El Gran Hotel Viena su decadencia sin humanos

Por Fernando Jorge Soto Roland*

Decadencia y progreso

La idea de decadencia no siempre estuvo presente. Si echamos una mirada desapasionada al pasado, evitando anacronismos, observaremos que carecía de sentido y existencia. Durante la Edad Antigua, la concepción cíclica del tiempo y la eterna renovación que imponían los mitos, secundando a la naturaleza y sus estaciones, desterraron el concepto. No se pensaba en decadencias. A lo sumo imaginaban castigos divinos, producto del celo enfermizo de algunos dioses dispuestos a alertar a los hombres de sus fallas y pecados. Pero la idea de decadencia estaba ausente. No pensaban en ella. De hacerlo, deberían haber tenido una concepción lineal del tiempo y no cíclica, como de hecho poseían. Sólo con el advenimiento del catolicismo como institución superpoderosa en la Edad Media, la idea de decadencia hace acto de presencia, aunque relacionada específicamente con cuestiones morales. Tendríamos que esperar a la Edad Moderna y el Renacimiento (siglos XV y XVI) para que la decadencia se impusiera como una variable de análisis, tras descubrir que Roma y su Imperio se habían convertido en meros escombros. Nadie lo había advertido antes. Todo fue demasiado lento. Un proceso de larga duración que fue naturalizando la decadencia de tal modo que sólo la perspectiva, adquirida 1000 años después, consiguió que los hombres modernos advirtieran la desaparición de algo tan poderoso.

Pero la noción tampoco duró mucho. La idea de decadencia perdió fuerza hasta casi desaparecer en el siglo XVIII y la mayor parte del siglo XIX, abrumada por la idea de Progreso y el enorme optimismo desplegado entonces.

Los avances científicos y tecnológicos, el inmenso poder del hombre sobre la naturaleza, las mejorías teóricas y —según los iluministas— morales, borraron de la mente y de los libros al pesimismo y la nostalgia. Todo pasado había sido peor. De ahí en adelante sólo restaba mejorar. El futuro era nuestro. El Progreso imponía su ineluctable dictadura y la idea de decadencia fue fagocitada por lo que hoy consideramos una exagerado optimismo lleno de ingenuidad. Tuvimos que esperar al siglo XX para que la idea de decadencia reapareciera con la Gran Guerra de 1914 y terminara asentándose con la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Desde entonces parece que se instaló para quedarse. 

 

La desnaturalización del optimismo

 

«El tiempo destruye todo,

Nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses.

La tierra decae, la carne decae.

Con el tiempo todas las cosas cambian».

 

Sófocles, Edipo.

Vivimos en una época fascinada por relatos de destrucción. La posibilidad que los hombres tenemos hoy de hacer «volar —literalmente— el mundo por aire» con solo decidirlo, nos aterra. Desde que lanzamos la primera bomba atómica sobre Hiroshima (Japón), el 6 de agosto de 1945, sentimos que vivimos bajo la «Espada de Damocles», en el borde mismo del abismo. Hay que admitir que la Guerra Fría (1947-1991) se encargó de alimentar esos miedos. Las mutuas amenazas que se hacían las dos superpotencias nos llenaron de intranquilidad; y los medios de comunicación, el cine, la literatura y la televisión, se encargaron de recordarnos que vivíamos «tiempos difíciles» y que la supervivencia de la especie estaba en riesgo.

No se escatimaron esfuerzos a la hora de advertirnos lo complicado que era el mundo, fantaseando y proyectando sobre un futuro incierto la idea de una decadencia inmediata y catastrófica, que se sacaba de encima  —«de un plumazo»— la nota esencial que había tenido en el pasado: la larga duración.

Ahora todo era factible. Hasta despertarnos una mañana en un mundo en ruinas; entrando a vivir (sufrir) una «nueva Edad Media», casi instantáneamente. Sin luz, sin servicios públicos, sin rutas y bajo el colapso instantáneo de toda la civilización material, el morbo se exacerbó seguido por una psicosis general que desnaturalizó el optimismo que nos acompañaba desde hacía por lo menos 200 años.

Un neo-romanticismo enamorado del caos, las ruinas y lo irracional, recreó el mundo por venir, llenándolo de enredaderas y grietas. La imagen de pueblos, ciudades o castillos abandonados, se impusieron en el tétrico imaginario de principios del siglo XX y un ecopesimismo en ciernes difundió la idea de una naturaleza vengativa y recolonizadora. El viejo discurso de la antigüedad —sustentado en el castigo divino— adaptó su vocabulario a una época más incrédula e implantó la idea de un venganza natural que, indefectiblemente, llevaría a toda la especie humana hacia el olvido. El futuro dejó de ser de los ultra tecnificados Supersónicos (The Jetson) y pasó a manos de un decadente «Planeta de los Simios».

Un sombrío escrutinio de la historia es lo que prevalece.

En oposición a los sueños y proyecciones de la Ilustración, que anunciaba un progreso indefinido, las reflexiones de filósofos, antropólogos, escritores, historiadores y premios Nobel contemporáneos, no son halagüeñas.[1] El siglo XX alimentó ese pesimismo y la idea de decadencia sobrevuela gran parte del material editado. Pareciera que nos regodeamos con el advenimiento del desastre, en tanto destilamos permanentemente ideología en cada vaticinio. La nostalgia de los conservadores no se ve superada por las utopías de la izquierda, que antes auguraban un futuro feliz e igualitario.

Perdimos todos los libretos. Ya no parece haber más “Grandes Relatos” que nos aseguren el porvenir. Y hasta el libre albedrío aparece condicionado por la fatalidad. Holocaustos, racismo, inseguridad y crisis económicas, se alimentan de supuestas leyes naturales que nos hablan de un decadencia segura. No en vano el presente es el que condiciona nuestra visión de futuro. Pocas cosas alientan el optimismo. Un aparato de retroalimentación negativa expande la angustia. Hasta los filmes anuncian el fin de todo. Desde Terminator, pasando por 12 Monos, hasta llegar a la reciente película 2012, el catastrofismo  de Hollywood nos dice muchas más cosas de las que vemos a primera vista.

Y la telebasura también contribuye a ello.

Ya estamos acostumbrados a ver por cable el anuncio de verdaderas maratones de desastres: “La Semana del Armagedón”, “La Semana del Apocalipsis”, “La Profecías de Nostradamus” y ahora —como si fuera poco— “La Profecías Mayas” y sus anuncios del fin del mundo para el año 2012.[2]

Pocos dudan que vivimos en un período de transición. Lo que no sabemos bien es hacia donde es que estamos transitando. ¿Por qué elegir la decadencia? ¿Por qué de un total de 30 alumnos nadie cree que el mundo será un mejor lugar en 40 o 50 años? ¿Acaso tienen razón al augurar la muerte de la herencia iluminista? ¿Ya murió o está en agonía?

Pocos se animan a diagnosticar un futuro promisorio, y cuando lo hacen parten de un optimismo ingenuo que desatiende las cosas que marchan mal, del mismo modo que los apocalípticos olvidan las que marchan bien.

La imagen de nuestra especie jugando con su propio destino está instalada en el imaginario contemporáneo. Claro que a muchos eso no les interesa. El «eterno presente» en el que viven les impide preocuparse —ocuparse— del futuro. Encargados de la ganancia inmediata, le dejan a la posteridad los problemas de los que ellos son responsables. «Algo improvisarán» dicen y continúan con sus vidas atemporales, sin conocer el pasado ni hacer nada por el futuro. Otros, en cambio, auguran un mundo mejor… sin humanos. Anticipan un planeta que volverá a ser el “Paraíso natural” de hace millones de años: sin contaminación, con océanos repletos de vida e inmensos bosques recolonizando los sitios donde antes se levantaban ciudades, hasta hacerlas desaparecer.

En un mundo sin humanos, ya no hay historia.

Como señaló Víctor Massuh: «Es preciso reconocerlo: la imaginación selló definitivamente amistad con la razón y ambas se instalaron en la casa de la ciencia».[3]

Y así, de un modo racional, la fantasía se proyecta en el futuro guiada por las opiniones de expertos que juegan a especular respecto de lo que puede llegar a pasar. Respaldados por una máxima incontrovertible, que dice que “Nadie sale vivo de esta vida», y apoyados por la tecnología que nos dan las computadoras, el destino de edificios famosos y monumentales construcciones de los siglos XIX y XX entran en un juego de simulación que los muestran en ruinas, destruidos, devorados por la naturaleza.

¿Qué será de ellos cuando nosotros ya no estemos? De seguro otras generaciones se encargaran de ellos. Pero hay una serie de televisión que eleva la apuesta, llevando la especulación al cenit del pensamiento apocalíptico. Su nombre: El Mundo sin Humanos.

Vivimos con miedo y en permanente alerta. El mediocre sensacionalismo de los medios de comunicación, editando la realidad según sus conveniencias ideológicas, compitiendo por asustarnos más y mejor, y convirtiendo en tenebrosos temas intrascendentes, alimentan el pesimismo, el desosiego, llevando a que muchos se hagan una pregunta retórica: ¿A dónde vamos a ir a parar?

 El mundo es un caos, nos repiten minuto a minuto. Y se nos hace carne esa cosmovisión negativa. Por eso, cuando los «sabios del extranjero» nos muestran el futuro no pueden desprenderse de las imágenes que dejaron el 11 de setiembre del 2001, cuando un ataque terrorista destruyó las Torres Gemelas de Nueva York.

¿Cuántas veces fue destruida esa famosa ciudad en la ficción? ¿Decenas? Tal vez un poco más. Pero no nos conforma. Queremos sentir en carne propia la decadencia material de nuestra civilización. Gozamos con ello. Hay una extraña y morbosa fascinación por ver en ruinas aquello que nos provocó orgullo. ¿Acaso no cumplen ellas —las ruinas— la misma función que tenían las calaveras y tibias humanas sobre los escritorios de los siglos XVII y XVIII? ¿Son un golpe directo a la vanitas que desarrollamos en el Iluminismo?

Lo cierto es que las imágenes de ese mundo en ruinas nos atraen y, como en todas partes del planeta, podemos toparnos con ejemplos concretos de esa declinación en numerosos lugares abandonados. Acudimos a ellos para exaltar la finitud a la que estamos inevitablemente condenados. Alimentamos nuestro sentimiento de decadencia.

La decadencia material del Gran Hotel Viena

«Esperanza, esperanza, falaz esperanza,

¿dónde está ahora tu mercado?

 

J. M. W. Turner

 

Un cuarto de siglo abandonado bastó para que dos terceras partes del Gran Hotel Viena estén hoy convertidas, prácticamente, en ruinas. Sólo dos décadas y media, sin los cuidados apropiados, fueron suficientes para que el sector principal y la primitiva sección llamada de las institutrices, tuvieran que ser clausuradas al público, no sólo para evitar accidentes, sino para impedir que el vandalismo acentuara esa destrucción.

Tal como dice el tango: «veinte años no es nada»; pero si al paso del almanaque le quitamos el personal de mantenimiento y dejamos al edificio a merced de los elementos, «no hay cuerpo que aguante».

Una legión de factores, a veces microscópicos, atacaron los muros del hotel y finalmente «lo blando se impuso sobre lo duro», haciendo papilla muchas paredes, rompiendo vidrios, desgastando mármoles y corroyendo todo el hierro e incluso el concreto. Día a día, mes a mes, imperceptiblemente, el Gran Hotel Viena fue perdiendo su señorío; y es probable que nunca más lo recupere. Se fue pudriendo de a poco ante la vista de todos, frente a la desidia general de presentes y ausentes.

Alan Weisman es el autor del libro El Mundo Sin Nosotros, un trabajo de divulgación científica que comulga en parte con las tendencias catastrofistas señaladas más arriba, pero que a diferencia de otros trabajos nos permite entender y visualizar cómo se produce la decadencia de las cosas y así imaginar cómo serán nuestras ciudades en un lejano futuro. Por eso ya no hace falta esperar tanto. Hoy, numerosos ejemplos en el mundo nos facilitan la tarea de proyectarnos a ese futuro. En todos los continentes nos topamos con edificios e incluso ciudades enteras abandonadas. El análisis de ingenieros, arquitectos, arqueólogos e historiadores nos permiten entender cómo se degradan los objetos que nosotros mismos construimos. Una actividad morbosa, por cierto; pero no tanto como la de estudiar la descomposición de nuestro cuerpos (ejercicio forense que practica la medicina y del cual es posible extraer importantísima información). Entonces, si los médicos sacan tantas y tan buenas conclusiones, ¿por qué no podemos nosotros hacer lo mismo con nuestra cultura material? De ese modo podremos vislumbrar mucho más fácil cómo el Foro Romano, la Acrópolis de Atenas, el palacio de Cnosos o Cusco han llegado a nosotros convertidos en ruinas.

El tiempo es cruel, inexorable. Nos desgasta, pero no percibimos ese deterioro (no duele) sino hasta que comparamos.

Nuestros espejos, como el de la bruja de Blancanieves, siempre nos muestran igualitos (“bellos”) a nosotros mismos. Pero cuando revisamos las viejas cajas de fotografías, ahí la realidad se sobreimprime sin eufemismos en nuestra conciencia. Canas, arrugas, disminución capilar, abdómenes más abultados, sacuden la sensibilidad al reconocer que nos ponemos viejos. No grandes, sino viejos. “Grandes” nos ponemos entre los 15 y los 25 años; después empieza —gradualmente— el plano inclinado. Entonces, sobreviene la nostalgia y la idealización de los tiempos idos. La memoria se moldea a gusto y de pronto recordamos hacer cosas que jamás hicimos, pero que terminamos creyendo que sí hicimos.

Así nace la “Edad de Oro”, la Dorada Juventud, que se instala en alguna parte de nuestra psique (idealizada) y que lloramos por haberla perdido.

Con ciertos edificios pasa algo parecido. 

El Gran Hotel Viena se terminó de construir en diciembre de 1945 y, con sus idas y vueltas, funcionó —sin un mantenimiento adecuado y constante— hasta 1985. Aquel año, tras una terrible inundación que azotó a todo Miramar y con el agua de la laguna de Mar Chiquita golpeando su frente, el hotel debió cerrar sus puertas y quedó abandonado.

Veinticinco años después es una calamidad.

Claro que para muchos miramarenses menores de 25 años siempre fue eso y les resulta difícil pensarlo en sus buenos tiempos, congregando turistas y con una agitada vida social (tal como la tuvo en la década de los ’60 y parte de los ’70). Para esas generaciones el Viena siempre fue viejo y ruinoso. Sólo al ver fotos antiguas se notan los contrastes. Recién ahí nace la sorpresa y los juicios nostálgicos o descalificadores que terminan siempre culpando el “modo negligente de ser argentino”. «¡En otro país esto jamás hubiera ocurrido!», sentencian los eternos admiradores de lo extranjero; sin saber que allá, en el Primer Mundo Civilizado, también hay hoteles y hospitales, centrales ferroviarias y hasta pueblos enteros abandonados y fantasmales.

Todo parece pasar por una cuestión de conveniencia económica. Mera crematística. Si conviene: se protege. Si no conviene; se derrumba o se deja que se venga abajo solo (muchas veces es más barato). ¿Que tarda más?.. Es cierto, pero resulta más beneficioso (a menos que se quiera usar el terreno para algún otro emprendimiento). Una vez dijo alguien: “¿Quiere demoler su granero? Haga un agujero en el techo de un metro cuadrado y déjelo solito”. En poco tiempo será una ruina.

Con el Gran Hotel Viena pasó algo parecido desde 1985.

Por eso es un buen ejemplo de estudio.

Acompáñeme en un recorrido por sus instalaciones y veamos en qué se han convertido.

Una sombra ya pronto serás»

“Lo malo también tiene su fin»,

 

Lucrecio, siglo I d.C.

El sector principal (VIP)

Dado el lugar en el que se levanta —a escasos metros del borde de la laguna de Mar Chiquita—, azotado por el viento, la lluvia, los cambios de temperatura y, por sobre todo, la acción destructiva del salitre, lo que más sorprende del Sector Principal (VIP) del Gran Hotel Viena no es su calamitoso estado de conservación, sino el hecho de que todavía no se haya desmoronado por completo. Con muchísimo menos, otros edificios, tras sufrir 25 años de abandono, se vinieron abajo; siendo parte ya de los imprecisos escombros que se amontonan en la costa de ese “mar cordobés».

Esto nos habla, a las claras, de la extraordinaria factura del hotel; de la nobleza de sus materiales, de su tecnología, ingenieros y diseñadores que le dieron vida.

Es ya un lugar común repetir, a modo de ejemplo, que sus cimientos de 14 metros de profundidad son los responsables de la enhiesta verticalidad que conserva; capaz de soportar dignamente el sistemático embate del agua por más de dos décadas. Así todo, sin apuntalamiento alguno, el racionalista estilo del Viena está herido de muerte. Agoniza… Ya le han quitado el «respirador artificial»: el Sector VIP está clausurado al público, tapiado, aislado y a la espera del desbastador desenlace que nadie puede vaticinar cuándo ocurrirá.

Es que los «tiempos» del hotel no son los de la terapia intensiva de nuestros modernos hospitales. Por otro lado, el optimista análisis que hicieron hace poco especialistas de la Universidad Nacional de Córdoba puede convertirse en un augurio nefasto de decadencia segura, por un simple motivo: tras el diagnóstico, el «enfermo» no está recibiendo ningún tratamiento.

¿Mala praxis? ¿Negligencia? ¿Insuficientes recursos o, simplemente, eutanasia pasiva? 

El Sector VIP se cae a pedazos, pero aún así impacta. Se impone en el paisaje costero y es imposible que pase desapercibido. Todos los ojos terminan dirigiéndose a él, pero a poco de observarlo se advierten en detalle sus cicatrices.

Vayamos por parte y, como si de una autopsia se tratara, procedamos de afuera hacia adentro

Un dilatado campo de escombros se extiende a lo largo de todo el frente del hotel. Semeja aquellas viejas «zonas de muerte» que había entre las trincheras enemigas durante la Primera Guerra Mundial, donde la vida era imposible y los cuerpos de los combatientes se acumulaban con el paso del tiempo.

Hoy frente al Viena no hay cadáveres, pero sí se mezclan allí los restos del edificio con lo que queda de un muro lindero que corría hacia la costa, tras sortear una barranca y los 80 metros que lo separaban del mar. Toda esa zona se corresponde con una antigua plaza que tenía dos piscinas de natación, una de agua salada y otra de agua dulce, para el disfrute de los huéspedes; así como escalinatas de piedra que conducían hasta la costa, donde había un muelle de madera especialmente diseñado con cabinas para los baños de sol y fango, tan comunes en aquellos lejanos días.

Año 2009

Hoy nada de eso existe. Tras permanecer casi 20 años bajo el agua, su desgaste ha sido increíble y las antiguas formas se diluyeron, convertidas en un caótico montón de ladrillos, cemento, hierros y azulejos, imposibles de identificar con certeza. Con solo observar las fotos posteriores a 1985 se advierte que la línea costera terminaba junto a los pies del hotel, mojándolos, erosionándolos.

El último gran avance de la laguna, en el año 2003, se encargó de liquidar lo poco reconocible que había en el sector.

 

                  Década 1940                                                Año 2003                                           Año 2010

                      

 

Sin duda, el paisaje ha cambiado y con él toda la estructura del hotel.

El estado de la fachada principal se encuentra en estado calamitoso. El agua salada no sólo irrumpió en los sótanos, sino también en lo que fuera su hall de ingreso. Varios paneles de ladrillos de la pared se desmoronaron, dejando en pié las columnas de concreto que, cual zancos muy delgados, mantienen erguido al gigante.

Ventanales y puertas perdieron las bases de apoyo. Sus marcos de madera cuelgan al viento y antiguas cañerías emergen del ladrillo como si fueran las arterias de un monstruo destripado. Los límites entre lo interno y lo externo se borraron hace tiempo y el zureo de las palomas nos anuncia que toda la recepción es hoy un enorme nido, lleno de plumas y excremento de aves esparcidos por todos lados.

La pintura, otrora color crema, está descascarada. La humedad acumulada hizo que la piel del hotel saltara y los ladrillos se exponen en hileras regulares, semejando la carne fresca de un recién muerto.

El revoque gris de los balcones de los dos pisos superiores (especialmente el de la 1º planta) le quita claridad, envejeciéndolo; mostrándolo herido, raspado, decadente, sin la posibilidad —casi— de una futura rehabilitación.

Curiosamente, las persianas plegables de madera de las habitaciones están —casi todas— en muy buen estado. Enrolladas unas, cerradas otras, nos hablan de la excelente carpintería usada en la construcción, capaz de aguantar el desgaste del sol con una prestancia sorprendente. Así todo, las malas hierbas están empezando a colonizar las grietas de los balcones, permitiendo el crecimiento de arbustos que ya se asoman al Mar de Ansenuza.

Los pequeños ventiluces de los baños de cada habitación se ven un poco más deteriorados. Los mosquiteros, oxidados por el aire salobre, se retuercen y quiebran al menor contacto. La corrosión impera.

Traspasada la hoy inexistente puerta que conduce  a la recepción, donde en sus buenos días un conserje recibía a los turistas desde un mostrador esquinero de punta redondeada, el visitante actual se choca con un panorama desolador. El cielorraso se ha venido abajo para mezclarse con el mármol de Carrara que, desde las paredes que revestía, se confunde en un amasijo de formas que ya no entendemos. Lo que fuera la parte más lujosa del Sector VIP es hoy un estallido de vértice pétreos, puntiagudos, informes; que hacen difícil la marcha y obligan al equilibrio con cada paso que se da.

En los muros viejos, aún sobreviven restos de una tecnología poco frecuente para la época en que se construyó el hotel: radiadores para la calefacción central, elevadores eléctricos y una consola que correspondía a la mayor maravilla de aquellos días: el aire acondicionado. Sólo con la imaginación podemos reconstruir su funcionamiento, porque ya nada queda de todo eso en el sitio original. 

           

Caminando por el campo de escombros, frente al Viena, todavía pueden encontrarse los radiadores que, cual estáticos bandoneones invadidos de tétanos, se van convirtiendo en óxido de hierro, regresando a la tierra de donde había salido. 

                   

El salón comedor, al estar un nivel por encima del hall, conserva el piso de mosaicos. Sin mesas, aparadores o sillas para los comensales, toma la apariencia de un inmenso taller abandonado, lleno de polvo y grandes manchones de humedad. Sus paredes también están peladas hasta  un poco más de la mitad, y los enormes ventanales que dan a la laguna tienen sus vidrios rotos (algunos —sino todos—a cascotazos). El aire “marino” se cuela por los marcos desencajados carcomiendo los muros, corroyendo de a poco los apliques del techo, donde antaño colgaban grandes lámparas de bronce. Las malas lenguas cuentan que la araña principal hoy se luce en el living de la casa de un político provincial. 

       

No hay rincón que no acoja una pequeña colonia de yuyos. Son éstos los impiadosos  responsables que cuartean los pisos, partiéndolos, transformándolos con el tiempo en otra cosa. La fuerza de sus aparentemente débiles raíces, junto con las infiltraciones de agua producto de miles e lluvias, han dado cuenta con el progreso que el hotel alguna vez pretendió encarnar.

En la planta baja, aparentemente en la parte trasera al mostrador de admisión, justo debajo de las escaleras que conducen al primer piso y por detrás del hueco del ascensor, las huellas del un pequeño baño (de seguro utilizado por el personal) se empeñan con gran esfuerzo por conservar su identidad. Unos pocos azulejos blancos de origen alemán quedan todavía adheridos a la pared. Parecen parches rodeando el espacio vacío donde antes había un espejo ovalado. Lo limpio y lo sucio todavía luchan sin cuartel, hasta que el abandono termine inclinando la balanza a favor del polvo, la mugre y los cascajos.

      

La piedra y la mampostería suelen tener una duración bastante larga, pero en un ambiente tan húmedo, tan cercano a una laguna con altísimo nivel de salinidad, el deterioro se acentúa y 25 años es un tiempo prudencial como para observar cambios importantes en los materiales. La sal y los cristales que proceden de ella son especialmente destructivos. El aire del “mar” y las sales contenidas en los excrementos de los pájaros se infiltran lentamente en las grietas del edificio, ayudadas por la porosidad de los ladrillos y el concreto. El gran problema es que esos cristales de sal siguen creciendo dentro de los poros de la pared, partiéndola sin remedio pasado un tiempo. Y el Sector VIP, abandonado como está, lo tiene de sobra.

    

Si dejamos el comedor principal y atravesamos una pequeña puerta que está al fondo del mismo, nos topamos con el sector de la cocina, dividida en dos partes: la cocina propiamente dicha y una especie de antecocina en la que se encuentran las escaleras que conducen a los sótanos (donde, según la información, se guardaban 10.000 botellas de buen vino importado). Pero desde 1985, la bodega quedó inundada y miles de metros cúbicos de agua, barro, arena y piedras han copado lo que antaño contenía anaqueles con bebidas espirituosas y alimentos en conserva.

      

¿Qué habrá debajo de todo ese fango? Es una pregunta difícil de responder. Sólo futuras excavaciones lo revelaran. De todos modos, esa combinación de agua y tierra puede conservar por mucho tiempo —incluso miles de años— potenciales objetos arqueológicos del futuro. No sería la primera vez que el fango preserve objetos de valor. La arqueología ha probado que en muchas ocasiones suele ser un importantísimo conservante del pasado. Quién sabe… hasta sería posible que lo único que quede de todo el hotel sea lo que está bajo en barro. Pero esto es apenas una mera especulación. Lo que sí guardan esos sótanos anegados es una ramillete de leyendas urbanas, mitos locales, que nos hablan de “misteriosos personajes de posguerra” alojados en secreto en esas dependencias. ¿Acaso el fango tapó más cosas que las evidentes? Aunque sea muy poco probable, y nadie pueda certificar esos conspirativos dichos, los subsuelos del hotel seguirán almacenando turbias fantasías que, como el Infierno, están siempre bajo tierra.

   

Colapsada, corroída en extremo por decenas de goteras que le caen desde el techo, la enorme cocina principal, un mueble rectangular que todavía impacta por sus dimensiones, no es más que una oxidada carcacha, un mudo testigo de la catástrofe sufrida por el hotel. Sus viejos hornos están hoy a la intemperie y las hornallas, en las que se elaboraron miles de comidas, yacen en la base misma de la estructura, después de que se hundieran sus paneles superiores. Actualmente semeja un alargado y pesado catafalco de hierro color ocre colocado en medio de un ambiente espacioso, cuyas paredes aparecen tapizadas por algunos azulejos, restos de pintura celeste e irregulares manchas de humedad y humo residual, tan negro como las aves de rapiña que nidifican en la terraza.

Las viejas tuberías de agua y de gas, insurrectas, se han salido de los recorridos diagramados por los ingenieros que las instalaron, proyectándose desde los muros, colgando de todas partes. En una palabra, destruyendo la estética espacial de los desaparecidos chefs.

Contra las paredes, a un lado y otro de la cocina de hierro, adosadas firmemente a ellas, perduran las mesadas de mármol color claro, otrora laboratorio de mil y una receta para los visitantes. 

     

De regreso al hall principal, se podía acceder a los pisos superiores tanto en ascensor como por escaleras. La primera opción resultaba muy novedosa para un pueblo como Miramar, especialmente en la década de 1940. Ese ascensor representó un verdadero símbolo del Progreso y una prueba más de la mítica eficiencia alemana, enclavada en el rincón de un país al que muchos inmigrantes germanos no dudaban en caratular como “poblado por monos”. Más de sesenta años después, los ascensores del Hotel Viena siguen siendo lo únicos en toda la región.

Hoy en día son huecos sucios, repletos de basura y excremento de murciélagos, aves y ratas. Semejan tráqueas muertas, putrefactas, que ya no conducen nada a ningún lado. Sus cables de acero todavía cuelgan del vacío y las puertas de hierro corredizas se desintegran, salidas de sus goznes, destartaladas en el suelo y a merced de los circunstanciales exploradores de sitios abandonados. Con solo pisarlas se parten en mil pedazos como si fueran huesos con osteoporosis.

     

Todo se descascara, se tambalea y desmorona, cumpliendo con la ley universal descubierta por Newton. La gravedad, desbocada, arrastra todo hacia el plano horizontal del piso y, una vez ahí, lo tritura como si fuera una prensa invisible, activada por el agua, la sal y los insectos rastreros.

Basta con recorrer el primer piso para toparse con esa realidad.

Un pasillo largo, pintado de blanco y con circunstanciales graffiti, agoniza lentamente. Y es el viento, que se cuela desde el mar, el que produce un extraño lamento que recorre las extrañas del hotel como si tuviera todavía un soplo de vida. Pero la naturaleza, confabulada contra el Viena, nos engaña. La vida —al menos la humana— ya no campea en el edificio. Sólo la imaginación la recrea con personajes invisibles, no palpables. Fantasmas de un imaginario milenario que despierta, casi involuntariamente, frente a los sitios moribundos. 

   

A un lado y otro del corredor, las habitaciones (28 en total), salpicadas de hongos y cataratas de manchas negras que bajan desde los marcos de las ventanas, nos introducen a escenarios casi macabros, truculentos, en el que camas, colchones, sillones y mesitas de luz, se pudren como si todo aquello fuera un osario. Los marcos de las camas, absolutamente desencajados y decolados, sin los soportes metálicos de los colchones, mantienen sólo sus respaldos de cuerina marrón oscuro, últimos síntomas de una época de lujo y buen gusto.

   

En uno de esos cuartos que dan al mar, sobre la izquierda, mientras se avaza hacia el final del pasillo, hay signos de un pequeño y circunstancial incendio, seguramente ocasionado por algún indigente que, vaya a saber uno porqué, no ocupó permanentemente el lugar. La puerta está quemada, ennegrecida y el hollín cubre todas las paredes, como si un enorme pulgar manchado con tinta negra hubiera querido dejar su huella dactilar sobre los muros del hotel.

En otra habitación, la nº 61, los restos de los muebles guardan un curioso orden. Todo pareciera estar en su lugar, aunque en pésimo estado y cubiertos de polvo. Una endeble repisa, adosada contra la pared, sorprendentemente limpia, se mantiene firme sin sostener ningún libro y una mesita de luz, de estilo racionalista, hermosa y distinguida, acumula la suciedad de los últimos veinticinco años. 

     

Las ventanas tienen casi todos sus cristales rotos. Parecen colmillos asomados en bocas abiertas, que no emiten ya sonido alguno.

Los baños son un capítulo aparte en el Sector VIP. Blancos, con sus bañeras rectangulares y azulejos aún en su lugar, revelan a simple vista el espíritu carroñero de muchos visitantes no deseados que dedicaron su tiempo a robar toda la grifería, rompiendo a pedazos los bidet e inodoros, resecos y repletos de tierra y yeso.

    

Sólo unos pocos radiadores están en su lugar original, adheridos a las paredes, resistiendo la fuerza de gravedad antes mencionada, como si fueran los últimos sobrevivientes de una raza en extinción.

Algunas lámparas, de diseño modernista, cuelgan apenas de un cable, zarandeándose levemente por la brisa que viene de la laguna. Ya no dan luz. Ya no iluminan nada. Han dejado de ser las candelas artificiales de una época de gloria, para convertirse en un trémulo reflejo de aquellos días de paz, tranquilidad y salud que el hotel prometía.

Ascendiendo por la misma escalera de granito que parte de la planta baja, alcanzamos la terraza del hotel. En el exterior, azotado siempre por el viento, uno se topa con dos protuberancias rectangulares hechas en concreto: no son otra cosa que un par de cabinas que conservan en su interior los motores de los viejos ascensores.

    

Un panel de pintura desconchada, lleno de oxido, revela las clavijas, botones, manivelas y tonillos, que hacían funcionar aquellas viejas muestras de tecnología europea. Vistas con frialdad, estas cabinas parecen más un palomar sucio y abandonado que el centro de control de aparatos de avanzada. Motores en desuso, ventiladores detenidos en el tiempo y decenas de cables y tubos y cañerías anuncian a gritos la perennidad de todas las cosas.

En el suelo de la terraza, la naturaleza se abre paso. Los yuyos salvajes, indomesticados, amarillentos, crecen al amparo de las grietas.

 

EL SECTOR DE CLASE MEDIA O SECTOR HOSPITALARIO

Es el sector que mejor se conserva de todo el complejo hotelero, tal vez por haber sido el último en construirse —entre 1943 y 1945— o haber quedado al margen del avance de las aguas de la laguna. De todos modos, es la parte menos atractiva desde un punto de vista estético y, aún manteniendo el mismo estilo racionalista del Sector VIP, no resulta tan impactante como éste; ni contó con las mismas comodidades. Por ese motivo, aquellos que gustan de jerarquizar el confort, no dudaron en otorgarle 4 estrellas, en contraposición con las 5 estrellas que tendría el Sector Principal.

Tanto desde el exterior, como desde el interior, esta parte del hotel se parece mucho a un hospital, concordando con el objetivo principal que tenía todo el complejo desde sus inicios: fomentar la «hospitalidad» del «turismo salud». Aguas termales, tranquilidad, aire puro, baños de sol y fango terapéutico, eran las prácticas de moda y la más importante fuente de ingresos del pueblo.

El Sector de Clase Media, como lo llaman algunos, ha sido en los últimos años —gracias a la intervención de la Municipalidad de Miramar y de la Asociación Civil Amigos del Gran Hotel Viena— el único en recibir un cuidado intensivo, dentro de las posibilidades existentes. Lo han pintado y reacondicionado con mucho esfuerzo; en una lucha sin cuartel contra su decadencia material. Una actitud de este tipo representa, sin duda, un cambio importante en la mentalidad del miramarense: después de mucho tiempo, el hotel fue incorporado al pueblo. El antiguo aislamiento se ha roto y, por primer vez, el Viena empieza a ser considerado un símbolo de aquel rincón cordobés.

        

Para entrar hoy al Gran Hotel Viena debemos hacerlo por una puerta de servicio. La laguna, desde 1985 clausuró definitivamente la entrada principal. Las viejas jerarquías desaparecieron devoradas por la catástrofe y, el nuevo status de «museo» que tiene el edificio, he desacralizado el ingreso. La vieja distinción entre proveedores y huéspedes de alto nivel ya no existe. No hace falta. 

    

Una vez en el interior, nos topamos con algunos muebles sobrevivientes del pasado: dos grandes fotos enmarcadas de la ciudad de Viena (que eran parte de la decoración original del hotel), el famoso mostrador de la recepción y el tablero de 84 habitaciones, en el que los conserjes colocaban la correspondencia y las llaves. También cuelgan de las paredes algunas fotos antiguas, que sirven para despertar la nostalgia por los tiempos idos, el Reglamento Interno, en el que si indicaban las obligaciones de cada huésped y, algo más allá, un perchero; únicos sobrevivientes de aquella edad dorada en la que el hotel tenía sus puertas abiertas al público.

En ese lugar, los actuales visitantes aguardan el momento de empezar con el recorrido turístico. Pero no siempre cumplió esa función. Antaño la habitación era un comedor. Claro que ya no hay mesas ni camareros. A lo sumo podemos encontrar una docena de sillas de plástico donde los curiosos se sientan para escuchar la inconclusa historia del hotel.

    

En la planta baja, un pasillo de mosaicos, hundido a modo de enorme canaleta, conduce hasta las escaleras y el ascensor que están al fondo. Antes de llegar, se pasa por delante de cuartos que ya no son cuartos, sino meros depósitos de objetos viejos, de un baño acondicionado para los turistas y otra habitación convertida en una «pieza de museo» en la que se pretende mostrar dos cosas al mismo tiempo: el inexorable paso del tiempo (por su estado) y la disposición original de los muebles dentro de él, para recrear el ambiente bucólico de las imaginadas vacaciones del pasado. 

    

El ascensor, en buenas condiciones, pequeño —con capacidad para sólo dos o tres personas—, no funciona. Hay que subir por las escaleras de granito si se desea conocer la primera planta. Una vez allí, otro pasillo —custodiado a un lado y otro por puertas de excelente calidad— hace que nos olvidemos que estamos en un «hotel abandonado».

Limpio, casi reluciente, bien pintado y con luz eléctrica, el primer piso del Sector de Clase Media es un retoño florecido de los años ’40. Nos hace creer que entramos a un hospital en funcionamiento. Pero todo es una mera ilusión. Una falsa primera impresión, ya que a poco de recorrer alguna de sus habitaciones, los muebles nos revelan el paso de los años. Sillones desfondados y resortes que rozan el piso, colchones amarillentos y almohadas sin fundas, denuncian con desparpajo que todo es una «gran puesta en escena». Un intento por resucitar algo que ya está casi muerto desde mediados del siglo XX.

    

Las persianas funcionan a la perfección. Los vidrios se mantienen en sus marcos. Los placares están reacondicionados y el piso, bien barrido y limpio. El Hotel Viena recupera así, en algunos metros cubiertos, la racionalidad funcional con que fue concebido en 1943.

Quienes amamos al Viena sentimos, cuando recorremos este sector de 35 habitaciones, que no todo está perdido y que al menos esta parte el edificio tiene posibilidades ciertas de permanecer de pie entre nosotros por muchas décadas más.

El cuidado y mantenimiento lo es todo. Una buena mano de pintura en las paredes y la presencia de cuidados intensivos para mantener a raya el avance de la humedad, las malas hierbas y la salobridad, son un claro ejemplo de la tremenda importancia que revisten en nuestra cultura material los individuos a cargo de la limpieza de las cosas. Sin ellos —que tan poco status tienen en el universo del trabajo— nuestros hoteles, casas, castillos, puentes y monumentos, estarían a merced de los elementos y de la impiadosa acción del desgaste.

Incluso el segundo piso y la azotea muestran señales de atención diaria. Si quisiéramos pasar una temporada en el Viena, tendríamos que elegir el Sector de Clase Media.

¿Será por eso que los fantasmas de las leyendas locales lo prefieren?

EL SECTOR DE LAS INSTITUTRICES O CASA DE HOSPEDAJE

Esta parte del Hotel Viena es la más vieja de todo el complejo. Se levantó inicialmente con otro nombre (Pensión Alemana, primero, y Pensión Viena algo más tarde) y en los planos originales aparece bajo la denominación de «Casa de Hospedaje».

      

Allí empezó todo. Es el sitio original. El «centro» mítico del que se derivó el gran hotel, cuyo meteórico crecimiento terminó convirtiéndolo en uno de los más imponentes de la Argentina de entonces. Actualmente, su estado de conservación es patético. Se ha convertido en un almacén de restos y muebles viejos, de basura, polvo y colchones podridos. Los insectos y las aves lo han hecho suyo. Nidifican en él. Lo invaden y contribuyen en su destrucción, día a día.

      

Los baños, con sus accesorios europeos en el más absoluto estado de decadencia, producen la sensación de estar en un lugar bombardeado. Es como si un pedacito de la Segunda Guerra Mundial se hubiera encarnado en el hotel. Nada parece servir ya y el oxido va carcomiendo cada centímetro de las cosas que el sector contiene, ayudado por el saqueo y la voluntaria ruptura que practicaron —y practican— inescrupulosos visitantes. Como en el Sector VIP, el afán destructivo se ensañó con esta parte del complejo.

El sector consta de 16 habitaciones, cada una con sus correspondientes baños. El deterioro del los techos es importante. La mampostería se ha venido abajo y un enrejado de alambre de hierro se asoma por los agujeros. Los ladrillos de la pared están a la vista. La pintura ya no está. La humedad prospera y se expande en todos los rincones a donde el sol no llega. Millones de diminutas partículas de yeso alfombran los corredores abiertos de la planta baja y del primer piso. Las puertas de madera han sido robadas, pudiendo entrar en cada cuarto sin esfuerzo. Una vez dentro, armazones de camas, una vez blancas, exhiben el ocre color del deterioro mezcladas con piedras, lavatorios arrancados de su lugar original, polvo y basura de todo tipo. Sólo algunos graffiti decoran la estancia, embadurnando con letras irregulares las paredes, que alguna vez estuvieron pintadas de color rosa claro. Los viejos placares han sido arrancados y son sólo huecos deformados. Pero de todos los ambientes, los baños son los más impactantes. Sus bañeras están llenas de escombros, dañadas en extremo, sucias, acumulando todo a su alrededor inodoros destruidos, bidets partidos, caños, maderas y por sobre todo eso cantidades monumentales de excrementos de palomas y siempre invisibles ratas.

Centenares de azulejos de origen germano se desprendieron de las paredes y hoy son pisoteados por los turistas que recorren el lugar. Los lavabos de procedencia inglesa no son más que rajados recipientes de yeso molido y las canillas de bronce han adquirido una pátina de color verde, revelando el desgano por cuidarlas.

      

Palabras finales

Decadentismo, melancolía y nostalgia son los sentimientos que el Gran Hotel Viena despierta hoy en día. Una mezcla extraña, neorromántica, que nos coloca ante una postura en principio pesimista pero que, analizada con frialdad, tal vez no lo es tanto.

Las ruinas del hotel, el mal estado en el que se encuentran sus instalaciones y la impotencia de la que es depositario al estar frente a una inmensa laguna que promete en un futuro incierto «volver» a reclamar terrenos que siempre fueron suyos, resumen en una sola imagen el falso poder del hombre sobre sus obras y los elementos.

Ahí sigue de pie, alimentando una de las condiciones más perennes que tiene el ser humano: la incertidumbre.

Frente al Viena es inevitable no pensar en su pasado, en sus días de esplendor, pero tampoco podemos evitar imaginarlo en el futuro, meditar sobre su destino, que es el nuestro y —a la larga— el de todas las civilizaciones. El hotel es un excelente canal para practicar un ejercicio de introspección; un catalizador de preguntas, ya no históricas, sino filosóficas, que lo elevan por encima de su condición de «ruina» y lo convierten en un trampolín hacia el asombro.

Cada generación lo interpretó —y lo interpretará— de un modo distinto, porque el problema no es el Viena, sino el contexto en el que se dan esas interpretaciones. La idea de decadencia está muy hecha carne desde el siglo XX y será muy difícil erradicarla por completo para reestablecer la del Progreso indefinido, que alimentó el optimismo de los iluministas del siglo XVIII.

Han pasado muchas cosas desde entonces, y no todas han sido buenas. Si el futuro toma forma en nuestro imaginario a partir del presente que vivimos, hay que convenir que no estamos en condiciones de pensarlo como Paraíso en la Tierra. Pero la historia se reescribe a diario y ese pasado «decadente» que hoy nos acongoja, puede revertirse. Avanzamos, pero también retrocedemos. Puede que ese retardo no sea más que una preparación para un gran salto hacia delante,

Pero eso no lo sabemos.

Por el momento sólo nos queda «vivir el día».

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia

Universidad Nacional de Mar del Plata

sotopaikikin@hotmail.com

Notas:

* Historiador. Profesor en Historia por la facultad de Humanidades de la Universidad nacional de Mar del Plata (UNMdP).

[1] HOBSBAWM, Eric (1995). Historia del Siglo XX, Barcelona, Editorial Crítica, pág.19.

[2] Nota: Las posibilidades de destrucción masiva que anuncian esos programas de televisión son infinitas. Van desde meteoritos asesinos, accidentes nucleares, guerra bacteriológica, cambio climático, terremotos descomunales, invasión de extraterrestres, envenenamiento y decenas de posibilidades más.

[3] MASSUH, Víctor (1990). La Flecha del Tiempo. En las fronteras comunes de la ciencia, la religión y la filosofía, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, pág. 19.

 

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

agosto de 2009

Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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