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El cofre
Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz

Encendió la lámpara con mucho cuidado, intentando que el fósforo no se le apagara a causa del viento del desierto.

Sabía que estaba cerca. Había recorrido ese sector hacía sólo nueve horas, acompañado por el comisario de la localidad, y aquello que había vislumbrado, disimuladamente tapado por la arena, lo mantenía excitado, ansioso. De encontrarlo se haría famoso, no le cabía ninguna duda.

Trastabilló y cayó de rodillas sobre el piso. Un manto de tierra, piedras y huesos quedaron visibles por el haz de luz del farol. Ese antiguo cementerio indio parecía imponerle trabas y pruebas a cada paso que daba. Pero no se amedrentaría. Las tumbas y nichos abiertos, aquí y allá, guardaban tesoros impensados y no iba a perder la oportunidad de poder sacar a la superficie ese ídolo de oro que viera por la tarde.

Se reincorporó y siguió buscando. Finalmente, tras un cuarto de hora de incesante pesquisa, halló el mojón que tanto buscaba: un fardo funerario y un cráneo con largas trenzas negras entrecruzadas.

Excavó.

Con cada palada que daba su corazón se aceleraba. Y sus esfuerzos dieron con el dorado objeto. Pero no le bastaba una diminuta estatuilla. Sabía que allí abajo se encontraría con un ajuar funerario mucho más rico. No tenía demasiado tiempo, el sol despuntaría por el horizonte en pocos minutos y sería visto desde cualquier punto de la planicie. Debía apurarse.

Siguió excavando.

Repentinamente su pala chocó con un elemento metálico.

Era un cofre colonial, del siglo XVI o XVII, no podía asegurarlo. Estaba enloquecido. Reía y excavaba. Excavaba y se reía.

Finalmente, lo extrajo.

Medía un metro y medio de largo y unos cuarenta centímetros de alto. Intentó abrirlo con las manos pero no pudo. Entonces agarró la pala y lo golpeó en los bordes con toda sus fuerzas.

La tapa saltó, como despedida por la fuerza de una erupción volcánica, y se perdió en las tinieblas de la noche.

Se quedó pasmado; tirado de espaldas sobre la arena a sólo un metro del cofre.

Se acercó para inspeccionar el interior. Entonces la vio.

Era horriblemente espantosa. Le faltaban algunos dientes; sus carnes, en un estado de total deshidratación, semejaban un pergamino pegado a unos huesos largos y marrones. Le sonreía, con la expresión de la muerte

"Una momia precolombina", pensó y se agachó para observarla mejor.

Cuando la entidad semiputrefacta lo tomó violentamente del cuello y lo arrastró dentro de la caja, supo que no vería el amanecer.

Ya eran dos los que sonreirían en el cofre.

Cuentos bizarros - Tomo I

Fernando Jorge Soto Roland y Carlos M. Ortiz 
Email: sotopaikikin@hotmail.com  (Fernando Jorge Soto Roland)

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