Los difuntos
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Según consta en los antiguos anales marplatenses, que guardan el polvo de décadas olvidadas en los mohosos estantes del archivo municipal, estas costas bonaerenses fueron, en tiempos de la conquista y la colonización de América, una tierra de promisión y quimeras sin par. Sólo mucho después, el progreso y el escepticismo quisieron que esas historias se perdieran de la memoria colectiva, a pesar de la ingente tarea desarrollada por unos pocos historiadores locales; y el pasado, celoso de su secretos, las disolvió en la turbia bruma de los mitos.

Afortunadamente, todo esto llegó a mi conocimiento gracias a la curiosidad y el azar. Lejos de mí estaba acceder a semejantes relatos ya que, como periodista enamorado de problemas viejos, mi intención era buscar datos históricos muchísimo más profanos, cotidianos y terrenales. Estaba escribiendo un artículo sobre el movimiento obrero marplatense durante la década del veinte y de pronto, mientras hacía equilibrio sobre una silla desvencijada, tratando de rescatar de la humedad de un estante una carpeta rugosa de color marrón, desde lo alto cayó con estrépito contra el piso un manojo de papeles fuertemente atados con hilo.

En un primer momento no les di importancia. Los arrumbé contra un rincón y proseguí con mi búsqueda. Trataba de hallar un ejemplar del diario "El Trabajo", una antigua publicación periódica que estuviera a cargo del partido socialista, y en el que habían escrito prominentes personalidades políticas de principios de siglo. Hasta entonces mi universo teórico giraba en torno de los conflictos sociales y económicos del pueblo. Lo que por entonces no sabía era que, en breve, mi mente racional se debatiría con un problema que rondaba con lo mágico y lo maravilloso.

Hacia las cinco de la tarde, Francisco Rodríguez Santos, bibliotecario, archivero y amigo personal, abrió la diminuta puerta del sótano en donde se guardaban los documentos, y dejó que su voz se dispersara en medio de aquel laberinto de anaqueles de acero inoxidable:

—Ya estoy cerrar —dijo con vehemencia—. Andá terminando...

Le contesté que ya salía, y cuando me disponía a poner todo en su lugar, me percaté de la apariencia desgastada de aquel manojo de papeles atados. Los levanté del piso, desaté el nudo que los aprisionaba uno contra otros y dejé que mis ojos vagaran por una caligrafía que no me era familiar en absoluto. Aquello era un manuscrito, y por el tipo de letra que exhibía —retorcida, barroca, ceremoniosa en exceso— parecía ser muy antiguo. Traté de buscar una fecha y finalmente la encontré en la última página: 4 de julio de 1712.

Me quedé sorprendido. Esos cuatro dígitos rompían el marco cronológico en el que se encuadraba la historia de Mar del Plata, una ciudad fundada en la segunda mitad del siglo XIX y demasiado joven para que se pudiera conectar con la fecha en cuestión.

¿Qué hacían esos documentos en el archivo municipal? ¿De qué hablarían?...

Cuando salí del depósito me dirigí hasta el escritorio de Francisco y dejé caer violentamente los papeles justo frente a sus narices. Una pequeña nube de polvo empañó, por unos segundos, el rostro rubicundo de mi colaborador.

—¿Qué es esto? —le pregunté al tiempo que Frank agitaba las manos, evitando que la tierra se depositara sobre el teclado de su máquina de escribir—. Es demasiado viejo. Está fechado en siglo XVIII. ¿Ya los habías leído?

Rodríguez Santos se acomodó los lentes, me lanzó una mirada entre furiosa y simpática y agarró con ambas manos el manuscrito.

—Veamos —dijo con parsimonia, y los examinó durante unos tres minutos. Finalmente, levantó la cara y sin disimular la sorpresa preguntó:—¿De dónde los sacaste?

—No lo sé. Se cayeron de un estante; allá, en el fondo del depósito.

Frank volvió a sumergirse en aquel mar de tinta ensortijada.

—Esto es muy extraño —articuló por lo bajo—. Parece que te topaste con una crónica española desconocida.

—¿Qué?...

—Sí —replicó—. Si esto que tenemos acá es original saldremos en los diarios.

—Me estas engañando...

—No, en absoluto. Creo que estos papeles guardan, efectivamente, el estilo y la caligrafía del siglo XVIII.

Sin decir nada le quité los documentos de la mano, acerqué una silla al escritorio y volví a hojearlos con mayor detenimiento.

Me costó acostumbrarme a los tiempos verbales y a los giros idiomáticos que bombardeaban mis pupilas. Además, la humedad había destruidos algunos segmentos y las hojas crujían como si fueran a romperse con cada movimiento.

—Me parece increíble —profirió Francisco—. ¿Cómo nadie los encontró antes?

—Admitamos que son pocos los locos que piden permiso para entrar en este lugar —respondí mientras seguía con la vista un extraño diagrama dibujado sobre un costado de la hoja número tres.

—Es cierto, pero yo lo recorrí de arriba a abajo en más de una oportunidad y jamás los había visto.

No le respondí. Lo que alcanzaba a interpretar en el texto me estaba atrapando de un modo indecible.

—Frank, ¿quién es Tomás Papadopulos?

—Es un apellido griego, pero no tengo la menor idea quien pueda ser. ¿Por qué?

—Es el que firma las primeras tres páginas.

—Entonces —dijo volviéndome a sacar los papeles de las manos— esto es una compilación de informes escritos por diferentes personas. Mirá acá —ladró excitado y señaló la última carilla con su dedo índice—. Esta otra firma dice... Ramiro de la Garça.

—¿Portugués, no?

—Aparentemente... Y este otro, mirá, Juan Ibáñez Gutiérrez; ...Miguel Domingo de Jesús ... ¡Dios, esto es fantástico! Encontraste una recopilación de informes coloniales de diferentes épocas.

Me recosté sobre el respaldo de mi silla y estiré el cuello. Los nervios me estaban contracturando los hombros.

—¿Qué vamos a hacer?

—Por lo pronto debemos certificar que todo esto sea original.

—¿Cómo?

—Tengo que mandarlos a La Plata.

—¿Por qué a La Plata? —inquirí algo celoso.

—Acá no tenemos los recursos técnicos necesarios. El análisis de la tinta, del papel, del estilo caligráfico, todo, tiene que ser revisado con mucho cuidado.

—¿Y cuánto tiempo tardaremos en recibir los resultados?

Francisco hizo un mohín.

—Sólo Dios lo sabe. Puede que tres meses o más, si le prestan atención. Hoy mismo informo del hallazgo al departamento ejecutivo, pero vos sabés como son los políticos... Prometen celeridad en los trámites y todo queda en agua de borraja.

—Entonces —dije anticipándome a cualquier otro comentario—, exijo el derecho, como descubridor, de tener una fotocopia completa de todos los papeles.

—Es una petición razonable. Haré dos.

Un par de horas más tarde, cuando abandoné el archivo cargando las copias en una trivial bolsa de nylon con el logo de un supermercado local, tomé el colectivo que me llevaba a casa y permanecí tres días enclaustrado en mi estudio tratando de descifrar el misterio de aquellos manuscritos extraordinarios.

Desde entonces, toda mi vida cambió para siempre.

Lo que sigue es la historia que pude reconstruir tras la lectura de media docena de los informes compilados, escritos por soldados, sacerdotes y buscadores de fortuna que vagaron por estas pampas costeras, hace más de cuatrocientos años.

 

Juan de Garay no se contentó con re-fundar Buenos Aires en 1580. Ansioso por descubrir las riquezas del interior, envió a cuarenta de sus mejores hombres en pos de la plata y del oro que se suponía se acumulaban a montones a sólo jornadas de la desembocadura del gran río. Para ello, en noviembre del mismo año, organizó una expedición que tenía por objeto rescatar los tesoros que pudieran encontrarse y conseguir levantar asentamientos permanentes en lo que mucho después sería el corazón de nuestra provincia.

El viaje fue largo y penoso. Los altos pastizales robaban mucho de la perspectiva plana que actualmente disfrutamos cuando visitamos el campo, y el alimento era por demás escaso. Así todo, promediando diciembre, la hueste conquistadora arribó a la inmediaciones de las sierras de Tandil. Estaban cansados, con hambre y temerosos de los muchos indios que, sabían, merodeaban en el agreste paraje.

Escribe Juan Ibáñez Gutiérrez, escribano de Su Majestad y miembro de esta primera expedición, en noviembre de 1580:

"Por delante nuestro levantábase un cerro alto y chato en su cumbre, semejando una tabla inmensa, de esas que se usan para comer en las fondas. Tratamos de escalarlo para comprobar si, como decían algunos de nuestros hombres, desde lo alto podíamos ver toda la tierra y elegir nuestras futuras querencias, ésas que nos hicieran caballeros de pleno derecho. Pero los sucesos se confabularon negativamente contra nosotros. Fue como si el diablo mismo tomara posesión de toda la geografía. Primero, un grupo de indios salvajes se nos adelantó en la ruta y ejerció sobre nuestras personas penurias sin par. Como resultado de ello, doce de los nuestros murieron flechados en la base misma de la meseta; entre ellos mi compadre, Miguel Ortiz de Mastín, hombre abierto al contacto con las indias y querendón en su trato con las salvajes. Por sus muertes decidimos llamar a ese cerro, de legua y media de largo y trescientos metros de altura, con el nombre de "Los Difuntos", en honor de nuestros muertos, hechos héroes.

Poco más tarde, una tormenta de granizo se descargó como por arte de magia desde la cumbre, enfriando el aire e impidiendo que ascendiéramos (cosa rara en esa época del año). Finalmente, y para sorpresa de todos, la cima chata del cerro se cubrió por una densa neblina color gris plomo, tan amenazante como una ola gigante que cayera desde lo alto.

Permanecimos por cuatro días seguidos, con sus noches, al pie de "Los Difuntos" sin que la nube se desvaneciera. Ni siquiera los fuertes vientos de la mañana pudieron disiparla. Era algo extraño que metía miedo en el alma. Entonces, el capitán Gorriarán ordenó regresar sobre nuestros pasos para organizar una hueste mejor y más animosa, ya que era notable que en esas alturas neblinosas se ocultaban cosas maravillosas y de mucho valer.

Dejamos las serranías, pero jamás regresamos. Los acontecimientos en la villa del Buen Aire nos retuvieron por años en ella. Muchos de nosotros debimos regresar a España en temporadas y cuando la vejez nos sorprendió arrinconados en sillas mullidas, sólo nos quedó el recuerdo de nuestros amigos muertos allá, en el sur".

Pero las primeras experiencias, recogidas en aquella incursión, quedaron en la memoria de muchas personas. Con el tiempo, empezó a circular en Buenos Aires el rumor de que el oro exudaba vapores y que eso era lo que formaba el casi permanente manto de niebla que cubría a "Los Difuntos". Variadas y numerosas empresas fueron prohibidas por el gobernador y hasta el año 1612 no fue posible encaminar las botas y los caballos hacia el misteriosos lugar. Recién en la fecha citada, un grupo de sacerdotes dominicos y media docena de caballeros españoles, acompañados por criollos, indios y negros esclavos traídos de África, lograron conseguir la autorización del gobierno local para marchar hacia la sierra de los muertos y del oro, que era como la llamaban.

Arribaron a la base del cerro tras dos meses de marcha y, tal como la leyenda contaba, la encontraron cubierta de nubes en la cima.

Escribe el cocinero de la expedición, Tomás Papadopulos:

"Iniciamos el ascenso bien temprano, por la mañana. Hacía frío y una leve garúa caía desde lo alto. No fue un trabajo difícil llegar hasta la mitad de la ladera rocosa, que se elevaba como un tobogán natural hacia el cielo. El capitán del grupo, un hijo de portugueses llamado Ramiro de la Garça, encabezó la escalada.

Para las cuatro de la tarde todos estábamos sumergidos en un mar de nubes, en la que era imposible ver a más tres metros de distancia. Caminábamos casi a tientas y tropezábamos cada vez que queríamos apurar el tranco. El capitán y el padre González Chávez, un dominico fanatizado por la fe, gritaban a diestra y siniestra dando órdenes y quitándonos el miedo que muchos de nosotros sentíamos en semejante paraje. Alguien dijo que estaba encantado y que ninguno saldría de allí con vida. Ese pobre infeliz fue de inmediato pasado a cuchillo por un teniente de la compañía, impidiendo que difundiera el terror entre los demás. Desde ese momento nadie dijo palabra. Sólo obedecimos y seguimos avanzando. A poco de andar, divisamos un gran bosque de pinos y como ya era bien entrada la tarde me ordenaron preparar la cena y levantamos campamento. Fue la peor noche de toda mi vida y en ella pude comprobar, antes de huir desesperado hacia la base, que los demonios sí existen y que tienen rostros de animal; pues allí en la cima, ocultos por la niebla y las densas arboledas, se esconden los seres más repugnantes y salvajes que jamás haya yo visto: los cinocéfalos, los hombres bestias con cabeza de perro [...]".

Debo confesar que, como lector no especializado en el tema, me sorprendí al leer semejante barbaridad. Una sonrisa incrédula se me dibujó en los labios y traté de imaginarme al griego escribiendo y contando a sus conocidos tamaña experiencia. ¡Cinocéfalos! ¿A quién se le ocurriría semejante tontería?... Sólo después, tras una consulta a un historiador amigo, supe que esas exageraciones eran no sólo comunes en épocas de la conquista, sino también creídas a pies juntillas tanto por los supuestos testigos como por lo ocasionales oyentes. Eran los mitos movilizadores, esos que impulsaron a más de un delirante a buscar comarcas mágicas en el interior del continente. Para esas gentes no era nada raro toparse con seres de rostros perrunos, gigantes o enanos caníbales capaces de arrancarle a uno las entrañas a mordiscones. Las distancias eran aliadas de las exageración y cuanto más lejos iba uno, mayores maravillas eran posibles encontrar.

De todas formas me entusiasmé con la leyenda. Mar del Plata era una ciudad que, hasta entonces, carecía de ellas y ese documento bien podía inaugurar una nueva época en relación con el tema. Si a pocos kilómetros del balneario era factible encontrar una sierra con una tribu de hombres con cabeza de perro, el turismo místico y de aventura podía aumentar, dándole a los suburbios montañosos de la ciudad un romanticismo del que carecía.

No me quedé con el testimonio de Papadopulos. Seguí leyendo el resto de los informes, tratando de tener una visión de conjunto a partir de esos relatos independientes. Entonces, inesperadamente, me topé con los escritos de un tal Miguel Domingo de Jesús, un incrédulo que, digno es de notar, jamás había viajado a la sierra y escribía sus opiniones desde una cómoda casona en Buenos Aires.

 

"Notable es la autoridad que logran y en todos tiempos lograron, no sólo en el vulgo, mas aún en mucha gente de letras, las tradiciones populares. Puede temerse que desvanecidas con el favor que gozan, aspiren a hombrear con las Apostólicas. El Autor que para cualquier hecho histórico cita la tradición constante de la Ciudad, Provincia, ó Reino donde acaeció el suceso, juzga haber dado una prueba irrefragable a que nadie puede replicar. Varias veces he mostrado cuán débil es este fundamento, si está destituido de otros arrimos, para establecer sobre él la verdad de la historia; porque las tradiciones populares no han menester más origen que la ficción de un embustero, ó la alucinación de un mentecato. La mayor parte de los hombres admite sin examen todo lo que oye. Así en todo Pueblo, ó territorio hallará de contado un gran número de crédulos cualquiera patraña. Estos hacen luego cuerpo para persuadir a otros, que ni son tan fáciles como ellos, ni tan reflexivos que puedan pasar por discretos. De este modo va poco a poco ganando tierra el embuste, no sólo en el País donde nació, mas también en los vecinos; y entretanto con el transcurso del tiempo se va obscureciendo la memoria, y perdiendo de vista los testimonios ó instrumentos que pudieran servir al desengaño. Llegando a verse en estos términos, van cayendo los más cautos, y a corto plazo se halla la mentira colocada en grado de fama constante, tradición fija, voz pública. Refiere Olao Magno, que habiéndose desgajado por un monte altísimo la poca nieve que en la cumbre había movido con sus uñas un pajarillo, se fue engrosando tanto la pella con la nieve que iba arrollando en el camino, que hecha al fin otro monte de nieve, arruinó una población situada al pie de la montaña".

Esta visión tan fría de las cosas, tan científica, me descorazonó un poco. En mi fuero interno quería creer que todo aquello era cierto. Por suerte, y tras sortear una serie de textos tan aburridos como ilegibles, llegué al documento que me catapultó al mismo mundo imaginario de Papadopulos.

Estaba escrito por un gallego, Rodrigo Arias Melaztomo, y en él se hablaba de un reino aislado, perdido sobre una meseta bonaerense, que rápidamente identifiqué con "Los Difuntos". Con toda seguridad el autor desconocía el testimonio del cocinero griego, ya que había escrito casi sesenta años después de la fantástica experiencia del heleno.

 

"Altas laderas me impidieron seguir el paso. La meseta era majestuosa y con esa nube inmóvil sobre su cumbre metía miedo en los huesos. Subí... [aquí el texto está roto]...

Maltratándome, escupieron mi rostro con flemas amarillentas, salidas de esos hocicos alargados y repugnantes semejantes a los de canes rabiosos. No eran altos, pero su complexión era fornida y podían levantar a un hombre con un solo brazo sin ningún esfuerzo. Portaban largos palos a modo de armas y pude ver cómo salían del interior de la tierra a través de una cueva profunda que se metía bien hondo en la montaña. Era evidente que vivían en hoyos, como los topos, y sólo salían a cazar para buscar alimentos. No tenían civilización ni policía y eran más animales que hombres [aquí el texto se destruye]".

Tenía que comprobar de alguna forma que algo de verdad se ocultaba detrás de la leyenda de los cinocéfalos, por ese motivo me prometí a mí mismo hacer un esfuerzo y viajar, en el primer fin de semana libre que tuviera, a la famosa sierra. Debo reconocer que me disgustaba bastante tener que escalarla ya que mi disposición natural al deporte era —y es— absolutamente nula.

Me resistí durante algunos días, justificando mi negativa a enfrentar la naturaleza con el ya consagrado trabajo de archivo en las dependencias del diario local más leído de la ciudad. Me aboqué a consultar unas viejas colecciones en los depósitos de la avenida Champagnat, topándome en esa oportunidad con dos artículos policiales que llamaron de inmediato mi atención, y de los que tomé nota en mi libreta.

Uno de ellos hacía referencia al asesinato de un peón de campo; un pobre paisano encontrado despellejado en las cercanías de la vieja y angosta ruta 226, en las cercanías del paraje hoy conocido como Colinas Verdes. El artículo, fechado el lunes 6 de febrero de 1941, no tenía fotos pero la descripción del cuerpo era, en sí misma, espeluznantemente realista. Aquel infeliz había quedado hecho un simple despojo de carne fláccida y desgarrada, sin que nadie hubiera podido averiguar la causa y el autor de semejante crimen.

El otro artículo, de noviembre de 1979, hablaba de un hecho extraño, bizarro y casi ridículo. Una pareja de jóvenes campamentistas había denunciado un ataque, perpetrado por lo que ellos definieron como "monstruos velludos", en las inmediaciones del sistema de Tandilia. No se consignaba el lugar exacto, pero supuse que debía ser muy cerca de "Los Difuntos". Anoté sus nombres (puesto que se los describía como "vecinos de la ciudad") y regresé a casa con la firme decisión de ubicarlos para charlar con ellos.

No me costó mucho dar con la pareja, a la sazón casada y con tres hijos. Francisco, el archivero amigo, me brindó para el caso una ayuda imponderable. El matrimonio vivía en una casa despintada y fea del barrio La Perla, y cuando me presenté y les expliqué el propósito de la visita, se pusieron tensos y extrañados. En un primer momento, rehuyeron a hablar. Parecían angustiados por recuerdos que ya creían olvidados. Sólo después de varias llamadas telefónicas, con sus súplicas pertinentes, accedieron a recibirme en el living modesto de la casita.

—Nos trataron de locos —dijo el hombre tras relatar la ascensión a la sierra, la organización del campamento y el sorpresivo ataque de los monstruos—. Nadie nos creyó y no faltaron los que dijeron que todo era una pantalla del gobierno militar para desviar la atención de la gente hacia temas estúpidos.

—Pero fue verdad —arguyó la esposa—. ¿Qué íbamos a ganar nosotros con esa historia? El susto que nos dimos fue terrible. Yo estuve varias semanas sin poder dormir serenamente.

—Sí, casi nos matan —sentenció el marido tomándole el brazo.

Me había propuesto dejarlos hablar. No quería influenciarlos con mis recientes lecturas, por lo que me limité a mover afirmativamente la cabeza, enarcando las cejas, en señal de interés. La pareja parecía estar convencida de lo que decían.

—Dígame —interrumpió la mujer—, ¿a qué se debe su interés por este tema? Hace años que todo el mundo parece haber olvidado nuestra historia...

No le di tiempo a que empezara a bombardearme con preguntas y me despaché con una serie de explicaciones concisas, que ni yo mismo entendí. Creo haberles dicho que recopilaba leyendas antiguas de Mar del Plata y que me había topado con la experiencia de ambos en un viejo diario. Y era cierto.

—Entonces no nos cree —articuló con voz baja el hombre.

—No, no es eso —dije anticipándome a otro comentario—. Sucede que tengo pruebas que pueden certificar lo me cuenta y quería escuchar de ...

—¿Qué clase de pruebas?

Me quedé en silencio unos segundos. Ninguno de los dos me había descrito a los monstruos. Se referían a ellos con palabras poco claras, por lo que requerí me dieran un perfil físico de sus atacantes. Miré fijamente a la mujer y pregunté:

—¿Cómo eran esos seres?

Y a boca de jarro, sin pensar siquiera la respuesta, respondió:

—Como perros. Eran hombres con enormes cabezas de perros.

Un escalofrío me recorrió el espinazo.

Papadopulos volvía a encontrar, después de tres siglos, nuevos aliados.

 

Me bajé del colectivo en Colinas Verdes y observé los campos cultivados de los alrededores, custodiados por las grandes sierras del sistema de Tandilia. El contraste entre la pampa y los cerros era singular. Parecía que la naturaleza hubiera generado caprichosamente sobre la planicie aburrida de los labrantíos, enormes forúnculos pétreos para que el viajero se preguntara, una y otra vez, respecto del origen de aquellas montañas. De hecho, estaba pisando uno de los suelos más antiguos del planeta. Cientos de millones de años atrás, esos picos eran tan altos como los Andes, o los Alpes. Sólo la erosión del agua y el viento los había convertido en las poco sinuosas mesetas que se levaban ante mi vista.

El chofer del micro giró en una rotonda de tierra, aguardó quince minutos y pegó la vuelta para Mar del Plata. Allí terminaba su recorrido; y como era sábado, no había nadie en las inmediaciones de la parada. Sólo un almacenero apostado en la puerta de su comercio, que me saludó indiferente con un leve movimiento de cabeza.

Sin decir nada, me acomodé la pequeña mochila que traía sobre la espalda y marché con paso firme en dirección de la sierra de "Los Difuntos", a unos doscientos metros de distancia.

¿Qué pretendía encontrar en la cima? No lo sabía. Por lo pronto, el cerro ya no tenía la proverbial nube de las crónicas españolas, ni se plantaba con la dignidad aterradora de antaño.

Salté el alambre de púas que bordeaba la ruta y comencé a ascender por la ladera.

Media hora después, mi corazón bombeaba sangre con un ritmo desenfrenado. Me agité, por lo que tuve que parar constantemente cada diez pasos a tomar aire y recuperar la fuerza de las piernas. Finalmente, para el mediodía, había alcanzado la cumbre.

Desde la base del cerro era imposible imaginarse lo grande que era aquella planicie elevada. Extensa y pelada, sólo rocas y viento habitaban el lugar. Los pocos bosques que se apretaban al suelo, se situaban sobre las laderas internas de un abra redondeada que encerraba, allá en la pampa, un molino destartalado con su tanque de agua.

Recorrí la meseta durante tres horas, alejándome más y más de la ruta 226 que corría de abajo . Observaba el paisaje con curiosidad. Buscaba huellas de asentamientos primitivos, piedras talladas, altares, algo que me indicara que ese lugar había estado habitado desde hacía siglos. Pero sabía que no estaba preparado para reconocer esas cosas. No era arqueólogo o historiador, sino un modesto periodista de pueblo con demasiadas cosas fantásticas en la cabeza. ¿Qué había sucedido con mi centrado positivismo? Yo era un hombre serio, o al menos así me gustaba que me vieran. Jamás me había colgado al tren de la fantasía; pero ahí estaba, conduciendo su locomotora a toda velocidad en pos de monstruos mitológicos.

Hacia las cinco de la tarde, cuando los rayos del sol ya se debilitaban en vísperas de la temprana noche invernal que se avecinaba, observé a lo lejos una oquedad de gran tamaño que semejaba una cueva, sin serlo del todo. Caminé en dirección a ella algo indeciso. Ya era tarde y si no pegada la vuelta de inmediato la oscuridad iba a caer sobre mí en pleno descenso. Eso no era bueno, pero la curiosidad fue más grande que el temor a ser devorado por las tinieblas.

Sorteé piedras descomunales por espacio de diez minutos y llegué a la entrada del agujero. En efecto, no era la típica cueva de la películas; representaba sólo una saliente rocosa muy pronunciada, dentro de la cual observé los restos de un fogón. Alguien había estado acampando en el sitio, no hacía mucho tiempo. Di un vistazo a los muros tapizados de hollín y me subí el cuello de la campera con la firme intención de iniciar el regreso, pero de repente un chubasco helado empezó a descolgarse desde el cielo y toda la superficie de la meseta se empapó en minutos, volviéndose resbaladiza y peligrosa. Sólo un rato más tarde, la lluvia se volvió persistente. El anhelado retorno a Mar del Plata, a un buen baño caliente y a mi cama, debió posponerse. Para las ocho de la noche la oscuridad era casi total y de no haber sido por los troncos residuales del viejo fogón, hubiera tenido que pasarla inmerso en la penumbra.

Maldije mi falta de cálculo. Tendría que haber bajado de aquel cerro mucho tiempo antes. Pero ya era tarde para lamentarse.

Dos horas más tarde, un viento congelado despejó el cielo y la negritud del cielo se iluminó con la luz de una luna menguante, mortecina y lúgubre.

¿Acaso estaba volviéndome loco? ¿Cómo era posible que estuviera pasando la noche en medio de una montaña, solo y sin comida? Evidentemente, muy dentro mío, no creía en nada de lo que había leído y escuchado en los últimos días. De tener la "mente abierta", como decían los newagers que salían permanentemente por televisión argumentando irracionalidades, jamás hubiera permitido que el crepúsculo me sorprendiera alejado de la civilización (por más que ésta estuviera a sólo tres horas de viaje). Mi carácter miedoso de la infancia parecía nunca haber existido.

La cueva me resguardó del frío. Sus paredes, alisadas por la erosión, reflejaban la luz de la fogata que había prendido, produciendo un extraño efecto de movimiento permanente todo a mi alrededor. Me senté, abracé con los brazos mis piernas flexionadas y así, en una posición fetal semejante a la de las momias del noroeste, permanecí en silencio luchando contra el sueño. Fue entonces cuando advertí que mi propia sombra se reflejaba en el aire espeso del recinto en el que me hallaba.

Me asusté y, sobresaltado, advertí que una niebla densa y blanca se devoraba el paisaje y el firmamento estrellado. Me encontraba dentro de una sopa gaseosa tan espesa como el algodón, que impidió en segundos ver más allá de mi brazo extendido.

Cinocéfalos.

La palabra retumbó en mi cabeza con fuerza, e imágenes salidas de mapas medievales y viejas películas de Hollywood se reeditaron en las misteriosas circunvalaciones de mi cerebro, trasladándome a un tiempo sin sentido, en el que todo era posible.

Volvía a sentir miedo. Un miedo que se dilató hasta el infinito cuando advertí que tres o cuatro sombras, que no eran reflejos de la mía, me rodeaban en silencio, ocultas por el muro de neblina.

Retrocedí hasta el fondo de la cueva y protegí la espalda con las rocas.

—¡¿Quién anda ahí?! —grité impostando mi tono de voz, que salió por la garganta como si fuera la de un militar retirado, pretendiendo imponer su jubilada autoridad.

No contestó nadie, pero las siluetas seguían moviéndose delante mío. Podía distinguir sus contornos humanos del cuello hacia abajo, porque las cabezas en nada se parecían a las de un Homo Sapiens evolucionado. Se veían extrañamente alargadas, oblongas; semejantes a las de un perro. De repente, la leyenda se volvía realidad ante mi helada sorpresa; y cuando menos lo esperaba, un hocico repleto de colmillos se abrió paso entre la niebla con las fauces abiertas de par de par, exudando una baba amarillenta y asquerosa, que se sacudió con el alarido infrahumano salido de su garganta.

Grité, horrorizado, con una fuerza que parecía salirme del estómago. Caí de rodillas al piso, tomándome los oídos con ambas manos y sentí una corriente cálida correrme por las piernas: acababa de orinarme encima.

Las sienes me latían, los ojos se me nublaron y antes de que tomara cabalmente conciencia de mi propio espanto, perdí el conocimiento.

Cuando me desperté estaba tendido sobre bosta de vaca, en medio del campo y a más de trescientos metros de la cueva. De hecho, estaba en la planicie en la que se levantaba el molino maltrecho que la tarde anterior había visto desde la cima. Alguien me había trasportado hasta allí. Estaba sucio y con la campera tajeada a la altura de las costillas. Me examiné y vi que no estaba herido. Traté de reincorporarme pero al apoyar todo el peso de mi cuerpo sobre el brazo derecho, éste de hundió repentinamente hasta el hombro en lo que pareció era la madriguera de un peludo.

Maldije en voz alta y lo saqué de un tirón, desparramando una buena porción de tierra negra y fértil sobre la boca misma del hoyo. Cuando observé con cuidado, advertí que un objeto de extremos romos, largo y de un color marrón apagado, se mezclaba con el humus, el excremento y el pasto recién arrancados del suelo.

Era un fémur. Un fémur que parecía humano.

Lo tomé entre las manos, le limpié la tierra que tenía adherida a su superficie y me lo guardé en el bolsillo de la campera, conteniendo el impulso de seguir excavando.

Me paré, traté de sacar fuerzas de algún lado y, muerto de cansado, rodeé por la llanura toda la base de la sierra en dirección a la ruta.

Para las seis de tarde, ya estaba en casa.

Cuatro meses más tarde, Francisco recibió los resultados del análisis, practicado a los documentos en el laboratorio de La Plata.

Eran falsos. La tinta, el tipo de papel, e incluso los giros lingüísticos no se correspondían con las fechas que los papeles consignaban. A lo sumo tenían sólo cien años de antigüedad. Eran un fraude grosero, de mala calidad y sin intenciones claras.

Jamás escribí el artículo que pensaba publicar al respecto. Tampoco hice público el estudio que le practicaron al fémur con carbono catorce, razón por la cual nadie se enteró que el mismo tenía casi cuatrocientos veinte años de enterrado.

Francisco se rió de mi experiencia en "Los Difuntos" y no me animé a conversar de nuevo con el matrimonio informante.

Desde entonces he dudado de mis sentidos, y mi cordura no es más el bastión inexpugnable que solía defender a capa y espada; aunque debo confesar que por las noches, cuando oigo aullar a los perros vagabundos, los pelos se me erizan de terror

Naturalmente, jamás regresé a la sierra.

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Historias apócrifas de Mar del Plata

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