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King Kong en Mar del Plata
por Fernando Jorge Soto Roland
*
sotopaikikin@hotmail.com

 

INTRODUCCIÓN

 

 

Es conocido como “el rey de los monstruos” y su reinado tiene ya 80 años. Vio las luces del éxito por primera vez en 1933 y desde entonces quedó enquistado en el imaginario colectivo de todo el mundo, dando origen a una larga secuela de películas de regular calidad y a dos remakes de tremendo suceso en su tiempo. Una, realizada por Dino De Laurentiis en 1976. La otra, dirigida por Peter Jackson en 2005.

 

Era un monstruo descomunal. Gigantesco. De casi 30 metros de altura y tal vez más, según las versiones que se filmaron durante la década de los ‘60 en los Estudios Toho de Japón, donde lo hicieron pelear mano a mano contra el dinosaurio preferido de los nipones: Godzilla.

Adorado por las tribus ficticias de una isla del Pacífico sur, inexistente en los mapas, ese engendro de la biología fue capturado y trasladado al corazón de la moderna civilización capitalista, donde encontró la muerte, acribillado por aviones, mientras trepaba por el edificio más emblemático de Nueva York: el Empire State, en las versiones de 1933 y 2005; y las Torres Gemelas del Trade World Center, en la versión de 1976.

 

En todas ellas lo llamaron, publicitariamente, “La Octava Maravilla del Mundo”, pero su nombre original era mucho más impactante y pegadizo: King Kong.

 

Los especialistas en historia del cine escribieron kilómetros de palabras sobre estos filmes. Por eso, nosotros no queremos ni estamos preparados para agregar nada nuevo a lo ya dicho. Nuestra intensión es únicamente hacer mención a un episodio, por demás bizarro, que se derivó de la película King Kong de 1976 y que, en mi caso personal, quedó marcado en la memoria como un mojón importante, aunque un tanto difuso, de mi infancia.

 

No toda la gente de mi entorno recuerda que en el verano de 1979, el inmenso muñeco “animatrónico” que se usó en la película, estuvo en la Argentina y que terminó sus días destartalado y olvidado en un rincón de la ciudad de Mar del Plata. Todavía evoco su enorme cabezota soportando la lluvia y el frío de aquel invierno setentista, luchando contra la intemperie, apenas con una lona que se volaba con el viento.

Pero, ¿cómo es que ese simio tan famoso llegó hasta allí y qué pasó con él?


 

LA DECADENCIA Y CAÍDA DE UN REY

 

 

Ni siquiera su estirpe real impidió que el monarca de la Isla de la Calavera cayera, en épocas de la dictadura militar, en el más completo abandono, corriendo la suerte que corrieron miles de personas en aquellos nefastos días. No fue suficiente su fama, que a la postre siempre se revela como fugaz. Tampoco su origen hollywoodense, ni las portadas que protagonizó en revistas internacionales como Time o Paris Match. Finalmente, el Rey (King) Kong terminó siendo devorado por la desidia, la negligencia y el olvido, pudriéndose en un terreno baldío, en cercanías de la cárcel de Batán, vecina a la ciudad de Mar del Plata.

 

 

 

De nada le sirvió su paso por el oligárquico predio de la Sociedad Rural de Buenos Aires que, seguramente, por lo bajo y en sorna, se alegró de tener al “gorila” más grande del mundo; para luego desecharlo, una vez cumplida la misión crematística de seguir engordando sus bolsillos.

 

Kong fue exhibido durante cuatro meses en el corazón más rancio del barrio de Palermo; como se exhibieron otros “simios antropoides” en lujosos autos descapotables, haciendo gala de sus condecoraciones y jerarquías castrenses, mientras festejaban la caída de la democracia. Pero el gorila mayor, el mecánico, el construido por el especialista en efectos especiales, Carlo Rambaldi, para la película de 1976, no permaneció allí mucho tiempo. Cuando la temporada veraniega dio paso a las vacaciones fue embalado en camiones y trasladado a Mar del Plata. Llegó con un poco de atraso, en el mes de febrero, cuando la temporada estival ya casi terminaba, y esa contingencia, sumada a muchas otras (el elevado costo de la entrada, la mala calidad del espectáculo ―la “actuación” del mono duraba apenas media hora― y su paso previo por la Capital Federal, en donde había sido visto por muchos) fueron las que signaron el definitivo destino de Kong.

 

Si como bien dijo Kevin Lynch en Echar a Perder, “El deterioro y la muerte no se mencionan en una sociedad educada[1], en la Argentina de finales de los ’70 muy pocos eran los maleducados que denunciaban la desaparición y muerte de miles de compatriotas. El miedo, el no compromiso, la negligencia y desinformación mediática, contribuyeron a mantener el silencio, a mirar para otro lado, a ignorar lo que por momentos se hacía evidente. La violencia se naturalizaba junto con la indiferencia y nadie, a excepción de minorías ignoradas, levantó su voz denunciando lo que ocurría. Se hacía “la vista gorda”. Nadie preguntaba nada. Se convivía con los cuerpos que aparecían flotando en el mar, sin rostros, sin manos, sin identidad posible. Lo mismo ocurrió con Kong, a quien muchos vimos tirado en el terreno del ex-estadio Bristol, de avenida Luro entre Salta y Jujuy, apenas cubierto por una lona, soportado la lluvia, el mal tiempo y la erosión salina de aquel nefasto invierno de 1979.

Pero un buen día dejó de estar allí. Desapareció por completo. Se lo tragó la nada. Y nadie, que yo recuerde, preguntó a dónde lo habían llevado. Tuvieron que pasar los años para que surgieran las diferentes versiones, que hoy circulan hoy circulan por internet. Y así, el Rey Kong, empezó a ser visto en diferentes lugares y se tejieron hipótesis, muchas de ellas descabelladas, sobre su último paradero.

 

El rumor copó la escena y, ante la incredulidad de los más jóvenes (que negaban con sarcasmo la presencia del astro de Hollywood en estas llanas tierras de la pampa húmeda), el enorme muñeco animatronic inició su postrera y apócrifa gira por el país.

 

Como un fantasma del que no puede darse prueba concreta de su existencia (a no ser por las habladurías que se difunden con un tono de seriedad casi papal), Kong apareció y desapareció en los lugares más diversos del país.

Algunos sostienen fue comprado como chatarra por un circo de mala muerte y que siguió su larga marcha recorriendo los pueblos del interior, mezclado con decadentes payasos, carpas deshilachadas y otras bestias (reales) enjauladas y a punto de la inanición, en un ámbito circense patético y triste.

Otros, tal vez influidos por una irracional pasión futbolera, o queriendo enaltecer la prosapia de su club favorito con la presencia de un rey (king), juran y perjuran haberlo visto (“de lejos”), tirado en la Ciudad Deportiva de la Boca.

Tampoco faltan los que afirman que el gran mono estuvo guardado en un playón o galpón ubicado en la intersección de las calles Pareja y Cuenca, del barrio de Devoto. Un final de carrera tal vez un poco más “chic”, pero del que tampoco hay evidencias certeras.

Finalmente, los rumores lo ubicaron, hacía 1985, cerca de la ciudad de La Plata, más concretamente en el interior de la República de los Niños, un conocido parque temático inaugurado durante la presidencia de Perón, en 1951.

 

 ¿Ironía del destino, broma política o un liso y llano delirio popular?

 

Más  allá de todas las versiones señaladas (incluso una que sostiene que el muñeco fue comprado por un farmacéutico marplatense, de la zona del asilo Unzué, y colocado sentado en la calle, mirando el mar), la única verdad parece ser que el gorila encontró un final más ignominioso de lo pudiéramos sospechar.

King Kong envejeció en las costas marplatenses, muy lejos de su imaginaria isla tropical, sin nadie que lo adorara ni realizara frenéticos bailes rituales, como se muestran en todas las versiones del film.

 

Arrumbado, primero en un terreno céntrico de Mar del Plata[2] y más tarde en un basural de la periferia urbana[3], el gigantesco gorila de Hollywood se echó a perder.

 

Degradada, sin valor, inútil, su estructura metálica fue emergiendo de a poco, a medida que las partes blandas del muñeco se pudrieron (en especial su pelambre, hecha de pelo de caballo, y el caucho que hacía las veces de epidermis). Y así, como si fuera un pantagruélico cadáver NN, la identidad de ese tan particular soberano se perdió para siempre entre trastos viejos, basura, ratas y profanadores.


 

PALABRAS FINALES

 

Todas las decadencias nos enseñan, como dijo Cioran, “que no se abdica de un día para otro”. Que el proceso es lento y apenas percibido. Sólo el paso del tiempo las vuelve evidentes y, recién entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las anunciaban. Claro que, cuando eso ocurre, ya es tarde y sólo nos queda soñar con lo que no pudo ser y podría haber sido.

 

El derrotero que siguió King Kong en Argentina, entre mediados de 1978 y fines de 1979, fue un camino agónico, jalonado de problemas y desidia, que hoy, después de tanto tiempo, nos conecta nostalgiosamente con el carácter perecedero de todas las cosas.

 

Si el deterioro no respeta a ninguna institución, ni siquiera templos, capillas o iglesias, por qué suponer que un rey mono, por más deificado que haya sido en la ficción, hubiera podido resistirse a su implacable soberanía.

 

Detrás de cada abandono hay una historia que explica su condición. Y, como hemos visto, muchas veces aparece envuelta por rumores y leyendas, habladurías y chismes, que se mimetizan de tal modo con la realidad que pasan a formar parte de su intangible acerbo histórico.

 

¿Dónde están hoy lo restos del Rey Kong?

 

¿En qué techo de chapas, de una villa miseria, descansan sus huesos de acero inoxidable?

 

¿Qué quedó de ese ingenio mecánico, cuyo costo rondó los tres millones de dólares, al momento de hacerse la película, en 1976?

 

¿Queda algo de él?

 

Probablemente nunca lo sepamos.

 

Tal vez en el futuro algún anónimo arqueólogo descubra algo enterrado en los estratos vecinos a la localidad de Batán o, quién sabe, en el derruido predio de la Ciudad Deportiva de la Boca.[4]

 

Por el momento, aquel mono enorme que nos fascinó y aterrorizó en nuestra infancia, permanece sólo en el recuerdo y en una pocas fotos.

 

Marzo de 2013

Fernando Jorge Soto Roland

sotopaikikin@hotmail.com

 

Notas: 

* Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

[1] Lynch, Kevin, Echar a Perder. Un análisis del deterioro, Editorial Gustavo Gilli SA, Barcelona, 2005, p.19.

 

[2] Predio del ex–estadio Bristol, en avenida Luro, entre Salta y Jujuy, justo frente al antiguo (y ya desaparecido) Cine Atlantic.

 

[3] En un excelente artículo (quizás el único que se haya escrito hasta hoy, con información certera), Uriel Barrios consigna que tras el fin de la temporada veraniega de 1979 (marzo) la empresa que había llevado el muñeco de Kong, y tras un fracaso empresarial sin precedentes, levantó la carpa en donde se exhibía el espectáculo (llamado “El Show de King Kong en Mar del Plata”) y dejó, sorprendentemente, al mono y la consola que lo operaba abandonados en el sitio. El muñeco por si solo no pudo enfrentar las deudas y demandas judiciales, y por lo tanto terminó siendo embargado por SADAIC. Pero permaneció hasta noviembre de ese año en el mismo lugar. Entonces, los propietarios del terreno decidieron quitarse al mono de encima. Lo desarmaron, contrataron la grúa de una empresa de construcciones que se llamaba Atlántida, y lo tiraron a las afueras de Mar del Plata, muy cerca de la cárcel de Batán y de una villa miseria.

Véase en Web: http://mondomacabro-cine.blogspot.com.ar/2011/07/el-dia-que-king-kong-murio-en-argentina.html 

 

[4] Es interesante notar que por internet, actualmente, se ofrece a la venta, desde el Uruguay, “un diente del mono de la película de Hollywood”.

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de Mar del Plata.

Buenos Aires, marzo 2013

Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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