y el Martillo de Thor

Novela

por Fernando Jorge Soto Roland

Indiana Jones es una marca registrada de Paramount Pictures & LucasFilms Ltd.

A Vero y mis hijos.

Y muy especialmente a

Alejandro Guaschino y Adrián Coali,

queridos y eternos amigos del alma con los que

he compartido (casi) mi vida entera.

Parte I  

 

PRÓLOGO 

“Hagan que se investigue lo siguiente: que se busquen todos los lugares en el mundo

cultural ario germano del norte donde haya conocimiento del relámpago, el rayo, el

martillo de Thor, o el martillo volador y arrojadizo, además de todas las esculturas de

dioses representados con una pequeña hacha en la mano que desprenda un rayo”.

Heinrich Himmler,

correspondencia del 28 de mayo de 1940,

 Budensarchiv, Berlín.

Costa Norte de España

Diciembre de 1944  

 

A la altura del cabo Finisterre, en Galicia, el océano se encabritaba como un potro desbocado produciendo olas de diez metros de altura, que impactaban contra la proa del carguero español, haciéndolo vibrar como una campana a medio oxidar. Los sacudones eran dantescos y la nave se escoraba de babor a estribor, intermitentemente, buscando un punto de equilibrio que no encontraba. La tripulación había sido alertada sobre la tormenta. Ya todos sabían que a esas latitudes era muy común toparse con un mar embravecido e indomable. Estaban acostumbrados. Eran marinos experimentados; y ninguno de los veinte hombres que guiaban al barco eran vírgenes en esos menesteres. Tenían recorrido casi todos los océanos del planeta, aún en tiempos de guerra, como los que se vivían en ese momento.

 

La Segunda Guerra Mundial, iniciada por Hitler en septiembre de 1939, parecía estar llegando a su fin, después de casi seis largos y destructivos años. Alemania estaba vencida. A esa altura de las circunstancias su rendición era sólo cuestión de tiempo; pero el Führer se negaba a arrojar la toalla, desatendiendo los pocos cometarios temerarios que le sugerían diera fin al conflicto. Estaba dispuesto a que su Reich se hundiera con él si fuera necesario. Alemania no se rendiría; no volvería a tener un segundo Versalles. La humillación le correspondía, esta vez, a los otros. Pero ese empecinamiento era una burbuja de irrealidad. La Alemania de los nazis era una ruina producto de los bombardeos. Las tropas aliadas avanzaban sobre su capital, Berlín. Ya estaban cerca. Iban a llegar en cualquier momento. No serían detenidos.

 

El Victoria-Regia, con sus sesenta metros de eslora, también luchaba por mantenerse a flote. Corcoveaba entre la espuma de las olas. Sorteaba aquellos muros de agua con la dignidad de un viejo aguerrido; crujiendo, haciendo escuchar cada uno de sus tornillos, pero conservando el halo de integridad necesario como para que su capitán se sintiera seguro al timón, en el puente de mando.

 

Manuel Estevanez pertenecía a la Marina Mercante del Generalísimo Francisco Franco, dictador de España. Tenía cuarenta y dos años, era un hombre adusto, amante del buen vino y afiliado a las falanges de ultra-derecha que co-gobernaban su país. Había nacido en Jaén, Andalucía, y aunque aquel fuera un pueblo mediterráneo, sin costas ni salida al mar, desde niño se había sentido inclinado por los barcos y los viajes intercontinentales; quizás como contrapartida a la ausencia de las mareas —altas y bajas— de su infancia.

 

En aquel tormentoso atardecer de diciembre del ’44, a Estevanez sólo le preocupaba una cosa: la enorme caja de plomo que habían subido a bordo en la Isla de RØdØya, en la costa central de Noruega. Nunca le habían recomendado tanto cuidado por un cargamento, ni pagado una fortuna por llevarlo hasta el puerto de Cádiz.

 

El marino aferraba con fuerza el timón. De a ratos miraba hacia su izquierda, tratando de distinguir la línea costera, pero no era posible. Demasiado oleaje. Demasiada bruma levantada. Entonces, se preguntó a sí mismo cómo se sentirían los tripulantes del submarino alemán que lo custodiaban. ¿Cómo sería soportar una tormenta debajo del agua, enlatado en un U-Boot Tipo VII-C de construcción germana, sabiendo que se compartía el mismo reducido espacio con bombas y torpedos activados, listos para ser disparados si hacía falta?

 

En verdad, Estevanez prefería la superficie, por más viento y olas que lo azotaran.

 

Cuando cayó la noche, y las luces de navegación del Victoria-Regia fueron prendidas, un tambaleante marinero de segunda entró en el puente de mando. Tenía el ceño fruncido y su mirada denotaba una preocupación evidente. Estevanez lo advirtió de inmediato y, antes de que el muchacho dijera algo, preguntó qué sucedía.

 

—Acompáñeme usted, capitán. No sé explicar lo que está pasando en la bodega —respondió.

 

Estevanez delegó el mando al su contramaestre.

 

—Hágase cargo —ordenó—. Mantenga el rumbo y el silencio de radio, tal como lo aconsejaron los alemanes. Vuelvo enseguida.

 

Se calzó el capote de goma y salió en dirección a la cubierta, bañada por el agua de mar. 

cd

Julius von Leers aflojó los codos y dejó que sus antebrazos colgaran de la manija del periscopio en tanto apoyaba su frente en la mirilla del tubo, para poder observar la silueta del barco carguero “neutral”, que navegaba a unos cien metros del submarino que capitaneaba.

Con sólo veintinueve años, el SS-Hauptsturmführer[1] era un verdadero lobo de mar. Comandaba ese U-Boot desde hacía dos años y aunque sabía que le quedaba poco tiempo, seguía poniendo todo su empeño en cumplir las ordenes postreras del un régimen que admiraba y por el que estaba dispuesto a dar su vida y la de toda su tripulación.

Von Leers era un fanático nazi y se jactaba de ello, aun en la peor circunstancia de la guerra. Su actual misión tenía una importancia decisiva en el conflicto. El oficial superior al mando le había confiado un secreto: si ese carguero español —que tenía que proteger— llegaba a salvo a España, era muy posible que Alemania pudiera recuperarse de la debacle y terminara ganando la guerra. Si así fuera, su nombre, su nuevo y más alto rango, quedarían para siempre en la historia del pueblo ario y su descendencia lo recordaría como al héroe que salvara al Führer. Tal vez, hasta levantaran de él una gran estatua en la Cancillería del Reich.

Con sólo pensar en eso, se le helaba la sangre.

cd

La bodega era un horno.

La temperatura había subido hasta superar los cuarenta grados centígrados. Era como tener un trocito del Ecuador encerrado entre paredes de acero remachado.

—¡Joder! ¿Qué es lo que pasa acá adentro? —exclamó Estevanez quitándose la gorra de capitán y secando su frente con la mano—. ¿Hay problemas con las calderas o qué?

—Ningún problema, capitán —respondió el marinero—. Las calderas están funcionando bien, el mecánico me lo dijo. Allá hace menos calor que acá.

Estevanez tocó la pared.

Quemaba. Parecía una inmensa cafetera con su contenido a punto de ebullición.

—No sabría decirle, capitán, pero me parece que lo que produce el calor es esa caja —dijo el muchacho, señalando lo que semejaba un arcón medieval de casi tres metros de largo por medio de alto.

Era de plomo macizo, muy grueso y con una tapa que se aferraba a los bordes perfectamente; trabada, además, por tres candados de bronce que, de lejos, ya se notaba estaban derritiéndose.

—¡Virgen Santa! —clamó Estevanez—. ¿Qué mierda me están haciendo transportar esos tipos?— ladró en clara referencia a los alemanes y enfiló directamente hacia el arcón—. Trae una barreta, hay que abrirlo —le ordenó al marinero.

El muchacho tomó una barra de hierro que había apoyada contra la pared, a un costado, y se la entregó a su jefe. Estevanez introdujo uno de los extremos en el arco del candado e hizo palanca. El pasador saltó por los aires sin demasiado esfuerzo y repitió la operación dos veces más. Cuando la tapa quedó libre de toda atadura, le volvió a pedir al marinero que lo ayudara—. Levántala por aquel lado. Con cuidado, no rompamos nada.

El plomo estaba muy caliente. Era como agarrar una sartén sin protección alguna.

—¡Joder con la tapa! ¡Está que pela! —profirió Estevanez retirando sus extremidades hacia atrás para frotarlas sobre su pantalón—. Vamos a tener que usar algo. Busca ayuda. Llama a los muchachos y que traigan unas frazadas para agarrar esta cosa sin quemarnos.

El marinero salió al trote a cumplir la orden.

Estevanez se quedó sólo en el depósito por unos minutos. ¿Qué extraña carga era la que llevaba?

Cuando los cuatro hombretones que había convocado llegaron y se colocaron en cada una de las puntas de la caja, Estevanez, en el centro, dispuso su musculatura para empujar la tapa, una vez que se elevara un poco.

—A la cuenta de tres —dijo; y los marineros, sosteniéndola con gruesas frazadas de lana, hicieron fuerza y la alzaron un par de centímetros. Fue cuando el capitán le dio un empellón, hasta hacerla caer parada en la parte posterior de la caja.

cd

El joven SS-Hauptsturmführer no dejaba de observar al Victoria-Regia zarandearse en la tormenta. Estaba atento y con sus torpedos listos para ser disparados en caso de que algún barco o submarino aliado hiciera acto de presencia.

Tenía en su haber una media docena de naufragios provocados. No era un número descollante, pero constituía un buen promedio para la edad que tenía y los años que llevaba en el mar. De todos modos, el certero ataque al S.S. Empire Heal, un acorazado de bolsillo británico, mandado a pique hacía seis meses, contaba por lo menos por cuatro barcos más.

cd

El capitán Manuel Estevanez nunca había visto nada igual.

No entendía lo que tenía ante sus ojos. Parecía un simple palo, pero capaz de aumentar la temperatura hasta convertir su bodega en un horno de panadero.

Los marineros que lo acompañaban se asomaron a la caja de plomo. Transpiraban copiosamente. Si permanecían mucho tiempo en ese lugar iban a deshidratarse.

Estevanez los miró de reojo y estiró sus brazos, con las manos enfundadas por una frazada, para tomar el extraño objeto.

Apenas lo tocó con la punta de los dedos sintió que la fuerza de mil tormentas lo atravesaban, haciéndolo volar hacia ataras, hasta chocar con la espalda en una de las paredes del depósito. Cuando cayó al piso ya estaba muerto.

Entonces, ocurrió.

cd 

No hubo ruido alguno.

Sólo un fogonazo sordo, seco.

Una bola de fuego incandescente salida de la nada que se expandió a la velocidad a la luz hasta colarse por el periscopio del U-Boot, dejando a Julius von Leers completamente ciego.

El Victoria-Regia se consumió por el fuego en décimas de segundos.

El submarino alemán se partió en dos partes iguales. El agua salada invadió cada uno de sus rincones, y para cuando el último de los submarinistas nazis dio el suspiro póstumo, todo había terminado.

Cinco meses después, la Segunda Guerra Mundial llegaba a su fin. 

 

1

EXPOSICIÓN DIALOGADA

1956

12 Años más tarde.

Marshall College, Connecticut.

Bajo la premisa ilustrada de “Sapientia et Lux”, que guiaba al Marshall Collage desde el año 1772, generaciones de arqueólogos e historiadores habían salido de sus claustros, dispuestos a desentrañar los misterios del pasado humano. Era una Casa de Altos Estudios que había sabido ganarse un merecido prestigio en el mundo académico; y si bien difícilmente se la podía colocar en el catálogo de las cinco mejores universidades de Estados Unidos, la calidad técnica y profesional de sus profesores destacaba por encima del promedio.

El doctor Henry “Indiana” Jones trabajaba allí desde hacía años. Tenía a su cargo la cátedra de Arqueología Teórica, que alternaba con viajes y expediciones por el mundo, rescatando antigüedades y reliquias que, de otro modo, quedarían fuera del alcance de los museos y pasarían a engrosar las colecciones privadas, enemigas declaradas de los metódicos excavadores profesionales. De todos ellos, Indy Jones era el profesor estrella.

Carismático, amable y lleno de simpatía con sus alumnos, el veterano arqueólogo de 57 años de edad convocaba a diario a decenas de jóvenes a oír sus clases magistrales. Con él las horas se pasaban rápido y no faltaban las discusiones, abiertas y democráticas, que el propio Jones estimulaba. Si alguien deseaba conocer artefactos antiguos originales, tenía que concurrir a sus clases. Con el material ante la vista, la enseñanza era más directa y efectiva. Difícil de olvidar.

En pocas ocasiones Indy hacía referencia a sus aventuras por el mundo. Casi nunca ponía sus experiencias como ejemplo de nada. En primer lugar porque detestaba la auto-adulación; en segundo término, porque seguramente nadie le creería. Era un aventurero nato y amaba lo que hacía. Se sentía un tipo afortunado y no dejaba pasar la oportunidad de repetir, una y otra vez, que “lo más maravilloso que le puede pasar a un hombre, es trabajar en lo que le gusta y, encima, le paguen”. Y a él le pagaban bien. Lo suficiente para alimentar semanalmente su biblioteca personal con trabajos actualizados y conservar su casa —estilo art decó— impecable, pulcra, ordenada.

Le gustaba enseñar. Debía reconocer que eso lo había heredado de su padre. Disfrutaba transmitiendo lo que sabía. La pasaba bien; al punto de que muy pocas veces pensaba en su profesión como un “trabajo”. Rara vez se despertaba renegando de tener que ir a los claustros. Lo único que sí detestaba era corregir monografías, exámenes y tesis estudiantiles. Gajes del oficio. Nada era perfecto. Incluso para un tipo con suerte como él.

Parado ante un auditorio de más de cuarenta y cinco alumnos, Indy iba de una punta a otra del salón explicando el tema del día. Todavía tenía por delante más de dos hora de clases, antes del almuerzo; y a media mañana los estudiantes estaban en su “punto medio”, ni demasiado dormidos, ni demasiado cansados, como para hacer de su exposición algo que les interesara; y en la que intervinieran sin la necesidad de que él los arriara como corderos, con preguntas y testeos orales.

La inhonestidad intelectual en arqueología.

De eso se trataba la clase. De eso discutían y en ello estaban sumergidos, desde hacía largos minutos.

La mayoría de los oyentes conocían las aventuras del profesor Jones. Era imposible no haber oído hablar de ellas. Todos sabían que odiaba a los nazis y que en varias ocasiones había competido con ellos por artefactos arqueológicos de singular valor. Incluso se decía que los nazis lo habían detestado mucho a él y que hasta el propio Adolfo Hitler le había declarado una guerra personal en cierto momento. Pero la realidad se mezclaba con el rumor y la fantasía. Cada vez que le preguntaban algo al respecto, Indy se limitaba a sonreír, agregando:

—Nunca me llevé bien con esos tipos.

De todos los alumnos que tenía esa mañana sentados enfrente de él uno destacaba por sus preguntas e intervenciones inteligentes. Se llamaba Ned Lordon, tenía veintitrés años y sus ojos brillaban cada vez que levantaba la mano para inquirir sobre algún aspecto de la exposición. Indy sentía que el muchacho lo ponía a prueba a cada minuto. Era algo común. Estaba habituado a ese tipo de personalidad. De hecho, le encantaba tener a alguien como Lordon en el grupo. Era lo que agilizaba una clase; y sabía que una temática como la que trataba ese día iba a despertar en el chico un interés muy especial. Mientras hablaba trataba de imaginar los cuestionamientos que iba a recibir del estudiante.

—Los arios. Ellos fueron los culpables de todo. Sobre ellos deben caer las responsabilidades de las torturas físicas más miserables que se hayan conocido en el siglo XX—sostuvo Indy con vehemencia—. La guerra, el holocausto y las invasiones; la tergiversación de la historia y de los registros arqueológicos, son algunas de las derivaciones que se desprendieron de esa idea racista y delirante que defendió Hitler y su gente. Pero la idea de los arios no nació entre los nazis —agregó levantando el dedo índice derecho—. No, señor. Sus raíces son mucho más profundas y se encuentran relacionadas con la erudición y la ciencia europea de los siglos XVIII y XIX. El origen de la noción “ario” no empezó en Alemania, sino en Inglaterra, la cuna del liberalismo político. Empezó como una línea de investigación científica que floreció en una de sus colonias: la India. Recién a finales del siglo XIX  adquirió el sesgo racista, que los nazis elevaron, más tarde, a su máxima potencia.—Tomó aire, caminó hacia la otra punta del salón y continuó—. Fue un naturalista británico, contemporáneo de Voltaire, el que plantó la semilla del arianismo. Su nombre era James Parsons y se sabe que, además de médico, era un entusiasta aficionado a la historia. Fue él quien inventó la lingüística comparada al tratar de encontrar el origen de los pueblos a través de sus lenguas. Y claro, para ello acudió al primer best-sellers de todos los tiempos: la Biblia.

—¿Por qué la Biblia? —preguntó Lordon desde su pupitre.

—Porque en el Génesis se habla de los tres hijos de Noé: Sem, Cam y Jafet —respondió Indy—. El primero será el padre de los pueblos de lengua semita, como los judíos, los beduinos y otros del Cercano Oriente. El segundo, daría origen a los egipcios, los etíopes y africanos en general. Finalmente, de Jafet se desprenderían los pueblos de origen europeo.

—¿Y qué fue lo hizo Parsons con eso?

—Buscó afinidades entre las principales lenguas europeas y asiáticas. Consulto diccionarios, confeccionó listas de palabras relevantes, comparó y concluyó que los idiomas bengalí, persa, inglés, irlandés, italiano, español y alemán, derivaban de una lengua ancestral. La lengua que presumiblemente hablaba Jafet. Entonces, publicó un libro en 1767, pero fue recién en 1786 cuando otro orientalista, Sir William Jones, identificó independientemente las mismas afinidades.

—¿Jones? —frunció el ceño una de las alumnas de la primera fila.

—Sí, señorita —se apresuró a contestar Indy—. Pero no me encuentro emparentado con él, si es lo que está pensando.

—¿Está usted seguro, profesor… Jones? —retrucó Lordon.

Indy sonrió.

—Se lo puedo asegurar. De todos modos, si algún lazo consanguíneo me uniera eventualmente a Sir William, renegaría de su teoría, convirtiéndome en una especie de “oveja negra” del árbol genealógico.

Ned Lordon respondió con otra sonrisa controlada.

—Como les decía —continuó Jones—, en 1783, mi homónimo viajo a la India como funcionario del imperio británico y allí aprendió un nuevo y fascinante idioma: el sánscrito. Indagó en él y a poco de estudiarlo empezó a encontrarle muchas similitudes gramaticales con el griego y el latín. A raíz de ello, tres años después, en una conferencia, sostuvo que el sánscrito y las dos lenguas clásicas habían brotado de una fuente común, una lengua originaria que ya no existía. Y como no tenía un nombre con que indicarla, introdujo un termino nuevo sacado del sánscrito, “Arya”; palabra que significa “noble” en ese idioma.

—¿Por qué “Arya”? —intervino Lordon, dejando de tomar apuntes por un segundo.

—Le gustó el término.

—Pero, profesor Jones —añadió la misma muchacha de antes—, ¿cómo es posible que el sánscrito se parezca al alemán? ¿De qué modo se estableció el contacto entre lugares tan remotos de la Tierra?

—Justamente a eso quería llegar, señorita Martin. En 1808, un intelectual alemán publicó otro libro en el que sostenía que “todo era de origen indio” y que los alemanes provenían de los remotos valles del Himalaya.

—¡¿Qué?! —estalló Lordon con incredulidad.

—Lo que acaba de oír—aseveró Indy—. Friedrich Schegel era su nombre. Él fue quien elaboró una fábula antropológica, extravagante y ficticia, sin ningún tipo de pruebas.

—¿Y qué dice esa fábula, profesor Jones?

Indy se ajustó la corbata al cuello de la camisa y contestó:

—Schegel relata que, en un remoto pasado, una nación de brillantes sacerdotes-guerreros vivían ocultos en los valles del Tíbet desarrollando una cultura altamente avanzada, tanto en lo técnico como en lo moral. Pero, en determinado momento, y por causas desconocidas, se volvieron belicosos y violentos. Salieron de su reducto montañoso y se difundieron por el mundo. Algunos se dirigieron al sur, conquistando la India. Otros se fueron hacia el oeste, hasta llegar a los bosques del norte de Alemania y Escandinavia, donde se instalaron. Y como no tenía un nombre con que calificarlos, les dio de arios.

—Pero, todo eso es una locura…

Una locura. Efectivamente, señor. Una terrible locura que empeoró en los años posteriores, cuando los alemanes nacionalistas de fines del siglo XIX y principios del XX, se lanzaron sobre la teoría. Fue cuando, aún sin tener nada sólido en qué apoyarse, un tal Theodor Bentley concluyó, a partir de una rocambolesca relación de palabras, que los arios no provenían del Himalaya, sino de Europa del norte.

—Dio vuelta todo…

—Sí. Invirtió los términos de la ecuación. Según Bentley, eran los ancestros germanos lo que habían ido hacia la India llevando su legua.

—¿Es eso cierto? —titubeó otro chico de anteojos.

—Todo es una absoluta tontería—exclamó Indy—; pero tocó la fibra más intensa de los nacionalistas alemanes. Es lo que querían,

—¿Y cómo se suponía que eran los arios, profesor Jones?

—Bueno, la apariencia física es otro delirio más que absurdo. La tomaron del libro de un antiguo historiador romano llamado Tácito.

—¿El autor de Germania?

—Efectivamente, señor Lordon. Pero quiero aclararles —le dijo a todo el grupo— que Tácito fue muy criticado por sus contemporáneos. Se lo acusó de exagerar, mentir y agregar cosas de su propia cosecha imaginaria. Jamás visitó la provincia romana de Germania, en épocas del Imperio. Aún así, para él los arios eran perfectos: altos, corpulentos, rubios y de ojos azules; audaces, autosuficientes, justicieros, talentosos e inteligentes…

—…y unos siglos más tarde se pusieron uniformes negros convirtiéndose en oficiales de las SS. —bromeó Lordon y todos lanzaron una carcajada.

—Lamentablemente… —alegó Indy muy serio, sin sumarse a la broma.

—Pero, doctor Jones, ¿cómo fue posible que semejante locura se convirtiera en una “verdad” admitida por tantos? —preguntó un chico gordo, sentado en el fondo del salón.

—Es ahí cuando entra a terciar una organización ultra-nacionalista, creada por Heinrich Himmler en 1935: la “Deutsches Ahnenerbe, Studiengesellschaft für Geisyesurgeschichte”, o la Herencia Ancestral Alemana, Sociedad para el Estudio de la Historia de las Ideas Primitivas. Un difícil trabalenguas que pronto se abreviaría simplemente como Ahnenerbe.

—¿Y qué es lo que hacía esa organización? —repreguntó el muchacho.

—Mentir, fantasear, tergiversar el pasado europeo y su historia para justificar el dominio de los nazis sobre el mundo. Una inmoralidad intelectual. Pero no es mucho lo que se sabe de la Ahnenerbe. Lo que sí conocemos es que organizó más de media docena de expediciones por el mundo. En una ocasión creo haberme topado con ellos…

—¿Y qué buscaban, profesor?

—Rastros de antiguos arios. Buscaban la raza primigenia. La raza de la que se habían derivado todas las otras razas. Y para ello falsearon yacimientos arqueológicos, manuscritos, cerámicas, bajo relieves… todo lo ustedes se puedan imaginar. ¡Encontraban svásticas por todos lados!

—¿No había posibilidades de rebatir científicamente esas ideas tan locas? —intervino la señorita Martin.

—No en el mundo que Himmler y Hitler controlaban.

—¡Dios!

—Eso eran… dioses absolutos, capaces hasta de cambiar el pasado si fuera necesario para concretar sus objetivos de dominación. Para ello contrataron a historiadores, arqueólogos, médicos, antropólogos, folcloristas, geólogos…. Todos organizados para mentir. Y lo que es peor, creerse sus propias mentiras. —Indy miró su reloj de pulsera. Quedaban menos de diez segundos para que tocara el timbre e ir al receso de media hora. Caminó hacia el escritorio y empezó a ordenar sus papeles—. Como podrán ver —dijo— nada es más importante en nuestra profesión que la integridad intelectual. Recién cuando sean buenas personas podrán ser buenos arqueólogos e historiadores.

Entonces, el timbre sonó.

Recogió sus cosas y salió al pasillo. La verdad era que tenía muchas ganas de tomarse un rico café caliente.

—¡Doctor Jones! —exclamó una voz—. ¡Un segundo, por favor!

Era Mathius Roderik, el secretario personal del decano.

—¿Qué sucede, Rod?

—Hay un grupo de funcionarios que lo esperan en el decanato, señor. Quieren hablar con usted.

—¿Funcionarios? —repreguntó sorprendido—. ¿Son de la oficina de Rentas? —ironizó.

—No lo sé, doctor. Sólo me dijeron que lo venga a buscar.

—Está bien. Diles que estaré en unos minutos. Dejo mis cosas en la oficina y voy para allá. Ah, y por favor, ¿quieres llevarme una taza de café bien negro?

2

LA MANSIÓN MÁS GRANDE DEL MUNDO

Con el pocillo aún humeante en la mano, Indy entró en la oficina llevando un paso cansino, aunque expectante. No tenía idea quiénes lo convocaban a media mañana, en pleno horario de trabajo. Seguramente era algo importante; caso contrario el decano no lo hubiera mandado a llamar con tanta premura, dejando a más de cuarenta alumnos sin clase el resto del turno.  Su superior académico era demasiado conservador y respetuoso de los estatutos de la universidad, como para permitir semejante desvío en la ruta de los programas de cátedra.

Cuando finalmente pisó la alfombra de la oficina, tres sujetos vestidos de civil, traje y corbata azul marino, se levantaron de las butacas que estaban al borde de la mesa de conferencia para recibirlo.

El decano no estaba presente. Fue lo primero que a Indy le llamó la atención.

—¿Doctor Jones? —preguntó, conociendo de antemano la respuesta el más bajo y viejo de los tres—. Permítame que se me presente. Soy el General  Douglas Newman; y mis colegas, el Capitán Colin Doss y el Teniente John Odell. Somos del Servicio Secreto de la Marina, señor.

Indy les estrechó las manos y volvió a dirigir una mirada a todo el recinto.

—¿Y el decano? —inquirió—. ¿No está?

—Vinimos a hablar con usted, doctor —respondió Newman presuroso—. Preferimos no involucrar más gente en este tipo de cuestiones; y mucho menos al Marshall College como institución.

—Yo soy parte de la institución, general.

—Lo sabemos, doctor Jones.

—Además, ¿Qué quiere decir con eso de “este tipo de cuestiones”?

—Es un asunto delicado, profesor —intervino el Capitán Doss—. Confidencial.

—En ese caso, con mayor razón, debería estar presente el responsable del College. ¿No cree?

—Vinimos sólo por usted, señor —repitió Newman—. El señor decano supo entenderlo perfectamente.

—Sepa usted disculparnos, profesor Jones —agregó Doss—, pero es un tema urgente y no podíamos esperar mucho más.

—Doctor — dijo el General —, vinimos hasta acá para que identifique unas fotografías que encontramos —y sacó de su portafolios un sobre de papel madera con el sello oficial de la Marina—. Véalas —sugirió, extendiéndoselas.

Indy las sacó del sobre. Eran unas diez fotos en blanco y negro, y a simple vista se observaba que las habían tomado en una excavación arqueológica. En la primera, se veían muros de piedra emergiendo de la tierra, cuya distribución en el terreno delineaba claramente una habitación. Eran piedras pulidas, no muy grandes, adosadas una sobre otras y de profundo color gris oscuro. No cabía duda que era una construcción europea de, por lo menos, la Edad de Bronce.

Revisó el resto con cuidado y, con cada una de ellas, se fue haciendo una composición de lugar en su cabeza.

—Por lo que puedo apreciar —dijo sin levantar la vista—, esto que tienen aquí es un  palacio. Los cimientos de uno muy antiguo, para ser preciso. Y es grande… Acá distingo más de media docena de cuartos… Y en esta vista aérea —dictaminó agarrando otra foto, tomada desde un avión— se pueden contabilizar por lo menos unas doscientos habitaciones, entre patios, almacenes, cuarteles y aparentes caballerizas. Este sitio en enorme y faltaba excavar más del cincuenta por ciento de todo el predio ¿Dónde queda? —preguntó empezando a interesarse en el tema.

—Es la isla de RØdØya, frente a la costa central de Noruega —respondió Newman.

Un alud de intrigantes ideas se amontonaron en la mente de Jones, en menos de un segundo. Miró al general e inquirió:

—¿RØdØya?...

—Sí, doctor. Las fotos fueron tomadas en algún momento de febrero de 1944 en ese lugar. Observe que en el dorso está escrito el nombre y la fecha, con lápiz.

Indy giró la foto

—¿1944?... —leyó en voz alta.

—Estuvimos investigando el tema —intervino Newman— y pudimos averiguar algunas cosas que quisiera contarle. —Levantó la vista hacia Odell y ordenó: —Por favor, Teniente, léale el informe que usted trae.

El joven oficial extrajo de su portafolios un papel con membrete del gobierno y obedeció.

Isla de RØdØya —dijo—. Excavación arqueológica ordenada por el Reichsführer-SS[2] Heirinch Himmler en el marco de una expedición secreta instituida por la organización Ahnenerbe, en febrero-marzo de 1944. Se desconoce el emplazamiento exacto del yacimiento en la isla, puesto que se volvió a tapar pocos días antes de que la guerra terminara. El responsable a cargo de los trabajos era el doctor Bruno Jankhun, uno de los arqueólogos más brillantes y respetados de Alemania, que se incorporó a la Ahnenerbe en 1937, convirtiéndose en director del departamento de arqueología al cabo de tres años. No hay motivos claros para saber porqué los nazis estaban interesados en esas ruinas. —El muchacho levantó la vista y miró a Indy—. Es todo, señor.

Indiana jones estaba anonadado. Hacía sólo minutos había explicado a sus alumnos cómo funcionaba esa organización y ahora estaba involucrándose en una vieja excavación noruega subvencionada por la Ahnenerbe. Parecía que el universo estuviera conspirando en su contra para meterlo en un nuevo problema. Pero esa vez, se dijo para sí, no lo iban a enganchar.

Volvió a darle un vistazo a todas las fotografías y regreso a los fríos ojos del general.

—¿Qué supone que sea eso, doctor? —lo interpeló el oficial.

Indy se rascó las mejillas y notó que tenía una barba de dos días.

—Es difícil decirlo, señor —respondió, mientras su mente viajaba a los miles de textos que había leído en los últimos cuarenta años de su vida—, pero puedo deducir los motivos que llevaron a los nazis a ese lugar.

—¿Cuáles son?

—Himmler siempre sintió un apasionado entusiasmo por la prehistoria de la Europa septentrional. En la década de 1930 envío al menos dos expediciones a la zona. Una a Suecia, la otra a Noruega, para copiar en moldes de yeso antiguas estelas y símbolos rupestres, supuestamente arios. Creían que los antiguos emigrantes nórdicos habían pasado por esos lugares en su viaje al sur, hacia Alemania. Estaban ansiosos por encontrar evidencias de su paso por allí. La isla de RØdØya era famosa por albergar un relieve con un extraño motivo que representaba una figura humana calzada con esquís y que se creía tenía cuatro mil años de antigüedad. Para muchos de los hombres de la Ahnenerbe la figura era una prueba clave para probar que la zona ártica era la imaginaria cuna de la raza nórdica que tanto amaban. Claro que estaban equivocados y todo eso era un delirio de base racista.

—De todos modos, doctor Jones —intervino Newman señalando la fotos—, parece que se toparon con eso. No sólo estuvieron por allí haciendo moldes en la década del treinta. Las fotos son del cuarenta y cuatro y por lo que se puede ver los restos son algo más que… pinturas y relieves rupestres.

—Es evidente, pero sin más datos no puedo certificar qué puedan llegar a ser esos muros.

Newman observó al Capitán Doss e hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza.

—Muéstrele lo que tenemos, capitán —sentenció.

Doss extrajo de su bolsillo un objeto pequeño, de pocos centímetros de largo, envuelto en un paño color violenta y se entregó al arqueólogo.

Era de oro puro y cabía en la palma de la mano.

—Esto estaba junto con las fotos —aclaró Doss.

El rostro de Indy se transfiguró. Sus pupilas se dilataron y una corriente de adrenalina le recorrió el cuerpo. Acarició el artefacto con la yema de los dedos y observó detenidamente los motivos que tenía grabados. Sólo después de estar completamente seguro, levantó los ojos hacia los militares.

—Es un amuleto —dijo—. En la antigüedad creían que servía para protegerse de la mala suerte y malos espíritus. Éste en particular es sumamente interesante ya que representa al martillo de Thor, un dios nórdico muy venerado.

Newman esbozó una sonrisa y los demás lo imitaron..

—Sabíamos que usted era la persona correcta, doctor Jones —afirmó el general—. Y que podíamos confiar en usted.

—Cualquier especialista en arte escandinavo le diría lo que yo le dije.

—Pero no a cualquiera le daría la información que voy a darle ahora.

Doss sacó un papel mecanografiado del interior de su chaqueta. Estaba arrugado y medio amarillento.

—Lea por usted mismo este memorando que el doctor Jankhun, jefe de la excavación, le envió a Himmler en enero de 1944.

Indiana tomó el documento y lo leyó. 

Deutsches Ahnenerbe, Studiengesellschaft für Geisyesurgeschichte

CONFIDENCIAL.

RØdØya 9/1/44.

Del Dr. Bruno Jankhun

Al Reichsführer-SS Heinrich Himmler.

Estimo haber encontrado la región Zrúdvangar y su castillo.

Las esperanzas no están perdidas. El amado Führer puede ganar la guerra.

BJ

Inmediatamente, sin decir nada, Indy volvió a las fotos y las pasó una por una a gran velocidad, hasta detenerse en aquella que había sido tomada desde el aire.

Newman se dio cuenta que el arqueólogo estaba contando otra vez las habitaciones que se distinguían en el supuesto palacio, que él identificara hacía minutos.

Entonces, Jones frunció el entrecejo.

—¿Pasa algo malo, doctor Jones? —preguntó el general.

—No lo sé —titubó—. Pero si esta excavación de 1944 llegara a tener 540 aposentos estaríamos ante un descubrimiento… interesante.

—¿Interesante?

Muy interesante

—¿A qué se refiere, profesor? —preguntó Doss intrigado.

— Zrúdvangar, la región que se nombra en el memorando, era en la mitología escandinava el país desde donde gobernaba el dios más importante, después de Odín: Thor.

—¿El dueño de ese martillo? —dijo Odell señalando el amuleto.

—Sí, pero no precisamente de este martillo, sino de otro mucho más poderoso.

—¡De seguro otra fantasía nazi!

—El mito de Thor es mucho más antiguo que esos tipos, capitán.

—Entonces, ¿qué es lo que hay de interesante en el yacimiento noruego? —inquirió Newman.

Indy buscó las palabras justas para ser claro.

—General —empezó—, si Bruno Jankhun estaba en lo cierto al decir que estos edificios eran parte de Zrúdvangar, lo que tenemos aquí fotografiado es el castillo o palacio de Bilskirnir, la legendaria residencia del dios Thor. Dé una ojeada esta toma aérea. Hay al descubierto por lo menos dos centenares de habitaciones y muchísimas más por sacar a la superficie. Los textos nórdicos cuentan que Bilskirnir era “la mayor mansión que los hombres conocían” y que contaba con 540 ambientes. Si efectivamente las ruinas se corresponden con el mito, estaríamos ante una segunda ciudad Troya, es decir, un leyenda literaria que la arqueología vuelve realidad. Eso es lo que yo veo interesante.

—Me sorprenden sus conocimientos, doctor Jones —expresó Newman.

—Llevo muchos años en esto, general —sonrió Indy y le entregó las fotos y el amuleto en mano.

Newman giró sobre sus talones y se dirigió a paso lento hasta el ventanal que daba al parque del campus universitario. Cuando volvió a enfrentar a Indy estaba mucho más serio y su tono de voz adoptó la de un militar a punto de iniciar una arenga.

—Doctor Jones —articuló con melodramatismo—, hay algo que todavía no le hemos dicho y que es fundamental en todo este asunto. Tiene que ver con la procedencia de estas fotos, la estatuilla y el memorando. —Indy se quedó en silencio esperando a que siguiera—. Tenga en cuenta que lo que voy a decirle es estrictamente confidencial.

—¡No, entonces no! —exclamó intempestivamente el arqueólogo levantando su brazo izquierdo—. Prefiero que no me diga nada confidencial. Ya he estado en situaciones como estas y no quiero que el gobierno o la milicia me involucre en problemas que no son míos.

—¡Doctor, estamos en guerra!¡No puede desentenderse de este modo!

—¿En guerra?...

—Contra el comunismo, doctor Jones. ¿Acaso no lee los diarios?

—No quiero meterme en cuestiones políticas, general.

—Ya está metido en ella, Jones.

—¿Qué me quiere decir con eso?

Odell fue quien le respondió.

—Sabemos que usted vendió piezas arqueológicas al gobierno soviético, doctor.

—¿Qué demonios está diciendo?

—Cuatro huevos Faberger del siglo XVI. ¿No los recuerda?

Indy empezaba a sentir que la ira ganaba más y más espacio dentro suyo.

—Usted no entiende nada, capitán —dijo mordiendo sus palabras—. Jamás vendí piezas a nadie.

—¿No? ¿Está seguro?... Dígame, doctor, ¿conoce al profesor Iván Chenko?

—Sí. Estudió conmigo en La Sorbona en la década del veinte. Eso seguramente ustedes ya lo saben.

—¿Cuánto tiempo hace que no lo ve?

—¡Basta! ¡Se terminó! —estalló—. ¡Esta reunión se acaba aquí y ahora! ¡No voy a soportar que estén sugiriendo estupideces o dudando de mi honor! —y volteó furibundo con dirección a la puerta.

—¡Usted le entregó a Chenko los huevos Faberger hace cuatro meses, doctor! —retrucó Odell elevando más el tono.

Indy se detuvo, giró y le clavó los ojos.

—¡Por supuesto que se los entregué! ¡Correspondía que se los diera! ¡Esos huevos estaban en manos de traficantes de antigüedades y habían sido robados del museo en el Iván trabaja! ¿Qué pretende que hiciera? ¿Dárselos al Shimtsoniano?

—Esos traficantes eran americanos, doctor. Y el museo parte del mundo al que nos enfrentamos.

—No puedo creer que me diga eso…

—Capitán, por favor… —solicitó Newman tratando de calmar los ánimos—. Comportémonos civilizadamente.

—¿Con insinuaciones como las que acaban de hacer? —prorrumpió Indy—. Debería partirles la cara.

—Doctor, no creo que sea ese el camino adecuado —atemperó el general—. Complicaría aún más su situación.

—“¿Mi situación?”

—Y la de toda la universidad, doctor. ¿Cómo cree usted que la Comisión de Lucha contra el Comunismo del Senado tomaría un acto de violencia como ese, viniendo de un profesional que entrega material artístico a otro de origen ruso?

—¡Maldito cerdo! ¡Sabe muy bien que actué legalmente!

—Yo sí lo sé, Jones. Pero la Comisión es totalmente ignorante al respecto… y muy curiosa en todo lo que se refiere a lo que ellos denominan “acciones anti-norteamericanas”.

—Piense en los problemas que tendría que enfrentar en caso de ser convocado, doctor —alegó Odell.

—Serían meses de audiencias —agregó Doss.

—Seguramente, al final de cuentas todo se aclararía —dijo Newman—, pero los trámites serían muy inconvenientes para su carrera y su lugar de trabajo.

Indy se pasó la mano por las canas. Quería destrozar a golpes a esos puercos. Pero tenían razón en las consecuencias que ello acarrearía.

—¿Qué quieren de mí? —dijo finalmente.

Newman se le acercó marcialmente.

—Que vaya a la Isla de RØdØya y ubique el yacimiento.

—¿Para qué? ¿Ahora la milicia se interesa también en la arqueología?

—No doctor. Sólo nos interesa lo mismo que les interesa a los rusos. —aclaró Newman.

—¿Y por qué supone que ese yacimiento les interesa a ellos?

—Las fotos y demás cosas fueron encontradas en la valija de un espía de la KGB, mientras intentaba salir del país, doctor —explicó el oficial al mando—. Queremos saber por qué arriesgaron la identidad de uno de sus mejores hombres transportándolas.

—No nos cabe la menor duda que es usted la persona indicada para esa misión —repuso el capitán.

Si ese mequetrefe de saco y corbata pretendía quitarle a Indy la impotente furia que sentía con adulaciones estúpidas, estaba equivocado.

Muy equivocado.

Pero se la tuvo que tragar. 

3

EN TIERRAS NÓRDICAS

Veinticuatro horas después de la charla con los militares, Indy sobrevolaba el Atlántico en dirección a Oslo. Era un vuelo regular y no viajaba en primera clase, pero no aquello lo que lo mantenía en un estado de furia casi permanente. Era la presión que había recibido; y la amenaza elegante de la milicia, obligándolo a que aceptara colaborar con ellos.

¡Qué diablos! ¡No estaba bajo bandera, ni tenía jerarquía militar!

Aún así, una supuesta y mal interpretada obligación patriótica lo tenía a más de 10.000 metros de altura sobre el océano, con destino a las frías tierras noruegas. Claro que, de todas las sorpresas recibidas en el decanato, una lo había dejado mudo. Y, sin dudas, era la que más le molestaba.

Se sentía traicionado. Vigilado. Monitoreado, como el personaje de esa novela futurista de Orwell, titulada “1984”. Y no era para menos. El hecho de saber de que el joven Ned Lordon era un novicio agente del Servicio Secreto, indagando en la universidad y recogiendo datos sobre supuestos colaboracionistas de la URSS, lo había dejado frío. En verdad apreciaba al muchacho por su abierta y frontal personalidad. Parecía un buen tronco en el que tallar un excelente futuro arqueólogo. Pero lo había decepcionado. El muy falso había resultado ser un agente del gobierno encubierto. Un simple buchón, un informante de segunda. Un “familiar” de los fanáticos cazadores de brujas que había dentro del propio país. ¿Qué diferencia había entre ese muchacho y los desaparecidos miembros de las juventudes hitlerianas, de la década del treinta? Muy pocas. Una de ellas era que no usaba uniforme.

Ned Lordon se sentía también muy incómodo ante el indiferente silencio de su profesor. Indy no le dirigía la palabra y pasaba el tiempo mirando por la ventanilla el mar de nubes que se deslizaba por debajo del fuselaje del avión.

Recién cuando la azafata se acercó a ofrecerles algo de tomar, Jones quitó la vista del cielo y se volvió hacia la chica para pedir un cerveza. Ned Lordon pidió lo mismo. Una vez que la aeromoza se hubo retirado, el muchacho lo encaró con tono conciliador.

—¿No cree que tendríamos que hablar, profesor Jones?

Indy le dio un sorbo a su bebida y esbozó una sonrisa ladeada llena de sarcasmo.

—¿Hablar? —repitió—. ¿Desde cuando ustedes han aprendido a hablar? Ustedes gritan, ordenan, amenazan, presionan, pero ¿hablar?... No sea irónico conmigo, señor Lordon.

—Le juro que no sabía nada de este viaje hasta que me convocaron, después la reunión que tuvieron con usted.

—Permítame en beneficio de la duda —respondió.

—Puede dudar todo lo que quiera, doctor. Pero le aseguro que era ajeno a este asunto.

—Sí… ajeno… Y dígame, ¿ya les entregó a sus amigos mi ficha personal?

—No. Jamás la confeccioné.

—¡Qué bueno!... De todos modos me conocían muy bien.

—Usted es una personalidad reconocida y respetada en el ambiente, profesor.

—¡Ya veo que muy respetada!... ¡Sí, sí… muy respetada! Por poco me ponen una pistola en la cabeza para que suba a este avión, indague sobre esas ruinas y acepte su… compañía. Si así es como respetan ustedes, debo decirle que mi concepto de respeto es muy diferente, señor Lordon.

—¿No cree que en este caso el fin justifica los medios?

—Nunca. Jamás el fin justifica los medios,  joven Maquiavelo.

Lordon sonrió.

—Puedo entender su malestar, profesor, pero piense que estaremos algunos días juntos y no sería cómodo que nos estemos tratando de este modo tan… distante.

Indy le clavó los ojos con fiereza.

—Mira muchacho —dijo acercándole el rostro—, me importa un bledo si estás o no incómodo con mi actitud. Me tiene sin cuidado. Además, no van a ser muchos los días que compartamos de “feliz camaradería”. No bien lleguemos a Oslo, me comunicaré con un viejo colega y él sabrá informarme todo lo que necesitamos. Si ese yacimiento existe, él nos indicará dónde buscar. Después, yo me regreso a casa.

Ned terminó el contenido de su vaso y levantó las cejas.

—Creo que me va a costar un poco aprobar su materia en el futuro…

Indy volvió su atención hacia las nubes.

cd 

Ajeno al contenido de la revista París Match que tenía abierta en su página quince, el sujeto que vigilaba a Indiana Jones desde la butaca número 33, advirtió que el arqueólogo mantenía una dura discusión con el chico que lo acompañaba. Algo funcionaba mal. El veterano profesor apenas gesticulaba y el muchacho lo miraba sin articular palabra. Estaban discutiendo.

Al cabo de un par de horas, el piloto anunció que se abrocharan los cinturones de seguridad. Iban a aterrizar en el aeropuerto internacional de Oslo. Todos obedecieron y aguardaron a que el tren de aterrizaje chirriara al contacto con el cemento de la pista.

En pocos minutos el pasaje abandonó la nave. El aire fresco de escandinavia impactó en sus rostros. Indy y Lordon se dirigieron con prisa hasta la oficina de aduana y presentaron sus pasaportes. Cumplido el trámite, atravesaron el hall principal de la estación y tomaron un taxi con rumbo al Hotel Abdumsem, en pleno centro de la capital.

Desde otro auto, el hombre de la butaca 33 no dejaba de pisarle los talones.

Se llamaba Gregor Strasiva, tenía unos cuarenta y cinco años de edad y experimentaba una gratificante sensación de poder al seguir a la gente sin ser advertido. Era lo que le otorgaba siempre ventaja sobre los demás; y que aprovechaba en su favor la mayor parte de la veces. En aquel mundo de espionaje y guerra fría había aprendido que la propia vida podía depender del anonimato y tener de su lado el “elemento sorpresa”.

Siguió a Indy desde una distancia prudencial y cuando ubicó el hotel en el que se alojaba, hizo lo propio con nombre falso, no sin antes acordar con el conductor que lo había transportado, estar atento a cualquier movimiento del arqueólogo o el chico.

Una hora y media más tarde, Indy y Lordon volvieron a la calle con la intensión de dirigirse a la Biblioteca Nacional.

Para entonces, el chofer de Strasiva ya tenía el motor en marcha.

cd

La Biblioteca Nacional de Oslo era la más completa en lo que se refería a libros incunables de culturas nórdicas. Allí estaban, cuidadosamente acondicionados, textos antiguos de épocas y orígenes diversos que permitían reconstruir parte de las creencias, rituales, política y economía de los pueblos escandinavos. Fuentes noruegas, islandesas y suecas resguardaban la historia. En sus anaqueles de cedro se acumulaban los textos de la poesía escáldica, de los siglos IX y X d.C., claramente pre-cristianos; la Sagas vikingas, que relataban las aventuras de Eric el Rojo y su familia, en sus viajes de exploración por los mares septentrionales; y los Eddas, cantos sagrados que versaban sobre la vida de los dioses y héroes del panteón nórdico, poemas —en su origen orales— que se remontaban a los siglos VI y VII d.C., puestos por escrito recién en el año 800 y 1050 de la misma era. En sus depósitos, también acumulaba polvo la colección más extraordinaria de piedras rúnicas de los siglos III y IV d.c. y otras piedras con imágenes jeroglíficas y dibujos que databan de los siglo V al XI d.C.

Los Pueblos del Norte tenían en ese lugar gran parte de su pasado histórico asegurado. Sólo se necesitaban historiadores interesados en desentrañar todos sus misterios.

Indiana Jones golpeó la puerta de la oficina de Norman Alvsön, director general de la Biblioteca, y sin esperar respuesta giró el picaporte e ingresó.

Alvsön, un hombre alto, elegante y con una cabellera tan blanca como la nieve, se puso repentinamente de pie, esbozó una pulcra sonrisa y abriendo los brazos exclamó:

—¡Doctor Indiana Jones! ¡Qué maravillosa sorpresa, amigo mío! ¡No hacía otra cosa que esperarlo, tras su llamado telefónico!

Los dos hombres se confundieron en un caluroso abrazo. Después, a regañadientes, Indy presentó a Ned Lordon y, tras unas tazas de café bien caliente, se sentaron al borde del escritorio a tratar el tema que los convocaba en ese espacio de eruditos.

Indy extrajo de su bolsillo una copia de las fotos blanco y negro del yacimiento y las exhibió, al tiempo que relataba en pocas palabras la misión que tenía que cumplir. Alvsön no se inmutó. Observó las instantáneas con cuidado y cuanto tuvo una respuesta en mente repuso:

—Lamentablemente no sé nada de este sitio, Jones  Había oído rumores sobre una excavación alemana poco antes de que terminara la guerra, pero hasta este momento nunca tuve certeza absoluta de que efectivamente habían encontrado algo así en nuestro territorio.

El corazón de Indy dio un vuelco. ¡Joder! A final de cuentas su estadía se iba a prolongar un poco más que lo deseado.

—Confiaba en que usted me guiaría hasta el lugar —dijo.

—Lamento desilusionarlo.

—De todas maneras, todavía podemos encontrar información en la Isla de RØdØya —intervino Ned.

Indy lo miró de reojo.

—Por supuesto, jovencito —arguyó el Alvsön—. Me encargaré personalmente de conseguirle los permisos necesarios para que puedan, llegado el caso, hacer una pequeña excavación en el lugar. ¿Qué le parece, doctor Jones?

Indy asintió sin articular palabra.

En ese momento todos escucharon el sonido de cristales de rotos, un siseo muy fino y la inconfundible vibración de una flecha clavándose contra la pared.

La ventana que daba a la calle se había quebrado y en el muro izquierdo de la oficina un tubo angosto, con una pequeña lucecita titilante en un extremo, se incrustaba en los ladrillos, junto a un cuadro impresionista de vivos colores.

Los tres giraron la cabeza hasta el artefacto y por un segundo se quedaron mirándolo sorprendidos. Fue cuando Indy exclamó:

—¡Salgamos de aquí! ¡Es una bomba!

Intentaron correr hasta la puerta, pero la onda expansiva no les dio tiempo a llegar. Los levantó por el aire como si estuvieran hechos de algodón.

Alvsön salió despedido por el aire, deteniendo su vuelo contra el marco del ventanal por el que había entrado el dispositivo explosivo. Lordon sintió una fuerza feroz empujándolo por la espalda y tirándolo de bruces contra un par de sillones en un rincón de la estancia. Indy trastabilló arrastrado por la potencia de la detonación en dirección a la ventana.

No tuvo tiempo a pensar demasiado. Justo cuando salía despedido a través del marco experimentó la sensación de que iba a morir.

Su cuerpo rodó por un techo de tejas en declive.

Manoteó cualquier saliente que pudiera encontrar en el camino. Tenía que detener el impulso.

Resbaló más y cuando experimentó que el vacío se abría por el lado de sus piernas, los dedos de su mano derecha se apretaron en un borde frió de metal.

Una canaleta.

Desde el parque que rodeaba la biblioteca nacional, los transeúntes observaron azorados cómo el arqueólogo quedaba colgado, balanceándose como un péndulo, a más de quince metros de altura de la calle.

cd

Las falanges de los dedos de su mano se le agarrotaron por la excesiva presión que ejercían sobre la canaleta; y el peso del cuerpo, que lo invitaba a seguir la ley de Newton hasta la acera de abajo, se convirtió en su primer enemigo.

No iba a poder sostenerse por mucho tiempo más.

Los calambres del brazo lo matarían, si no era la misma canaleta la que se desprendía del techo, dejándolo caer pesadamente, ante el morbo de decenas de testigos que se aglutinaran para observar la escena.

El brazo izquierdo colgaba pegado de su cuerpo y las piernas se movían buscado un punto de equilibrio que detuviera de alguna manera el balanceo, que amenazaba con tirarlo.

Apoyó la punta de sus zapatos contra la pared que caía verticalmente, sintiendo un levísimo alivio en los músculos del brazo que lo sostenía.

Debía levantar el brazo izquierdo. Si quería volver al techo, tenía que agarrar la canaleta con ambas manos.

Tomó aire. Contó hasta tres mentalmente y sacudió la extremidad hacia arriba.

¡Eureka!

Lo había conseguido. Ya tenía diez dedos apretando con fuerza el borde de la canaleta.

Entonces, escuchó dos ruidos secos muy cerca suyo y el polvo de ladrillo de la pared saltó en todas direcciones.

¡Le estaban disparando!

¡Disparaban desde la calle en su dirección!

Giró la cabeza, mordiendo bronca y desde lo alto observó en posición sospechosa a un sujeto que tenía un sombrero de fieltro color negro azabache. Lo miraba con atención y escondía un arma debajo del abrigo que lo cubría, para que la multitud no lo identificara como el agresor

 Aquello era demasiado. A ese tipo no le bastaba haberlo sacado volando por una ventana, como resultado de una explosión, sino que ahora le seguía disparando mientras estaba indefenso y colgando como un mono de la canaleta.

Una furia irracional cobró fuerza dentro de Indy. Si iba a morir en esa circunstancias lo haría peleando y, si era posible, moriría junto con ese cerdo.

Giró la cara hacia la derecha en busca de algo.

Ahí estaba.

La sección vertical de la canaleta bajaba hasta el parque, adosada a la pared.

Si podía alcanzarla la usaría como el tubo de emergencia de los cuarteles de bomberos. Simplemente se dejaría deslizar hacia el suelo.

Estiró el brazo con determinación.

Llegaba. La tenía a tiro.

Se aferró a ella y dio un pequeño salto, agarrándola con la otra mano y las piernas. Recién entonces empezó a deslizarse hacia abajo.

El hombre del sombrero negro dio media vuelta e inició una huída estratégica por entre la muchedumbre.

Indy se desesperó al observarlo. ¡Iba a escapar!

El stress aumentó. Entonces, ocurrió lo menos oportuno.

Los tornillos que sostenían a la canaleta a la pared se soltaron por encima de la cabeza de Jones.

Oyó un crujido y al segundo experimentó la sensación de estar abrazando a un carbol que acababa de ser cortado a hachazos: la canaleta, desprendida del muro, empezaba a caer.

¡Joder!... ¡Se iba a partir la espalda!

Y cayó.

El jardinero, encargado del cuidado del parque que bordeaba la biblioteca, vio como se le venía encima suyo y se hizo a un costado.

Indy gritaba esperando amortiguar con el alarido el choque contra el piso.

Fue cuando, con el rabillo de los ojos, vio el montículo de hojas secas que el jardinero acababa de juntar; y sin dudarlo se soltó de la canaleta tratando de impulsarse en dirección a los vegetales muertos.

Toda su masa corporal chocó y rebotó sobre las hojas.

No sintió dolor; a excepción por la rajadura en la espalda de su chaqueta color gris y un agujero en la rodilla derecha del pantalón.

Había tenido suerte.

Se reincorporó. Sacudió las hojas que se le adherían al cuerpo y levantó la cabeza.

Escapaba.

¡Bastardo!

Y salio corriendo detrás del hombre de sombrero negro.

Atravesó el parque. Llegó a la avenida y le imprimió  a sus piernas mayor velocidad. El sujeto se metió por la boca del subterráneo.

No dejó de imitarlo.

Bajó por las escaleras dando grandes zancadas. Saltó los molinetes sin pagar y llegó, agitado, hasta el andén de la estación

Había gente por doquier. Un mar de sombreros le impedían ver más allá de los cuatro metros.

Y en eso llegó el subte.

Las personas empezaron a subir.

Indy corría de izquierda a derecha, mirando hacia el interior de lo vagones, sin ingresar en ellos.

¿Dónde se había metido?

Sonó un timbre.

Las puertas, activadas por un sistema de aire comprimido, se cerraron.

Recién entonces lo vio, al final del andén, como a media cuadra de distancia.

El recinto se despejó de personas. El sujeto volvió el rostro y vio a Jones parado junto a un anciano con bastón, que acababa de bajar desde el nivel de la calle, y al subte, que empezaba cobrar velocidad.

Indy reaccionó llevando por el impulso.

Le quitó el bastón al viejo. Volteó hacia el tren que aceleraba y clavó el bastón en una de las ranuras de goma de las puertas del convoy, a la altura de sus radillas.

El bastón salió disparado cabía adelante, como si fuera una guadaña dispuesta a cegar un campo listo a ser cosechado.

El francotirador corría en la misma dirección del tren. Estaba llegando al final del andén y el inicio del túnel.

No miraba hacia atrás.

Debió haberlo hecho.

El bastón, encajado a la puerta, lo enganchó a la altura e sus tobillos y lo tiró hacia atrás con una fuerza indecible.

El tipo cayó de espaldas rodó hacia las vías, justo en el instante en que la formación dejaba de pasar.

Le dolía todo.

Indy saltó a los rieles y lo alcanzó antes que pudiera sacar su pistola de la sobaquera.

Le quitó el arma y se la apoyó contra el pecho.

—¿Quién es usted? —le gritó tomándolo por la solapa.

El hombre no dijo nada. Permaneció en silencio observándolo, adolorido.

—¿Quién es usted? —volvió a demandar, apoyándole el caño del arma contra el esternón.

—No pierda tiempo conmigo, doctor Jones.

La boca de Indy se contorsionó en una mueca de rabia. Lo agarró por la solapa, sin dejar de apuntarle y…

…la bocina de un segundo tren subterráneo llegó hasta sus oídos.

Volteó hacia la izquierda y vio las luces delanteras del convoy venírseles encima.

¡Mierda!

Intentó arrastrar a su prisionero, pero no pudo. El pantalón del sujeto estaba atorado a uno de los rieles.

Tiró una vez.

Y otra…

Cuando el tren estuvo a punto de arrollarlo, dio un brinco hacia un lado.

El subte se llevó al sujeto del sombrero negro dando tumbos, amasándolo como si fuera de gelatina; hasta que lo lanzó hacia un costado, completamente lacerado.

Indy corrió hacia el cuerpo.

Le faltaba una pierna y la mitad de uno de los brazos.

—¡Imbécil! —dijo Jones.

Fue cuando advirtió que la billetera del individuo estaba tirada justo al lado de sus zapatos.

Se agachó y la guardó en el bolsillo del pantalón, que para entonces tenía dos agujeros más.

cd

De regreso a la Biblioteca Nacional, Indy se desayunó de una serie de novedades no muy alentadoras. Dos autos de policía y un carro de bomberos, en el frente mismo del edificio, eran síntomas de malos augurios. La gente se arremolinaba contra la valla puesta por las autoridades y empezaban a llegar los primeros reporteros locales. Una oscura y densa humareda salía por la ventana de la oficina siniestrada.

Se abrió paso por entre el gentío hasta que un policía lo detuvo en el borde mismo del perimetrado. A menos de seis metros, Ned Lordon hablaba con un oficial.

—¡Ned! —le gritó Jones—. ¡Ned! ¡Aquí estoy!

El muchacho giró la cara, lo miró de reojo y volvió, imperturbable, a la charla que mantenía con quien parecía tener la jerarquía de comisario. El murmullo de todos los presentes se tragó la voz de Indy.

¿Qué demonios le pasaba a ese chico? ¿Acaso se había vuelto loco? ¿Por qué lo evitaba de esa manera?

¡Maldita sea!, pensó, recargándose de rabia una vez más.

Lordon saludó al policía con un apretón de mano y empezó a caminar lentamente, paralelo a la valla. Indiana lo imitó, empujando a un lado y otro a los curiosos que se arremolinaban para observar el escenario del accidente.

¿Accidente?... ¿Quién dijo que había sido un accidente? El rumor que empezaba a circular en el lugar estaba más errado. Aquello había resultado un atentado con todas las letras.

Lordon se alejó de los grupos de tareas que empezaban a trabajar en el jardín y detuvo sus pasos unos segundos junto a la ambulancia en la que cargaban un cuerpo tapado por una sábana.

Alvsön. No cabía otra opción.

Lordon miró hacia el gentío y se topó con los ojos furiosos de su profesor. Hizo un leve movimiento con la mano, indicándole que lo esperaba un poco más allá de la turba. Indy asintió, sin dejar de fruncir los labios en clara muestra de furia contenida.

—¿Me quieres decir que mierda pasa contigo, muchacho? —le ladró al rostro cuando se hubieron reunido en un callejón vecino al edificio principal de la biblioteca.

—Alvsön murió.

—Lo sé. Acabo de ver cómo se lo llevaban.

—La policía está como loca y los miembros de la Comisión Directiva quieren iniciar una investigación detallada para averiguar qué sucedió.

—Es lógico.

—Profesor, ¿se da cuenta que eso nos demoraría muchos días? Estaríamos metidos en un problema judicial que demandaría nuestra presencia por meses.—Miró a los policías de lejos y agregó:—Les dije que circunstancialmente pasaba por la oficina y me sorprendió la explosión. No hice ninguna referencia a nuestra reunión. Además, Alvsön me dijo algo antes de morir…

—¿Habló contigo?

—Agonizaba. Me acerqué a él y articuló una palabra que supongo es un pista.

—¿Qué palabra?

—Grönhagen —dijo Lordon—. ¿Qué cree que pueda ser? ¿Un lugar?

—Más me parece un apellido, pero no estoy seguro. Tendré que averiguarlo.

Tendremos

Indy lo miró.

—En ese caso, ¿por qué no le pregunta a sus amigos de Washington? —inquirió con sarcasmo—. Ellos parecen saberlo todo.

Lordon irguió su columna. No podía ganarse la confianza de Jones

—¡Claro que lo haré! —profirió ofendido y se marchó, alejándose a paso veloz.

cd 

En su habitación del Hotel Abdumsem Indy Jones extrajo la billetera y la tiró sobre la cama. Se dio un baño bien caliente, para recuperar parte de la energía perdida en la persecución, y sólo después, descansado y con el cuerpo relajado, se recostó a inspeccionar la cartera que había rescatado en el subterráneo.

El nombre de su propietario era Gregor Strasiva. Había nacido en Leningrado y por el carnet falso que tenía, se hacía pasar por periodista. De inmediato, Indy certificó que la KGB estaba muy involucrada en el asunto.

Se venían días difíciles.

Vientos de guerra.

Se reincorporó, caminó hacia el placard y extrajo su maleta. Levantó la tapa y sacó cuatro cosas que señalaban claramente que los problemas acababan de empezar: un látigo, su sombrero tipo fedora, la chaqueta de cuero y su poderosa Smith & Wesson Hand Ejector Model 2º.

LOS LOBOS DE ODÍN

Isla de RØdØya

Dos días más tarde.

La isla era un paraíso nórdico, soleado y fresco; de bahías cerradas y aguas tan verdes como las esmeraldas. Sus costas, sinuosas, recortadas, denunciaban el antiguo imperio y paso de los glaciares, hacía más de 10.000 años; y sus fiordos eran como lanzas pétreas que entraban y salían del mar formando acantilados gigantescos e impactantes. Más parecía una geografía divina que el hogar de simples pescadores.

El viaje hasta RØdØya lo hicieron en dos tandas. La primera por tierra, desde Oslo hasta el puerto de Molde, sobre el océano Atlántico; y desde allí, en un barco pesquero, hasta la isla. Había sido un trayecto cansador por lo que aprovecharon gran parte de la travesía marina para descansar y tomar conciencia de dos cosas en las que no habían pensado: que los muros de la Biblioteca Nacional, compactos y bien construidos en el siglo XIX, habían sido los responsables de que aún estuvieran con vida. De haberse reunido en otro tipo de edificio, con paredes menor calidad, la explosión los hubiera aplastados a los tres. La segunda cuestión, algo más ríspida, tenía que ver con la última palabra que Alvsön había articulado: Grönhagen.

Lordon recibió en Oslo, antes de partir, un llamado telefónico desde Washington. La milicia había actuado con celeridad e informado que esa “extraña palabra” no se correspondía a ningún toponímico geográfico y que con toda seguridad era una apellido local.

“¡Buen punto para el viejo!”, pensó Ned al informarle a Jones los resultados de la búsqueda, certificando la primera impresión del arqueólogo al sostener que, efectivamente, era un nombre.

“¡Punto para el niño!”, pensó Indy masticando y tragándose su orgullo al verificar la rapidez con que el servicio secreto había “resuelto” el enigma.

Si efectivamente Grönhagen era un apellido, sería sencillo ubicar al portador del mismo en una isla poco habitada y aislada del resto del mundo.

No bien descendieron de la embarcación y se despidieron de la tripulación, Indy y Ned Lordon recorrieron la distancia que los separaba del poblado costero y pidieron alojamiento en un hostal de medio pelo ubicado en la base misma de un acantilado color gris, rodeado de bosques, debajo de un cielo celeste y diáfano como pocas veces habían visto.

El hospedero, un anciano entrado en años, los recibió con amabilidad y sonrisas de cortesía, guiándolos hasta la única habitación que tenía desocupada. El hecho de tener que dormir ambos en la misma pieza no le agradaba mucho a Jones. El muchacho no le terminaba de caer bien. Hubiera preferido estar solo para no estar obligado a tener con él charlas de cortesía. Pero como decía el dicho popular: “el hombre propone, pero Dios dispone

Hacia la tarde, después de almorzar un sazonado arenque noruego con papas hervidas y aceite, Indy se acercó a la recepción y entabló con el propietario una charla que se prolongó durante quince minutos. Lordon permaneció recostado en un sillón del hall, hojeando una revistas de actualidad.

Transcurrido el cuarto de hora, el muchacho sintió que la voz del hospedero se elevaba por encima de la de Indiana Jones. Si bien no entendía la lengua noruega, reconoció en el tono del viejo cierta indignación y temor al mismo tiempo.

—¿Qué sucedió? —le preguntó a Indy cuando éste pasó a su lado vistiendo como si fuera un domador de leones circense.

—Venga conmigo. Sígame —articuló Jones sin mover un músculo de su cara.

Al salir a la calle, Lordon volvió a preguntar:

—¿Qué pasó, profesor? ¿Por qué se alteró tanto ese hombre?

Indy giró, se acomodó el látigo, que colgaba enrollado de su cadera izquierda y dirigiendo su mirada hacia el hostal, respondió:

—Se puso incómodo cuando le pregunté por el apellido Grönhagen. Me negó su ayuda. Mi noruego no es muy bueno. Algo dijo respecto de ese nombre… no sé. Que no buscáramos, que era algo especial en esta isla. No le entendí bien. Me parece que no nos resultará fácil encontrar a ese tipo.

—No debería preocuparse por lo que diga el viejo, profesor Jones. De seguro con algo de dinero nos será fácil ubicarlo. Usted sabe, deberíamos “aceitar” las voluntades.

—Ojalá resulte así de sencillo, señor Lordon. Ojalá…

cd

Pasaron la tarde haciendo lo que el célebre arqueólogo Hiram Bingham —descubridor de Machu Picchu— aconsejaba cuando se buscaba algo: hablar con los lugareños.

Era una técnica que pocas veces fallaba. Había funcionado antes y tenía que funcionar ahora. No eran tantos los años transcurridos desde 1944; y con seguridad los más viejos de la isla debían recordar muy bien la excavación organizada por los nazis. Pero, contrariamente a toda teoría, los isleños —muy amables al principio— se volvían crípticos y recelosos cuando Indy y Lordon aludían el nombre que les dijera Alvsön, o hacían referencia a los restos del supuesto palacio de Thor. Entonces, las sonrisas desaparecían y los rostros se volvían adustos, dando por terminado cualquier intercambio de palabras. Era más que evidente que algo sabían, pero un pacto de silencio levantaba un muro imposible de atravesar… aún ofreciendo dinero

Para cuando empezó a bajar el sol, las miradas se tornaron suspicaces y Ned advirtió que ya no eran bien recibidos en RØdØya. Nunca en tan poco tiempo, gentiles anfitriones se habían convertido en fríos y distantes transeúntes.

Fue cuando Indy decidió compartir algunas de sus ideas con el “chico”.

—De este modo no vamos a llegar a ningún lado —dijo sentado al borde de la mesa en la que se disponían a cenar—. El viejo método de Heródoto no parece funcionar en esta isla[3]. Todos ocultan algo. Tendremos que valernos de nuestros propios medios —repuso involucrándolo a Lordon por primera vez. Le dio un sorbo al vaso de vino que tenía lleno enfrente suyo y continuó—. Por lo que estuve observando, la excavación no pudo haber sido hecha nunca en la costa. Es demasiado rocosa y estas fotos —señaló, mirándolas por enésima vez—, muestran un terreno con una capa de humus importante. Creo que la única posibilidad de hallar las ruinas es yendo al centro de la isla, a su parte superior: sobre los acantilados de los fiordos —giró la cabeza hacia la derecha y señaló con el rabillo del ojo un mapa que había colgado sobre una vieja y húmeda pared—. Observa esa geografía.

—Tendremos que conseguir un par de caballos —respondió Lordon leyendo desde lejos las irregularidades del terreno—. Hay zonas muy empinadas y bosques que atravesar. Nos llevaría mucho tiempo hacerlo a pie.

—Es una buena opción. Espero que no hallemos resistencias a la hora de conseguirlos.

—¿Resistencia?

—No creo que nos los entreguen sin objeciones.

—Nunca pensé en conseguirlos de esa manera…

—¿Y qué sugieres?

Lordon le esbozó una sonrisa pícara y cómplice. En ese momento sintió que empezaba a haber química entre ellos.

cd

Con un par de ganzúas, Ned era capaz de abrir casi cualquier cosa; y entrar en la caballeriza del herrero del pueblo no resultó nada difícil. Bastaron dos intentos para que el candado se abriera de par en par y en pocos minutos —manteniendo absoluto silencio— ensillaron los caballos, los sacaron por un portón trasero hasta la base del cerro; montaron y espoleándolos se perdieron en el roquedal que ascendía.

Había luna llena y la noche era clara. Hacía frío pero la adrenalina volvía soportable cualquier ráfaga helada que pudiera alcanzarlos.

Los caballos seguían un camino angosto, abierto anteriormente, y buscaban por sí solos los pasos más directos y sencillos. Resoplaban y con cada bufido una nube de aire caliente se colaba por delante de sus narices.

El corazón de la isla se anunciaba tan abrupto como sus costas. Las gigantescas rocas parecían talladas por las manos de un cíclope y, a poco de avanzar, ingresaron en un bosque de coníferas muy tupido, cerrado y húmedo. El frío aumentó. Indy se abrochó su cazadora de cuero y Lordon hizo lo propio con la suya.  La copa de los árboles oscurecieron el entorno. La noche se volvió más negra, menos penetrable. Sólo la claridad de la luna dibujaba el alargado contorno de los cientos de árboles, creando la ilusión de estar en una sala hipóstila hecha por la naturaleza.

Los caballos avanzaban a paso regular, esquivando troncos caídos y hundiendo sus cascos en un colchón de hojas semi-podridas, acumuladas en el suelo. Treparon por una ladera empinada durante cuarenta minutos y, finalmente, alcanzaron la cima del cerro: una inmensa meseta en la que el viento del norte soplaba con más fuerza, colándose sin problema por entre la enramada.

—¿Estamos cerca? —inquirió Lordon, sufriendo las inclemencias del aire helado en la cara.

—Creo que vamos bien encaminados —respondió Indy señalando al frente.

A menos de cincuenta metros por delante, el bosque se abría en un claro.

Marchaban en fila india. El arqueólogo por delante y, muy cerca de la grupa de su caballo, el de Lordon le pisaba los cascos.

—Profesor Jones —interrumpió el chico—, ¿usted cree que ese tal Grönhagen viva aquí arriba?

—No lo sé —arguyó—. Si llegara a ser así, nos toparíamos con un verdadero ermitaño. ¡La soledad de estos parajes es intimidante!... Pero ya lo averiguaremos. Estamos a punto de salir del bosque.

No terminó de dar su respuesta que su caballo trastabilló con un cable escondido al ras del piso, activando un mecanismo que por antiguo no dejaba de ser efectivo.

Todo se desencadenó a una velocidad frenética.

El cable tiró de una pequeña palanca escondida detrás de un árbol y ésta dejó libre a un tronco muy largo, colocado en posición horizontal, que salió disparado hacia delante, impactando contra el pecho de Jones. La fuerza del golpe lo sacó de la montura limpiamente, arrastrándolo hacia atrás y haciendo que cayera de espalda contra el piso. Las hojas acumuladas amortiguaron la caída.

Aquello fue como recibir la patada de un burro en pleno tórax.  Sus pulmones se desinflaron como dos globos y estuvo a punto de perder el conocimiento.

Lordon tardó unas décimas de segundos en entender lo que pasaba.

Cuando vio a Jones en el suelo, se lanzó del caballo y avanzó hacia él. Le preocupó que Indy estuviera muerto.

—¡Profesor! —exclamó aterrado— ¿Se encuentra usted bien? —y lo reincorporó por los hombros.

Indy abrió los ojos y no bien los párpados despejaron sus pupilas gritó “¡Cuidado!”.

Desenfundó mecánicamente la Smith & Wesson de la cartuchera, levantó el brazo derecho y jaló del gatillo.

El estampido le retumbó a Lordon junto al oído.

El chico se echó hacia un lado y apenas pudo oír el chillido de dolor que lanzó el hombre dispuesto a partirle la cabeza con un hacha, desde atrás.

cd

La bala entró por el entrecejo y se clavó en el cerebro. El cuerpo del sujeto, de enormes dimensiones, grueso y musculoso, se zarandeó como un títere y cayó de costado. Un casco de bronce, decorado con símbolos abstractos, se desprendió de su cabeza y rodó hasta las piernas de Ned Lordon.

Sin tiempo para recuperarse, Indy vio como un segundo agresor se le venía encima, levantando un hacha enorme, filosa y dirigida directamente hacia él.

No titubeó y jaló del gatillo otra vez.

El proyectil impactó en la hoja metálica del hacha y el arma se desprendió de los dedos del bravucón, que sorprendido vaciló un segundo tratando de entender qué era lo que había pasado.

Era lo que Indy necesitaba. Un segundo. Sólo uno, para reincorporarse y saltar sobre el pecho del sujeto, arrastrándolo al piso.

Rodaron un par de metros. Entonces, el arqueólogo logró sentarse sobre el abdomen del grandullón y le zampó dos trompadas sobre su rostro barbado y sucio, imprimiéndole a cada golpe toda la fuerza que tenía. La Smith & Wesson, embarrada, yacía a medio metro de distancia.

El hombre exhaló dolor por la boca y perdió la conciencia.

Un alarido de furia vino sorpresivamente desde atrás.

Indy giró.

Otro individuo, extrañamente ataviado, estaba a punto de desgarrarle el cráneo con una espada, claramente medieval.

Ya no tenía tiempo para reaccionar. Era tarde. Iba a partirlo al medio como si fuera una horma de queso.

Levantó los brazos y se cubrió la cara.

No alcanzó a escuchar el alarido de Ned Lordon. Pero cuando el filo del arma blanca no lo seccionó como suponía y quitó los brazos, observó al muchacho dándole al bravucón tres golpes certeros por la columna vertebral; haciéndole perder la espada.

Fue cuando Jones estiró la mano y recuperó su revólver.

De un salto se puso de pie. Lordon se colocó a su lado.

En ese instante, desde las sombras, seis figuras corpulentas, altas y exhibiendo vestimentas de vikingos tradicionales —incluso cascos con cuernos— surgieron desde las sombras de los árboles y los rodearon.

Indy quedó sorprendido.

Esos tipos parecían sacados de un libro de arte nórdico. Eran vikingos en el más lato sentido del término y todos esgrimían armas blancas muy afiladas. Hachas, espadas y hasta una cadena engarzada a una bola con pinches.

Llevó el percutor de la Smith & Wesson hacia atrás y esperó a que se les vinieran encima. Iba a disparar, sin importar las consecuencias.

Pero todos permanecieron en su sitio. Inmóviles. Mostrando sus rostros arañados, carcomidos por el frió y decenas de batallas desconocidas.

Ned se colocó detrás de Indy, buscando seguridad. Una seguridad que parecía muy difícil de encontrar estando en la cima de una montaña, de noche y rodeado por desconocidos con intensiones de matar.

—¿Quiénes son ustedes?—lanzó Jones, impostando la voz para generar miedo. Nadie respondió—. ¡¿Quiénes son?! —insistió en noruego levantando el arma hacia el que tenía más cerca.

Un gigantón de casi dos metros de estatura avanzó un paso y los rayos de la luna le iluminaron el rostro.

Era el herrero.

—¿Quiénes son ustedes? —reiteró Indy vehemente.

El normado le clavó sus helados ojos celestes y respondió:

—Somos… “Los Lobos de Odín”.

EL ROSTRO MISMO DE LA DECADENCIA

—¿Qué dijo?

Ned no entendía una palabra en noruego y quedó expectante a la traducción de Indy.

El veterano arqueólogo apenas giró la cara, sin dejar de apretar la cacha del revólver ni apuntar a sus agresores, y respondió cortante, repitiendo en inglés:

—Dice que son “Los Lobos de Odín”.

—¿”Los Lobos de Odín”?... Pero, ¿qué tontería en todo esto?

—No lo sé, pero tengo la sensación de que vamos a averiguarlo muy pronto.

Claro que de sensaciones y corazonadas estaba asfaltado el camino que conducía al infierno. Los pálpitos no siempre coincidían con la realidad. Ésta, invariablemente, tendía a superar cualquier expectativa y a echar por tierra las seguridades en las que se apoyaban muchas opiniones. Los imponderables solían aparecer como por arte de magia, desvirtuando las proyecciones, generando falsas posibilidades y alterando cualquier plan que las mentes racionales organizaban a futuro.

En aquella oportunidad la contingencia tuvo la forma y el sonido de una flecha que se arrojó desde las sombras del bosque.

El vikingo que tensó el arco, escondido en la humedad de los árboles, apuntó directamente al cuello de Indy; pero cuando soltó la cuerda, y el filoso proyectil salió despedido hacia delante, un leve movimiento de hombros produjo una distorsión muy leve en la trayectoria, impactando —sin que él lo deseara— en el tambor metálico de la Smith & Wesson que Jones sujetaba.

El revólver acusó recibo y se desprendió de los dedos del arqueólogo como si tuviera vida propia. Salió expulsado hacia un costado. Dio una pirueta en el aire y cayó al piso, perdiéndose entre las hojas.

Inmediatamente, el individuo que tenía enfrente suyo levantó el hacha y trató de alcanzar a Indy con el filo acerado de la herramienta de corte. Casi instintivamente, Jones se echó hacia atrás y el extremo metálico siguió su curso hasta incrustarse en el suelo, a escasos milímetros de su pie derecho.

Sin pensar más, Indy extrajo su látigo con la mano izquierda y con un movimiento ajustado de muñeca produjo un chasquido que obligó al vikingo a retirarse hacia atrás, dejando su arma clavada en la tierra. Al segundo, Indy estiró su brazo derecho, cuya mano apretaba como si fuera un yunque, y le partió la cara de una certera trompada.

Acto seguido, ante la sorpresa de Lordon, movió la fusta con la izquierda. El aparejo se extendió y volvió a enrollarse esta vez alrededor del cuello del normando. Indy tiró con fuerza y el noruego, con su clásico casco de cuernos sobre su cabeza, salió impulsado de frente, cayendo de rodillas; como si estuviera cumpliendo una promesa religiosa frente a un altar.

En ese instante, Jones le lanzó una patada en la cara y el grandullón terminó desparramándose hacia un costado, totalmente inconsciente.

Fue entonces cuando Ned reaccionó. Dejó el desconcierto a un lado, se interpuso en el camino de uno de los escandinavos que se abalanzaba contra su profesor y le desgarró un tremendo rodillazo en la boca del estómago. El gigante se quedó sin aliento, turbado y presto a recibir un cross de derecha que no tardó en llegar, cruzándole la cara con potencia inaudita. Pero cuando Lordon volvió el rostro hacia Indy, éste ya estaba inmovilizado por la espalda, recibiendo —de un segundo agresor— un admirable puñetazo en el abdomen, que lo dobló en dos. Apenas el muchacho tensó los músculos para ayudarlo… se sintió el sonido de un disparo.

El “Lobo” que sujetaba a Indy por detrás se zarandeó violentamente. Su cráneo, invadido por un golpe descomunal, salió despedido hacia un costado, arrastrando al resto de su humanidad, hasta quedar tendido en el piso con una balazo en la sien.

Recién entonces, tres hombres con gabardinas marrones y amplios sombreros de ala ancha se perfilaron debajo de la claridad de la luna.

Estaban armados. Sus pistolas prestas a ser activadas. Sus rostros tan serios como una escultura mesopotámica

No eran noruegos.

No eran Vikingos.

Bastaron sólo cuatro palabras para que denunciaran su verdadera procedencia.

—Buenas noches, tovarichs— dijo uno.

Eran soviéticos.

Indy y Lordon acababan de pasar de Guatemala a “Guatepeor”.

cd

Con casi dos metros de estatura y su gabardina oscura cruzándole el pecho, el coronel Rogo Velikonov, emérito oficial del Ejército Rojo y agente de la KGB, hizo acto de presencia en el escenario de la lucha sin mover un solo músculo de la cara.

Entrecano, de cincuenta años de edad, pero con el estado físico de un hombre de treinta, el ruso impuso su cuerpo, su pistola calibre 9 milímetros y dos guardaespaldas de dimensiones ciclópeas, como si fuera un príncipe persa entrando en un palacio hecho de árboles.

Tenía puesto un sombrero de fieltro color negro y una corbata al tono que destacaba lo blanco del cuello de su camisa. Era un hombre elegante y de rasgos bien marcados, afeitado al ras y con unos ojos claros tan helados como los de un glaciar.

Aún dolorido por el golpe que recibiera en el abdomen, Indy levantó la mirada hasta encontrarse con la del militar; en tanto que Ned Lordon alzaba instintivamente los brazos tratando de comprender de qué se trataba todo el asunto. El vikingo que pretendiera moler a palos a Jones, se quedó plantado en su sitio con los puños cerrados, mirando de reojo la sangre que manaba de la cabeza perforada de su colega.

Velikonov dirigió su atención hacia él y mirándolo furtivamente a Indy repuso con sorna:

 —Son el rostro mismo de la decadencia. ¿No lo cree, doctor Jones?

Indy terminó de reincorporarse, se acomodó el fedora y contestó con el mismo tono sarcástico:

—Pero golpean fuerte…

El ruso sonrió sin dejar de apuntarle con el arma.

—Ya no somos niños —dijo—. Con los años duelen cada vez más, pero es natural… —Después señaló al noruego con la barbilla y volvió a inquirir: —¿Los conocía? —Indy negó con la cabeza—. No son más que nazis disfrazados de vikingos —explicó el ruso—. Tradicionalistas estúpidos que creen cultivar las artes más puras de la raza aria. ¡Lobos de Odín! ¡Já!... ¡Una mera caricatura de otra aún mayor y más peligrosa, que su país y el mío vencieron juntos hace unos años!

—Dadas las circunstancias —agregó Jones señalando la pistola—, es difícil creer que hayamos sido aliados, “camarada”.

—Es cierto, amigo mío. La política tiene esas cosas…. A propósito—agregó repentinamente—, creo no haberme presentado. Soy el coronel Rogo Velikonov, del Ejército Rojo.

—Y yo alguien que usted ya conoce —agregó Indy.

El ruso volvió a sonreír. Entonces, el vikingo protestó e insultó al oficial soviético.

—¡Cerdo, judío-bolchevique! —exclamó en noruego—. ¡Púdranse!

Rogo giró hacia él y con un leve movimiento de cabeza ordenó a sus dos guardaespaldas a que lo sujetaran. Avanzó tres pasos hasta el prisionero pero antes extendió la mano que tenía libre en dirección de Jones.

—Facilíteme las fotos que tiene en su poder, doctor. Quisiera averiguar algo con este sujeto.

Indy frunció el entrecejo.

—¿Fotos? —simuló—. ¿Qué fotos? —no quería entregarle nada al ruso.

—¡No me subestime, tovarich! Las fotos que tiene en su morral y nos que quitaron hace unos días. Démelas, por favor. No perdamos tiempo.

Indy accedió. Era en vano dilatar el asunto. Infantil.

Velikonov las tomó y las abrió en abanico frente a los ojos del vikingo.

—¿Reconoce este lugar? —le preguntó en noruego.

—¡Maldito judío-bolchevique! —exclamó con odio, al tiempo que los dos simios del coronel lo aprisionaban por los brazos.

—Trate de pensar con paciencia —repitió Rogo—. ¿Reconoce este sitio?

—¡No! —contestó girando la cara.

—En ese caso tendré que refrescarle la memoria —respondió el ruso y le disparó un tiro directo al pie derecho. El hombre dio un grito desgarrador y sólo por el soporte que hacían los brazos de los guardaespaldas se mantuvo parado—. ¿Qué me dice ahora? —Volvió a intervenir Velikonov—. ¿Quiere perder sus dos patas de lobo?

Ned no podía concebir lo que veía. Nunca había sido testigo de un acto concebido con tanta sangre fría. El ruso no parecía sentir nada hiriendo a un ser humano indefenso. Era un mero burócrata tratando de buscar información.

Y la consiguió.

El noruego, lloriqueando y saltando sobre su pierna sana, articuló una palabra que todos entendieron.

¡Grönhagen!...—exclamó—. ¡Grönhagen! —y señaló en dirección de una montaña de cima muy chata, que se elevaba más allá del descampado que tenían a pocos pasos.

Indy siguió con la mirada el dedo índice del normando y clavó sus pupilas en el cerro.

“¿Allí era donde vivía el tipo que buscaban?”, pensó en silencio.

—¿Está seguro? —interrogó Velikonov.

El sujeto asintió con la cabeza.

Entonces, sin escrúpulos, le desgarró otro tiro; esta vez en el corazón.

Indy estaba acostumbrado a ser testigo de crueldades, pero aquella ejecución no dejó de sorprenderlo. El gesto de su cara lo evidenció y el ruso se vio obligado a legitimar su proceder.

—Era un fascista —dijo—. Sólo un maldito fascista.

Y así, sin mayor pormenores, él y sus dos guardias pretorianos, empujaron a Indy y Lordon en dirección al descampado.

—¿Cuál será su próxima paso, coronel? —inquirió el arqueólogo.

 El soviético se detuvo, permitió que el Indy y Ned se le adelantaran unos tres metros y respondió con una leve sonrisa:

—Contar con su colaboración profesional, doctor Jones. 

6

BILSKIRNIR

Agotado por la ascensión y tenso por las armas que nunca dejaron de encañonarlo, Indy alcanzó la cumbre de la montaña, promediando el mediodía.

Estaba fresco pero el calor empezaba a sentirse a medida que el sol llegaba a su cenit. Cuando finalmente el plano inclinado de la ladera se horizontalizó, todos observaron una planicie extensa, rodeada de pinos y con arbustos y piedras desperdigadas por todos lados.

Indy advirtió de inmediato que aquel sitio coincidía con las fotografías que tanto había estado mirando durante los últimos días. Algo resultaba claro a simple vista: allí habían practicado una excavación. El terreno estaba alterado; y las piedras sueltas, que se distribuían por todas partes, tenían rastros inconfundibles de haber estado enterradas durante mucho tiempo. Las manchas blancas e irregulares que se dibujaban en la superficie eran un claro síntoma de ello.

De pronto, todo se le aclaró en la mente.

¡Qué idiota había sido!

¿Cómo no asociar “Grönhagen” con el apelativo local a una montaña, seguramente sagrada desde hacía siglos? En muchas partes del planeta los lugareños solían “hablar con los cerros” como si fueran parientes directos y para ello le atribuían un nombre propio como si fuera un ser vivo. Y esos apelativos no aparecían en los mapas.

¡Qué imbécil!... ¿Dónde había tenido puesta la cabeza?, pensó.

—¿Es lo que creo que es, profesor? —preguntó por lo bajo Ned, ladeando la boca.

—Sí —respondió Indy ensimismado

Velikonov se les acercó. Tenía la corbata floja y la gabardina abierta. Había perdido gran parte de su elegancia.

—¿Qué me dice, Jones? —intervino—. ¿Es el lugar que buscamos, no?

—No sé que es lo usted busca, coronel.

—Lo que hay en estas fotos —respondió sonriente sacándolas de su bolsillo.

—¿Y qué cree usted que sean esos restos? —inquirió Indy mirándolas de lejos.

—¡Doctor! ¡No me subestime! —rió—. No soy un académico pero mi preparatoria fue muy buena. Además, desde el fin de la guerra me interesé mucho por los nazis y le aseguro que llegué a ser un entendido en mitos arios… o al menos en los ellos que creían.

—Entonces ya sabe de qué se trata lo que, aparentemente, hay ahí abajo —dijo Jones señalando el terreno.

—Si todo concuerda, y no creo equivocarme, son las ruinas del castillo de Bilskirnir. ¿No vio usted la cantidad de habitaciones que los nazis desenterraron? —preguntó moviendo las fotos—. Coinciden con el mito. Pero para eso lo he traído aquí, doctor Jones. Para verificar si nuestros supuestos son ciertos.

—¿Pretende que iniciemos una excavación en todo este lugar?... Está loco.

Velikonov esbozó un mohín de ironía.

—Por supuesto que no. No quiero una excavación, sólo deseo confirmar algo “in situ” y usted puede darme una mano. —Volteó hacia uno de sus hombres y solicitó: —Iván, déme el papel que tiene usted, por favor.

El gigantón obedeció y sacó del bolsillo interno de su gabardina un trozo de papel amarillento y desgastado que le entregó al coronel.

—Observe bien este documento, doctor —dijo el ruso extendiéndoselo ante su vista—. Es una antiguo mapa que rescatamos de un fascista español que vivía en Sevilla, hace unos años. Estaba junto a una serie de documentos fechados en 1944 que provenían de las oficinas de la Ahnenerbe en Berlín. Incluso tenían la firma del propio Himmler. Ahora, dígame qué es lo que usted entiende de todo esto.

—Me gustaría ser directo, coronel —indicó Indy echándose un poco hacia atrás, negándose a seguir mirando el papel—. No quiero colaborar con usted, camarada.

Velikonov frunció el ceño y señaló a Ned Lordon.

—Y yo no quisiera hacerle daño al muchacho. No me obligue, por favor.

Lo sabía. Sabía que la presión vendría por ese lado.

Maldito destino. ¿Por qué siempre las cosas tenían que resultar tan complicadas?

—Le sugiero que mire bien el mapa y me dé su opinión al respecto.

Ned levantó las cejas.

—Ande, hágalo… —agregó el chico—. ¿Sí?...

Indy tomó el manuscrito y lo desplegó ante sus ojos.

Estaba dibujado a mano alzada. Reproducía el simétrico plano de lo que parecía un palacio y, sin contar cada uno de los aposentos —grandes y pequeños— que había delineados, Indy supo de entrada que sumaban—tal como lo señalaba la leyenda— quinientos cuarenta habitaciones. No cabían dudas de que representaban los contornos arquitectónicos de Bilskirnir, el castillo de Thor.

En la parte superior del mapa había inscripciones rúnicas, que por lo estilizado de sus trazos debían datar de los siglos III al IV después de Cristo. Indy identificó cuatro a primera vista. Señalaban las cualidades del  gran Thor: Fuerza, Bestialidad, Potencia y Rayos. Si algo faltaba para confirmar que el plano reproducía sus divinos aposentos, esas runas eran la prueba.

En la parte inferior había dibujadas dos cruces svásticas. Una levógira, girando en dirección a las agujas del reloj; la otra dextrógira, moviéndose en dirección contraria. Ambas representaban los aspectos solar y lunar que la construcción debía haber tenido en el pasado. Un símbolo de movimiento, de vida eterna.

Indy enfocó después su atención en los contornos de una habitación, que resultaba ser la más grande todas. En el centro había una runa extraña, retorcida y fuera del estilo característico de las demás. Hizo foco con las pupilas para poder entenderla mejor.

Velikonov sonrió al verlo.

—Sabía que no iba a fallar, tovarich —dijo palmeándole la espalda—. Ése es justamente el símbolo que no pudimos traducir. ¿Qué le sugiere?

Indy se rascó la barbilla. Ya tenía una barba crecida y blanca asomándole por la epidermis.

—En mi opinión, no es un nombre propio, ni una cualidad; ni siquiera la manera de indicar un lugar. Me llama la atención este punto que parece dibujado por encima de la letra. Yo diría que indica un momento del día.

—¿Un momento del día?

—Sí. Una hora. El mediodía para ser más exacto.

Velikonov levantó su muñeca y miró la hora. Faltaban diez segundos para las doce.

—¿Y para qué querrían poner esa hora en un mapa? —se inmiscuyó Lordon, olvidándose de las pistolas que lo amenazaban.

—No lo sé —repuso Indy y levantó la vista hacia la planicie.

En ese justo instante, las manecillas del reloj señalaron el mediodía.

cd

Fue apenas un resplandor. Muy leve, pero lo suficientemente claro como para que todos lo notaran. Parecía elevarse desde el piso formando una figura delgada, semejante a un débil hilo de luz. Duró sólo un par segundos y cuando desapareció, Indy ya tenía registrado en su cabeza el lugar exacto de la planicie de donde había emergido.

Y Velikonov también.

Era una señal.

Un mojón.

—¡Increíble! —exclamó el ruso y empujando a Indy hacia un costado partió al trote hacia el lugar en cuestión.

—¿Qué demonios fue eso? —preguntó Ned.

—No sabría decírtelo…

El muchacho le dirigió una mirada recriminatoria.

—¿Acaso no estudió usted en la universidad, profesor?

Indy prefirió callar.

Quizás por eso pudo escuchar lo que creyó era el jadeo de una persona cansada a sus espaldas.

Volteó hacia atrás y apenas tuvo tiempo para esquivar el mazazo que le lanzaba uno de los siete sujetos que habían terminado de escalar la ladera.

Vestían chalecos de cuero curtido, camisas roídas y sucias, pantalones con algunos flecos y cascos de bronce típicamente normandos.

Los Lobos de Odín se habían reagrupado en una nueva y más numerosa manada.

Los dos matones soviéticos reaccionaron  fuera de tiempo. El primero recibió un hachazo en el hombro y lanzó su pistola al suelo. El segundo fue impactado por el ruidoso disparo de un arma de fuego.

Indy reconoció el sonido.

¡Era su Smith & Wesson!

Antes que su agresor pudiera levantarlo, el arqueólogo le agarró el mazo por la punta, tratando de impedir que volviera a esgrimirlo contra su persona.

Craso error.

La fuerza del tipo era descomunal y lo arrastró como si su cuerpo estuviera hecho de goma espuma. Indy salió despedido hacia la derecha. Chocó contra el vikingo que empuñaba su revólver y ambos cayeron al suelo.

Ned esquivó con agilidad adolescente tres golpes de hacha y mientras lo hacía se percató de que uno de los escandinavos tenía el látigo de Jones, enrollado en el hombro izquierdo.

Le lanzó una patada a los testículos a uno; un codazo en la cara a otro y un poderoso cabezazo al tercero —al del látigo— que se tambaleó y cayó de espaldas.

Velikonov veía de lejos la batalla y desde el centro de la planicie, rodilla en tierra, mató a dos de los siete vikingos con disparos muy precisos en el pecho.

Indy, entreverado todavía en el suelo, consiguió meter una trompada en la mandíbula de su matón. Tomó el revólver y, desde la posición que tenía, tiró directo al estómago de un normando; que pretendía atravesar a Ned con un filoso cuchillo de monte, desde un costado.

El chico, con el látigo recuperado en su mano, gritó:

—¡Doctor! ¡Tome! —y lanzó la fusta.

Jones la agarró en el aire.

Se paró de un salto,

Velikonov seguía disparando.

—¡Salgamos de aquí! —ladró y acomodándose su fedora salió corriendo en dirección de la ladera que descendía.

Lordon no perdió un segundo y lo imitó. 


7

EL SASTRE DE HIMMLER

Sevilla, España.

Una semana después.

La España de Franco era por entonces una sociedad conservadora, ordenada y, por sobre todas las cosas, anticomunista y católica. Un oasis de tradicionalismo autoritario en el que cualquier esbozo de pensamiento liberal era interpretado como una herejía ideológica desestabilizante, que se perseguía como si fuera la mismísima “peste”. El Ejército Nacional, los carabineros de la policía, los curas y la Iglesia entera, se habían convertido —desde el final de la Guerra Civil, en 1939— en sus fieles custodios, y el Generalísimo —velando por todos como si fuera un “Führer castizo”— imponía su voz, chillona y aflautada, por sobre todas las opiniones.

No era el tipo de país en el que Indiana Jones se sintiera cómodo. Él “odiaba a los nazis”. Aún así, allí estaba. Seguido por un alumno que le habían impuesto a la fuerza y los deseos —cada vez más fuertes— de resolver el misterio que había dejado enterrado en la costa acantilada de Noruega.

A orillas del río Guadalquivir, teniendo a la Torre del Oro frente a su vista y sentado en un florido café repleto de macetas, todas sus tribulaciones escandinavas parecían estar muy lejos en el tiempo. Era como recordar sucesos ocurridos hacía años… a pesar de no haber pasado más de siete días.

Salir de la isla de RØdØya, después de bajar al pueblo costero, no le costó demasiado. La barcaza que los había llevado estaba disponible y presta a zarpar ante la primer orden del arqueólogo. Una vez en el mar, cruzar al continente resultó sencillo y desandar el mismo camino de ida, en dirección a Oslo, fue cansador pero exento de peligros. Vikingos y rusos habían quedado atrás; y aunque sabía que era muy probable que los volvería a encontrar, estaba tranquilo, atando cabos sueltos y esperando la información que Ned Lordon había ido a buscar a una estafeta de correo; y que Washington se había comprometido en enviar.

El sol de Andalucía era reconfortante. Ponerse debajo de él permitía “recargar pilas”. Además, la comida era fabulosa y el vino soberbio.

Así todo, los placeres mundanos no iban a llevarlo a correr la misma suerte de Aníbal, el militar cartaginés que se durmiera en los laureles sin atacar a sus enemigos romanos, perdiendo la oportunidad histórica de su vida. La experiencia y los conocimientos habían convertido al “Viejo Indy” en un zorro astuto que no dejaba nada sin masticar. Y aún tenía en mente cosas que no le cerraban.

¿Por qué atentar contra su vida en la Biblioteca Nacional de Noruega y luego ser obligado a colaborar con el coronel Rogo Velikonov? ¿Acaso no había allí una contradicción manifiesta? ¿Estaría el oficial soviético usufructuando de su grado y jerarquía en el Ejército Rojo para concretar planes más personales que nacionales? Eso ya había sucedido antes. Podía estar sucediendo otra vez. ¿Y las ruinas del cerro? ¿Eran en verdad los restos del Palacio de Thor, o se habían dejado llevar por la inercia de las leyendas?

Tranquilamente podía dar por terminada “la misión”. Ya había identificado el lugar de las fotos. Sabía donde estaban las construcciones descubiertas por los nazis en 1944. De desearlo, estaba habilitado a pegar la vuelta y regresar a su universidad. Había cumplido con su gobierno, pero algo le decía que estaba detrás de un asunto más importante. Podía sentirlo en sus tripas. Ese extraño fenómeno de luz ocurrido en el mediodía de RØdØya era la punta del ovillo.

¿Qué podría haber sido? ¿Un espejismo?...

No. De ser así, habría sido uno demasiado localizado y coincidente con el símbolo rúnico que los antiguos habitantes de la isla habían dibujado en el plano del lugar.

Por fortuna, destino o azar, Indy tenía el mapa en su poder. El contraataque vikingo lo había sorprendido con el dibujo en la mano y —la verdad sea dicha— no tenía ningún interés en devolverlo al ruso o a los agentes federales de su propio gobierno. No por el momento.

Por otra parte, se sentía “completo”. Su Smith & Wesson y el látigo volvían a colgar de su cintura; aunque en ese momento estuvieran guardados en una habitación de hotel, para evitar problemas con la policía. ¿Cómo hubieran reaccionado los carabineros al verlo deambular como un cowboy por las calles de Sevilla? Quería evitar ser visto. No deseaba problemas. Era hora de empezar a encontrar soluciones y Ned Lordon pareció traerlas cuando —de regreso— tomó asiento a su lado.

—¡Creo que tenemos el nombre del antiguo propietario del mapa! —exclamó excitado—. Se llama Francisco “Paco” Serrador. Fue falangista y dueño de una empresa textil entre 1938 y 1949 —dijo leyendo un papel—. Proveyó de uniformes a las SS durante casi todo el conflicto. Uniformes de oficiales exclusivamente —aclaró—. Aparentemente tenía contacto directo con el mismísimo Himmler y se ufanó durante mucho tiempo de ser “su amigo personal”. Sólo después de la derrota dejó de hacer referencia directa a esos contactos. Se calló la boca, dejó la fábrica de uniformes y orientó sus actividades al espectáculo popular. Hoy es el propietario de una Plaza de Toros que está a las afueras de esta ciudad.

Indy lo miró gratamente sorprendido.

—¿Todo eso averiguaron tus amigos del Capitolio? —preguntó.

—No fue difícil, profesor Jones. Los datos nos los suministró el propio Velikonov cuando hizo referencia a la Ahnenerbe; y aquí en España, a excepción de algunos arqueólogos de ultraderecha reconocidos, el único empresario que tuvo contacto directo con los nazis fue este tal Francisco Serrador...

—…el sastre de Himmler.

—Todo indica que efectivamente lo fue.

Indy permaneció en silencio.

—¿Qué sugiere que hagamos ahora? —intervino el muchacho.

—Yo propondría visitar esa Plaza de Toros. No soy afecto a la tauromaquia pero el mapa nos conduce a esas “arenas”. Quisiera saber qué es lo que ese hombre sabe sobre las ruinas de Noruega. Y cómo un texto rúnico llegó a su poder.

—¿Y va a preguntárselo directamente?...

Indy lo observó con sorna. Frunció los labios y se levantó de la mesa del bar sin responderle.

cd

Las tribunas de La Gran Plaza estaban vacías cuando Indy y Lordon subieron por las escaleras que conducían a la oficina del administrador y propietario del lugar.

No había gente. Sólo un pequeño número de operarios barrían los largos pasillos que rodeaban el edificio principal y el predio de arena, en el que la sangre de toros y toreros se mezclaba semana tras semana bajo los entusiastas gritos de fanáticos de la tauromaquia.

No era día de corridas. La parafernalia de aquellas fiestas taurinas estaba ausente y los pasos del arqueólogo y el muchacho resonaban huecos, sin competencia, por todo el lugar.

No había resultado complicado ingresar. Un llamado telefónico bastó para acordar la cita.

—¿Qué fue lo que le dijo a ese tipo para que nos recibiera, doctor Jones? —preguntó Ned moviendo con velocidad sus piernas, escalón tras escalón.

El veterano explorador lo miró de reojo y respondió:

—Shhh… cállate y sígueme —dijo—. Trata de mantener la boca cerrada por el bien de ambos.

—Pero…

—Shhh… —chistó con el dedo índice sobre sus labios y golpeó la puerta a la que habían llegado.

—¡Pase! —gritó alguien desde el interior; y al entrar se toparon con un hombre corpulento, vistiendo camisa blanca, chaleco de cuero y una escarapela roja y amarilla prendida en el pecho.

Francisco Serrador debía tener unos cincuenta años de edad y, a primera vista, no parecía encarnar el estereotipo de fascista altivo, arrogante y cruel que la prensa y los filmes solían venderle a la gente. Era un tipo normal. Un padre de familia común y corriente; a no ser por los cuadros de Mussolini y del generalísimo Franco que colgaban de la pared, rodeados por tres cabezas disecadas de toros bravos. Meros indicios de una personalidad que, en el fondo, no debía ser demasiado agradable cuando cambiaba de humor. Estaba sentado detrás de un gran escritorio de madera, lleno de papeles, volantes comerciales y programas impresos de la próxima corrida. A un lado y otro de la butaca en la que Serrador depositaba su gran trasero, dos hombres morrudos, de barba crecida y pobladas cejas, miraban hacia la puerta. Algo era claro a simple vista: no eran empleados de oficina.

—Adelante. Pase, señor —sugirió el español con un ademán de lo más amable mientras se reincorporaba levemente, sin terminar de hacerlo.

Indy avanzó cauteloso y se detuvo en el centro de la habitación. Ned, en silencio, lo imitó.

—Entonces… usted debe ser Indiana Jones —articuló Serrador—. La persona que me llamó por teléfono hoy por la mañana.

—Sí —contestó cortante.

—¿Sabe algo, señor Jones? No he podido dejar de pensar en usted desde entonces, preguntándome qué es lo que posee que haya sido mío.

—La vida está llena de sorpresas —dijo, y extrajo el mapa de su bolsillo.

—¡Joder! —exclamó el peninsular dando un salto de su butaca—. ¿Dónde consiguió eso?

—Se lo quité a un “amigo” que tenemos en común.

Serrador rodeó el escritorio y tomó el mapa.

—¿Es usted un espía o algo así? —preguntó sorprendido.

—No, yo no. El muchacho lo es —y señaló a Ned con la cabeza.

Un hilo frío de nerviosismo le recorrió a Lordon el espinazo.

¿Estaba ese hombre loco?

—¿El chico?.... —repreguntó pasmado el anfitrión.

—¡Es una generación muy precoz! —agregó Indy son sarcasmo.

—Es increíble recuperar este documento después de casi dos años. Pero…. ¿por qué me lo devuelve, caballero? ¿Qué quiere usted a cambio? No estoy dispuesto a pagar por algo que es mío.

—Mi intensión no es pedirle dinero. Sólo deseo cierta información.

—¿De qué tipo?

—¿Dónde consiguió el mapa? —lanzó directamente.

Serrador sonrió nervioso y regresó hasta su butaca.

—¿Su amigo “el espía” no lo sabe? —inquirió mordiéndose el labio inferior.

—No; no lo sabe. Pero sí estamos al tanto de su antigua profesión como… sastre.

—Si pretende amenazarme con eso, está muy equivocado, señor Jones. En este país nadie persigue a “los sastres”. Mucho menos teniendo los clientes que yo tuve.

—No es una amenaza, señor. Los tiempos han cambiado y las viejas alianzas se revirtieron. Hoy por hoy, usted, su país y el mío, están del mismo bando.

¡Mierda!, pensó Indy. Tenía el estómago revuelto. Estaba a punto de vomitar y un sabor amargo trepó por su garganta hasta la boca. Era más fuerte que él. Seguía odiando a los fascistas y semejante mentira estuvo a punto de delatarlo. No soportaba siquiera imaginar estar del mismo lado que los nazis. Pero en ese caso, la mentira valía la pena. Si quería seguir indagando en el tema tenía que hacerse pasar por un misterioso anticomunista de extrema derecha. Que no lo era.

—Ustedes, los americanos, tardaron en darse cuenta en dónde estaba el verdadero enemigo. Pero algo es algo. Deberían hacer pública su equivocación…¡En fin! Dejemos la política para otro momento. ¿Quiere usted saber quién me dio esto? —preguntó moviendo el mapa—. Me lo mandó un arqueólogo alemán que se llamaba Bruno Jankhun antes de que terminara la última guerra mundial. El tipo ya está muerto. Lo atendí una media docena de veces a lo largo de los años. ¡Fue un gran hombre! ¡Un hombre con honor! Se suicidó en Berlín antes de caer en manos de “los rojos”.

¡Bruno Jankhun!... ¡Eureka! ¡Estaba muy bien encaminado! ¡Jankhun,  el jefe de la excavación en Noruega, ordenada por Himmler en el 1944!... ¡No podía estar mejor orientado!

—Pocos meses después de la rendición de Alemania —prosiguió Serrador—, llegó a mi sastrería un paquete con fotos de pozos, este mapa y otras chucherías que guardé. Es lo que Jankhun me pedía en una carta. Pero tras su muerte no supe qué hacer con todo eso y me las quedé por cuestiones sentimentales. También había, y tengo, una serie de documentos oficiales firmados por otro conocido… de mayor jerarquía —dijo cómplice.

Pero Indy no captó la ironía. Se había quedado pensando en  una palabra específica de la alocución.

—¿Qué eran esas “otras chucherías” que mencionó? —preguntó con creciente ansiedad.

—Objetos viejos, porquerías de ese tipo… ¿Por qué lo pregunta?

—¿Aún los tiene?

—Le dije que sí.

—¿Podría verlos?

Serrador se echó sobre el respaldo de su butaca y señaló con la mano derecha por encima del hombro de Indiana Jones.

—Ahí los tiene, sobre esa repisa. ¡Hace años que guardan polvo en ese lugar! —y largó una carcajada.

Indy giró como un torbellino. Ned volteó junto con él.

Eran tres vasos de bronce vikingos, con signos rúnicos grabados que no tenían significado religioso alguno. Decían “bebe”, “diviértete”, “sé feliz”. Simples objetos de la vida cotidiana. Pero un poco más allá, sobre el borde mismo de la repisa de tres estantes, había algo que a Indy le llamó poderosamente la atención: un par de guantes muy desgastados, descoloridos y hechos en cuero de cabra.

Cinco fláccidos dedos colgaban de la esquina. Estaban duros por el paso del tiempo y cubiertos por una fina capa de tierra. En cada uno de los extremos de los dedos, a la altura de las uñas, había grabados otros símbolos rúnicos y éstos no aludían a nada cotidiano.

Indy se acercó  y en silencio leyó el contenido de ese mensaje críptico, que colgaba acumulando suciedad.

El corazón le dio un salto dentro del pecho. Tuvo que disimularlo lo mejor que pudo. Era como ganar la lotería nacional y no poder exteriorizar con un alarido de alegría las vibrantes sensaciones que se gestaban en el pecho y garganta del beneficiario.

Las runas indicaban un nombre: W-O-T-A-N

Era el nombre germánico que tenía Odín, el mitológico padre de Thor.

—¿Y?... —interrumpió Serrador desde el escritorio—. ¿Tiene algún valor comercial todo eso?

Indy titubeó. Aún seguía bajo el influjo de la sorpresa.

—Eh… no… bueno, sí, algo de valor tiene. —Dios, ¿qué estoy diciendo?, pensó. Y tan directo como había sido desde el primer momento, giró hacia el español y preguntó: —¿Lo vende? Le compro todo el lote…

Serrador mostró su blanca dentadura.

—No está a la venta. Ya le dije que tienen valor sentimental para mí.

Ned se acercó y trató de meter un bocadillo.

—¡Shhh!... Mantén la boca cerrada —esgrimió Indy con rabia, por lo bajo; regresando al escritorio.

—Puedo pagarle bien por esas cosas, Serrador —insistió.

El hispano le clavó las pupilas sin pestañear.

—Se lo repito, doctor Jones: no están a la venta; pero puede venir a verlos cuando usted quiera —bromeó poniéndose de pie. —Y ahora, señor mío, sepa disculparme. Tengo mucho por hacer. Lo despido con la gratitud de quien ha recuperado algo que le pertenecía —volvió a estrecharlo la diestra—. Se lo agradezco infinitamente, Jones. Los señores le indicarán el camino de salida.

—Gracias, no hace falta —repuso Indy masticando desilusión—. Lo conocemos —y reencaminaron sus pasos por los pasillos con dirección a la salida.

Ned se le adelantó. Avanzaba rápido, determinado, sin mirar hacia atrás.

Hey, espera un segundo, que no es una carrera —ordenó Indy.

El chico giró. Sonrió y aguardó a que Indy lo alcanzara.

—¿Sabes algo? —repuso el arqueólogo acomodándose el sombrero—. Le haremos una nueva visita a la oficina de Serrador… esta noche.

—¿Para qué, profesor?

—Quiero inspeccionar esos guantes con mayor detenimiento.

—¿Qué guantes?

—¡Los que estaban sobre la repisa, Lordon!... ¿Acaso no los viste?

—¿Se refiere a éstos guantes? — dijo extrayéndolos del bolsillo interno de su campera.

—Pero… ¡Joder! ¿Cómo…?

—Apure el paso, profesor. No hay misterios. Es algo tan sencillo como robar. Vamos, salgamos de este lugar cuanto antes.

Indy empezaba a esbozar su típica sonrisa ladeada cuando oyeron el primer disparo.

—¡Ahora tendremos que correr! —expuso Ned, lanzándose a toda velocidad por la galería de concreto y madera.

Indy no pudo más que imitarlo.

—¡Alto! —gritó uno de los hombres de Serrador, con su revolver aún humeante—. ¡Paren ahí!

Pero no tenían pensado hacerle caso.

—¡Hubiera sido más sencillo venir de noche! —recriminó Indy en tanto doblaban por un corredor lateral, para evitar las municiones que les tiraban. Ned lo dirigió una fría mirada.

—¡Por allá! —exclamó el chico—. ¡Hay un portón! ¡Ande! ¡Vamos, apúrese!

Era una puerta ancha, de madera y con el dintel en arco. Estaba abierta y el sol entraba con fuerza a través de ella.

—¿A dónde va eso? —preguntó Jones.

—¡Lejos de las balas, profesor!

¡Maldición!, pensó Indy. Tendría que haber llevado su Smith & Wesson.

La distancia que los separaba del exterior era de unos treinta metros. Corrieron casi la mitad del recorrido; entonces, oyeron a sus espaldas el sonido de otra puerta al cerrarse, mezcladas con risas socarronas.

No era un buen augurio.

Se frenaron de golpe. Voltearon.

La puerta por la que habían pasado estaba cerrada, seguramente con llaves desde el otro lado.

—¿Qué pasó? —preguntó Lordon.

—Nos cerraron la retirada.

—Sigamos, entonces…

—¡Espera!... ¡Detente un segundo! —ladró el arqueólogo—. ¡Es una trampa!... ¡Maldita sea! ¡Es una trampa!

En ese mismísimo segundo el piso pareció temblar.

—¿Qué es eso? —chilló Ned.

—¡Por Dios! ¡Son toros! —sentenció y señaló con su dedo índice el portón por el que entraba la luz del sol.

Una veintena de toros bravos, con cuernos largos y puntiagudos, empezaban a entrar al trote por el corredor, desde las arenas de la Plaza. 

 

8

SANGRE Y ARENA

Iban a ser pisoteados, aplastados, corneados. Una muerte indigna y segura, debajo de las pezuñas de esos animales que se les acercaban bufando y emanando olor a bosta.

No tenían otra opción más que retroceder hasta la puerta de entrada al corredor.

Lo hicieron.

Estaba cerrada.

Herméticamente cerrada.

—¡Van a aplastarnos, profesor! —gritó Lordon exasperado por el miedo.

—¡Lo sé! —contestó Indy con muchísima bronca, en tanto el flujo de adrenalina que recorría su terminales nerviosas ataban cabos, buscaba una salida rápida y posible.

No había muchas alternativas ni recovecos donde meter el cuerpo para evitar los cuernos. Solo había un par de…

—¡…baldes de basura! —aulló.

—¿Qué? —chilló el muchacho.

—¡Esos baldes para la basura! ¡Son dos! ¡Hay que apilarlos!... ¡Rápido!

—¿Para qué?

—¡Mira el techo, genio! ¡Hay dinteles de madera! ¡Rápido subamos allí!

Con un par de rápidos y espasmódicos movimientos, Indy giró los baldes, los colocó uno sobre otro, se apoyó en ellos en el mismo momento que Ned, y saltaron hasta quedar colgados de las vigas horizontales que cruzaban el cielorraso del corredor.

Levantaron las piernas y un mar de cuernos y lomos de toros atiborraron, en ese instante, cada centímetro del suelo.

Los baldes quedaron hechos añicos al segundo.

—¡No te sueltes! —reclamó Jones tensando los músculos de los brazos—. ¡Si lo haces quedarás ensartado en esas cosas!

Los toros mugían y se golpeaban entre ellos. Era un caos de pelos y músculos, cornamentas y lomos negros. Tan negros como el carbón. Y estaban furiosos.

—¡Hay que avanzar colgando hasta la la salida! —ladró el arqueólogo mirando el portón que daba a la Plaza de toreo—. ¿Puedes hacerlo? Mano tras mano, dintel tras dintel. Despacio pero con seguridad. ¿Podrás?

—No tengo otra opción —sentenció Lordon y empezó a zarandearse como un orangután, pasando de rama en rama.

Con algo más de dificultad, Indy le siguió los pasos.

Eran treinta metros de pasillo.

Demasiado… no llegarían. No podrían soportar el peso de sus cuerpos sin ayuda externa.

Pero la “caballería” no iba a llegar. No tendrían ayuda del exterior.

Tras unas diez brazadas por encima de las bestias, abarrotadas debajo suyo, los dedos empezaron a sentir calambres.

—¡No doy más! —anunció Ned.

—¡Resiste!

—Se  lo juro, no doy más. Estoy muerto…

—¡Maldito derrotista!... ¡Sujétate!

Pasar de maderamen en maderamen resultaba penosamente doloroso. Los bordes rectos de cada dintel laceraban la palma de las manos al punto, casi, de hacerlas sangrar. Era evidente que sería imposible alcanzar la salida de ese modo. Quedaba más de la mitad del pasillo por recorrer y los toros se agolpaban uno contra otro, dando cornazos y mugiendo con bravura. El ruido era ensordecedor.

—¡Ned! ¡Escucha! —gritó Indy por encima del batifondo, mientras su cuerpo pendía con las piernas recogidas, evitando chocar con las cornamentas.

—¡Me resbalo, profesor! ¡Ya no doy más!

—¡Óyeme!... ¡Así no podemos continuar! ¡Lo haremos caminando! ¿Me comprendes?... ¡Caminando!

—¿Caminando? ¿Cómo que caminando? ¡Está lleno de toros! ¿No los ve?

—Nos dejaremos caer de pie sobre sus lomos. ¡Tenemos que ser muy veloces! ¿Comprendes?... ¡Caminaremos sobre los toros! ¡Saltaremos de bestia en bestia! ¡No hay otro camino!

—Pero…

—¡No hay opción! ¡Mantén el equilibrio y nunca te detengas! ¡Pisa, salta y avanza de un animal a otro! ¿Entiendes?... Así llegaremos a la Plaza. ¡Hazlo con velocidad! —Y sin meditarlo más, gritó:—¡Ahora!

Se soltaron ambos al mismo tiempo y como si quisieran cruzar un río saltando por encima de troncos flotantes, se lanzaron a correr sobre los negros espinazos de los bovinos.

Fue aquella una carrera de diez pasos. La más inestable que jamás hubieran hecho en sus vidas. Incluso mucho más vacilante que los juegos de equilibrio que existían en los parques de diversiones de Coney Island.

Tal como lo indicara Jones, el secreto consistía en dar el siguiente salto a otro animal sin terminar de apoyar todo el peso en el anterior; y aunque el avance fue tambaleante en extremo, algo que no tuvieron en cuanta contó en su favor: a la menor presión, los toros se encorvaban pujándolos hacia arriba, impulsándolos con más fuerza hacia las arenas de la Gran Plaza.

Curiosamente, en el último de los dorsos, ambos perdieron la estabilidad y se desplomaron más allá del ganado, rodando pesadamente por el suelo.

—¡Mierda! —lanzó Indy—. ¡Esto duele cada vez más!—. Se reincorporó de golpe y cerró el portón de madera, dejando a todos los toros encerrados en el corredor. Entonces, sintió el calor del sol ibérico pegándole en la nuca.

Ned seguía echado en el piso.

—Pensé que no lo conseguiríamos —bufó.

—“Hombre de poca fe” —sentenció Jones, ayudándolo a ponerse de pie—. Salgamos de aquí.

El chico torció la cara hacia la derecha y articuló:

—Profesor…

—¿Qué hay ahora?

—La tribuna…

—¿Qué pasa en la…?

Una ráfaga de ametralladora hizo eco en toda la Plaza y su traqueteo repercutió en cada una de las gradas. Era un sonido seco, cortante. Alarmante.

La arena cobró vida a milímetros de los zapatos de Indy. Infinitos granos de piedra molida saltaron por el aire, señalando la trayectoria que llevaban las balas.

No hizo falta decir nada.

Bastó únicamente levantar la vista, observar las tribuna y decidir para que lado salir corriendo.

Las alternativas eran indistintas a primera vista. Estaban en un espacio abierto, circular, desprotegido. Un verdadero panóptico. Una “galería de tiro” muy difícil para eludir las balas que disparaban los esbirros de Paco Serrador.

Corrieron en zigzag , esquivando como podían las municiones.

—¡Allá! —exclamó el arqueólogo—. ¡Detrás de esa plancha vertical de madera! ¡Rápido!

Era el único lugar donde refugiarse. El sitio en el que banderilleros y toreros se resguardaban en plena faena taurina. Una pared de tablones de madera clavadas al piso y a pocos centímetros por delante del muro perimetral de las tribunas. Tenía unos dos metros y medio de largo y el cuerpo de un hombre apenas podía colarse por detrás de ella. Suficiente para evitar los cuernos, pero… ¿soportarían los tablones las ráfagas de tiros?

No tardaron en averiguarlo.

Las astillas y pedazos de madera estallaban, sacudiendo la pared como si tuviera vida propia.

—Si siguen tirándole van a hacerla añicos —explicó Indy preocupado.

—¡Pero no podemos correr por el campo! ¡Nos darían sin más!

En tanto, la posición de los tiradores era ideal.

Desde lo alto de la tribuna tenían una maravillosa perspectiva. Podían ver toda la plaza y, de no ser por el sitio en el que se habían refugiado, los dos fugitivos ya estarían muertos.

Pero sólo era cuestión de tiempo. Ned tenía razón. Con un media docena de cargadores más, el tablón terminaría hecho un queso gruyere, junto con Jones y el chico.

Una lluvia de balas repiqueteó contra la pared de madera. Sólo un par de ellas lograron atravesarla a centímetros de la cabeza de Jones.

—¡No duraremos mucho más aquí, doctor! —gritó Lordon—. ¡Sugiera algo, ahora!

—¿¿Sugerir algo??

—¡Usted es el profesor! ¿No?... ¡Debería saber qué hacer en estos casos!

—¿Ah si?.... ¡Y tú eres el maldito espía! —berreó corriéndose hacia el muchacho para evitar nuevas balas que llegaban.

En ese momento su pie derecho chocó contra un taco de madera que había afirmado al piso con un tornillo semi-oxidado. Tenía forma triangular y sobre él se apoyaba parte de la pared de madera que los protegía.

Había cuatro tacos idénticos más. Uno junto al otro, separados a distancias regulares.

Indy fijó su atención en ellos.

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Francisco Serrador llegó hasta la grada en la que estaban sus tiradores; agitado y con una pistola Lüger alemana en la palma de la mano.

—¿Dónde están? —preguntó oteando la arena vacía de la plaza—. ¿Dónde se metieron esos bastardos?

—Detrás de la protección de madera, jefe —señaló uno de los matones.

—¿En cual de ellas?

—En aquella de…. Pero, ¿qué mierda pasa allí? —inquirió aún con la mano extendida.

—¡Qué es eso? —aulló Serrador.

—¡¡Se está moviendo!! —gritó el francotirador sorprendido—. ¡¡La plancha de madera se está moviendo, patrón!!

—¡Malditos! —condenó Serrador—. ¡La desengancharon y están detrás de ella! ¡La usan como escudo!... ¡No dejen de dispararles!... ¡Van hacia la salida!... ¡¡Mátelos!!

Indy sostenía el panel por uno de los lados; Ned por el otro. Lo único que asomaban eran las puntas de sus dedos; lo que no significaba que no tuvieran miedo de perderlos.

Se dirigían hacia la portezuela de salida que los sacaba de la arena. Pero no era sencillo avanzar. Pesaba demasiado como para empezar a correr. Tenían que dar cinco o seis pasos; apoyar el panel; cambiar el aire y seguir avanzando. De modo tal que, cuando los bordes carcomidos de la plancha empezaron a desaparecer por la balacera, Indy la soltó y tomando a Ned por el brazo corrió hacia el pasillo que daba al interior del complejo taurino.

—¡Vamos! —anotó Indy—. ¡No dejes de correr!

—¡¡Joder!! — escupió Serrador—. ¡¡Se escapan!!

Y lo hicieron.

Tras un veloz recorrido por corredores completamente vacíos, alcanzaron la puerta principal de la Plaza de Toros y salieron a la calle.

Tomaron el primer taxi que se les cruzó.

—Al centro, de prisa —solicitó Jones.

El conductor los observó por el espejo retrovisor. Estaban sudorosos, sucios y rasguñados. Lordon tenía un profundo raspón en el temporal derecho e Indy la mejilla izquierda manchada por sangre coagulada y a punto de secarse.

—¿Qué han estado haciendo ustedes ahí dentro? ¿Domando toros?...

Indy se recostó contra el respaldar de la butaca trasera, relajó los músculos y respondió:

—Más o menos, amigo… Más o menos.

 


9

GUANTES DE CABRA

Cuatro horas más tarde, después de un reconfortante baño bien caliente, y sentado en el sillón de dos plazas de su habitación de hotel, Indiana Jones tomó el par de guantes que Lordon “pidiera prestados” y los inspeccionó con detenimiento.

El nombre WOTAN era perfectamente legible en los dedos de la prenda derecha; pero en el otro, los símbolos rúnicos estaban desgastados y sólo cabía adivinar el significado de los extraños grifos. Parecía decir DONAR, que no es otro que el nombre germánico de Thor. Era claro que el dueño original de esos guantes había sido zurdo. Por lo demás, todo era —o parecía serlo a simple vista— normal. Pero algo le decía a Indy que debía que seguir indagando. Tenía que llevar a cabo un experimento, aún estando en ese hotel. Su intuición —ya veterana— rara vez le fallaba y si esos guantes eran —como él pensaba— efectivamente los del mito, debían tener alguna cualidad sobresaliente que despertara su capacidad de asombro.

Pensó en incinerarlos dentro de la bañera, pero se corría el riesgo de que el fuego se expandiera por toda la pieza.

No; no era conveniente encender una hoguera.

La única solución práctica a su deseo tenía forma alargada, tambor, balas y gatillo.

Sí. Su Smith & Wesson haría las veces de catalizador en la experiencia, pero como carecía de silenciador dudó unos segundos.

¡Al diablo!, pensó. ¡Pagaría el precio de una almohada!

Se reincorporó, caminó hacia la cama, agarró el mullido cojín, relleno con plumas de ganso, y regresó al sillón. Colocó los guantes uno sobre otro, haciéndolos coincidir en cada uno de los dedos, los apoyó en el piso de mármol.

Agarró el revólver, puso la almohada delante del orificio de salida —esperando así amortiguar el sonido del disparo— y gatilló contra los guantes a quemarropa.

El ruido de la explosión sonó apagado —inaudible a pocos metros— y las plumas se esparcieron hacia todos lados, produciendo una verdadera nube flotante que, lentamente, empezó a buscar el suelo, llamada por la fuerza de la gravedad.

Ansioso, Indy observó los guantes.

¡Era sorprendente!

¡Maravilloso!

¡No se había equivocado!

Estaban intactos.

No tenían siquiera un raspón y la bala de plomo se mecía en una de las palmas.

Eran los guantes originales. Los guantes del mismísimo y poderoso Dios del Rayo.

Las plumas seguían flotando por la habitación cuando Ned Lordon golpeó la puerta tres veces, la abrió y entró.

Indy estaba de pie con su Smith & Wesson humeante, cubierto por el plumaje sublevado de la almohada y con el rostro desencajado por la sorpresa.

Pero¿qué diablos está pasando acá? —interpeló el muchacho, tratando de hacer encajar las piezas de un rompecabezas que no entendía.

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—¿Cómo dice? —profirió Lordon boquiabierto—. ¿Les pegó un tiro y ni siquiera se perforaron? ¿Acaso tienen alguna malla de acero interna? —preguntó señalando los guantes.

—Son de cuero de cabra. Simple cuero de cabra…

—No es posible… ¿Intentó quemarlos?

—Es inútil. Son indestructibles. Trata de probar con un simple fósforo y verás. Ni siquiera se calientan.

—Entonces…

—… estos guantes son una reliquia nórdica. En mi opinión, auténticos.

—¿A qué se refiere con “auténticos”?

—Que pueden haber pertenecido a alguien que se autodenominaba como Thor. Un vikingo, un rey, un guerrero, no lo sé; pero con ciertos poderes misteriosos.

—¿Cree en esas supersticiones?

—¿Supersticiones?... Esto no es un cuento de ancianos, chico. ¡Acabo de tirarle con mi arma y no pasó nada!

—¿Y qué dicen las leyendas sobre estos guantes?

—Todos conocen que Thor tenía un martillo como atributo, pero lo que muy pocos saben es que, según el mito, sólo podía manipularlo usando un par de “guantes mágicos”, regalados también por su padre, Odín. Sin ellos, Myölnir era inefectivo. No le obedecía y era imposible que pudiera descargar toda su potencia contra los enemigos que lo amenazaban.

—¿Me quiere decir que sin los guantes Thor carecía de poder?

—Exactamente, muchacho.

—Me cuesta creer eso al verlos. ¡Son tan comunes!

—¿Comunes?... ¿Sabías que Thor tenía dos machos cabríos como animales de tiro en su carro? ¿No te das cuenta? Todo coincide con la leyenda. El palacio, los guantes, las cabras… Pero no es eso lo que más que preocupa ahora.

—¿Qué es?

Indy se acomodó en el sillón y prosiguió.

—Por lo que podemos comprobar, los nazis estaban muy bien encaminados. Encontraron el casillo, los guantes, de seguro también hallaron el martillo.

—¿Y?

—¿Cómo que “y”?... Imagínate. Si unos simples guantes como estos tienen cualidades como las que acabo de ver hace un rato, no quiero imaginar el poder que pudieron haber tenido los nazis con el Myölnir original en sus manos.

—Doctor Jones, perdieron la guerra. ¿Lo recuerda?

—Eso es lo que más me intriga y preocupa —respondió haciendo caso a la ironía.

—¿Por qué?

—Si el martillo fue hallado, la pregunta del millón es ¿dónde está ahora y por qué no lo utilizaron? Y si no lo pudieron encontrar, el peligro es mucho mayor. Los soviéticos conocen el emplazamiento del palacio en Noruega y hay muchas posibilidades de que esa reliquia mítica esté enterrada en ese sitio. La vara de luz que vimos en el cerro puede que sea una especie de mojón místico que indique el lugar exacto en el que se encuentra o encontraba Myölnir.

—¿Y qué es lo que usted propone hacer?

—Averiguar qué sucedió exactamente —sentenció—. El mapa, las fotos, los guantes, los mandó la Ahnenerbe a España antes de que terminara la guerra. Lo que tenemos que hacer es “trabajo de escritorio”: conseguir los archivos de la Ahnenerbe correspondientes al año 1944.

—¿Ah si?... ¡Qué sencillo! Vamos a Alemania, ubicamos a un nazi arrepentido, le pedimos los archivos que celosamente guarda y ¡listo!... ¡Solucionado el problema!

—Nadie dijo que fuera sencillo.

—¡Doctor Jones, por favor! ¡Es una locura!... Esos archivos deben haber sido destruidos.

Indy dibujó un sonrisa socarrona y sabia.

—Te equivocas —dijo—. Las autoridades estadounidenses descubrieron expedientes de la Ahnenerbe ocultos en una cueva cerca de la pequeña aldea bávara de Pottenstein. El director de la organización nazi, Woffram Sievers, había decidido salvar muchos documentos, al parecer con la esperanza de que un día las investigaciones pudieran continuar donde las habían dejado. Sé de buena fuente que, siguiendo el consejo de un experto en cuevas, Sievers decidió ocultar todo en una cueva conocida como Kleines Teufelsloch o el “Pequeño Agujero del Diablo”.

—¿Cómo diablos sabe todo eso?

—No me llevé bien con la Ahnenerbe durante muchos años, muchacho. Y soy de los que trata de entender al enemigo.

—¿Y cómo encontraron la cueva?

—Los nazis cometieron un error: usaron prisioneros de campos de concentración como mano de obra para transportar las cajas. Un grupo de ellos logró sobrevivir y contaron todo. Poco después un destacamento de soldados americanos se dirigió a buscarlos. Las cajas contenían muchos miles de documentos de la Ahnenerbe. Cartas, archivos personales, memorandos, ordenes, mapas y notas manuscritas, además de informes oficiales; algunos de los cuales tenían el sello de Geheim o “secreto”. Muchos de ellos sirvieron para condenar a Sievers en el juicio de Nuremberg.

—¿Y dónde están todos esos papeles ahora?

—No lo sé. Pero lo averiguaremos.

—¿Qué sugiere hacer?

En el rostro de Indy se volvió a dibujar una sonrisa.

—¿Nunca te comenté que a los veintiún años fue traductor en la Comisión Americana de la Conferencia de Paz de Versalles, al terminar la Primer Guerra Mundial?[4]

—Nunca.

—Pues lo fui. Y en esa oportunidad conocí a un joven abogado inglés que, años después, resultó ser fiscal en el Juicio de Nuremberg contra los nazis. Aún vive en Berlín Occidental.

—¿Hacia allá vamos?

Elemental, mi querido Watson.

y el Martillo de Thor

PARTE II

 

10

NIDO DE ESPÍAS

Berlín Occidental

República Federal Alemana

Lloviznaba en la ciudad cuando Indy Jones cruzó la Avenida de los Tilos, dirigiéndose directamente al bufete de abogados que funcionaba a cinco manzanas de la Puerta de Brandenburgo. Era un edificio de cinco pisos, señorial, con un frente estilo barroco y un ascensor de jaula exquisitamente repujado. Debía tener más de cien años de antigüedad y era evidente que se había salvado de las bombas caídas durante la guerra.

Indy subió al tercer piso y golpeó la puerta que tenía adosada una delicada chapa de bronce en la que se leía: Dr. Lyonell Stokwell & Asociados.

Un hombre joven atendió.

—Buenos días, señor —saludó con amabilidad.

—Buenos días —contestó Jones.

—Todavía no abrimos el estudio, caballero.

—¡Oh, lo siento mucho! La puerta del hall estaba abierta y…

—No se mortifique, no hay problema. Ya que llegó hasta aquí, ¿qué se le ofrece?

—Desearía ver al doctor Stokwell.

—¿A cuál de ellos? —sonrió el sujeto—. Mi padre y mi hermano también trabajan aquí.

—A éste —dijo señalando la plaqueta de la puerta.

—¡Ah, es mi padre! Ya casi no atiende clientes, pero pase usted, por favor.

Indy aceptó agradecido.

—No es una cuestión legal, señor. Su padre y yo nos conocimos hace muchos años…

—¿Ah sí?

—En 1919.

—¡Guau!... Eso hace mucho tiempo. Se pondrá contento. No suele recibir amigos de aquella época. Están todos muertos.

—Entiendo… —agregó Indy frunciendo la boca.

—¡Oh, por favor, perdóneme! —se disculpó sonriendo—. No lo tome a mal. Usted es un hombre todavía joven… A propósito, ¿cuál es su nombre?

—¡Jones!—retumbó una voz grave e inconfundible desde el marco de la puerta que conducía a la habitación contigua—. ¡Henry “Indiana” Jones!

El recepcionista volteó abruptamente.

—¡Oh, papá, iba a buscarte en este momento!

Lyonell Stokwell recorrió los metros que lo separaban de Indy y lo abrazó como si fuera su propio hijo.

—¡Indy! ¡Qué inmensa alegría, muchacho, volver a verte!

—Han pasado muchos años, señor.

—¡Y que lo digas! ¡Mírate! —río tocándole la cabeza—. ¡Tienes el pelo blanco, lleno de canas!

Indy le devolvió la sonrisa.

Lyonell Stokwell tenía ochenta y cinco años. Caminaba con dificultad y había perdido parte del brillo que Indy recordaba tenía en su mirada. De todos modos su cerebro funcionaba a la perfección y las conexiones con el pasado se mantenían intactas.

—Pero… ¿qué te trae por acá? —inquirió el viejo.

—Necesito su ayuda —respondió Indy sin rodeos.

—¡La que quieras! ¡La que quieras! —exclamó levantando los brazos—. Entra a mi despacho y charlemos.

—Papá —intervino el hijo—, ¿necesitas algo? ¿Café? ¿Té? ¿Algo de comer?...

—No, John, gracias. Puedes ir a tribunales cuando quieras. Me quedaré con mi amigo conversando en el estudio. Ve tranquilo. Tu hermano se encargará de los clientes que vengan.

El despacho era el típico reducto de un abogado. Un escritorio enorme. Carpetas. Folios y muchos libros perfectamente colocados en vitrinas de vidrio, con sus lomos intactos, como si nunca hubieran sido leídos. Una araña de bronce colgaba en el centro de la habitación y, a un costado, un juego de sillones mullidos invitaban a ser usados.

—Siéntate —dijo el viejo señalando uno de ellos—. Te traeré algo de tomar. ¿Qué bebes?

—Nada, muchas gracias.

—Pues yo me voy a tomar un buen vaso de ginebra. ¡Estos encuentros me llevan siempre a brindar!

cd

Protegido por la marquesina del café en el que esperaba, Ned Lordon observó cómo la puerta del edifico en el que había ingresado Indy se abría, y un hombre atildado, de saco, corbata y portafolios, ganaba la calle. No le prestó demasiada atención. El Mercedes Benz modelo 1954 color negro, que venía aminorando la velocidad desde la esquina contraria, atrajo todo el interés de sus pupilas. Era un automóvil soberbio. Tenía vidrios oscuros —al tono— y brillaba por las gotas de lluvia que se acumulaban en su techo. Según había leído, estaba construido con la última tecnología de punta y el confort de su interior era casi principesco. Era el auto de sus sueños. Una maravilla sobre ruedas que se detuvo, sorpresivamente de golpe, junto al hombre de saco, corbata y portafolios.

Las ventanillas estaban subidas hasta el tope y, por los reflejos del día, no se podía ver hacia dentro. Habían estacionado justo enfrente a Lordon, por lo que pudo apreciar con mayor detenimiento las finas líneas del diseño y el emblemático logo del capot.

El hombre del portafolios se encorvó para hablar con el copiloto, del otro lado de la carrocería. Ned no podía ver nada. Un minuto después volvió a asomarse y le clavó su mirada al chico.

Debió haber sido más disimulado, pero John Stokwell carecía del don de la diplomacia. Era un tipo impulsivo.

Ned reconoció que algo raro se estaba gestando a cincuenta metros de él y se puso de pié, inquieto. Pero antes de que pudiera recobrar el equilibrio, el Mercedes arrancó de golpe, dobló en “U” en medio de la calle y frenó a dos metros del muchacho.

No tuvo tiempo de hacer nada.

Dos matones bajaron de un salto. Se le abalanzaron. Lo tomaron por las solapas de su campera y tras una trompada en la nuca, lo metieron de lleno en el asiento trasero del auto que tanto deseaba conocer.

Cuando se reincorporó, rodeado de músculos y extremidades fibrosas listas para triturarlo a golpes, Ned reconoció el rostro del sujeto que viajaba junto al conductor.

No era otro que el coronel Rogo Velikonov.

cd

Lyonell Stokwell, aún octogenario, tenía una memoria de elefante; especialmente de sucesos ocurridos hacía muchos años. Por eso mismo, no dudó en señalar el lugar en el que estaban guardados los documentos de la Ahnenerbe que Indiana Jones buscaba.

—Budensarchiv —señaló—. Allí se encuentran las últimas cajas, especialmente las referidas al Departamento de Arqueología Aria. A ese sitio las mandó el Fiscal General después de Nuremberg. Todavía deben estar ahí.

—Necesitaría consultarlas, doctor.

—No hay problema. Iremos ahora mismo si quieres. El archivo está a media ciudad de aquí. Tomaremos mi auto. Pero, eso sí —advirtió el anciano levantando el dedo índice derecho—, me debes una cena para charlar de los viejo tiempos.

—Donde usted quiera. Yo invito —respondió Jones y se pusieron en marcha.

Ya en la calle, Indy buscó a Lordon, pero el muchacho no estaba.

No se preocupó. De seguro había regresado al hotel.

En eso habían quedado si la reunión se prolongaba más de lo imaginado.

“Pobre chico”, pensó. “Estaría muerto de cansancio con tanto trajín acumulado”.

cd

Budensarchiv

Barrio de Dahlem

Berlín Occidental

En el número 549 de Dahlemstrasse el Budensarchiv elevaba su arquitectura barroca hacia el cielo. Era un edificio imponente, administrado por una docena de funcionarios que pasaban la vida acomodando cajas y bibliotecas que muy pocos consultaban. No constituía uno de los lugares más visitados de Berlín y la principal causa de ello residía en que para examinar algo había que conseguir previamente un permiso de la Secretaria del Interior, y no todos estaban dispuestos a iniciar trámites tan engorrosos. Pero Lyonell Stokwell tenía acceso directo a cualquier documento. Él había contribuido personalmente con el Budensarchiv al sugerir que muchos de los archivos utilizados en el juicio de Nuremberg fueran a parar a sus estantes. Era un socio vitalicio y fundador. Una personalidad que todos los empleados respetaban y a quien, en algún momento de sus vidas, habían recurrido por cuestiones legales, sin que Stokwell les cobrara un solo peso.

Cuando el empleado más viejo del lugar depositó las dos cajas de cartón sobre la mesa de ébano de la sala de consultas, el abogado agradeció con una palmada en el hombro y se puso a revisar pilas de papeles junto con Indy. Todos los documentos estaban en perfectas condiciones y todos databan del año 1944. La Ahnenerbe había sido cuidadosa y prolija a la hora de empacar sus toneladas de escritos. Los mismos que Jones y Stokwell tenían enfrente suyo en ese momento.

Las horas transcurrieron lentamente. La yema de los dedos estaban ya sucias de tinta y polvo cuando, finalmente, Indy se topó con un manojo de pliegos, envueltos por una etiqueta que decía “Noruega, excavaciones-1944”.

—Aquí está lo que busco —articuló Indiana, abriendo y leyendo varios memorandos, cartas e informes escritos a máquina.

A poco de avanzar, renglón tras renglón, aparecieron dos nombres. El primero ya era conocido: Bruno Jankhun, jefe de la excavación en RØdØya. El segundo correspondía a un SS-Sturmmann[5] llamado Ulrich Hanfstängl que por entonces estudiaba historia en la universidad de Munich. Tenía veinte años y por lo se podía deducir a partir de sus firmas en varios documentos, había cumplido un rol destacado en el proyecto noruego.

Indy se detuvo en un memorando interno de la Ahnenerbe en el que Jankhum hacía referencia a un embarque secreto que desde  RØdØya debía salir hacia Europa en un barco de bandera española llamado Victoria-Regia. El documento estaba incompleto. Le faltaban tres páginas, que habían sido arrancadas. La firma de Hanfstängl figuraba debajo del texto, corroborando la orden del arqueólogo nazi.

—¿Conoce a este tal Hanfstängl, doctor? —preguntó Jones.

—No, pero si aún vive será sencillo ubicarlo. Era un hombre joven entonces.

—Debe tener treinta y dos años actualmente —precisó Indy y Stokwell anotó el apellido en una libretita.

—Lo que no me suena para nada es este barco español, el Victoria-Regia —dijo el abogado.

—También lo averiguaremos.

Indy empezaba a sentirse optimista.

Se levantó, caminó hacia la recepción y pidió una guía telefónica.

cd

Terminada la Segunda Guerra Mundial, y en medio del nuevo contexto de Guerra Fría, muchos miembros activos de la Ahnenerbe —incluso aquellos que habían tenido un rol preponderante en el saqueo artístico de la Europa ocupada— continuaron con sus vidas académicas normalmente, como si nada hubiera pasado.

Arqueólogos, historiadores y especialistas en arte mantuvieron sus puestos, tratando de pasar desapercibidos, sin llamar demasiado la atención. Algunos hasta habían prosperado en los últimos doce años publicando trabajos de investigación, en los que evitaron usar el término “ario”; antes común y ubicuo en sus “papers” científicos.

Sólo los más altos jerarcas de Ahnenerbe fueron sometidos a juicio. El resto, aprovechando la desidia y complicidad del bando ganador, explotaron el miedo al comunismo, que se propagaba por todos los rincones de la sociedad capitalista. El fin justificaba los medios una vez más; y los antiguos enemigos pasaban a ser aliados en la contención ideológica contra la izquierda y el poder la Unión Soviética.

Desde que Moscú hiciera su primera prueba nuclear, en 1949, muchos nazis habían empezado a ser percibidos “desde otro ángulo”, y de “hunos sedientos de sangre y conquistas” habían pasado a ser “males necesarios” con los que tratar y tenerlos como socios.

Indy Jones detestaba profundamente ese tipo de política, hipócrita y acomodaticia. Para él, la mierda era mierda, fuera nazi o stanilista. ¿Qué diferencia había entre Hitler y el dictador soviético?... Los dos olían a bosta de igual forma; pero para la “Alta Política” mundial esos eran detalles sin importancia. Cuando el viento cambiaba, cambiaban los juicios y pareceres.

Por eso, cuando Ulrich Hanfstängl abrió la puerta de su casa, algo sorprendido, Indy sintió un revoltijo en el estómago y no pudo dejar de imaginarlo vestido con su uniforme de soldado nazi. Ese tipo había sido la mano derecha de Bruno Jankhun y trabajado en pos del proyecto nacionalsocialista durante muchos años. No era un niño entonces y su antigua inclinación nada tenía de inocente. Aún así, atendió a Indy y a Stokwell como si fuera un buen vecino berlinés.

El abogado no tardó en exhibir sus viejas credencias de fiscal y la intimidación produjo el efecto deseado. Hanfstängl, temiendo quedar implicado en nuevos vericuetos judiciales, contó todo lo que tenía que contar. En ningún momento negó su participación —innegable por cierto— en las excavaciones de  RØdØya y respondió todas las preguntas que Indy Jones le realizó, con marcado gesto de  contrariedad.

—Jamás intervine en ninguna operación en la que se eliminaran seres humanos —dijo el alemán—. Estoy limpio. Además, tengo testigos que pueden dar cuenta de la colaboración que personalmente brindé a muchas familias judías para que huyeran del país…

—No vinimos por ese motivo, señor —arguyó Indy—. Lo que queremos saber es qué fue lo que Jankhun y usted encontraron en aquella isla de Noruega; y qué hicieron con lo que hallaron.

Hanfstängl se refregó la frente. Transpiraba. Hacía tiempo que no hablaba de esas cosas.

—En principio debo decirles que yo era un mero colaborador. No tenía voz de mando en la excavación. Jankhum era el amo y señor. Él era quien tenía comunicación directa con Himmler y el director Sievers. Yo únicamente cumplía órdenes.

—Continúe —repuso Stokwell.

—Lo que recuerdo muy bien fue la alegría inmensa que Jankhum sintió cuando aparecieron los primeros muros. Estaba como loco. Quería excavar todo el yacimiento a velocidad imposible. Decía que corríamos contra el reloj y que el triunfo del Führer dependía de nosotros. Cosa que me pareció exagerada, porque muchos sabíamos que, para entonces, la guerra ya estaba perdida. De todos modos nos contagió su entusiasmo y sacamos a la superficie, en pocos días, una gran cantidad de unidades habitacionales.

—Siga —ordenó Jones al sentir que la voz de Hanfstängl se volvía mortecina.

—Una mañana, cercano el mediodía, alguien hizo referencia a una luz extraña que salía de una construcción que todavía no habíamos inspeccionado.

—¿Luz extraña? —preguntó Indy.

—Sí; una especie de columna lumínica, que desapareció rápidamente. Yo no la vi, pero cuando excavamos en el sitio donde supuestamente había salido, nos topamos con algo increíblemente raro.

—¿Qué era?

—Un sarcófago o caja hecha enteramente de plomo. Plomo puro.

—¿Y que había adentro? —repreguntó Indy.

—No lo sé. Nadie lo vio.

—¿Nadie?

—Únicamente Jankhum.

—¿Y usted?

—No vi, ni me mostraron nada.

—¿Y que pasó luego?

—Jankhum ordenó que moviéramos esa caja hasta la costa. Era pesadísima. Tardamos casi dos días en llevarla hasta el buque carguero que la esperaba.

Los ojos de Jones se abrieron más de lo acostumbrado.

—¿La cargaron en un barco?

—Sí.

—¿Recuerda su nombre?

—¿El del barco?

—Sí.

—No; no lo recuerdo. Pero tenía pabellón español.

Jones miró a Stokwell.

—Continúe.

—No hay mucho más que contar —explicó Hanfstängl—. Al día siguiente de la partida, un operario halló una serie de vasos de bronce y un par de guantes, escondidos en un hoyo a pocos metros de donde estaba la caja de plomo. Por algún motivo Jankhum se lamentó de no haber encontrado eso antes, pero como de costumbre mantuvo su hermetismo. Unas jornadas después vino la orden de tapar todo. Muchos no entendían porqué. Yo imaginé que la guerra estaba a punto de terminar y que no deseaban dejarle a los noruegos un yacimiento tan importante excavado a costa del Reich. Un par de semanas después, abandonamos la isla y regresamos al continente.

—Dígame Hanfstängl —dijo Indy—, ¿y qué pasó con el cargamento del barco español? ¿Supo algo más al respecto?

—Supe que nunca llegó al continente. Tengo entendido que lo hundieron los aliados,.

—Pero era un barco con bandera neutral…

—Eso fue lo que oí.

—¿Sabe en dónde lo hundieron? —inquirió Jones sin esperar una respuesta precisa.

Contrariamente a lo imaginado, el alemán dijo:

—Frente a las costas de España. Cerca de Galicia. Al menos eso fue lo que escuché.

 

11

LATITUDES Y LONGITUDES

Indiana Jones salió de la casa exultante de emoción. Ya tenía una pista concreta y estaba dispuesto a no cejar en el esfuerzo hasta develarla por completo. Sólo era cuestión de tiempo y paciencia. Si el barco seguía estando en el fondo del mar iba a encontrarlo.

—Vamos a lograrlo, doctor Stokwell —dijo sonriendo, palmeándole la espalda—. Estamos bien encaminados —y enderezaron los pasos hacia el coche del abogado.

Apenas habían abierto las puertas del vehículo, dos Chevrolet negros frenaron repentinamente delante de ellos y cuatro individuos armados descendieron a las corridas.

—¡Rusos! —masticó Indy, sin tiempo a reaccionar. En segundos estaba rodeado por los gorilas.

—¿Profesor Jones?... —preguntó uno de ellos mirándolo a los ojos.

—Soy yo —respondió Indy, derrumbándose por dentro. “¡Maldita sea, qué corta era la tranquilidad!”.

—Haga el favor de subir al auto —ordenó el ruso moviendo su pistola.

—¿Y qué pasa si no quiero? —espetó el arqueólogo con tono bravucón.

—En ese caso, permítame que le muestre un “adelanto” —y girando la pistola hacia Stokwell apretó el gatillo.

El viejo sintió cómo la bala le atravesaba el cuerpo a la altura del pecho. Cuando se desplomó en la vereda, ya estaba muerto.

—¡Oh, Dios! —clamó Jones arrodillándose junto a su amigo, buscando signos de vida en la yugular—. ¡Hijos de perra! ¡Lo mataron!

Pero no alcanzó a escuchar respuesta alguna. Un golpe de culata en la nuca bastó para que el arqueólogo cayera inconsciente sobre el cadáver.

El ruso que llevaba la batuta miró a sus compañeros.

—Rápido, súbanlo al coche —dijo— y encárguense del alemán que está dentro de la casa.

Quince minutos después, los dos automóviles enfilaron hacia la frontera.

cd

Berlín Oriental

Cuartel de la KGB

República Democrática Alemana

Cuando abrió los ojos, advirtió que estaba atado en una silla de madera, en el centro mismo de un cuarto húmedo, de paredes de concreto y una lamparilla colgando desde en el centro del techo. Un lugar no muy acogedor. Indy ya había estado así en sitios como ése.

—Estábamos esperando a que se despertará, doctor Jones. ¡Hace más de dos horas que no hace otra cosa que dormir! —exclamó con ironía Rogo Velikonov, parapetado en una de las esquinas de la habitación—. ¿Descansó bien?

Indy movió el cuello de una lado a otro. Sentía una fuerte contractura en la base de la nuca.

—Tengo mi conciencia tranquila, coronel. Suelo dormir como un bebé —respondió siguiéndole la corriente.

Rogo sonrió.

—¡No exagere, camarada! —repuso el ruso con simpatía—. No deseo quitarle mérito a sus actos, pero su descanso estuvo provocado por un relajante muscular muy poderoso que le inyectamos. Lo solemos utilizar en nuestros opositores cuando los mandamos a “charlar con los peces”. ¿No es interesante?

—¡Qué hijo de puta! —lanzó Jones sin dejar de sonreírle.

—¡No pierda su estilo, doctor! ¿O prefiere terminar como su amigo nazi?

—¡Yo no tengo a nazis como amigos!

—¿Ah no? ¿Y qué era suyo ese soldadito alemán? —preguntó señalando un rincón de la pieza.

Indy miró hacia allí y distinguió el cuerpo inerte de Hanfstängl. Lo habían molido a golpes.

—No era amigo mío —murmuró finalmente.

—No importa, doctor Jones. Ya lo sabemos todo. El señor Hanfstängl no pudo resistirse a contarnos la historia de la excavación y el barco Pero ahora necesitamos algo que usted tiene.

—¿Dignidad?

—¡Qué ingenioso que se ha despertado, camarada! ¡No dejo de admirarme de su buen humor! Ojalá que lo mantenga.—Volteó a la izquierda y ordenó con voz de mando: —Traigan al chico —y un par de agentes de la KGB empujaron a Ned hasta el centro del cuarto.

—¡Lordon! —clamó Indy sorprendido.

—¡No les dije nada, profesor! —farfulló Lordon con dificultad. Tenía el labio inferior partido en dos partes.

El rostro de Indy se crispó.

—¡No me caben dudas que es dignidad lo que le falta… camarada! —ladró forcejeando con las cuerdas que lo retenían. Rogo  hizo caso omiso al comentario

—Y ahora, doctor, que estamos todos juntos otra vez —pronunció el ruso—, dígame ¿dónde tiene el objeto que recuperó en España?

—¿Qué objeto?

—No se haga el tonto, Jones. ¡Los guantes! ¿Dónde están esos guantes?

—¿Y usted cree que los tengo acá?

—Dígame dónde los metió y los mandaré a buscar.

—¡Idiota! —respondió Jones y bajó la cara.

Velikonov actuó entonces como un autómata. Extrajo su pistola de la cartuchera que colgaba de su cintura. Amartilló el arma y se la colocó a Ned en el entrecejo.

—Se me acaba la paciencia, doctor Jones —repitió—. ¿Dónde están?

Lo iba a matar sangre fría. Ya lo había hecho con otros. No dudaría en jalar del gatillo.

—¡No dispare! —solicitó Indy—. Se los traeré si deja al chico en paz.

—¿Chico?... —ironizó Velikonov moviendo la pistola por delante del rostro de Ned—. Este “chico” es un espía enemigo, doctor. De “chico” tiene muy poco.

—Si le hace algún daño…

—No está en condiciones de amenazar a nadie, camarada. Por favor, sea realista y dígame dónde tiene los guantes.

—Están en una caja de seguridad. Se los traeré.

Rogo chasqueó los labios.

—¡De haberlo sabido, habríamos pasado por ellos antes de venir a esta parte de la ciudad!

—Debería controlar mejor su ansiedad, coronel.

Rogo hizo caso omiso al sarcasmo.

—Hoy ya es tarde, pero mañana algunos de mis hombres lo acompañaran a buscarlos. No tengo tiempo que perder. Mientras tanto, el chico se quedará a buen resguardo con nosotros. ¡Llévenselo! —Un par de agentes soviéticos lo sacaron a empellones—. En cuanto a usted, doctor Jones, espero no le moleste pasar la noche con el joven Stokwell —dijo señalando el cadáver del rincón—. Le aseguro que lo dejará dormir muy tranquilo. ¡No habla una palabra! —Rió con estruendo—. ¡Que la pase bien camarada! —Y saliendo, cerró la puerta tras de sí.

Para alguien como Indy, que había convivido con la muerte en las trincheras de la Primera Guerra Mundial durante su adolescencia, tener un cuerpo exánime y en estado de putrefacción a pocos metros de distancia, no representaba una tortura para nada traumática. Conocía el olor de la muerte. El conocimiento popular solía decir que era dulzón, pero para él lo único dulce en ese momento era el hilo de sangre que le corría desde la comisura superior de su boca.

Forcejeó de nuevo las cuerdas que lo retenían a la silla. Imposible soltarse. Tenía las muñecas atadas con mucha destreza y los tobillos amarrados a las dos patas delanteras Nudos marineros, con seguridad. Sería en vano cansarse tirando de ellos.

Observó la habitación.

Era de dimensiones normales. Cuatro por tres metros. Había una mesa de madera desgastada y un foco de luz que no apagaron al salir.

Craso error”, pensó.

Desde su posición de prisionero, advirtió que en la muñeca de John Stokwell relucía un reloj de acero inoxidable. Apenas lo notaba por debajo de la manga de la chaqueta; pero allí estaba.

Era lo único que tenía mano.

Tenía que intentarlo.

Sacudió todo su cuerpo con violencia. Por fortuna la silla no estaba adosada al suelo.

Se sacudió otra vez y avanzó unos centímetros.

Una vez más y otra…

Lentamente movió la silla hasta colocarla muy cerca del cuerpo.

Echó todo el peso hacia un costado y cayó, golpeando el hombro derecho contra el piso. Después, y al cabo de unos quince minutos, se arrastró tratando de alcanzar con las manos el reloj del difunto.

No era una tarea sencilla. Pero no tenía otra cosa para hacer.

Media hora más tarde, con el reloj en la mano derecha, abrió la pulsera de metal y, al tacto, buscó la pestaña que hacía las veces de broche. Era la parte más filosa del objeto.

Acto seguido, inició la lenta tarea de roer con ella el nudo de cuerda que lo retenía a la silla.

cd 

Para un intelectual como él, conseguir imponerse sobre la vil materia de una soga siempre era un logro maravilloso. Por eso, cuando sus muñecas se sintieron libres de toda presión, una sonrisa casi lujuriosa se le dibujo en el rostro.

Se reincorporó y sin perder tiempo revisó los bolsillos de Stokwell. Algo tenía que haber en ellos que le sirviera para dejar esa habitación-celda en la que lo habían arrojado.

Rebuscó en la chaqueta y en los pantalones.

Poca cosa había.

Una lapicera fuente, un paquete de cigarrillos a medio consumir y su billetera con cien marcos en cambio, sujetados por un clip de metal.

¡Eureka!

¡Un clip metálico!

Con eso le bastaría.

Lo extrajo con cuidado y extendió cuán largo era. Giró una punta hacia abajo, volvió a levantarla un poco por el extremo doblado y se dirigió directamente hacia la cerradura de la puerta.

Tenía la ganzúa. Ahora debía desplegar la habilidad para usarla.

cd

El agente ruso adoptó la posición de firme y esperó a que Velikonov le diera la venia para entrar en su despacho.

—Este es el listado de submarinos alemanes que solicitó, camarada coronel —expuso teniendo una carpeta entre sus manos.

—¿Leyó el informe?

—Sí, señor.

—Resúmalo.

—No fueron muchos los submarinos nazis hundidos en diciembre de 1944, señor. La lista indica un número total veinticuatro; y cada uno de ellos tiene a su lado el nombre del barco o submarino  aliado que lo torpedeó y hundió. Sólo uno de ellos carece de dicha información: el U-Boot Tipo VII C678.

—¿Y qué fue lo que le pasó a ese aparato? ¿Se hundió solo?

—Simplemente desapareció, camarada.

—¿Cómo que desapareció?

—Se perdió contacto con él y nunca más se supo nada.

—¿Indica ese informe desde dónde mandó su última comunicación?

—Costa norte de España.

—¿España?... ¿A qué altura?

—No hay indicaciones precisas, pero aparentemente un grupo de pescadores, dos días después, encontró una gran mancha de aceite y petróleo a los 43º 25’ Latitud Norte y 10º 30’ Longitud Oeste.

—¿Y dónde es eso, precisamente?

—Frente a las costas del cabo Finisterre, en Galicia.

Velikonov se rascó la barbilla.

—¿Son seguros esos datos?

—Fueron extraídos del Cuartel General de las SS cuando ingresamos en Berlín, coronel.

—Y dígame, ¿cuál fue el puerto de partida de ese U-Boot? ¿Noruega, quizás?

—Isla de Rodoya, Noruega, efectivamente camarada —leyó sorprendido el soldado—. ¿Cómo lo supo?

Velikonov sonrió.

—Es todo —masculló sin atender la pregunta—. Retírese. Buen trabajo.

El agente hizo chocar los tacos de las botas, giró sobre su propio eje como si fuera un trompo y abandonó la oficina.

cd

Cerró el puño. Lo apretó con todas sus fuerzas, al punto de dejar los nudillos casi blancos, mientras escuchaba lo que sucedía detrás de la puerta, en la oficina de Velikonov.

Aquel cuartel parecía una dependencia “no oficial” de la KGB; un conjunto de cuartos y pasillos poco amueblados, mal pintados y húmedos, que costaba creer fuera un edificio del Ministerio del Interior Soviético. Semejaba una catacumba no declarada, secreta; aún para el Estado comunista.

“Algo olía mal en Dinamarca”.

De seguro los jefes de Velikonov desconocían la existencia de ese lugar. Y eso era un punto a favor de Indy en caso de poder escapar de allí. Y ya estaba trabajando en el asunto.

Cuando el soldado se asomó  por el marco de  puerta, la trompada, directa a la nariz, fue tan poderosa que lo despidió hacia atrás, haciéndolo trastabillar hasta quedar tendido a los pies del escritorio de Velikonov.

Indy se adelantó tres pasos, le quitó de la cintura la pistola automática, la amartilló y apuntó directamente a la cara del coronel.

—¡Jones! —ladró éste mordiendo furia.

—¡Increíble como cambian las perspectivas en poco tiempo!, ¿verdad coronel?... ¡Levante las manos y ni se le ocurra intentar nada raro!

Velikonov dibujó con dificultad una sonrisa de compromiso.

—¿Cree que me amedrenta con esa pistola?

—¿Ah no?... —respondió Indy y le partió la mejilla derecha de un culatazo; obligándolo a quedar sentado en su roída butaca—. No estoy para juegos, coronel —expuso nervioso—. ¡Traiga al chico y disponga un auto para salir de “paseo”!

—Estamos es Berlín Oriental, imbécil… ¡No podrá dar un paso sin tener a todo el ejército rojo detrás suyo!

—En ese caso —respondió Jones—, pediré una entrevista con el jefe de la KGB, en persona; para hablar sobre sus proyectos individuales, coronel.

Velikonov estaba a punto de explotar. Las venas hinchadas se le marcaron en el cuello como si fueran culebras trepando hacia la mandíbula.

—¡Voy a matarlo, Jones! ¡Se lo juro!

—¡Traiga al chico y el auto! —volvió a gruñir con la pistola temblorosa en su mano.

El ruso cumplió con la orden.

cd

Desabitadas, en penumbras, húmedas, casi vacías. Así estaban las cinco manzanas previas a abandonar el sector oriental, todo a lo largo de la frontera. Decenas de viviendas habían asido desalojadas y tapiadas. Aquello parecía una “zona muerta”, sólo transitada de vez en cuando por algún grupo de soldados soviéticos, que la vigilaban celosamente.

Era en esa parte desolada del Berlín socialista en donde Velikonov había instalado su improvisado “cuartel de campaña”, lejos de la mirada burocrática de sus superiores. Creía con eso poder aislarse e sus camaradas y concretar en silencio sus proyectos personales de dominio y control absoluto; pero no había contado con las insistentes interrupciones de un arqueólogo americano. “Ese tipo era un verdadero callo plantar”, una molestia persistente que laceraba minuto a minuto el orgullo militar  ruso y ponía todos sus planes en el borde mismo del abismo. Pero con una pistola en la cabeza y la amenaza de ventilar todo, Velikonov estaba indefenso. No le quedaba otra opción que obedecer

Despejado el camino de guardias, el blondo coronel de la KGB subió al auto color gris plomo que habían estacionado en la puerta de su guarida. Tomó asiento al lado del volante y esperó a que Ned Lordon rodeara el coche y ocupara el lugar del chofer. Indy Jones acomodó su humanidad en el asiento trasero, clavándole la pistola automática en la base del cuello. Sólo después, el auto arrancó con dirección a las garitas, emplazadas en la línea fronteriza.

—Trate de ser muy convincente, coronel —dijo Indy acariciando el gatillo con su dedo índice

cd 

¡¡ATENCIÓN!!

USTED DEJANDO EL SECTOR ORIENTAL

SIE VERLASSEN DEN ORIENTALNISCHE SEKTOR

Era un cartel intimidante, de grandes letras rojas, iluminado desde abajo y rodeado por alambradas con púas, bastidores de madera, hombreas armados y perros bravos. Las dos garitas, hechas de cemento, flanqueaban una pequeña barrera de madera pintada de amarillo, desde la que se prolongaba un sendero asfaltado, resguardado también por una alambrada tejida que conducía al sector occidental.

El camino era una “tierra de nadie” e Indy no pudo dejar de recordar el espacio que existía entre las trincheras enemigas, durante la Primera Guerra Mundial. No era agradable comprender que el mundo seguía bajo el manto arrogante de un conflicto que ponía a la humanidad como rehén. La Guerra Fría parecía calentarse más y más en el interior del auto que, a regular velocidad, avanzaba en dirección al puesto de guardia.

Lordon tenía sus nervios crispados y las manos le transpiraban copiosamente. El corazón latía fuera de control y una sensación de vacío, incómoda, había invadido su estómago.

Velikonov no movía un músculo. Permanecía callado, expectante. Pensó en dar un par de gritos, alarmar a los soldados y terminar con toda esa pantomima de una vez por todas, pero la idea no lo convenció. Podía salir herido en el trámite. Y, en ese caso, todo su plan se desmoronaría como un castillo de naipes.

Indy, en tanto, fijaba sus dilatadas pupilas en la frontera que se acercaba. Cuidadosamente bajó el arma y la puso fuera del alcance de la vista de los soldados rusos que se arrimaron a la ventanilla del auto para hacer las verificaciones de rutina.

La hora había llegado. El momento de cruzar de un mundo a otro era inminente.

—Buenas noches, coronel —saludó, inclinándose un poco, el uniformado.

—Buenas noches, camarada —respondió Velikonov—. Abra la barrera, por favor. Estoy en misión especial.

El soldado frunció el entrecejo. De pronto, se sintió muy incómodo.

—Debo solicitarle sus permisos, coronel.

—¿Permisos? ¿Qué permisos? ¡Soy el coronel Rogo Velikonov! ¡Yo no necesito permisos! ¿Acaso no me reconoce, soldado?

—Pero, señor…

—Escúcheme bien, camarada. Estoy en misión oficial. Abra, ahora, ¿o quiere que moleste al General Godunchenko por este inconveniente?

El hombre titubeó.

—Señor, tengo ordenes de…

—… ¡De obedecer! ¡Abra esa maldita barrera de una buena vez o me encargaré personalmente  de que usted, y todo el puesto de guardia, termine en la Siberia rusa contando restos de mamuts!... ¡Abra!

Contando restos de mamuts”… Había que reconocer que el coronel era ingenioso a la hora de amedrentar a los subalternos, pensó Jones. En el mundo de la milicia, para convencer al más desconfiado, un par de galones eran más que suficientes para subordinarlos.

Entonces, la barrera se levantó.

Ned presionó levemente el acelerador y el automóvil encaminó sus ruedas por el sendero. El sector oriental quedaba atrás.

—Buen trabajo, coronel —murmuró Indy—. Y en cuanto a esos mamuts —agregó con ironía—, en verdad me encantaría conocerlos.

Velikonov no articuló palabra. Tenía su mirada fija en la nueva barrera que se avecinaba. Indy hizo lo mismo.

Entonces, el ruso reaccionó.

Movió la pierna izquierda a gran velocidad y pisó con fuerza el pie que Lordon que tenía sobre el acelerador.

El auto salió disparado hacia delante e Indy hacia atrás, chocando con fuerza contra el respaldo del asiento. La rápida aceleración del chevrolet alertó sobremanera a los soldados del lado occidental, que vieron como el coche se les venía encima. En décimas de segundos, tenían sus fusiles dispuestos a ser disparados. Pero, tan repentinamente como había corcoveado hacia delante, el auto se frenó de golpe.

El mismo pie de Velikonov había cambiado de lugar. Ahora apretaba el freno, al tiempo que de un codazo golpeaba a Ned en la cara y abría la portezuela del coche, lanzándose al exterior.

Fueron movimientos precisos. Perfectamente orquestados. No dieron tiempo a que Jones pudiera hacer nada. El viejo Indy quedó sentado, impotente, observando como el ruso salía corriendo en dirección al sector oriental.

—¡Maldición! —masculló mirando por el parabrisas trasero.

 

 

12 

CORREDOR AÉREO

Berlín Occidental

Destacamento de la

Policía Militar de Fronteras 

El general Robert Moore entró con paso marcial en la sala de interrogación y se paró junto a la mesa en la Indy y Ned estaban esperando desde hacía ya un buen rato. Los dos soldados de la PM que los custodiaban se cuadraron, haciendo sonar sus tacones.

—El Servicio de Inteligencia de la Marina y el FBI confirmaron todos los datos que nos dio, doctor Jones —dijo el oficial mirándolo a Indy, con un fax en la mano—. Solicitaron que fueran enviados de inmediato a territorio de la República Federal Alemana. Están preparando un avión que saldrá en una hora. Tendrán que hacer un corto viaje por el corredor aéreo, autorizado por las autoridades soviéticas.

—Muy bien —sostuvo Jones—. Le agradezco todo, general.

Moore esbozó una sonrisa de compromiso, giró sobre sus botas y salió del lugar sin dar tiempo a que Jones le diera la mano. Fue cuando Lordon, ya más relajado, apoyó medio cuerpo sobre la mesa y le dirigió a Indy una mirada que parecía lanzar puñales.

—¿Ah si que yo era un “maldito espía”, eh?... ¿Y qué hay de usted, “doctor Jones”? ¿Qué dice ahora?... ¡Usted fue espía de la OSS![6]

—¡Eso fue durante la guerra! —contestó—. ¡Es diferente!

—¿”Diferente”?... ¿Cuál es la diferencia?

El rostro de Indy se contrajo en una mueca de rabia e imitó al muchacho, apoyándose con violencia contra la mesa y dejando su nariz a centímetros de la del chico.

—¡Yo espié siempre hacia fuera! —vociferó—. ¡Tú, en cambio, lo haces hacia adentro! ¡Esa es la diferencia, “señor Lordon”!

De pronto sintió que todo el desprecio que había experimentado al principio de la “misión” resucitaba con virulencia.

Se puso de pie y salió de la sala dando un portazo.

cd

Al terminar la Segunda Guerra Mundial en 1945, la ciudad de Berlín, dividida en dos sectores claramente identificables, se había convertido en una zona de conflicto diplomático entre el mundo capitalista y el comunista. Esos dos modelos políticos y económicos se rozaban generando duros discursos de amenaza, que convertían a todo el planeta en un polvorín que podía estallar en cualquier momento. La tensión y la desconfianza venía creciendo desde hacía años y la emigración de ciudadanos de Alemania Oriental hacia el sector capitalista perjudicaba el buen trato y humor de ambas partes.

En medio de esa situación, el sector capitalista de la ciudad de Berlín era una isla desprendida del resto de la Alemania occidental. Un territorio escindido, rodeado por un régimen político enemigo y en contacto con la República Federal gracias —únicamente— a un corredor aéreo que sobrevolaba territorio soviético. Ese era el corredor que Indy y Lordon tenían que transitar; un imaginario camino de pocos kilómetros de ancho que unía “el Berlín libre” con el aeropuerto de Schanheide, al otro lado de la frontera socialista, por el norte.

El avión esperaba con los motores prendidos en medio de la pista de aterrizaje. Era un aparato bastante viejo. De seguro había servido de correo durante la guerra contra Hitler, pero se lo veía completo y seguro. Tenía una capacidad máxima de quince pasajeros, aunque en esa oportunidad sólo cuatro ocuparían sus butacas, además del piloto y copiloto de la nave.

Indy avanzó hasta la escalinata de ascenso y subió por ella. Ned lo siguió pisándole los talones; en tanto que dos funcionarios uniformados los imitaron. Ocuparon sus respectivas butacas y  minutos más tarde el aparato empezó a carretear hasta levantar vuelo.

Desde el aire, la ciudad de Berlín parecía un todo homogéneo. Era la ilusión óptica más perfecta que podía darles esa perspectiva aérea.

—¡Por fin en dirección a casa! —exclamó Ned mirando por la ventanilla.

Indy no respondió. Relajó su musculatura y se dispuso a descansar. En menos de media hora estarían aterrizando en el otro lado y tendría que dar respuestas a muchas preguntas. Bajó el ala de su sombrero fedora delante de la cara y se dispuso a tomar una siesta.

—¿No va a ver el panorama? —le inquirió Lordon.

—Ya lo conozco —contestó el arqueólogo tan secamente como le fue posible.

Era un día ideal para volar. Despejado y calmo. Sin viento.

A poco de estabilizarse a cinco mil metros de altura, uno de los dos militares que oficiaba de escolta se desabrochó el cinturón de seguridad y caminó hacia la cabina del piloto. Ned le dirigió un vistazo sin demasiado interés y volvió sus ojos al paisaje que se desplegaba por debajo del fuselaje del avión.

El capitán del vuelo se sorprendió por la visita. Volteó todo el cuerpo sobre su butaca y sin soltar el timón preguntó:

—¿Qué se lo ofrece, teniente? ¿Hay algún problema con los pasajeros?

—Algo por estilo.

—¿Qué pasa?

—Es el más joven, señor. Exige hablar con el comandante del avión.

—¿Para qué?

—Dice que tiene algo importante que decirle y se niega hablar con nosotros.

—¿Están seguros que esos dos son de los nuestros? —inquirió.

—Eso dijo el oficial de guardia, capitán. ¿Va a ir?

El piloto miró a su compañero de cabina.

—Ve tú, Steve. A ver qué es lo que quiere ese tipo.

El copiloto se puso de pie, pidió permiso y salió por la portezuela que conducía a la parte trasera.

No bien había abandonado la cabina, el oficial escolta extrajo su arma reglamentaria y la dirigió directamente a la nuca del piloto.

—¿Qué es lo que le pasa?—exclamó sorprendido—. ¿Se volvió loco, teniente?

—Cállese la boca y obedezca. Vamos a tomar un rumbo diferente.

—¿A qué se refiere?

—Gire el aparato hacia la derecha, yo le indicaré nuestro nuevo destino.

—Esto le va a costar una corte marcial…

—¡Le dije que se callara! ¡Gire el avión!

—Teniente, le informo que si nos salimos del corredor aéreo autorizado estaremos entrando en cielo soviético y podemos ser derribados por baterías antiaéreas o aviones caza de combate rusos.

—¡Gírelo! ¡Haga lo que le digo, capitán!

cd 

En menos de cinco minutos Indy se había quedado dormido. Tenía esa facilidad envidiable. Podía recuperar energías en cualquier parte y echarse a descansar sobre un tronco y dormir como un lirón; mucho más cuando estaba cansado y acumulaba la tensión de días. Pero una sensación extraña en la base del estómago lo alertó. No cabía dudas de que el avión estaba cambiando de rumbo. Pudo sentir todo su cuerpo inclinándose hacia un costado.

Tardó en abrir los ojos. Se resistía a abandonar el cómodo letargo en el que voluntariamente se había dejado caer.

Tal vez se equivocaba. De seguro no era nada.

Se acomodó en la butaca y mandó todo al diablo. ¿Para que preocuparse? Quería dormir un rato más. Las cosas no podían complicarse tanto a cara rato. Buscó el calor de su propio cuerpo y entonces…

… un fuerte cachetazo le voló el fedora de su cabeza.

—¡Pero qué diablos!... —estalló y abrió los ojos.

El segundo oficial de custodia lo encañonaba.

—Quédese quietito, amigo —ordenó.

Indy recorrió con la vista todo el interior del fuselaje.

Lordon permanecía estático en su butaca. Tenía al copiloto con una contusión en la cabeza tirado sobre él.

Indy miró por la ventanilla.

—¡Joder! —exclamó—. ¡Estamos abandonando el corredor aéreo!

El pistolero sonrió sin decir nada.

—¿Esto significa lo que creo, doctor? —inquirió el chico.

—Estamos entrando en el espacio aéreo soviético —aclaró Jones—. Volvemos a Berlín Oriental.

No había terminado de articular la última palabra cuando el ensordecedor ruido de motores a propulsión resonaron por todos lados y la moderna silueta de un avión caza ruso se perfiló contra el cielo, a escasos metros del fuselaje del aparato de Indy.

—Parece que llegó la escolta —dijo con resignación mirando hacia fuera.

El secuestrador lo imitó y por un segundo distrajo su atención del arqueólogo.

Craso error.

Jones impulsó su codo hacia la ingle del oficial, dándole de lleno en los testículos. La profunda exhalación del sujeto le hizo saber que eso había dolido. Y le iba a doler más. Sin tiempo a que reaccionara, apretó el puño y le encajó una trompada poderosa en el centro del rostro.

No fue necesario más. El individuo se desplomó como una bolsa en el pasillo.

—¿Por Dios, profesor! —exclamó Lordon sorprendido—. ¿Cómo demonios puede hacer esas cosas?

—Es una cuestión de actitud —respondió y recuperando el sombrero se lo calzó de nuevo en la cabeza.

—El otro está con el piloto —informó el muchacho.

—Le iré hacer una visita.

Levantó la pistola del piso y con sigilo caminó hacia la puerta que lo separaba de la cabina de mando.

Giró el picaporte lentamente. Tenía intensión de irrumpir de golpe. Aprovechar el elemento sorpresa. Pero un simple movimiento de la portezuela bastó para desencadenar el caos.

El secuestrador volvió a cerrarla  de una patada. El marco impactó en la pistola que Indy empuñaba y se le escabulló de los dedos

La puerta se volvió  abrir. Ahí estaba el otro espía. Serio, consternado y con una Walter PKK bien apretada en la palma de la mano.

Indy se dejó llevar por la adrenalina una vez más.

Agitó su brazo directamente contra el rostro del traidor golpeándolo con el reverso de la mano derecha y tirándolo sobre el tablero de mando.

Se oyó un disparo.

Y el ruido de un cristal al romperse.

—¡El ventanal lateral! —gritó aterrado el piloto.

Pero Indy no lo escuchó. Tenía la atención puesta en otro lado.

Se lanzó encima del oficial y empezó a golpearlo casi con desesperación. Debía quitarlo del medio cuanto antes.

Una, dos, tres trompadas en la cara y la sangre brotaba por la comisura de los labios salpicando los relojes de panel de comando.

El avión caza ruso cruzó por delante a velocidad supersónica.

Entonces, parte del ventanal lateral se terminó de rajar.

Fue lo más parecido a meterse dentro de un huracán.

La fuerza de la succión se volvió descomunal y el piloto fue arrancado de su butaca, levantado por el aire y chupado literalmente por el agujero abierto en el vidrio. Parecía físicamente imposible que pudiera pasar por allí, pero pasó. En segundos, una mancha de sangre decoró el borde del orificó y el cuerpo del piloto desapareció de la vista.

Indy fue elevado hacia el techo de la cabina, despegándose del oficial al que estaba golpeando. Experimentó un fuerte dolor en la espalda y lanzó un alarido que mezclaba miedo y sorpresa al mismo tiempo. El secuestrador, libre de las manos de Jones, y con ambas piernas totalmente horizontales flotando en el aire, se desplazó como si fuera un pañuelo al viento hacia el orificio. En poco menos de diez segundos, la presión del aire actuó como una verdadera trituradora y el toda la masa muscular y ósea del militar se convirtió en un revoltijo inidentificable, bajo su grito aterrador. Dos segundos después había desaparecido.

El piloto del caza miró y volvió a mirar. No podía creer de lo que era testigo. Dos personas acababan de salir despedidas al vacío por un agujero.

En la cabina, tras la segunda expulsión, la succión pareció calmarse y sólo una corriente violentísima de aire hacia volar, por todos lados, las hojas de los manuales de instrucciones.

Indy cayó al suelo. Curiosamente, el sombrero fedora seguía clavado en su cabeza.

Fue cuando advirtió que el aparato caía en picada y adquiría una inclinación tremendamente peligrosa.

—¡Por Dios! ¡Estamos cayendo! ¡Vamos a matarnos!

El alarido desencajado de Lordon lo trajo a la realidad. El muchacho estaba agarrado del marco de la puerta de la cabina y clavaba sus mirada en el timón, libre de cualquier control humano.

Indy se reincorporó, tomó asiento en el lugar del piloto y aferró el volante con ambas manos. Tiró hacia arriba y la trompa del aparato empezó a elevarse. Lordon se deslizó hacia atrás.

—¡Siéntate! —gritó Jones señalando con la cabeza la butaca del copiloto.

—¿Usted sabe pilotear esto, verdad? —inquirió el chico casi sin aire.

—¡No!

—¡Mierda! ¡Vamos a matarnos!

El avión siguió levantando la proa. De pronto dejaron de visualizar la superficie de la tierra y la línea del horizonte se dibujó ante ellos.

—¡Manténgalo ahí, profesor! ¡Lo ha estabilizado! ¡No lo mueva!

—¡El copiloto! —gritó Indy.

—¿Qué hay con él?

—¡Tráelo!

—¡Pero está sin conocimiento!

—¡Despiértalo o nadie en este aparato saldrá con vida! ¡Apúrate!

Lordon se paró y tambaleando caminó hacia el sector de pasajeros.

El copiloto yacía tendido sobre dos butacas. Respiraba. Todavía vivía.

Lordon se arrodilló y lo zarandeó con fuerza.

—¡Señor, despierte! ¡Oficial, por favor!

Pero los gritos de Lordon no llegaban al cerebro. El copiloto seguía inconciente.

Entonces, repentinamente una seguidilla de golpes secos sacudió todo el fuselaje de la nave.

Indy miró hacia la derecha.

El caza soviético estaba disparándole y parte del ala de estribor mostraba una seria herida en su punta.

—¡Apúrate! —estalló Indy—. ¡Tráelo!

Lordon actuó casi como un autómata. Lo había leído en algún lado. No sabía si funcionaría, pero de todos modos tenía que intentarlo.

Levantó su chaqueta, la camisa y buscó sus pezones. Colocó sus dedos en pinzas y con el borde de las uñas los tomó y giró como si fueran las tetinas de una mamadera.

El copiloto abrió sus ojos como dos huevos fritos y un grito salido desde lo más hondo del abdomen retumbó en todo el avión.

Ned lo tomó por los hombros. lo levantó y gritó:

—¡Tiene que pilotear la nave! ¡Nos estamos cayendo!

Entonces, por segunda vez el traqueteo de las ametralladoras del caza volvieron a escucharse y un reguero de agujeros decoró las paredes externas del avión.

El muchacho empujó al copiloto dentro de la cabina.

El aviador seguía muy mareado.

—¡Hágase cargo de esta cosa —ordenó Indy— y regrese al corredor aéreo cuanto antes! ¡Estamos bajo ataque soviético!

El oficial tardó unos segundos en tomar conciencia, pero el viento que entraba por el agujero de la ventana lo despabiló.

Apretó dos botones, corrió una planca hacia atrás, tomó el timón y lo giró hacia la izquierda.

El avión dio un giro brusco. Lordón chocó contra uno de los laterales e Indy alcanzó a aferrarse al timón que tenía delante suyo.

El caza se les acercaba a gran velocidad.

—No creo que resistamos una nueva andanada de balas —informó Jones.

El copiloto se arrellanó en su asiento y exclamó.

—¡Sujétense fuerte!

Hundió el timón contra el tablero de mando. El avión  volvió a llevar la trompa hacia abajo y el caza pasó por encima de ellos, fallando en todos sus disparos.

—¡No es posible regresar a la base! ¡Tendremos que hacer un aterrizaje de emergencia! —informó el oficial—. Los alerones de las alas no responden.

—¿Estamos sobre espacio soviético? —preguntó Jones.

—Sí.

—¡Vamos a ser tomados prisioneros otra vez! —profirió Ned.

—No adelante el carro al caballo, caballero —agregó el copiloto—. No creo que podamos salir vivos del aterrizaje. ¡El tren de aterrizaje tampoco anda!

A medida que descendían, las irregularidades del terreno se volvían más y más nítidas. La campiña, las casa, los molinos… y un poco más allá, el mar.

¿Mar?

¡Dios! ¡El Báltico!¡Era el golfo de Mecklenburgo!

—¡Allí! —señaló Jones—. ¡Aterrícelo sobre el agua!

—Lo intentaré.

El avión corcoveó. Levantó un poco su punta. El agua se acercaba.

Levantó un poco más la trompa. Bajó la potencia de sus motores. Las hélices dejaron de funcionar.

—¡Es ahora o nunca! —exclamó Indy.

La panza del aparato tocó la superficie. Su cola se levantó como la de un pez encabritado. El ala derecha se partió y hundió. Todo el fuselaje se puso en posición vertical y terminó su atribulada trayectoria impactando con el techo.

El aviador del caza sobrevoló tres veces la zona del siniestro.

No percibió ningún movimiento.

Tomó el intercomunicador y lo llevó a sus labios.

—Aquí vuelo 19… adelante, cambio —dijo en alemán.

—Aquí torre de control. Escuchamos su informe… cambio.

—El avión se accidentó. No hay sobrevivientes. Sus restos están desperdigados en el mar. Regreso a la base… cambio y fuera.

Y con un leve movimiento de muñecas, el caza colocó sus alas verticalmente y marchó, cortando el aire, con dirección a la base militar de Cumlosen, de donde había despegado. 

 

13

EL RESENTIMIENTO ES NUESTRO ALIADO 

Puerto De Muros

Galicia, España

Cuatro días más tarde 

Roído y viejo, el muelle de madera seguía recibiendo, como desde hacía décadas, el ir y venir de las olas del mar, que desgastaban de poco su ya débil estructura. A pesar de todo, seguía congregando a varias generaciones de pescadores trabajando, que saltaban de a ratos a las cubiertas de los muchos barcos de pesca que amarraban a ambos lados. Eran cuerpos fornidos, con rostros curtidos y manos callosas por el salitre del mar; ojos apagados, escondidos detrás de párpados rugosos y miradas cansinas, acostumbradas a distinguir en la lontananza los bancos de peces que les daban razón a sus vidas.

Indy avanzó lentamente por esa jungla proletaria, seguido de cerca por Ned Lordon. Estaban algo demacrados y muy cansados. Los últimos días habían sido de un deambular constante, viajando desde Dinamarca —en cuyas aguas territoriales fueran rescatados por un bote de turismo— hasta Berlín occidental, en donde habían recogido los tan mentados guantes del Thor. No habían tenido descanso alguno. Mal alimentados, magullados por el accidente en el Báltico, pero activos por el inmenso deseo de encontrar el cofre de plomo, habían arribado a Galicia por vía terrestre con el claro objetivo de toparse con algún testigo del naufragio de 1944.

Si hacía doce años alguien había visto manchas de aceite cerca de la costa era posible que todavía recordara aspectos más concretos. Sólo era cuestión de romper el hielo, hacer que alguien hablara y les diera una pista. Caso contrario, tendrían que dar parte al Servicio de Inteligencia de la Marina Norteamericana y practicar una búsqueda subterránea en el sitio exacto del accidente. Pero querían evitar a la milicia mientras pudieran. Ese había sido el pacto de honor que Indy le arrancara al muchacho durante el viaje a España.

—Tenemos que conectarnos con alguien que nos ayude. Sígueme —sostuvo Jones y dirigió sus zapatos en dirección a un sujeto que tejía una larga red para atrapar atunes. El “lobo de mar” levantó la vista cuando lo vio llegar. Dejó de mover la aguja que manipulaba con maestría y se quedó quieto, a la espera de la llegada del arqueólogo.

Indy se tocó el ala del sombrero y saludó en un cerrado castellano.

—Buenos días, caballero.

El viejo tomó un cigarrillo a medio consumir que tenía detrás de la oreja y lo prendió moviendo la cabeza cansinamente.

—¿Qué se le ofrece?

—Necesitamos hablar con alguien que tenga contacto con la gente que trabaja por aquí. Un sindicalista, quizás. ¿Puede usted ayudarme?

—¿Es del gobierno? —inquirió el pescador con suspicacia.

—No, señor. ¿Por qué lo dice?

—¿No sabe que los sindicatos están prohibidos?

—No, no lo sabía —mintió.

—¿Y para qué quiere hablar con un gremialista.

—Estamos buscando información sobre un antiguo naufragio.

—¿Qué naufragio?

—El de un barco. Aquí enfrente, sobre la costa. En 1944. ¿Sabe usted algo al respecto?

—No. Pero vaya hasta el bar “Barracuda” y pregunte por Demetrio.

—¿Sólo Demetrio?

—Sólo Demetrio. Es lo único que puedo decirle. Vaya, tengo mucho que hacer —y sin preámbulos, con el cigarrillo humeando en la comisura de sus labios, se puso a trabajar otra vez en la red.

cd

El “Barracuda” era un típico bar portuario. Sucio, húmedo y oscuro; con ambientes fuertemente impregnados de olor a pescado, parroquianos celosos de sus costumbres y de poca diplomacia con los extranjeros. Tenía una barra larga, de madera tallada con motivos marinos, y anclas y nudos colgados de sus paredes. Sus mesas eran pequeñas, perfectamente cuadradas y todas ocupadas por personajes que parecían salidos de una novela de Julio Verne.

El camarero coincidía con el ambiente. Era un gallego bigotudo y sudoroso que clavó sus pupilas en el arqueólogo no bien éste abrió la puerta del local y caminó hacia él.

—¿Qué se va a servir? —le preguntó.

—En realidad, nada —repuso Indy—. Estoy buscando a un tal Demetrio. ¿Lo conoce, usted?

—¿Qué Demetrio?

—¡Joder! ¡Lo sabía! —murmuró Indy muy por lo bajo.

—¿A qué Demetrio busca?

—No lo sé. Sólo Demetrio, el gremialista.

—¡Ah! ¡Ese Demetrio! Está en aquella mesa de la esquina. Es el anciano de barba. Espero que lo moleste por algo importante. Es un tipo de poca paciencia y detesta a los extranjeros. Tenga cuidado, amigo. Sotelo siempre está acompañado, aunque no lo parezca.

—¿Sotelo? ¿Quién es Sotelo?

—Demetrio.

—¿Demetrio es Sotelo?

—Demetrio es sólo Demetrio. No lo llame por el apellido.

Indy giró y dirigiéndose a Lordon articuló:

—¡Oh, por Dios! ¡Me está volviendo loco! Espérame aquí. No te muevas.

El muchacho asintió. Indy caminó hacia la mesita y se paró junto al anciano, quien no le dirigió la mirada y siguió tomando un vaso de moscazo.

—¿Señor Demetrio?

—¿Quién lo pregunta? —retrucó el anciano secándose los labios.

—Mi nombres es Henry Jones y desearía poder hablar con usted unos minutos.

—¿Para qué quiere hablar conmigo? No lo conozco.

—Busco información, señor.

—¿Ah sí? ¿Acerca de qué?

—Sobre un barco que aparentemente se hundió frente a Finisterre en 1944.

—Muchos barcos se hundían por aquella época.

—Su nombre era Victoria-Regia. ¿Le suena?

Por primera vez el viejo le dirigió la mirada.

—¿Quién me dijo que era usted?

—Me apellido Jones.

—¿Jones?... ¿Es usted inglés?

—Norteamericano.

—¿Y por qué motivo un yanqui quiere saber algo sobre un naufragio español de la Segunda Guerra?

Indy señaló a Ned.

—El padre del chico viajaba en él —mintió— y pensé que por sus contactos gremiales con muchos pescadores usted podía saber algo o conectarme con alguien.

—¿Por qué lo busca después de tanto tiempo? Ya han pasado doce años.

—Bueno… es que el chico era demasiado pequeño entonces. Ha madurado y quiere conocer cómo murió su progenitor.

—¿Cómo murió? ¡Pues se ahogó, hombre! ¿Qué le va a pasar si naufragó? Además, nadie sabe lo que sucedió con ese “bote”.

—¿Conoce el caso?

—Navegué la zona del accidente a la mañana siguiente.

—¿Usted?

—Sí.

—¿Y no encontraron nada?

—Sólo una mancha de aceite y unos pocos restos flotando en el mar. Ningún cuerpo.

Indy experimentó una profunda desilusión.

—Pero oí rumores —agregó el viejo.

—¿Rumores?

—Sé de buena fuente que algunos de los pescadores que viajaron conmigo esa mañana, regresaron unos días después. Era común en aquellos días desarmar los barcos que quedaban al alcance de la mano. Mucha gente hizo fortunas vendiendo la chatarra que encontraba. Además, siempre se hallaban instrumentos electrónicos y demás chucherías… ¡Eran como las hienas! ¡Carroñeros! —ladró y se prendió al vaso de moscazo.

—Continué, por favor —solicitó Indiana.

El anciano esbozó una sonrisa desdentada.

—¿Y qué tiene para darme  cambio? —preguntó.

Indy extrajo unos pocos dólares y los colocó sobre la mesa.

—No es mucho —dijo el marino mirando el fajo—. Con esto no alcanza para hacer la revolución.

—Tómelo como una cuota inicial. No tengo más.

Demetrio tomó el dinero y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—Hubo un hombre —agregó—. Un tipo del gobierno; un tal Domínguez. Apareció por aquí una semana después de haber visto la mancha de aceite. Se comentó que era del Ejército, un hombre de la dictadura. Reunió a dos marineros y viajaron en una lancha hasta la zona. Estuvieron yendo y viniendo por un lapso de tres días, después, el tipo se marchó. Vinieron a buscarlo unos camiones. Yo mismo los vi.

—¿Y sabe si encontraron algo?

—Una caja grande de metal.

—¿Cómo dijo? —repreguntó Indy sorprendido.

—Parecía un sarcófago, un cajón… algo así. No losé. Es lo que circuló por el pueblo. De todos modos, se lo llevaron de aquí.

—¿Tiene idea a dónde?

—No. Ya le dije que no participé en la operación de rescate… ¡Odio a los fascistas del gobierno! —exclamó el viejo—. Pero uno de los que colaboró con él vive en Compostela.

—¿Recuerda su nombre?

—¡Cómo olvidarlo! ¡Fue un traidor a la causa! ¡Un ventajero! ¡Un vendido! Ahora, dicen, vive como un rey en la ciudad y desde entonces nunca regresó a Muros. A eso yo llamo “falsa conciencia de clase”… Su nombre es José Ángel Gutiérrez. ¡Un cerdo! —El anciano levantó sus ojos hasta los de Indiana, los clavó fijamente y terminó diciendo: —Y ahora váyase. Ya dije todo lo que tenía que decir sobre el tema.

—Gracias, señor.

—Lárguese —repitió— y que el chico tenga suerte con su padre.

Indy dibujó una sonrisa ladeada, cómplice, y regresó hasta donde Lordon lo esperaba.

—¿Averiguó algo? —inquirió el muchacho con ansiedad.

—Sí, pero vayámonos de aquí.

—¿Cómo lo hizo?

—Sucede que el resentimiento es nuestro aliado.

Y salieron del “Barracuda”.

14

VISITAS

Eran las tres de la mañana cuando entraron sin golpear.

Abrieron la puerta de una patada e ingresaron en la casucha con absoluta impunidad.

Atravesaron el comedor; tiraron las sillas de la mesa al piso y se metieron en el cuarto

Un par de manos inmensas tomaron a Demetrio por el cuello y lo levantaron de la cama de un tirón.

El viejo sintió como los dedos se enredaban en su barba y su cuerpo. Ya desgastado por los años, era sacado de las sábanas como si fuera un simple cuero reseco. Seguidamente lo estrellaron contra la pared y cuando terminó de desmoronarse en el suelo un borceguí, de suela de goma, se le clavó en el abdomen.

Se quedó sin aire. Sangraba por la boca.

Abrió los ojos y observó todo su cuarto nublado. Apenas percibió tres bultos a su lado.

Eran tres sujetos enormes.

Uno de ellos lo volvió a tomar por la camiseta de frisa y lo levantó. Lo sentó al borde de la cama. Recién entonces advirtió los dos ojos celestes más fríos que jamás había visto.

Rogo Velikonov acercó su rostro a centímetros de la nariz del anciano.

—¿Quién vino a verlo y qué información le brindó? —preguntó sin preámbulos en un duro español—. Cuénteme todo, señor Demetrio.

El viejo titubeo. Reconoció el acento. Era ruso. Era comunista. Era de su propio palo.

—¿Me pregunta por el gringo?

—No lo sé. ¿Era un “gringo”?

—Yanqui. Me dijo que se llamaba Jones de apellido.

Velikonov dilató las pupilas

—¿Cómo dice?

—Jones.

—¿Indiana Jones?

—No, Henry Jones.

—¡Maldición! —explotó el soviético.

—¿Algún problema, “camarada”?

—¿Qué fue lo que le dijo? —preguntó Velikonov fuera de sí, tomándolo por la garganta

El viejo desembuchó todo.

Un minuto después, Rogo Velikonov ordenó que lo asesinaran. 

15

TESTIMONIOS

José Ángel Gutiérrez, “El Cerdo”, era franquista. Un devoto chupacirios de derecha, como Dios manda, que vivía en una casona enorme a las afueras de Santiago de Compostela, por donde pasaba un sector del centenario camino que conducía, desde el resto de Europa, a la sagrada catedral.

Gordo, con carnosas adiposidades colgando de su abdomen y una barba desprolija e hirsuta, reflejaba la más cabal imagen del nuevo rico, odiado por los sectores populares —a los que detestaba— y despreciado por la nobleza de sangre, que jamás lo consideraría uno de ellos.

Soltero, pero con amantes pagas en cada pueblo vecino, Gutiérrez paseaba su orgullo de “macho cabrío” por la alameda todos los domingos, a bordo de su Cabriolet modelo 1949, traído especialmente desde el otro lado del Atlántico. No había auto semejante en todo el norte de España y eso lo hacía sentir bien, completo, superior al resto de los campesinos y comerciantes que seguían arrastrando sus pies por los polvorientos caminos de la región.

Según se decía —y los dichos coincidían con la información entregada por Demetrio— su poder económico había sido el producto de la “ayuda” que le brindara el gobierno hacía poco más de una década; y por más que había comprado heredades en la región, convirtiéndose en un hacendado de leudante capital, nadie lo identificaba como ”Señor”. Era un piojo resucitado, tan lleno de rencor y resentimiento que no podía mirar a sus vecinos sin un cierto encono y envidia escondidos. Había muchas cosas que el dinero no podía comprar. Pero, así todo, seguía teniendo el espaldarazo del gobierno nacional y, por ende, el apoyo incondicional del obispo del pueblo. Eso lo elevaba por encima de los demás y todos los domingos, en la misa, solía ocupar un sitial destacado en la Casa del Señor. Tomaba la comunión semana tras semana y siempre se cuidaba de estar listo para ser el primero en devorar el cuerpo de Cristo. En ese acto religioso fue que Indiana Jones lo ubicó ese fin de semana.

—¿Es él? —le preguntó a una señora rechoncha que abrazaba sobre su pecho un misal de nácar.

—Sí, señor. Ese es Gutiérrez —respondió la mujer tras haber creado cierta confianza circunstancial con el arqueólogo.

Indy miró la hora. Faltaban unos cuarenta minutos más de misa.

—Queda poco —agregó la vieja al advertir el movimiento de Jones—. Pero si quiere hablar con ese tipo tendrá que esperar a que termine el curso dominical que se brinda después de la ceremonia.

—Lástima. No tengo tiempo. En otra ocasión quizás.

Salió de la iglesia a paso veloz y buscó a Ned Lordon. El chico estaba mirando una artesanías, justo enfrente del templo. Cuando advirtió a su profesor, cruzó la calle y preguntó:

—¿Averiguó algo más?

—Tenemos unas dos horas para inspeccionar su casa. Saldrá tarde esa reunión religiosa.

—En ese caso, apurémonos.

Y sin perder tiempo marcharon hacia la mansión.

cd

Resguardada con setos altísimos y enclavada en la cima de una elevación del terreno, la propiedad de Gutiérrez señoreaba todo el barrio. Era de típico estilo colonial americano y poseía un parque enorme que la rodeaba. Los árboles se amontonaban sobre uno de los laterales de la heredad, simulando un bosque medieval en donde el “Señor” dedicaba sus horas de ocio a la caza de codornices y cervatillos. Pero ninguna de ambas especies campeaban por el sitio. Era puro decorado. Pura ostentación. Una forma más de decir: “Aquí estoy yo, el mejor de todos”.

No resultó dificultoso saltar el vallado vegetal, ni recorrer los doscientos metros de terreno que lo separaban de la casona. No había guardias. Y si en verdad había, estaban del otro lado de la construcción.

Corrieron hasta una de los paredones de ladrillo y buscaron una puerta por donde entrar. Una vez más, la habilidad de Lordon se dejó relucir y con un doble giro de alambres improvisados giraron la cerradura de la cocina y entraron.

Era inmensa. Tenía una gran mesada central de mármol y una colección de ollas de cobre colgando de una viga que la atravesaba completamente. También una docena de cuchillos de Toledo decoraban la pared principal, justo por encima de la heladera.

Avanzaron con cuidado. No quería despertar a nadie.

Cruzaron una sala de estar con chimenea y encararon por una escalera que conducía al primer piso. Había siete habitaciones. Eligieron una al azar.

—Esto parece ser su oficina —sentenció Indy al abrir la puerta—. Tuvimos suerte.

—¿Qué se supone que debemos encontrar? —preguntó Lordon.

—Me daré cuenta cuando lo tenga ante mí.

Y sin más, se pusieron a revolver todo.

Había papeles mecanografiados (con tremenda faltas ortográficas) por todos lados, una foto autografiada del generalísimo Franco enmarcada prolijamente, una bandera española cubriendo una de las paredes y un tríptico medieval que representaba a la Sagrada Familia, a un costado de la habitación. Pero de todos los objetos que allí se aglomeraban, en un claro estilo de burgués en ascenso, lo que más le sorprendió a Jones fue una lustrosa svástica de bronce colocada en el ala derecha del escritorio.

Comulgaba con el diablo el muy hipócrita”, pensó Indy imaginándoselo tomando la ostia todos los días en la iglesia del barrio.

Ned inspeccionó una pequeña biblioteca. Todos los libros estaban claramente sin leer. Era obvio que los había comprado como mero decorado; por el color de sus lomos. Ninguno estaba hojeado y tenían una gruesa capa de polvo en la superficie. Era una pena porque allí se juntaban tres de las mejores historias del arte del mundo.

—Dios le da pan al que no tiene dientes —sentenció el muchacho.

—A este tipo le dio mucho más que pan, Lordon. Con pan no te compras una mansión como esta —ajustó Indiana—. Le deben haber dado marcos alemanes… ¡y de los de denominación grande!

—¿Usted se llevó muy mal con los nazis, verdad?

Indy frunció los labios.

—Digamos que desde muy joven no me llevé bien con esos tipos y durante la guerra traté de hacerles la vida difícil.

—Aparentemente con éxito.

—Digamos que sí, aunque cuando veo lugares como éste me pregunto si realmente la contienda terminó realmente en 1945.

—Algunos tienen haber sobrevivido.

—¿Algunos?... ¡Muchísimos! Y lo peor de todo es que no puedo sacármelos de encima.

—Convengamos que hoy los rusos le matizan la vida, profesor —dijo con sarcasmo.

—Es cierto. Para variar un poco, nada más. No te creas que son tan diferentes. Entre Hitler y Stalin existió sólo una mínima variación. Al final de cuentas, los dos fueron bestias que despertaron bestias.

Pero no debió convocar a los demonios dormidos con su comentario: el ruido del motor de dos autos se coló por la ventana.

—¿Quiénes son? —preguntó al advertir que Lordon se asomaba hacia fuera.

—Es un Ford Continental, doctor y viene lleno de tipos. No distingo sus rostros desde este lugar.

—Apúrate. En breve tendremos que irnos de aquí.

Siguieron buscando algo hasta que escucharon el sonido de personas subiendo por la escalera. Corrieron a un armario abierto, al otro lado de la habitación, y se metieron dentro. Cabían perfectamente. Era un espacio grande. Cinco minutos más tarde, un tropel de pasos invadieron el estudio y el cuarto se llenó de voces.

Oyeron muebles que se corrían y la voz apagada de una de las personas protestar.

Indy se asomó con mucho sigilo. No debía ser visto. Echó una ojeada.

Entonces, el corazón se le heló: Velikonov acababa de empujar a Gutiérrez obligándolo a sentarse en una silla en el centro mismo de la sala

—Estoy cansado, aburrido y sin tiempo, “camarada” —articuló el ruso en perfecto español—. Le haré sólo una pregunta y quiero una respuesta rápida y concreta. ¿Quedó claro, verdad? ¿Me entendió usted bien?

Gutiérrez lo observó en silencio. Estaba asustado. Se notaba a simple vista. Cuatro matones lo rodeaban.

—Hace doce años usted y el gobierno español rescataron del mar una sarcófago de plomo. Supongo que lo debe recordar muy bien. Por lo tanto, mi gran duda es: ¿dónde se lo llevaron? ¿En dónde está ese artefacto?

—No sé de que habla —respondió con voz temblorosa el prisionero.

Miente”, pensó Indy.

Velikonov se alejó de Gutiérrez y recorrió la estancia, pasando a centímetros del armario en el que el arqueólogo se escondía.

—Ya le dije que no tengo tiempo, señor —agregó el ruso y con un chasquido de los dedos de la mano derecha dio la orden.

Dos de sus hombres tomaron a Gutiérrez por la espalda, sujetándolo con fuerza e impidiendo que se pudiera mover. Un tercero extrajo de su bolsillo un cortaplumas muy afilado y se acercó amenazante hasta el español. Otro, por el costado, le apretó la cara y abrió la boca. Oprimía con tanta violencia que las mandíbulas del prisionero se trabaron, dejando salir la lengua como si fuera un perro cansado. El del cortaplumas se aproximó más y sin esperar una nueva directiva de Velikonov clavó la punta del arma en las encías inferiores y tras hacer palanca extrajo uno de los dientes delanteros de la víctima.

El alarido retumbó por toda la casa.

La sangre chorreó y un mar de lágrimas bañaron el rostro de Gutiérrez.

Velikonov caminó hacia el español. Sonreía.

—¿Recuerda algo, ahora? —inquirió; pero antes de recibir una respuesta volvió a ordenar: —Extráele otro diente. Asegurémonos una respuesta sincera.

El cortaplumas atravesó la base del primer molar. Escarbó un poco, abriéndose camino entre una masa sanguinolenta de carne y nervios hasta que la pieza dentaria se aflojó y saltó.

Gutiérrez perdió el conocimiento pero una cachetazo lo volvió a la cruda realidad de dolor u tortura.

La cara del coronel soviético se le dibujó a cinco centímetros de su nariz.

—¿Dónde está la caja de plomo, señor Gutiérrez? —insistió pausadamente.

—¡En San Juan…! —balbució fuera de sí.

—¿San Juan? ¿Qué es San Juan?

Gutiérrez tomó aire. Estaba agitado y no podía articular con precisión.

—San Juan… —repitió—. La Orden de San Juan…

—¡La Abadía de la Orden de los Caballeros de San Juan! —exclamó Velikonov reincorporándose con una amplia sonrisa en los labios—. ¡Perfecto!

Giró sobre sus talones y caminó hacia la puerta. Antes de atravesarla y sin siquiera darse vuelta prescribió con autoridad:

—Elimínenlo. 

 

16

 

MYÖLNIR

La fortaleza de la Orden de San Juan era un pedazo de la Edad Media en pleno siglo XX. Enclavada en lo alto de un cerro, sus murallas eran el símbolo de una época violenta, animada por el fanatismo religioso y la intolerancia que nacía de la convicción monoteísta de tener al verdadero dios del lado de uno. Como resultado del secular enfrentamiento entre cristianos y musulmanes, España —“la defensora de la fe”— había levantado, más que ninguna otra nación, decenas de construcciones de ese tipo a lo largo y ancho de su geografía.

Hacia 1956 la mayoría de ellas estaban en ruinas y el mal llamado “Castillo” de San Juan no era una excepción a la regla.

Derruidos por el viento y las lluvias, sus almenares ya no protegían a nadie y las torres de piedra, sin techumbre y desvencijadas, no inspiran respeto ni temor; solo nostalgia por una época que todos habían olvidado.

Gran parte de los muros que daban al sur se habían derrumbado por el paso del tiempo y la absoluta ausencia de mantenimiento. Ni siquiera esas paredes de cinco metros de grosor habían podido resistir la fuerza de las raíces de los muchos árboles que crecían sobre la estructura misma de la antigua fortaleza.

La Orden de San Juan había sido fundada por Raymond du Puy en 1120, dos años después de que la cristiandad viera nacer a la más famosa de sus ordenes de caballería: Los caballeros del Temple, fundada por Hugo de Payens. Como tantas ordenes medievales, la de San Juan era una institución en la que convergían los ideales de la ascesis eclesiástica —castidad, pobreza y obediencia—con el ideal caballeresco de protección a los peregrinos y a los Santos Lugares. En los días de gloria, sus miembros habían sido poderosos e influyentes, capaces de controlar insumos y hombres al otro lado del Mediterráneo, en Palestina, que era en donde se libraba la Guerra Santa contra el Islam y en la que los espíritus guerreros desfloraban sus pasiones espada en mano para ganarse así la puertas del Paraíso. Pero el “Castillo” de San Juan ya no reflejaba ese antiquísimo poder. Abandonado, descuidado, aislado en un paraje yermo de las montañas gallegas, era un sitio arqueológico más. Un lugar olvidado al que nadie dirigía sus pasos. Un resto del pasado. Meras piedras apiladas desordenadamente.

Aún así, de noche e iluminado por más de media docena de antorchas, la fortaleza reeditaba su perdido esplendor. Era como una construcción fantasmal que, tras siglos de olvido, volvía a cobrar vida generando un ambiente lúgubre, en el que los claroscuros producían un clima de miedo y opresión muy difícil de evitar.

Escondido detrás una muralla en ruinas, Indiana Jones esperaba con parsimonia que los rusos terminaran de arrastrar el gran cajón de plomo hasta el centro de la plaza de armas. Hacía más de cuatro horas habían llegado a las ruinas cuidándose muy bien de no ser vistos por los soviéticos que, con denuedo habían estando buscando el arcón por todos lados. Finalmente, se habían topado con él en una cámara subterránea, oscura y húmeda, ubicada detrás del altar de lo que antaño fuera una capilla.

Clavaron las antorchas en el suelo. Desplazaron la caja hasta el centro. La rodearon. Eran seis hombre fornidos, de civil, vistiendo sombreros de ala ancha y chaquetas oscuras. Velikonov los guiaba. Era la autoridad máxima y estaba obnubilado por la presencia de ese mueble, que tanto había buscado.

Indy giró el cuello y miró a Lordon.

—Quédate aquí. No te muevas. Es una orden directa. ¿Entendiste?

—Sí, “coronel” —respondió el muchacho con ironía y nervios contenidos—. Lo que usted diga. Pero ¿qué es lo que va a hacer?

—No lo sé. Improvisaré sobre la marcha —y sin decir más, se perdió en las sombras.

cd

Rogo Velikonov se acercó a la caja de plomo y observó detenidamente cada uno de sus detalles. La rodeó y cuando tuvo grabados en su mente cada centímetro de la misma ordenó que corrieran la tapa.

—Que a nadie se le ocurra meter una mano adentro. ¿Comprendieron bien? ¡Que nadie toque nada o yo mismo le dispararé al corazón! —dijo—. Estamos ante un artefacto de inmenso poder, capaz de hacer desaparecer toda la comarca en segundos.

Los hombres titubearon con la tapa entre sus manos.

—Ábranla. No habrá problemas siempre y cuando obedezcan lo que acabo de decirles.

Entonces los seis matones de la KGB imprimieron fuerza a sus bíceps y la cubierta se desplazó hacia un costado, produciendo un ruido metálico y chirriante. Velikonov sintió que encarnaba a un personaje de la ficción decimonónica, un típico producto de la industria capitalista del espectáculo: al profesor Abraham Van Helsing, el famoso caza-vampiros de la novela Drácula, de Bram Stoker.

Pero no surgió ningún vampiro humano de la caja. Cuando la tapa finalmente cayó al piso, y el grupo entero sació su curiosidad asomándose por los bordes, sintieron una profunda desilusión.

A excepción de Velikonov, cuyos ojos brillaban de entusiasmo, los demás se miraron sorprendidos por la poca cosa que había en el interior.

Pero el coronel era el único que comprendía la tremenda importancia de la herramienta que tenía enfrente suyo. Un objeto místico de cientos de años de antigüedad. Una reliquia sagrada que había desvelado el sueño del mismísimo Heirinch Himmler.

Ahí estaba.

Quieto, perfecto, divino. No era otra cosa que Myölnir, “El Triturador”, el Martillo de Thor.

Visto con detenimiento, no tenía la belleza que le adjudicaban los artistas plásticos y escritores escandinavos. No develaba a simple vista ningún peligro. Más parecía un pieza arqueológica, común y corriente, que la poderosa arma de un dios.

El mango era de madera pero estaba enteramente cubierto por el cuero negro de una cabra. Tenía decoraciones rúnicas todo a lo largo, pero el ruso no supo interpretarlas. En el extremo superior, engarzada al mango, se observaba una piedra pulida de regular tamaño, sujeta, además, por tiras cruzadas de cuero marrón.

Era un simple martillo de la edad del bronce. No tenía ninguna de sus partes hecha en oro o plata y nadie hubiera dado demasiado de haber sido encontrado y puesto en venta en alguna galería de arte o mercado negro de antigüedades.

Sin embrago, Velikonov sabía que lo que tenía a centímetros de su mano era el artefacto capaz de inclinar la Guerra Fría en beneficio de la URSS… y de sí mismo. Cuando pudiera manipular a Myölnir no sólo el imperio capitalista que encabezaba Estados Unidos se rendiría a sus pies, sino que también el propio gobierno soviético tendría que obedecerle como si fuera un nuevo Stalin. Un nuevo emperador… el emperador del mundo.

—¡Aléjense! —ladró con voz estruendosa. Quería ser el único admirador de semejante fuente de poder.

Los agentes de la KGB no salían de su asombro. ¿Por qué motivo se entusiasmaba tanto con semejante porquería? El asombro se convirtió en sarcasmo y no faltaron las sonrisas mordaces al advertir las muchas horas invertidas en la búsqueda de ese palo con una piedra en la punta. Pero Velikonov no advirtió nada. Estaba estupefacto mirando el martillo.

Entonces, misteriosamente, Myölnir empezó a vibrar como si estuviera despertándose de un largísimo letargo.

El ruso se asustó, pero no retrocedió un solo paso. No le quitaba sus ojos de encima.

El martillo aumentó su vibración y la piedra que sostenían los tirantes de cuero se fue volviendo lentamente incandescente.

Velikonov se moría por tocarlo.

Myölnir siguió temblando más y más. Repentinamente, el coronel comunista confirmó lo que creía estar viendo: el martillo empezaba a levitar, elevándose del cajón de plomo, superando la altura de sus hombres y quedando extendido horizontalmente ante el asombro aterrado de todos.

¿Qué sucedía?

¿Qué misteriosa fuerza producía semejante fenómeno?

El martillo se enderezó gradualmente. Adquirió una postura vertical con la piedra apuntando al cielo. Quedó perfectamente erecto como si fuera un pene divino dispuesto a fertilizar todo el universo.

Entonces, con un movimiento brusco, se desplazó hacia un costado a gran velocidad, pasó a centímetros de la cabeza de Velikonov y sobrevoló a la media docena de agentes restantes que, sin entender nada, lo siguieron con sus ojos azorados.

Velikonov hizo lo propio y cuando giró sobre sus talones para ver la dirección que el martillo llevaba, distinguió claramente una silueta parapetada a veinte metros de la cajón.

Una silueta que conocía. Una silueta con sombrero de ala ancha y látigo en la cintura

—¡Jones! —gritó desaforado a punto de estallar de rabia, y todos sus esbirros desenfundaron las pistolas automáticas.

No había terminado de nombrar a su odiado competidor cuando advirtió algo que le heló la sangre: Myölnir volaba en dirección del arqueólogo, que lo atrapó como su fuera un aborigen australiano arrebatando un bumerang del aire.

¿Cómo era posible?

¿Qué estaba pasando?

Indiana Jones semejaba un Coloso de Rodas en miniatura. Con las piernas abiertas, perfectamente plantado en el suelo y los brazos extendidos hacia delante, sostenía al martillo con firmeza y los guantes bien calzados en cada una de las manos.

Myölnir brillaba como una linterna, intermitentemente, lanzando chispazos hacia arriba y hacia abajo como si fuera un potente generador de energía eléctrica a punto de estallar.

Velikonov se quedó pasmado ante semejante estampa y no tardó en gritar la orden de contraatacar.

—¡Mátenlo! ¡Dispárenle! ¡Lo quiero muerto!

Los soldados soviéticos reaccionarios al unísono y apretaron los gatillos.

Una lluvia de balas salió disparada en dirección a Indy; pero lo que nadie imaginaba —ni siquiera Jones— ocurrió.

Myölnir empezó a girar cual una hélice, desmaterializando los proyectiles antes de que impactaran en el cuerpo del arqueólogo, devenido en un Thor moderno.

Se escuchaba un inocente chisporroteo cuando las balas desaparecían como si fueran copos de nieve derritiéndose ante una fuente inmensa de calor.

Velikonov, inconscientemente, se corrió a un costado hasta ocultarse detrás de la caja de plomo. Sus hombres siguieron disparando, inútilmente, unos segundos más. Entonces, el martillo dirigió los brazos de Indy hasta colocarlos horizontalmente, siendo blandido como si fuera una espada medieval apuntando a sus agresores.

Y volvió a ocurrir lo inimaginable.

Desde la punta del martillo se desprendió un rayo de luz compacto y resplandeciente que salió dirigido hacia los pistoleros impactándolos en sus cuerpos, uno a uno, recreando una abanico lumínico que buscaba selectivamente el pecho de sus enemigos, pulverizándolos como si fueran estatuas de arena.

Pero no todo iba bien.

Indy podía sentir que algo se trastocaba dentro de él y todo ello se reflejaba en sus facciones que, de a poco, se volvían más duras, mucho más marcadas sus arrugas y los ojos iban adoptando una coloración roja, no carente de maldad.

Ned Lordon advirtió cómo se iba llevando a cabo la metamorfosis y salió del refugio corriendo en dirección de Indy.

—¡Profesor Jones! —gritó acercándosele por la espalda—. ¿Qué sucede profesor” —y antes de poder tocarle el hombro, Indiana volteó sobre su tronco y lo golpeó con el antebrazo lanzándolo a más de cinco metros de distancia.

Lordon se quedó tumbado y estupefacto en el suelo. El rostro que veía no era el que conocía. Aquel que sostenía el martillo ya no era Indiana Jones, sino un cuerpo dominado, poseído por una entidad extraña que convertía a su viejo profesor en una herramienta de destrucción y venganza.

Jones ya no era Jones.

Un vengativo dios escandinavo controlaba su voluntad. Todo eso se advertía en la mueca de furioso odio que la cara del arqueólogo expresaba.

—¡Profesor! —volvió a suplicar Ned—. ¡Soy yo!

—¿Y quién eres tú, asquerosa alimaña rastrera? —repreguntó Indiana con una voz cavernosa y penetrante, que salía de sus labios entreabiertos.

Lordon empezó a retroceder, arrastrándose como un cangrejo, sin querer sacar sus ojos de Indy para, al menos, estar consciente en el momento de recibir la descarga mortal. Pero nada de eso ocurrió. Desde el piso notó como Velikonov se le acercaba a Jones desde atrás con un pesado tronco en la mano. No dijo nada. Se calló la boca y para cuando el madero dio con fuerza en la nuca del arqueólogo se hizo a un lado para evitar que Indy se desmoronara sobre él.

El martillo resbaló de los dedos de Jones y quedó tendido a centímetros de la mano del muchacho, que se alejó de él como si fuera la peste misma.

El ruso apuró el tranco, se agachó y de dos tirones violentos le extrajo a Indy los dos guantes que tenía puestos.

Sonrió con malicia y sin esperar un segundo se los colocó.

Se sintió poderoso, omnipotente.

Indy, salido del trance en el que había caído, levantó los párpados. En ese instante, Velikonov agarraba con ambas manos a Myölnir como si fuera un vikingo. Sin dejar que el soviético reaccionara, Indy se reincorporó y dio el salto más fuerte que pudo imprimirle a sus piernas. Estiró también los brazos y alcanzó a tomarle las dos muñecas enguantadas, sujetándolo con todo el peso de su cuerpo. Tenía que frenarlo. No podía permitir que blandiera el martillo.

Velikonov empezó a experimentar la metamorfosis. Sus ojos se abrieron desorbitados y las dilatadas pupilas del ruso se enfocaron el rostro aterrorizado de Indiana, que luchaba por no perder las muñecas de su enemigo. Apretaba sus manos contra los guantes con desesperación.

El ruso se sacudió hacia la izquierda y volvió hacerlo hacia la derecha. Los pies del arqueólogo perdieron sustento y empezó a sacudirse cual un muñeco de trapo. 

—¡Ned! —aulló—. ¡Ayúdame!

Pero el chico apenas alcanzó a levantarse. No había terminado de ponerse de pie cuando vio como Velikonov agitaba sus extremidades e Indy salía despedido por el aire… con un guante fuertemente agarrado entre sus dedos.

El arqueólogo rodó por el suelo, levantando polvo en todas direcciones.

El ruso se quedó con el martillo, agarrado con la única mano que le quedaba enguantada. Gruñó y sacando pecho como si fuera un palomo, dirigió la punta lítica de Myölnir hacia Jones.

Una serpentina de energía se desprendió desde la punta de la reliquia.

Indy giró hacia la izquierda y la tierra estalló a centímetros de su cuerpo.

Entonces actuó con celeridad.

Se paró.

Se calzó el guante en la mano derecha y esperó el segundo ataque, que no tardó en llegar.

El nuevo rayo de Myölnir recorrió la distancia que lo separaba del arqueólogo y cuando iba a impactarlo, disolviéndolo en el aire por la fuerza de la energía concentrada en el as, el guante de Indy actuó como si fuera un escudo protector.

La energía se frenó y rodeó su mano. Dio vueltas sobre el guante y regresó por el mismo que camino que había recorrido, hasta llegar a la mano de Velikonov.

Ambos, el ruso y el americano, quedaron conectados por una cadena de energía; un lazo de luz destructor que, cual un electroimán, los atraía más a más. Cuando estuvieron a pocos centímetros, Indy no perdió tiempo y agarró el mango del martillo, colocando su mano por encima de la del soviético… y empezaron a tirar uno para cada lado.

—¡Maldito gusano! —profirió Velikonov.

—¡Cerdo putrefacto! —insultó Indy.

—¡Suéltalo!

—¡Suéltalo tú!

—¡No!

—¡No lo dejaré, imbécil!

—¡Voy a destruirte, insecto!

Entonces algo fantástico acaeció.

Desde la punta lítica del martillo salió lanzado hacia el cielo un potentísimo relámpago de luz que fue adquiriendo gradualmente una forma monstruosa, desproporcionada, gigantesca, tan grande como la mismísima plaza de armas del “castillo” de San Juan. Una nube rojiza, con tintes de color verde y negro en los bordes, formó un rostro casi demoníaco, de boca atigrada y ojos resplandecientes que miraban hacia abajo como queriendo devorarse a los dos seres humanos que competían por Myölnir. Hacia los costados se desplegaron dos alas inmensas, flamígeras, intimidantes. En ese instante Indy soltó el mango de madera.

Velikonov abrió la boca en señal de triunfo y lanzó una carcajada en la que se mezclaba revancha, alegría y furia, con el martillo bien agarrado con la mano.

—¡Aquí estoy, Señor! —exclamó mirando hacia arriba—. ¡Soy tu humilde esclavo! ¡Tu instrumento en la Tierra!

Un rugido tremendo bajó desde lo alto.

Un trueno.

Una catarata ronca.

Un gruñido inhumano.

Y de pronto, Velikonov sintió que el martillo era succionado hacia el cielo. Sus dedos resbalaron por el mango al tiempo que empezaba a experimentar un estado de ingravidez y advirtió que estaba flotando en el aire, a casi seis metros de altura.

Indy retrocedió arrastrándose por el suelo. Sospechaba que algo raro iba a suceder.

No se equivocó.

Inopinadamente, la pantagruélica boca de la entidad se abrió como si fuera el Mar Rojo, excitado por los conjuros de Moisés y el ruso fue literalmente absorbido ese un agujero negro rugiente y malévolo.

Myölnir, “El Triturador”, permaneció unos segundos más en el aire para, finalmente, ser también devorado por aquella misteriosa nube antropomórfica.

Las titánicas alas se sacudieron y en un segundo, como si se abriera una puerta directa hacia el Valhala, todo se desvaneció en aire de la noche.

Indiana Jones se reincorporó. Estaba azorado. Se acomodó el fedora en la cabeza y buscó a Ned Lordon, que se le acercó desconcertado. 

EPÍLOGO

Marshall College

Connecticut

Una semana después

Indy salió de la oficina del decano con una sonrisa en la boca, cruzó el pasillo en dirección al parque del campus universitario y caminó lentamente hacia Ned Lordon, que lo esperaba sentado en una banca debajo de un aromo florecido y verde.

El muchacho se puso de pie cuando lo vio llegar.

—¿Y qué sucedió? —preguntó ansioso.

—Lo que era obvio: no me creyeron una sola palabra —respondió Indy despreocupado.

—¿Puede eso traernos problemas?

—No, ninguno. En pocos días más olvidarán el asunto, lo archivarán y empezaran a competir por alguna otra cosa.

—Entonces, ¿podemos quedarnos tranquilos?

—Absolutamente.

El chico respiró aliviado. Se acomodó el cabello y le extendió la mano abierta.

—Bien, profesor Jones, me despido de usted.

—¿Despedirte?—repreguntó intrigado.

—Solicité mi traslado a Boston.

—¿Por qué?

—Mis padres son de allá. Además, todo este asunto me ha puesto mucho en evidencia y los demás alumnos han empezado a hablar…

—Entiendo —contestó y le apretó la diestra con fuerza—. No pensé nunca decir esto, después de conocer tu actividad como informante, pero ha sido un placer trabajar contigo.

—Lo mismo digo, doctor Jones. ha sido una experiencia… interesante.

—Estaremos en contacto, muchacho.

—Por supuesto que sí.

Lordon volteó y se retiró caminando por un camino de grava bordeado de flores. Indy se le quedó observándolo unos segundos. Se rascó la nuca y puso dirección a su oficina.

Tenía una decena de monografías que corregir. 

FIN

EL AUTOR

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia, escritor, explorador.

Nació en Buenos Aires el 16 de marzo de 1963. Durante más de veinte años residió en Mar de Plata, República Argentina, instalándose finalmente en su ciudad natal a partir del año 2002.

Se graduó con honores como Profesor en Historia en la Facultad de Humanidades de la UNMdP y ejerce su labor profesional en el ámbito universitario y secundario desde 1992. Es autor de numerosos libros, artículos y ensayos tanto en Argentina como en el extranjero; editando en 1997 su primer trabajo, Visitantes de la Noche, en el que describe y analiza una de las expresiones más desarrolladas y perdurables del imaginario de la cultura occidental: la creencia en fantasmas. Siguiendo esta línea, abordó el tema de los exploradores y las exploraciones durante el siglo XIX; publicando “Aproximación al imaginario de los exploradores durante la Era del Imperio (1875-1914)”, en donde investiga profundamente la postura occidental frente a “los Otros”, a partir del análisis de una novela ejemplar para dicho caso: El Mundo Perdido de Sir Arthur Conan Doyle.

Asiduo viajero y explorador “con bajo presupuesto” (como él mismo gusta llamarse) es un enamorado de la cultura incaica y ha realizado numerosos viajes al Perú, entablando amistad con grandes arqueólogos y exploradores del medio. Amante de la exploración y la aventura, organizó y dirigió en 1998 una expedición por la cuenca amazónica peruana, en pos de las ruinas de Vilcabamba “La Vieja”, la última capital de los incas (de la que ha publicado un libro); y desde hace más de una década se encuentra abocado al estudio y búsqueda de la legendaria ciudad perdida del Paititi (que, según él mismo dice, “se ha convertido en una obsesión”).

Adepto al jazz, a Frank Sinatra y Bobby Darin, a la escritura y la lectura, disfruta de los contrastes que le producen ambientes tan disímiles como lo son las aulas y la selvas sudamericanas. Amante de su profesión, de sus hijos (Rodrigo y Florencia) está siempre a la espera de calzarse la mochila y partir tras las huellas del imaginario colectivo que, quizás algún día, lo lleven ante las puertas de su tan romántica ciudad perdida; ya que “la esperanza siempre es mucho más fuerte que la experiencia” (FJSR).

Referencias:

[1] Rango militar de las SS equivalente a la jerarquía de capitán.

[2] Capitán General de la SS. Máxima autoridad de la organización nazi.

[3] Heródoto, historiador griego del siglo V a.C. que recorrió el mundo antiguo recopilando historias orales, haciendo uso del sencillo método de preguntar y anotar todo.

[4] Véase Las crónicas del Joven Indiana Jones.

[5] Soldado de primer clase de las SS.

[6] OSS (Office of Strategic Service) Oficina de Servicios Estratégicos.

Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia

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