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La zona del perro
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Cuentan los más antiguos pobladores de la ciudad que hace ya unos cuantos años, en una época un tanto indefinida por la memoria, los vecinos del barrio Constitución denunciaron reiteradamente la aparición de un perro espectral vagando por la zona. Tanto fue el temor a esa extraña bestia que la gente dejó de salir de sus casas por las noches y la otrora “Avenida del Ruido” se transformó en un páramo, una vez que el sol se ponía detrás del horizonte.

Aquellos locales de expendios, que solían tener sus puertas abiertas hasta bien pasada la medianoche, modificaron sus horarios de atención al público y poco faltó para que después de las siete de la tarde prácticamente se echara a los clientes que se acercaban al mostrador, ignorantes de los extraordinarios sucesos que empezaban a manifestarse iniciado el crepúsculo.

No se sabe bien cómo ni por qué, el perro fantasma fue bautizado con el nombre de “Duque” por el único semanario local que se animó a publicar algo sobre el tema. Era lógico que los  cronistas y periódicos considerados “serios” obviaran la noticia y no desearan ser etiquetados de “amarillistas” por las personas que, viviendo lejos de Constitución, se burlaban de la historia.

Así todo, las chanzas diurnas se diluían a la hora de las sombras y ninguno de los graciosos del centro se animó nunca a recorrer la “zona del perro” pasadas las 20:00 horas.

 

Las bestias velludas y los perros espectrales en particular han venido ocupando desde siempre un lugar sobresaliente en el campo de las denominadas Ciencias Ocultas. Es difícil no encontrar un libro sobre fenómenos raros que no mencione al menos una o dos historias de canes fantasmas diseminando el miedo en distintas partes del planeta. Inglaterra y Francia tienen muchas de esas historias, pero era la primera vez que algo semejante ocurría en el litoral del Atlántico Sur, en la ciudad turística más importante de la Argentina.

Desde el mes de junio de aquel año, algo se dedicó a matar hasta treinta ovejas por noche en las inmediaciones de la Ruta Nacional 2, produciendo profundas incisiones en la garganta para chupar toda la sangre, amén de desgarrar suculentos pedazos de carne, en muslos y estómagos. El monstruo dejaba tras de sí unas huellas largas, como de perro, aunque mayores y más fuertes que lo común. La amenaza se expandió pronto a lo largo de toda la gran Avenida Constitución, a la vez que furiosos hombres armados empezaron a recorrer en grupos el área de influencia, disparando contra animales solitarios o vagabundos.

Uno de los casos clásicos ocurrió en una casa cita en la esquina donde años más tardes se levantara la soberbia boîte Enterprisse.

En esa ocasión, la señorita Amelia Unges estaba despierta en la cama cuando una figura “fantasmal” abrió la ventana y se lanzó hacia el tocador del cuarto. Los gritos de la joven despertaron a sus dos hermanos, Eduardo y Miguel, que rompieron la puerta cerrada con llave desde dentro, para llegar hasta ella. La hallaron inconsciente en medio de la sangre que manaba de las heridas del cuello y hombros. Vieron una figura que se alejaba presurosa por el trecho de césped que había afuera y, aunque fueron tras ella, se les escabulló.

Otras mujeres de por allí informaron de ataques similares, perpetrados por una horripilante aparición perruna y el rumor se hizo tan grande que pocos fueron los que pudieron dormir plácidamente durante las noches.

Un mes más tarde, los misteriosos vagabundos estaban de nuevo al acecho.

Un sargento de policía le decía al periodista del semanario “La Verdad de Mar del Plata”: 

 He visto personalmente dos de los animales muertos por el Duque y puedo decir, definitivamente, que es imposible que sea obra de algún perro. Los perros no son vampiros y no chupan la sangre de las ovejas1.

Pero los testigos presenciales afirmaban que lo era.

Uno de ellos, José María Cavan, describió al animal del siguiente modo: 

Regresaba a casa entrada la noche en un bicicleta que otra persona conducía. Cuando llegamos cerca del lugar donde se levanta Pancho Freddy , vimos en la vereda una llama incandescente del tamaño de un sombrero de hombre.’¿Qué es eso?’, exclamé. Mi compañero me dijo: ‘¡Ssshh!! y de inmediato clavó los frenos, deteniendo la bici en seco. Entonces pude ver un inmenso perro negro exactamente delante nuestro. Era el ser más extraño que jamás había visto. Era del tamaño de un gran danés, pero muy flaco, tosco, con orejas y cola muy largos, ojos como bolas de fuego y unos dientes anchos y largos, pues abrió la boca y parecía que nos sonreía. Al cabo de unos minutos, el perro desapareció como si hubiera sido una sombra o si se hubiera hundido en la tierra y pasamos por encima del lugar donde había estado2.

Era evidente que algo malévolo acechaba.

¿Un perro vampiro?

Fuera lo que fuese, mordía la yugular de los animales y les chupaba la sangre, llegando a un promedio de diez por noche. Hasta que, a finales de julio, mató a una niña adolescente. Recién entonces la ciudad vivió en el terror durante varios días, mientras la policía y enfurecidos vecinos llevaban a cabo una infructuosa búsqueda.

 Según todos, el ser se presentaba sólo de noche y desaparecía de inmediato después de sus ataques. Por esa razón no faltaron los charlatanes que afirmaran con vehemencia que se trataba en realidad de un lobisón, de un hombre capaz de convertirse en animal bajo los influjos de la luna llena y el permiso del Diablo.

Pero el Duque no respetaba al satélite natural de la Tierra. Aparecía en cualquier noche, desatendiendo los supuestos designios lunares y burlándose de la hipótesis más descabellada que se esgrimió por entonces.

¿Un Hombre-lobo en Mar del Plata? ¿A quién podía ocurrírsele semejante desatino?

Era una locura.

Pocos lo creyeron, pero esos pocos fueron suficientes para que la historia empezara a circular por cada bar, por cada rincón de amigos y en cada barrio. Hasta que a fines de agosto, esgrimiendo un currículum no oficializado por la ciencia, Pierre Bossló llegó a la ciudad.

 

Podría decirse que Bossló fue un adelantado en su época.

En un tiempo en el que los cazadores de monstruos y fantasmas no eran habituales (como lo son ahora, debido al ímpetu de la New Age y el renovado espíritu esotérico que empapa a la sociedad de principios del siglo XXI), él, un desconocido viajero francés de Lyón, llegó al balneario esgrimiendo una batería de teorías muy poco convencionales, que pocos aceptaron y la mayoría jamás comprendió.

Se auto-titulaba Especialista en Fenómenos Psíquicos y, bajo la recomendación de un señorito de Buenos Aires, se apersonó una tarde en las instalaciones de la Sociedad de Fomento del barrio Constitución. A poco de presentarse, e impactar a todos con su castellano afrancesado, que sonaba tan exótico como su propia apariencia, propuso una solución al problema que aquejaba a la zona.

—Lo que debemos hacer —dijo gesticulando como un sabio ante la sorprendida comisión barrial— es generar un campo de santidad todo a lo largo de la avenida. Es la única forma de detener al ente maligno que los asola.

Naturalmente, tuvo oposición. El Padre Julián Bovo de Revello, párroco de la diócesis, fue el primero en estallar.

—¡Cómo se atreve a invocar métodos que son propios de la Iglesia! —gritó en cierta oportunidad— ¡Jamás permitiré que se menoscabe el símbolo máximo de la cristiandad de esa forma! ¿A qué mente desencajada se le ocurre poner una cruz en cada esquina de la avenida Constitución? ¡Eso es una blasfemia! ¡Un acto de superstición ignorante! ¡Mientras yo esté a cargo de la parroquia, jamás permitiré que ese francés desequilibrado haga eso!

De inmediato se formaron dos bandos.

Estaban aquellos que respetaban el aparente conocimiento del extranjero, y los otros que, temerosos del castigo divino, se encolumnaron detrás del buen Padre Julián. Como era de prever, el semanario amarillista que se encargaba del tema —y al sólo efecto de vender unos cuantos ejemplares más— se puso del lado de Bossló, de quien publico una foto a toda página, mostrándolo mientras histriónicamente movía sus manos delgadas y bien cuidadas en una de sus tantas charlas proselitistas.

En tanto, por las noches, los aullidos del Duque y sus correrías sangrientas siguieron metiendo horror en el corazón de los vecinos.

 

Quinientos años antes de esta época —sentenció Pierre Bossló—, una plaga de terribles y aterradores animales recorrió el Cercano Oriente matando a mucha gente en Armenia y Asiria. La Crónica de Denys deTell-Mahre los describe como bestias de hocico pequeño pero largo, con grandes orejas, como de caballo, y la piel del lomo formada por cerdas erizadas. Se decía que estas horrendas criaturas fácilmente se sobreponían a muchos hombres y los mataban. Invadían los pueblos y se llevaban a los niños. Los perros comunes se guardaban de ladrarles; y así, arrasaron centenares de kilómetros cuadrados de pueblos hasta que, por fin, desaparecieron para siempre....

El pasmado auditorio que presenciaba su parloteo permaneció mudo por unos segundos. Extasiados, e ignorantes de los lugares que el francés citaba, trataban de descifrar el complejo argumento histórico, asintiendo con la cabeza a cada aseveración. Finalmente, una mujer, desde el fondo de una de las filas, levantó el brazo.

—Entonces, ¿capaz que el Duque se vaya en cualquier momento? —preguntó con una evidente cuota de vergüenza e ignorancia mal disimulada.

—Es posible —respondió el galo—, pero lo creo muy poco probable....

—¿Y por qué, Bossló? —intervino Miguel Unges, hermano de una de las víctimas y testigo presencial del ataque del perro.

Bossló se rascó el entrecejo y seguidamente la barbilla. Trataba de buscar las palabras justas.

Migra, Miguel. Si lo que está ocurriendo aquí es idéntico a lo que pude estudiar en Puerto Rico hace tres años, la bestia reclamará varias victimas humanas más, antes de desaparecer por un largo tiempo. Son demonios asesinos, carroñeros, que necesitan de estas andadas para luego entrar en estado de letargo durante décadas.—Hizo un silencio prolongado mientras buscaba entre sus papeles. Parecía ansioso, preocupado por algo. Revolvió durante unos segundos y por ultimo exclamó: —¡Aquí lo tengo! —sacudiendo una hoja de papel, amarillenta por el paso del tiempo—. ¡Acá está!...

Todos los presente en el salón se acomodaron en sus sillas y estiraron sus cuerpos hacia delante.

—Este documento, que encontré en un archivo privado de un buen vecino de ustedes, prueba, damas y caballeros, que Duque ha incursionado por esta zona hace muchos años. —Estiró el papel algo arrugado y levantó su pera sin falsa modestia, decretando: —Lo que de algún modo confirma mi hipótesis.

El auditorio se impacientó y por un instante el sonido de las patas de las sillas, reacomodándose, opacó la fuerte voz del francés.

Cuando el silencio volvió a reinar, Bossló arguyó siguiendo el texto con la mirada:

—En 1856 una caravana tirada por bueyes arribó a estas costas, procedente de río Grande do Sul, Brasil, con la intención de buscar un espacio propicio para instalar un saladero. Dirigida por un tal Coelho de Meyrelles, éste decidió asentarse a orillas de un arroyo llamado Las Chacras y mandó a construir en el paraje un muelle de hierro y un gran corral, para encerrar a la hacienda cimarrona que andaba por estas comarcas. Ya desde entonces —continuó—, los primeros peones empezaron a hablar de perros salvajes que vagaban por los campos. Era natural que así fuera y todos estaban acostumbrados a ellos. Los perros fueron útiles ya que devoraban las vacas y yegüerizos que habían sido despojados de los cueros, y quedaban pudriéndose por ahí. Hacían las veces de recolectores de residuos —bromeó sin éxito entre los oyentes—. Pero los perros eran más y más cada día, por lo que Meyrelles se vio en la necesidad de organizar partidas para eliminarlos.

—¡Pobrecitos!... —exclamó una señora ya entrada en años, desde la primera hilera de sillas.

—Llegó a pagar muy bien por cada cola que le traían —continuó Bossló desatendiendo el comentario de la vecina—. Pero como los paisanos pícaros lo engañaban con colas de otros animales, el portugués exigió la presentación de las cabezas. Hasta que un día uno de sus trabajadores desapareció en una de esas incursiones de cacería.

Al francés le encantaba generar suspenso en sus conferencias. No era de los que iban al grano en sus explicaciones. Gozaba con los rodeos lingüísticos y los largos preámbulos. Esa era una forma de exponer todo lo que conocía, todo lo que había investigado; pero muchas veces, la incomprensión más absoluta lo rodeaba y terminaba hablando para sí mismo. Recién cuando los rostros de sus oyentes empezaban a distraerse, mirando para otro lado, revisando sus uñas o masticando aire, Bossló encausaba sus alocuciones hacia los aspectos puntuales del caso que investigaba.

Esa tarde debió enfocar el tema central mucho más pronto que en otras ocasiones.

Para presumir —dijo casi con resignación—, desde que aquel hombre desapareció, se sucedieron una media docena de muertes misteriosas. Todas de muchachos jóvenes y fuertes, que sabían defenderse y que ya tenían una experiencia de años matando perros salvajes.

—¡Pobre gente! —volvió a interrumpir la vieja de la primer fila.

Bossló le echó una mirada incisiva, fijándola unos cortos segundos en los ojos de la mujer.

Pero eso no es todo. Revolviendo viejos papeles, como les dije, encontré esto —y levantó una carta manuscrita, escrita con tinta negra, arrugada y sucia—. Este es el testimonio escrito de una peón alfabetizado que juro haber visto al Diablo con forma de perro.

Una exclamación apagada retumbó en las paredes de la sociedad de fomento. Todos parecieron despertarse repentinamente.

—¡Ese es el Duque! —prorrumpió la mujer, llevándose las manos a su boca.

Bossló la ignoró y miró hacia las filas de atrás intentando controlar sus nervios.

—No estoy ciento por ciento seguro de que lo sea, pero las descripciones concuerdan en muchos de sus aspectos —dijo—. Los ojos inyectados de sangre, grojos como faroles; el inmenso tamaño del animal y, muy especialmente, la manera en que desapareció, según se consigna en esta carta. —Hizo una pausa, releyó el papel que colgaba de sus dedos y anunció: —¡Se desvaneció en el aire como si estuviera hecho de bruma!

—¡Es él! —gritó un hombre de mediana edad, visiblemente alterado—. ¡Es él! ¡Ya no tenga dudas, doctor! ¡Es el mismo que vi la noche pasada!

Le costó un poco al francés ordenar el alboroto que se armó a raíz del comentario de ese supuesto testigo. Finalmente, cuando las charlas entre ellos se hubieron calmado, Bossló reencausó su alocución hacia el problema central que los convocaba en ese salón.

—Según parece —dijo con un tono de voz bajo—, el monstruo abandonó esta costa después de varios crímenes más; especialmente de vacas. Todas fueron exprimidas hasta que no les quedó una gota de sangre en las venas. Recién entonces, desapareció para siempre.... hasta hoy.

—¿Y qué vamos a hacer?

La pregunta de Unges más que pregunta era una clara manifestación de exigencia.

—Lo que yo propuse.... Ese asunto de las cruces, pero nadie quiere enfrentarse a.....

—...¡Que se pudra ese cura! —prorrumpió un joven—. ¿Qué solución nos ha dado, eh? ¡Ninguna!.... Yo opino que hagamos lo que el francés dice: ¡empecemos a clavar las cruces! ¡Y que se cague!....

De pronto, un coro de exclamaciones afirmativas estalló en el recinto.

—¡Sí, hagámoslo!....

—¡Hoy mismo!... ¡Vamos por las cruces!...

—¡Eso, destrocemos al Duque de una vez por todas!...

Para cuando Bossló trató de frenarlos se habían convertido en una turba enceguecida marchando por la calle.

 

Pocos quieren recordar lo que sucedió en los dos días siguientes.

Los hechos que se desencadenaron fueron tan extraordinariamente irracionales que aquellos que participaron — y aún siguen vivos— prefieren no mencionarlo. Incluso, los reportes hechos por los diarios locales fueron misteriosamente quemados por ordenes de arriba y cualquiera que consulte los archivos periodísticos de entonces no encontrará nada al respecto. El miedo y el fanatismo, en extraña competencia, desencadenaron una verdadera batalla campal en plena avenida, nunca mejor llamada, “del ruido”.

Todo se desencadenó cuarenta y ocho horas después de la mencionada reunión en la sociedad de fomento. Los vecinos, afiebrados por dar una solución al problema del Duque, se pusieron a construir cruces con cualquier material que encontraran a mano. Se llegaron a contabilizar cientos de ellas, pero como siempre sucede, alguien dejó que la noticia atravesara el supuesto muro de silencio acordado y el plan llegó a oídos del buen Padre Julián.

—Si esos paganos deciden cometer el sacrilegio, nosotros —exclamó desde el púlpito de su iglesia— los frenaremos. ¡No tenemos tiempo, hermanos míos! Me han dicho que hoy por la noche empezarán a clavar los símbolos santos. ¡No permitiremos semejante circo!—. Y tan enfebrecidos como los seguidores de Pierre Bossló, salieron de la capilla en dirección al barrio.

Hacia las nueve de la noche, los dos bandos se encontraron cara a cara. Mientras unos intentaban plantar las cruces, otros las quitaban. Al principio las agresiones eran verbales, pero bastó con que alguien tirara el primer puñetazo para que el desastre estallara.

Piedras, maderos, adoquines y ramas volaron por los aires. Decenas de brazos rotos, cabezas magulladas, improperios y un cura exaltado como si fuera un representante de la Santa Inquisición española, hicieron de la gran avenida el escenario del bochorno.

Mujeres, jóvenes y viejas, se trenzaron de los pelos como luchadores japoneses, en tanto que los hombres, esgrimiendo barretas de hierro y cruces iniciaron un valet de saltos y estocadas que culminó con cuatro seres humanos desangrándose en el piso.

Cuatro muertos.

Ese fue el saldo de la vergüenza. Cuatro vecinos acabados por la fuerza irracional, desatada por un perro espectral.

Según dicen, cuando la batalla terminó, muchos pudieron ver la silueta del Duque correr a lo lejos, mientras daba un aullido ululante y prolongado, como despidiéndose después de conquistar el éxito.

Desde ese día no se lo volvió a ver más.

Ni a Pierre Bossló tampoco.

Notas:

1 Publicado por el semanario “La Verdad de Mar del Plata”, julio de 1946, Pág. 23.

2 Ibíd., Pág. 24.

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Historias apócrifas de Mar del Plata

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