El fantasma victoriano
Aproximación histórica a la creencia popular.
Profesor Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para creer en historias fantásticas que muchas personas poseen en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a un fogón —en cualquier noche de invierno o de verano— para advertir cómo, inexorablemente, la conversación deriva hacia temas que meten miedo y que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de distintas especies.

En circunstancias como ésas, el viento deja de ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando presencias no expuestas que alimentan la sugestión y agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se ve alterado, y acontecimientos del pasado personal —mal definidos por la memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas relaciones, antes no tenidas en cuenta.

La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio que ha logrado mantenerse en buenos términos durante siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando así una abundante literatura que, aún hoy, sigue publicándose con gran éxito editorial.

Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico, escéptico o crédulo. 

La creencia en  la existencia de fantasmas es un hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las sociedades de la Tierra. Leyendas, cuentos populares, rumores y folklore referidos a ellos, testimonian —directa o indirectamente— el interés que los hombres tienen respecto de lo que sucede más allá de la muerte; al tiempo que explicitan la propensión de una época determinada a seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular, en consonancia con las demandas de una situación concreta.

Occidente ha tenido con las muy variadas entidades intangibles de su imaginario una relación que se advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de su historia; y múltiples han sido los factores que se conjugaron para que los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los fantasmas —así cómo la conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e históricamente determinada

Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la historia del fantasma occidental es singular es singular en un aspecto: el haber estado ligada al proceso de individuación, tan propio de nuestras sociedades.  

Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un ángulo original, cómo hemos elaborado en los últimos quinientos años nuestra identidad, nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se entretejieron variables culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión antropocéntrica que ha hecho de Occidente lo que hoy es. 

Definir qué es un fantasma depende del espacio y del tiempo. Depende del lugar que cada persona se adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los senderos —ya exitosamente transitados— de otras historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de la lectura. Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de los sistemas de valores y sus cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva secularización y un olvido de los deberes y normas trascendentes, para centrarse únicamente en la condición inmanente del ser humano). 

En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los problemas existenciales propios de una sociedad impregnada del más hondo materialismo. El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo tiempo.

El discurso histórico sobre las apariciones —en ocasiones controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores particulares— revela una suerte de actitud imperialista que tornó a la imagen tradicional del fantasma en un producto de exportación a distintas partes del mundo; modificando imaginarios no europeos y creando una falsa idea de homogeneidad planetaria en la creencia.

La actitud aculturadora de Europa, tan pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y continentes lejanos, alteró muchas estructuras fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus comportamientos, caracteres y status.

Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones sociales muy caras del universo burgués (en especial del siglo XIX), tales como: la familia, el amor, la muerte romántica, el secreto y el individualismo.

Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo—  denuncian insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas. 

El fantasma victoriano

Punto de arribo de tradiciones, representaciones y formas de ver y organizar el mundo, el siglo XIX reinterpretó todo, reelaboró una nueva cosmovisión, y desde ese mismo instante nada fue idéntico a lo que antes era. Hito singular en la historia de la cultura occidental, la centuria pasada (XIX) creó las bases de una sociedad nueva (que fue nuestra hasta hace relativamente poco tiempo). Instauró una muy particular manera de conceptuar a la familia, el cuerpo y la muerte. Desarrolló un mundo industrializado, en donde la tecnología empezó a cumplir un rol protagónico que no había tenido, y combatió las enfermedades como nunca. Creó una sociedad urbana inimaginable cien años atrás, e inculcó una ética renovada, menos dependiente de Dios. Propuso paradigmas —políticos y científicos— que consiguieron prolongar sus influencias hasta fines del siglo XX, e impuso un ideal —el del Progreso— que sirvió de telón de fondo y soporte de toda una época. Inauguró conflictos sociales, políticos y económicos, muchos de los cuales derivaron en revoluciones y guerras ; desarrolló los ideales del nacionalismo e impuso —paralelamente a ello— una presión imperialista que recién se diluiría —en sus aspectos formales— a mediados de la década de 1960. Pero, sobre todo, colocó a una clase social como modelo: la burguesía.

Como dice Eric Hobsbawm, el siglo XIX fue predominantemente burgués en sus hábitos, ilusiones y sueños. El emprendimiento y la concreción de objetivos personales se convirtieron en exultantes manifestaciones del propio valer, y el individualismo no se dejó rogar. Así mismo, un férreo orden social —sumamente jerarquizado— reglamentó los comportamientos, los gestos y el imaginario social; haciendo de las apariencias el resorte necesario para elevar el status dentro de una realidad en la que la competencia se convertía en un valor digno de ser puesto en práctica-

Esta sociedad burguesa, logró impregnar —con su cultura y forma de ver el mundo— a aquellos sectores sociales que la combatieron duramente, imponiendo lo que se ha dado en llamar un aburguesamiento tanto de los grupos aristocráticos como de los sectores obreros.

Fue este mundo burgués el que inventó la intimidad —que era su esencia—; reorganizó los rituales domésticos —que calaron tan hondo que se los creyó existentes desde siempre—; propuso una renovada dualidad entre la solidez de lo material y la belleza del espíritu. Elevó la castidad y la represión del instinto a un punto tal que la hipocresía no pudo dejar de surgir. El secreto, el pudor, los prejuicios y la llamada moral victoriana, evidenciaron —con su difusión— el éxito de esta clase hegemónica en muchos rincones del planeta. Y, por supuesto, los fantasmas también se aburguesaron

Después de la sacudida racionalista del siglo XVIII, y agitada profundamente por el reeditado ideal clásico, la cultura europea del XIX buscó renovarse escudriñando, una vez más, en la imaginación y el sentimiento. Así surgió el movimiento romántico, que se tradujo en un esfuerzo por rescatar del pasado la perdida nostalgia de la Edad Media; abriéndose a experiencias estéticas e intelectuales que solieron inspirarse en lo desconocido, en lo oculto, en la noche con sus sombras y misterios. La muerte y los fantasmas, la soledad y las tinieblas, impregnaron todo por doquier. El romanticismo sería —como escribió René Huyghe— “una fuga de lo real a lo imaginario”[1].

Desde ese momento quedó enunciada la doctrina del movimiento; y ya no fue el hombre externo —completo y reflexivo— lo que se puso en juego, sino que, en lo sucesivo, se distinguiría al hombre interior, ése que en su intento por comunicar su alma con la naturaleza exaltaría las dimensiones de lo infinito. El genio romántico —a fuerza de querer franquear los límites de la razón común, y permitir la intrusión de lo fastasmático— planteó la vacilación del cerebro, y entrevió la locura (en la que muchas veces llegó a caer).

Imbuido de una gran dosis de irracionalidad, y dotado de una capacidad excepcional para exaltar el sentimiento, el romanticismo reinventó el concepto de fantasma, otorgándole una serie de cualidades que —popularizadas desde entonces— impactaron en el imaginario colectivo, dándonos una imagen hoy tradicional del mismo.

De esta manera, nació un género literario que alcanzó un sorprendente desarrollo entre mediados del siglo XIX y principios del siglo XX: la “Ghost Story” que, junto a la novela gótica (de anterior data), sustituyeron a “[...] las groseras supersticiones por delicadas emociones artísticas”[2].

Asimismo, la organización de nuevas disciplinas científicas orientadas al estudio del hombre —tales como la antropología y el folklore— dirigieron sus arsenales metodológicos hacia las sociedades “primitivas” de distintas partes del mundo, rescatando del olvido mitos y leyendas populares que revelaban una relación con la muerte (y con los muertos) que se creía perdida en el entorno occidental. Este mundo de los espíritus encontró, pues, en la leudante burguesía decimonónica un medio propicio donde arraigar, intentando conciliar las contradictorias dosis de espiritualismo y materialismo que esta clase social encarnaba.

El fenómeno espiritista —conocido desde tiempos antiguos, e interpretado de diferentes maneras según el entorno cultural— reapareció en el seno de la sociedad europea que, imbuida de positivismo, persiguió a los fantasmas armada con las leyes conocidas de la física. La preocupante obsesión por la supervivencia del alma —que había desvelado el sueño de más de un pensador clásico, como Pitágoras, Empédocles o Platón— dejó de ser, para muchos, un problema meramente filosófico, transformándose en uno propicio a ser demostrado científicamente por el materialismo. Los experimentos espiritistas —origen de la actual pseudo-ciencia llamada parapsicología— alinearon sus energías en la búsqueda de pruebas positivas, que creyeron encontrar en las melodramáticas sesiones espíritas celebradas en salones y cortes de todo Europa. En ellas, las almas desencarnadas de los muertos se comunicaban con los vivos por medio de golpes, martilleos sobre una mesa y materializaciones ectoplasmáticas[3]; queriendo con todo ello demostrar la supervivencia del Yo individual más allá de la muerte.

Esta moda —convertida en hobby para unos, y en profesión para otros— modificó la manera en que los fantasmas eran conceptualizados; aunque, básicamente, lo que cambió fue la forma en que los espectros se evidenciaban. Desde entonces —y hasta las décadas de 1930-1950— las Almas en Pena empezaron a ser visualizadas (sin que por ello las clásicas manifestaciones auditivas desaparecieran por completo). Castillos, abadías y hospitales, teatros y mansiones, empezaron a albergar figuras etéreas que vagaban cual sonámbulos por los corredores, dejándose ver, e incluso tocar. El materialismo se imponía más allá de la frontera de la muerte, y la doctrina espírita no tardó en teorizar al respecto.

Allan Kardec (padre del espiritismo) y sus seguidores, sostuvieron que el ser humano estaba conformado por tres elementos: el alma, el cuerpo y el periespíritu, que unía a los dos primeros a manera de “mediador plástico” y que participaba de la naturaleza de ambos. Por lo tanto, merced a este periespíritu, las almas de los desaparecidos podían corporizarse y trasladarse de un plano a otro de la existencia, conservando una “semi-materialidad” fluida, de color, visible y palpable. Como puede observarse, el paradigma mecanicista —tan en boga por aquellos días— se aplicaba incluso en el Más Allá.

Los avances de la tecnología se pusieron a disposición de esta rejuvenecida “caza de espectros” y fue la fotografía —desarrollada a mediados del siglo pasado (XIX)— la que facilitó los medios para poder retratar a los fantasmas. 

El daguerrotipo [1839] y posteriormente la máquina fotográfica [1851], produjeron un fuerte impacto en las sensibilidades colectivas de occidente. Con ambos inventos, la memoria y el recuerdo de los seres queridos pudieron trascender la muerte de una manera hasta entonces inédita; y la posibilidad de reconocer —mediante las fotografías— el aspecto físico de parientes y amigos muertos se alteró cualitativamente.

El tiempo quedaba atrapado en esas placas de acetato, y con ellas se robusteció aún más el individualismo. Ahora el pasado tenía un rostro identificable. Un rostro que denunciaba —en los vivos— el paso inexorable de los años, y guardaba —de los muertos— un retrato fiel, al que sólo los muy ricos habían accedido en el pasado (mediante la pintura / retrato y la escultura).

Las lápidas de los cementerios se adornaron con fotos (las típicas de forma oval); los álbumes familiares se transformaron en espacios de la nostalgia, y el individuo triunfante conservó de sí mismo —y de los otros— una imagen clara, diáfana y palpable. Lo mismo sucedió con los fantasmas, que llevaron la relación con la muerte a un plano más concreto, donde se descubrían las muertes propias (el cambio de aspecto a través de los años) y las ajenas. Así se difundió un renovado culto a los muertos y a los cementerios. 

Las fotografías de supuestas apariciones espectrales empezaron a acumularse, y a pesar de los fraudes evidentes, un gran número de investigadores —y, por supuesto, la gente común— mantuvieron y defendieron férreamente la validez de la prueba. Incluso escritores que habían trasladado el tema al campo exclusivo de la literatura, prologaban sus novelas y cuentos argumentando que los fenómenos descriptos existían sin lugar a dudas; reconociendo que la ciencia y la filosofía aún no los había esclarecido. Ejemplo de tal credulidad tardía fue Sir Buldwer Lytton (1803-1873), quien con su obra, La Casa de los Espíritus (1859), pretendió cerrar filas junto a los grupos espiritistas.

Provistos de fotografías, de testimonios denominados directos, y enmarcados por un ámbito cultural que daba espacio a la creencia en fantasmas, hombres y mujeres enrolados en diferentes grupos espiritualistas pusieron sus esfuerzos en tratar de llevar el tema hacia el campo de la ciencia, alejándolo del ámbito de la leyenda folklórica y la superstición. Médicos, matemáticos, físicos, escritores de renombre y políticos de la era victoriana, propagaron decenas de teorías a fin de explicar los casos denunciados de fantasmas. Muchos de ellos lucharon, también, por desacreditar la temática, denunciando y revelando notorios fraudes. Otros, mantuvieron una duda cautelosa, dejando sus mentes abiertas a fenómenos que empezaban a ser denominados como paranormales (más allá de la normalidad). Finalmente, un grupo no reducido se transformó en fervientes defensores de la realidad objetiva de los espíritus. 

Denunciantes nocturnos

El “fantasma victoriano”, exportado a distintas partes del mundo por los largos tentáculos de la sociedad burguesa del siglo XIX, refleja —como tantos otros productos de esa época— el entorno cultural que le dio origen.

Nacido del materialismo y la industrialización, el fantasma decimonónico encarnó —paradójicamente— el descontento de un gran número de personas, respecto del rumbo que tomaba la sociedad por aquellos cambiantes días.

Adoptados por la poesía, la novelística y aún por la heterodoxa “ciencia informal”, los relatos de aparecidos canalizaron la creciente necesidad de evasión a los problemas cotidianos (la explotación del hombre, el hambre, el desamparo, la soledad,  el desempleo, et), que el romanticismo supo con habilidad dejar plasmados en la literatura y otras manifestaciones del arte. Los fantasmas disfrazaron tabúes burgueses, y reflejaron al mismo tiempo una intención moralizante, que devino en una muy particular pedagogía del miedo.

A quedar desligados del Diablo, los fantasmas empezaron a teatralizar una escena dulce, nostálgica —aunque no exenta de problemas— que encuentra sus raíces en una manera nueva de conceptuar el sentido de familia y de muerte

Si tenemos que hacer referencia a una institución exitosa, con una fuerte dosis de autoritarismo y epicentro de valores morales tenidos por trascendentes, debemos hablar de la familia (núcleo esencial del amor responsable en el universo del burgués). Bastión y refugio de la intimidad, el “hogar dulce hogar” se convertiría no sólo en una potente catapulta para el individualismo, sino en el celoso guardián de los secretos familiares, siempre peligrosos de ventilar.

Organizada alrededor de un padre todopoderoso, los miembros de la familia —en especial las mujeres— tenían sus vidas afectivas hipotecadas por “el bien general del apellido”. Todo estaba reglado, controlado, medido. Pocas cosas podían dejarse al azar. Los potentados debían casarse con potentados, caso contrario el patrimonio y el prestigio de la estirpe quedaban mancillados social y económicamente. Por lo tanto, ante el nunca deseado desliz amoroso de alguien del grupo, las apariencias debían resguardarse, levantando un grueso muro de silencio y secretos.

También la presencia de un suicida, de un asesino o de un idiota en el árbol genealógico del apellido, era más que suficiente para que se tendiera sobre ellos un impermeable manto de olvido, resistente al chismorreo y el rumor.

Como alguien escribió: 

                                   “Si bien no toda familia es un asunto trágico, no cabe duda de que toda tragedia es un asunto familiar” [4]. 

Y gran parte de ello queda ejemplificado en las numerosas historias de fantasmas que tienen una base argumental enraizada en dramas privados de ese tipo. Pasiones encontradas, actos lujuriosos (escondidos o sublimados), ambiciones desmedidas (reales e imaginarias), son lo que los fantasmas denuncian en sus rondas nocturnas.

El “fantasma victoriano” se convierte así en una doble amenaza.

Por un lado, rompe con los límites racionales rígidos impuestos por las leyes positivas de la naturaleza; consiguiendo crear un estado emocional que es capaz de alcanzar el más sentido terror, por medio de extravagantes efectos de luz y escenas extrañas[5].

Por otro lado, tanto en la literatura como en la tradición oral, el fantasma decimonónico irrumpe fracturando el secreto burgués, violando lo íntimo —lo no dicho—, al hacer público los secretos inconfesables de una familia.

Las apariciones piden, denuncian, exigen. Desenmascaran una intimidad hipócrita, egoísta y morbosa, que el grupo se ha cuidado muy bien de resguardar. Este es quizás el motivo por el cual el concepto “fantasma” fue incorporado en algunas escuelas de psicología nacidas a fines de principios del XX. 

Un aliado fiel a todas las historias de fantasmas ha sido —y es— el rumor.

Masivo, difuso, susceptible de ser realimentado —dada la transmisión en cadena que lo caracteriza—, el rumor crea siempre una disposición muy especial para que surja la credulidad; ya que “conmueve y golpea en algún punto vulnerable al receptor, disminuyendo la capacidad de discriminación”[6] y haciendo de lo imposible algo probable y verdadero.

Presente en situaciones de crisis —ya sean, sociales o familiares—, la tradición oral encuentra en el rumor un instrumento indispensable para la difusión y tergiversación de historias en la que descargar incertidumbres, envidias, celos e impotencia, producto de la angustia.

La mayoría de las leyendas de fantasmas reflejan esta situación. Con ellas, los sentimientos indefinidos recién nombrados se concretizan en temores que pueden ser manipulados y, por lo tanto, capaces de ser exorcizados, enfrentados o publicados. 

El fantasma que vaga eternamente en el universo material de sus antiguas posesiones, el que exige plegarias o atenciones espirituales a sus deudos, el que denuncia sus propios crímenes con lamentos y visiones espantosas, o el que manifiesta un dolor infinito por un amor prohibido o no correspondido, recrea las ambigüedades y dramas privados que la sociedad burguesa no pudo evitar que cayeran en el dominio del rumor. Por esta causa, los mencionados relatos de fantasmas fueron siempre bien aceptados por un público expectante de chismes e historias fantásticas.

El egoísmo materialista del espectro que se niega a abandonar el plano mundano y carnal de la existencia —y que queda ligado a los objetos personales que lo individualizaron de los demás (casas, pianos, fincas, sillones, etc)— es un claro síntoma de mentalidad burguesa. Una mentalidad que hizo de las cosas materiales un símbolo de status e identidad personal, que ya la muerte no podía disolver. El hecho de que se conserven relatos que hablan de espíritus vistiendo sus indumentarias de costumbre —corbatas, broches, sombreros, uniformes o tapados— es muy sintomático al respecto.

También un sobrenatural lazo afectivo une al fantasma con sus seres queridos cuando éste les advierte sobre peligros inminentes o demanda de ellos un recuerdo más sincero y fuerte[7]. Este temor al olvido —combatido en los cementerios por medio de la arquitectura y escultura funerarias— quedó plasmado en suntuosos panteones familiares, en los que –tras la muerte— todos volvían a reunirse. 

Comúnmente, los rumores que circularon —y circulan— en torno de las apariciones poseen un denominador común ya tradicional: el dolor, la violencia y los actos vergonzantes —reprimidos y castigados por la sociedad— son los que sujetan, a modo de invisibles amarras, al espíritu a este mundo. No es de extrañar, pues, que las abadías, conventos e iglesias sean las que conserven historias de este tipo de historias tan cargadas de pecados y actos perversos.

La figura fantasmal de la monja que camina sollozando solitaria, expiando la culpa de un amor carnal prohibido por Dios, es ya clásico en las tradiciones de occidente; o la del sacerdote que, tentando por las voluptuosidades de la señora local, debe pagar su pecado vagando por la nave principal de su capilla, “en las neblinosas noches de invierno”.

Damas de todos los colores —la “Dama de Azul”, la “Dama de Gris”, la “Dama de Blanco”, etc— ilustran el folklore de distintos rincones de Europa y América; y en casi todos los casos refieren historias de supuestos escándalos amorosos, seguidos de muerte. Tal es el caso del fantasma femenino que recorre los pasillos del castillo Muncaster, en el centro occidental de Inglaterra.

Al respecto, cuentan los lugareños que hacia 1822 una criada tuvo la osadía de enamorarse —¡y ser correspondida!— del propietario de la finca. El asesinato de la pobre niña en manos de matones nunca fue resuelto, ni los culpables identificados (lo que expresa el riesgo de alterar las rigurosos normas de endogamia clasista de la época). Según el folklore local, el espectro de la pobre infeliz continua reclamando justicia[8].

Interesar observar cómo historias de este tipo —gestadas la mayoría durante el siglo XIX— fueron transferidas a tiempos medievales, modernos, e incluso antiguos, otorgándoles a viejas tradiciones y rumores sobre fantasmas un romanticismo que, con toda seguridad, no tenían en sus orígenes. Así, pues, argumentos esencialmente victorianos fueron endosados —anacrónicamente— a historias, mansiones, castillos y parajes, supuestamente encantados. Conflictos, crímenes y dramas personales del pasado remoto fueron absorbidos, reinterpretados y tergiversados por el espíritu burgués de la Ghost Story y desde entonces, monjes medievales, aristócratas poderosos del renacimiento o burgueses del siglo XVII (y sus respectivas amantes), poblaron con sus fantasmas cientos de cuentos. 

El particular gusto inglés por los fantasmas

Es probable que no exista ningún rincón del planeta —controlado y aculturado por occidente— que no contenga en su acerbo folklórico historias de fantasmas que reflejen los conflictos y valores arriba nombrados. Tradicionalmente ha sido Inglaterra la gestora más prolífica en leyendas de este tipo, y por ello se han intentando interpretaciones de distinto calibre a fin de explicar este gusto tan particular que los británicos han tenido y tienen por los relatos fantasmales.

Se ha dicho que las apariciones del mundo anglosajón serían el necesario complemento de maravillas de una sociedad regida por lo material y lo concreto; que Inglaterra, al no conocer importantes procesos de brujería, buscó satisfacer en el mundo fantástico del arte una carencia de hechos sorprendentes que la vida real no ofrecía. Desde esta perspectiva, los fantasmas cumplirían una función evasiva de un mundo que progresivamente se desencantaba tras el alud de pragmatismo del siglo XVIII.

También se ha insistido en atribuirle al paisaje inglés —con sus brumas y escenarios grisáceos— el origen de estas historias de ultratumba. Tal como escribió H. P. Lovecraft : 

 “La atmósfera [en todo relato] es siempre el elemento más importante, por cuanto que el criterio final de autenticidad no reside en urdir la trama, sino en la creación de una impresión determinada”[9]. 

Asimismo se ha venido hablando del sentimentalismo inglés, que les llevaba a cultivar tanto el temor como la tristeza, motivo por el cual pudieron —y supieron— importar y reacondicionar relatos de fantasmas de otras latitudes, movidos por el entusiasmo hacia lo exótico[10].

Tampoco se ha descartado la ironía, la valentía o el carácter lúdico que todas estas historias encierran, y que permitirían ampliar la explicación del por qué de esa tan particular fantasmogénesis británica; sin por ello despreciar la no poca producción alemana, francesa y norteamericana. 

Lugares encantados

Todos los lugares poseen una doble dimensión. Una real, que es en la que se vive y se trabaja. La otra imaginaria, en la que se advierten las huellas de potencias infernales o celestes que testimonian la presencia de los antepasados, de sus espíritus y recuerdos; definiendo así un espacio propio, cargado de historia, afectos y emociones. Visto de esta forma, un lugar es —en un cierto modo— una invención[11].

Esto es lo que llevado a que cosas que no han sido concebidas como fantásticas así lo parezcan; por ejemplo faros, castillos, monasterios, abadías y mansiones. 

                                                              “Los arquitectos, constructores de fortalezas, se han propuesto hacerlas formidables y no encantadas” [12]

La tradición oral y escrita informa acerca de miles de sitios con estas características; sitios que van desde los ya mencionados —y construidos por el hombre— hasta bosques, cruces de caminos, cuevas, lagunas, montañas e incluso árboles embrujados. De todos ellos, quizás sea el bosque el que mantenga —desde hace más tiempo— el aspecto numinoso que referimos. Reductos del miedo y del peligro, los lugares boscosos suponían la presencia de hadas, genios, brujas y espectros aterradores que amenazaban la integridad física y moral de los hombres. Muchos cuentos infantiles de origen medieval testimonian lo dicho.

El romanticismo decimonónico retomó la posta y supo explotar su gusto por la soledad, por lo vetusto y lo misterioso, poblando con fantasmas aquellos lugares que dieran con el tipo. Así, jardines abandonados o moradas desiertas se hallaron a disposición de los espíritus.

Enfrentándose a una arqueología materialista por definición, el imaginario romántico hizo de las ruinas sitios ideales donde poder elevarse y captar en concreto el evanescente paso del tiempo y la brevedad de la vida humana. Se resistió a ver sólo piedras —susceptibles de ser fechadas, medidas, catalogadas— y transformó mentalmente a esos históricos monumentos en potenciales escenarios para tramas misteriosas, protagonizadas por legiones fantasmales.

La Torre de Londres vio aparecer entonces el alma en pena de Ana Bolena, decapitada por su esposo en el siglo XVI; o el espectro de Sir Walter Raleigh, injustamente condenado a prisión en el mismo siglo.

La Abadía Newstead congregó entre sus muros una media docena de fantasmas. Por ejemplo, el Temible Demonio Byron (supuesto tío del famoso escritor); una anónima Dama Blanca, que camina pensativa por la casa y un Fraile Negro, anunciador macabro de muertes cercanas. No podía faltar también el espectro de un perro que corre por los jardines, ladrándole a la luna.

Del mismo modo, Watton Priory, un convento fundado en siglo VIII, pasó al acervo folklórico inglés como un lugar poblado de lamentos y jardineros fantasmas. En competencia con él, la Abadía Whitby sigue manteniendo una pequeña congregación de monjas que, desde el Más Allá, continúan respetando los votos de castidad que juraron en vida.

En la zona sur de Inglaterra se levanta el Castillo Suadewy, hogar de una espectral Dama de Verde, asociada al fantasma de Catherine Parr, ex-esposa del rey Enrique VIII. Mucho más al norte —en Escocia—, el Castillo Hermitage testimonia su pasado de sadismo y horror a través de la historia del fantasma de un noble local, recordado por los asesinatos que supuestamente cometió durante el siglo XV. También en las Tierras Altas Escocesas, el Castillo Glamis posee un puñado de fantasmas: la Dama de Gris, el fantasma de Janet —esposa del VI Lord de Glamis— y la extraña figura que corre a través del parque, conocida familiarmente como “Jack the runner” (Juan el Corredor).

Historias prototípicas como estas abundan no sólo en Inglaterra, sino también en Francia, Alemania, España o Estados Unidos. De hecho no existe país que no posea sus lugares encantados.

Puede que cambie el escenario inmobiliario del drama, pero en esencia todas las historias parecen ser variaciones de un mismo tema. Variaciones que, readaptadas al espacio urbano e industrial, testimonian una necesidad muy enraizada en el espíritu de los seres humanos.

Consecuentemente, ni las chimeneas humeantes del progreso, ni los abarrotados barrios obreros de las surgentes ciudades industriales, desplazaron del todo a los espectros de los muertos. Tampoco los espacios de sociabilización burguesa —levantados en pleno corazón de la city— exorcizaron a sus legendarias almas en pena. Así, el Teatro Royal —en Drury Lane, Londres— comenzó a encerrar en sus palcos y plateas al espectro de un hombre desconocido, vestido a la usanza del siglo XVIII, cuyas materializaciones siempre anunciaban un éxito de taquilla.

Cada uno de los muchos lugares encantados que acabamos de mencionar brevemente, son sólo una escueta muestra —arbitraria— de los miles que existen desperdigados en las más diversas geografías de Occidente[13]

La literatura nos ha acostumbrado a pensar en los fantasmas como en entes individuales, solitarios, que aparecen encantando mansiones y castillos; pero existen narraciones que refieren apariciones en gran escala, es decir, un “gran espectáculo grupal de espectros”. Generalmente, esta variedad folklórica está íntimamente relacionada con acontecimientos históricos —perfectamente fechados e identificados— de importancia regional o nacional.

En un siglo como el XIX, en donde el simbolismo nacionalista fue tan importante, no pudieron dejar de circular leyendas respecto de batallas fantasmales, vueltas a representar en fechas y momentos caros al incipiente sentimiento —¿fanatismo?— nacional. Así, las guerras civiles —como la inglesa o norteamericana, de las décadas de 1640 y 1860 respectivamente— se convirtieron en un sugerente caldo de cultivo de muchos relatos populares de fantasmas[14].

Testimonios de dolorosos enfrentamientos entre hermanos y símbolos de las contradicciones de las recién gestadas identidades colectivas, las batallas de Naseby —celebrada el 14 de junio de 1645, en Northamponshire—, la de Martoon Moor —del mismo año— o el choque armado en Edgehill —de 1642—, son ejemplos ya tradicionales de batallas inglesas en las que ejércitos espectrales escenifican el combate, en los antiguos escenarios del drama. De igual forma, en la localidad de Shiloh, Tennesse, Estados Unidos, la tradición oral sostiene que el sonido de armas de fuego, choques de sables, gritos y lamentos, se podían oír varios años después de celebrado el cruel enfrentamiento de abril de 1862 (y en el que 24.000 personas perdieron la vida).

Daniel Granada ha denominado a estos lugares como “sitios asombrados”, puesto que “sorprenden a la gente con los ruidos, voces y visiones con que las almas en pena se manifiestan”[15].

América del Sur —y el área rioplatense en particular— no están exentas de leyendas de este tipo, y un patrimonio intangible de ello son los versos siguientes, en los que José Hernández pone en boca del gaucho Martín Fierro la creencia popular que hemos tratado: 

 

“En distintas direcciones

se oyen rumores inciertos

son las almas de los muertos

que nos piden oraciones” [16].

Volver con el rostro marchito 

Un aspecto muy explotado por la literatura del siglo XIX —y que reflejaba el sentimiento de terror que flotaba en el ambiente— fue el del temor a ser enterrado vivo. Posiblemente nunca como en esa centuria, la angustiante y morbosa fantasía de despertarse en un féretro bajo tierra, impactó tanto el imaginario funerario de una sociedad. Y aunque nunca se probó que accidentes de ese tipo hubieran sido generalizados, los artículos periodísticos de la prensa amarilla difundieron el rumor, otorgándole la asiduidad que jamás tuvo.

Así, puestos en duda los diagnósticos médicos de los certificados de defunción, enfermedades como la catalepsia —productora de un estado de aletargamiento e inmovilidad del organismo, que se decía podía ser confundido con el óbito— agudizaron los temores y, por qué no, el ingenio decimonónico.

Fue un chambelán del zar de Rusia quien, inspirado en la obsesión de moda, lanzó al mercado europeo —hacia fines del siglo XIX— un aparato sencillo y eficiente. 

“Era una caja herméticamente sellada con un tubo largo colocado en un agujero abierto en la tapa del ataúd en el instante de bajar éste a la tumba. Sobre el pecho del muerto se colocaba una bola de vidrio unida a un resorte que a su vez estaba conectado a la caja sellada. Al menor movimiento de la persona encerrada, el resorte abriría la tapa de la caja, de modo que la luz y el aire penetrarían en el ataúd enterrado. Al mismo tiempo se iniciaría una reacción en cadena digna de una novela de ciencia ficción. Una bandera se alzaba a más de un metro por encima de la caja; una campana sonaba durante treinta minutos; se encendía una bombilla eléctrica. El tubo, además de permitirle la entrada de oxígeno, servía de megáfono para ampliar la voz presuntamente débil del moribundo” [17]. 

El tema fue tratado por ciertas publicaciones médicas y el parlamento inglés, por ejemplo, estipuló como obligatoria una espera prudente entre la defunción y el entierro. Incluso se aconsejó que a aquellos que no podían comprarse un féretro con “sistema de alarma”, se les alquilara uno por un tiempo.

Como es de imaginar, fantasías tan morbosas no pudieron dejar de tener su correlato maravilloso, y numerosos relatos montaron tramas en las que el desesperado fantasma del enterrado-vivo, reclamaba venganza o ayuda. 

Muertes prematuras o violentas suelen esconderse detrás de los relatos victorianos de fantasmas, en especial cuando esos decesos impiden —o dejan inconclusos— rituales de especial significación social, tales como el casamiento o el bautismo.

En muchas localidades de Europa y América aún pueden escucharse historias de aparecidos en las que sus protagonistas son cónyuges muertos en el día del casamiento, o niños que atormentan a sus padres en reclamo de un sacramento que no alcanzaron a recibir. Idéntica suerte podían seguir los excomulgados, los suicidas o los que ahogaban en el mar. Toda una legión de infortunados a los que se les había negado un descanso bienaventurado, pasaron a los folklores locales siendo así aprovechados por el afán didáctico y moralizador de las instituciones religiosas.

Hacia una nueva interpretación 

“¿Ha tenido usted alguna vez, cuando creía estar completamente despierto, la impresión intensa de ver a un ser viviente o un objeto inanimado, de sentir su contacto o escuchar alguna voz, sin que hasta donde pueda descubrir, esta impresión de debiera a ninguna causa física exterior?”. 

Esta pregunta, hecha en 1882, marca un punto de inflexión en el tratamiento que los fantasmas habían tenido hasta entonces. 

Excluidos del ámbito científico por considerarlos productos de afiebradas fantasías histéricas, los espectros habían buscado un obligado exilio en la novelística, en la poesía y en el rumor local. El racionalismo los desechaba y todo aquel que los tomara en serio corría el riesgo de ser tachado de ignorante, oscurantista, y por lo tanto perder el prestigio entre sus colegas, vecinos y amigos.

El todopoderoso materialismo impregnaba las teorías que explicaban el funcionamiento del universo y en ellas las apariciones no tenían un espacio reconocido, puesto que atentaban contra las posturas mecanicistas tan en boga. Pero hacia la década de 1880 una poco convencional organización irrumpió en la escena: la Sociedad para la Investigación Psíquica de Londres (SIP); germen de futuras asociaciones del mismo tipo en Francia y EE.UU., y que derivarían en el estudio de la hoy llamada Parapsicología.

Típico producto de su tiempo, la SIP convocó en su seno a un heterogéneo grupo de personalidades, derivadas de distintos sectores de la intelectualidad británica —filósofos, físicos, médicos, escritores, etc—; quienes mezclaron sus inquietudes y opiniones con las de reconocidos espiritistas de la época. De esta hibridación tan particular surgió un grupo de individuos que libraron un tensa batalla por oficializar la clase de fenómenos que empezaron a ser llamados preternaturales. Pero, básicamente, lo que hicieron fue replantear —con un nuevo lenguaje— el problema de la existencia de los fantasmas, enfrentándose al bastión ortodoxo del materialismo mecanicista.

Sus fundadores, William Barrett (1845-1926), Frederic Myers (1843-1901) y Edmund Gurney (1847-1888), buscaron desacreditar las historias fraudulentas, combatieron a los embaucadores —los médium— y trataron de darle a sus proyectos de investigación una metodología guiada por la prudencia en las apreciaciones, la honestidad intelectual e incluso el escepticismo.

La primer publicación sobre “Apariciones” hecha por la SIP fue editada en 1894 y conocida bajo el título de Censo de Alucinaciones. Esta encuesta, practicada en Inglaterra, recogió los testimonios de 17.000 personas a las que se interrogó respecto de sus experiencias “alucinatorias”. Con esta denominación —alucinaciones— la Sociedad pretendió crear un espacio intelectual neutro donde incorporar hipótesis de muy variado tipo —aunque en el fondo, su móvil último fuera probar objetivamente la posibilidad de supervivencia del alma después d la muerte—.

Con la encuesta hecha —y tras eliminar sueños y efectos inducidos por la ingestión de drogas— la SIP conservó únicamente 1.700 casos (el 10%) que respondían a los fenómenos que se sugieren en la pregunta que encabeza este apartado. De ellos, sólo 32 casos (1,5%) quedaron sin interpretación racional, siendo suficientes para dejar entreabierta la puerta que permitía el acceso a un universo fantasmal real[18].

El campo de lo paranormal empezaba a construir un espacio propio, controvertido y con el tiempo, bastante popular en ciertos ambientes[19]

El discurso parapsicológico introdujo un nuevo concepto —heredado del racionalismo del siglo XVIII— a través del cual las categorías de análisis —vigentes hasta las décadas de 1920 y 1930— se vieron profundamente modificadas.

Ahora era la mente, con sus insospechados poderes, la que pasaba a ocupar el lugar que antes había tenido el alma, y los fantasmas se convirtieron en los productos derivados de ciertas aptitudes naturales en el hombre —tales como la telepatía, la precognición o la psicokinesia—[20].

El lenguaje tradicional —aquel derivado de lo religioso— fue desplazado por nuevas hipótesis, nacidas de un materialismo agnóstico que —si bien no negaba la existencia de los fantasmas— les dio a los espectros soluciones teóricas más acordes con el cientificismo que pretendía alcanzar. Fue una renovada moda especulativa que puso el acento ya no en entidades independientes del testigo —el fantasma tradicional— sino en el testigo mismo. Las materializaciones y visiones pasaron a ser “proyecciones de la mente” de un ser vivo sobre la conciencia de otro ser vivo. Una especie de “fax telepático” que descartaba la posibilidad de un regreso desde el Más Allá y dejaba abierta la problemática de la supervivencia a otra disciplinas. Quizás el título de la encuesta mencionada denote un aspecto más del proceso de secularización, tan difundido durante el siglo XIX. 

Es imposible negar la importancia que tuvieron la ciencia y la razón a lo largo de la centuria pasada (XIX), y si bien la moda del ocultismo y lo desconocido adquirió enorme popularidad, no es menos cierto que generalmente se mantuvo anclada en las regiones cuantitativamente minoritarias de la cultura occidental. Pero desde allí contrastaron de tal manera que sus heterogéneas explicaciones sobre el funcionamiento de la naturaleza, no pudieron dejar de advertirse —y por lo tanto, pasaron a ser duramente cuestionadas y combatidas—.

Fueron en los sectores aristocráticos y de burgueses acomodados de la “derecha política” en donde estos gustos esotéricos se afianzaron con más fuerza. Este hecho motivó que los fantasmas —y demás manifestaciones paranormales— fueran rechazados por los grupos obreros que, recientemente, se habían incorporado al ámbito del conocimiento (la llamada “aristocracia obrera” de la que saldrían los primeros sindicalitas de fuste)[21].

En primer lugar habría que referir el extraordinario avance que la educación popular experimentó desde mediados del siglo XIX y principios del XX. Miles de miembros de la clase obrera tuvieron acceso a verdades intelectuales que pusieron sobre el tapete certezas racionalistas, técnicas y teorías, que empezaban a ser puestas en dudas por ciertos sectores disconformes de la burguesía desencantada.

En segundo lugar, para el movimiento obrero alfabetizado la ciencia —enemiga de la superstición— se convirtió en una bandera de emancipación mental, y no titubearon en abrazar al socialismo científico propuesto por Carlos Marx, medularmente materialista. En contextos como este, los fantasmas no tenían un espacio reconocido y fueron muchos los que interpretaron la moda del espiritismo y sus derivados como un intento solapado de la burguesía decadente por reencausar a los trabajadores hacia la ignorancia y la credulidad.

Desde aquélla lejana época en que la SIP fue fundada, hasta la actualidad, ha corrido mucha agua bajo el puente. El complicado devenir de la historia del siglo XX llevó a la creencia en fantasmas por caminos que el presente ensayo —por cuestiones de espacio— no puede abarcar. Lo cierto es que el derrotero señalado por aquellos primeros parapsicólogos marcó una huella profunda, y el subterfugio de racionalizar con argumentos irracionales las aparentes manifestaciones espectrales, se mantiene muy vigente.

La fantasmogénesis contemporánea habla hoy de “disgregaciones moleculares”, “ondas energéticas”, “materializaciones psíquicas” o “mundos paralelos”. Es otro lenguaje, pero que —como antaño— se ha difundido gracias a la literatura de divulgación, manteniendo al imaginario colectivo en los límites del pensamiento mágico. 

Patrimonios intangibles de una cultura que oficialmente los niega, los fantasmas continúan entre nosotros, hermanados con la noche, los sitios abandonados y las reuniones en torno a un fogón. Mantienen viva la predilección por lo maravilloso y aprovechan los hendiduras que desatiende la crítica científica para transformar una leyenda en un hecho aparentemente histórico supuestamente real, pero que de cuya existencia objetiva nunca tendremos prueba porque a ellos los llevamos dentro. 

Profesor Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

Extracto del libro Visitantes de la Noche

www.la-lectura.com

 

Referencias:

[1] Huyghe, René, El Arte y el hombre, Editorial Planeta, 1967, Tomo III, pág. 283.

[2] Vax, Louis, Arte y Literatura Fantástica, Eudeba, Buenos Aires, 1963, pp.123-124.

[3] Nota: Ectoplasma: supuesta sustancia que exudan los espíritus al momento de materializarse. Es de color blanco y semeja una mucosidad.

[4] Véase, Perrot, Michelle, “Dramas y conflictos familiares” en Historia de la Vida Privada, Editorial Taurus, Tomo VII, Buenos Aires, 1985, 1990,

[5] Obras como las de Sheridan Le Fanu, M. R. James, Rudyard Kipling, Vernon Lee o Henry James, son ejemplo de ello.

[6] Pichón Riviere, Enrique y Pampliega de Quiroga, Ana, Psicología de la vida cotidiana, Editorial Nueva Visión, Buenos Aires, 1985, pág. 47.

[7] Esta actitud refleja la negación de la muerte del otro, muy propia del romanticismo burgués y analizada por historiador Philippe Ariés en su libro El Hombre ante la Muerte. Op.cit.

[8] Véase, serie documental Los Fantasmas de los castillos de Inglaterra, Trident Production in Association with Hilltop Pictures, Telearning, 1995.

[9] Lovecraft, H. P., op.cit., pág. 11.

[10] Véase, Louis Vax, op.cit.

[11] Augé, Marc, Los No Lugares. Espacios del Anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, editorial Gedisa, Barcelona, 1994, pág. 84.

[12] Vax. Louise, op.cit., pág. 36.

[13] Véase el excelente trabajo de Daniel Cohen, Enciclopedia de los Fantasmas, Edivisión, México, 1989.

[14] En realidad todas las guerras han sido importantes catalizadores en la creencia popular en fantasmas. La muerte está presente día a día y la angustia es un dato cotidiano.

[15] Granada, Daniel, op.cit., pág. 104.

[16] Hernández, José, El Gaucho Martín Fierro, Editorial Kapeluz, Buenos Aires, 1970.

[17] Véase, Davis, Wave, La serpiente y el Arco Iris. Historia secreta de la magia, los zombis y el vudú, Emecé, Buenos Aires, 1986, pp. 145-146.

[18] Véase, Eysenck, Hans y Sargent, Carl, op.cit.

[19] Véase, Inglis, Brian, Fenómenos paranormales, Editorial Tikal, España, 1994. Además se recomienda un buen ensayo sobre el tema en Historia de los fenómenos paranormales en sus años más fecundos, del mismo autor y editorial.

[20] Eysenck, Hans, op.cit., pp. 12-13.

[21] Véase, Hobsbawm, Eric, La Era del Imperio, Editorial Labor, Barcelona, 1987.

por Profesor Fernando Jorge Soto Roland 
Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata
Extracto del libro Visitantes de la Noche
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