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La selva del Paititi

por Fernando Jorge Soto Roland*

 

No es casual que el escenarios  de la búsqueda siga siendo la selva.

 

Una selva hembra.

 

Caliente.

 

Húmeda.

 

Contenedora.

 

Generatriz.

 

Casi un útero. Una selva madre.

 

Centrípeta.

 

Convocante y ambivalente. Infernal y paradisíaca al mismo tiempo. Mortal y sanadora.

 

Farmacia universal, curativa.

 

Emponzoñada.

 

Espacio del encanto y del imaginario más desenfrenado. Fogón creativo de mil mitos, fantasías, monstruos y utopías.

 

Quinientos años después del arribo español, la selva sigue despertando el mismo desparpajo, la misma sorpresa. El mismo misterio. A la “gran mata” continúan proyectándose elementos propios de un imaginario de estructuras duras. Espacio demiúrgico. Cuna de la humanidad según los primeros miembros de la iglesia católica que pisaron suelo americano. Paraíso terrenal. Lugar de creación. Verdor vital. Marco natural de una primigenia Edad de Oro. Edad de equilibrio, bondad y ocio eterno. Edén sanador, tanto del alma como del cuerpo. Rincón divino de iluminación. Sin tiempo, sin taxonomías, sin individuos. Estadio primal del hombre y de su conciencia.

 

En ella, en la selva, era posible retrotraerse al instante en que chispa de Dios daba origen a todo. Una totalidad perfecta, inmóvil, conservadora, sin fisuras. La perfecta esencia de la creación. Enemiga de la curiosidad, del cambio, de lo relativo. Fluido maternal. Eso es la floresta. Enramada de seguridad divina pero, a la vez, topos de inestabilidad capaz de transformarse en infierno en un solo segundo. Un infierno verde, enmarañado, retorcido, producto de la impertinencia humana. Escenario de la caída.

 

Cinco siglos después, en esa misma selva sudamericana, la reeditada mentalidad medieval de la New Age, sigue buscando lo mismo.

 

Prosigue en la búsqueda de lo que se perdió para siempre: la ligazón hierofánica con la vida. La naturaleza como manifestación de lo divino.

 

La selva hecha dios, según los mitos.

 

Pero en América, la fulgurante Edad de Oro transmutó en El Dorado, en el Paititi; y la pesquisa se volvió un tanto más material, más concreta. Aurífera. El oro desplazó al mito de la Biblia. Hizo a un lado al mito intelectual de los teólogos e impuso otro: el de los conquistadores analfabetos y codiciosos. Un mito producto de la necesidad, del mayorazgo. Un sueño de oro puro, de riquezas inconmensurables, derivado e la bastardía y los segundones. Un oro renacentista, moderno, racional; cada día más alejado del medieval gusto por lo estático. Una leyenda nueva que incitaba al pecado, a la codicia y al cambio.

 

Selva indomesticada ajena al accionar de la divinidad. Augurio de caída y perdición. Inicio de la terrenalidad sin paraíso. Selva profana que niega sus dádivas, exige sacrificios, dolor, transpiración y trabajo. Floresta máxima que esconde, desde entonces, sus riquezas, su oro, sus tesoros. Lo que antes daba, ahora lo quita. Lo que se tomaba, se prohíbe. Y la seguridad de un pasado idealizado se vuelve insegura.

 

Porque algo es cierto: desde entonces todo pasado fue mejor y lo que hoy es instructivo, peligroso, difícil, trabado, era antes apertura pura, accesibilidad absoluta.

 

Con la conquista de lo moderno el Edén se convirtió en infierno.

La selva es el nuevo escenario de la aventura, ajena a la mediocridad de todos los días. Plataforma ególatra de simuladores. Telón de fondo de reportajes impactantes. De exotismo exagerado. Empaquetado. Comercializable. Aventura editada. Ornada por 300 años de literatura de exploración y películas, más recientemente. Romantización de trances difíciles. Muerte domesticada. Cartelera de fama efímera. Catalizador de una imaginación desenfrenada que borra el aburrimiento y el cansancio. Que resume todo en un segundo, machete en mano, como si la aventura fuera sólo eso. Una foto. Un instante apenas.

 

Perfecta y emotiva síntesis de un todo que no siempre es tan atractivo ni entretenido como se lo muestra.

 

La selva como escenario. Como reincidente objeto de la televisión. Como lugar de una metamorfosis mediática, no del todo genuina. Porque esos segundos delante de la pantalla es el verdadero oro que se persigue. El único. El oro que permitirá conseguir apoyo, subsidios, sponsors, para alcanzar el otro. El que no existe. El que es leyenda. Mito. Sueño. El oro del Paititi.

La selva devora la condición urbana y ciudadana de aquel que se interna en ella. Se come su identidad, como se comió la del inglés P.H. Fawcett en 1925, transformándolo en leyenda. Lo mismo pasó con muchas instalaciones (tambos, fortificaciones, ciudadelas) de origen inca. Y el Paititi es el ejemplo más sintomático.

 

Por otro lado, la selva tiene algo de alquímica. Convierte a la historia en mito, en rumor. Y esta operación, varias veces centenaria, encuentra en el oriente del Cusco su gran caldo de cultivo. Su gran catalizador. La Amazonía surge como cuna (según algunos estudiosos) de la civilización andina o (según otros) como postrero destino de un imperio invadido por España. Más que cuna, sarcófago de un Estado, el incaico,  que vio morirse, diluirse, mestizarse entre las decenas de etnias selváticas, muchas de las cuales, hoy, aseguran el misterio cuando afirman descender directamente de los señores del Cusco.

 

Prosapia olvidada. Linaje hecho enigma. Satélites de un Paititi que no termina nunca de concretarse; que se vuelve ubicuo al no ser encontrado o identificado con precisión.

 

Cual astrónomos que, a distancia, detectan por la fuerza gravitacional de algún cuerpo celeste (invisible a los ojos) la existencia de planetas, a miles de años luz de la Tierra, algunos investigadores creen que esas tribus del oriente peruano preanuncian, tal vez, la existencia de la mítica “ciudad” que la selva volvió de oro, convirtiéndola en un sitio de iniciación y misterios. Incluso en los días de los incas, la floresta exudaba esa condición mágica que la volvió tierra de chamanes.

 

Deseada y temida. Ambivalente, como muchas otras cosas en el universo de la cosmovisión andina, a la selva se proyectaron lo bueno y lo malo. Lo deseado y lo rechazado. Así todo, cuando fue necesario, hacia ella dirigieron sus sandalias. En ella se escondieron y buscaron la independencia que la entrada en la historia occidental les había quitado.

 

Zona de refugio. Zona de frontera y, como tal, zona de mitos y mentiras. De confusión. De tácticas de dispersión y guerrillas.

 

La selva es sinónimo de plumas, de color, de pájaros. Es el exotismo vuelto ave. El sonido convertido en mono, en guacamayo y en jaguar. El aire transmutado en niebla. Es humedad y cansancio. Contraste climático. Temperaturas impensadas. Impiadosas. Terreno difícil y fragoso, decían los españoles en sus crónicas, mientras buscaban El Dorado en su seno.

Y no se equivocaron.

 

La selva es difícil y fragosa. Complicada y, aún así, capaz de enamorar a todos. Es un escenario que fascina y engaña, igual de una mujer perversa y traidora.

 

En ella la humanidad proyecta sus miserias y también sus ensoñaciones. Por momentos es el contexto “natural” del salvajismo. Del caníbal. Del primitivismo anclado en el tiempo. La antítesis de lo civilizado, de lo culto. La barbarie frente a la civilización, como diría Sarmiento. La materialización del eurocentrismo en palabras. Y también del etnocentrismo incaico, puesto que ellos veían en los chunchos amazónicos las mismas condiciones.

 

Receptáculo de huesos de cientos de generaciones, la selva conserva hasta el día de hoy una fauna humana original, en parte desconocida o no contactada. Fogón de alteridad al que el racismo sigue acudiendo para representar eso que tanto odian y temen: “el otro”.

Porque la selva es “lo otro”. Es el tablón donde esos “otros” siguen representando la comedia trágica que es la vida.

Paraíso cerrado. Infierno por momentos permeable, capaz de mandar a sus demonios y “familiares” contra el imperio civilizado de la sierra. Capaz de frenarlo, obligarlo a pactar o bajar la guardia. A respetar la autonomía de la está orgulloso. Laberinto salvaje de vegetación desenfrenada, escenario móvil, cambiante. Guarida de la resistencia contra el inca y más tarde contra la península de ultramar. El otro invasor. El ajeno. El que convirtió la selva en infierno y lo pobló de diablos con cuernos y tridentes, como los de las catedrales europeas. El que los combatió con una furia nominativa desconocida, cambiándole el nombre a los ríos, valles, cerros y llanuras. Los santificó al catalogarlos bajo el signo de la cruz. Una especie de exorcismo geográfico a escala continental.

 

Selva. Virgen sádica que los alucinó a todos. Los embriagó de sueños dorados. Los atrajo con sus cantos de sirena y los ahogó. Los consumió y envió al olvido. Selva cruel. Selva de desdibujó identidades, fortaleciendo otras. Las propias. Las amazónicas. La de los chunchos, que resistieron (resisten) una embestida imperialista que aún perdura.

Doradas selvas del Paititi. Proveedora de contrastes. De chunchos, mojos, ameshas y pilcozones, chipanas y manaris. Amazónicas tribus que, sin proponérselo, contribuyeron a construir las débiles bases de una identidad andina, quechua parlante, serrana, qosqoruna, que (paradójicamente) terminó diluyéndose más tarde en esa misma jungla que le había dado sentido propio y una homogeneidad esporádica, de apenas 95 años.

 

Selva abastecedora de exotismo y diversidad de animales y maderas, algodón, maní y veneno, miel, ají, frutas y coca (planta sagrada que marcaba los límites expansivos del Tahuantinsuyo). Almacén infinito de fronteras indefinidas y caminos inseguros por los cuales, tras la invasión peninsular, los señores del Cusco buscaron su propia seguridad. Su refugio en la espesura del bosque húmedo.

 

Ambivalente, contradictoria, contrastante y dual. Heterogénea, diversa y a la vez monolítica, indomable y “salvaje”. Muralla natural y cultural, protagonista de una historia mal escrita, llena de baches y agujeros negros. Libro inconcluso de cuyas páginas sólo intuimos unos pocos sucesos y gestas que se pierden en el olvido y se mezclan con el mito en un todo indefinido y caótico en donde, recién ahora, podemos empezar a conocer algunas de sus tramas.

 

Historia en jirones. Historia para armar. Piezas dispersas de un rompecabezas inmenso en el que petroglifos, restos de ciudadelas, antiguos canales, caminos, tierra roturada, cerámica e instrumentos de piedra, no terminan de encajar, despertando preguntas que tal vez nunca sean respondidas con absoluta seguridad, quedando en el anodino mundo de la hipótesis.

Conglomerado de ramas, árboles, enredaderas, flores y arbustos, hojas y lianas, musgos y líquenes. Así se nos presenta la Amazonía. Llena de enigmas. Potencia absoluta. En su espesura todo es posible. Desde la existencia de comunidades sin contacto con el “hombre blanco”, hasta el (muy poco probable) pastoreo de mapinguaries, remanentes prehistóricos (¡vivos!) de perezosos gigantes, en los que mucha gente cree (especialmente en la zona brasilera).

 

La selva da para todo. Estimula la imaginación y el delirio. Se puebla de “energías”, que el lenguaje esotérico interpreta de mil formas, facilitando el despliegue de las más estrambóticas ilusiones, indicios de una época de crisis, de profundos cambios e inseguridad. Es llamativo observar cómo tras la debacle del relato cristiano, del proyecto iluminista, del marxismo o de la idea de progreso que siguió alimentando el modelo neoliberal, la selva continúa siendo el refugio de las mentes desamparadas. El bastión, la última Masada, de la esperanza. El Edén redescubierto en donde todavía es posible volver a contactar con la naturaleza del mismo modo en que lo hacíamos durante la lejana Edad de Oro.

 

Síntomas de un capitalismo hipócrita disfrazado de ecologismo, que pretende subsanar nuestro complejo de culpa al sabernos responsables de la destrucción de buena parte de esa selva reina. Ecologismo barato. Loable, pero inútil (al menos en el discurso generalizado de los medios, que se encargan de anunciar un futuro apocalíptico, de desiertos, contaminación y agonía selvática).

 

Pulmón pantagruélico. Respirador del mundo. Fuente de oxígeno y de pureza. Eso también es la selva. Un imperio que la imaginación condena pero, que a larga, terminará imponiéndose. Porque si esos vaticinios pesimistas en verdad se cumplen, ella, recolonizará lo que le es propio. Y así, reverdecida, editará otra vez ese paraíso primigenio; y el hombre, sin tecnología, quedará sumido y empequeñecido por el poder de sus dones.

 

Pero todo esto es pura especulación. Fantasías apocalípticas. Elucubraciones de la mente asustada que, huérfana de Progreso, vuelve a ver en la selva el futuro. Uno muy distinto al que imaginaron los positivistas del siglo XIX.

Ya sea como espacio extractivo, económico, zona de refugio o de ceremonias iniciáticas, la selva se nos presenta  como el lugar ideal de la alteridad y lo maravilloso. Escenarios de cuentos, leyendas populares y aventuras (muchas veces exageradas), a ella hemos trasladado, a lo largo de los siglos, anhelos, monstruos y pesadillas, aspiraciones de riqueza fácil y deseos roussonianos de vuelta a la naturaleza. Por momentos la selva cobra vida propia, premiando o castigando a sus circunstanciales invasores por intermedio de seres y personajes que la secularización nacionalista terminó convirtiendo en supersticiones. Aún así, no las desechó del todo. Sus límites señalan el fin de un mundo y el inicio de otro. Uno en el que la  vacilación intelectual y los sentidos le confieren al ser humano un lugar subalterno. Un rol en el que la vieja premisa de ser “los reyes de la creación” se desvanece, retrotrayéndonos a una situación holística (diría la New Age) en el que se ve a sí mismo como una parte más del entorno, descubriendo su inferioridad frente a una “creación” que lo domina y convierte en el más humilde de sus vasallos.

 

Así es la selva.

 

Atractiva y repulsiva.

 

Espacio referencial del imaginario colectivo en perpetua elaboración. Universo predilecto de la plausibilidad, ya que dentro de sus límites todo es posible. En su entorno (real e imaginado) es donde (desde el siglo XVI) se sigue recreando la figura arquetípica del “explorer” y practicando las expediciones que “Lo” buscan.

 

Porque en el centro de esa selva, y a modo de un singular sistema heliocéntrico, sigue estando el Paititi.

  

 

FJSR

sotopaikikin@hotmail.com

Julio 2012

Notas:

* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la UNMdP.

 

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

Buenos Aires, Julio 2012

Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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