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La entrega
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Corría el año 1894 y la pequeña localidad de Bahía Blanca se sintió sorprendida ante una grata noticia para los chicos y no tan chicos: el circo llegaba al pueblo.

Una pequeña columna de carruajes se había abierto camino por los tortuosos senderos de la pampa para traer una galería de sueños y sorpresas de la mano de unos cansados y no tan alegres payasos.

Rápidamente se montó una carpa tricolor en las cercanías de la costa, muy cerca del muelle de pescadores. La primera función estaba anunciada para las 17 horas del domingo. Los volantes eran repartidos por las bailarinas, montadas en un pequeño tilbury cedido gentilmente por el municipio. El carruaje deambulaba por la calles Coronel Rosales y Güemes arrastrando a la concurrencia infantil.

El circo era propiedad de los hermanos italianos Scarfati, una familia de acróbatas y magos que desde 1860 animaban la vida circense de la provincia de Buenos Aires y el Litoral.

Ellos eran cuatro: Dante, Luigi, Piero y Tito. Habían adquirido cierta popularidad por los intrépidos números que realizaban desafiando a la muerte en cada función. Sus hazañas voladoras circulaban en los titulares de los diarios.

Pero la elocuente y emotiva versión periodística del circo Scarfati encubría una realidad un poco más turbulenta y oscura.

Lo cierto era que detrás del espectáculo, Dante Scarfati, el autodenominado patrón, sostenía, con la complicidad de sus tres hermanos, un aguantadero dedicado al juego clandestino, la trata de blancas y el tráfico de mercancías estupefacientes.

Dante era el mayor, un verdadero palurdo napolitano, arribado al puerto de Buenos Aires a los cinco años y luego consagrado cuchillero en los arrabales de San Telmo. Alto, de cabellera abultada y negra, tez aceitunada y regio porte varonil, ejercía un encanto irresistible en la mujeres y un temor respetuoso en los hombres por sus aires de guapeza.

Paradójicamente, el menor, Tito, era un enano de cabeza desproporcionada y orejas de burro. Calvo y ojeroso, con una nariz llena de porosos granos, llevaba la cara curtida por dos tajos que había cosechado en pendencias, en las que había recibido sendos piedrazos.

Su carácter era nefasto y netamente soberbio. En ese sentido, superaba a Dante en altanería.

La llegada a Bahía Blanca constituía sólo una de las tretas que utilizaban los Scarfati para despistar a la policía. Deambular por diversos sectores de la provincia representaba para ellos la senda segura y el camino despejado para alcanzar la localidad de Puerto Madryn, destino final del circo, donde trabarían relaciones con los capitanes de los buques mercantes de gran calado, provenientes de diversos confines del mundo.

El tiempo no acompañaba esa semana; los vientos del sur soplaban muy fuerte en esa época del año.

Ese domingo, después de la exitosa segunda función, un accidente catastrófico se produjo alrededor de las cuatro de la mañana. El vendaval rajó la débil lona de la carpa y la hizo volar por los aires. Las amarras y los postes se despedazaron violentamente y, en pocos minutos, todo el espacio circense quedó en ruinas. Algunas fieras escaparon de sus jaulas, al ser éstas desplazadas por el torbellino. La policía debió salir a cazar un tigre de Bengala y dos leonas bastante hambrientas.

Pero una tragedia mayor se había precipitado sobre el desventurado circo. Los efectivos municipales, en un intento solidario por ayudar a los hermanos Scarfati, descubrieron en horas tempranas de la mañana, dos cuerpos despedazados  aparentemente por una de las fieras enjauladas. Luigi y Piero reconocían en los desfigurados rostros a su hermano mayor y a Roxana, una de las bailarinas.

La gente del pueblo colaboraba para desmontar lo poco que quedaba del circo.

Tito había desaparecido.

Tristeza profunda experimentaron los Scarfati cuando, al descorrer uno de los mástiles que sostenía la estructura principal de la carpa, encontraron el cadáver del enano. Al parecer, el poste se había desplomado sobre la tribuna lateral izquierda quebrando la espina dorsal de Tito, que habría tratado de alcanzar la salida en esos precisos instantes.

 

Tito se apartó de la mesa y arrojó el plato al suelo mientras levantaba la voz:

—¡No quiero que me anuncien más en ese maldito número del salto! Dante y ustedes saben muy bien que no puedo practicarlo con esta pata coja que “el de arriba” me regaló. ¡Es un maldito...!

Piero, el más mojigato de los cuatro, se sobresaltó ante las palabras injuriosas del enano:

—No debes blasfemar, Tito. El Altísimo se enfurecerá contigo.

—Claro, claro, no blasfemes que ofendes a Dios —explicaba Luigi, burlón como siempre y con su acostumbrada cara de estúpido.

La carcajada de Luigi se interrumpió cuando entró Dante, portando el látigo de domador en una de sus manos. Estaba furioso y los hermanos recelaron algún castigo.

—¡Les dije a ustedes dos, inútiles —Dante señalaba a Piero y Luigi con el mango del látigo—, que limpiaran los cubiles de los leones para mañana! ¡Son dos haraganes que, si viviera nuestro señor padre, sabría castigarlos mejor que yo! ¡Lárguense y a trabajar, mierdas!

Los estremecidos hermanos abandonaron la escena por un costado.

Tito contemplaba a Dante que parecía agigantarse en esos momentos de ejercicio de su autoridad. ¡Cómo lo envidiaba! Dante lo tenía todo. Era la semilla perfecta de los Scarfati. Por el contrario, él se sentía la sobra, el residuo genético que la naturaleza desecha. Un excremento humano con la facultad de hablar.

Dante notó que su hermano estaba abstraído en sus pensamientos e hizo sonar el mango contra la mesa:

—¡¿Y tú no tienes nada que hacer?! —lo increpó.

—No creas que puedes manejarme como a esos otros dos —contestó el enano con malicia y resentimiento.

—Pues el que da las órdenes aquí soy yo, “balita de cañón”. ¡Entiéndelo de una vez!

Tito detestaba el número de la bala humana. Se había negado a hacerlo varias veces, pero Dante estaba empecinado en ridiculizarlo cada vez más.

—¡Maldigo a mi perra madre y al cerdo de mi padre que engendraron este despropósito de la naturaleza que soy yo!

Los ojos de Dante se inyectaron en sangre al escuchar semejante insulto a los padres:

—¡Enano maldito! ¡Retráctate de semejantes palabras o te marcaré el látigo en todo tu deformado cuerpo!

Quiso precipitarse sobre el pequeño cuando una voz de mujer lo llamó desde afuera.

Era Roxana, la mujer más atractiva de las que poblaba el circo. Y por supuesto, la amante de Dante. Pero el palurdo solía tratarla con cierta indiferencia y de manera esquiva, salvo en los momentos de mayor lujuria, cuando ambos se encerraban en la jaula vacía de alguna fiera y se revolcaban sobre la paja. Roxana gemía de placer y Tito se tapaba los oídos para no escuchar los goces de la mujer que amaba con desesperación.

Dante dejó de atormentar a su pobre hermano cojo y salió de la tienda como un rayo. Intercambió algunas palabras y besos con la bailarina que lo aguardaba, y se apartaron juntos para hablar sin ser escuchados. Concertaron una cita en la jaula del puma. Esa noche estaría vacía, después de la última función.

—Te esperaré desnuda esta vez, mi gato —había articulado Roxana en la penumbra de la noche.

Dante estaba encabronado con el enano y no prestaba mayor atención a la seducción de la bailarina. Musitaba:

—Debo hacerlo escarmentar a Tito. Es el único de los tres que me desobedece.

—No le des bolilla  a ese enano de los infiernos. Si yo fuera tú, lo perdería en el próximo trayecto, ¿entendés lo que digo? —explicaba la mujer mientras le mordía la oreja a su amante.

—¡Pero es mi hermano, carajo! Deforme y todo es mi hermano.

—Es un deforme inmundo, una cucaracha parásita que atormenta nuestras vidas. No tiene ningún derecho a alterarte, amor —opinaba la bailarina con aires de histeria.

Roxana tenía el vestido arremangado y mostraba una tentadora y carnosa pierna que rozaba las botas del domador.

Tito oyó esa conversación y mudó su rostro en una mueca de siniestra perversidad.

Un espejo adosado en el armario cercano obró el encantamiento. El enano horrendo se reflejaba en la límpida superficie iluminada por algunas lamparillas de aceite y sebo. Allí comprendió lo estúpido y absurdo de su existencia, y la irritante marginalidad a la que se veía expuesto.

El bochorno de su humana condición lo transformó.

Fueron unos segundos, los suficientes para iluminar su mente y obrar un plan con el cual acabar con Dante y su despreciable y cruel compañera.

 Se amarían en la jaula, inundados de un salvaje olor a celo. Sólo les faltaría el condimento bestial y Tito se los proporcionaría.

Les entregaría a la fiera para que acabara con ambos, devorados, sacrificados en una unión abominable.

Un frío le recorrió la espalda al considerar la horrenda muerte que le reservaba a su hermano mayor.

Alrededor de las doce de la noche, luego del ajetreo de la función, los pasos de las botas de Dante se escucharon cerca de los barrotes de la cárcel felina, cubierta con una lona agujereada por el granizo y el sol.

El domador levantó la tela por uno de los extremos y comprobó que un cuerpo desnudo y sudoroso se retorcía excitado en la oscuridad.

Sin  perder más tiempo, ingresó en la jaula rumbo a los brazos de Roxana.

Tito aguardaba en la penumbra.

El pesado carro que contenía la bestia se deslizó contra el de Dante y pronto quedaron enganchados. Una pequeña silueta que subía con agilidad y destrababa los cerrojos de la compuerta se recortó en la tela con el claro de luna.

Asustados los amantes ante el golpe y el sonido de los goznes, se incorporaron. Dante trató de escapar, consciente del peligro inminente, pero ya el puma avanzaba con paso lento y firme sobre el umbral de la jaula.

El animal no rugió pero se lamía la lengua con pasmosa tranquilidad.

Clavó los ojos en Dante que alcanzaba a manotear el látigo del suelo. No había olvidado llevar consigo uno de esos largos cuchillos de punta cuadrada. Hizo frente con intrepidez al feroz carnívoro que pegó un saltó y avanzó contra su domador mostrando sus filosos y largos dientes.

Dante cayó al suelo y trató de sujetarle el cuello a la fiera. Conocía bien su oficio, pero ese animal estaba por demás excitado esa noche. Sin embargo, Scarfati se defendió muy bien, y logró herirle de cierta gravedad una de las patas anteriores.

El puma se apartó unos metros ante el dolor y se agazapó con aire amenazador sobre un rincón. En contados segundos, acometería nuevamente.

La fiera, así mutilada, rugió con violencia, y por segunda vez atacó al domador que la esperaba bien plantado y con el cuchillo en mano.

El animal patinó y perdió equilibrio al torcer su cuerpo para morder a su víctima. Se debatió desesperadamente y dirigió sus garras contra el torso del italiano.

Los zarpazos fueron letales y formaron profundos surcos sobre uno de los brazos del hombre. En la desesperación y el dolor, Dante alcanzó a observar la maléfica presencia del enano, que observaba todo el espectáculo con semblante simpático.

—¡Hijo de puta! ¡Sacános de acá! —le gritaba el hombre que comprendía perfectamente todo lo arreglado por el deforme.

Roxana se había refugiado en el montículo de paja y profería altisonantes gritos de auxilio.

Los empleados del circo se presentaron asombrados ante el escandaloso acontecimiento. Para cuando destrabaron finalmente el carro, la fiera había cercenado la cabeza del domador y comía del vientre de su amada.

La imponente presencia del puma atemorizó a todos. Era un demonio negro el que estaba esa noche en la jaula, cobrándose la vida de esos dos infelices.

 

El monseñor Urbino terminó de referir la macabra historia de la venganza de Tito Scarfati al pálido y delgado padre Valenzuela, su nuevo ayudante desde hacía tan solo tres días.

El prelado ya había puesto al tanto al novato cura sobre las actividades paranormales que su oficina realizaba bajo las medidas de discreción más estrictas.

Valenzuela dudaba de la documentación que el monseñor había exhibido hasta el momento.

Urbino afirmó con tono complaciente:

—Mi querido amigo, cuando se tiene mucho tiempo en la curia como es mi caso, se sabe con certeza apartar la paja del trigo. He visto muchas cosas en estos últimos veinticinco años, y créame que estos indicios ya certificados por las organizaciones que nos apoyan no son nada apócrifos. Tome —le extendió unas carpetas al cura—, quiero que las lea para esta noche.

—¿Qué es esto, monseñor? —preguntó extrañado Valenzuela.

—Mire, no son de público conocimiento esos datos que le entrego. Es información clasificada de algunas de mis últimas incursiones.

Valenzuela leía los encabezados y se alarmaba en silencio:

“a) Un niño empieza a gritar alocado en un colegio de Ingeniero White. La maestra intenta calmarlo pero una bofetada le arranca un hilo de sangre del labio inferior. El niño trepa por los pupitres y reparte manotazos a los desconcertados compañeros. Luego, de improviso, cae desmayado al suelo. Lo despiertan en la salita de primeros auxilios. Abre los ojos y su primer contacto es con la madre, quien desconsolada lo abraza y le formula unas palabras. El niño no comprende lo que le dicen... Está mudo. ¿Ha perdido la facultad del lenguaje? No. Nada de eso. Emite unos sonidos que nadie comprende. Un oficial de policía del lugar reconoce algunas palabras. Sólo habla en griego “clásico”. Los psicólogos no entienden lo que ocurre y se requiere la presencia de profesores que empiecen a traducir lo que el muchacho dice... (marzo de 1992).

b) Los peces forman extrañas figuras en el mar más allá del Cabo Esperanza. Los pescadores no pueden salir del asombro; los peces escapan por las mallas que tienen cientos y cientos de mordeduras. ¿Cómo es posible que la merluza o la anchoa hayan desarrollado semejantes dentaduras y la astucia necesaria para escapar de las redes? (octubre de 1994)

c) Varias personas aseguran haber presenciado esculturas que se mueven sin aparente explicación (abril de 1995).

d) En el Monte Guaminí unos niños cantan alegremente una canción y formaban castillos de arena con una velitas a las 3:30 de la mañana. Ningún adulto se hace cargo de ellos. Se llama al comando que va e inspecciona el lugar. Los policías se demoran demasiado. Un segundo operativo llega y encuentra a los policías y los vecinos terminando los castillos. Los niños han desaparecido... (enero de 1996).”

Valenzuela pasaba las hojas una a una y revisaba los datos y explicaciones superficialmente.

Urbino lo observaba. Era imperioso que el curita le tomara gusto a estas investigaciones paranormales. De lo contrario no formarían una buena dupla y realmente la necesitaba el sacerdote.

El monseñor dijo al cabo de unos instantes:

—Los designios del Altísimo son inescrutables, padre; no voy a darle yo una lección de teología a quien supo obtener una de las mejores calificaciones del seminario.

—Entiendo que esta documentación es inusual y estoy muy sorprendido —opinaba Valenzuela—. Pero volviendo al caso Scarfati, usted pretende desenterrar un cadáver para resucitarlo. No podemos hacer tal cosa con los muertos. Es un acto que ofende la voluntad de Dios.

Monseñor emitió un gruñido feroz:

—Hay otras formas de arrojar a las tinieblas a quienes deben estar en ellas. ¡Olvídese de los preceptos anticuados! De lo contrario no podrá trabajar conmigo. No puedo explicarle todo en una tarde. Tenga paciencia, observe y vaya sacando conclusiones.

—Con todo respeto, monseñor, creo que no estoy preparado para este trabajo.

—¡Déjese de joder! Las órdenes al municipio ya fueron impartidas. Mañana a la madrugada, usted me acompañará al cementerio de la Cuesta para proceder a supervisar un desentierro y hacer la “entrega”. ¡Confío en su potencial, padre Valenzuela!

El joven terminó de revisar las carpetas en su habitación y sus ojos no daban crédito a lo que leían. Los sellos monacales y las libreas episcopales no dejaban lugar a dudas. El “Código Celestial” estaba efectivamente lacrado en las páginas y los certificados “Dubitationes Caelis” abrochados a los costados.

¡Tenía miedo de seguir adelante! Pero algo lo incitaba a continuar.

 

La borrasca principiaba cubriendo rápidamente el manto de estrellas. La verja sur del perímetro funerario empezó a chirriar, quejosa de la imprevista ventisca; sus dos candados golpeaban acompasadamente los finos metales herrados con maestría por artesanos italianos. La luna apareció, espectral, entre dos negros nubarrones que amenazaban con descargar una fría y fuerte lluvia de un momento a otro. La sombra del mausoleo comenzaba a torcer su rumbo a medida que el reloj marcaba los infinitos minutos. Algunas cucarachas de largas patas blancas y portentosas antenas y millares de insectos de todas formas y colores pugnaban por esconderse tras la seguridad de la penumbra lapidaria. Dos escarabajos avanzaban lentamente por el borde del empedrado desafiando los zapatos de monseñor Urbino.

El prelado se abrió paso a través de ligustros y matorrales cuyas enredaderas picaban demasiado y se aferraban a las vestimentas con ímpetu denodado. Además, había que cuidarse los ojos de las molestas y pequeñas moscas nocturnas. Una lechuza y algunos murciélagos prorrumpieron con chillidos secos y cortantes en el firmamento helado de la noche.

Cuando Urbino alcanzó el claro frente al mausoleo, algunos hombres trabajaban con ritmo lento pero seguro, acostumbrados al oficio de remover tierra. Sin ser molestados, sin tomar en cuenta las excepcionales circunstancias del caso, cuatro operarios del personal del cementerio seguían excavando la fosa en donde, de un momento a otro, la pala chocaría con el madero del féretro.

El padre Valenzuela se inquietaba cada tanto con lo extraño del caso. Su inexperiencia lo hacía desvariar en ocasiones ante los posibles temores e irregularidades del asunto. Hasta el momento, había sobrellevado el caso con dignidad y Urbino no se había mostrado para nada descortés con él. Pero el joven sacerdote no pudo soportar más la curiosidad que le carcomía el espíritu y con suma prudencia y cuidado atinó a comentar:

—Sigo sosteniendo que esto no tiene asidero, monseñor. En primer lugar no puedo entender qué es lo que hacemos aquí a las tres treinta del mañana cuando deberíamos estar descansando en nuestras celdas.

—Tenga paciencia, muchacho.

—La tengo, monseñor, pero ¿con qué finalidad estamos desenterrando a un pobre muerto? Usted habla de una “entrega” y no la relaciono con la historia de Scarfati.

El monseñor sacó un blanco pañuelo de uno de los innumerables y secretos bolsillos de su investidura. Lo abrió con sumo cuidado y desplegó un perfume a lavanda en esa tierra de muertos. Contempló la noche nubosa y sin mirar a Valenzuela le refirió:

—Su nuevo trabajo, si es que desde esta noche lo acepta, será realizar algunas reparaciones entre éste y el otro mundo. Tómelo como una prueba de fuego, padre. Aguarde y empezará a comprender.

Pepe, el empleado más ducho en la tarea, tiró con fastidio la pala sobre la grava y, flexionando las piernas al borde de la fosa, apoyó los brazos en el suelo para descender por la hendidura.

—Ahora, me alcanzan las sogas que voy a tratar de pasarlas por debajo de los herrajes —les dijo a sus compañeros.

Al cabo de unos diez minutos, el cajón fue izado hasta la superficie.

Era un féretro demasiado chico. Similar a los utilizados para los entierros de niños.

—No me dijo qué edad tiene el muerto —insistió el cura joven.

—Es un adulto —respondió con sequedad el monseñor.

Los operarios tomaron los martillos y los garfios para destrabar la tapa del cajón. El estado de la madera era relativamente bueno.

Los empleados municipales procedieron a destaparlo.

Urbino se acercó hasta el borde del cajón, ubicado sobre una mesada de granito. La mortaja estaba casi hecha trizas por la acción de la putrefacción. Metió las manos sin ninguna repulsión y ordenó como pudo los restos de la tela. Llamó a acercarse a su ayudante y le explicó:

—El cadáver del enano deja inequívocas señales de haber sufrido una lenta sofocación dentro del ataúd, ¿puede notar eso? De lo contrario, no se explican los arañazos registrados en la pared interna del féretro, que destrozaron los pliegues de la mortaja. Los lacerantes hematomas de las uñas y las muñecas habían hecho su labor sobre la sedosa tela. Una de las muñecas estaba aparentemente quebrada por la insólita posición en la que descansó en paz.

—¿Pero no estaba muerto cuando lo enterraron?

—Así es. Pero es posible que haya sido llamado por los infiernos y recobró unos instantes la vida. Esa experiencia es nueva para mí. Ya veremos.

Valenzuela ya no entendía cuándo una persona moría o vivía. No obstante, escuchaba con atención las lecciones de su maestro.

—Yo estimo que Tito estiró las piernas, —continuaba Urbino—, flexionó los dedos y retorció su cuerpo de lado para poder ubicarse en otra posición, seguramente en busca de aire.

Sorpresivamente llegó a los oídos del padre Valenzuela un lánguido murmullo. Cesó bruscamente para reanudarse de inmediato, esta vez un poco más cerca del féretro. De hecho, había sido apenas una palabra de dos sílabas, pronunciada simultáneamente por una cierta cantidad de gente y repetida después de un breve intervalo. Aún en la corta distancia era fácilmente reconocible.

—Enseguida se han enterado de nuestra presencia y no pierden tiempo —comentó Urbino.

—¿De qué habla, monseñor? —preguntó el cura.

—Lo están llamando... —sentenció Urbino.

—¿A quién llaman, monseñor?

—Al enano. Lo que sucede es que no escucha todavía o se resiste a escuchar. Prefiere la incomodidad del féretro a los tormentos infernales que le están reservados.

En el responso, una congregación había dicho “amén” dos veces. Se estaba cumpliendo un nuevo funeral. Era la “entrega” con las directivas y coordenadas de la ultratumba.

Pepe retiró el lienzo hediondo por el costado de la fosa.

Observó cómo la gigantesca cabeza del enano empezaba a girar lentamente de lado a lado, mientras su descomunal boca y su putrefacta dentadura hacían los primeros ejercicios de articulación. La garganta reseca del cadáver intentaba deglutir como si tuviera la necesidad de algún líquido y sus facciones tirantes y verdosas por la humedad empezaban a emanar un tufo nauseabundo.

—¡Levántate, Tito Scarfati! ¡Levántate que es hora de partir a tu nueva morada! —gritó Urbino, poseído de un extraño carisma

Entonces el engendro despertó y alcanzó a levantar un brazo para dejarlo caer sobre su cien marchita.

Monseñor Urbino reía por lo bajo, como si fuera un triunfo personal que el espectro volviera a la vida.

Pepe y los demás operarios no tenían ninguna señal de estupor en sus semblantes. Por el contrario, toda la escena parecía serles algo familiar. Lentamente, con precaución pero sin miedo, apuraron sus pasos en dirección a una de las lápidas más cercanas, con intención de protegerse. Nada parecía sorprenderlos. El padre Valenzuela sintió cómo sus piernas desfallecían y apenas soportaban su peso.

Urbino alejaba a su ayudante en clara señal de precaución. No se sabía cómo podía reaccionar el muerto.

—El proceso puede tener complicaciones, padre. Por su bien, le ruego que se aparte unos pasos. No deseo lamentar la muerte de un inocente. Además debería pedir un nuevo asistente...  Y, usted sabe, la curia es algo reacia a mis pedidos.

Valenzuela abrió sus cuencas, presa del asombro.

El enano se sentó y estiró el pescuezo como un condenado a la horca. Incorporó su pecho para exhalar el aire de la noche y permaneció unos instantes en esa estaqueada posición. Sólo el pulso de su circulación sanguínea se advertía en movimiento en su cuello. Cualquiera lo habría confundido con un vagabundo o linyera embotado por el vino. Pero su naturaleza fúnebre se mostró al girar la cabeza y presenciar el panorama del cementerio con ojos blancos sin pupilas.

Se incorporó y resopló como un extenuado burro de carga. Algunas hormigas le circulaban por las cicatrices de sus viejas heridas. 

El torbellino descendió de los cielos con increíble rapidez. Ante los perplejos ojos de los espectadores, el remolino de fuego, lluvia y arbustos destrozados giró como un trompo sobre uno de los mausoleos hasta convertirse en un cilindro etéreo y vertiginoso que enloquecía de velocidad sobre su eje transversal.

El torbellino horadó la tierra y abrió un hoyo profundo. Unos pasos retumbaron en el espacio abierto. Su procedencia era difícil de determinar. Sonaban adelante y a espaldas de los invitados. Nadie podía determinar la procedencia exacta.

El agujero pronto comenzó a echar una espuma sulfurosa y se abrió para dar paso a unas criaturas aladas y enrojecidas.

Los demonios venían por Tito para conducirle a su definitiva morada. La imagen del Cristo crucificado en una de las construcciones fúnebres se desdibujaba en la penumbra grisácea y roja de las estelas humeantes que arrojaba el perímetro del círculo infernal.

El cuerpo del enano voló por los aires, succionado por el viento subterráneo que había traído a los demonios.

Todo retrocedió a los inicios, como si fuera una cámara en reversa.

El espectáculo acabó de repente.

Los operarios procedieron a enterrar el ataúd vacío y dejar las cosas en perfecto orden.

 

El martes por la mañana el padre Valenzuela ingresaba en las oficinas de la Vía Catedral totalmente repuesto de la escalofriante experiencia. Desayunaría con Urbino en su despacho.

Cuando el monseñor lo vio entrar, comprobó que era otro joven el que aparecía debajo del marco de la puerta.

Había pasado la prueba de fuego.

Se saludaron respetuosamente. El prelado preguntó de improviso:

—¿Ha estado alguna vez en un “cabarute”? —Urbino guiñó el ojo izquierdo con malicia y éste despidió un destello inusual.

—No comprendo la pregunta, monseñor —el padre Valenzuela había entendido perfectamente pero se hacía el ingenuo por respeto y vergüenza.

Urbino miró al cielorraso y levantó los brazos para luego cruzar las manos en señal de profunda devoción. Luego articuló con un dejo de sonrisa en sus finos y delgados labios:

—¿Qué voy a hacer con usted, curita?

Valenzuela no sabía como desembarazarse; sus cachetes se cubrían de un leve rubor:

—No me haga esas preguntas tan indiscretas, monseñor... No estoy acostumbrado.

Urbino cambió su mirada y adoptó un aire paternal:

—Bueno, bueno, hijo mío. Tranquilízate. Si el caso de Tito Scarfati no te ha quitado el sueño, tal vez este próximo, sí. Tenemos que investigar una “zona roja” en el barrio Las Alamedas y puede ocurrir que entremos en algún prostíbulo.

Valenzuela no atinó a decir nada, sólo asentía cabizbajo las precisiones de su superior. Al cabo de unos instantes de silencio profundo, preguntó:

—¿Qué buscamos?

—A una mujer —indicó Urbino—, y espero que la encontremos antes que la policía o el capitán Figueroa. Necesitamos protegerla de las autoridades.

—Monseñor, ¿qué ocurre con ella?

—Es un extraño caso de abducción. Habría sido testigo de una experiencia paranormal. ¡No me diga que no es emocionante trabajar en este sector de la Iglesia!

—Sí, pero cada palabra que usted dice me llena de asombro. Tardaré en ponerme al corriente, monseñor.

Urbino rió con desenfado.

—Ya lo creo. Sucede, hijo mío, que la misa es tan aburrida... Si no fuera por estas actividades clandestinas, me pasaría al otro bando.

—¿A dónde, monseñor? —preguntó Valenzuela incrédulo.

—A colaborar con el Infierno. Sería un hechicero reconocido.

—¡Por Dios, monseñor! —gritó el cura y se santiguó.

Monseñor bromeaba y tardaba en levantarse de su sillón para abrir uno de los innumerables archivos de metal que rodeaban su despacho. Instintivamente sonrió al dejarlo pensativo a Valenzuela. Sentía simpatía por el muchacho y, a la larga, imaginó que sería un digno sucesor al frente de su oficina.  

Cuentos bizarros - Tomo II

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

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