La Pampa Sagrada de los Incas
Leyenda y realidad en los andes peruanos
Por Fernando J. Soto Roland

Dedicado a la memoria del gran explorador
e investigador arequipeño, Dr. Don Carlos
Neuenschwander Landa, amigo y mentor
de mi pasión por el Paititi.

La selva es densa, húmeda, peligrosa y cargada de misterios. A cada paso, tambaleante y tenso, uno puede experimentar sensaciones que exceden lo cotidiano, y cada abismo, quebrada o río tempestuoso nos trae a la realidad una verdad que nosotros, hombres de ciudad, sólo alcanzamos a intuir estando cómodamente sentados en nuestros "civilizados" hogares: y es que el contacto, simbiosis y relación con "lo natural" está fracturado.

            En la selva, y más aún cuando ésta se combina con la montaña (como lo es en el caso peruano), todas nuestras más seguras convicciones físicas e intelectuales se ven relativizadas y, en más de una oportunidad, la ortodoxia científica en la que uno se ha formado tambalea, corriéndose el riesgo (encantador, por cierto) de dejarse llevar por la leyenda y el folklore, abandonando el "academicismo de escritorio" que, muchas veces, es tan irreal como los mitos y supersticiones relatados por los escasos colonos que viven y luchan en la espesura.

            De ahí su exotismo, su magia y atracción. La selva oculta y moviliza. Hace resucitar dentro nuestro al adolescente que alguna vez fuimos, despertando el impulso primario por explorar, por conocer, como escribía Rudyard Kipling, "qué hay detrás de las montañas". La selva sigue siendo el caldero ideal para el imaginario. 

La EXPEDICION VILCABAMBA nació en setiembre de 1997 guiada por ese espíritu romántico. Queríamos indagar, más allá de los documentos españoles de los siglos XVI y XVII, qué tipo de región era esa en la que los Incas se habían refugiado desde 1536 a 1572. Deseábamos explorar las derruidas sendas del Antisuyu (parte oriental del Imperio de los Incas), intentando pisar esas mismas piedras que españoles y quechuas, por motivos distintos, pisaron cuando iban en pos de la última capital imperial del Tahuantinsuyu: la legendaria Vilcabamba "La Vieja", reducto postrero de la elite incaica tras la conquista ibérica del Perú.

Nunca supusimos que la empresa fuera tan dura y riesgosa. Si bien los cronistas españoles (Murúa, Rodríguez de Figueroa, Ocampo Conejeros, Hurtado de Arbieto y tantos otros) nos lo venían previniendo desde hacía más de cuatrocientos años, tuvimos que experimentar en carne propia ese nerviosismo, admiración y miedo que la selva, las montañas y sus precipicios, inevitablemente, producen. Salimos "al campo" a reconfirmar nuestra admiración por los incas y, paradójicamente, terminamos reconociendo, y comprendiendo con mayor profundidad, el empuje y arrojo de aquellos primeros, ambiciosos y muchas veces crueles conquistadores españoles. Más allá de cualquier juicio de valor, que seguramente pecaría de anacrónico, tenemos hoy una visión de la Conquista mucho más amplia, contradictoria y humana (no, humanitaria), de la que poseíamos antes; una perspectiva en la que la traición, la cobardía y la valentía se encuentran distribuidas en ambos bandos.

Los valles de los ríos Vilcabamba (antes Vitcos) y Pampaconas, ubicados aproximadamente a unos doscientos kilómetros al noroeste de la ciudad de Cusco, están cargados de historia. De una historia épica que —por ser épica— mezcla lo real con lo irreal; las anécdotas ficticias con los hechos históricamente confirmados. La utopía y la resistencia, antes poderosas de manera consciente, se diluyen en leyendas cuyo significado profundo pocos (o nadie) en la zona reconocen como el producto de un proceso de larga duración. Vilcabamba ha dejado de ser el símbolo de antaño. Su orgullosa resistencia está mayormente olvidada. Los quinientos años de Conquista y Colonización han cumplido con su cometido en toda la región, y el follaje de la selva ha cubierto mucho más que sus edificios, palacios y plazas. Aún sigue siendo —en muchos aspectos— una ciudad perdida, porque parece haber perdido su esencia.

De todas formas, para aquel que ha dedicado buena parte de su vida a conocer su historia, Vilcabamba, la "Pampa Sagrada", continúa conservando un halo de vivificante interés que, con las viejas crónicas españolas en mano, permite que se reconstruya parte de su aparente olvidada historia.

Según se afirma, los Incas y su poderío terminaron en esta ciudad en 1572, tras la captura de Túpac Amaru a unos kilómetros de ella. Vilcabamba habría sido, pues, la tumba del Estado incaico. Pero los relatos populares (que son en donde se conserva una resistencia inconsciente) siguen negando este hecho. Ellos nos hablan de una "Vilcabamba La Grande" (la "verdadera"), que ha dejado de ser vieja y se resiste a ser encontrada. Refieren, de manera constante, sobre la existencia del Paititi o Paikikin, que no sería otra cosa que el verdadero y último reducto imperial, vigente hasta la actualidad en algún lugar inexplorado (que los hay) de la profunda selva; conservando los tesoros, el boato y el germen de un futuro y renovado Imperio Incaico.

Como en las novelas, se habla de comunidades protectoras, de agresivos aborígenes machiguengas, paco-pacoris o huachipaires que, manteniendo una actitud de reverencial  respeto por esas ruinas, eliminan a todo profanador que aventure su cabeza a costa de fama y fortuna.

 ¿Leyendas populares?...

Toda la región es una potencial mina sin explotar. Son pocos los yacimientos arqueológicos debidamente catalogados, deforestados o convenientemente conservados. Las selvas de Vilcabamba, la vieja región Tampú de las crónicas, aún esperan que se saquen a la luz decenas de templos, pucarás, palacios y ciudadelas del antiguo Tahuantinsuyu. Allí todavía es posible el romántico sueño de las ciudades perdidas.

Como de forma acertada nos dijera un especialista norteamericano (destacado por la Universidad de California en Cusco): "Si los historiadores y arqueólogos europeos, que mueren por un mero jarrón griego o romano, supieran lo que se puede encontrar en estos valles, cambiarían de especialidad. ¡Estamos hablando de ciudades enteras por descubrir y pocos son los que saben o creen  en ello!".

Y así, motivados por un objetivo concreto (llegar hasta las ruinas de Vilcabamba "La Vieja"), pero impulsados por los rumores y la magia del folklore, nos pusimos en camino.

LA TRAVESÍA

"Más adentro, en la selva, del otro lado, hay gente... y son Incas."

[Testimonio recogido de un Chamán en Cusco. Agosto de 1998].

                                                                         

"Están retirados en el dicho descubrimiento de la selva

la mayor parte de los indios que faltan del Perú."

[Testimonio de Juan Recio de León, hecho al rey de

España. Lima, Perú, 1623].

 

A lo largo de los doce días que duró la EXPEDICION VILCABAMBA, hombres, caballos y equipo, atravesamos diversos pisos ecológicos, pasando de la puna a la ceja de selva y, finalmente, a la selva tropical, propiamente dicha; que es en donde se encuentra emplazada la antigua capital de la resistencia Inca. Los contrastes son imponentes y las palabras se vuelven inútiles  a la hora de describir el ominoso contexto natural de la región.

La temperatura y el follaje cambiaban con el sólo paso de las horas, a medida que descendíamos de los 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar (Abra de  Qolpaqasa) hasta los 600 metros, que es en donde culminamos la pesada caminata (pueblo selvático de Kiteni, a dos días más allá de las ruinas).

Los senderos son estrechos y convinan, para desgracia y sacrificio de quienes los recorren, piedras, barro y abismos tan profundos que, a pesar del silencio diurno de la selva, impiden que se escuche el rugir del río, que siempre acompaña al caminante unos cientos de metros por debajo

Los nervios se ponen a prueba a cada paso. Cuando la senda se estrecha, y sólo hay espacio para apoyar un pie a la vez, la ayuda del bastón se hace imprescindible y el trabajo en equipo un hecho inevitable. Los puentes colgantes (en donde casi perdimos a uno de los caballos), y las débiles estructuras de sólo dos o tres troncos (que también tienen la pretensión de ser llamadas "puentes"), nos hicieron dudar, en más de una oportunidad, de sí debíamos o no proseguir. Pero el equilibrio surgía siempre de alguna parte, y las manos entrecruzadas permitían vadear los arroyos y riachuelos que se interponían en cada quebrada. Aunque fueron los conos de deslizamiento nuestra peor pesadilla. Cuando la ladera de la montaña se desploma, arrastrando árboles, rocas y sectores de camino, dejando a la vista un largo "tobogán" de arena y piedrecillas sueltas, que se prolonga hasta el cauce del río, cientos de metros más abajo, la aventura puede trocarse en drama. Allí el peligro se hace concreto y el riesgo algo bien real. Uno se olvida del paisaje (convertido en "enemigo"), de las ruinas, de la historia, y se pregunta qué fue lo que lo llevó a ese lugar. Afortunadamente, la pericia de nuestro guía, Francisco "Pancho" Cobos Umeres, nos enseñó en donde pisar correctamente, en donde apoyarse y cómo mantener el pellejo a salvo (por más que las legiones de mosquitos desatendieran esa experiencia, y las constantes aplicaciones de repelentes).

Nuestros campamentos eran humildes. Dos carpas, un fogón u una cuantas lonas de nylon para resguardar a la carga y los arrieros, que se obstinaban en dormir a la intemperie con el objeto de cuidar a los seis caballos que nos acompañaban.

Por la noche, las charlas se prolongaban hasta no muy tarde, combinándose en ellas apreciaciones, recuerdos de la jornada, chistes y las siempre presentes leyendas. Se nos habló de osos, de pumas, de chimokos (venenosísimas víboras) y de ruinas nunca visitadas por gringos, en los cerros vecinos. Tampoco faltaron los comentarios sobre enojosos Apus (espíritus de las montañas), o celosos "incas residuales" vigilándonos desde las alturas cubiertas de árboles.

La fortuna quiso que, de la mano de Don Gerónimo Kispikusi, arribáramos, en un desvío del camino y siguiendo un viejo sendero Inca recién descubierto, a los derruídos muros de un templo (un supuesto Quipuhuasi, o Casa de la Sabiduría) que permanecía, como tantas otras ruinas de la zona, sin catalogar por el INC (Instituto Nacional de Cultura). No era un Machu Picchu, ni siquiera una construcción en Estilo Imperial, pero el hecho de encontrar esa perdida manifestación de arquitectura incaica, colmó al grupo de alegría y emoción. Sin querer los objetivos de la Expedición se habían ampliado, y el relevamiento exploratorio se enriquecía con este humilde pero significativo hallazgo.

Cuando arribamos finalmente al emplazamiento de Vilcabamba "La Vieja" (actualmente conocido con el nombre de Espíritu Pampa, la Pampa de los Espíritus) tomamos conciencia de que un largo sueño terminaba de concretarse. Habíamos seguido los pasos de reconocidos exploradores de nuestro siglo (Hiram Bingham, Gene Savoy, Edmundo Guillén, Víctor Angles) y experimentado sensaciones semejantes a las de ellos, y a las de tantos españoles e incas que, hace cuatro centurias, construyeron la historia del valle.

Hoy, tras el trabajo de campo practicado en la zona, podemos sostener que los antiguos incas  no sólo se adaptaron perfectamente bien a un entorno para ellos extraño, sino que, con toda seguridad, levantaron otras ciudades mucho más adentro en la selva. Ciudades que todavía esperan ser encontradas.

Nota: véase el libro completo de la Expedición en www.la-lectura.com 

Por Fernando Jorge Soto Roland 
Profesor en Historia 
Director de la Expedición Vilcabamba ‘98
  

 

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                     Fernando Jorge Soto Roland en Letras Uruguay

 

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