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La madriguera
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Juan Carlos Ahumado, el joven presidente de la Sociedad Española de Socorros Mutuos, entró agitado en el predio de la obra en construcción y pidió, urgentemente, hablar con el capataz. La noticia que había recibido esa mañana, en su casona del boulevard, le alteraría los nervios a lo largo de los siguientes tres meses.

—Oye, chaval —repuso dirigiéndose a uno de los albañiles que permanecía sentado sobre largos tablones de madera—. ¿Qué es lo que habéis visto vosotros?

El muchacho lo miró despreocupado y pitó el cigarro que calzaba entre los dedos.

—Nada... No puedo decirle nada. El jefe nos prohibió hablar con la gente.

—Pero, necio, ¿acaso no sabes quién soy yo? 

—Sí, pero no quiero perder el trabajo.

En eso, el capataz hizo acto de presencia.

—¿Qué está pasando aquí, Ruiz? —inquirió con energía Ahumado—. ¿Por qué los obreros no están cumpliendo sus tareas?

—Venga conmigo. Acompáñeme al fondo de la obra. Quiero que vea algo —y lo tomó del brazo.

Atravesaron un laberinto de paredes a medio terminar, en las que nadie estaba trabajando. Decenas de bolsas, maderos y gruesas vigas de hierro, descansaban en todos los rincones posibles; y la humedad, propia de toda construcción, les calaba los huesos hasta la médula.

Ahumado era, junto con el arquitecto, el responsable de aquel emprendimiento único en la ciudad. Tras meses de discusión y años de ahorro, la Sociedad que presidía había decidido levantar el edificio más destacado de todo el balneario: el Teatro Colón, un espacio cultural digno de la colectividad ibérica y una prueba más del progreso que se le auguraba a Mar del Plata para el año siguiente,1924.

—No sabía qué hacer, patrón —explicó el capataz abriéndose paso entre cientos de bártulos tirados—. Los hombres pararon de trabajar. Por eso lo llamé a usted para que diera órdenes precisas. Es algo muy raro.

Caminaron unos metros más, ingresando en la obra, y se detuvieron en el borde de un enorme foso, de más de ocho metros de profundidad.

Ahumado lo observó extrañado.

—¿Qué hay de raro? —inquirió mirando de un lado a otro del pozo.

—Allá, ¿no lo ve? —señaló el constructor—. Una cueva. En la pared de la derecha. Es como una caverna de casi dos metros y medio de diámetro. La encontramos hoy a la mañana y...

—...¿y por eso detuvo la obra? ¿Por una cueva?

El capataz bajó la cabeza instintivamente.

—Es que los dos hombres que trabajaban ahí se asustaron mucho; y asustaron a los demás.

—¿Por ese hoyo?... Ruiz, por favor, ¿se asustaron por un simple hoyo?

—No. Por lo que había dentro de él.

Ahumado le dirigió una mirada curiosa.

—¿Y qué había?

El obrero se refregó el cuello transpirado y repuso con un tono de voz más bajo:

—Un monstruo.

 

 

La mesa directiva estaba citada para las cinco de la tarde, pero como de costumbre el vicepresidente, los vocales y el contador llegaron con media hora de retraso.

Ahumado, ansioso y montando en cólera, los recibió sin decir palabra desde su butaca de cuerina inglesa que presidía la mesa de conferencias.

Esperó a que todos ocuparan sus lugares y guardó silencio hasta que el murmullo de los saludos desapareció.

—He tenido que convocar a esta reunión de manera urgente por una serie de problemas que se han suscitado en la obra —dijo sin elevar los ojos del vidrio de la mesa. Todos se miraron extrañados—. Como sabéis bien, nos hemos comprometido con el gobierno local a inaugurarla en los primeros meses del año que viene y yo soy un hombre de palabra. Pero sucede que ahora hay problemas con los obreros y me temo que, de no solucionarlos de inmediato, nuestro teatro se retrasará más de lo conveniente...

—¡Qué van a decir los italianos de nosotros! —exclamó un vocal.

—¿Qué es lo que está pasando, Don Juan? —preguntó otro.

Ahumado elevó la vista y escrutó los rostros de los cinco presentes.

—Encontraron una cueva en el foso de atrás. Parece que es la madriguera de un roedor o de algún otro bicho excavador.

—¿Y?... ¿Cuál es el problema?

—El problema es que el túnel mide casi tres metros de alto y que la gente dice haber visto un monstruo dentro de él.

—¿Un monstruo? —detonó Manuel Carrera, vicepresidente de la Sociedad.

—Así expresan —repuso Ahumado.

—Pero, ¿qué tontería es esa? —espetó el contador con una sonrisa escéptica entre los labios

—No lo sé. Tontería o no, la gente se niega a trabajar y el capataz los apoya en la medida. Ahora, yo me pregunto, ¿qué le vamos a decir a Pascual, cuando regrese de Buenos Aires?

Un silencio sepulcral se expandió por toda la sala.

Ángel Nepomuceno Pascual era el arquitecto autor del proyecto. Había ganado en 1920 el Premio del Salón Nacional de Bellas Artes con sus planos para el Mausoleo Americano y en 1921, dos años atrás, la medalla de oro en el Salón Anual de la Sociedad de Arquitectos con un proyecto para viviendas en estilo neoazteca, que jamás pasaron del papel. Engreído como pocos, Pascual había dejado los destinos del teatro en manos de Ahumado, durante sus días de ausencia; y si algo no toleraba eran los retrasos. Además, los contactos que tenía con el Centro Gallego en la capital eran importantísimos y un mal informe, chisme o comentario, que hiciera de Ahumado y su gente, sería suficiente como para desacreditarlos en las más altas cúpulas de la organización inmigrante. Asimismo, mantenía amistad personal con el  Presidente Alvear, e incluso había contribuido en la planificación de Villa Regina, la casona de veraneo del funcionario radical.

—Tenemos que hacerles ver que no hay nada y que los monstruos no existen —argumentó Carrera refiriéndose a los albañiles—. ¿Por qué no tapan esa cueva y listo?

—¿No te acabo de decir que nadie quiere bajar al foso? Tienen un miedo.

—Entonces debemos contratar nuevos albañiles.

Ahumado miró al vocal que había tomado la palabra.

—Pascual viene pasado mañana. No tenemos tiempo.

—En ese caso, que continúen trabajando en otro sector y cuando esta historia tonta se haya olvidado terminen las tareas que empezaron en la fosa.

Ahumado frunció los labios.

—Hay algo más —dijo.

—¿Qué pasa?

—Esa caverna está poniendo en peligro todo lo que hemos levantado. La estructura del teatro se tambalea.

—¡¿Cómo?! —estallaron al unísono tres de los presentes.

—Sí, parece que el túnel pasa por debajo de la fachada y las habitaciones del frente. Según el capataz, viene desde la plaza y se extiende a lo largo de varias cuadras.

El vicepresidente se tomó el rostro con las manos.

—¡Coño! —insultó rabioso—. ¿Qué nos queréis decir? ¿Qué tenemos que demoler todo?

Ahumado se puso de pie y caminó a la puerta-ventana que se orientaba hacia Playa de los Ingleses, mirando los últimos rayos de sol esconderse tras el horizonte.

—Si la madriguera no se rellena de inmediato —contestó apesadumbrado—, tendremos que tirar el teatro abajo.

El contador saltó de su butaca.

—¡No puede ser! —prorrumpió como un loco— ¡Esto sería la ruina de Pascual y la nuestra propia! ¡Ese condenado no se va a hundir solo! ¡Nos arrastrará con él hasta el fondo!... Además, estaríamos perdiendo una fortuna.

—...¡y los italianos! —agregó un vocal.

—¡Qué importan ahora los italianos! —rezongó Carrera—. La cuestión excede el amor propio de nuestra sociedad. ¡Tenemos que empezar a rellenar la cueva! ¡Yo me ofrezco como mano de obra!.

—Manuel —replicó con respeto Ahumado—, ¡hombre, tienes sesenta años!...

—¡Qué coño me importa la edad! ¿No se dan cuenta que vamos a perderlo todo? —Se reincorporó y caminó hacia el Presidente—. Y —lo enfrentó con violencia—, ¿qué piensas hacer al respecto?

 

 

Con su terraza al mar, sus cuatrocientos metros de largo y dos majestuosas escalinatas de cuarenta metros de ancho, de clara influencia francesa, la señorial Rambla Bristol se erguía desafiando el salitre marino y los constantes embates del viento invernal. Pretendía imitar el orgullo europeo de Biarritz, pero en aquel frío ocaso de junio la soledad y el abandono habían ganado la partida. Despoblada de turistas, y con la mayoría de los locales cerrados, envejecía a pasos acelerados, a sólo diez años de la inauguración. Muchos de sus cimientos quedaban ya al descubierto y las ornamentadas farolas marinas, repujadas en hierro en los Talleres P. Anglade de Buenos Aires, se oxidaban despintando la pátina verde que las cubría. Los caracoles, tortugas, hipocampos y cangrejos esculpidos en ellas —obras maestras de un artesano amante de su oficio— luchaban contra la naturaleza y el herrumbre que, día a día, conquistaban sus más preciosos detalles.

Como acostumbraba durante todos las crepúsculos del año, lloviera o no, hiciera calor o frío, Ricardo Iñurrieta se fumaba su pitillo habitual escuchando el ir y venir perpetuo de las olas. Como marplatense nativo, prefería el invierno al verano; especialmente porque era la época en que los copetudos del barrio de Belgrano no paseaban su petulancia por la rambla. Para ellos Mar del Plata era sólo un lugar de reposo (otro más), un sitio en el que mostrar las nuevas adquisiciones conseguidas durante el año, relatar sus viajes por Europa y exhibir un museo vanidoso de joyas y tapados. En cambio para él, la villa balnearia era su único universo, el escenario de una vida tranquila y relajada en la que era posible criar una familia feliz y sana. Una ciudad en la que pocas cosas sucedían y en la que los chismes constituían el tema obligado de debates y peleas. Más allá de eso, durante los meses que iban de marzo a diciembre, la vida transcurría silenciosa, aplacada y sin estímulos para la aventura.

Iñurrieta aspiró gustoso el humo del tabaco que se quemaba en sus labios. Lo contuvo unos segundos en los pulmones y exhaló complacido.

Un día más, pensó; y mentalmente comenzó a organizar la jornada por venir.

Repasó los asuntos pendientes que desde hacía dos meses lo preocupaban; especialmente el envío de una carta —pospuesta una y otra vez— a su cuñado, invitándolo a pasar una semana en enero. Lo detestaba, pero a su esposa era la única familia que le quedaba y creía muy poco generoso de su parte oponerse a esa tan poco ansiada visita. Además, se dijo, son pocos días. Con sus salidas y reuniones periódicas en el bar, la presencia del dandy —como él lo llamaba— pasaría inadvertida.

Entonces, súbitamente, algo sucedió en la arena que lo sacó de sus pensamientos.

Iñurrieta se reincorporó extrañado. Ladeó la cabeza de un lado a otro buscando una perspectiva adecuada, tratando de rasgar con sus ojos cansados la bruma marina que se elevaba desde el suelo, desdibujando las crestas de la olas, que rompían a sólo ochenta metros de donde él estaba. El sol, oculto ya por completo detrás del horizonte, destajaba jirones de nubes rosadas que constituían la única fuente de claridad que quedaba del día; y en la playa, la penumbra, que se volvía más y más densa, impedía identificar con certeza cualquier cosa que se moviera a más de media cuadra.

Iñurrieta saltó a la arena intrigado.

Podía escuchar un sonido repetitivo y seco por encima del clamor del mar. Era como si alguien estuviera paleando tierra con una fuerza increíble. Y podía ver algo.

Avanzó con cuidado. Su curiosidad era más grande que la precaución.

Advirtió que el piso acaracolado por el que caminaba se sacudía levemente. Hundió los zapatos en la arena para confirmar la sensación.

No se equivocaba. Algo hacía que el suelo temblara.

Se adelantó unos metros más intentando definir a aquella sombra irregular que se movía a pocos metros de la costa. Era una formación negra y redonda, enorme, que avanzaba y retrocedía presa de una aciaga indecisión.

—¿Quién anda ahí? —alcanzó a gritar—. ¿Qué está pasando?

La inmensa silueta detuvo sus movimientos y el suelo dejó de sacudirse.

Por un segundo, Iñurrieta detuvo su respiración. No podía creer lo que veía. Era como si una montaña se le viniera encima.

Trató de girar sobre sus talones y correr en dirección a la rambla, pero resultó ser demasiado tarde. Un fuerte golpe en la piernas lo derribó sobre la arena, al tiempo que sus tímpanos captaron un rugido indescifrable que le heló las venas por última vez.

Ricardo Iñurrieta, nativo de Mar del Plata, jamás llegó a escribirle la carta a su cuñado.

 

 

Ahumado contuvo el vómito en la garganta y miró hacia otro lado.

—¡Por Dios! —exclamó frente al cadáver— ¡Esto es terrible! ¡Pobre hombre!... ¿Quién era?

El comisario volvió a tapar el cuerpo con una lona y compungido observó la dilatada construcción estilo francés, que lentamente se poblaba de curiosos. La rambla solía congregarlos habitualmente.

—El Vasco Iñurrieta —contestó frunciendo en entrecejo—. Un buen vecino. Su familia tiene una pequeña despensa cerca de la iglesia Santa Cecilia.

—Pero, ¿qué le pasó? —prorrumpió Manuel Carrera, con su rostro desencajado por la sorpresa.

—Al parecer lo reventaron —repuso el comisario sin eufemismos—. ¡Pobre vasquito! Lo aplastaron como a una cucaracha. ¿No vio que tenía algunas vísceras en la boca?...

—¡Comisario, por favor! —profirió Ahumado casi en un grito—. ¡No sea nauseabundo!

—Pero es la verdad —se atajó el funcionario—. Usted mismo pudo verlo, don Juan. A este hombre —dijo señalando el bulto inerte— se le tiró algo encima y de gran peso. Como le informo —aseveró—, murió reventado.

—¿Cuándo lo encontraron? —preguntó el vicepresidente Carrera, mientras oteaba pensativo el horizonte.

—Esta madrugada, pero parece que el accidente ocurrió por la noche. Si quiere, cuando el doctor Menéndez termine con la autopsia, le mando una copia para que la lea.

—No, comisario, está bien. Se lo agradezco. En todo caso, cuando las cosas se aclaren, se da una vueltita por la Sociedad de Socorros y me lo informa personalmente.

El policía asintió con la cabeza. Adoraba pasar por el local de la Sociedad. No había en Mar del Plata mejor jerez que el que bebían los miembros de la colectividad española.

—Discúlpeme, don Carrera —repuso sintiéndose algo incómodo por la pregunta que afloraba de su labios—, ¿se puede saber a qué se debe el interés que su asociación tiene con el muerto? Que yo sepa, no se llevaban muy bien con el Vasco.

Ahumado miró fijamente a su socio y permanecieron en un completo mutismo. Al fin, el presidente tomó por el brazo al policía y lo apartó del grupo de uniformados que trabajaban a su alrededor.

—Venga, comisario —le dijo por lo bajo—. No quisiera que la gente se alterara más de lo que está.

—¿Qué pasa, mi amigo? —consultó curioso.

Ahumado le dirigió una mirada penetrante. Quería que lo tomara en serio.

—Mire, lamentamos muchísimo el deceso de ese pobre hombre, pero para serle sinceros no nos apersonamos en la playa para averiguar quién era el muerto.

—Ah, ¿no? —musitó el comisario sacando pecho—. ¿Y para qué vinieron, entonces?

—Para saber qué diablos es esa cueva gigantesca que hay cavada en la arena.

El policía enfiló inconscientemente su ojos en dirección a otra gran lona verde, custodiadas por tres guardias.

—Pero..., ¿cómo lo supieron? —expresó sorprendido—. Di ordenes expresas de que no se dijera nada de la cueva.

—La gente habla y comenta... —replicó Carrera con una sobria sonrisa—. Pero eso no importa. El hecho es que sabemos que allí —dijo señalando la cubierta que se sacudía por el viento— hay una cueva de grandes dimensiones. Una madriguera.

—¿Una madriguera, dijo? —saltó el comisario.

—Sí, una madriguera.

—¡Está loco, señor Carrera! —y lanzó una carcajada—. ¡Una madriguera!... Si eso es una madriguera, como dice, debe ser la de un topo o peludo gigante.

—Efectivamente —interrumpió secamente Ahumado—. El mismo monstruo que mató a Iñurrieta y está a punto de derrumbar el Teatro Colón con sus galerías subterráneas.

 

 

Aquel mismo mediodía, los representantes de la Sociedad Española decidieron convocar en la comisaría a la única persona que podía darle una solución de raíz a los problemas extraños que aquejaban a la villa balnearia.

Su nombre completo era Marita Covarrubias Álzaga de Monte Carmelo, una insigne representante de la oligarquía criolla y con residencia permanente en Mar del Plata, a excepción de los meses que pasaba viajando por África, cazando elefantes y rinocerontes, de los que tenía sendos trofeos colgados en la casona que disfrutaba en la avenida Colón.

Marita era una experta en bestias extrañas. La única disponible en toda la costa atlántica bonaerense. Para nada atractiva, la Covarrubias, como la llamaban en voz baja las comadronas de barrio, apenas superaba el metro y medio de altura; ya peinaba algunas canas y su rostro cetrino y ventilado por su constante vida al aire libre, le quitaba el encanto de la palidez, que las normas de buenas costumbres sindicaban como propio de las damas decentes. De todos modos, ni Ahumado, ni el mismo comisario, se opusieron a su nombre cuando éste se deslizó accidentalmente por la boca de uno de los policías de guardia. Si querían remediar el asunto antes de que el arquitecto Pascual regresara de Buenos Aires, y que el crimen de Iñurrieta quedara resuelto, tenían que liquidar a ese maldito perforador subterráneo lo más rápido posible.

—Si mal no recuerdo —dijo Marita rascándose la barbilla, desde la poltrona de la sala de espera—, hubo denuncias sobre algo parecido en Tandil, hace unos años. El tema no se investigó, las madrigueras dejaron de aparecer y todo pasó al olvido.

—Ahora las cosas son distintas —agregó el oficial—. Tenemos un muerto y la obligación de saber qué fue lo que ocurrió.

—Además —replicó Ahumado—, la principal obra en construcción de la ciudad corre peligro...

—Lo sé —repuso pensativa.

—Y usted, ¿qué insinúa que sea? —inquirió un ansioso Manuel Carrera, apoyado contra un muro—. Con su experiencia, señorita Covarrubias, supongo que ya sospechará de algo.

La mujer le dirigió una mirada fría, cortante. Odiaba que sospecharan por ella.

—Cualquier cosa que yo diga ahora es pura suposición. Tendríamos que confirmarlo posteriormente y para ello es preciso organizar una cacería. De todos modos, creo que estamos lidiando con un animal extraño, poco o nada conocido y del tamaño de un rinoceronte.

—¿Un rinoceronte? —exclamó el vicepresidente—. ¿Los rinocerontes hacen hoyos?...

—No asiento que lo sea, señor —contestó frunciendo sus labios instintivamente—. Por aquí no hay rinocerontes. Sólo conjeturo... —y miró al oficial—. Del gran tamaño de la bestia no hay dudas, ¿verdad?

—La entrada a la cueva tenía 2,76 metros a diámetro —informó el comisario—. ¿Qué clase de peludo pudo cavarla tan grande?

—Sólo uno que sea prehistórico.

La definición de Covarrubias cayó como un balde de agua fría.

—¿Un peludo prehistórico? —saltó Ahumado haciendo con un mohín en la boca—. ¡Por favor! A lo sumo será un Tatu Carreta...

—No los hay tan inmensos —sentenció Marita—. He cazado varios de ellos en La Pampa y puedo asegurarle que son grandes, pero no tan grandes. Una cueva del tamaño que dicen sólo pudo haberla hecho una bestia prehistórica. Un gliptodonte.

Ahumado se recostó sobre su sillón y ladeó la cabeza hacia la derecha.

—Disculpe mi ignorancia, señorita, pero según sé, los gliptodontes desaparecieron hace...

—...hace más de 10.000 años. Lo sé. He estudiado algo de paleontología.

—Entonces no puede ser —la interrumpió el policía.

Carrera saltó de donde estaba parado y se tomó la cabeza con ambas manos.

—¡Por Dios! —exclamó—. ¿Qué le vamos a decirle al arquitecto Pascual? ¿Qué un bicho prehistórico está a punto de tirarle abajo el teatro?...

—Usted se preocupa por el arquitecto, pero yo —señaló con vehemencia el comisario— tengo que decírselo al Jefe Regional. ¡Me van a destituir por loco!

La Covarrubias se sintió tocada en su amor propio y se puso de pie como un latigazo.

—¿Pueden decirme entonces, caballeros, para qué me mandaron llamar? Si se ríen de mis sugerencias, todas ellas fundadas en mis conocimientos previos, ¿para qué me preguntan si no desean escuchar?

La veta diplomática de Ahumado afloró al instante, justo para calmar los ánimos.

—No se ofenda, estimada Marita. Sucede que es extraño que...

—¡Claro que es extraño! ¿Cuántas veces vio una madriguera de casi tres metros de altura, aquí en Mar del Plata?...

—Lamento mucho haberla incomodado —se disculpó—. Por favor, tome asiento. Le prometo que la escucharemos sin hacer comentarios.

La vieja cazadora se acomodó el pañuelo que le rodeaba el cuello y con aires de triunfo volvió a la poltrona.

—Bien —repuso con autoridad—, si efectivamente ese animal es un gliptodonte, como mantengo de manera provisional, lo extraño es el ataque que perpetró contra el señor Iñurrieta. No hay indicios de que hayan sido bestias feroces.—Carrera estuvo a punto de decir algo, pero los ojos inyectados de Ahumado lo coartaron—. De todos modos, se sabe que eran pesados y muy fuertes; con una caparazón gruesa que le servía de defensa. Las huellas que había en la playa así parecen probarlo. Seguramente se le tiró encima, aplastándolo.—El comisario asintió con la cabeza—. Por lo pronto, lo que tenemos que hacer es obligarlo a que salga de la madriguera y darle caza en la superficie. Yo no me arriesgaría a entrar en esa caverna que cavó.

—Ni yo —agregó el oficial.

—¿Qué nos sugiere? —demandó Ahumado.

—La única salida es esperarlo en la entrada. Tendremos que apostarnos en la boca de cada cueva, ahumarlas con una fogata y aguardar a que asome la cabeza. Y cuando lo haga... ¡chácate!, se la parto de un tiro entre ceja y ceja.

Aquel comentario no era muy femenino, pero sí práctico. No quedaba otra cosa por hacer.

Se pusieron de pie y caminaron hacia la puerta. Acordaron encontrarse al atardecer en la puerta del teatro.

Ahumado codeó a Carrera y, viendo como la mujer se alejaba calle abajo, le susurró:

—Me parece, compadre, que nos equivocamos con esta vieja.

—Lo mismo digo. ¡Ahumar las madrigueras!... ¿A quién se le ocurriría semejante tontera?

—Pero, ¿qué vamos a hacer? —exclamó retóricamente—. Es la única que tiene experiencia con animales.

—Y contactos con los políticos de turno.

Mar del Plata estaba dejando de ser la villa aburrida que era en invierno.

 

 

Altas llamaradas y neumáticos quemándose, personal policial agitando cartones  y haciendo ingresar el humo por la madriguera, era el espectáculo bizarro que podía observarse desde la rambla francesa. Las preguntas corrían de un lado a otro entre los curiosos que soportaban el viento helado del mar, sin que nadie sospechara siquiera lo que se perpetraba en aquella fría tarde de junio.

Marita Covarrubias era una caricatura de sí misma. Parecía uno de esos cazadores estereotipados de los libros de aventuras. Se movía frenéticamente de un lado para otro, encorvada por el peso de su fusil de doble caño, capaz de derrumbar de un solo tiro a un elefante africano. Sólo algunos mechones de pelo entrecano sobresalían debajo de su sombrero de ala ancha y con ese atuendo estrafalario los pocos rasgos atractivos que tenía se diluían por completo. Era la viva estampa de una loca, de una vieja loca.

—¡Oiga, Ahumado! —exclamó luchando contra el sonido del mar—. ¿No hay posibilidades de que toda esa gente se retire a sus casas?

El español se levantó la solapa del sobretodo y la ajustó al cuello.

—Ya se lo sugerimos, pero prefieren ver —respondió—. Están todos muy intrigados.

Marita hizo un gesto con los hombros.

—Si alguien sale herido por los disparos, yo no me haré responsable.

Ahumado asintió con escepticismo.

La enorme boca de la madriguera semejaba las fauces silentes de un tiburón.

—Imagino que habrán prendido el fuego, allá, en el teatro, ¿verdad?...

—Carrera está a cargo de todo, junto con tres policías y el comisario. Seguramente ya deben estar bombeando humo en la cueva. No se preocupe, Marita.

Las horas pasaron lentamente. Los curiosos se fueron retirando por voluntad propia y para las tres de la mañana todos estaban cansados, desilusionados y aprensivos.

Ahumado se había ubicado sobre la rambla y observaba de lejos el operativo que, a la distancia, parecía mucho más ridículo que de cerca.

Pero de golpe, las cosas se desencadenaron sin previo aviso.

Primero fue un rumor sordo proveniente de las entrañas de la tierra. Un murmullo apagado que creció hasta convertirse en el equivalente a un tropel de caballos cimarrones.

Después la tierra volvió a temblar y el arenal de la playa se onduló como si una oruga gigante e invisible cavara su ruta subterránea muy cerca de la superficie.

Marita pegó un gritó de advertencia y los policías corrieron despavoridos hacia la rambla. Confiada de su experiencia africana, la Covarrubias se llevó instintivamente la escopeta al hombro y siguió el trayecto de la onda, apuntando con pulso seguro en dirección del extraño visitante.

Ahumado exclamó algo, pero la mujer no alcanzó a escuchar nada.

—¡Cava otra madriguera! —anotó ella, al tiempo que con el rabillo del ojo observaba cómo el presidente de la sociedad española se le acercaba a paso veloz— ¡Está cavando una caverna secundaria! ¡Tenga cuidado!...

No hubo tiempo para que el cerebro de Ahumado procesara el contenido de la advertencia.

Como si de una explosión se tratara, la arena que sostenía sus pies estalló y el español salió despedido hacia arriba, junto con una tonelada de caracoles y diminutos granos de roca molida.

Sintió que la fuerza de la gravedad ya no lo sostenía en el piso, y en medio de la más absoluta desorientación, reconoció antes de caer una cabeza ciclópea asomarse por debajo de él.

Marita oprimió el gatillo en el instante mismo en que Ahumado caía al piso. Los proyectiles dieron contra la coraza que el animal tenía en su frente; e impertérrita, la bestia agitó sus enormes patas pujando hacia adelante hasta salir completamente a la superficie.

Desde la rambla Bristol, los policías iniciaron una balacera, sin orden ni concierto, contra el monstruo. Las municiones rebotaban contra su gruesa protección huesosa, como si fueran balines plásticos.

El animal era mucho más grande que lo imaginado.

Una bola monumental, repleta de placas durísimas y con una cola de más de dos metros de largo, que terminaba en un muñón óseo semejante a dos testículos petrificados. Sus ojos, que parecían diminutos en relación con el resto del cuerpo, se fijaron sobre la patética estampa de Marita Covarrubias, parapetada a menos de seis metros, con la carabina en alto y conteniendo la respiración por la sorpresa.

Entonces, con un movimiento de cola, medido y exacto, el muñón terminal del rabo chocó contra la espalda de Ahumado, en el instante mismo en que trataba de reincorporarse.

Una vez más, el español salió expulsado hacia delante.

Su cuerpo impactó contra el de Marita y ambos rodaron por el suelo.

El gliptodonte avanzó hacia ellos, sacudiendo su armadura como si fuera una campana y se paró sobre sus patas traseras, justo cuando estaba a punto de pisarlos.

Marita martilló el arma. Un fogonazo salió por la punta de la escopeta y la bestia lanzó un rugido aterrador.

El tiro le dio en uno de sus costados. Una porción de la coraza de desprendió y cayó en la arena. El animal titubeó conservando su posición vertical.

Le ha dolido, pensó la Covarrubias.

Entonces, la fiera tambaleó todo su cuerpo y se desplomó hacia la izquierda. Movió sus patas con espasmos indescifrables y, enceguecida, encaró en dirección al mar,

Marita trastabilló al querer pararse. Recargó la escopeta y alcanzó a descargarle un último disparo en las grupas, antes de que el océano se lo devorara.

Diez segundos después, la paz volvió a señorear.

 

 

Tres meses le llevó a Ahumado recuperarse de las fracturas múltiples que sufriera en la cadera, debiendo ser trasladado y hospitalizado en Buenos Aires.

Su historia fue creía a medias. Ni siquiera los testimonios de los policías presentes, o el de Marita Covarrubias, fueron suficientes para que el comisario escribiera en su informe final los hechos tal como habían sucedido.

La Covarrubias no insistió. Catorce meses después del extraño evento viajó a Europa, muriendo de un infarto en París, sólo unos días antes de que el Teatro Colón se inaugurara en Mar del Plata.

Manuel Carrera, en ausencia de su socio, consiguió ascender a la presidencia de la Sociedad Española de Socorros Mutuos, permaneciendo en el puesto hasta el año 1930, fecha en el que también él murió.

En cuanto a los pocos restos que habían quedado del gliptodonte, desperdigados en la playa popular, durante años subsistieron alojados en una caja de madera de la comisaría, sin que nadie les prestara atención alguna. Recién a principios de la década de 1970, un oficial de guardia —estudiante de biología— reconoció la relativa importancia de las piezas y las remitió al Museo de Ciencias Naturales que se levanta en la Plaza España.

Y allí reposan hasta hoy. Acumulando polvo y preguntas que jamás serán respondidas por nadie. 

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Historias apócrifas de Mar del Plata

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