Los Incas y el poder de sus momias 
Por Fernando J. Soto Roland

Profesor en Historia

Probablemente, las momias de los antiguos Incas sean los restos arqueológicos más buscados del Perú. Su relevancia, histórica y simbólica, continúa movilizando a los investigadores y exploradores que recorren periódicamente los cerros y selvas de aquella región andina, en pos de los objetos más sagrados que dejaran los Señores del Tahuantinsuyu: sus propios huesos.

En 1560, momentos antes de abandonar definitivamente su Cusco natal, el célebre escritor mestizo, Garcilaso de la Vega, hizo una visita formal al corregidor de aquella ciudad serrana, el licenciado don Polo de Ondegardo, reconocido y cautivante personaje del Perú colonial, que pasara a la historia por su desempeño como extirpador de idolatrías en tierra de los incas.

Por aquellos días, Polo poseía un extraño museo en su propia casa y a sabiendas de que el joven Garcilaso ponía proa hacia la Madre Patria, España, tuvo el generoso acto de mostrarle su contenido "(...) para que llevéis qué contar por allá" [1].

Escribe Garcilaso que al ingresar "En el aposento hallé cinco cuerpos de los reyes incas, tres de varón y dos de mujeres. El uno de ellos decían los indios que era este Inca Viracocha; mostraba bien su larga edad; tenía la cabeza blanca como la nieve. El segundo, decían que era el gran Túpac Inca Yupanqui, que fue bisnieto de Viracocha. El tercero era Huaina Cápac, hijo de Túpac Inca Yupanqui y tataranieto del Inca Viracocha. Los dos últimos no mostraban haber vivido tanto, que, aunque tenían canas, era menos que las del Viracocha. La una de la mujeres era la reina Mama Runtu, mujer de este Inca Viracocha. La otra era la Coya Mama Ocllo, madre de Huaina Cápac, y es verosímil que los indios los tuviesen juntos después de muertos, marido y mujer, como vivieron en vida. Los cuerpos estaban tan enteros que no les faltaba cabello, ceja ni pestaña. Estaban con sus vestiduras, como andaban en vida: los llautos en las cabezas, sin más ornamento ni insignia que las reales. Estaban asentados, como suelen sentarse los indios y las indias: las manos tenían cruzadas sobre el pecho, la derecha sobre la izquierda; los ojos bajos, como que miraban el suelo. El Padre Acosta, hablando de uno de estos cuerpos, (...) dice: << Estaba el cuerpo tan entero y bien aderezado con cierto betún, que parecía vivo. Los ojos tenía hechos de una telilla de oro; tan bien puestos, que no le hacían falta los naturales >>.Yo confieso mi descuido, que no los miré tanto, y fue porque no pensaba escribir de ellos; que si lo pensara, mirara más por entero cómo estaban y supiera cómo y con qué los embalsamaban, que a mí, por ser hijo natural, no me lo negaran, como lo han negado a los españoles, que, por diligencias que han hecho no ha sido posible sacarlo de los indios(...). Tampoco eché de ver el betún, porque estaban tan enteros que parecían vivos, como Acosta dice. Y es de creer que lo tenían, porque cuerpos muertos de tantos años y estar tan enteros y llenos de sus carnes como lo parecían, no es posible sino que les ponían algo; pero era tan disimulado que no se descubría" [2].

Aunque no eran sólo éstas las momias que Polo había conseguido "cazar". Según dos importantes cronistas españoles, Sarmiento de Gamboa y el Padre Bernabé Cobo, el corregidor cusqueño también tenía en su poder los sagrados despojos mortales de Sinchi Roca, Lloque Yupanqui, Mayta Cápac, Cápac Yupanqui e Inca Roca [3]. Nunca nadie en América había logrado juntar a tan dignos personajes en un depósito.

Pero, ¿qué fue lo que lo llevó a Polo de Ondegardo a reunir tan macabra colección de huesos?, ¿De dónde había sacado esa vocación necrófila un español empapado de cristianismo?; ¿Por qué coleccionaba momias? y, fundamentalmente, ¿por qué las exhibía como trofeos de guerra cuando, en realidad, todos y cada uno de los Incas muertos, habían dejado este mundo decenas de años antes de que arribaran los españoles a las costas del Perú?

Para poder responder estas preguntas es necesario tener bien en claro dos cosas: por un lado, la concepción de la muerte dentro de la cosmovisión incaica y, por el otro, el inmenso poder que seguían teniendo los muertos, especialmente los emperadores incas. Ambas cuestiones fueron de vital importancia para los españoles que, como Polo, se proponían erradicar la "idolatría satánica" entre los indios.

Huesos sagrados

Cuando en la década de 1570 el virrey del Perú, don Francisco de Toledo, decidió implantar de manera definitiva el orden político, económico y religioso colonial, sobre lo que fuera el Imperio de los Incas, supo desde un principio que su lucha iba mucho más allá que contra los indios vivos. Si quería imponer los valores españoles en tierra quechua tenía, ante todo, que enfrentar y destruir el inmenso poder que seguían conservando los muertos.

Las guerras civiles (el enfrentamiento entre los caudillo conquistadores y la administración estatal española,1540-1550) retrasó el proceso de evangelización peruano y, según reza en numerosas crónicas, aún a mediados del siglo XVII (más de cien años de ocurrida la ocupación peninsular del Perú), las diversas etnias y macroetnias del área andina continuaban manteniendo activos sus rituales y ceremonias funerarias, perdurando el problemático culto a los antepasados, que tantos dolores de cabeza les trajo a los fanáticos doctrineros del catolicismo.

Con el objeto de erradicar tan "funestas prácticas", el gobierno colonial implementó las Visitas de Extirpación de Idolatrías, por medio de las cuales un grupo de funcionarios y clérigos recorrían el virreinato destruyendo a su paso todos los objetos y reliquias sagradas que seguían conservando en secreto los aborígenes. Muy especialmente las momias de los emperadores.

Es sabido que entre los Incas existieron dos categorías principales de culto: aquel que podríamos denominar "divino" y otro, mucho más presente en todos los sectores de la sociedad, que sería el "funerario". El primero, impuesto por la elite y el Estado cusqueño sobre los pueblos conquistados, fue relativamente sencillo de destruir. Los documentos señalan que a poco de llegar los peninsulares, el culto oficial al sol (Inti), o a las deidades mayores del panteón incaico, había desaparecido. En cambio, el culto funerario mantuvo su fuerza y vitalidad durante siglos, contrariando el afán evangelizador a tal punto que, aún hoy en día, es posible detectarlo en algunas regiones aisladas del Perú.

Dentro de la cosmovisión inca existían dos conceptos muy importantes, que son los que nos permitirán comprender más acabadamente esta interesante vocación de respeto por los antepasados, particularmente por sus restos.

Para los Incas la muerte era sencillamente el pasaje de esta a la otra vida. Nadie se atormentaba frente a ella, ya que existía la certeza de que los descendientes del ayllu cuidarían del cadáver (momificado o simplemente disecado), llevándole comida, bebidas y ropajes durante los años futuros. No tenían presente la idea de un Paraíso terrenal, ni del Infierno, y menos aún de un Purgatorio. No creían en la resurrección de los muertos, sin embargo estaban convencidos de otras cosas. Por ejemplo, de que el Camaquen (fuerza vital) sólo desaparecía cuando el cadáver se quemaba o desintegraba.

La palabra quechua camaquen, mal traducida por los doctrineros católicos como "alma"[4], hacía referencia a un componente muy importante de la cosmovisión andina. No sólo el hombre poseía camaquen, sino también las momias de los antepasados, los animales y ciertos objetos inanimados como los cerros, los lagos o las piedras. Esta fuerza vital o primordial, que animaba a toda la creación, constituye un clarísimo testimonio de que en el ámbito andino lo sagrado envolvía al mundo y le comunicaba una dimensión y profundidad muy particular[5]. Todas aquellas cosas y lugares considerados sagrados y merecedores de reverencia y respeto se los conocía con el termino Huaca, y las momias de los grandes señores lo eran en grado sumo.

Estas creencias obligaban a mantener intacto el cuerpo de los muertos y para ello se pusieron en práctica diferentes métodos de "momificación", que variaban según la dignidad de los difuntos.

En algunas regiones, como en la costa desértica del Perú, se dejaba que el cadáver se deshidratara debajo de los rayos del sol, en un clima por demás seco. En la sierra, en cambio, las condiciones frías de los altos picos y altiplanos coadyuvaban a desecar naturalmente el cuerpo para su "eterna" conservación.

Con todo, los más grandes dignatarios del Estado incaico, experimentaban también un proceso artificial de momificación que consistía en la aplicación de cierto betún (como contaba Garcilaso) y de sebo con maíz blanco molido (mullu), junto con otros ingredientes y conservantes. Una vez acondicionado, el cadáver era trasladado a su machay (cueva), para ser colocado junto con los demás difuntos de su familia (ayllu)[6]. Era, pues, una preocupación constante el que sus cadáveres no desaparecieran, porque su conservación significaba seguir "viviendo".

Esta práctica, general entre todos los hombres comunes del Imperio, se volvía mucho más complicada en el caso de los grandes señores del Tahuantinsuyu.

Cuando un emperador Inca moría, el derecho a seguir gobernando, a declarar la guerra y a imponer impuestos en el reino era transmitido a uno de sus hijos, que se convertía en su sucesor y heredero principal. Sin embrago, según queda claro en las crónicas, el nuevo Inca gobernante no recibía la herencia material de su predecesor. Los palacios del emperador fallecido, sus tierras, sus bienes muebles, sus servidores (yanas) y demás posesiones seguían  siendo tratadas como propiedades suyas y eran confiadas a su panaca, un amplio grupo de personas que incluía a todos los descendientes directos del Inca, excepto su sucesor en el mando. Estos herederos secundarios no poseían realmente los objetos antes citados, sino que la propiedad seguía perteneciendo al difunto rey. El propósito primordial de la panaca consistía en servir de corte al rey muerto, mantener su momia y perpetuar su culto. El difunto era tratado como si siguiera con vida, razón por la cual, amén de su poder político (que no perdía), se le adosaba un incremento del "poder mágico" que lo convertía en una Huaca más del mundo andino[7].

Se creía que el orden universal dependía del poder de esas momias; por ello, en caso de que esos santos fardos fueran capturados por el enemigo, la única opción que quedaba era rendirse para recuperarlos[8].

Las momias imperiales eran también consultadas en momentos específicos, por sacerdotes especialistas en el asunto; por lo que podemos decir, sin temor a equivocarnos que, una vez muerto, el cuerpo del inca se transformaba en un prestigioso oráculo. Además, participaban en las grandes fiestas que se organizaban en la plaza central del Cusco; se las sacaba en procesión por los campos, cuando las sequías amenazaban las cosechas y marchaban al frente de los ejércitos, cuando el Estado ordenaba la anexión de nueva mano de obra y tierras.

La vida social de las momias tampoco terminaba. Esos inmóviles y secos "bultos" continuaban participando en reuniones familiares, en las que se juntaban con sus otros antepasados muertos, compartiendo bebidas, comidas y fiestas; siendo los miembros de las panacas respectivas los encargados de trasladarlas de un lugar a otro.

El Padre Francisco de Ávila supo sintetizar lo anteriormente dicho cuando señaló: "Para los indios son de mucha veneración los cuerpos de los difuntos progenitores (...) y a éstos adoran como dioses"[9].

Cazadores de momias

Tras la conquista española, las sagradas momias de los incas iniciaron un peregrinar que poco tiene que ver con sus periódicos paseos ceremoniales por la plaza central del Cusco. Las persecuciones, iniciadas por el nuevo Estado colonial y su Iglesia, obligaron a las panacas a trasladar a los incas muertos fuera del recinto permanente en el que descansaban. Así, el espacio más sagrado del Imperio, el Coricancha o Templo del Sol, se vio despojado de sus residentes más prestigiosos.

Según consta en numerosas descripciones, en el Coricancha (del que hoy sólo quedan algunos muros de exquisita factura, sobre los que se levantan un templo católico) los incas exhibían los cuerpos de sus antiguos gobernantes, ubicados en nichos y recibiendo las atenciones que el ceremonial exigía. Pero con la llegada de los europeos y el saqueo sistemático que sufrió la capital (en especial el Templo del Sol), las momias debieron buscar sitios más seguros en donde conservar la dignidad y no terminar, como terminaron muchas, en la hoguera o en las vitrinas de improvisados museos.

Los miembros de las panacas se encargaron de eludir la "extirpación pagana", escondiendo a sus padres y abuelos muertos en lugares que antes sólo estaban reservados al pueblo llano: cuevas y picos escarpados.

Pero el ímpetu colonizador pocas veces se dejó engañar y las momias reales, una a una, fueron detectadas y capturadas, para dolor y angustia de su gente. Algunas fueron quemadas en pomposos "Autos de fe"; otras inhumadas en tierra; unas pocas remitidas como trofeos de guerra a virreyes y gobernadores. Así todo, los aborígenes no se resignaron a dejar de luchar contra tan tremendo sacrilegio y emprendieron tareas de "rescate" que consistían en desenterrar a los incas de los cementerios católicos, recuperar las cenizas de las momias incineradas y robar los restos que aún estaban intactos. Tal es el caso de la momia del gran Inca Pachacuti, descubierta por Polo de Ondegardo en 1559, escondida en un arrabal de Cusco llamado Totocache, y enviada inmediatamente a Lima al Virrey Marqués de Cañete. Los restos del más destacado emperador inca de la historia peruana desaparecieron misteriosamente en la capital colonial y nunca más se volvió a saber de ellos, hasta la fecha.

Obstáculos a la evangelización, encarnación de la dignidad aborigen y símbolos de resistencia, las momias de los difuntos emperadores del Tahuantinsuyu se convirtieron en uno de los problemas más grandes que debieron enfrentar los invasores peninsulares. Porque esa adoración de la que eran las momias objeto se trasladó (cuando éstas ya no estaban) a los cerros, lagunas y cuevas que también poseían el status de huaca. Por su parte, las diversas comunidades campesinas, absorbidas por el cristianismo, tampoco dejaron de adorar a sus caciques y antepasados; y empeñadas como estaban a conservar sus cosmovisiones particulares las enmascararon y trasladaron a la clandestinidad, manteniendo el ancestral culto hasta hoy en día[10].

Fernando J. Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional del Mar del Plata
Director de la Expedición Vilcabamba '98 
sotopaikikin@hotmail.com
 

Referencias: 

[1] De la Vega, Garcilaso, Comentarios Reales, Editorial Plus Ultra, Buenos Aires, 1988, capítulo XXIX, pág. 298.

[2] De la Vega, Garcilazo, op.cit., capítulo XXIX, pp. 299-300.

[3] Sin tener en cuenta a los incas que gobernaron desde la ciudad de Vilcabamba "La vieja", después de la conquista del Cusco por los españoles, la tradición nos habla de trece incas, de lo cuales sólo tenemos datos precisos a partir del noveno y más importante, Pachacuti Inca Yupanqui. El listado es el siguiente: 1.Manco Cápac; 2. Sinchi Roca; 3. Lloque Yupanqui; 4. Mayta Cápac; 5. Cápac Yupanqui; 6. Inca Roca; 7. Yáhuar Huácac; 8. Viracocha Inca (?-1438); 9. Pachacuti Inca Yupanqui (1438-1471); 10. Túpac Yupanqui (1471-1493); 11. Huayna Cápac (1493-1525); 12. Huáscar; 13. Atahuallpa (1532-1533).

[4] En su afán por adaptar las voces de los idiomas autóctonos a las necesidades de la enseñanza y explicación de la religión cristiana, los sacerdotes doctrineros en el Perú tergiversaron el sentido de muchos conceptos, alterando significativamente la cosmovisión original que les había dado origen.

[5] Véase: Rostworowski, María, Estructuras Andinas del Poder. Ideología religiosa y política, Instituto de estudios Peruanos, Lima,1988.

[6] En la región de Pisaq, a pocos kilómetros del Cusco, aún pueden observarse a la distancia las entradas a muchos de estos machay que, según relatan los lugareños, aún conservan los huesos resecos de los antiguos habitantes del Valle Sagrado del Urubamba.

[7] Véase: Conrad, G. y Demarest, A., Religión e Imperio, Editorial Alianza América, Madrid, 1988.

[8] Haciendo uso de este artilugio religiosos/militar los incas lograron vencer a los Chancas, una de las principales tribus enemigas que tuvieron los cusqueños en el comienzo de su historia como señores de los Andes.

[9] Citado por Pierre Duvoils en La destrucción de las Religiones Andinas, UNAM, México, 1977.

[10] Mientras llevaba a cabo el trabajo de exploración en la región de Vilcabamba, en julio/agosto de 1998, tuve la oportunidad de conversar con un habitante del pueblo de Lucma (un maestro de escuela) que en sus ratos libres y vacaciones se dedicaba a buscar las momias de los altos dignatarios y militares incas que lucharon en la región entre 1537 y 1572. Según me comentara, los hombres más viejos de la zona conocen el sitio en donde se esconden varios de estos fardos funerarios, pero se niegan a revelar la ubicación exacta de los mismos por temor a los castigos que pueden recibir por ello (Archivo personal del autor).

por Fernando J. Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional del Mar del Plata
Director de la Expedición Vilcabamba '98
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