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El Dragoneante
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

El casco hizo las veces de pararrayos y cuando la flamígera descarga eléctrica cayó desde lo alto, impactándole en la nuca, su cabeza se vio desprendida del cuerpo, completamente tronchada, como si fuera un repollo que acabara de separarse del tallo.

A borbotones manó la sangre de aquel muñón cauterizado, mientras el cuerpo decapitado se retorcía en el suelo, luchando por conservar la vida que fluía desesperada por un cuello violentamente amputado. A dos metros de él, la cabeza gesticulaba con espasmódica sorpresa, girando los ojos en redondo, abriendo y cerrando la boca como si fuera un pez agonizando fuera del agua.

Siguió lloviendo por espacio de tres horas y para cuando la tormenta hubo pasado, el uniforme blanco de marinero, el capote de nylon y el cadáver del conscripto, yacían embarrados en el suelo, a escasos seis metros de la puerta de acceso al faro de la ciudad de Mar del Plata.

La tragedia agitó los ánimos en la Escuela de Suboficiales de Infantería de Marina (ESIM) durante más de una semana. Se decretó luto en honor del imaginaria fallecido y los oficiales de mayor jerarquía enviaron los pésames correspondientes a sus familiares cercanos. Como era de esperar, los periódicos locales hicieron suya la historia y la mantuvieron viva a lo largo de toda la temporada. Pero cuando el mes de marzo inauguró los últimos días del verano, muy pocos recordaban el nombre y el apellido del pobre muchacho, muerto por la furia descontrolada de un rayo.



Angélica se abrochó la pollera tableada y metió cuidadosamente su blusa dentro de ella. Todavía el ardor de la pasión le brillaba en las mejillas. Alisó su larga cabellera rubia con los dedos y sacudió la cabeza de un lado a otro, en un vano intento por desenredar los pocos mechones rebeldes que le quedaban embrollados detrás de la nuca.

—¿Qué hora tenés? —le preguntó Paulino, su novio, al tiempo que se ataba los cordones de las zapatillas, apoyado contra el tronco podrido de un árbol—. ¿Se hizo muy tarde?...

—No, todavía no son las doce. Es temprano. Si querés podemos ir a tomar un café a Waikiki.

—Como quieras, pero mirá que mañana me tengo que despertar a las siete para retomar la guardia.

—Bueno, si preferís llevame a casa, total...

—...total, ¿qué?

Angélica le lanzó una sonrisita cómplice.

—Total lo mejor ya lo hicimos, ¿no?

Paulino se puso de pie. Acercó su rostro bien afeitado al de su amada y le dio un beso en los labios.

—De todos modos me gustaría tomar un cafecito con vos, antes de dejarte con la bruja de tu vieja—. Y empezó a desinflar la colchoneta color azul que sirviera de anticipado lecho nupcial. Mientras caminaba rítmicamente sobre ella, sintiendo cómo sus pies luchaban por expulsar el aire concentrado entre las paredes de goma de aquel mudo testigo de su amor clandestino, miró hacia arriba por entre las ramas de los árboles—. Este lugar es bárbaro, especialmente en verano, cuando hace calor. ¿Viste como ilumina el faro, a cada rato, las copas de los árboles?

—¡A cuántas habrás traído aquí! —agregó ella siguiendo su mirada

—Te juro que sos la primera —repuso sonriendo—. Este no es un lugar para venir con cualquiera. Desde que lo descubrí, hace unos años, me dije: “cuando encuentre al amor de mi vida se convertirá en nuestro sitio romántico”.

—¡Mirá que sos zalamero! ¡Zalamero y mentiroso!

—Te digo la verdad, no miento. Jamás vine con otra mujer a este bosquecito.

—¡Y, sí!... ¿Cuántas locas como yo iban aceptar hacer el amor en un perímetro militar?

—¿Qué perímetro militar? Los milicos están del otro lado de ese alambrado —dijo señalando la valla cuadriculada que rodeaba el predio de la ESIM y se alzaba a unos cinco metros—. Además, a esta hora de la noche nadie patrulla por este lugar. ¿Para qué? Ni luz artificial hay en el sendero que tomamos. Este es un lugar ideal, tranquilo, alejado del mundanal ruido.

—¿Mundanal ruido? ¿Desde cuando un simple pescador usa ese vocabulario tan florido? —ironizó Angélica.

—Desde que estoy enamorado —repuso sin dejar de sonreír, y terminó por enrollar la colchoneta—. ¿Estás lista? ¿No te olvidás de nada?

—No, creo que no. Ya guardé todo —y bajó la vista al suelo, siguiendo con sus ojos azules los débiles reflejos de luz que daba la vela, ya consumida, que prendieran al momento de llegar.

Entonces, un brillo dorado se desgarró de entre las raíces de un abeto. 

—¿Qué es eso? —inquirió la joven, señalando la fuente del débil resplandor.

—¿Qué cosa?

—Eso que brilla en el suelo, al lado del árbol. Parece de metal.

Paulino buscó durante un par de segundos hasta que lo detectó. La mortecina luz de la vela se reflejaba contra algo. Caminó hacia él, estiró su brazo musculoso, lo agarró y tiró con fuerza.

—¿Qué es? —volvió a preguntar Angélica arrimándosele y mirando por sobre el hombro del muchacho.

—No sé, parece una placa de bronce muy vieja.—Le quitó un poco la tierra que tenía adherida y trató de leer la inscripción gastada de la superficie—. Pará un poquito, no veo nada. Acercame la vela. Dame un poco de luz.

Angélica obedeció.

—¿Qué dice? ¿Podés leer bien?

—Si, pero es raro... Esta placa tiene más de... cuarenta años.

—¿Y cómo lo sabés?

Paulino giró sobre su eje y se la entregó.

—Mirá, leé vos misma.

La muchacha tomó la plancha dorada entre sus manos. 

—¿Y quién es este tipo? —preguntó haciendo un movimiento de cabeza tras recorrer con la vista el escueto texto grabado.

—No tengo la menor idea. Jamás escuché ese nombre

—¿La llevamos? —inquirió ella agitando el objeto.

—Si querés...

—Sí. La quiero como recuerdo de lo que vivimos esta noche.

Paulino cargó la colchoneta y la tomó del brazo frunciendo los labios.

—Dale, vamos que tenemos que caminar como dos cuadras hasta la ruta. A ver si todavía nos afanaron el fitito

Cuando alcanzaron el auto, Angélica depositó, despreocupada, la placa sobre la guantera. Observó a su novio colocar las llaves en la ranura de ignición y lo besó en la mejilla.

—Te amo —le dijo con dulzura, justo en el instante en el que el motor se ponía en marcha y la luz del gran faro cercano pasaba sobre sus cabezas

La plaqueta de bronce se iluminó por un segundo y las carcomidas letras repujadas perfilaron sus contornos con nitidez:


A la memoria de
NEREO DARDO PEREYRA
Marinero Dragoneante de esta Base Militar
muerto trágicamente en el cumplimiento de su deber
el 2 de enero de 1932

Sólo una semana después, las denuncias empezaron a acumularse sobre el escritorio del puesto de guardia de la ESIM. Los conscriptos se negaban a patrullar un determinado sector de la base y nada ni nadie —ni siquiera las amenazas de arresto— podían hacerlos cambiar de opinión. De hecho, se produjo en la escuela de suboficiales una especie de conato de rebelión pacífica por parte de los escalafones de menor jerarquía, a los que muy pronto se les sumaron un cabo y un par de oficiales, de los considerados macanudos por la tropa.

Se habló de insubordinación, de cobardía, e incluso el jefe de la delegación, Capitán de Corbeta Rubén Salomones, apremió a los dos oficiales con degradarlos y someterlos a una corte marcial si persistían en el apoyo que le habían dado a los marineros. Era inconcebible que la línea de mando se viera rota. Si el problema persistía, y la noticia llegaba a Buenos Aires, la temible Junta tomaría cartas en el asunto y la carrera de Salomones se vería seriamente perjudicada. Por ese motivo no había elevado ningún informe a la superioridad y trató solucionar el problema sin que trascendiera más allá de los alambrados que rodeaban el perímetro militar de su incumbencia.

Eran las tres de la tarde cuando el cabo Dante Rodríguez, trémulo y a punto de un colapso nervioso, ingresó en el despacho del jefe máximo.

Era una oficina de lo más estereotipada. Finas cortinas de algodón, estampadas con motivos de anclas entrelazadas, cubrían el gran ventanal que daba hacia la costa atlántica y el faro. Sobre las paredes, más de una docena de platos colgados y vivamente ilustrados con siluetas de barcos de guerra, explicitaban un horror vacui por los espacios en blanco, y justo al lado de un diploma —enmarcado en fina madera de cedro— una colección de nudos náuticos terminaban de darle al despacho el aspecto de un mediocre museo de puerto.

Sobre el escritorio, la pila de carpetas con sello “confidencial”, resguardaban de la vista de los curiosos los temas secretos, los Asuntos de Estado (fechas de desfiles, movimientos operativos de simulacros, cantidad de pistolas y fusiles, etc), que le quitaban el sueño al maduro regente de la ESIM.

Tenía que justificar su posición y el sueldo de alguna manera.

—Así que usted es el cabo Rodríguez —pronunció en voz baja Salomones mientras observaba de arriba abajo al subordinado, desde su escritorio forrado de papeles sellados—. Usted es el cagón que anda hablando pavadas por ahí, alterando a los marineros y apoyándolos en sus huevadas—.Rodríguez no movió un pelo. Una transpiración fría le recorría la espalda—. ¿Pero qué clase de tagarna es usted, mi viejo? ¿No se da cuenta que con esa conducta está corriendo peligro su carrera? Si sigue apuntalando a todos esos cobardes que se dicen aspirantes a suboficiales, cabo, va a terminar en el chiquero de donde salió. ¿Usted cree que está capacitado para hacer otra cosa que no sea esto? —Lo miró fijamente a los ojos, se puso de pie y caminó hacia él. Dante fijó la mirada en una de las anclas del cortinado. No veía la hora de salir corriendo de ese lugar. Entonces, Salomones le susurró casi en el oído:—Que se le meta bien esto en la cabeza, Rodríguez, usted es un sorete, y en las fuerzas armadas los soretes no piensan, obedecen. Así que, a partir de ahora, me organiza bien las guardias, me ubica a los más cagones en los puestos que se niegan a ocupar y se deja de divulgar pelotudeces sobre... —dudó unos segundos y terminó la frase diciendo:—... sobre eso que usted bien sabe.

—Pero..., señor —carraspeó Rodríguez—, no me van a hacer caso...

—¿Cómo que no le van a obedecer? ¡Usted tiene mayor jerarquía! —gritó el capitán desaforado—. ¡Le tienen que obedecer! De lo contrario ya mismo está arrestado, junto con los dos oficiales que hoy sancioné.

Dante bajó la mirada al piso, en señal de sumisión.

—Compréndame, señor...

—¡El Señor está en el cielo! —aulló Salomones sacudiendo los brazos—. ¡Yo no soy señor de nadie!

—Perdón, mi capitán de corbeta —se corrigió de inmediato—, pero compréndame... Desde hace días nadie quiere patrullar el área del bosque de la que usted habla. Tienen miedo....

¿Miedo? —mordió la palabra con sorna y furia contenida.

—Bueno es...

¡Miedo! ¡Los señores tienen miedo y usted se lo sigue alimentando! Pero, ¿qué clase de maricones son todos, carajo? Si el jefe de la base, que soy yo, dice que la zona en cuestión se tiene que patrullar, ¡se patrulla!...

—En ese caso, capitán —indicó arrastrando las sílabas—, arrésteme ya mismo porque yo, y perdone señor, no puedo acompañarlos...

—¡Pero, cabo de mierda! ¿Cómo se atreve a...?

—¡Yo lo vi, capitán! —interrumpió Rodríguez casi en un sollozo— ¡Le juro por la memoria de mi madre que lo vi!...

—¿A quién fue que vio?

—Al dragoneante ..., al Dragoneante Sin Cabeza.

Y sin decir más, el cabo se lanzó a llorar.



Dante Rodríguez permaneció bajo arresto, en calabozo, durante un mes y medio. Poco después, él y los dos oficiales que lo acompañaban, fueron dados de baja sin la posibilidad de contabilizar los años que tenían de servicio en una futura y potencial jubilación. Borrados de los registros, nunca más se conoció el destino que tuvieron sus vidas. Los marineros, que se negaban a patrullar la región lindera a los bosques del faro, fueron enviados a la base de Bahía Blanca y la nueva camada de aspirantes a suboficiales que ingresó en la ESIM aquel año de 1977, ajustaron sus relojes biológicos a los tiempos militares, completamente ignorantes de la leyenda que circulaba. Pero muy pronto, los comentarios empezaron a circular nuevamente.

—Ya sé que es poco ortodoxo, Rubén, pero así no podemos seguir —argumentó el subjefe saboreando una taza bien caliente de mate cocido—. Mariela conoce bien a ese tipo. Ya sabés cómo son las mujeres con esas cosas... Me dijo que es serio. Un profesional, si se lo puede llamar de ese modo.

Salomones se reacomodó en su butaca, intranquilo.

—¿Te das cuenta que si se llegan a enterar en Buenos Aires nos liquidan? ¡Seremos el hazmerreír de toda la Marina!...

—Yo no pienso decírselo a nadie.

Salomones se frotó la cara con fuerza.

—No sé...

—Tenemos que terminar de una vez por todas con esta historia.

—Sí, pero, ¿no sería aceptar que todo es cierto llamando a un curandero?...

El subjefe le fijó la mirada.

—Rubén, escuchame, ¿cuántos maringotes denunciaron ver al fantasma?

—¡Dejate de joder! ¡No lo digas así, por favor!

—¿Cuántos, Rubén? —insistió acentuando su tono de voz.

Salomones meditó unos segundos.

—...¿diez?

—Veinticinco —sentenció con vehemencia su colega—. ¡Veinticinco muchachos, psicológicamente aptos, que aseguran haber visto a un marinero sin cabeza!.

—¡Me parece mentira! ¡Una locura!

—Pero es la realidad que tenemos, y debemos hacer algo... Tenés que hacer algo. Los arrestos ya no alcanzan y las bajas menos que menos. Nos van a terminar poniendo en evidencia.

Rubén Salomones se reincorporó y caminó hacia la ventana. En el exterior, las primeras estrellas de la noche empezaban a titilar en el cielo y el faro acababa de ser prendido.

—Está bien —dijo con resignación—, llamalo.



Atravesó la barrera de entrada cercana la medianoche y se anunció en el puesto de guardia.

—Mi nombre es Raimundo Cíngara y tengo una cita con el Capitán Salomones. ¿Puede anunciarme, por favor?

El oficial a cargo ya estaba al tanto de la singular visita y con un ademán exagerado invitó a que lo siguiera.

Cíngara no era por fuera un hombre extraño. De sólo cuarenta y tres años, bajo y una tez blanca como el lino, aparentaba casi una década menos. Formalmente vestido con saco y corbata, correcto en sus gestos y para nada exagerado en sus apreciaciones profesionales, era un curador de casas de solapada fama en la ciudad. Se decía que había amasado una pequeña fortuna y que estaba a punto de invertirla en la construcción una pirámide energética en las inmediaciones del Parque Camet.

Cuando arribaron a la puerta de la oficina principal, el oficial lo presentó y regresó presto a su puesto de imaginaria.

Tras la charla introductoria pertinente y el relato de los sucesos que se vivían en la base, el psíquico requirió dirigirse al lugar de los hechos.

—Es imprescindible que sienta el ambiente. De ese modo podré darles mi diagnóstico definitivo —dijo.

Salomones y el subjefe accedieron. Se calzaron sus gabanes azul marino y caminaron pausadamente en dirección al bosque. Era una noche fresca, pero clara como pocas.

—Dígame, capitán, ¿tiene idea de algún suceso violento en esa parte del predio?

Salomones miró de reojo a su segundo al mando.

—No, en absoluto —.Cíngara supo que mentía—. No en esa parte...

El brujo prefirió no seguir preguntando.

—No sé si lo sabe, señor, pero los hechos de violencia desprenden una energía muy extraña que suele impregnar los espacios en los que suceden. La gente habla de esos lugares como embrujados y, en parte, tienen razón. —Salomones se sintió ridículo. Caminaba en dirección a un fantasma. ¿Qué dirían sus compañeros de promoción si lo vieran?—. Acá, en Mar del Plata, hay infinidad de sitios como esos —continuó Cíngara— y lo más cómico es que pocas personas hablan de ello.¿Sabían que hay denuncias de espectros ambulando por el Hospital Regional?... ¿No? Es lógico. Los médicos, con su racionalidad positivista, reniegan de esas historias, denigrando a las enfermeras que juran haberlos visto. Por esa causa, me admiro de su apertura mental, capitán. Pocos colegas suyos se animarían a contratar mis servicios para un caso como éste.

Salomones lo tomó suavemente del brazo.

—De todos modos, le ruego que esto no se difunda.

Raimundo le dirigió una mirada cómplice.

—Secreto profesional, señor. Usted está tratando con un especialista.

Ingresaron por un sendero de piedrecillas sueltas al bosque y la noche se volvió oscura. Las altas copas vegetales tapaban la claridad de las luces que venían de los edificios de la base; y a lo lejos, perdida en la penumbra del follaje, e iluminada sólo por una lamparita amarillenta y vieja, una deteriorada garita de guardia, carcomida por el tiempo, se levantaba espectral junto a la alambrada.

Caminaron hacia ella con lentitud. Raimundo aminoraba la marcha cada vez más hasta que, repentinamente, se clavó en un punto y lanzó un quejido que pareció salirle de las entrañas.

—¡Oh...! ¡Virgen Santa! —exclamó tomándose la cabeza. 

Salomones sintió un escalofrío y miró extrañado al subjefe.

—¡Noooo...! —clamó el brujo—. ¡Esto es espantoso!...

El jefe miró en dirección a su oficina.

—Che, este loco va a llamar la atención de los oficiales —reprochó.

Entonces, Raimundo Cíngara, el curandero, se sacudió como una hoja seca azotada por el viento y cayó al piso.

—¡Está aquí! —gritó—. ¡Puedo sentirlo! ¡Está aquí! —y se desparramó como un flan sobre el suelo. Tras dos minutos de tensa calma abrió los ojos—. Usted me dijo que acá no había pasado nada —replicó en tono de amonestación a Salomones.

—Puedo asegurarle que en este lugar no pasó nada malo, que yo recuerde —contestó mirándolo al subjefe con dudas en las pupilas.

—No, Rubén —dijo éste por lo bajo—. Aquí no hicimos nada.

—¡Pues una entidad del Más Allá ronda cercana a la garita! —interrumpió Raimundo— Y no hace mucho tiempo que está molesta. Sólo unos meses...

Salomones oteó el centenar de columnas de madera que lo envolvían. Y, por un instante, creyó ver algo.

Una sombra.

Alguien caminaba en las inmediaciones.

—¡Nombre! –exclamó a la oscuridad, solicitando de inmediato una identificación oral desde las sombras—. ¡Identifíquese o lo pongo bajo arresto!

El subjefe le siguió la mirada, sin observar nada.

—¿Qué hay? —preguntó.

—Creí ver a un hombre entre los árboles.

—¿Será el oficial de guardia que viene a investigar qué pasa?

—No —sentenció Salomones tajante—. Le di ordenes a toda la oficialidad que no ingresaran al bosque.

—¿Quién es entonces?...

—¡¡Miraaá...!! —aulló aterrado el veterano mandamás, señalando hacia la derecha y experimentando una corriente de adrenalina recorrerle las venas,—. ¡Ahí está!...

Raimundo levantó la espalda de la grava.

Era un ente indecible. Difícil de comprender a primera vista. Era como si los hombros hubieran crecido desmesuradamente. Y el olor... Un olor rancio, penetrante, que empapaba las membranas nasales invitando al vómito y las arcadas.

Era asquerosamente impresionante. Alto, bien formado, cargando un fusil FAL de antiguo modelo y el pilotín para lluvia. La silueta negra de un marinero decapitado brillaba junto a la vieja garita de guardia.

Era él

Permanecía estático frente a la puerta del puesto de guardia y sólo de tanto en tanto daba un corto recorrido, no alejándose de la garita más de cinco metros.

Un resplandor sobrenatural emanaba de toda la ropa, iluminando el predio circundante con mayor fuerza que la bombita eléctrica que colgaba sobre él.

No tenía la cabeza. Estaba talada.

No cabía ya ninguna duda, era el dragoneante que denunciaban los marineros desde hacía un tiempo.

Raimundo se puso de pie azorado.

—Si esto es una broma —dijo a sus clientes— ya es suficiente.

Salomones y el subjefe estaban inmóviles. No podían quitar los ojos de la espectral figura que tenían ante ellos. 

—¿Qué es esto?... —balbuceó Salomones.

Cíngara insistió:

—¿Esto es broma?...

Entonces el subjefe salió del estado de trance en el que estaba y estalló tomándolo al psíquico por las solapas del saco.

—¡Déjese de preguntas pelotudas y haga su trabajo! ¡Ahora!...

Evidentemente aquello no era un chiste. Entonces, Raimundo entrecruzó los dedos, cerró los ojos y empezó con lo que se suponía era el exorcismo.

Dos minutos más tarde, sudoroso y controlando el temblor que contraía los músculos del abdomen y los glúteos, repuso:

—Ha regresado por algo. Volvió porque le quitaron algo que era de su propiedad... Percibo que permanecerá en este lugar hasta que se lo restituyan... No hay otra forma —determinó apretándose las sienes—. Es inmune a mis palabras.

—Y... ¿qué es lo que le quitaron? —preguntó Salomones.

Cíngara rumió por lo bajo con sus ojos cerrados unos segundos y manifestó:

—Su memoria...

—¿Su memoria? —inquirió el subjefe, volteando el rostro hacia el brujo.

—Sí, reclama reconocimiento. Pide a gritos que lo recuerden, que no se olviden de él.

En eso, el espectro dio unos pasos en dirección del grupo. Se detuvo. Estiró el brazo derecho como pidiendo ayuda y retornó lentamente hacia la garita.

—Puedo liberarlo —arguyó Cíngara con sus ojos encendidos—. Creo que puedo liberarlo.

—¡Hágalo! —estalló el subjefe.

—Pero no estoy seguro de...

—¡Hágalo, maldito sea! ¡Hágalo!...¡Quítenos este demonio de encima!

—Como usted mande, señor —respondió irritado por el tono autoritario del militar. 

¡Qué cornos —pensó—, él no era milico!,. ¿Por qué soportar esos gritos si no estaba bajo bandera? Frunció sus labios y mientras trataba de recordar la frase justa para liberar al alma perdida que vagaba delante de él, un pensamiento destelló con una sinapsis inopinada: Vivía en un país que se gobernaba a gritos, y el altavoz lo tenían ellos, los que calzaban botas.

Raimundo puso la mano derecha sobre su corazón.

El fulgor rotativo del faro encendió por unos segundos las copas del bosque.

Avanzó tres pasos levantando el brazo izquierdo por encima de los hombros y proclamó a todo pulmón:

—¡Espíritu perdido de la noche, te demando a que te retires de estas tierras! ¡Estás muerto! ¡Por la fuerza que me dan los santos, te exijo que tomes conciencia y te marches! ¡Regresa a la Luz o la Oscuridad de donde viniste!

El dragoneante giró sobre su eje, hizo chocar los tacos de sus borceguíes con un ruido seco y se introdujo en la semidestruida garita, saliendo del campo de visión de los tres sorprendidos testigos.

—¿Se fue? —preguntó Salomones.

—No lo creo —contestó Cíngara—. Ha sido demasiado sencillo.

—Entonces, ¿qué hace?

Un nuevo destello, proveniente del faro, bañó las hojas inmóviles de los árboles.

—No sé. Lo único que puedo decirle —esgrimió el psíquico— es que ese hombre murió en este lugar y que pide el respeto que una vez le tuvieron.

Desde la caseta de guardia un centelleo azulado de rayos salieron despedidos por los ventanucos sin vidrios. El techo de cemento explotó como si fuera alcanzado por un obús y un rugir profundo, tal como se suele escuchar momentos antes de un terremoto, pareció desprenderse de la tierra, congelando de pánico a Cíngara y los dos marinos.

—¡Salgamos de acá! —gritó Salomones, y tomó al subjefe del brazo—. ¡Vamos, Roberto, vamos!...

Entonces advirtieron que algo más se sumaba a la tan poco habitual escena. Algo que en un primer instante no supieron identificar, pero que sintieron internamente. Era como si el entorno hubiera cambiado de repente las perspectivas, el modo de ver en el bosque.

Salomones detuvo su marcha en seco.

—¡El faro! —vociferó envuelto por un manto de pavor—. ¡El faro ha dejado de funcionar!... ¡El faro se apagó!... 

Y la oscuridad más absoluta se los tragó a todos.



De haberse recordado su nombre se hubiera marchado para no regresar jamás. Como él, muchos otros quedaron, en años posteriores, perdidos en el limbo del anonimato; transformados en sombras sin rostros, en espíritus sin descanso, en muertos no muertos.

De haber sabido que sólo una placa de bronce solucionaba el problema, la hubieran vuelto a colocar junto al bosque del trágico accidente. Pero nadie recordó. Nadie supo que un simple marinero había sido alcanzado por un rayo hacía más de cuatro décadas.

La memoria falló una vez más. 

Con el tiempo, la ESIM fue desmantelada y sus funciones se transfirieron a otro puerto. Lo que nunca se pudo transferir fue la lacerante angustia de un soldado que se negaba a ser olvidado.

Nereo Dardo Pereyra, el Dragoneante Sin Cabeza, continúa penando por los bosques del faro.

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
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