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La apuesta
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

José Eusebio Giménez era un compadrito del barrio Estación Norte. A los de su clase los conozco bien, pues me he criado entre ellos. Si en cierta medida los aborrezco, no por eso les tengo cierto respeto mezclado de profusa nostalgia.

Ahora el asfalto, el alumbrado público y el impetuoso e incesante tráfico han contagiado a la ciudad de un ritmo que no llegó  a conocer un personaje como José Eusebio. Los edificios se han erigido hasta tocar el cielo y en el centro de la ciudad forman una continua y monótona muralla de cemento, ladrillos y vigas de hierro que parecen ahogar la circulación de los habitantes.

Un personaje como Giménez no hubiera podido deambular por la peatonal Perito Moreno un moderno y  húmedo verano bahiense. Tampoco hubiera transitado la calle Sarmiento en esos días, inundada de tarjeteros, artistas nómades, promotoras de teléfonos y vendedores ambulantes.

José Eusebio conoció otras calles de Bahía Blanca. Las que se vestían de empedrados y faroles esquineros de tenue luz amarilla e inestable por los sacudones del viento sobre el cableado.

Calles donde se podía dar rienda suelta al coraje, la guapeza y la pasión cuchillera. Calles donde la provocación estaba en la punta de los labios de varios matones que querían imitar a los porteños del barrio San Telmo.

La era moderna que conoce de pandillas armadas con rifles automáticos, esfumó el rastro de esos solitarios guerreros de la noche.

Digo que me crié junto a ellos porque un tío, por parte de madre, y hasta un hermano mío dejaron regada su sangre en noches corajudas, allá en los fondos del puerto y en algún rincón de la costanera.

Pero la historia que referiré es la de José Eusebio, patrón y ornato de las casas menos santas. Muy atildado en el vestir, medio mandón en el trato, receloso y esquivo, usaba un negro chambergo con cinta de cuero marrón. Su ropa también era oscura y los zapatos de charol importados brillaban por su cuidadoso lustre.

Debido a su vestimenta, lo apodaban el “Cuervo” sus amigos y una caterva numerosa de enemigos.

Giménez supo ir cosechando una fama de hombre valiente y de “pocas pulgas” a lo largo de su dudosa carrera como “gorila” al servicio de los políticos, jugador de naipes, burrero, y más tarde,  usurero despiadado de muchas familias de pescadores, durante la recesión de 1918, después de la Gran Guerra.

Pero el verdadero placer de José Eusebio estaba en alardear, en demostrar que tenía “los huevos bien puestos” para desafiar a la muerte. El provocar era su afición. Buscaba un sabor extraño en ver la cara del enemigo encogerse en el momento crucial de soportar la ofensa, para luego pasar a desenvainar el cuchillo e iniciar el duelo.

Era muy ágil para bailar la macabra danza de la lucha callejera, frenética y recurrente. El honor de pisar el empedrado empuñando una filosa hoja de acero, ante un público sediento de sangre, constituía para él un éxtasis y su justificación. Era realmente diestro en el manejo del cuchillo, una “luz” que pasaba y le firmaba el garabato en la cara al más “garifo”, de un solo brinco, a lo gato, que utiliza la zarpa, hiere y recula.

Así fue forjándose una reputación maleva y pendenciera que lo enorgullecía y agigantaba ante los demás.

Solían denominarlo también con el apodo de “Cara limpia” los más jóvenes palurdos del barrio porque se vanagloriaba de no poseer ningún tajo, ni la más leve rasgadura o cortada en sus cachetes. Éstos estaban bien cuidados, por cierto, gracias a la aplicación de una pomada con siliconas que le había recetado el boticario. José Eusebio tenía la obsesión por resaltar la blancura y el brillo de la piel.

Y en cuestión de polleras... ¡Ni qué hablar!

Todo un seductor. Un varón recio muy mimado por las zaguaneras de los inquilinatos y conventillos de la zona. Las mujeres lo miraban caminar, suspiraban y unas cuantas recordaban los gratos momentos que les había hecho pasar.

Pero dicen que el hombre tiene firmado un contrato con la muerte.

José Eusebio lo sabía y estaba muy dispuesto a arrostrarla en cada esquina, en cada boliche o rincón de la ciudad por donde sus pasos transitaran. La muerte acechaba y retrasaba a voluntad y caprichosamente el mal rato de dejar sobre los adoquines el intestino lleno de los ravioles del mediodía.

Ese momento pareció ser cuando un balazo lo tumbó en Uriburu y San Juan. Estuvo al borde de la muerte y logró salir a flote. Desde ese momento, se creyó predestinado a salir airoso en cada desafío que se presentara.

 

La oportunidad se presentó una calurosa noche a fines de 1923.

Tanto en la clase dirigente como en la gente joven residente en la ciudad, el baile fue en todos los tiempos una de las diversiones nocturnas más preferidas. La categoría de los ambientes, la ubicación de los salones y la calidad de la vestimenta, prefijaban las diferencias sociales.

En el Pigmon Hotel se realizaban los bailes más distinguidos y a los cuales solamente tenían acceso los jóvenes de familias pertenecientes al sector de la aristocracia. Severos y hábiles porteros advertían la incompatibilidad si algún osado, ajeno al medio, intentaba incursionar en un ámbito que le estaba prohibido.

Las privilegiadas familias  de la alta sociedad trataban de no aburrirse esa noche. Los mayores hacían sus digestiones de las opíparas comidas  compuestas de varios platos, con menú francés y mozos de cuello duro. Acostumbraban hacer la sobremesa en la sala de música.

Era común la organización de eventos culturales de alto nivel. Un elenco teatral italiano presentaba esa semana en el gran salón del hotel un ovacionado espectáculo y el debut de una cantante de opereta que seducía con su voz a los concurrentes.

Pero los “menores” —había que tener más de 20 años para no serlo— se aburrían y deseaban con fervor disfrutar de la noche de otra manera. Ya habían pasado la época en que las institutrices les contaban cuentos para conciliar el sueño. Ninguno de ellos quería dormir.

Hubo muchas negativas que vencer pero finalmente las muchachas casaderas y los muchachos candidatos con buen apellido, pudieron jugar al gallo ciego en el patio del hotel. Era toda una concesión la que les entregaban los padres. Por lo menos estaban cerca y no hacían “travesuras”

Una de las posibilidades que a los jóvenes ofrecía estar más  cerca físicamente  con visualización directa de los padres era bailando. Pero claro que esto no era muy fácil. Aspirar siquiera tocar las manos de la muchacha preferida exigía una ceremonia previa. Con mucho recato y aires de distinción, se prefería el baile de minués y valsecitos.

Esa noche, José Eusebio Giménez perfumó su traje a rayas de corte italiano y encaminó sus pasos al Pigmon Hotel. Esa velada realizaría una promesa que se tenía jurada desde que los guardias lo habían expulsado de la entrada un año atrás por carecer de tarjeta.

Ingresó.

Campaneó el ambiente y sintió náuseas pero las mujeres que desfilaban ante él lo cautivaron. Se respiraba elegancia, buen gusto, hipocresía y aires de veleidad. El snobismo no lo incomodaba, al contrario, lo estimulaba a adquirir su tradicional postura burlona, despreciativa y desvergonzada.

Aprovecharía esa noche para golpear bajo a la clase dirigente.

Se dirigió al salón de baile. Sin traumas ni inhibiciones sociales, entró a sus anchas. Miró, le gustó una muchacha que estaba sentada junto a otras y respetuosamente la invitó:

—Por favor... bailamos?

La muchacha lo observó un instante. Luego, casi ofendida, respondió:

—No hemos sido presentados...

Giménez había sido sofrenado por una arrogante señorita de piernas largas y exquisitas.

Pero no era un hombre de darse por vencido. Y menos cuando se le tocaba el amor propio. Además, el perfume que exhalaba el pecho de la muchacha lo tenía excitado.

Debía obrar con sutileza.

Recapacitó.

No estaba en el Club Leguizamón ni en el Mitre donde las “minas” de clase media no tenían tantas vueltas.

Retrocedió y acechó desde la barra mientras pedía un martini seco, decidido a insistir. Fue hasta donde hablaban unos  jóvenes de la sociedad aristocrática; preguntó si alguno de ellos conocía a la dama elegida y alguien contestó afirmativamente.

Se hizo acompañar.

El muchacho lo presentó ante la dama.

Luego, como ya había cumplido con la exigencia según el protocolo de la moral imperante, Giménez invitó a la inquietante mujer:

—Por favor, ¿quisiera bailar usted conmigo?

Entonces ella se dignó a estamparle una mirada de arriba a abajo y se demoró uno segundos en contestarle, provocándolo con la mirada. Movió su cintura levemente y dijo:

—No, gracias.

La hembra había jugado con él, con las mismas cartas que José Eusebio acostumbraba usar.

En ese momento enfureció y se le erizó todo el cuerpo. ¡La histérica de mierda se había burlado de él!

Salió a tomar aire a los fondos del jardín. Había llegado con todas las ínfulas de ganador y la aristocracia le estaba marcando las limitaciones del juego.

Herido en su orgullo varonil, exacerbado por la bronca de ser rechazado por una mujer, cuando ninguna se había resistido jamás a sus encantos, intentó aspirar la fresca brisa nocturna.

Unas risas le llegaron desde un costado.

Se acercó y su malestar se evaporó por milagro.

La vio.

Ella, en el centro de una ronda, con los brazos extendidos intentaba agarrar a algún desprevenido jugador. Tenía los ojos vendados y se desesperaba al no poder asir a persona alguna.

 Los hombres parecían no querer ser reconocidos y las mujeres reían y gritaban. Todos los jovencitos se divertían supervisados de lejos por los padres, quienes conversaban despreocupadamente contemplando las estrellas y degustando aperitivos.

Cada tanto alguna madre se levantaba de su asiento preocupada por los movimientos de los jóvenes. No era conveniente que se tocaran tanto. ¿Habrían hecho bien en permitirles jugar al gallo ciego? ¡Mucho alboroto y excitación! ¡Esta noche y basta!

José Eusebio sintió que era la oportunidad que había estado buscando. “Acá hay tela para cortar”, se dijo a sí mismo luego de inspeccionar a la concurrencia masculina y revisar el perímetro del lugar. 

Llamó a uno de los que estaba en la ronda con presteza y seguridad. El joven se acercó y el guapo le puso una mano en el hombro y exclamó:

—Dejáme a mí —pronunció José Eusebio quien, cuando se lo proponía, modulaba la voz con un aire de sobrada cancha masculina.

Entró en el juego y buscó la forma de acercarse a la chica.

La venda se le descorrió por accidente y cayó al suelo. José Eusebio se reclinó a recogerla y al entregársela, le tomó la mano y se la besó. Todos quedaron desconcertados ante esa acción. Entonces, la abordó por la cintura, la aferró a su cuerpo y le murmuró al oído de manera elegante:

—Si vos me dejaras, chiquita, te partiría la boca de un beso.

La chica se sobresaltó ante tamaño atrevimiento pero no manifestó disconformidad. El acicate de la pasión ingenua y sensual se había despertado en ese pecho núbil.

Un hombre mayor se levantó de su sitial con brusquedad y se dirigió a la pista exclamando:

—¡Oiga, oiga, usted señor...  mocito! ¡Las manitos en el bolsillo —dijo con evidente agitación—, que no me gusta cómo agarra a la nena!

José Eusebio se paró en seco. Todos los demás participantes del juego también se detuvieron. Un silencio misterioso se precipitó a continuación. A lo lejos, la música de los valses provenientes de salón resonaba en el patio, acompañada del canto de las  cigarras.

El compadrito estaba en el mejor momento de la noche. Quitó las manos de la cintura femenina con delicadeza y dio dos pasos en dirección a su interlocutor.

—¿No le parece, señorito, que está un poco grande para jugar con los adolescentes? —preguntó el padre de la muchacha mientras se llevaba los pulgares a los bolsillos superiores. Levantó el mentón para inspirar respeto y autoridad y exclamó:

—¡Su nombre, mocito! ¡O llamo a Seguridad!

José Eusebio le sonrió con insolencia y acotó con voz de picaflor:

—La nena, señor, no es propiedad suya... sino del hombre que la satisfaga. ¿No se dio cuenta todavía que ya es una mujer... y necesita un poco de calor en su cuerpo?

La muchacha se ruborizó paralizada de vergüenza. Miraba a su padre y a sus compañeros y hubiera deseado que la tierra la tragase en esos instantes.

Todos prorrumpieron en diversas exclamaciones. ¿Quién era el joven que se atrevía a hablar así a don Hipólito Guzmán Falerna, prestigioso aristócrata y Diputado de la Nación?

El viejo no daba crédito a lo que oía. Las arrolladoras palabras de José Eusebio destruían su firme y resoluta posición en esas circunstancias. Atemorizado por no poder defender su orgullo ante la mirada penetrante del guapo, llamó a su hija para apresurar el trámite:

—¡Analía, te venís inmediatamente conmigo! No me gusta la compañía que tenés esta noche, mijita.

Pero la damita no se animaba a dar un solo paso. La fascinación y el encanto por el incidente que protagonizaba la retenían al lado del atrevido varón.

Una mujer regordeta y de pomposo vestido de lamé azul con ribetes de seda negra ingresaba en el patio. Uno de los muchachos le había informado del percance ocurrido y principiaba a chillar, ajena por completo de las circunstancias:

—¡Hipólito! ¿Quién es el irrespetuoso señor? ¿Qué pretende de nuestra hija, joven? ¡Hacé algo Hipólito! ¡Váyase ya mismo, como quiera que se llame! ¡Grosero! ¡Orillero!

José Eusebio miraba fijamente al diputado que no atinaba a modular palabra alguna. El viejo había entendido el carácter ofensivo en la conversación y no se animaba a resolverlo como un verdadero caballero. Instigado por su esposa, se animó a decir:

—Por respeto a mi familia y a la concurrencia presente, le doy un minuto para que se retire del hotel. En caso contrario...

Pero el compadrito no lo dejó terminar. El viejo cortó su respiración cuando vio que José Eusebio descorría su chaqué y mostraba el largo y fino puñal adosado a su cintura.

La muchachada dilató la ronda hasta los límites del patio. Muchos salieron corriendo a buscar ayuda.

El diputado mudó su semblante y su frente comenzó a sudar.

La esposa, no consciente de lo que sucedía, insistía con lengua entrecortada:

—¡Hipólito, hacé algo por la nena, querido! ¡No vamos a permitir que un grosero nos desprestigie! ¡Hipólito, hacé algo!

José Eusebio tomó el cuchillo y lo arrojó a los pies del viejo, mientras sacaba a relucir uno mucho más imponente, ubicado detrás de su espalda.

No tuvo tiempo de contestar el padre de la damita cuando José Eusebio, frente a todos los concurrentes, tomó del brazo a la chica, la ajustó a su pecho y le estampó un profundo beso en la boca, prolongado y asfixiante.

El padre enfurecido e impotente ante la humillación corrió gritando ayuda y se perdió por el salón. La esposa le seguía detrás acusándolo con alaridos estridentes.

Los padres se habían olvidado de su hija.

José Eusebio acabó con tranquilidad el beso. La joven estaba atontada y se llevaba una mano al pecho. El guapo le acarició el blanco y suave mentón y se despidió de ella con una cariñosa y atractiva mirada.

Varias muchachas suspiraron cuando José Eusebio escapaba por los fondos del jardín.

Cuando el diputado regresó con los agentes de seguridad, encontró a su hija que lloraba de los nervios, asistida por las demás espectadoras del hecho.

—¡Detengan al orillero! ¡Detengan al orillero! —gritaban y alardeaban todos los hombrecitos, seguros de que el guapo no regresaría nuevamente.

José Eusebio había conseguido lo que quería. Entrar en el círculo de la aristocracia y darse el lujo de desafiar a un político conservador, toquetear,  flirtear y robarle un beso nada menos que a su propia hija y ante sus narices. Era una conquista que desparramaría por los bares y cafés que solía frecuentar. Cuando sus amigotes le preguntaban sobre el atractivo de la damita ricachona, José Eusebio siempre concluía:

—Estaba muy rica la pendeja.

 

Un mes después, el casino cerraba sus puertas por disposición del presidente de la Nación.

La pasión por el juego desconsolaba a varios bahienses.

Surgió entonces un ingenioso reemplazo que no tendría el encanto de la bolita rodando sobre el cilindro, pero al fin entretenía. En el Sea Club, los hombres tomaban café, bebían alcohol y colocaban terrones de azúcar sobre sus respectivos platillos.

Ese verano había moscas en abundancia que fecundaban los desperdicios del pescado. En el terrón de azúcar donde se posara primero una de ellas, ese apostador ganaba. Si eran dos moscas las que preferían el terrón, el pago resultaba doble. Estaba prohibido condicionar el vuelo de los insectos con ademanes. Sólo se debía aguardar cuál de los terrones elegirían las moscas.

Esta modalidad acarreó varias peleas y disturbios. Las apuestas eran, muchas veces, sustanciosas. Varios empleados perdieron sus jornales con esa lúdica invención.

El clima del club era turbio por aquellos tiempos y favorecía a quienes estuvieran deseosos de buscar pleitos.

José Eusebio encontró en ese juego la posibilidad de despuntar su vicio por el coraje.

Una noche húmeda se sentó en una de las mesas al aire libre y pidió un café cortado en jarrita. Observó el ambiente. En su mayoría eran trabajadores portuarios, operarios de los aserraderos, dependientes de almacenes y obreros del ferrocarril y la construcción los que animaban la concurrencia del club cercano a la base naval Ingeniero White.

Un negro corpulento y grasiento, de camisa a cuadros y pantalones rotos, changarín del puerto, acababa de ganarle a un compañero que se retiraba ensombrecido. El sujeto reía mientras juntaba la plata de la mesa y las moscas revoloteaban alrededor de su cabeza.

Giménez lo observaba y esperaba que el negro le echara un vistazo.

No tardó en producirse el encuentro visual y el guapo le hizo unos gestos indicando sus ganas de participar en una apuesta. El negro venía de adquirir unos cuantos pesos y aceptó gustoso. Tímidamente se sentó en la mesa del compadrito y no intercambiaron mayores comentarios.

Los terrones fueron colocados de manera conveniente.

Entonces  José Eusebio comenzó con su “juego”:

—¡Lo que tenemos que hacer los caballeros por no tener el casino abierto...! —dijo con aire despreocupado.

El negro no prestó atención y concentraba su vista en los terrones.

—Si me vieran las amistades, esperando que un “negro” moscardón se pose en sobre mi  terrón y “otro” me pague lo que debe.

El moreno había captado la indirecta pero se hacía el desentendido.

El portuario ganó tres veces y con apuesta doble.

Las moscas colaboraban con José Eusebio. Cuanto más ganara el moreno, más efervescente estaría su ánimo.

Giménez sacaba y sacaba billetes; el portuario lejos estaba de retirarse.

El papel moneda formó una parva sobre la mesa.

En la cuarta apuesta, la fortuna consagró victorioso a José Eusebio que retiraba la plata y decía:

—Tenés pinta de ser hijo de esclavos y perdedores, “negrito”.

El portuario estaba abatido mientras veía cómo el guapo enrollaba los billetes en el bolsillo.

Giménez continuaba socarrón:

—Como dice el tango:

                                               “En el barrio de Retiro

                                               hubo mercado de esclavos;

                                               de buena disposición

                                               y muchos salieron bravos”

                                               “De su tierra de leones

                                               se olvidaron como niños

                                               y aquí los aquerenciaron

                                               la costumbre y los cariños”

Impaciente, José Eusebio preguntó de manera directa:

—¿Cuándo mierda vas reaccionar, cagón? ¡Te estoy provocando! La guita no me interesa, maricón.

El humillado miró entonces a sus acompañantes y sintió en sus venas que debía saldar algo esa noche. No podía dejar ir a ese arrogante desconocido.

 

Bajo el farol amarillo de la esquina del almacén, el choque de los dos hombres y sus sombras se produjo. Los cuchillos desfilaban por el aire como víboras plateadas, tirantes, lacerantes.

José Eusebio realizaba las maniobras consagratorias en un múltiple juego de avances y retiradas, de cortantes cuchillazos lanzados al vacío para despistar el amague del contrario. Sabía utilizar las paredes, límites últimos del espacio consagrado al sacrificio. Intentaba cerrar el ángulo de la estocada  y arrimar al enemigo hacia el escalón de la acera. La tierra enlodada y los restos de basura de los canastos oxidados podían jugar a favor o en contra; todo dependía de quién resbalara primero.

——Este puñal de duro brillo —comentaba Giménez atento a los movimientos de su oponente —sabe olvidar muchas cosas, menos una...

El negro se defendía con saña.

José Eusebio continuaba charlando en medio de la lucha:

—¡Menos una: el gusto por la carne humana!

Adelantó el brazo y le infirió un tajo en el hombro a su oponente.

—¡”Noble cuchillo que supiste hacerme quedar bien en garitos y elecciones”! —cantaba José Eusebio la letra de un tango y ofuscaba cada vez más al adversario que se resentía de la herida.

Otro tajito del guapo alcanzó el cuello del negro, que no aportaba ninguna acción de importancia en el combate.

—Este cuchillito travieso siempre tiene cuentas pendientes con negros como vos, putón. ¡Nobleza obliga! —comentaba Giménez seguro de ensartarlo en el tercer  impacto.

Toda la calle se había convertido en la arena de un circo donde los gladiadores pugnaban por matar o morir.

El portuario no tenía técnica. Era torpe y lento en sus movimientos. Mudo ante el acecho de Giménez, no emitía una sola queja o resoplido. Era una roca corpulenta y maciza que empuñaba un cuchillo de filetero y esperaba. Esperaba con una paciencia infinita el momento de vengarse. Sólo lo animaba la insufrible sed de venganza ante el escarnio gratuito de esa noche.

Se sucedieron los movimientos y la escaramuza se prolongó por espacio de unos cuantos minutos. José Eusebio se acomodaba el pelo y reía mientras demostraba su agilidad frente al rudo grandulón.

Pero se equivocó en ese amague...

—¡Tomá, hijo de puta! —gritó el negro changarín que no había hablado en toda la noche.

La puñalada resultó certera y el acero se hundió en la barriga del compadrito. Un ardor en el estómago y un frío en la espina dorsal alternaron en su cuerpo.

Las entrañas de José Eusebio quedaron desparramadas sobre la acera. Su cuerpo estaba tumbado panza arriba.  Un hilo de saliva se precipitó sobre el cordón proveniente de su agonizante boca abierta.

Todos abandonaron el “campo de Marte” luego del ejercicio de destreza y coraje.

Un amigo del negro le sugirió que se llevara los billetes que sobresalían del bolsillo del muerto. Pero el moreno, en un arrebato de dignidad y exaltado por la sangrienta victoria, concluyó:

—¡Que se la meta en el culo! ¡No quiero la guita! —dijo con indignación y escupió al suelo.

El cadáver de José Eusebio fue, a los pocos minutos, pasto fértil para los moscardones y demás coleópteros nocturnos que bebían a placer la sangre coagulada.

Cuentos bizarros - Tomo II

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

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