El abandono y el olvido
Reflexiones a partir de los lugares abandonados

Por Fernando Jorge Soto Roland*

PRÓLOGO

 

«Somos una enciclopedia de fatalidades»

Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

 

Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus historias, rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí algunos de los yacimientos arqueológicos más destacados de la América precolombina y “exploré” ciudades, casas, cementerios y hoteles que habían sido olvidados hacía años, incluso siglos. En ensayos anteriores intenté comprender los sentimientos y el imaginario colectivo que éstos despiertan, pero muchas ideas quedaron en el tintero. Son ellas las que ahora consigno en esta compilación.
 

CADÁVERES EXQUISITOS  

 

Detrás de cada lugar abandonado hay una historia que explica su condición. Pero esas historias permanecen, la mayor parte de las veces, envueltas en rumores y leyendas locales que exigen indagar a fondo, para alcanzar la “verdad”. No siempre este objetivo se consigue. Las habladurías se mimetizan de tal modo con algunos sitios que pasan a formar parte del acervo histórico del lugar investigado, confundiéndose la fantasía con la realidad, y alimentando así el romanticismo que los espacios abandonados despiertan en quienes los recorren y estudian.

 

Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.

 

Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme presagio de la victoria final de la suciedad y la basura.

 

Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares abandonados se reconvierten en “geografías del olvido” en las que sólo es posible reeditar un pedacito de su pasado. Su presente se sale de la historia. La deja fuera. De todas maneras, los objetos residuales de la presencia humana nos permiten —como arqueólogos urbanos— reconstruir el devenir cultural de esos lugares, reconciliándolos con nuestra especie. Se transforman en restos, en testimonios materiales de nuestras civilizaciones que, aunque mudos e inertes en apariencia, informan siempre de algo. La historia queda confinada, sitiada, por el desparpajo de lo sucio.

 

El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves intrusivas que los anidan y regentean.

 

En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando —en larga agonía— espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar su completa desaparición.

 

Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.

 

Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.

 

Los lugares abandonados personifican la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a los peligros de la “Parca”.

 

El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia y el olvido. Un pacto faústico que desde el vamos se sabe incumplido.

 

Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre, humedad y óxido, los sitios abandonados son los muestrarios descarnados de la decadencia material de las cosas. Un anuncio. Una profecía autocumplida que dispone de todo el tiempo que existe para terminar de concretarse.

 

Los lugares abandonados son el campo propicio, fértil, de las metáforas y adjetivos.

 

El deterioro no respeta a ninguna institución, ni siquiera a los templos, capillas o iglesias. No hay fuerza universal que lo resista, ni voluntad omnisciente que lo detenga. Ante él los dioses se vuelven vanos.

 

Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes remedan cajas de silencio y de decadente tranquilidad. Irónicamente la paz más absoluta se ha apoderado de ellos y el apaciguamiento experimentado en sus ambienten recrean en nuestra imaginación la falsa eternidad de aquellas cosas que parecen quedar al margen del tiempo.

 

Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la muerte los acompaña.

 

Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de humedad una bofetada al “Progreso”, en algún momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia particular.

 

Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos “por qué”.

 

Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el asco también está presente en muchos edificios abandonados.

 

Los lugares abandonados, como la basura, incomodan. Atentan contra el “buen gusto”, y la convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.

 

En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia, la productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio, los lugares abandonados son un sinsentido. Una patada al hígado. Directa, certera. Despabilante. Movilizadora. Desechos que nos despiertan a una realidad alternativa que, aunque queramos esconderla, nos acompaña siempre.

 

Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado. Duplas inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de comprender mejor el mundo de manera cabal; multidimencionalmente.

 

Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía.

 

Los lugares abandonados nos permiten digerir con más naturalidad el sentido de las decadencias.

 

Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén —como los cementerios— en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.

 

Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más contaminantes, las cosas que se deterioran —los objetos, casa, hospitales, hoteles, granjas y pueblos enteros— quedan asociadas a las enfermedades y las peste. Nos espantan.

 

No hay comunidad que no tenga su mansión embrujada. Desde la lúgubre Mansión Marsten de Salem’s Lot (principal protagonista de la novela homónima de Stephen King) hasta el abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar, Argentina (supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario literario y popular se abstrae del conocimiento racional y puebla los sitios deteriorados con fantasías morbosas que “meten miedo”. En cada uno de esos casos es el contexto el que determina las historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto.

 

Nada es por completo permanente y limpio. Por sí solas las cosas se deterioran, envejecen. Se ensucian, desgastan y desaparecen. Algunas tardan poco, otras un poco más; pero todo es cuestión de tiempo. Al final del camino siempre está la muerte. Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al materializar la impermanencia de todo aquello que culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten tanto y sean tantas las personas que los rechazan.

 

Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia. Detestamos la degradación y tratamos de evitarla. Miles de productos se venden a diario con el solo fin de luchar contra ella. Cremas, lociones, sesiones de electricidad, magnetismo y terapias de rejuvenecimiento. Un arsenal de elementos se acumulan en nuestros botiquines. No queremos ver nuestras arrugas. No deseamos observar nuestras canas y sufrimos cuando los vientres se abultan. No queremos hacernos viejos. Envejecemos con angustia. Y eso no es correcto o “natural”. Lo emocional domina a la razón y es así como nacen los monstruos. ¿Y en qué otro sitio que no sea en un lugar abandonado crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos anuncian el porvenir irremediable. La humedad, el desconche de la pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos eludir y que, aún así, nos fascinan (como las historias de fantasmas).

 

Los lugares abandonados poseen un espíritu heracliano que, como el filósofo griego Heráclito, son ejemplos vivientes, concretos, de que todo cambia. Comprender el cambio es comprender el deterioro y la decadencia.

 

Pautamos la manera de ver el mundo marcando dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el cuerpo y el alma, sino también en el resto de las cosas: útil o inútil, avanzado o atrasado, creciente o decadente, productor o consumidor, puro o impuro, habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado. Una cosa siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene una connotación negativa. Así es la cultura occidental. Nos resulta muy difícil conciliar lo que parece irreconciliable como lo hace el Oriente, quedando esto más que claro en el símbolo del Yin y el Yang. Estamos partidos. Somos por demás analíticos. No es extraño que los sitios abandonados concentren esos aspectos negativos en contraste con los positivos, siempre asociados a los sitios poblados y vivos.

 

Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es una de las tareas más extenuantes, caras e importantes que tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de toneladas de basura por día, pero rara vez nos preguntamos sobre el destino final de nuestros desperdicios. Desde hace poco más de un siglo la mugre desaparece de nuestra vista por las noches y amanecemos con las calles relativamente limpias, siempre y cuando tengamos la suerte de pertenecer a una clase social capaz de pagar con impuestos la gestión de esos desechos. Enmascaramos el hecho de ser animales sucios y cuanto más lejos estemos de esa basura, mayor tiende a ser el status social que poseemos. De ahí que “lo sucio” esté mal conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y países pobres, cuya relación con los desechos es vista como algo más “natural” y productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto la sensación de asco que ella produce es una construcción cultural e históricamente condicionada. Bastaría con leer las descripciones que nos llegan del pasado para advertir que nuestras propias ciudades en la antigüedad eran, a nuestra sensibilidad actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas que solemos asociar con la belleza más pura; como Florencia, en Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por tal motivo, los lugares abandonados remedan un particular viaje por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven excitados por todo aquello que nos produce o anuncia vómitos.

 

Los lugares abandonados representan la derrota de una ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En ellos la responsabilidad social se diluye, y la tarea de eliminar las cosas indeseables queda abortada. La acumulación de objetos, pocas veces, les adjudica a los mismos el status de “antigüedades”. Si bien guardan el atractivo de estar asociados con un previo uso humano, carecen de dos características necesarias para ir directamente a los aparadores de un museo: no están limpios, ni son diferentes o guardan notas distintivas con el resto de las cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo que carece de “profundidad” temporal (la mayor parte son objetos contemporáneos), más asociados al desperdicio, a lo sucio y peligroso, que a una obra maestra de arte.

 

Las cosas “pasan”. Se echan a perder. Se extravían o abandonan.

 

Los lugares abandonados son receptáculos de una libertad muy particular. Ajenos a todo control, y al margen de las leyes vigentes, parecen querer resistir todo intento de sometimiento humano. Espacios de anarquía que sólo se apartan del caos por intervención de la imaginación de quienes los recorren. Únicamente de ese modo, los ambientes adquieren el sentido y la función original que tuvieron cuando estaban poblados y la vida ordenada despejaba los peligros inherentes que le atribuimos a los “desperdicios”.

 

Hay edificios y pueblos abandonados que nos remiten a un modo de ver el mundo que podríamos calificar de budista. La impermanencia de las cosas, la debacle del deseo y la lección de saber dejar que todo se vaya (o quede atrás) son, quizá, las lecciones filosóficas más profundas que se puedan encontrar en esos sitios.

 

Lugares sombríos, marginales, incontrolados. Sometidos a las fuerzas de la naturaleza y desprovistos de cualquier control racional, los sitios abandonados abonan nuestro temor natural a la oscuridad y a lo sobrenatural. En ellos todo parece posible, especialmente de noche, cuando los sonidos y las sombras adquieren características más extrañas que durante las horas diurnas. No es de extrañar, entonces, que sean los escenarios más propicios para el miedo.

 

Para algunos, los lugares abandonados son sitios agradables; ricos en formas, libertad y un decadente sentido de la continuidad. Inspiración muy propia para las artes de vanguardia y el snobismo, los desechos pueden convertirse en la materia prima del obras de arte contemporáneo, dado que los contornos y formas que produce la degradación son únicos y muchas veces no reproducibles.

 

La esencia y la belleza de las cosas reside en su carácter perecedero”, dijo E. M. Cioran. Tenía razón.

 

Los lugares abandonados son catárticos. Allí el espíritu destructor y vandálico que todos llevamos dentro se expande sin coacción de ningún tipo. Enmascarados por el silencio, la soledad y el grosor de sus paredes —fuera del alcance de la vista de otros— el placer de romper cosas, en especial vidrios, no encuentra regulación alguna. ¿Será por eso que los cristales de las ventanas de todas las casas abandonadas están partidos por certeros piedrazos? Muy pocas los conservan intactos. ¿Qué se esconde detrás de esa vandálica vocación? ¿El mero regodeo de sentir el sonido del resquebrajamiento? ¿Una forma de dejar una marca personal, como si estuviéramos marcando territorio? ¿O es acaso una manifestación de rechazo inconciente al temor que nos producen las cosas que nos anuncian la decadencia y muerte segura?

 

De entre todas las partes que tienen las edificaciones, los jardines y parques son las primeras en sublevarse cuando el sitio queda abandonado. Enredaderas, yuyos y plantas desbocadas sin el control ejercido por el hombre, desoyen la domesticación a la que habían sido reducidas y lo copan todo. Presionan y resquebrajan el asfalto; retuercen hierros; escalan y desmoronan paredes. El mundo vegetal reclama el escenario. Lo reconquista sin pausa. Lo vuelve propio. Un jardín abandonado es la naturaleza en movimiento. Es autonomía. Es la anarquía hecha ramas. Tal vez por eso sean más impactantes que la selva misma. Mientras que ésta denota la fuerza bruta de la naturaleza, los jardines y parques abandonados son la esencia de la revancha. Del descontrol. La pérdida de una batalla.

 

Durante 25 años viví en Mar del  plata, una ciudad que “abandona” hacia el mes de marzo un alto porcentaje de sus viviendas. Recorrer en pleno invierno el barrios “Los Troncos” es como caminar por un cementerio de mansiones y casonas sin vida. Cerradas, clausuradas. Abandonadas hasta la próxima temporada. Lo mismo sucede con muchos hoteles, balnearios y complejos sindicales. Parte de la ciudad se torna casi deshabitada y sus playas, capaces de contener cerca de 2 millones de personas, pasan a retener un total no superior a los 700.000 habitantes estables. La avenida Colón, después de cruzar la calle Buenos Aires en dirección a la costa, se transforma e un inmenso palomar vacío. Así se perciben sus alto edificios de departamentos, con todas las persianas bajas, sin un alma en los balcones y con escasas aberturas iluminadas por las noches. La ciudad trasmuta en pueblo. un pueblo que deja traslucir el poder económico de un sector de la sociedad argentina que puede darse el lujo de convertir decenas de unidades habitacionales en espacios inútiles durante casi nueve meses del año.

 

 Era”. Todo “era”. El verbo “ser” en pasado. Así, con esa palabra conjugada en ese tiempo gramatical, es como se recorren los lugares abandonados. Esto “era” aquello (un hotel, una casa, un galpón, una fábrica); pero que ya no es. Acá se comía, se vivía, se bailaba, se trabajaba, se lloraba y se hacía el amor. Pero ya nada de eso ocurre más. El lugar está vacío, roto, perlado por goteras, decorado de telarañas. La decadencia y el deterioro en tiempo presente.

 

Una pregunta es la que se repite una y otra vez: ¿qué habrá sido este lugar? ¿Qué función cumplió este edificio? ¿Qué se esconde detrás de esos escombros informes que yacen sobre el suelo? La respuesta: recuerdos. Y a veces ni siquiera eso.

 

En una oportunidad conocí a un hombre de por sí muy singular. Tenía más de seis décadas sobre sus hombros. El pelo por completo cano y su mirada era lánguida, triste. De profesión: hotelero. Era propietario de un inmenso edificio construido en la última década del siglo XIX en un pequeño pueblo de la costa bonaerense. Vivía solo. Era viudo y el único habitante de su hotel abandonado. Había algo de patético en ese sujeto. Verlo deambular en aquella propiedad derruida constituía en sí mismo un espectáculo por momentos macabro. Como si fuera un fantasma encarnado, Eduardo Gamba —ese era su nombre— se pasaba el día recorriendo ambientes vacíos, llenos de humedad y descascarados por el paso del tiempo. Todo a su alrededor era decadencia. Todo era viejo. Gastado. Tambaleante. Incluso no era posible recorrer el primer piso por una cuestión de seguridad. Los cielorrasos estaban quebrados y la escalera que conducía a la planta alta se tambaleaba. Había que saber dónde pisar y qué zonas no frecuentar, a menos que se deseara sufrir un accidente. El hombre y el hotel estaban unidos por un lazo que nadie podía ver a primera vista. No era una ligazón material. Eran sus recuerdos los que lo ataban al lugar. Vivía de ellos y en ellos. El viejo hotel lo había fagocitado. Lo retenía en su seno como su fuera un rehén. La fuerza del pasado no lo dejaba entrar en el presente. Gamba vivía en otra dimensión. Una dimensión particularísima, propia, intransferible. Las remembranzas retenían a ese hombre y el edificio, venido a menos por los años y la falta de inversiones, lo conservaba como si él fuera un residuo del pasado. Uno más, entre los miles de cosas que se pudrían allí adentro. Vivía entre las ruinas. Su manutención dependía de la venta de souvenirs confeccionados por él mismo y de los recuerdos que relataba a los pocos turistas que se acercaban, curiosos y sorprendidos, a su monumental hotel. el deterioro del lugar sólo era combatido por sus relatos. En ellos uno podía imaginar el Boulevard Atlántico Hotel lleno de vida, reluciente. Pero bastaba que Eduardo gamba dejara de hablar para que todos los ambientes volvieran a ser lúgubres, abandonados. El viejo era la últimas de las almas que les quedaba. El único motor que les insuflaba algo de vida. Un motor alimentado por la nostalgia.

 

Pablo Novak habita una ciudad muerta. Como Eduardo Gamba, en Mar del Sur, Novak pasa horas entre las ruinas de un lugar abandonado, pero a diferencia del hotelero, él recorre un pueblo entero. Una localidad tragada por el agua hace más de 25 años y que recién ahora (2011) empieza a emerger, dejando a la vista el desastre sufrido en la Villa de Epecuén. En el anciano los sentimientos aparecen entremezclados. No hay tristeza en sus ojos, pero tampoco hay felicidad. El tiempo lo adaptó. Es como si Epecuén fuera una ruina eterna. De hecho, ya hay una generación que la conoció derruida por el agua salada. Sólo las viejas fotos recrean las temporadas veraniegas, las risas y la felicidad que en ella disfrutaban los turistas. quedan también las escenas grabadas en súper-8. son traumáticas. Cuesta creer que esa villa veraniega de la provincia de Buenos Aires ya no exista, y verla con vida en esas antiguas filmaciones de las décadas de 1960 y 1970 tiene algo de macabro. Es como abrir un viejo ataúd y asomarse dentro para percibir que hoy sólo quedan restos informes. Gamba y Novak viven en un velorio permanente. Luchan contra la extinción total de esos lugares. Protegen, en un duelo patológico. la memoria. Perpetúan un funeral que parece no acabar nunca, pero que llegará a su fin cuando ellos mueran.

 

Hemos erradicado a la muerte. Nuestra cultura la niega, la rechaza, la maquilla. Es de “mal gusto” hacer referencia a ella. Se ha convertido en al “pornográfico”. La evitamos a toda costa, a pesar de estar presente en cada segundo de nuestras vidas, la “vivimos” con dramatismo y miedo. Camuflamos los cementerios y borramos los tradicionales rituales de aflicción y de luto. Encerramos a nuestros enfermos. Deshumanizamos la agonía metiéndolos en ambiente asépticos, regenteados por modernos Barones Samedis que visten delantales blancos y poseen títulos universitarios en medicina. Como ocurre con los desechos, la muerte y los muertos se alejan de nosotros. Los confinamos a las afueras, en los suburbios. Lejos. Bien lejos. Como a la basura que producimos los rechazamos. Siguen metiendo miedo. Nos inquietan. Aún así, deberíamos modificar esa actitud. Necesitamos aceptar socialmente la decadencia, incluso en nuestros pueblos y edificios. Tal vez así los disfrutemos un poco más, y de la destrucción podamos construir una nueva y diferente actitud ante la vida.

 

Los lugares desolados tienen un encanto ambiguo. Y cuanto más antiguos, más prestigio adquieren al convertirse en “ruinas antiguas”. Lo viejo se impregna de prestigio cuando transmuta en material arqueológico. ¿Qué cantidad de tiempo debe transcurrir para que se opere ese cambio de status? ¿Veinticinco, cincuenta, cien o mil años? Cuando veamos en nuestras ruinas contemporáneas lo mismo que apreciamos frente al Partenón de Atenas o Machu Picchu, en el Perú, seremos capaces de disfrutar de la decadencia que, en última instancia, es el único reflejo en el que todos estamos inmersos. El día que eso suceda, los lugares abandonados dejaran de producirnos temor y los fantasmas, tal vez, deban buscar otros sitios donde guarecerse.

 

Pocas imágenes son más representativas de la muerte que un árbol seco. En miles de cuadros y fotografías sus estampas nos llaman la atención. Por eso, cuando observamos bosques enteros, muertos de pie, es imposible no reparar en la escena y sentirnos “extraños”; sintiendo “extraño” el lugar donde se levantan. Tanto en Miramar (Córdoba) como en Epecuén (Buenos Aires), los eucaliptos secos y sin una sola hoja, exhibiendo sus raíces al aire, como si fueran los tentáculos de miles de pulpos petrificados, imperan por doquier. Convocan nuestras fantasías y morbo. Son el decorado perfecto del caos.

 

Cuando los europeos llegaron a América, a fines del siglo XV, nuestro continente disponía ya en su haber una buena cantidad de ciudades, pueblos y centros ceremoniales abandonados. Pachacamac, en el Perú, y Teotihuacán, en México, son los mejores ejemplos al respecto. Estaban también los poblados mayas, pero la mayoría de ellos permanecían ocultos bajo la tupida selva, en Honduras, Guatemala y Yucatán. La región de la sierra, al norte de Cusco (Perú), retenía los restos de Chavín de Huantar y el altiplano boliviano, a pocos kilómetros de las orillas del lago Titicaca, tenía las ciclópeas estructuras de Tiahuanaco. Todas en el más completo y absoluto silencio, desde hacía siglos. ¿Qué sintieron los pueblos originarios frente a esos restos? ¿Cómo se paraban ante esas ruinas? ¿En qué meditarían? ¿Sentirían nostalgia, pena o temor? No lo sabemos con exactitud, pero de lo que sí podemos dar cuenta es que a esas aglomeraciones de edificios, templos, plazas ceremoniales y viviendas en deterioro, se viajaba regularmente en procesión. Eran lugares sagrados de altísimo valor ceremonial. Los “antiguos” eran venerados, como veneradas eran sus derruidas construcciones. Según los mitos, allí habían descendido los dioses para organizar el mundo y crear a los hombres. Pero estos sitios abandonados tenían ya varios siglos en esa condición. Tapizados de polvo, arena o “malas hierbas”, guardaban —como guardan para nosotros las ruinas clásicas— de un cierto prestigio, que sólo la antigüedad puede otorgarles. Y aunque la arqueología todavía no existía, el “status” de las ruinas les confería un nexo de relevancia con el pasado mítico, que era el único capaz de explicarles la situación del presente. Eran, en definitiva, la prueba palpable de que los dioses habían estado ahí y que los relatos sagrados decían la verdad. No necesitaban de historiadores para entender intuitivamente el devenir de la dinámica cultural de la que ellos mismos eran el último eslabón. Por eso los reverenciaban.

 

Hace 13 años dirigí una expedición a la que fuera la última capital de los incas: Vilcabamba “La Vieja”, detenida en el tiempo por más de 400 años en el corazón de la amazonía peruana. Allí me topé por primera vez con una clásica ciudad abandonada y devorada por el follaje. Los árboles, con decenas de metros de altura, cubrían lo que antaño fueran sus plazas ceremoniales y las gruesas raíces trepaban por los muros, dándoles la estabilidad que de otro modo no hubieran tenido. En más de un caso eran las enredaderas y lianas las que sostenían sus edificios. Destructoras y preservadoras al mismo tiempo. Allí la naturaleza se había impuesto. Señoreaba sobre la obra del hombre. Exigía respeto. No exagero al expresar que nos sentimos finitos, mortales y fácilmente olvidables. En aquella mañana de pesimismo, nos sentíamos más plenos que nunca. Había una razón para que las cosas fueran de ese modo: Vilcabamba era un reflejo de lo que seremos alguna vez. Por ese motivo, disfrutamos como nunca y el día se convirtió en algo inolvidable. Nos conectamos con un pasado que no era nuestro, pero aún así no nos sentíamos extraños. Y ante la destrucción, especulamos. Nos pasamos horas especulando.

 

Los lugares abandonados sufren el deterioro de dos manera distintas. Por un  lado está es desgaste natural que produce el tiempo y la desatención. Por otro, nos encontramos con el vandalismo, que ejerce sobre las cosas un poder destructivo mucho mayor que el envejecimiento. La destrucción voluntaria y premeditada gana cuerpo en los sitios abandonados. La rotura de vidrios ya es un “clásico”; pero no lo es todo. Los graffiti, el saqueo y los incendios contribuyen al deterioro acelerado. Una extraña voluntad destructiva se apodera de aquellos exploradores que los recorren y un deseo de “dejar huellas” se apodera de ellos. Surge de una necesidad (misteriosa) que encuentra la rotura de objetos un placer muy singular. Ayudan a sabotear aquello que el abandono sabotea por sí mismo. Y cuando más roto está el lugar, más se rompe y se saquea.

 

Los lugares abandonados pueden ser interesantes filones de riquezas. Poco ortodoxos cazadores de tesoros recorren nuestras ciudades y pueblos en busca de piezas interesantes que rescatar del óxido y el olvido. Puertas, ventanas, grifería, picaportes, ladrillos, muebles viejos, plomo, tubos y cables, constituyen atractivos muy seductores para estos carroñeros tan sui generis. Ellos son los que contribuyen a convertir la decadencia en un buen negocio, sin importar los riesgos físicos que corren al transitar un sitio deteriorado, ni cruzar los vallados que éstos tienen, en pos de una falsa seguridad.

 

Una excesiva especialización regional del trabajo y la producción, con el tiempo, puede ser una causa importante para explicar el abandono de un lugar. Decenas de pueblos corrieron esa suerte cuando la materia prima principal que les daba vida comercial se agotó, o la demanda se terminó de la noche a la mañana. Esto ha sido muy común dentro de las actividades mineras y otras explotaciones de carácter extractivas. El mágico influjo del oro, la plata, el cobre o el caucho, son un buen ejemplo al respecto. Los “pueblos fantasmas” del oeste norteamericano o los ingenios caucheros del Amazonas dan prueba de todo eso.

 

No hay hecho más movilizador, ni que inspire mayor impresión en un sitio abandonado desde hace años, que la presencia de un mueble (silla, modular, cama). La antigua presencia del hombre, insinuada apenas por sus objetos cotidianos, genera sensaciones imposibles de no tener en cuenta. Miedo y fantasía —siempre tan ligados— se materializan en exclamaciones y dichos. ¿Cómo no paralizarse ante una silla oxidada y olvidada en un pasillo de algún hospital o sanatorio abandonado hace décadas? ¿Cómo describir, sino a través del temor, el sentimiento de verse en un archivo oscuro, lleno de carpetas e historias de decenas de anónimos personajes? Una mesa servida, un guardarropa carcomido por la humedad, son como ventanas que nos asoman al pasado, hoy por completo derruido. De todos esos escenarios posibles, son los pueblos abandonados los más tétricos y lúgubres. en ellos es como si el tiempo se hubiera detenido intempestivamente en una hora determinada.

 

Resquebrajada por la fuerza imperceptible y constante del pasto, el calor y el frío, la antigua Ruta Nacional Nº 2, que conecta a Buenos Aires con Mar del Plata, se desgrana poco a poco a un costado de la nueva autopista. Verla es retroceder a la década de 1970; época en la que millones de veraneantes la utilizábamos para viajar a la costa, en pos de unos días de vacaciones. Es inevitable no recordar, entonces, la infancia y aquellos viajes con mis padres en autos que, por el tamaño, más parecían botes que los pequeños medios de locomoción que inundan nuestras ciudades actuales. Voluminosos, largos, pesados, los Ford Falcón, los Fairlane y Chevrolet de aquellos días se me antojan hoy demasiados grandes para una ruta tan angosta y peligrosa. Basta con observar lo que queda de ella para entender porqué la llamaban “la ruta de la muerte”. Bastaría consultar los diarios de la época para contabilizar por miles los muertos que ésta dejó en sus banquinas y comprender las profundas diferencias que se notan al comparar el “sentimiento de inseguridad” de esa década con la actual. Casi 40 años después, la RN 2 está obsoleta. Quedó chica para la cantidad de autos que circulan hoy en día y llama la atención lo angosta que era, de doble mano y con sólo un carril. Actualmente, esa vieja asesina reposa silente y olvidada, convertida otra vez en campo (en más de una sección). La tierra, el pasto y los animales la reconquistaron. Y donde antes circulaban camiones, autos y motos, vemos soledad y deterioro. Una mera mueca del pasado. Una ruina de nuestra infancia.

 

El descubrimiento de ciertos lugares abandonados implica reconocer el encubrimiento practicado por las fuerzas de la naturaleza. La formación de nuevos suelos, el imperio del óxido y los millones de hojas que los tapan, son como velos orgánicos que los conducen a la podredumbre. Cierto sentimiento de vergüenza y culpa podría leerse en ese proceso natural.

 

A lo largo y ancho de la geografía mundial encontramos decenas de hospitales, sanatorios y clínicas abandonadas. Poco lugares como esos resultan tan tétricos de recorrer, especialmente por el ingente número de instrumental médico y sanitario que se pudre en sus diferentes ambientes. Ya sea por cuestiones financieras o naturales (por ejemplo, secuelas de un terremoto) esos gigantes olvidados emergen impactantes, algunas veces en pleno corazón de las ciudades; otras, en sitios remotos y aislados, como es el caso de los antiguos nosocomios dedicados a combatir la tuberculosis. La historia de estos últimos esta ligada a ese enfermedad, responsable de millones de muertes en el siglo XIX. Se levantaron por doquier. Eligieron para ello comarcas alejadas, por lo general ubicadas a cierta altura sobre el nivel del mar y bañadas por la brisa y rayos del sol, considerados terapéuticos. No fue sino hacia la última parte de la década de 1940 —cuando se descubrió la estreptomicina — que esas construcciones ciclópeas dejaron de ser útiles y el negocio de la salud —ligado a la tuberculosis— se terminó. Casi de inmediato los hospitales cerraron o fueron reconvertidos, sin demasiado éxito. Lo mismo ocurrió con aquellos hoteles dedicados al “turismo salud” (como el Eden Hotel de La Falda, provincia de Córdoba). En poco tiempo todas esas instalaciones se transformaron en lugares demasiado alejados, de difícil acceso, y fueron clausurados. El tiempo hizo el resto, convirtiéndolos en escenarios ideales para la leyenda urbana relacionada con fenómenos parapsicológicos y fantasmales. No es para menos. La traumática historia de estos hospitales es un excelente caldo de cultivo para el imaginario. Una silla de ruedas destartalada, una camilla corroída por el óxido, decenas de camas consumiéndose en hilera, aparatos de radiología cubiertos de polvo, quirófanos abandonados, exhibiendo parte del instrumental usado en sus días de gloria y, morgues, siempre silentes, son disparadores fáciles de la fantasía. Y si a todo ello le agregamos la difusión que estos sitios adquieren en programas de TV de corte esotérico, ya tenemos la receta completa que nos permite entender el éxito que han adquirido dentro del universo onírico de la  fortalecida e irracional New Age de nuestros días.

 

En la historia del deterioro nos topamos con varios paladines de la destrucción y el abandono. Ellos son:

 

-Guerras

-Desplazamiento de personas (migraciones forzadas)

-Catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, aludes, etc.)

-Explotación repentina y abusiva de recursos naturales

-Crisis financieras

-Cambios climáticos y sus consecuencias (desertización de terrenos)

-Contaminación ambiental

-Epidemias.

 

La geografía emocional de nuestras ciudades cambia permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo regresamos a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que antes convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o divertirse, desaparecen o se desintegran lentamente sin cuidados. Arruinados, adquieren un significado nuevo. Nostalgioso. Mágico. Vacíos y cayéndose a pedazos comunican un pasado vital del que fuimos protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.

 

El impacto de los lugares abandonados depende del tamaño que tengan. Cuanto más grande, más raros.

 

La relación entre la noche, los fantasmas y los lugares abandonados es un tema que tiene su origen en la literatura clásica de la Grecia antigua. Los textos de Plinio el Joven, Plauto y Luciano son los mejores y más arquetípicos ejemplo de todo ello.

 

Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a Perder (p.156): “(…) hay cosas deterioradas, tierras deterioradas, tiempo deteriorado (perdido) y vidas deterioradas”.

 

El deterioro anida en nosotros. Está siempre presente, aún en los momentos en que no se hace evidente o es una mera proyección de futuro. Incómodo, irritante, el deterioro nos da miedo, pero al mismo tiempo nos fascina porque es parte de la vida. Un proceso maravilloso, trágico e inevitable.

 

¿Romanticismo? ¿Decadentismo? ¿Pesimismo? No lo creo. Abordar el tema del abandono y el deterioro es tomar el toro por las astas . Enfrentar la realidad y ver en ese proceso un hecho innegable que puede enseñarnos a rever nuestra actitud negativa frente al abandono, encontrando en él una cuota de belleza y enseñanza. No todo lo derruido es desechable.

 

Disfrutamos con el miedo. Un extraño equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un acontecimiento fuera de lo normal, o recorremos un lugar desconocido en condiciones extraordinarias. Caminar por un sitio abandonado, especialmente de noche (como tanto les gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno de los hechos “raros” al que podemos tener mayor acceso. Todos conocemos alguna casa vacía cerca de nuestro hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en ella. No se requiere de alta tecnología. Sólo la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos lleva a realizar semejantes “expediciones”? ¿El aburrimiento? ¿La búsqueda de emociones fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina? ¿O, directamente, la voluntad de toparnos con algo que quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión, todos estos factores se mezclan a la hora de responder la pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté en que no tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la esquina. Los sitios abandonados son nuestras selvas y bosques más accesibles. A ellos acudimos en busca de aventura.

 

Una teoría muy extendida en el mágico mundo de la parapsicología sostiene que los fantasmas no serían otra cosa que experiencias e imágenes residuales que, de un modo nunca explicado, el medio ambiente reproduce a modo de gigantesco grabador, cuando ciertas condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados lugares. Los “especialistas” dicen que las emociones fuertes, producto generalmente de hechos violentos o traumáticos (crímenes, torturas, accidentes) quedarían grabadas en esos sitios, para ser reproducidas espontáneamente cuando “algo” aprieta un invisible botón de “PLAY”. Y serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para que semejante “fenómeno físico”  de grabación y reproducción pudiera darse. Si todo esto fuera verdad, nuestras construcciones operarían como una gigantesca cinta magnética. Qué maravilloso sería para los historiadores poder “ver” (In Live) sucesos del pasado de esta manera. Qué estimulante sería que esas “ventanas” fueran ciertas. Cuántos debates nos ahorraríamos. Cuánta información podríamos recabar de ese modo. Cuántas verdades aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares abandonados son sus guaridas predilectas.

 

Los lugares abandonados son un tema esencialmente romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra Mundial despejaron la idea de Progreso del imaginario europeo-occidental, los sitios desvastados han dado pie a visiones románticas no exentas de pesimismo. La decadencia se hizo carne en miles de edificios y ciudades. Muchos pueblos quedaron vacíos y la falta de fondos, la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios —antes poblados— el óxido se convirtiera en rey. Las ruinas reemplazaron a las viviendas y la devastación volvió inútil lo que antes era útil. Todo esto generó un contexto emotivo que no murió con la Paz de Versalles, sino que se agudizó tras la invasión de Polonia en 1939 y los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa de civilización que creíamos tener resultó más delgada de lo que pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo del hombre. Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos asó lo indicaban. Fue entonces cuando la idea de decadencia, expresada por Oswald Spengler en el período de entreguerras (1918-1939), empezó a adoptar formas más acordes a los problemas contemporáneos y transmutó en un eco-pesimismo hoy muy en boga. La idea de futuro se acotó a sólo horas y las proyecciones sobre el destino del hombre nunca más fueron halagüeñas, llegándose al extremo de poder definirlas como catastróficas. Uno de los abanderados de esa postura en extremo apocalíptica fue expresada durante la década de 1980 por Edward Abbey, quien escribió, en su libro Solitario en el Desierto (1988), lo siguiente: «Van y vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones aparecen y desaparecen. La Tierra permanece, ligeramente modificada. El hombre es un sueño, el pensamiento una ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el sol».

 

Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912 cuando visitó las ruinas de un palacio barroco, construido por un príncipe veneciano en la isla de Creta, una reflexión melancólica me acompaña desde que conocí las desvastadas ruinas del pueblo cordobés de Miramar y los restos de la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de Buenos Aires. En esos sitios el abandono y su consecuente decadencia, manifiestan cuán frágil son nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables fuerzas del tiempo y la historia.

 

Sófocles escribió en Edipo: «El tiempo destruye todo, nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita la confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra los amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el odio en amor».

 

No deberíamos ser tan pesimistas respecto del futuro general de nuestra civilización al ver únicamente los lugares abandonados que salpican nuestras geografías urbanas. Éstos siempre han estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como parte misma del Progreso. Con cada paso que damos hacia delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo: un hospital especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae a pedazos en algún rincón aislado, puede ser visto con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas como el triunfo de la medicina sobre una enfermedad que antes producía centenares de miles de muertos por todo el mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme optimismo, los lugares abandonados están presentes (lo estarán siempre) y que las opiniones que se derivan de ellos no son más que lecturas o interpretaciones culturales. Una construcción de la realidad y del futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto las decadencias como el progreso las producen. Todo es una cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista como el natural traspaso de mando de una generación a otra. Y eso, necesariamente, no es malo en sí mismo.

 

Hay pueblos y ciudades abandonados donde es posible advertir cuán despiadada es la naturaleza y su capacidad de destrucción. Pero aunque nosotros queramos ver una intensión en ese proceso, la intensión no existe. Los seres humanos somos, en verdad, los despiadados y destructores. Lo que hacemos es humanizar lo que no es humano. Transferimos nuestras miserias y nos conformamos con ello.

 

Una isla solitaria en pleno océano; un faro sin un alma, abandonado, pero funcionando, pueden ser las notas esenciales para el comienzo de una buena película de misterio o terror. En este caso en particular, el abandono no implicaría decadencia o deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un barco al garete, carente de tripulación, con todos sus aparejos en orden, sin signos de violencia, con la mesa servida y la comida a medio terminar. Historias y leyendas de este tipo se cuentan por decenas entre los marineros del mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary Celeste en 1872 y el evanescente destino de los cuidadores del faro Fannan, en diciembre de 1900, la repentina desaparición de personas alimenta la fantasía de los fogones nocturnos y le dan a la palabra abandono un significado distinto al que hemos manejado hasta ahora. Un lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de la vida cotidiana en perfectas condiciones y con signos de haber sido dejados en pleno uso —sin causa lógica alguna— no generan melancolía, sino miedo. La melancolía requiere de un componente indispensable: el paso del tiempo. Quizás por ese motivo la desaparición repentina de seres humanos sea uno de los temas más comunes en las historias de misterio (piénsese, por ejemplo, en toda la mitología contemporánea que gira en torno a famoso Triángulo de las Bermudas).

 

Como un buen queso roquefort, los lugares abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo, incluso pudrirse, para despertar las sensaciones de melancólica angustia que producen.

 

El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con la supervivencia de las personas, pero sin control se transforma en una fuerza paralizante, irracional y destructiva, capaz de afectar a ciertos lugares al punto de producir en ellos serios daños que, ocasionalmente, conducen ala abandono. Solemos evitar los sitios inseguros. Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los soportamos, pero no los disfrutamos y, ante una mejor oportunidad, nos vamos de ellos. La historia de miles de propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros) dan testimonio de lo que decimos. En más de un caso el miedo exagerado ha sido el responsable primario de cierto pensamiento mágico y vitalista, aún a principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese sino en los efectos que producen ciertas leyendas urbanas en el comportamiento de la gente cuando dejan que un lugar se deteriore y venga abajo aduciendo “mala vibra”, “embrujamiento” o alguna otra causa extraordinaria o sobrenatural. Los vendedores de propiedades inmobiliarias saben lo difícil que resulta vender una casa con “mala fama”.

 

¿Podría usted vivir o pasar la noche, sin problema alguno, en un lugar donde alguna vez se cometió un crimen, se torturó gente o murieron decenas de individuos por enfermedades en su momento poco conocidas? Tal vez lo piense antes de hacerlo y, en el caso de que se decida, lo más probable es que lo nueva el afán de romper reglas (ser subversivo), violar un tabú o mostrarse en extremo valiente con sus amigos. ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué no aceptamos esos lugares como a cualquier otro? ¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados que tienen “mala fama” (justificada o injustificadamente) suelen despertar en las personas sentimientos y creencias que acompañan a la especie humana desde el paleolítico. En otras palabras, muchos creen que los objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales (por ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda. Un “pueblo fantasma”, un castillo en ruinas o una simple construcción abandonada condiciona a creer en la presencia de “algo” que va más allá de nuestro sentidos normales. Y no hay pensamiento racional, argumento o ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una estructura dura de larga duración parece entrar en funcionamiento, permitiendo la convivencia de lo real y lo imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las cosas se contaminen “espiritualmente”? ¿Puede el mal contagiarse de algún modo? Un número enorme de adultos así lo cree, por más que las cosas no tengan intenciones. Aún así, parece que ciertos lugares conservan un esencia poco específica que es captada por los “creyentes”. El pensamiento mágico nos espanta y aleja de ciertos sitios abandonados.

 

En lo personal, uno de los lugares abandonados que mayor impacto me produjo fue la —literalmente— perdida Villa de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos Aires. Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de estar sumergido en una de las soluciones salinas más densas del planeta, empezó a emerger hace un tiempo, revelando lo que de la villa quedó después de un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia muchos aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan de la desidia, ignorancia y desinterés de los políticos de turno hasta los otros que refieren al desequilibrio inestables que tenemos con la naturaleza. Todo contribuyó a que Epecuén sea hoy una ruina silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos s hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún vigente entre los ex-vecinos, se mantiene en cada lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de estar “ahí”, Epecuén resulta ajena al forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para casi todo el resto del país. “El dolor del otro siempre es mucho menos doloroso”. Por eso los lugares abandonados son una mezcla de fantasías, construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las angustias, de las luchas inútiles, de la esperanza fallida. Quien no lo perdió todo jamás podrá sentir el pesar que los lugares como ése producen a los damnificados. Podemos sorprendernos, indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios como Epecuén o Miramar (Córdoba), están muy lejos de los turistas que los visitan. ¿Turistas?... Sí. Pueblos destruidos por catástrofes atraen nuestra atención. Publicitados por algunos programas de TV, semejan los fenómenos del inmenso circo freak que fue la Argentina hasta hace poco tiempo: un país “del primer mundo” que dejó hundir a sus propios pueblos.

 

No todo tiempo pasado fue mejor. Aún así, los lugares abandonados parecerían indicar lo contrario. Con el deterioro, el abandono y la destrucción, la memoria idealiza el brillo y el oropel que muchos de esos sitios nunca tuvieron, exagerando los lujos y el bienestar que disfrutó la gente mientras vivía en ellos. Los criterios de análisis se alteran y sobrevaloramos las cosas por el solo hecho de que ya no están. El recuerdo nostalgioso es el responsable de tal operación y, frente a las ruinas de «lo que ya no es» (o «dejó de ser»), la antigua realidad adopta características que nunca tuvo. El contraste con aquel pasado, considerado como una “Edad de Oro”, explota cuando se observan viejas fotos y los restos de la juventud se materializan en las estáticas imágenes de las placas. Felicidades congeladas. Cotidianeidad eternizada por una máquina fotográfica.

 

Pocos escenarios trasuntan más romanticismo que los cementerios abandonados. Los artistas del siglo XIX conocen muy bien el paño. Decenas de lápidas desgastas e ilegibles nos anuncian la perennidad del recuerdo y kilómetros de enredaderas y plantas trepadoras abrazan, como boas constrictoras, los mausoleos y criptas, tapizándolas de musgos y de humedad. Resquebrajando los últimos soportes de la individualidad.

 

Un cementerio es un sitio en donde se rinde culto a la memoria de nuestros antepasados. Por eso el movimiento romántico, impregnado de un original sentido de la nacionalidad, los convirtió en monumentos patrios, transformándolos en escenarios a los cuales era necesario volver para poder abrevar en las acciones patrióticas de antaño. Pero para que eso sea posible se necesitan referencias. Sin ellas, el cementerio se convierte en una mera fosa sin sentido. En un osario anónimo, despojado de relevancia, indefinido. Meras cosas. Restos inermes. Sin las referencias, sin las coordenadas, que las lápidas nos brindan, lo cementerios se transforman en vertederos de basura y desechos.

 

El cementerio de Epecuén, sin lápidas ni inscripciones, simula ser un archivo sin catálogo.

 

Hay dos pueblos en Argentina que corrieron, más o menos, con la misma desgracia: la de desaparecer bajo las aguas de sus lagunas colindantes. Miramar, en Córdoba, a orillas de la laguna de Mar Chiquita; y Epecuén, en la provincia de Buenos Aires, recostada sobre las riberas de la laguna del mismo nombre. En ambos casos, el agua salada —que les diera reconocimiento, fama y turismo— terminó convirtiéndose en el elemento destructor. Miramar resultó arrasada en poco más del 60%. Epecuén, en cambio, desapareció por completo; coartando así cualquier esperanza de recuperación. En este último caso el abandono fue total y hoy el pueblo, la ex-villa turística, es un “pueblo fantasmas” que emerge de la sal después de un cuarto de siglo. Epecuén es apenas reconocible. Hay que esforzarse mucho para identificar sus antiguas calles y edificios emblemáticos. La gran mayoría no son más que escombros blanquecinos, informes y carcomidos por la salitre de la laguna que, al retirarse tras 25 años, parecería regodearse de su fuerza e inclemencia. Porque eso fue la laguna en 1985: inclemente, inmisericorde, con todos los vecinos. Ella fue la que aceleró el dilatado proceso de decadencia que conduce a las cosas hacia el olvido; ayudada, claro, por la inoperancia e inactividad de los políticos de turnos.

 

Una cosa es un lugar —edificio— abandonado y otra muy distinta es un sitio destruido. Los lugares abandonados —aquellos que conservan  su aspecto, incluso sus muebles— despiertan una sensación distinta que los segundos. Los sitios destruidos, como Epecuén, despojados de antiguas referencias materiales, imposibilitan, o posibilitan en mucha menos medida, imaginar cómo eran antes, qué funciones cumplían sus diferentes sectores o qué actividades se desarrollaban allí. Para concretar todo eso, necesitamos de fotos y generar contrastes. No es lo mismo recorrer el Gran Hotel Viena (Miramar, Córdoba) que los aplastados y deformes muros del Hotel Elkie de Epecuén. El primero resume la agonía. El segundo la muerte inexorable. La devastación total confunde. Por eso, ver y recorrer el Matadero Municipal de Epecuén, construido por Francisco Salamone en 1938, a cuadras del demolido centro urbano, nos acerca un poco a la sensibilidad que el Hotel Viena despierta. ¿La causa? Aún se mantiene en pie. Descascarado, pero con hidalguía. A pesar de soportar la más destructiva inundación de su historia, el Matadero resiste a la muerte. El resto del pueblo no puede hacerlo. Se disolvió.

 

¿Cuál es el color de la decadencia? Según Julio Llamazares, el amarillo.

 

La presencia de lugares abandonados en sitios aislados suele ser una experiencia sobrecogedora. Toparse como una tapera en el medio del campo o una vivienda resquebrajada por la humedad en plena selva, conllevan sensaciones bastantes parecidas. Ni qué hablar si lo que encontramos s una antigua barraca chauchera devorada por las lianas y las enredaderas del Amazonas. En cada caso, lo descontextualizado de las construcciones es lo que impacta. De inmediato surgen preguntas, raras veces respondidas: ¿quién las habitó?, ¿por qué fueron abandonados?, ¿desde cuando están allí y por qué? Detrás de estas dudas sobrevuela la ignorancia total y la más absoluta incertidumbre respecto de las hipótesis que podemos elucubrar para responderlas. Lo más probable es que nunca lo sepamos y es eso lo que le otorga a esos sitios el macabro deleite que los caracteriza. En una oportunidad, encontré una humilde choza de colonos abandonada en las serranías cercanas a las ruinas de la ciudadela incaica de Vilcabamba. Tenía las paredes de adobe desmoronadas y el techo de paja desvencijado por la falta de mantenimiento. Pero no fueron esas dos cosas lo que hizo que hoy —después de tantos años— la siga recordando. Lo que nos topamos en ese lugar fue con cuadernos. Cuadernos escritos de puño y letra por su ex propietario. No había en ellos poemas, ni ensayos, sino números. Cuentas. Estados contables muy rudimentarios que nos retrotraían a las preocupaciones financieras del pasado. No hallamos nombres, ni fechas. Únicamente sumas y restas. Abstracciones puras. Eso era lo único que quedaba de toda su historia. Descontextualización en el más puro de los sentidos. Sorprende. Moviliza. Alimenta el flujo adrenalínico. Hasta puede llegar a asustar.

 

Los lugares abandonados destilan un “anhelo del pasado”, un sordo sufrimiento por algo que se tenía y que ahora ya no se posee ni controla.

 

Los sitios abandonados encarnan al pasado convertido en paisaje. Materializan el desgastante paso del tiempo, y sus secuelas.

 

Citando a E. M. Cioran podríamos decir, empapados de su “existencialismo pesimista”, que los lugares abandonados son los catalizadores de la «curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano».

 

La naturaleza siempre se encargará de limpiar todos los desajustes que nosotros hemos producidos. Los sitios abandonados son un claro reflejo de eso. Con el tiempo los devorará, como si nunca hubieran estado allí.

 

En las moradas abandonadas y desiertas, los viejos dioses y espíritus vuelven a vivir. Los frecuentan y habitan superando con creces nuestra permanencia física en ellos, de igual forma que los insectos, las ratas y las bacterias toman posesión de las galerías, torres y fortalezas, dormitorios y comedores, y constituyen el caldo de cultivo de las leyendas.

 

Estéticas morbosas. Grietas del progreso. Utopías fallidas. Nostalgia periurbana son, para la fotógrafa Vanessa Graell, los sitios abandonados.

 

Nos aferramos a las cosas. Nos identificamos con ellas al punto de creer que son una prolongación de nosotros mismos y que al desaparecer —o deteriorarse— nuestra esencia —o parte de ella— se va con ellas. Claro que todo eso es falso. No es más que una mera proyección de nuestros deseos y creencias. Aún así, sufrimos cuando ello ocurre (mucho más cuando estamos solos). Por el contrario, los filósofos orientales nos hablan del desapego, de la sabia actitud de saber dejar que las cosas (en el sentido más amplio) se vayan. Quizá sea ese el motivo por el cual muchísimas personas sienten horror ante los lugares abandonados ya que revelan, justamente, el fluir de todo y la inexorable pérdida de nuestros objetos más preciados. En cierta forma, son el infierno de los coleccionistas.

 

¿A dónde fueron a parar nuestros objetos queridos de la infancia? ¿En qué rincón del mundo permanecen arrumbados?

 

El cementerio abandonado de Epecuén resulta ser un espectáculo poco corriente. No es habitual que un camposanto sea tragado por una laguna en extremo salada (unos 240 gramos de sal por litro de agua) y, tras 25 años, vuelva a emerger convertido en un pálido cadáver de granito. Pero, ¿qué fue lo que salió a la superficie? En principio, la más pura desolación. Lápidas monocromas, cruces oxidadas, ladeadas y semienterradas; yuyos creciendo sobre las propias tumbas, otorgándoles la única nota de color verde que hay en el lugar. Placas conmemorativas de hierro, hincadas, descascaradas y deformes, que ya no conmemoran nada, a no ser la soberanía de los tonos ocres. Epitafios ilegibles, desgastados, anónimos. Todo está cambiado: el granito ilusoriamente convertido en mármol, el bronce devenido en color verde oscuro y el hierro transmutado en rojo. Es como si un poderosos alquimista hubiera experimentado con todo el cementerio. También los árboles están muertos. Pelados, secos, sin una sola hoja o brote. Únicamente cubiertos por una sustancia resquebrajadiza, blanquecina, semejante a una tela de araña cristalizada y dura. Muy pocas de las antiguas estatuas funerarias sobreviven. Dos angelitos en actitud de rezo sobre la tumba de un niño se asoman por entre la maraña de las malas hierbas y una tumba ladeada hacia la izquierda, como si fuera una cama abandonada sobre una cuneta, nos anuncia que hace ya muchos años nadie le rinde culto a la memoria que pretendió materializar. Otro enterramiento, hecho con ladrillos, se ha fracturado y hundido hacia el medio. Formando una especie de canaleta en donde se acumula el agua de lluvia (y que nuestra morbosa imaginación mezcla con fluidos cadavéricos, ya inexistentes). En una palabra, la necrópolis es un caos total. A un costado, sobre el derrumbado muro perimetral, notamos la acumulación de objetos cruciformes, oxidados y quebradizos, unos encima de otros. Sin orden ni concierto. Despojados de todo respeto. Más atrás, la laguna y sus flamencos. Las ruinas del cementerio de Epecuén (también las de la villa misma) son una metáfora palpable de un Dios vencido. Sus cruces destruidas simbolizan esa derrota. En una de las pocas tumbas que conservan su inscripción puede leerse: «Neiva Irene Corradini. Muerta el 20 de junio de 1928 a los 2 meses y medio de edad». Del seguro desconsuelo de sus padres sólo queda esa frase y, pocos metros más allá, la estatua de un niño asexuado ofreciendo flores, pero con los brazos partidos. Ya en el sector de las criptas familiares nos adentramos en una zona de guerra. Es como si un terremoto hubiera destruido todo. Una tumba, con cinco pequeñas placas de bronce en hilera, enverdecidas por el óxido, anónimas y olvidadas, anuncia también la derrota de las cantidades, y los nichos semejan hornos abandonados, abiertos, por completo llenos de basura. En las paredes residuales de una capilla funeraria leemos sólo la palabra «FAMILIA». Imposible identificar a cuál de ellas se refiere. Y en cierta forma es un alivio, porque mucho más movilizante es reconocer un apellido inscripto entre los escombros, recolonizados por bandadas de palomas. Por el sector despejado de lo que fuera la avenida principal del cementerio, nos topamos con criptas, todas destechadas, restos de capiteles corintios que no sostienen nada y miles de ladrillos redondeados por el agua, color rojo, que nos recuerdan pequeños trozos de carne desperdigados por el lugar. Hacia el final de la calle hay una estatua decapitada, con ambos brazos amputados, justo enfrente de lo que fuera una capillita católica y de la que sólo queda una especie de piletón, en cuyo interior se seca al sol el esqueleto de un flamenco. Todo es disolución, silencio, monotonía. Es como si el tiempo se hubiera detenido, o camuflado, para no evidenciar el desgaste que todavía sigue produciendo. Caminamos por un espacio mudo. El agua salada de la laguna le quitó el habla. En otra lápida, la huella de un cristo desaparecido y llevado por la corriente (una mancha apenas, cruciforme y de color oscuro) parecería anunciar que el hijo de Dios fue sólo un cadáver clavado y sin la fuerza necesaria para resistir el embate del agua. Los ángeles de la muerte, tallados en yeso, también han caído bajo el influjo de la destrucción.

 

Llama mucho la atención el enorme número de lugares abandonados que hay desperdigados por todo el mundo. entrar en Internet, explorando esta temática, significa  encontrarse con miles de sitios Web, unos mejores que otros. Pero la nota característica de todos ellos son las imágenes. Los sitios abandonados “entran por los ojos”. Impactan nuestras pupilas y después nuestros cerebros. Tal vez por eso los pocos libros que abordan el tema sean álbumes de fotos. Verdaderas obras de arte muchos de ellos. Según se dice: «una imagen vale más que mil palabras». Y el deterioro muestra cabalmente este aspecto. Hay momentos en que las metáforas y adjetivos se vuelven vanos. Sólo resta observar. En silencio. No queda nada por decir.

 

«Lugares abandonados» ¿Qué es un lugar? ¿Acaso no hay una contradicción al unir esos dos términos («lugares» y «abandonados»). Si como dice el antropólogo Marc Augé, «un lugar es ante todo un lugar antropológico», lleno de discursos y recorridos, relaciones interhumanas e historias, ¿no es un sinsentido referirse a «lugares abandonados» si, como hemos dicho, en ellos ya no se dan relaciones humanas, ni discursos, y la historia se ha olvidado? Es paradójico, pero si seguimos esta lógica, los «lugares abandonados» se convierten en «lugares» sólo cuando dejan de estar «abandonados» y empiezan a ser recorridos por el hombre. Recién cuando un «lugar abandonado» se integra a la historia y adhiere a la memoria, es un «lugar» (en el sentido que la modernidad le dio al término). Cuando nada de eso ocurre, cuando la identidad desaparece, lo relacional se esfuma y la historia ya no queda integrada a un determinado espacio, el lugar adquiere un status posmoderno («ruinas posmodernas»). Este es el motivo por el cual casa, castillos, hospitales, hoteles, abandonados, poco conocidos, olvidados, nunca estudiados, devienen en «espacios del anonimato» y por ende, se convierten en «No-Lugares».

 

Recorrer un lugar abandonado conlleva siempre una reflexión sobre la muerte, la destrucción y la insipidez de las cosas. Como escribe Chateaubriand, no es posible dejar de pensar que «otros hombres tan fugitivos como yo vendrán a hacer las mismas reflexiones sobre las mismas ruinas».

 

Existe una tendencia a destruir objetos, que controlamos a través de ciertos «filtros culturales». Se nos enseña a cuidar las cosas pero, en el fondo, hay cierta sensación de placer cuando las destrozamos. Ya sea por una terapia de catarsis (no guiada por ningún terapeuta) o por un estallido de furia descontrolada, romper—sin pena alguna— las cosas que nos rodean suele ser estimulante en mucha gente. ¿Quién no se ha detenido en la calle a observar cómo se demuele un edificio? Llaman la atención.

 

Muchos lugares abandonados, durante sus días de gloria, carecieron de una nutrida vida pública. Pocas personas pueden dar testimonios de cómo eran antes de sufrir el proceso de decadencia que los llevó a quedar vacíos. Tal es el caso algunas grandes mansiones y otras propiedades privadas. Otras, en cambio, fueron sitios que congregaron a miles de seres humanos; y, dentro de esta categoría, nos topamos con los parques de diversiones. Ya sea porque en nuestra niñez las experiencias suelen ser limitadas (o la capacidad de asombro todavía virgen), estos parques —como el famoso Italpark de Buenos Aires y Mar del Plata— perduran en la memoria arrastrando siempre una cuota de idealización y de nostalgia muy exagerada. En el recuerdo éstos lugares se vuelven más importantes de lo que en verdad fueron, por eso, al recorrerlos hoy en ruinas (o ver las pocas fotos que quedan) experimentamos una inevitable tristeza. El contraste es perturbador. Los rieles retorcidos y oxidados de la montaña rusa, asomándose por entre la maraña de pastos crecidos; o la imagen de un tren fantasma del que sólo queda en pie su fachada despintada, agrietada y sin ningún monstruo decorándola, nos trasladan a aquellos días en que recorríamos esos juegos de la mano de nuestros seres queridos. Es nostalgia en estado puro. Muchos de estos parques ya no están. Otros sobreviven en ruinas, tapiados, desiertos, repletos de basura y malas hierbas que han destrozado el cemento de sus senderos y descolorido sus principales atracciones. Es diversión transmutada en silencio.

 

Como en los cementerios, los sitios abandonados nos remiten siempre a un contexto de paz y tranquilidad. Recorrerlos en solitario resulta una experiencia casi iniciática, profunda, axial. Campos de paz y reflexión existencial, ya que ésta sólo es posible cuando el silencio convoca a la paz interior.

 

Los lugares abandonados nos enseñan que detrás de todo el antiguo oropel, el esfuerzo, el ingenio y el buen gusto, no hay más que una cosa: el mismo cráneo humano de siempre. Una farsa osificada.

 

Los lugares abandonados anuncian algo: el no olvidar nuestros fracasos en el momento del éxito.

 

¿Qué son los lugares abandonados sino fantasmas? Aparecen, permanecen un tiempo y desaparecen de nuevo.

 

Cuando pueblos como Epecuén o Miramar desaparecen, no sólo lo material se destruye. Con las casas, las calles, las cosas que se desvanecen a raíz del deterioro también se esfuman lo recuerdos, las vivencias que todos esos escenarios acogieron. Sin esos mojones la desmemoria se termina por imponer.

 

Detrás de todos los desastres naturales se esconden factores humanos. A la larga, los lugares abandonados son el producto de la inoperancia, inacción o desinterés de los hombres.

 

En España el número de pueblos abandonados es abrumadoramente alto. Un cálculo conservador indica unos 2700 en total, distribuidos de manera desigual en toda su geografía, pero concentrando el mayor número en la región de Huesca. Esta situación es el resultado de una competencia entre la ciudad y el campo, en la que la primera lleva todas las de ganar. El lento proceso de modernización español, iniciado de a poco en la década de 1970, es el responsable de ese flujo de migración interna que terminó secando de seres humanos a cientos y cientos de pequeños pueblos y villas peninsulares. El confort de la ciudad terminó por atraer a todos hacia ella, venciendo la tradicional resistencia al cambio de mentalidad pueblerina. No sólo la búsqueda de confort, también el mayor número de posibilidades u oportunidades de progresar conllevó al abandono antes mencionado. En pocos años, y a cuenta gotas, los más jóvenes se fueron yendo: los nacimientos se estancaron y llegó un momento en que sólo los viejos quedaban. A la muerte de estos, las casas quedaron vacías y de apoco el más absoluto silencio se tragó a todas las viviendas vacías, que iniciaron así un proceso de deterioro ininterrumpido. La tradición y las ventajas comparativas que todos los pueblos enarbolan a la hora de autoconvencerse de lo maravilloso que es vivir en ellos, no fueron suficientes.

 

Durante la década de 1990, Argentina fue testigo de un proceso parecido al señalado más arriba, aunque las causas del abandono de los pueblos del interior fueron diferentes a las de España. Aquí, el responsable de todo tiene nombre y apellido: Carlos Menem, siniestro personaje de nuestra historia que, inaprensiblemente y guiado por un modelo neoliberal deshumanizante, destruyó el sistema ferroviario nacional, clausurando ramales que resultaban vitales para el mantenimiento de muchísimos pueblos y localidades del interior del país. Con la desaparición del tren sobrevino la desaparición de cientos de miles de personas que vivían en eso pueblos. Menem invirtió el proceso de civilización iniciado en la década de 1860 con la instalación de vías férreas y, contrariando el mandato de Juan B. Alberdi, despobló el país. Cientos de núcleos urbanos abandonados jalonan ese proceder en todas las provincias de la Argentina. «Menem lo hizo».

 

Maderas dilatándose y contrayéndose, graznidos de animales inidentificables la mayor parte, aves), el viento colándose por las ventanas y miles de lugares abiertos; ruido de cañerías oxidadas y en malas condiciones; el goteo de agua acumulada; el descascaramiento crujiente del yeso de paredes y techos, son parte de la sinfonía de sonidos que pueblan los lugares abandonados, en donde el silencio nunca es total. Sólo el sentido del oído, siempre propenso a la sugestión y malas interpretaciones, es el que convalida la existencia de movimientos en sitios aparentemente inmóviles.

 

Para los ingenieros civiles (constructores de edificios y puentes) los lugares abandonados se convierten en laboratorios donde es posible estudiar de manera directa la «resistencia de los materiales». Allí cada elemento se pone a prueba, mostrando sus miserias y reducidas capacidades de sobrevivencia. No importa cuán duros fueron. El tiempo los termina deteriorando, ablandándolos, facilitando así la comprensión de los procesos que han llevado a la decadencia material de imperios y civilizaciones del pasado. Las cosas adquieren su propia historia y lo que muchos consideran “eterno” se vuelven perecederos y susceptibles a “morir” como si fueran elementos orgánicos. Los lugares abandonados fueron/son como espejos en los que nosotros podemos reflejarnos.

 

Los lugares abandonados despiertan curiosidad. Nos atraen, ya lo dijimos antes. Generan dudas y, por supuesto, hipótesis que intentan resolver esas preguntas iniciales. La mayor parte de las veces serán cuestiones irresueltas, incomprobables; generadoras de mitos que terminarán idealizando el pasado hasta convertirlo en una “edad dorada”.

 

Los “linyeras”, “crotos”, “pordioseros”, o como gusta ahora llamarlos, “personas en situación de calle”, tienen muchos aspectos en común con los lugares abandonados:

 

—producen miedo

—generan rechazo

—quedan asociados con “lo mugriento”

—encubren preguntas

—se mantienen en los “márgenes de “la vida normal”

—se los asocia con cierto ideal anárquico y libertario

—encarnan la contratara de lo que se considera “lo civilizado”

—generan nostalgia y dolor.

 

Escenarios vacíos, silenciosos, cubiertos de polvo, invadidos por insectos, roedores y aves (incluso por marginados sociales), los lugares abandonados son la representación clara y evidente de lo «no-cotidiano»; entre otras cosas porque parecen estar al margen del tiempo. Sólo el ojo experto observa en ellos el cambio. Y no es porque en ellos las cosas no cambien. Todo lo contrario. Hay tantas cosas que cambian al mismo tiempo que resulta difícil generar contrastes entre una época decadente y otra.

 

Los lugares abandonados condicionan nuestra idea de «lo eterno», negándola, anulándola de esta ecuación que es la vida.

 

Inmunda fragilidad, receptáculo de sollozos. Escenarios palpables de la derrota.

 

Los lugares abandonados nos enseñan que «no se abdica de un día para otro». Que el proceso es lento y las decadencias apenas percibidas. Sólo el tiempo las vuelve evidentes y recién entonces, al mirar hacia atrás, advertimos los síntomas que las anuncian. Pero cuando esto ocurra ya es tarde. Sólo nos queda soñar con lo que no fue o podría haber sido.

 

Señaló Cioran: «No podemos reaccionar contra la fatalidad».

 

Los lugares abandonados denuncian a gritos el infinito precio de cada instante. Y eso nunca deja de ser tonificante, porque como dice E. M. Cioran: «rejuvenecemos por el contacto con la muerte».

 

Los lugares abandonados no disfrazan nada. Se muestran tal como son. Revelan el esqueleto raído que en el fondo todos somos. «Himnos destruidos».

 

Bajo el calor abrasador de La Pampa en verano, en medio de la más literal de las “nadas”, cubiertas de raquíticos árboles y yuyos crecidos y amarillos, se yerguen las ruinas (taperas) abandonadas de un puñado de escuelas de campo que, en su momento, cumplieron la sarmientina misión de educar al soberano. Olvidadas por casi todos, se resquebrajan por las altas temperaturas del desierto pampeano. Ya no se escuchan los gritos y risas de los antiguos alumnos. Todo es mutismo, silencio. Silencio y abejas. Muchas abejas construyendo sus panales en aljibes secos y agrietados. Los cardos recolonizaron los salones y los pájaros depositan su guano por todas partes. Los saqueadores también han hecho lo suyo. Ya no quedan puertas, ni marcos, ni nada. Los baños están desguasados. Son meros recuerdos amorfos de los sitios de salubridad que pretendieron ser.

 

Es raro recorrer estas escuelas abandonadas y muertas. Es extraño porque no hay nadie ya que las recuerde. Y sin recuerdos son puro ladrillos desconchados, desgastados, yermos.

 

Ni la exageradamente inflada honestidad del interior provinciano consiguió imponerse en las escuelas abandonadas del campo pampeano. Todos han sido saqueadas inescrupulosamente (en algunos casos hasta sus mismos cimientos). Es que la soledad a la que están condenadas se ve exacerbada por leguas y leguas de desierto. Son el paraíso mismo de la impunidad. Una Disneylandia del desguace y el saqueo.

 

Taperas. Con este nombre se identifican en Argentina a las construcciones, generalmente humildes, que han sido abandonadas en el medio del campo. Ranchos, cascos de estancias, puestos ganaderos o pulperías, se transforman en taperas cuando la soledad las conquista y empieza su lento proceso de deterioro. No hay forma de que asen desapercibidas. Con el tiempo se convierten en mojones de una geografía desolada y puro horizonte. El ojo entrenado no puede dejar de verlas y aún así las ignora. Se convierten en una parte más del paisaje. Acaban naturalizándose. El campo las fagocita y con ellas desaparece también la memoria.

 

Conozco varias escuelas abandonadas en los campos argentinos y lo primero que me llamó la atención fue la sensación de absoluta soledad que generan. Es aquella una soledad que duele, que cala los huesos y deja a la mente en stand by. Petrificada, inerte; pero al mismo tiempo en un estado de ebullición tan maravilloso que resulta difícil traducir en palabras. Caminar por ellas es alimentar la imaginación. Recrean historias cotidianas que, tal vez, nunca sucedieron; a no ser aquellos actos elementales que se desarrollaban en ellas y para las cuales fueron levantadas, es decir, las de enseñar y aprender.

 

Cuarenta años de abandono bastaron para que la escuela de campo Nº 164 de Ingeniero Luiggi (provincia de La Pampa), construida en lo que se daba en llamar «Campo Claverie», desapareciera casi por completo. No queda nada de ella, a no ser la base del mástil en el que, a diario, enarbolaban la bandera nacional, unos pocos cimientos del áreas de los salones, un tanque de agua partido al medio (lleno de yuyos y basura) y los pilotes de antiguas columnas de concreto que, en sus días de gloria, demarcaban la sala de baile de la región. Una decena de hierros retorcidos, todavía revestidos con algo de cemento y ladrillos partidos, soportan los embates del aire frío y caliente de las desoladas pampas. Es difícil imaginar en ese lugar a la paisanada bailando, divirtiéndose. Arrulladas por el cansino canto de algún pájaro, están en silencio. Un silencio de muerte, casi audible; en donde lo natural ejerce su más absoluta hegemonía. Estando en ellas resulta imposible pensar que, algo más allá de las taperas, la vida sigue su curso, ignorándolas por completo.

 

Mástiles abandonados. Cenotafios mudos y anónimos de la simbología patria. Tumbas del nacionalismo exacerbado del hombre de campo. Claros ejemplos de que aún los símbolos de tela más adorados y respetados, no son más que eso: trapos viejos sin sentido en un universo que ha perdido todas las convenciones artificiales fabricadas por el hombre con la intensión de ser algo distinto, diferente, a los demás. Las bases escalonadas de cemento roto que sobreviven sitiados por malas-hierbas, ya no conservan ni el mástil de hierro del que colgaba «la bandera esplendorosa que Belgrano nos legó». En su lugar, un hoyo oscuro y sucio, que acumula algo de agua estancada, lleno de bichos muertos y telarañas, indica el sitio exacto en el que se adosaba el erecto y varonil mástil patrio. Pero de esa masculinidad (por momentos agresiva) que todos los símbolos nacionalistas poseen, ya no queda nada. Sólo un agujero. Un simple agujero que se ha tragado para siempre —en ese lugar— al imaginario «ser nacional», base de tantos delirios ideológicos y origen de miles de libros, ensayos, artículos y notas que pretendieron construir la artificiosa identidad de un pueblo (nación) que se volvió viejo, siendo aún muy joven.

por Fernando Jorge Soto Roland

Profesor en Historia por la Universidad Nacional de Mar del Plata

julio de 2011

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