Gran Hotel Viena
Domesticación del paisaje, vida cotidiana y turismo 
Una aproximación a su “edad dorada” (1964-1980)
Por Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Introducción

 

Desde su construcción, llevada a cabo por etapas entre 1938 y 1945, el Gran Hotel Viena mantuvo con el pueblo de Miramar (Córdoba) una relación muy particular que fue cambiando con el paso del tiempo y contribuyó, sin proponérselo deliberadamente, al establecimiento de ciertas pautas culturales (individuales y colectivas) que hoy reconocemos casi como «naturales».

 

La configuración de un espacio propicio para el turismo y el nacimiento de Miramar como centro balneario y terapéutico de fama nacional e internacional, no resultó ajeno a las vicisitudes que se dieron en el emprendimiento comercial que nos ocupa. El Gran Viena (o «El Viena», a secas) resultó ser un verdadero catalizador en la transformación de las costumbres y fueron dentro de sus sólidos muros de ladrillo y concreto donde tomaron forma gestos y hábitos que definen la esencia contemporánea del veraneante y las vacaciones, tal como hoy son practicadas.

 

Es ésta una historia difícil de explicar. Sólo puede entenderse a través del análisis de las fotografías antiguas que quedan, la tradicional oral y los escasos documentos que hay del hotel. Es una historia subsidiaria de otras historias, como la del cuerpo, la del ocio o la del imaginario social. Su recorrido no fue lineal y eso complica más la tarea del historiador. Resistencias, permanencias y cambios se superponen como las tejas de un techo y el relato —indispensable herramienta de la Historia— se vuelve un tanto vago e impreciso por tener que conciliar las variadas tendencias que se dieron simultáneamente, sin poder fijar de manera taxativa un origen cronológico exacto. Como señalara José P. Barrán: «En la historia de la cultura las fechas que delimitan períodos son casi fantasías. Y sin embargo, la Historia necesita siempre de marcos cronológicos que, a pesar de su arbitrariedad, permiten entrever su sustancia, el tiempo».[1]

 

En las páginas que siguen intentaremos reconstruir la vida del turista en el Gran Hotel Viena y de cómo éste contribuyó a la construcción de una práctica convertida hoy en «industria sin humo». Asimismo, realizaremos una breve aproximación a la historia de la apropiación del paisaje y la invención de la playa, los balnearios y la costa como productos culturales, dentro del contexto general del siglo XX, especialmente entre 1964 y 1980 (años que Noemí Wallingre considera son parte del denominado Turismo Industrial Maduro).[2]

 

 

¿Qué es lo que hacían los huéspedes durante su estadía en el Gran Viena? ¿Cómo ayudaron a construir una práctica —la del turismo— que se volvía masiva a medida que avanzaba el siglo? ¿Qué cambios fueron los que ellos protagonizaron? ¿Cómo se relacionaron con la naturaleza circundante, con la laguna y la planicie, con la soledad, las sequías y las inundaciones? ¿De qué manera reconvirtieron todo eso, transformándolo en “paisaje”? ¿Qué nuevos gestos y actitudes los diferenciaron de los primeros y elitistas turistas de fines del siglo XIX y principios del XX? ¿Qué nuevos goces impusieron?

 

Como escenario de cambios y resistencias, el Gran Hotel Viena resulta ser una excelente vía de análisis de ésas y otras transformaciones. Porque más allá de los nazis, los criminales de guerra y las leyendas urbanas de fantasmas que hoy circulan alimentadas por su ruina y decadencia, está la gente que lo habitó y disfrutó, que trabajó en él, que lo amplió y mantuvo, colaborando en la transformación no sólo estructural del edificio, sino de un mundo en principio cerrado pero que, a la postre, impactó en todos, modificándonos. 

 

Fernando J. Soto Roland

Buenos Aires, diciembre de 2009. 

 

 

 


“Más allá del mar”[3]

 

No siempre nos relacionamos con el mar —u otros espejos grandes de agua— de la misma manera. La percepción que de él hemos tenido ha sido cambiante a lo largo de la historia y culturalmente condicionada. Al temor inicial que siempre despertó le siguió su conquista y dominio.[4] No hubo sociedad en el mundo antiguo que no lo adorara. Es una constante que se repite cada vez que nos interesamos por las creencias y cosmovisiones del pasado. De ahí que historias en parte míticas, con marcados componentes sobrenaturales, fueran muy comunes al principio, y la leyenda de la diosa Ansenuza es un buen ejemplo al respecto.

 

Recopilada por Marcelo Montes Pacheco para una brevísima historia de la ciudad de Miramar, cuenta que una diosa del agua muy bella vivía en un palacio de cristal en el fondo del “mar” (Mar de Ansenuza, conocida hoy con el nombre de Mar chiquita) y cuyo carácter  solía ser cruel y egoísta, reclamando como ofrenda a los primeros pobladores de esas tierras cordobesas el primer amor de todos los mancebos. Pero un día llegó hasta la laguna un príncipe indio malherido en una guerra, lamentándose no poder sobrevivir a ese duro trance para conocer y admirar la belleza de la deidad. Ella, conmovida, se enamoró perdidamente de él y enfurecida por el brutal destino que le esperaba al muchacho, se convulsionó. Las aguas se volvieron inquietas y tras un fuertísimo trueno, el cielo lloró con ella y toda la laguna fue un caos, durante todo un día y su noche. Al amanecer, el joven príncipe aborigen —que se encontraba tendido en la playa— advirtió que sus heridas estaban curadas y cicatrizadas. Abrió los ojos. Algo había cambiado. La playa era blanca y las aguas, dulces hasta ese momento, se habían vuelto saladas y turbias. Entonces el muchacho recordó a la hermosa mujer que lo acariciara antes de que cerrara los ojos y de pronto se sintió sano, pero con un poderosísimo deseo de meterse en la laguna. Y lo hizo. Caminó hasta que el agua le llegó a la cintura y después nadó. Pero no se hundía, sino que flotaba como si unos brazos femeninos le acariciaran el alma. Siguió nadando hasta que un rayo de sol lo convirtió en flamenco, guardián eterno de la diosa del mar. Desde entonces las aguas del mar de Ansenuza son milagrosamente curativa.[5]

 

El desconocimiento y el imprevisibles comportamiento de las aguas siempre mantuvo en jaque a las sociedades ribereñas. Las ruinas de la antigua Miramar son un testimonio irrefutable de ello.[6]

 

El acondicionamiento de la costa al turismo, su diseño como escenario y espacio de placer y ocio, detecta momentos “optimistas” y “pesimistas” de los que se derivaron sensaciones y sentimientos muy variables respecto de la naturaleza. La costa, con el Gran Hotel Viena presidiéndola, fue escenario de juegos y miradas, encuentros y consumo, prácticas y hábitos que mutaron sustancialmente con el paso del tiempo, alterando la idea del “tiempo libre”, apropiándose de la ribera de la oceánica laguna, generando un espacio nuevo —tanto psicológica como socialmente— despertando motivaciones que la acondicionaron hasta convertirla en un centro turístico con balnearios, clubes, hoteles y una fuerte infraestructura de servicios, en los que el Gran Hotel Viena fue uno de los exponentes más destacados.

 

Con ellos, el barro de la laguna y sus aguas salitrosas se volvieron soluciones terapéuticas y sitios donde descansar, practicar el ocio, recuperarse o combatir la enfermedades “de moda” de cada época.

 

El Gran Viena es un subproducto de las relaciones entabladas por el hombre con su entorno natural hasta convertirlo en un espacio domesticado, devenido en costa y balneario.

 

Claro que en Miramar esa domesticación siempre fue parcial y esporádica. El ruinoso estado del Hotel Viena es un claro ejemplo de esa precariedad antropocéntrica a la hora de intervenir sobre la naturaleza. La transformación del paisaje ha sido fugaz y aleatoria. A la larga, la naturaleza terminó imponiéndose, modificando los discursos, el imaginario y las imágenes (fotos y pinturas) de toda la región. También la cartografía de sus costas, redibujada con cada inundación o corrimiento de la ribera como producto de las sequías.

 

La apropiación de la costa del Mar de Ansenuza —cuyo mojón es y ha sido el Gran Hotel Viena— nunca fue total. Sus historias se entrelazan y confunden. El devenir del hotel sin la laguna es incomprensible. La laguna sin el hotel es pura geografía. La historia nace, justamente, de ese cruzamiento, de ese encuentro entre ambas realidades.

 

Además, la construcción de ramblas, piletas y muelles —visibles en las fotos más antiguas— indican un intento por incorporar la laguna a la cultura y al ocio de las vacaciones.

La laguna (y sus hoteles convertidos en miradores) empezó a ser interpretada como espectáculo, como simple placer y goce espiritual de su distante horizonte. Junto con el placer físico del baño se perfila el poder idealista de la contemplación romántica que incorpora nuevas prácticas sociales al turista, que perduran hasta hoy. Actualmente nos paramos ante ese litoral repleto de ruinas y escombros de un modo diferente, sintiendo una triste nostalgia, incluso en aquellos que no conocimos al pueblo en sus días dorados.

La invención de la playa y del balneario resultó ser un proceso largo, no lineal, no exento de críticas y elogios.

 

¿Cómo la costa de Miramar devino en paisaje turístico? ¿De qué manera el Gran Hotel Viena contribuyó en esa construcción? De lo que no hay duda es que las prácticas del balnearismo en Argentina se iniciaron a la vera de ríos y lagunas. Sólo después, hacia principios del siglo XX, la costa marítima adscribiría a esa práctica.

 

En la Argentina se descubrió primero a la montaña como panorama. Sólo más tarde la costa seguiría ese derrotero hacia la sensibilidad. Es ahí cuando el paisaje alcanzó la forma que aún hoy reconocemos, es decir, el paisaje como una construcción estético filosófica del territorio.[7] En un mundo que se industrializaba rápidamente y en que lo urbano, como una mancha de aceite copaba espacios tradicionalmente verdes, las ideas de “naturaleza” y “paisaje” se entrecruzaron hasta formar un bloque indiferenciado en el que lo natural —lo salvaje— quedaba impregnado de valores liberales, típicos de la burguesía triunfante. El “paisaje real” —concebido como algo medido, controlado, racionalizado, humanizado— es reemplazado por el “paisaje sublime”, que sacude y produce sorpresa, estupor, en el alma y el turista empezó a buscar una comunión más original, más pura con la naturaleza. Así pues, éste se hunde, se funde, en el medio vital que recorre. De ahí la importancia que se le da no sólo a la percepción visual, sino a la percepción interior, considerada como la victoria de la expresión y del sentimiento sobre las normas y las leyes.

Así empezó el disfrute.

 

Las paradojas del agua

 

Mucho antes de que el Gran Hotel Viena se construyera, hubieron en Miramar varios emprendimientos hoteleros que constituyen lo que podríamos llamar la “prehistoria turística” de la región. Fue aquella una época de sacrificios y viajes que semejaban verdaderas aventuras al fin del mundo. Llegar hasta las costas de la Mar Chiquita significaba un reto a la audacia, y a la incomodidad. Fue un típico tiempo de “pioneros” y, como tal, idealizado por el discurso localista hasta convertir a esos primeros hombres en demiurgos del mundo por venir.

 

¿Qué buscaban?

 

La posibilidad de curar sus enfermedades de piel y de pulmón, dejándose acariciar por las aguas de la diosa Ansenuza, del la misma forma que lo hiciera el joven príncipe indio de la leyenda.

 

Fango y agua salada. Ése era el grial sanador.

 

A poco de descubrirse sus cualidades terapéuticas, hacia fines del siglo XIX, empezaron a instalarse a orillas de la laguna casitas muy rudimentarias, habilitadas para recibir a médicos y pacientes. La primera de la que se tenga referencia se levantó en 1903. Cinco años más tarde, 1908, un inmigrante de origen italiano construiría el primer hotel de la región (Hotel Mar Chiquita) y a partir de entonces se inició el largo camino que conduciría hasta el Gran Viena, treinta años después.

 

Como siempre, el desarrollo de una región turística está íntimamente ligado con los medios de comunicación. Por ello, cuando en 1912 el largo brazo del Progreso extiende las vías del ferrocarril hasta la localidad de Balnearia, a sólo 12 kilómetros de Miramar, el flujo de visitantes aumentó de manera considerable. Y si bien todavía no podía hablarse de turismo de masas, el pueblo a orillas del “mar” prosperó, atrayendo a una clientela de alto nivel económico, fundamentalmente proveniente de Buenos Aires, Santa Fe y Córdoba (capital).

 

El pueblo creció y prosperó. Se levantaron centros termales, restaurantes, paseos públicos y nuevos hospedajes. Fue un proceso gradual, lento, persistente y muy próspero para algunos. Las actividades hospitalarias desplazaron gradualmente a las agrícola-ganaderas y Miramar se convirtió en una localidad orientada exclusivamente al sector servicios. Recién hacia 1939 el Gran Viena hará acto de presencia en la historia de la villa costera. Habría que esperar a 1946 para que Argentina entrara en la fase de turismo masivo, coincidente con la llegada de Juan D. Perón a la presidencia de la Nación y la implementación del Estado Bienestar.

En el caso concreto del Viena, su edad dorada sobrevendría en la década de 1960, prolongándose hasta la subida del nivel de la laguna, iniciada a fines de 1977.[8]  

 

La “vida de hotel” en las instalaciones del Gran Viena cambió como cambió la sociedad y la práctica del turismo a lo largo de los años que van de 1939 a 1980 (año en el que cerró definitivamente sus puertas). No sería lógico imaginar su cotidianeidad como algo homogéneo. Muchas cosas cambiaron a lo largo del siglo XX. Y lo hicieron a una velocidad sorprendente, desde la moda hasta las prácticas sociales, pasando por la representación que la gente se hacía de la vida en el balneario, frente al mar. Sus relaciones con él también se vieron modificadas. Por ese motivo, diacrónicamente analizada, en la historia del Gran Hotel Viena lo que prevalece es la heterogeneidad.

 

El hotel representa un pequeño compendio de lo que significó fue “ir de vacaciones” a partir de 1939 y de cómo una práctica de pocos se masificó hasta llegar a ser lo que el turismo es actualmente.

 

Fueron ciertas prácticas sociales las que, desde la década de 1930 aproximadamente, construyeron el universo simbólico de lo que hoy llamamos “vacaciones” y dieron una nueva definición a conceptos tales como “tiempo libre”, ocio o veraneo. Esa construcción de nuevas ideas y sentimientos tomó forma desde los hoteles y el Gran Viena ocupó en ese proceso un rol fundacional, como tantos otros establecimientos (la mayoría de ellos, actualmente, bajo las aguas).

Desde sus patios y terrazas, así como desde otros ámbitos de socialización del complejo, se fueron elaborando nuevos valores, ideas y prácticas, que son los que hoy ordenan los comportamientos de los turistas, permitiendo interpretarlos y darle sentido a lo que vemos y hacemos cada vez que vamos a la playa.

 

Nuevos y viejos goces se asientan. El baño, el barro, las diversas operaciones terapéuticas y naturalistas se incorporan a los hábitos del hotel y toda la infraestructura del pueblo se vio así modificada. Si bien este proceso había comenzado años antes, alcanza con el Gran Hotel Viena su momento más claro y evidente en los ’60 y ‘70.

 

Aislado, aparte de todo, el Viena y su “barrio alemán”, constituyó un universo social distinto al resto del pueblo que, 20 manzanas más allá, desplegaba su nuevo rol de balneario terapéutico de espaldas al gran hotel.

 

¿Quién le dio la espalda a quién?

 

Según los vecinos más memoriosos, fue el complejo de Max Palhke el que se autosegregó y así se mantuvo hasta la década de 1960. Durante el oportunista gerenciamiento del señor Sosa, parte de ese aislamiento disminuyó aunque no desapareció del todo. El Viena siguió siendo —aunque en menor medida— un mundo cerrado al resto de la realidad social del pueblo. Autosuficiente y con cierto aire de superioridad, el hotel mantuvo su estampa diferenciadora, evitando así que los miramarenses se identificaran con él.[9] Este, tal vez, haya sido el motivo por el cual permanecieron inmutables frente a su gradual decadencia.

 

La actual identificación de la sociedad con el edificio es el resultado de un proceso reciente. El “cariño” y “orgullo” que el hotel despierta entre los lugareños es un fenómeno posterior a las grandes inundaciones iniciadas a fines de los ’70.

 

Sólo cuando más del 65 % del pueblo quedó anegado por las aguas del Mar de Ansenuza y el Gran Viena se convirtió en un espectro, el hotel empezó a ser visto con ojos complacientes y tenido en cuenta como mojón emblemático de la historia local. No antes.

 

De ser casi un “cuerpo extraño”, un injerto arquitectónico descontextualizado dentro de una realidad social que lo ignoraba, la obra de Máximo Palhke pasó a ser el símbolo del Miramar.

 

Tras la Gran Inundación de los ’70, la destrucción de casas y edificios costeros contribuyó a exaltar la presencia del “gigante” en el horizonte urbano. Hoy, vislumbrado desde cualquier parte de la costa, el Gran Viena se impone en el paisaje como si reclamara —aún en ruinas— el lugar que antes no tenía, ni quería tener.

 

Son las paradojas que trajo el agua. 


Una nueva forma de ser

El barro y los baños en agua salada prefiguran el gusto por experiencias ociosas que incorporaron a la playa nuevos escenarios para el entretenimiento y la distensión; sin dejar a un lado el descanso de las charlas en los bares y confiterías, frente a los fogones nocturnos o los medidos desenfrenos en las fiestas de carnaval.

 

Hacia 1970, el Gran Hotel Viena tenía frente al sector principal —no bien se cruzaba la calle y casi sobre la franja costera— una pileta de natación (debemos recordar que los ’70 fueron, en sus comienzos años de sequía, y los empresario privados decidieron construir piscinas cerca de los hoteles ya que el mar se había retirado más de 3 kilómetros). La ribera  se convirtió en un espacio donde practicar actividades de todo tipo: recreativas, de esparcimiento y deportivas al aire libre, especialmente en una época en la que el deporte era exaltado por sus virtudes espirituales y patrióticas.

 

La instalación del deporte durante las vacaciones (el picadito de fútbol, el voley playero, la pelota paleta, el tenis, etc.) señala la intensión de agregar una práctica productiva en otra improductiva (la del ocio vacacional). Como dijo Juan José Sebrelli: “el ocio no puede ser libre porque entonces mostraría la esclavitud del trabajo”.[10]

 

El Gran Hotel Viena es un vástago más del período de entreguerras (1918-1939) y como tal un ámbito de socialización muy diferente al de los señoriales emprendimientos hoteleros de fines del siglo XIX y principios del XX (como el Eden Hotel de La Falda o el Club Hotel de la Ventana, en la provincia de Buenos Aires). En el Viena pueden rastrearse los signos de una sociedad que se vuelve, con el paso del siglo, más y más distendida, menos acartonada y profundamente individualista. Formalismos que surgen en una época en la que el cuerpo se convierte en el lugar de la identidad personal. El propio cuerpo se constituye en la realidad misma de la gente y con esto el placer, el descanso y la relajación cobran un nueva dimensión. Desde entonces, al cuerpo hay que cuidarlo, mimarlo, conservarlo joven y en buen estado. Deja de ser un objeto de castigo, de pecado y martirio. El hedonismo inicia su progresivo ascenso social y el cuerpo debe “soportar” —como mejor pueda— las cargas que le impone el trabajo. Éste ya no se define como “bendición”, sino como “un mal necesario”. La verdadera vida no es la del trabajo y los negocios. Las vacaciones ocupan su lugar y se convierte en el único momento en el que el cuerpo se libera y desarrolla toda su potencialidad. El tiempo libre del veraneo es el que libera al hombre. Lo sacan del encorsetamiento de los horarios, de las obligaciones, de la tiranía de las agujas del reloj, lanzándolo al ocio despreocupado que, hoteles como en Gran Viena, hacían posible. 

 

De todos modos, la libertad no es aún plena.

 

«No hay que confundir libertad con libertinaje», argüían los más viejos. El Gran Viena seguía regulando ciertos hábitos y conductas. Las recomendaciones al silencio y respeto por el otro obligan a acomodar dichos y gestos. Carteles publicitarios del hotel decían lo siguiente:

 

«Si usted tiene la dicha de estar sano, considere que hay otras personas que vienen enfermas a descansar. Evite hacer ruido».

 

«Hay personas que necesitan dormir la siesta porque descansan mal de noche o por indicación médica: de 14 a 16 horas rogamos no perturbar mi descanso».

 

«¿Acostumbra usted a levantarse temprano? Muy bien, pero tenga en cuenta que hay otros huéspedes que, por prescripción médica, deben prolongar las horas de descanso. Ayudemos también usted amablemente a mejorar su salud, evitando los ruidos innecesarios. Muchas gracias».

 

Únicamente en el barro de la laguna, en la playa o la pileta de natación, las normas parecerían relajarse, soltando el cuerpo como pocas veces se veía décadas atrás. Claro que la flexibilización de los antiguos formalismo no se dio de manera lineal ni brusca. El comportamiento público y los tradicionales roles sociales se resistieron a los “nuevos modos”. La espontaneidad —hija del siglo XX— debería librar todavía muchas batallas, siendo reprimida y criticada por los sectores más conservadores.

 

Pero la evolución de las costumbres en pos de personas diferentes, dueñas de sus particularismos y alejadas de lo previsible, ya había empezado y nada iba a interponerse en su camino (ni siquiera los regimenes totalitarios que intentaron coartarla resultaron eficientes moderadores del proceso),

 

Las manifestaciones de esta “nueva forma de ser” empezó a notarse durante el privilegiado espacio/tiempo de las vacaciones, después de la segunda guerra mundial y el Gran Hotel Viena puede ser visto como el escenario experimental de las cambiantes costumbres colectivas y privadas.

 

El descanso, el cada vez más presente tuteo, los juegos, los paseos y el distendimiento, constituirán el telón de fondo de los veraneos y del nuevo estado de espíritu, propio de una cultura y una industria (el turismo) orientadas al encuentro, la sonrisa y la relajación.

 

La “vida del turista” en el Gran Viena involucró, desde los años ‘50 y ’60, una capacidad novedosa en la gente: la de aceptarse a sí mismo como ridícula.

 

Esto se advierte especialmente en las actividades costeras y baños de fango. Las fotografías muestran todo esto con claridad. La gente se burla de sí misma. La parodia desacraliza los roles tradicionales y es posible “volver del ridículo”.[11]    

 

Esta nueva forma de ser inhibió ciertos temas serios de conversación, que no fueron bienvenidos en las charlas, a menos que uno quisiera ser calificado de “aguafiestas”, como señalara Edgar Morin.

 

Las vacaciones demandaban ser consideradas un paréntesis en las actividades crudas de la vida, especialmente después de los ’50, que fue cuando los medios masivos de comunicación empezaron a alimentar y difundir la necesidad de esa sana interrupción en la vida cotidiana.

 

La radio y la televisión contribuyeron mucho en el proceso. Y así, a lo largo de los ’60, las diferencias generacionales se volverían muy comunes, y caldo de conflicto permanente entre viejos y jóvenes.

 

La llamada “Edad de Oro” del Gran Viena (1960-1977) son los años de la irrupción feminista en occidente y a pesar del conservadurismo propio de una Argentina signada por las dictaduras militares y las democracias vigiladas, nuestro país fue también protagonista del cambio. Las reivindicaciones igualitarias de las mujeres, la minifalda y la evolución general de la vestimenta —que vio irrumpir el pantalón entre las féminas— abren las puertas a unos ’70 repletos de productos unisex, maquillaje, nuevos trajes de baño y, entre los hombres, el retroceso de las corbatas y la bienvenida a la barba de militante comprometido.

 

 

 

Las reglas internas

Según me informara un ex-empleado que trabajó en el hotel durante la década de 1970, el Gran Viena era caro y sus huéspedes venían principalmente de la provincia de Buenos Aires y Santa Fe.[12]

«No vi muchos alemanes, aunque los había entre los pasajeros. Yo era un niño de 13 años que trabajaba de botones, los autos pasaban a las cocheras pero no era esa la sección que debía atender. Mi tarea era subir las valijas y entregar las llaves de la habitación, aunque los coches sé que eran muy buenos y caros para la época. También hay que tener en cuenta que, como niño, naturalizaba esa vivencia y todo me parecía lo más normal del mundo. Sólo me preocupaba por mis asuntos, que eran recoger la mayor cantidad de propinas y escaparme a la biblioteca del hotel, aunque Sosa me encontraba y me retaba. En esos años el hotel estaba regenteado por el Sr. Sosa, un emprendedor, más que empresario, que se instaló con toda su familia y explotó comercialmente el lugar sin hacer la más mínima inversión. Es más, se cree que uno de sus negocios era precisamente desprenderse de objetos de valor del hotel. Tienes que pensar que después que muere el ingeniero y se retiran los Kolomi, nadie se hizo cargo de nada. El hotel quedó abandonado prácticamente, y a merced de estos oportunistas que siempre aparecen. El edificio conservaba su fachada y el ala principal funcionando casi a pleno, los salones estaban siendo utilizados y las habitaciones funcionaban plenamente. A determinada hora de la tarde me encargaba de entregar y retirar las toallas de los baños termales que estaban en funcionamiento, aunque algunos no lo hicieran correctamente».[13] 

Pero, ¿qué hacían los huéspedes una vez que se instalaban en el Gran Hotel Viena? ¿En qué invertían su tiempo?

Al parecer había poco tiempo para aburrirse. Las actividades se regulaban de acuerdo a la hora del día y constaban tanto de prácticas individuales como grupales. La necesaria e insoslayable socialización en el hotel obligaba a que sus huéspedes estuvieran al tanto de lo que los otros hacían, tanto para compartir y divertirse, como para respetar el tiempo de los demás.

Leyendo las indicaciones de su Reglamento Interno, podemos reconstruir lo que debieron haber hecho la mayoría de las personas que lo habitaron temporariamente.

No bien arribaba (ya sea en ómnibus, desde el pueblo de Balnearia, o en automóvil particular), el huésped estaba obligado a registrarse con nombre y apellido completo, indicando el lugar de procedencia. Lamentablemente no nos queda a la fecha ninguno de esos registros y por lo tanto nos resulta imposible conocer las personalidades que visitaron el hotel (como de hecho sí es factible en el caso del Eden Hotel de La Falda).

El horario de salida (check-out) era el de las 11 horas. Caso contrario se cobraba el día completo. El precio de la pensión diaria incluía desayuno, almuerzo y cena, sin bebidas. El menú no era a la carta y el consumo del bar debía ser abonado al contado. El desayuno, después de la 09:30 horas era considerado como extra, lo que indica que había que levantarse temprano para poder disfrutar del mismo.

Si comparamos los horarios con el de los hoteles actuales, las comidas y refrigerios eran servidos con una media hora antelación:

Desayuno: desde las 7:30 a las 9:30 hs.

                                                Almuerzo: a las 12:30 hs.

                                                Merienda: de 16 a 17 hs.

                                                Cena: a las 20 hs.

Una vez en la recepción, el pasajero tenía que dejar un depósito en la administración. En ese caso, la factura debía pagarse semanalmente. Pero si se prefería evitar dicha erogación inicial, el hotel cobraba la estadía cada tres días, no aceptándose el pago con cheques (aún existiendo en el edificio una sucursal del Banco Nación).

Instalados en sus cuartos, los visitantes podían solicitar el servicio de cubiertos en su propia habitación, evitando bajar a los comedores de la planta baja. Era posible comer a solas, pero se lo consideraba como un adicional extra, debiéndose pagar esa comida aparte.

Toda rotura, destrucción o pérdida de muebles y objetos ocasionados por los huéspedes debían ser abonados por su valor íntegro y la Administración no se responsabilizaba por las sustracciones de dinero o alhajas.

Como ya hemos dicho antes, el descanso era “sagrado”. Se cuidaba mucho que los visitantes disfrutaran del mismo sin inconvenientes.

El hotel estatuía:

«Durante las horas de la siesta (13 a 15 horas) y desde las 22 hasta las 7 horas de la mañana, se pide encarecidamente la observancia de un completo silencio en las galería, y accesos a las habitaciones, estando en interés de cada huésped no hacer ruidos ni dar golpes al cerrar las puertas y ventanas.»

No debemos olvidar que el Gran Viena era una empresa orientada al cuidado de la salud (lo que en la jerga se denominada un «hotel sanitario»).[14]

El artículo 10º del Reglamento Interno llama la atención. En él se hace referencia explícita a “no usar las toallas para secar las navajas u hojas de afeitar; se les entregará, para tal fin, pequeñas toallitas especiales.» Desconozco el motivo por el cual eran tan específicos en ese asunto.

Por otro lado, estaba estrictamente prohibido:

1. «Introducir personas extrañas en las habitaciones, sin previo aviso a la Administración;

2. Sacar de los cuartos de baño y llevar al exterior, patio o playa, las toallas pertenecientes al hotel;

3. Llevar perros o cualquier otra clase de animales a las habitaciones;

4. Conectar planchas, calentadores, ventiladores, aparatos de radio u otros aparatos eléctricos en las habitaciones;

5. Dejar la luz encendida al abandonar las habitaciones

Finalmente se solicitaba que todos los reclamos pertinentes se hicieran directamente en la Administración y que

«No serán admitidas personas afectadas de enfermedades contagiosas[15]

Si uno cumplía con todas estas indicaciones y requisitos, ya estaba listo para disfrutar de una agradable y desproblematizada estadía, en la que era posible llevar a cabo un número muy variado de saludables actividades recreativas.

Pasatiempos

Siguiendo con nuestro propósito de recrear la vida cotidiana de los huéspedes del Gran Viena, dedicaremos las líneas que siguen a analizar los diferentes pasatiempos que consumían sus horas de esparcimiento y descanso. Porque más allá de las actividades dedicadas a cuidar de la salud, estaban las otras. 

Los paseos por la costa —y la contemplación del atardecer a la sombra del gran hotel— siguen siendo una de las experiencias más vivificantes que puedan experimentarse en Miramar. Pero las cosas ya no son como antes. La gran diferencia, entre los atardeceres de los años ‘60/’70 y los actuales, radica en que todo el entorno costero ha cambiado. Hoy, millones de toneladas de ladrillos, concreto, vigas de hierro retorcidas y oxidadas, azulejos y restos de viviendas destruidas (producto de la inundación iniciada a fines de 1977) generan una extraña sensación de finitud y nostalgia por una época que ya no existe. Todo un mundo se fue con la crecida. Y cuando un mundo se va, genera tristeza. Porque no sólo una parte de Miramar ya no está. Lo que desaparecieron también son los recuerdos, sacrificios, anhelos y sueños de muchísima gente.

Durante la “Edad Dorada, los turistas disponían de una rambla para recorrer el contorno costero del pueblo y los caminantes podían estimular los sentidos de la vista, del olfato y el oído, incitando sensaciones físicas que impulsaban al pensamiento, la reflexión y los recuerdos, de un modo muy diferente al que lo hacemos actualmente (ante las ruinas). En vacaciones, y ante una costa por entonces domesticada, el optimismo era seguramente lo que prevalecía. La nostalgia no tenía, todavía, cabida en el imaginario social.

Sentarse frente al “mar”, contemplándolo apaciblemente sin un horario que cumplir y todo el día para “hacer nada”, constituía la quintaesencia del “tiempo libre”. Era así factible recrear una sensación de libertad, pocas veces vivenciada en otras actividades. Por otro lado, observar el sol color naranja meterse tras el horizonte, más allá de la laguna, se convertía en una perfecta metáfora de la vida misma. La naturaleza ya era paisaje. 

La lectura solitaria representó, seguramente, un hito importante en la vida del hotel. Leer en silencio y para sí mismo implico también vivenciar una importante dosis de libertad. Ese ocio intelectual le permitía al lector elegir un libro u otro, leer o simular que se lee, hacer algo o no hacer nada. Dejar pasar el tiempo con el diario, libro o revista en la mano es también parte importante de las vacaciones. No hay obligaciones. Excepto la de pasarla bien.

El lector es el decide el ritmo, si desea leer ininterrumpidamente o a intervalos, y permitir que la imaginación vuele y haga las conexiones que desee. La lectura requiere de largos periodos de calma, ya que a una velocidad agradable de 200 palabras por minuto, leer una novela normal llevaría unas 15 horas”.[16]

 Intimidad, soledad y retiro. Eso es lo que encontraban los huéspedes del Viena cuando se sentaban a leer en el patio central del edificio o en la ribera vecina (incluso flotando en las mismas aguas de la Mar Chiquita). Se sabe que el hotel disponía de una biblioteca propia. Lamentablemente, nada quedó de ella tras la crecida. El edificio que la contenía (el llamado Sector Termal) se desmoronó por la acción de las aguas en 1982. ¿Qué libros se guardarían en sus estantes? ¿Qué temática era la preferida por aquellos días?¿Con qué asiduidad se retiraban dichos tomos?

Los juegos de salón y las actividades al aire libre constituyeron también parte del universo turístico del Gran Viena. Los naipes, el dominó y el ajedrez congregaban a las personas en torno a una mesa, generando discusiones y amistades en un entorno no siempre distendido, en el que las normas exigían seguir ganando. “Jugar en serio” ya era un comportamiento común en la segunda parte del siglo XX. El ocio puro, el “no hacer nada”, el “jugar por jugar” empezaba a ser incomprendido por muchas personas.

El hotel disponía en los años ’70 de un bowling, construido con aromática madera de sándalo, en donde se deben haber organizado más de un campeonato de verano. Las malas lenguas hablan también de un pabellón para el tiro al blanco en los sótanos del edificio (aunque esto no está del todo certificado). Por las postales y fotos de la época sabemos que la gente disfrutaba de paseos en botes y de esquí acuático.

La siesta, como ya hemos visto, era sacrosanta en el Gran Viena. Una verdadera Paz de Dios que, como en la Edad Media, constituía un paréntesis que interrumpía cualquier cosa que se estuviera haciendo. Natural pereza reparadora después del almuerzo, la siesta puede ser vista como el paliativo necesario a un calor insoportable que se volvía paisaje a partir de las dos de la tarde. 

Escribir fue con seguridad otras de las relajadas actividades que los huéspedes practicaban a diario durante sus estadías en el Gran Viena. En una época en la que el correo electrónico no existía siquiera en la imaginación de la gente, el lápiz y el papel se volvían indispensables a la hora de mantener contacto con los familiares lejanos o estar al tanto de la marcha de los negocios. Las cartas y las postales tenían caligrafía personalizada, no eran virtuales y necesitaban de un correo para ser enviadas. Para ello, durante un tiempo, el hotel dispuso de una sucursal del Correo Argentino en su hall principal. Como práctica privada, la escritura debió ocupar un tiempo importante durante las vacaciones. De todos modos, el Viena nunca fue asociado con el esnobista mundillo de los escritores, como sí ocurrió con el Viejo Hotel Ostende, a orillas de la costa bonaerense.

 Estar de vacaciones era “estar lejos” de las obligaciones, tanto espacial como cronológicamente. Se manejaban otros tiempos. Los relojes parecían, comparados con los nuestros, marcar las horas con más lentitud. Era una época en la todavía podía uno desenchufarse voluntariamente y en la que telefonía no te acompañaba a la playa, ni a los paseos por la costanera. La sensación de libertad, con seguridad, era mayor que la nuestra, atiborrados como estamos de mails y mensajes de textos a nuestros celulares,

 

 

Los baños de mar y las terapias termales, así como la fangoterapia, fueron desde fines del siglo XIX el principal motivo de desplazamiento a la zona y una de las causas más comúnmente aducidas para explicar la construcción de hoteles como el Gran Viena. El hotel formaba parte de un grupo de complejos sanitarios tendientes a combatir enfermedades pulmonares y cutáneas. Pero a medida que los antibióticos permitieron la erradicación de muchas de esas dolencias tradicionales, sus instalaciones se asociaron más al “buen pasar” que a cuestiones médicas, especialmente durante los años que van de 1960 a 1980. El termalismo no sólo quedó ligado al temas de salud, sino a aspectos relacionados con el bienestar del cuerpo, el descanso físico y la relajación total. Salud y relax se dieron  la mano en un largo apretón que dura hasta nuestros días.

Los juegos azar tampoco estuvieron ausentes. ¿Quién no ha soñado alguna vez con regresar a casa de las vacaciones teniendo todos los gastos compensados por un batacazo en la ruleta? De seguro muchos lo hicieron en el Gran Viena entre los años 1978 a 1980. Pocos tiempo antes de cerrar definitivamente sus puertas, el hotel dispuso de un casino. Tras la crecida de la laguna y la desaparición bajo las aguas del Hotel Copacabana —empresa que regenteaba el primer casino de la provincia de Córdoba— la ruleta se trasladó al Gran Viena y allí se mantuvo girando hasta que el mar inundó los sótanos y debió cerrar definitivamente.

Palabras finales

EL Gran Hotel Viena es hoy un mundo vacío. Ya no convoca huéspedes y sus habitaciones, comedores, pasillos y patios carecen de la vida cotidiana que intentamos recrear en este trabajo.

Los antiguos veraneantes han envejecido o están muertos. Sus paredes y columnas soportan como pueden el paso de los años, la humedad y el deterioro. Es una mera sombra de lo que un día fue. Una ruina nostálgica, misteriosa e inquietante. Sólo con el espíritu propio del romanticismo podemos seguir encontrando en él belleza.

Y la tiene.

La conserva, como conserva tantas preguntas sin respuestas, volviéndose críptico, mudo, ante las tantas dudas que surgen cuando nos paramos frente a su estructura herida.

Ya no hay más huéspedes en el Viena. Sólo curiosos visitantes que, guiados por especialistas locales, recorren parte de sus instalaciones en menos de dos horas. El encanto de la vida, antes presente cada mañana, en cada actividad desplegada, dio paso al encanto de la muerte y la decadencia.+

La natural fuerza de la laguna reclamó lo que nunca había dejado de ser suyo y la costa, antes domesticada, se sublevó volviéndose arrolladoramente salvaje e impiadosa. La inundación del ’77 no sólo se tragó más de la mitad del pueblo, sino que también opacó el brillo del gran hotel.

Aún así, sus restos, hoy revalorizados por muchos, anuncian esperanza. Una esperanza agónica, pero siempre activa en cada acto de los habitantes del pueblo que, tras el desastre de hace más de 20 años, supo sacar fuerzas y reconstruir gran parte de lo que el agua se había llevado.

Miramar y el Gran Viena ya no son lo que antes fueron. Pero la vida continúa y con cada vuelo rasante de flamenco sobres sus costas, los sueños de un futuro mejor se reeditan.

Ojalá que cuando ese futuro venturoso se concrete definitivamente el Gran Hotel Viena siga estando allí, como testimonio de la omnipotencia, éxito, fracaso y recuperación del hombre.

Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Diciembre de 2009

Email: sotopaikikin@hotmail.com

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Notas:

 

[1] BARRÁN, José Pedro (1990). Historia de la sensibilidad en Uruguay, Tomo 2, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental.

[2] WALLINGRE, Noemí (2007). Historia del Turismo Argentino, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Turísticas.

[3] Beyond the Sea (Charles Trenet/ Jack Lawrence), canción interpretada por Bobby Darin, producida por Ahmet Ertegun y Jerry Wexler. Arr.& Cond. By Richard Wess. Grabado: 24/12/1958. ATCO single 6158 (pop.6, RyB 15), en el álbum Bobby Darin The Definitive Pop Collection.

[4] DELUMEAU, Jean (1989). El Miedo en Occidente, Madrid, Editorial Taurus, Pág. 73.

[5] ZAPATA, Mariana (2006). Memorias de la Mar. Mira-Mar. Pacto Fundacional y Resurgir de un Pueblo, Córdoba, Asociación Amigos del Patrimonio Histórico de Ansenuza Suquía Xanaes.

[6] Recordar que el pueblo de Miramar sufrió, desde 1977 a 1980, un terrible inundación que dejó bajo el agua a una enorme parte del mismo. Actualmente, los escombros de todas esas casa, hoteles y dependencias públicas, jalonan la costa del balneario.

[7] Véase: ALIATA, F. y SILVESTRI G. (1994). El Paisaje en el Arte y en las Ciencias, Bs As, CEAL.

[8] Véase; SOTO ROLAND, Fernando Jorge (2009). Gran Hotel Viena, Buenos Aires, edición digital en  http://letras-uruguay.espaciolatino.com/aaa/soto_fernando/gran_hotel_viena.htm 

[9] La mayoría de los empleados, especialmente los camareros, venían contratados directamente de Buenos Aires.

[10] SEBRELLI, Juan José (1991), Mar del Plata y el ocio represivo, 2º edición, Buenos aires, Tiempo Contemporáneo.

[11] Por ejemplo el uso de sombreros de paja estilo “chino” entre las mujeres a la hora del desayuno, con el objeto de evitar se alcanzadas por el impiadoso sol del verano. Los mismos era provistos por el hotel.

[12] Miguel A. Silles Ferrel se desempeñó como botones del Gran Viena. Archivo del autor.

[13] Testimonio del  21 noviembre 2009. Archivo del autor

[14] El Gran Hotel Viena no fue la excepción a la hora de exaltar los beneficios terapéuticos de su emplazamiento y las virtudes del agua de la laguna y el fango que sale de ella. De hecho, todo el pueblo de Miramar (Córdoba) basó su desarrollo turístico en esas bases. Recordemos que la familia Palhke —constructores del gran hotel— acudieron al sitio buscando las propiedades curativas de la Mar Chiquita y que, junto a la habitaciones de primera clase, levantaron un pabellón termalizado con médico, enfermera y masajista. La propaganda aludía directamente a la cura del asma, otras infecciones respiratorias y la psoriasis. Tanta era la confianza que se pretendía infundir que el slogan de un cartel promocional del hotel decía: «¡Siempre volverá sano y contento!».

[15] Una copia original del Reglamento Interno del hotel está en el Museo de Sitio que funciona en el mismo edificio (en ruinas) del Gran Viena.

[16] RYBCZYNSKI, Witold (1992). Esperando el Fin de Semana, Barcelona, Emecé. Pág. 175.

 

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Diciembre de 2009

Email: sotopaikikin@hotmail.com

 

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