La limpieza en la historia
Por Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia

Intentar un acercamiento a la historia de la limpieza implica jugar con una serie de variables sumamente complejas y diversas. Conceptos como enfermedad, peste, moral, cuerpo, pudor, intimidad, costumbre y estamento o clase social, constituyen distintas vías de aproximación a un proceso de civilización (como diría Norbert Elías), que nos permite comprender los cambios y las transformaciones de la sensibilidad en el mundo occidental.

 

Siguiendo los preceptos vertidos por el historiador Philippe Ariés en su menos conocida obra, El Tiempo de la Historia, pretenderemos en estas cortas líneas cumplir con un objetivo, sintetizado en la siguiente cita:

 

“A una civilización que elimina las diferencias, la Historia tiene que devolverle el sentido perdido de las peculiaridades (...)”.

 

Y comprender peculiaridades supone, no sólo captar la diversidad del mundo pasado (y también del presente) para evitar encerrarse en valores propios, negando tradiciones distintas, sino empezar a reelaborar un bien siempre escaso: la tolerancia. 

 

El cuerpo, las enfermedades y la limpieza corporal

 

El año 1348 marca, tradicionalmente, el inicio de una etapa crítica en la Europa Occidental de la Edad Media. Constituye el mojón, claro y evidente, de un siglo que fue testigo de una de las epidemias más famosas de la historia: la Peste Negra (la peste bubónica). Aunque esto no quite que antes y después de esta fecha no hubieran existido pestes generalizadas. Las hubo, y terriblemente virulentas; desarticulando aspectos políticos y económicos, como así también modificando procedimientos terapéuticos y, naturalmente, las sensibilidades colectivas. Recién hacia fines del siglo XVIII, esa realidad cotidiana —como llama Julio Baldeón a la peste— empezó a ser exorcizada y controlada por los incipientes avances de la ciencia de entonces. Y como era de prever, esos avances volvieron a trastocar todo.

 

La historia de la limpieza encuentra muchos nexos de unión con las conceptualizaciones que existían respecto de la forma en que se transmitían las enfermedades; y también respecto de las ideas imperantes concernientes al cuerpo. En épocas de peste el contacto entre las personas se constituía en un riesgo. Había que evitar la fraternización con vecinos, e incluso parientes, siendo el expediente más común la huída. Pero no siempre eran los sanos aquellos que participaban en esas migraciones. Muchos infectados encaminaban también sus pasos en busca de “mejores aires”, propagando el mal por comarcas que, hasta ese momento, se habían visto libre de las pestilencias. Estas medidas preventivas (como es el caso de la huída lo más pronto y lejos posible) se convirtieron en verdaderos catalizadores de la violencia. Si hoy, a principios del siglo XXI, y con el inmenso bagaje de conocimientos científicos que nos jactamos en tener, discriminamos, excluimos e incluso dictamos sentencia contra los enfermos de SIDA, es más fácil comprender actitudes (consideradas bestiales o incivilizadas por muchos que actualmente impiden la entrada al trabajo o al hogar a infectados por el virus HIV) como las practicadas por la ciudad de Mallorca en 1546 cuando rechazó a cañonazos a un barco barcelonés que pretendía comprar alimentos para dar de comer a una Barcelona atacada por la peste.

 

Los Municipios y Consejos de las ciudades contaminadas —o por contaminar— elaboraban reglamentos referidos a la “higiene” individual. Y es aquí en donde encontramos conceptos e ideas referidas al cuerpo, que mucho influenciaron en lo que aquellos hombres de los siglos XIV y XV entendían por limpieza; y el grado de relación que existía entre lo limpio, la salud y el agua.

 

En épocas de peste, impedir el contacto, suprimir las comunicaciones, era evitar todo tipo de prácticas que predispusieran a los cuerpos a la amenaza de los aires infecciosos. De igual forma se debía rehuir a los trabajos violentos “que calientan los miembros”, como así también del baño ya que el conocimiento médico de aquel entonces dictaminaba que “el líquido por su presión y sobre todo por su calor, puede efectivamente abrir los poros y centrar el peligro (...)”. Esto explicaría el consejo dado, en la ciudad de París en 1516, cuando ante los efectos de una epidemia se exhortaba:

 

“¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!”.

 

Es evidente que en siglo XVI la enfermedad no se combatía con higiene; o para ser más exactos: la idea que se tenía sobre lo higiénico era radicalmente diferente a la que la mayoría de nosotros compartimos en la actualidad.

Uno de los motivos de esta disparidad conceptual puede ser claramente expresado por medio de un texto escrito en 1568 (y que resume a muchos otros) de gran vigencia y predicamento en la Europa Occidental, durante los siglos XV, XVI y XVII:

 

“Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia en interior del cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones”[A. Paré, Oeuvres, París, 1568].

 

El cuerpo, por lo tanto, es permeable. El agua y el aire pueden traspasar sus débiles capas y provocar desequilibrios, incluso la muerte. La porosidad de la piel se dilata con el agua caliente, aumentando las posibilidades de contagio. Las fronteras entre lo interno y lo externo son fáciles de violar; y, en consecuencia, se hace necesario no sólo evitar el baño, sino protegerse con vestimentas determinadas.

 

“El traje de las épocas de peste confirma esta representación dominante, durante los siglos XVI y XVII, de cuerpos totalmente porosos que requieren estrategias específicas en este punto: evitar las lanas y algodones, materiales demasiado permeables; evitar las pieles cuyos largos pelos son otros tantos asilos al aire contaminado. Hombres y mujeres sueñan con vestidos lisos y herméticos, totalmente cerrados, para que el aire pestilente pueda deslizarse sobre ellos sin que encuentre nada en donde agarrarse” [Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio, 1985].

 

El agua y el baño, enmarcados en épocas de epidemias, elaboraron así una imagen del cuerpo abierto a los venenos infecciosos de la peste, sin la cual no podemos entender el proceso histórico de la idea de limpieza, ni comprender el motivo por el cual el rey de Francia, Luis XIII, tardó siete años de su vida antes de arriesgarse a sumergirse en su real bañera.

 

Estamos ante un mundo muy diferente al nuestro, no sólo en costumbres, ideas o vestimenta, sino también —y esto es fundamental— en olores. “Las diferencias entre buen olor y fetidez manifiestan las fronteras que separan a unos estamentos de otros (...)”, por lo tanto se hace necesario combatir los aromas desagradables, pero sin acudir al elemento líquido. Las normas de cortesía indicaban muy expresamente una serie de procedimientos —un verdadero inventario de comportamientos nobles— por los cuales la limpieza del cuerpo se circunscribía a lo que el historiador Georges Vigarello llama el “aseo seco”. Y dentro de estos parámetros culturales, la palabra limpieza no era precisamente sinónimo de “lavado”.

 

El uso de perfumes y friegas en seco reemplazaron al agua (utilizada durante el Imperio Romano y gran parte del medioevo), que sólo fue recomendable en rostros y manos (únicas partes visibles del cuerpo). Aunque no debemos confundirnos al creer que todo lo antedicho haya implicado la desaparición del acto o gesto de limpieza. Lo que sucede es que el mismo adquirió una forma distinta a la que hoy nosotros podemos tener en mente.

 

Los sustitutos del agua

 

Si pudiéramos esquematizar la historia de la limpieza del cuerpo con una imagen que pretenda ser sencilla, diríamos que el hombre occidental se ha ido higienizando por etapas y por capas. Este proceso, que alcanza una manifestación nítida en el siglo XVI —y se acentúa en el siglo XVII—, muestra cómo la apariencia (involucrando en ella los trajes, las pelucas, los bordados, camisas, encajes y comportamientos) concentraba toda la atención a la hora de “sentirse limpio”.

 

El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, no era considerado. Ser limpio implicaba, ante todo, mostrarse limpio y comportarse como tal. Ya lo establecía una regla de buena conducta, vigente en 1555:

 

“Es indecoroso y poco honesto rascarse la cabeza mientras se come y sacarse del cuello, o de la espalda, piojos y pulgas, y matarlas delante de la gente”.

 

Por otra parte, ciertas ideas que eran colectivamente compartidas, hacían posible eludir el agua, que tanto temores despertaba.

 

Burgueses y aristócratas estaban convencidos de que la ropa blanca (la ropa interior) “limpiaba”, puesto que impregnaba la mugre a modo de esponja. Por lo tanto, al cambiarse de ropa el cuerpo se “purificaba”, simbolizando ese acto la limpieza interna (sin la necesidad de acudir al inquietante elemento líquido). Naturalmente, estas normas suntuarias (y el concepto de limpieza implicado en ellas) eran ante todo normas discriminatorias; al punto de considerar la blancura y el brillo como signos distintivos de pertenencia a una determinada clase o estamento social.

 

Desde este punto de vista, la limpieza no podía existir para los más pobres, ya que ellos no tenían acceso a aquellas indumentarias que permitían poner en escena al hombre aseado. Apariencia, distinción social y nobleza implicaban no sólo elegancia, sino también “limpieza”.

 

Durante el siglo XVII, perfumes, polvos y pelucas odorantes toman una importancia significativa; y con ellos la ilusión se complejiza debido a que estos elementos cosméticos actúan como limpiadores, a la vez que corrigen el aire corrompido, preservando al hombre del contagio de la peste.

 

Todo este boato seguramente nos trae a la memoria la imponente figura del rey Luis XIV, con toda su corte de bien perfumados y empolvados súbditos, rodeados de bellísimas fuentes con aguas danzantes en los patios de Versalles; aunque, como era natural, ninguno de ellos osara acercarse a un chorro para refrescarse. 

 

El agua fría, el agua caliente y los grandes cambios del siglo XIX

 

Hacia mediados del siglo XVIII, las fuentes documentales y la literatura empiezan a reflejar el inicio, aún lento y circunscrito a la clase social más alta de la sociedad, de un cambio en la actitud hacia el baño.

 

Aunque limitado incluso en la misma aristocracia —y debido en parte al control existente sobre pestes y epidemias—, el acto de inmersión comienza a despojarse de sus antiguos temores. La aparición de habitaciones específicas para el aseo corporal (el cuarto de baño) y el aumento de bañeras (consignadas en los inventarios que quedan en los archivos), son claros indicadores de que algo se está trastocando. De igual forma, el estatuto del agua también cambia; y la temperatura de la misma tiene mucho que ver al respecto.

Los libros de salud empiezan a insistir con frecuencia en las virtudes estimulantes del frío:

 

“El agua fría favorece tensiones y reacciones musculares repetidas; sin ellas el tono de las fibras será menor y los tejidos musculares se aflojarán” [1754].

 

Incluso los médicos enciclopedistas le atribuyen al agua cualidades morales, especialmente cuando es fría.

Detrás de todos estos cambios conceptuales es factible encontrar (según el historiador Georges Vigarello) una nueva forma de diferenciación social, ahora encabezada por un estamento cada vez con más poder económico y político: la burguesía.

 

Serán estos burgueses los que, embanderados con los ideales de la libertad y el vigor, difundan la imagen del baño caliente como generador de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda haraganería[1]. En síntesis: agua fría para el burgués poderoso; agua caliente para el noble decadente. Como ya podemos imaginar, este enfrentamiento encontrará su manifestación política en julio de 1789.

 

En 1765, la Enciclopedia sanciona:

 

“No hay que confundir limpieza y búsqueda de lujo”.

 

He aquí una conversión importante: la limpieza deja de estar vinculada con el adorno y la apariencia. Polvos, pelucas y perfumes ya no señalan al individuo limpio; y la higiene, lentamente, deja de ser un tema tratado por los manuales de urbanidad y buen comportamiento, para iniciar su largo recorrido en los libros de medicina. Desde entonces, la limpieza empieza a tomar una forma más parecida a la que nosotros hoy compartimos.

 

Será el siglo XIX quien asocie el vocablo nuevo de “higiene” con el de salud. Y contrariamente a lo que se ha creído por siglos, el agua y el baño empiezan a promocionarse como defensas contra el contagio de enfermedades. Sucede que ahora se conocen —y se ven— a los responsables directos de esos padecimientos. Hay que combatir “monstruos invisibles”: los microbios. Por lo tanto, la limpieza comienza a actuar contra esos agentes, protegiendo al ser humano.

 

También será en el XIX cuando, desde ámbitos burgueses —principalmente en las grandes ciudades industrializadas— empiece a generarse una asociación de ideas: la limpieza del pobre (del obrero de fábrica) se convierte en garantía de moralidad; y el distanciamiento entre los “sucios proletarios” y los “decentes capitalistas” intentará ser paliado a través de una actitud paternalista, claramente manifiesta en el dinero invertido en organizaciones misioneras y estatales, a fin de estimular códigos morales y políticos “superiores” en la clase trabajadora.

 

Civilizar, moralizar e higienizar al obrero fue la consigna. Surgen así las piletas públicas a muy bajo precio, los baños públicos y un elemento hoy muy conocido: la ducha.

 

¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene? ¿Qué ideas y conceptos aún compartimos con los moralistas del siglo XIX? ¿De qué forma la sociedad de consumo en la que estamos inmersos ha afectado la imagen que tenemos de “lo limpio”.

 

Son éstas, preguntas que escapan a las posibilidades espaciales del presente artículo. De todas maneras, y teniendo en cuenta lo leído, creemos conveniente transcribir una cita del célebre historiador Paul Viene, y dar así un cierre a esta breve aproximación al devenir histórico de la limpieza:

 

“La historia, como viaje que es hacia lo otro, ha de servir para hacernos salir de nosotros mismos, al menos tan legítimamente como para asegurarnos dentro de nuestros propios límites”.

 

Bibliografía:

 

Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio, Alianza, 1985.

Norbert Elías, El Proceso de la Civilización, FCE, 1977.

Philippe Ariés, El Tiempo de la Historia, Paidos, 1988.

Roger-Henri Guerrand, Las Letrinas. Historia de la higiene urbana, Ediciones Alfons El Magnànim, 1988.

Sheldon Watts, Epidemias y poder, Ed. Andrés Bello, 1997.

 

Referencias:

 

[1] Nota: Cualquiera que haya tenido la desgracia de hacer el servicio militar obligatorio (colimba) conocerá de lo prolongado que es —ha sido— este prejuicio.

Profesor Fernando Jorge Soto Roland 
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
sotopaikikin@hotmail.com

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