco— glorificaron los sectores VIP del camposanto, manifestando que en el capitalismo rampante de entonces, incluso después de la muerte, las diferencias sociales se mantenían y el esfuerzo individual —exaltado por la sociedad burguesa— seguía intacto aún después de dejar este mundo.

Ya sea para generar envidia, admiración, respeto o reconocimiento, las inscripciones del tipo “Aquí yace…” señalan el movimiento de un renovado culto a los antepasados, convertidos en los prohombres de las gloriosas y surgentes naciones. El patriotismo y las tumbas entablaron desde entonces un fecundo diálogo que aún persiste. Desde entonces, los muertos fueron tan importantes como los vivos y con la irrupción de lo que denominamos “muerte romántica” todo el ceremonial funerario sufrió cambios.

Lo dramático se consolidó. El cortejo fúnebre se hizo más pomposo y el duelo desplegó su dolor sin vergüenza alguna, expresando la gravísima herida que producía la pérdida de un ser querido (o simplemente admirado). Y la gente lloró en público. Las plañideras volvieron a tener una tarea socialmente aceptada. Los desmayos, gritos y languidecimientos se hicieron comunes.

El “duelo histérico” se imponía y con él una nueva conceptualización de la muerte ensalzó las ideas de ruptura y terror ante el deceso de propios y extraños. El moderno culto a las tumbas y cementerios echaba raíces una vez más en occidente. 

Pero desde hace unos setenta años venimos experimentando un brutal cambio en las sensibilidades tradicionales. Como señalamos antes, parafraseando a Philippe Ariès, “[…]la muerte se ha convertido en algo vergonzoso que debemos ocultar a los ojos de los demás”. Su “natural” aceptación se convirtió en un manifiesto rechazo a lo inevitable. El deseo de morir “sin darnos cuenta” (tan extendido) o el enmascaramiento eufemístico que usamos para disfrazar conceptos como “cáncer” (u otras enfermedades terminales), son síntomas de todo ello.

La realidad de la muerte es hoy un problema y su ocultamiento una actitud diaria. Los ritos de la muerte, tan bien esquematizados y planificados en las Ars Moriendi de antaño, empiezan a perder importancia simbólica. Se desdramatizan, simplifican y, de ser posible, evitan por completo.

¿Podemos interpretar esto como un signo más de deshumanización?

¿Qué factores fueron los que nos condujeron a ello?

De seguro que son múltiples; pero hay uno en especial cuyo peso específico por sí solo anuncia el síntoma: el lugar en donde hoy se muere.

Hasta la segunda guerra mundial (1939-1945) moríamos en nuestras casas rodeados de familiares y seres queridos. Una geografía emocional hecha de objetos y rostros conocidos amenizaba el tránsito al Más Allá y la angustia se reducía precedida por la feliz resignación. Inclusive muchos morían en la misma cama que los viera nacer.

Hoy, casi el 90% de las personas muere en hospitales. A solas. Rodeados de caras asépticas y desconocidas que esclavizan nuestros últimos respiros a una aparatología moderna incapaz de consolar nuestros miedos con besos y abrazos, o una mano cálida de apoyo. Saturados de drogas, tratados como si fuéramos menores de edad[2] y en ambientes que ya no son lugares, la muerte deja de pertenecernos. La hemos transferido a las nuevas deidades laicas de la modernidad: los médicos

Técnica, impersonal, anónima —especialmente en las grandes ciudades, donde nadie parece morir—, la muerte perdió su antigua calidez y sus ritos. Escudado detrás de una “ensañamiento terapéutico” llegamos a negarla y aborrecerla como si fuera un hecho antinatural. 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

sotopaikikin@hotmail.com

Bibliografía sugerida 

Ariès, Philippe, El Hombre Ante la Muerte, Editorial Taurus, Barcelona, 1977.

Ariès, Philippe, La Muerte en Occidente, Editorial Argos Vergara, Barcelona, 1982.

Delumeau, Jean, El Miedo en Occidente, Ed. Taurus, Madrid, 1989.

Doore, Gary, ¿Qué Sobrevive?, Editorial Planeta, Buenos Aires, 1992.

Duby, Georges, Año 100, Año 2000. Las Huellas de nuestros Miedos, Ed. Andrés Bello, Barcelona, 1995.

Hertz, Robert, La Muerte y la Mano Derecha, Ed. Alianza, Madrid, 1990.

Nuñez, Luis F., Los Cementerios, Ed. Ministerio de Cultura y Educación,, Buenos Aires, 1970.

Soto Roland, Fernando, Visitantes de la Noche, Editorial Martín, mar del Plata, Argentina, 1997.

Thomas, Louis-Vincent, La Muerte. Una Lectura Cultural, Ed. Paidos Studio, Barcelona, 1991.

Referencias:

[1] Nota: Desde las época del Imperio Romano era muy común distinguir claramente el lugar y el nombre, la profesión y la fecha de fallecimiento de muchos de los muertos enterrados a la vera de la Vía Apia y otras rutas secundarías del Imperio.

[2] Nota: La cercanía de la muerte pareciera que nos infantiliza a la vista de los demás.

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

sotopaikikin@hotmail.com

 

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