Tras la huellas del Paititi

El llamado del Guacamayo 
Expedición Amarumayo 2000 
Por Fernando J. Soto Roland 
Profesor en Historia

Solía ser conocido en lengua quechua como Amarumayo, o “Río de la serpiente[1], aunque hoy en día dicho nombre esté prácticamente olvidado y sólo podamos encontrarlo en las antiguas crónicas españolas de los siglos XVI y XVII. Es que la furia peninsular por rebautizarlo todo arrasó con las toponimias que los incas y otros pueblos habían utilizado durante siglos, imponiendo una forzada y nueva clasificación a infinidad de lugares y accidentes geográficos que, con el tiempo, terminó siendo incorporada por todos aquellos que leemos mapas.

A la conquista física y material de América se le sumó otra ejercida por la palabra; y nuevas etiquetas (que muchos aún se resisten a admitir), produjeron la engorrosa costumbre de designar a un mismo sitio con nombres diferentes. Este es el caso del río Madre de Dios, imponente representante de la cuenca amazónica, a quién los aborígenes machiguengas que viven en sus cercanías, continúan denominando como Amarumayo, haciendo caso omiso a más de cuatrocientos años de conquista y evangelización.

Pero en todos los atlas es el nombre cristiano el que prevalece sobre la adorada serpiente incaica. Su nombre actual ya no es señal de nada, a no ser de la imposición de los valores europeos sobre los pueblos americanos. Decir Madre de Dios es no tener en cuenta el aspecto mismo del río; lleno de meandros que dan vueltas y más vueltas por una geografía color verde y absolutamente cubierta de vegetación: la selva misma.

Además, la referencia directa al ofidio nos remite claramente a un aspecto zoológico del área que los incas parecen haber conocido muy bien; ya que, todo a lo largo del curso del río, se despliegan las madrigueras de las temidas chuchupis, una de las mayores serpientes venenosas del Amazonas, y de la jergona, otra respetable serpiente ponzoñosa, que ha desvelado el sueño a más de un explorador.

Basta con viajar al Perú, e instalarse en el Cusco, para advertir la mágica atracción que la región conserva en la actualidad. Decenas de agencias de viajes invitan a los turistas a comprar sus boletos aéreos hacia la ciudad de Puerto Maldonado, capital del departamento amazónico de Madre de Dios, que ha tomado del río mismo. Desde allí, los viajeros pueden recorrer parte del Parque Nacional del Manú, la mayor reserva de biosfera del planeta, y entrar en contacto con una naturaleza que se nos vuelve cada vez más lejana y exótica. Se estima en más de 1.000 el total de especies de aves que hay en el parque y en unas 200 las especies diferentes de mamíferos. Las flores varían entre 2.000 a 3.000 especies distintas, siendo probable que por lo menos el 10 % sean aún desconocidas para la ciencia. Y ni qué hablar de los 30 millones de tipos de insectos que pululan por aquel bosque tropical.

Hay mucho que rebanar en las selvas orientales de los Andes peruanos, y no sólo en asuntos de ecología, zoología o botánica. La historia de la región guarda aún numerosos secretos; ésos que mezclan realidad con fantasías y hechos documentados fehacientemente con productos seculares del imaginario colectivo.

En realidad, son pocos los acontecimientos históricos registrados que jalonan la historia de esta apartada región. Existen huellas muy antiguas de ocupación humana en forma de petroglifos y otras evidencias aisladas en las orillas de tortuosos ríos, que conservan muy atractivos nombres como Palatoa, Piñi Piñi o Shinkibenia.

Durante la época virreinal toda la zona cayó en un largo olvido, con excepción de unas poco fructíferas expediciones que, saliendo de Cusco, pretendían descubrir el reino de El Dorado. Uno de esos intentos fue protagonizado por un hidalgo salamanquino llamado Juan Álvarez de Maldonado; a quién el Gobernador del Perú, Lope García de Castro, le encomendara una Jornada de descubrimiento a los Mojos del Paititi, en mayo de 1568.

Pero el pobre de Maldonado no estaba preparado para soportar las inclemencias de la selva, ni los astutos comportamientos bélicos de los indios que habitaban la región; y si a eso le sumamos los conflictos surgidos dentro del seno de los propios conquistadores españoles, tenemos el porqué del flagrante fracasó del ambicioso aventurero.

Maldonado no descubrió el rico reino que buscaba.

El Paititi, con sus supuestas riquezas áureas, mantuvo su carácter de inexpugnable. Y lo mantendría hasta la actualidad, puesto que aún en nuestros días hay quienes lo buscan con la esperanza de encontrar en él el mítico (y nunca existente) Tesoro Perdido de los Incas.

Como puede sospecharse, el cauce del Madre de Dios es mucho más que una corriente fluvial en la que practicar remo. Sus aguas son las que conducen a un mundo que pareciera hoy perdido, poblado de animales salvajes, sociedades aborígenes que tienen escasos o nulos contactos con el “hombre blanco” y potenciales ciudades perdidas por descubrir.

 El viejo Amarumayo es la puerta de salida del sistema globalizado que soportamos y la de entrada a un universo que nos hemos acostumbrado a ver sólo en el cine. 

Como he sostenido en otra oportunidad[2], es probable que lo antedicho suene demasiado rimbombante y cargado de un romanticismo hoy fuera de moda. Pero aquellas personas que hayan experimentado en carne propia la fabulosa experiencia de explorar parte de las selvas peruanas, sabrán que en ellas se esconden posibilidades insospechadas y que al menos en aquellas latitudes es posible que se mantengan escondidos por la selva más de un poblado precolombino, muchos de ellos de factura incaica.

En el Cusco, muy pocos son lo que descreen en la existencia de tales yacimientos arqueológicos. El ciudadano común, tanto como los especialistas de la Universidad de San Antonio Abad, están convencidos de que las selvas orientales obligarán a reescribir parte de la historia prehispánica y colonial. No en vano el descubrimiento de momias chachapoyas, hace muy pocos meses, ha despertado un renovado interés por la historia de la ceja de selva del Perú.

Es posible que fueran mis numerosos viajes a la antigua capital incaica los que me inclinaran a creer  en relatos que hace algunos años hubieran despertado mi más despectiva hilaridad. Por otra parte, las experiencias que viví durante la Expedición Vilcabamba ’98 (mientras transitábamos los desfiladeros tropicales de la cuenca del río Pampaconas, rumbo a las olvidadas ruinas de Vilcabamba “La Vieja”) abrieron ampliamente mis perspectivas. Supe entonces, y sé hoy, que muchas leyendas populares en circulación desde hace siglos, guardan una enorme cuota de verdad. Sólo falta tener la fuerza de voluntad suficiente para seguir los rumores de los campesinos aislados que habitan los bordes mismos de la selva, para poder encontrar  restos arqueológicos de variable significancia histórica.

Regularmente, los diarios peruanos publican sobre el hallazgos de ruinas en regiones poco accesibles. Muchos de estos titulares suelen estar teñidos de sensacionalismo y un alto porcentaje de ellos sólo son débiles aportes a la historia y la arqueología del Perú prehispánico. Con todo, representan el síntoma de que en aquel país el tema sigue interesando y enviando, temporada tras temporada, a decenas de exploradores y aventureros en pos de ciudades perdidas.

Resulta extraño que empresas como esas perduren en la actualidad, pero perduran. El hecho de que aquí, en Argentina, no estemos acostumbrados a leer noticias de ese tipo, no significa que sean inexistentes. La selección de la información, realizada por las grandes agencias noticiosas internacionales, rara vez considera importante el descubrimiento de un templo, de un palacio o pucará aislado. Sólo los grandes hallazgos consiguen vencer al alud noticioso de temas políticos y económicos. El resto queda para los especialistas y pobladores locales. Aunque muchas veces éstos últimos no se sorprendan, por el hecho de haber convivido con los “descubrimientos” desde siempre.

Nuevos senderos

A lo largo del siglo XX, decenas de investigadores han estado remontando el Madre de Dios, o Amarumayo, detrás de un nombre que ya es leyenda: el Paititi.

Pero no es este siglo que termina el único en ser testigo de tales esfuerzos. Durante la época colonial, los intentos por alcanzarlo se dieron en serie y desde diferentes puntos. Unos lo buscaron desde Santa Cruz de la Sierra (hoy Bolivia), otros desde Asunción del Paraguay y finalmente, los últimos, desde la ciudad de Cusco[3].

Ninguno pudo llegar al objetivo. Nadie jamás encontró la mítica ciudad de oro y plata, que resguardaba de la avaricia peninsular al tan mentado tesoro del inca Atahualpa. Sólo en la perdurable tradición oral, es factible hallar plasmadas las descripciones fantásticas de tan misterioso pueblo. Por lo tanto, el Paititi del imaginario sigue perdido en la selva. Y lo seguirá estando hasta que no se reformule parte del mito originario.

Si continuamos buscando las riquezas de la leyenda, es muy probable que el Paititi siga siendo un mero, aunque fascinante, relato de fogón.

Más allá del análisis que pueda hacerse desde la perspectiva de la historia de las mentalidades (estudiando por qué y cómo actúan los mitos auríferos en las selvas del Perú), creo que se hace necesario desromantizar un tanto el tema y concluir que aquello que llamamos Paititi no es otra cosa que un conjunto de ruinas, posiblemente de origen incaico, ocultas por la espesura tropical, sin otro valor que el histórico. El hecho de poder encontrar estos rastros en una región a la que tradicionalmente los incas no dirigían sus sandalias, permitiría recrear un panorama una tanto más completo del alto grado de adaptabilidad de este pueblo precolombino.

Las sendas trazadas por los quechuas (los impresionantes caminos empedrados que recorren miles de kilómetros en todas direcciones) aún no están del todo detectados. Sin ir más lejos, el año pasado (1998) un grupo de exploradores descubrió, en una zona de gran circulación turística, un nuevo camino hacia la ciudadela de Machu Picchu. Por nuestra parte, en la región del valle del río Vilcabamba, tuvimos la fortuna de toparnos con una ramal inca secundario que nos condujo a un pequeño templo sin catalogar.

La red de rutas es inmensa y periódicamente se detectan antiguos senderos en plena selva oriental; muchos de los cuales son vistos desde el aire y permanecen todavía inexplorados. Varios investigadores cusqueños dedican parte de su tiempo libre a rastrear esos caminos, obligándonos a rediseñar los antiguos mapas, una y otra vez.

Y no son pocos aquellos que esperan toparse con el Paititi al final de la trocha.

Algunos de los intentos contemporáneos en pos del Paititi 

Desde la década de 1960, el investigador arequipeño Carlos Neuenschwander Landa, llevó a cabo un total de más de veintisiete expediciones en pos del Paititi en la zona de la denominada Meseta de Pantiacolla, al oriente del Cusco. Sus agobiantes viajes, relatados en un pequeño libro de muy limitada circulación[4], son un compendio de lugares arqueológicos escasamente conocidos fuera del Perú, como también una interesante recopilación de tradiciones orales que refieren constantemente sobre las míticas ruinas de las que hablamos[5]. En sus idas y venidas, Neueschwander logró hacer públicas interesantes fotos de caminos incaicos, sólo inspeccionados desde el aire, como así también de lagunas “sagradas” y petroglifos (dibujos hechos sobre las paredes rocosas de las montañas) que muchos insisten en relacionar con los incas que, en el siglo XVI, huyeron a las selvas tras la conquista española.

En agosto de 1970, y estimulados por los escritos del explorador peruano, un grupo de “gringos”, subvencionados por la revista Peruvian Times, decidieron organizar una expedición con el objeto de llegar al Paititi. Su director, el norteamericano Robert Nichols, asociado con los franceses Serge Debrú y Gerard Puel, emprendieron un recorrido terrestre con el que pretendían alcanzar la Meseta de Pantiacolla. Guiados hasta determinado punto del camino por dos lugareños, los exploradores decidieron   seguir solos el tramo que les quedaba y desaparecieron. Nunca se volvió a saber de ellos. La selva se los tragó definitivamente.

Como era de prever, con la noticia, el imaginario se desató. La fama de la región creció y se difundió en gran parte del mundo, alentando a otros a resolver no uno, sino dos misterios: el de la perdida comunidad inca y el de los tres exploradores desvanecidos.

En 1977 un joven estudiante de medicina japonés, Sekino Yoshiharu, penetró en la región para identificar unas supuestas pirámides descubiertas en fotos satelitales tomadas  por el Landsatt II en 1975 (y que, a la postre, terminaron siendo meras formaciones naturales). De regreso a la civilización, Yoshiharu aseguró conocer, por boca de ciertos aborígenes, que el grupo de Nichols había sido asesinado por indios machiguengas.

 Esta acusación, endilgada a una tribu que mantiene regulares contactos con el denominado “mundo civilizado”, no fue bien recibida por muchos “buscadores del Paititi”. Neueschwander, por ejemplo, afirmó haber obtenido datos muy distintos al del joven explorador japonés. Según el investigador peruano, un informante machiguenga y los resultados de una misión norteamericana, permitieron establecer que el grupo de Nichols había sido asesinado por los miembros de una misteriosa tribu, conocida bajo el nombre de Paco-pacoris.

Los Paco-pacoris son un complemento interesante de la leyenda áurea del Paititi. De acuerdo con la tradición oral, los Pacoris constituyen un supuesto grupo de “elite” de origen inca, cuya única y sagrada misión consiste en proteger las ruinas de las numerosas “ciudades perdidas” de la selva. La ferocidad del grupo es bien conocida en los relatos populares y varios afirman que el Secreto del Paititi perdura por el sólo hecho de tener tan  diligentes custodios. Se dice que, aunque escasas, existen personas que juran haberlos visto, o tener contacto directo con ellos; describiéndolos como individuos muy altos (2,20 a 2,30 metros), belicosos y absolutamente comprometidos con su misión.

Puede que esto suene a fantasía (y lo más probable es que así sea), pero lo más interesante del tema es que la creencia en los Pacoris está profundamente incorporada en las mentalidades de la gente que habita las laderas orientales de los Andes peruanos. Personas de todos los estratos sociales y de muy diversos niveles culturales nos hablaron de ellos, dándoles un lugar cierto dentro del catálogo oficial de “tribus amazónicas”. Cosa que aún no ha ocurrido, y es probable que nuca ocurra [6].

De todos modos, los Paco-pacoris condimentan la región del Pantiacolla con el encanto romántico de poseer una “tribu perdida".

En agosto de 1979, Herbert y Nicole Cartagena, dos estudiosos un tanto sui generis del mundo incaico, comunicaron por radio desde la selva que habían avistado, a lo lejos, una meseta en la se levantaban construcciones en ruinas de inmensas dimensiones; y al mismo tiempo, sostuvieron haber observado “salvajes gigantes de más de 2 metros de altura”.

Como era de prever, la expedición de los Cartagena tuvo inconvenientes y nunca llegó a la cima de la mencionada meseta, no pudiéndose comprobar nada de lo que informaran por radio. El 17 de agosto, el matrimonio requirió ayuda de un helicóptero para poder salir de la región, salvando a duras penas sus vidas. Pero el fracaso no los amilanó. Ese mismo año (1979), siguiendo una ruta diferente, los Cartagena descubrieron las ruinas de una ciudadela incaica conocida hoy en día con el nombre de Mamería [7]. Sus muros, destruidos en casi un 70 % y compuestos por ventanas y puertas trapezoidales, indican un inconfundible estilo arquitectónico inca. Además, las piezas arqueológicas recogidas en el sitio permiten suponer que Mamería representa una típica villa agrícola satélite o un puesto de avanzada fronterizo. Una prueba más de lo mucho que queda por desenmarañar en la jungla y una buena excusa para continuar con los intentos.

A inicios de la década de los ’80, un arqueólogo de la ciudad de Boston lanzó una serie de expediciones en pos del Paititi, después tres  prolongados años de preparación.

Acompañado por un guía cusqueño y un fotógrafo profesional, Greg Deyermenjian reactivó el interés por la elusiva ciudad, en una época en la que el cólera y los atentados del Sendero Luminoso invitaban a la mayoría de los aventureros a quedarse en casa.

Deyermenjian recorrió ampliamente la región del Pantiacolla, alcanzando los picos inexplorados de varios cordones montañosos y documentando numerosos sitios arqueológicos. Pero el Paititi de la leyenda no apareció.

  Tuvo esperar hasta 1996 para que las esperanzas se vieran reactivadas. Aquel año, el audaz explorador norteamericano, financiado por el mundialmente famoso Explorer Club, organizó la “Expedición Río Timpia”. Ésta tenía por propósito inspeccionar la mencionada cuenca buscando restos de antiguos caminos incas (esos que Neuenschwander había fotografiado desde el aire, hacía años).Las conclusiones a las que arribó son interesantes.

En primer lugar, sostuvo que el Timpia, por ser navegable en un largo tramo, constituye una excelente ruta de ingreso a la selva (ruta de escape, según Deyermenjian) y que sus cabeceras son estratégicas para el control de las aguas que se dirigen hacia el torrentoso río Manú[8]. En segundo término, que la senda de piedra avistada desde el avión era, efectivamente, un camino de factura incaica el cuál, corriendo desde las crestas de la zona de Paucartambo, se interna en la espesura, sin poder a la fecha saber cuál es su destino final.

Finalmente, en julio de 1998, mientras mis compañeros y yo transitábamos la ceja de selva hacia la ciudad de Vilcabamba, un grupo francés al mando de un periodista llamado Thierry Jamin se introdujo en la región del Pantiacolla con el objeto de probar que las denominadas “Pirámides” de Paratoari son, en efecto, una construcción artificial. Aún desconocemos los resultados de tal aventura, aunque los suponemos; ya que es un hecho que las mentadas “construcciones” no son más que morros cubiertos de follaje. La moda esotérica de fines de siglo se manifiesta en todas partes, incluso en plena jungla peruana. 

El llamado del Guacamayo

A un año de haber concretado el sueño de andar sobre los pasos de los últimos incas y convencidos de la posibilidad de rescatar de entre las ramas del trópico no sólo leyendas (ricas para una historia del imaginario), sino algún tipo prueba material del ingreso de los quechuas en la profundidad del Antisuyu, el grupo que conformo junto con los profesores Eugenio Rosalini y Juan Carlos Gasques, ha decidido, una vez más, seguir los datos de las antiguas crónicas españolas y emprender el proyecto denominado Expedición Amarumayo, Tras las Huellas del Paititi.

Como dije antes, se hace necesaria una relectura de la leyenda y orientar la búsqueda de sitios incaicos más allá de la famosa meseta de Pantiacolla, la cuál para nosotros no fue sino una mera escala en la larga ruta hacía el oriente[9].

Hasta la fecha, las iniciativas exploratorias se han limitado a recorrer únicamente la región de la famosa meseta, dejando fuera del área de exploración a la selva tropical al norte de la ciudad de Riberalta (departamento de Pando, norte de Bolivia). Creemos que estas discrepancias geográficas, que ubican al Paititi en dos zonas tan alejadas la una de la otra, se deben, básicamente, a dos motivos: (1º) A un moderno sentimiento nacionalista que se niega a colocar fuera de las actuales fronteras políticas del Perú al tan mentado Paititi, símbolo de la permanente resistencia incaica; (2º) A una larga tradición académica (hoy cuestionada) que considera poco probable la penetración incaica en lo profundo de la selva, negando la existencia de culturas amazónicas desarrolladas, capaces de recibir y, eventualmente, absorber a los Señores vencidos del Cusco.

Consideramos que los dos prejuicios señalados no se condicen con los datos testimoniales recogidos en crónicas, "noticias" e informes, recopilados a lo largo de los siglos XVI y XVII por soldados, aventureros y misioneros; ni con los descubrimientos recientes practicados en territorios de Perú y Bolivia (puestos de avanzada, de factura incaica, y restos pertenecientes a la cultura de los Moxos ).

 Dado que la zona boliviana al norte de la ciudad de Riberalta es la depositaria de innumerables "noticias" referidas al legendario Paititi, será nuestra intención incorporarla de manera prioritaria a nuestra expedición, con el objeto de aportar mayor información y evidencia respecto de ese reino amazónico, que muchas crónicas sindicaron como "aliado del Inca".

La posibilidad de poder encontrar en el área testimonios orales y/o restos arqueológicos de factura incaica (o con claras influencias incas), aportaría claridad a un misterio que lleva ya más de cuatrocientos años de existencia. La certificación de que, efectivamente, los incas alcanzaron esos alejados parajes, tras la caída del Cusco (1533) y de Vilcabamba (1572), manteniendo sus ritos, costumbres, ceremonias y formas de vida, aportaría mayor luz a los siguientes aspectos:

 

· Grado de asimilación de las costumbres incaicas por las tribus selváticas;

· Grado de penetración de los incas en el oriente americano;

· Supervivencia y gradual desaparición de la estructura política del Tahuantinsuyu en las selvas tropicales;

· Veracidad de los testimonios y noticias recogidos por los cronistas españoles;

· Valor y sentido de las leyendas y rumores populares que circulan en Perú y Bolivia;

· Relectura de los últimos años de la historia incaica y peso del imaginario colectivo en la actualidad.

Es un proyecto ambicioso, en el que nos proponemos remontar el río Amarumayo desde la localidad de Paucartambo y, siguiendo la ruta que hiciera el Inca Túpac Yupanqui en 1476, alcanzar (tras 1.100 kilómetros) la región en donde otra tradición (a nuestro entender con mayores pruebas documentales) ubica las ruinas del Paititi.

Marchamos tras las huellas de una leyenda. Y es posible que muchos lo vean como un acto de rebeldía contra muy urbanos principios racionales; pero alguien dijo una vez que “El que asesina a sus rebeldes afianza la seguridad y pierde su futuro”. Justamente por ese motivo nuestra vocación exploratoria nos lanzará nuevamente a las selvas de Sudamérica; porque no existe nada más atrayente, para aquel que las conoce, que seguir el fascinante llamado del guacamayo. 

Fernando J. Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Codirector de la Expedición Amarumayo 2000

Tras las Huellas del Paititi

Referencias

[1] De Amaru, serpiente y Mayo, río.

[2] Ver Las Ciudades Perdidas del Perú, Diario La Capital, domingo 4 de abril de 1999, IV Sección.

[3] Al respecto véase: Levillier, Roberto, El Paititi, El Dorado y las Amazonas, Editorial Emecé, Buenos Aires, 1976; y Gil, Juan, Mitos y Utopías del Descubrimiento. El Dorado, Alianza Universidad, Madrid, 1989.

[4] Neuenschwander Landa, Carlos, Paititi en la Bruma de la Historia, Cuzzi y Cía. Impresores, Arequipa, Perú, 1983.

[5] Los integrantes de la expedición Vilcabamba ’98, profesores Eugenio César Rosalini, Juan Carlos Gasques y quien escribe estas líneas, podemos dar testimonio cierto de la perdurabilidad de dicha tradición oral en la ceja de selva peruana. Durante nuestra permanencia en la región selvática de los ríos Vilcabamba y Pampaconas pudimos recoger relatos de campesinos, arrieros y colonos, respecto del tema del Paititi. Por otro lado, la inmensidad de la geografía y la existencia real de yacimientos arqueológicos sin catalogar, o ni siquiera explorados, nos ha llevado a pensar que detrás de muchos de los dichos que circulan de boca de boca existen hechos, de alguna manera, reales.

[6] El año pasado (julio / agosto de 1998), mientras llevábamos a cabo la Expedición a la ciudad de Vilcabamba “La Vieja”, nos comentaron en el Cusco: “Cuando los incas se internaron a todas esas zonas llevaron a sus mejores guerreros y la selva los ha ido mestizando con las comunidades nativas, y al final se han transformado en chunchos (nombre genérico que en el Perú se les da a los aborígenes selváticos). Ellos son ahora los celosos guardianes de las ciudadelas. Hoy se habla de los machiguengas, de los huachipaires, de los paco-pacoris, de los piros y otras tribus más de la zona de la meseta de Pantiacolla. Los Paco-pacoris son, hasta donde la tradición informa, los directos guardianes de las principales ciudadelas incas que han quedado en la selva. Ellos han sido escogidos por ser los más leales guardianes de los incas. Se tiene referencia de ellos a partir de personas de todo crédito. Gente ligada a la ceja de selva cercana al Cusco, pero hay otra versión aislada, casi segura, que los ubican por la zona de Riberalta (Bolivia). No aceptan intrusos. No aceptan exploradores”. Testimonio recogido en Cusco. Archivo personal del autor.

[7] Nota: el famosos arqueólogo Federico Kauffmann Doig sostiene que las ruinas de Mamería fueron descubiertas por un explorador peruano de nombre Ludwing Essenwanger, quien se tropezó con los restos de casualidad en 1979/80.

[8] El río Manú forma, en su confluencia con el Alto Madre de Dios, las corrientes del imponente Amarumayo (o sólo Madre de Dios).

[9] Es sintomático que en dicha meseta exista un valle conocido desde los tiempos de los primeros españoles con el nombre quechua de Lacco, cuya traducción sería la de “engaño” o “valle del engaño”.

Fernando J. Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Codirector de la Expedición Amarumayo 2000

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